CAPÍTULO 19

Un lugar sin cámaras, descuidado y sin orden alguno. Un montón de tiendas de lona negra, protegidas por techados de chapa, barras de hierro, telas y plástico pútrido. Un lugar donde resultaba difícil diferenciar la frontera entre la basura y los objetos de valor. La chatarra se amontonaba para hacer peso contra las finas vigas de hierro que levantaban los comerciantes. Don caminaba con paso precavido, sigiloso y evitando el contacto humano. En el mercado de Latgale se podía encontrar todo lo deseable para los nostálgicos: discos antiguos de música, viejas cintas de casete, ordenadores obsoletos, cámaras de fotos de la Segunda Guerra Mundial, medallas de soldados soviéticos y nazis, uniformes de guerra, máscaras anti-gas, armas del ejército alemán, y por supuesto, ordenadores portátiles de última generación, cámaras de vídeo recién salidas al mercado, dispositivos táctiles y documentos de identidad. Un mercado de chatarra y clandestinidad, de robo y recuerdo. Un lugar exento de ley que resultaba perfecto para el contrabando de la ciudad. Cuando Don se acercó a uno de los puestos de armas, antes de dirigirse a él, el tendero lo miró de reojo.

—No tocar —le dijo en inglés antes de que se atreviese a preguntar—. No tocar.

Don miró a su alrededor y se echó hacia atrás a modo de disculpa. Tuvo la sensación de que parecía más preocupado por su presencia que por el objeto. Al no llamar la atención de ninguno de los que había por allí, el español sacó la foto de su bolsillo y se la enseñó al mercader. El tipo no se molestó en mirar a la foto y le invitó a que se fuera con unas amargas palabras en ruso. Preguntar a otros le llevaría a lo mismo. Lo había intentado todo y aquello parecía ser un callejón sin salida. Sin duda, el español sabía que los hombres de Bogdánov no debían de encontrarse demasiado lejos. Por el contrario, Don comenzaba a sentirse como la aguja en el pajar que nunca nadie llega a encontrar. Entendió que la mejor opción era marcharse cuando vio al tendero hacer señales a un espontáneo de los que por allí pasaba. El español pudo reconocerle, era uno de los que se encontraba en la entrada del mercado y, por consecuencia, posiblemente también un soplón. Puso las manos en los bolsillos de la chaqueta y caminó con firmeza hasta la salida. Con el pulso acelerado y la adrenalina rozando cotas extremas, cruzó el umbral de la puerta cuando uno de los tipos se interpuso en su camino. Un grandullón con la piel enrojecida y un flequillo ridículo. Llevaba una chaqueta bomber de color verde cerrada hasta el cuello. Tan rápido como puso su mano sobre el pecho del español, con afán de detenerlo, Don se vio rodeado de tres hombres más, desconocidos hasta el momento y de proporciones dispares. Sin mediar palabra, agarró al grandullón del brazo y, aprovechando el punto de apoyo, impulsó su cuerpo contra otro de los tipos. Con dos hombres en el suelo, remató el movimiento con un puñetazo seco en el tabique nasal del tercero, al cuál usó para derribar al cuarto. Se escucharon gritos en ruso de los hombres que circulaban por allí. Como en una película de bajo presupuesto norteamericana, el español echó a correr calle abajo en dirección a su vehículo. Había dado un largo paseo, pero estaba en forma y podía lograrlo si mantenía un buen ritmo respiratorio.

No había alcanzado los hangares del mercado cuando un BMW de color azul marino, y con más de veinte años, se aproximaba a toda velocidad tras él. Impulsó la velocidad con unas piernas que apenas respondían y sintiendo el dolor que los zapatos provocaban con cada zancada. Giró en dirección contraria y callejeó a medida que el coche quemaba las pastillas de freno haciendo virajes imposibles. Don aprovechó una calle llena de coches aparcados en fila para imposibilitar a los matones que lo arroyaran contra el muro. Cuando se encontraba al final de la calle Pragas, encontró dos edificios de ladrillo y una barrera mecánica que impedía el paso a los visitantes. El coche se encontraba a escasos metros de él, el corazón le latía como una granada segundos antes de explotar. Su cerebro procesaba toda la información a velocidad de crucero. Tenía que jugársela. Si se detenía, lo empotrarían y se lo llevarían por delante. Sin embargo, si seguía corriendo, cabía la posibilidad de morir aplastado. Sin temor alguno, corrió y corrió con el coche a sus espaldas. El motor acelerado recortaba la distancia y los tenderos de las tiendas que había a los alrededores gritaban con todas sus fuerzas. Segundos que se convirtieron en instantes interminables para el español. En un movimiento rápido, Don logró distraer al vehículo cargado de rusos como el torero que engaña al animal con un movimiento de capote. Se escuchó una fuerte frenada y el español salió despedido por sus propias piernas para caer en un puesto de ropa y calzado de imitación. Por escasos centímetros, el coche no se estrelló contra la valla, lo que habría provocado una fuerte colisión en plena calzada. Una mujer salió del interior de la tienda y comenzó a golpear a Don con un bolso de piel sintética. Sin tiempo a disculparse, se levantó y la empujó hacia atrás. Echó la mano al bolsillo, empuñó la Glock y corrió en dirección al hangar que podía ver en el horizonte.

Deshaciéndose del meollo de la gente que se cruzaba en su camino, Don se movía contra la marea humana que se arrastraba en la hora punta de la mañana. Una gran nave de altura infinita y plagada de puestos con cámaras frigoríficas llenas de carne fresca, pescado, quesos y ahumados de todos los tipos. Colas inamovibles de compradores, que esperaban su turno frente a las mamparas de cristal. Pasillos ficticios en los que la distancia humana era mínima. Provocando la inquietud entre los que allí ocupaban las filas, Don ganaba territorio a base de gentiles empujones y cortas zancadas. A lo lejos, escuchó al grupo de mangantes gritar entre ellos. Miró a su alrededor y la salida del otro extremo del hangar todavía se encontraba lejos. El arquitecto continuó aplicando la fuerza con las manos, cada vez con más agresividad, quitándose a los transeúntes de su vista, llamando la atención de todos, incluso la de los tenderos, para abrirse un espacio que la propia gente terminó por cederle. Cuando logró salir del gigante cobertizo, un tumulto de gente se agolpó frente a él, procedentes de la parada de tranvía. Después se escuchó un disparo al aire, también procedente del exterior del hangar. La gente comenzó a moverse despavorida como una legión de aves degolladas en un corral, lo que provocó pisadas y tropiezos entre desconocidos. Respiró hondo, visualizó los movimientos que haría, como le habían enseñado en sus años estudiando el arte de los guerreros japoneses, e iría directo al coche.

Con el corazón latiéndole a la altura de la tráquea, se dirigió al vehículo que, para su suerte, seguía en el mismo lugar donde lo había dejado. Don no daba crédito que hubiera dado esquinazo a esos tipos con tanta facilidad. Encendió el motor y salió de allí tomando la salida del puente por el que pasaba un tren viejo de color blanco. De pronto, aquel coche alemán anticuado volvía a ponerse tras él. Se preguntó cómo lo habrían hecho, pero qué importaba a esas alturas. Don pisó el acelerador con fuerza en un cruce de dos direcciones al mismo que tiempo que un tranvía cruzaba en sentido contrario. Se escucharon bocinas, el claxon del convoy y el chirrido de las pastillas de freno de los vehículos cuando Don se incorporó a la calle 13. Janvāra, una avenida de seis carriles, tres para cada sentido y separados por dos líneas blancas sobre el asfalto que habían sido testigos de numerosos accidentes de tráfico. Al destartalado coche que seguía a Don se unió otro Mercedes de color negro con algunos años sobre la pintura. El arquitecto siguió recto a toda velocidad, saltándose varios semáforos en rojo y sorteando a los conductores con peligrosos adelantamientos. Se incorporó a la calle 11. Novembra krastmala, otra avenida similar aunque separada por el carril de los tranvías. Bordeando el caso antiguo de la ciudad, el español se dio cuenta de una salida por uno de los puentes que lo llevaba al otro lado de Riga. Falto de temor, condujo sin bajar de los ciento veinte kilómetros por hora en la ciudad, cuando sintió una presencia que se acercaba a la parte trasera del coche.

—¡Serán cabrones! —Exclamó en el interior del vehículo. Tomó el puente de piedra e invadió el centro, ocupando el carril de los trenes. El segundo Mercedes intentó alcanzarlo, pero solo logró golpearle la parte trasera con el morro. Don sintió el golpe y perdió el equilibrio hacia la izquierda, que no tardó en retomar dando un giro perfecto. Los coches se apartaban en una persecución que apuntaba al peor de los desenlaces. A pesar del tráfico que se acumulaba al final del puente, Don pisó a fondo el acelerador poniendo la última marcha y accionó el turbo del coche, haciéndole sentir un fuerte cosquilleo en el coxis.

Abandonó el viaducto dejando atrás a su agresor, aunque con la suficiente distancia como para verlo por el retrovisor. A la izquierda, y en un instante fugaz, dejó la Biblioteca Nacional de Letonia, un modernista edificio de gran tamaño con forma piramidal. El paisaje despedía a los edificios de piedra para regresar a los antiguos bloques del período soviético y las fábricas de ladrillo. Don desconocía hacia dónde se dirigía, pero entendió que el bulevar por el que pasaba pronto terminaría, y así fue. A lo lejos, una torre formada por el rastro de seis estrellas lanzadas hacia el cielo y una gran estatua dedicada a los soldados del Ejército Rojo, formaban parte del Parque de la Victoria, una extensión de casi cuarenta hectáreas que convertía el paisaje en una pradera verde hasta el horizonte. Protegido por los árboles, Don avistó al viejo BMW incorporarse junto a su compañero. Los coches recortaron distancia a medida Don bajaba la velocidad y se acercaban al final de la larga carretera. De nuevo, se encontraban en zona residencial y la vía se dividía en caminos de asfalto que llevaban a lugares desconocidos. Hartos de tanto correr, el Mercedes con los cristales teñidos volvió a embestir al español, haciéndole perder el control de su coche por varios segundos. Pisó el freno y retomó la conducción, aunque entonces se veía en una situación complicada: los dos coches le habían alcanzado, dejándole en el carril de los tranvías. Don contemplaba el rostro de los conductores, a cada lado de la parte inferior del vehículo, cerrándole la distancia para que colisionara con el primer ferrocarril que llegara. La vía se fue estrechando, los adoquines del pavimento hacían más complicada la conducción y, de nuevo, las calles volvían a poblarse de actividad y locales de ocio. Arriesgando cada segundo, aceleró de nuevo poniendo en peligro su vida y la de quienes caminaban por la calzada para entrar en un carril de dirección opuesta a la suya. El movimiento del español tomó desprevenido al viejo BMW que chocó con fuerza contra un autobús que aparecía de un cruce.

—¡Bien! —Gritó el español, pero todavía quedaba uno más.

Finalmente, a la altura de la calle Mārupes, el viejo Mercedes volvió a ponerse a su altura en una carretera de doble sentido. El conductor repitió el mismo movimiento, golpeándole la parte trasera para que invadiera el camino contrario. Evitando a los vehículos que venían de frente, Don agarró su pistola, aminoró la velocidad, sacó el torso por la ventanilla y disparó tres veces contra el cristal. Las balas impactaron en el vehículo, aunque no hicieron más que desatar la furia del conductor que había en él. Como era de esperar, la carretera volvía a su fin en un cruce paralelo de dos direcciones. Tras este, una zanja y una extensión verde de hierba salvaje. Entonces, Don escuchó una explosión que arrastró su coche hacia un lado. Una bala cruzó la rueda trasera de su coche. El sedán giró hacia un lado, el español pisó el pedal de freno, agarró el volante y tiró del freno de mano. El coche derrapó en paralelo mientras que el otro vehículo lo arroyaba con el morro. Todo sucedía a cámara lenta en su retina. El impacto arrastró a los dos automóviles a un árbol que los detuvo en seco. Los airbag se abrieron, Don descansó sus brazos sobre el volante; el cielo se abrió formando un claro paso entre las nubes y una bolsa de humo se escapaba del capó. Cristales diminutos convertidos en polvo de estrella, el cantar de los pájaros y la imagen de unos árboles que se diluía a la misma velocidad que un tiovivo de verbena. Salvado por el cinturón de seguridad, Don quitó el seguro de la correa, abrió la puerta y puso un pie sobre la hierba. El pulso le temblaba producto de la conmoción. Sentía cómo las piernas le flaqueaban al caminar, pero eso no le impidió salir al exterior y seguir caminando. El otro conductor había quedado inconsciente tras el choque. Al parecer, no había tenido tanta suerte como el español. Don se acercó hasta el vehículo con el arma en la mano y encontró a un hombre de mediana edad, de pelo castaño y liso con el rostro manchado de sangre. No estaba muerto, sino que solo dormía. Abrió la puerta y lo agarró de la cabeza cuando sintió una mano apretando su brazo. El tipo había despertado o tal vez lo hubiera estado esperando. El forcejeo llevó a ambos al suelo. Tras una revuelta, Don se encontraba en una posición débil, con su contrincante encima de él. El arma había caído a un lado del español, que trataba de sujetar al hombre cargado de furia.

El ruso le asestó un revés desde lo alto que dejó al arquitecto atolondrado. Después se abalanzó contra el arma, pero Don lo detuvo con una patada en el estómago. Una fuerza incandescente nació de su interior como el Fénix que resurge de las cenizas. Con el pómulo magullado, se levantó hacia el adversario y lo agarró de la cabeza para asestarle un puño directo en el tabique nasal. La sacudida se repitió tres veces hasta que el ruso se desvaneció como papel mojado. Finalmente, agarró la Glock del suelo, la empuñó por el cañón y golpeó al ruso en la sien con la culata del arma. El impacto lo dejó fuera de sí, totalmente inconsciente sobre el suelo y con una fuerte conmoción. Había estado cerca, se dijo el arquitecto a sí mismo. Respiró hondo y sintió un molesto ardor de estómago. Luego le quitó la cartera y comprobó su documentación. Aquello sería suficiente para Kopeikins.

En la distancia, algunos curiosos se habían detenido a contemplar el accidente. Don debía esfumarse de allí y seguir con su plan antes de que llegaran los servicios de emergencia. Sin duda, había caído en una trampa estúpida que casi le había costado la vida. Se preguntó si le estarían esperando, si todo era una treta preparada por alguno de los dos bandos. El tiempo se agotaba, debía regresar a la estación de trenes y recuperar el dinero de la consigna.

Bogdánov seguía caminando un paso por delante de él.

Don se acercó al coche del ruso y trató de arrancarlo. Pese a que el golpe había dañado el lateral del vehículo y parte del morro, el motor seguía funcionando. Sacó el pesado cuerpo dormido del matón y lo arrastró hasta el maletero del coche para meterlo en su interior, y cerró de un golpe la puerta trasera. Una vez hubiera subido en ese vehículo, se convertiría en el centro de atención de todas las miradas.

No tenía alternativa, las cosas no habían salido como esperaba, las horas corrían y Kopeikins aguardaba nervioso.

Seis hombres, con el torso protegido con bandoleras de munición, circulaban por la entrada del salón. Kopeikins se preparaba para uno de sus golpes más fuertes. En algún almacén del puerto de Andrejsala, el individuo que había terminado en el maletero de su propio coche era apaleado a cambio de respuestas.

La taza de café humeaba sobre la mesa de cristal. Varios de los hombres de Kopeikins se habían encargado de recoger el dinero de la consigna y llevarlo hasta su casa. Baiba cruzaba las piernas en silencio, en un extremo del sofá, contemplando la imagen que tenía frente a sus ojos. Resultaba complicado reconocer a buenos y malos en toda esa historia. Kopeikins dio un sorbo a su taza y miró al español de reojo.

—Has hecho un buen trabajo —respondió el letón saboreando el café—. Ese hombre terminará cantando…

—Solo quiero mi parte del trato —dijo Don. El teléfono del español se encontraba junto a la taza de café. Las miradas de los tres rebotaban en él con intermitencia, a la espera de la llamada—. ¿Qué planeas hacer después?

Kopeikins miró a Baiba y regresó a su café. Parecía indeciso y poco dispuesto a revelar sus intenciones delante de la chica. Don entendió que había tomado una decisión repentina y que les mentiría.

—Todo se andará —dijo el hombre—. Hablar por hablar, no lleva a ningún sitio…

La chica se levantó del sofá para abandonar la habitación.

—¿A dónde vas? —Preguntó el español.

—Necesito ir al baño —respondió ella con voz seria.

—¡Jaroslavs! —Exclamó el letón llamando la atención de uno de sus hombres—. Síguela, no quiero que se pierda.

Baiba respondió con un gesto de desaprobación. El taconeo de sus zapatos se perdió en las escaleras junto a la sombra del grandullón que la seguía.

—Piensas que nos va a traicionar —comentó Don—. ¿Es cierto?

—Creo que ya lo ha hecho —respondió el hombre—. Ella te llevará hasta Bogdánov, pero debes saber cuándo detenerla.

—¿A qué te refieres?

—Puedes hacerlo, se te dan bien esas cosas… —contestó el viejo—. Si le haces creer que confías en ella, no tardará en venderte, pero si descubre que la estás usando, jamás llegarás a él.

—¿Cómo lo sabes?

—Ahora es demasiado tarde para las explicaciones… —dijo el hombre—. ¿Nunca te has preguntado por qué sigue trabajando para mí?

A Kopeikins no le interesaba la cabeza del ruso, sino saber cuáles eran sus planes para tumbarlos, uno a uno. Había perdido toda esperanza de acercarse al eslavo sin la necesidad de llevar con él una veintena de hombres. Por el contrario, Don todavía era capaz de hacerlo, pero debía actuar rápido cuando llegase el momento. La chica no iba a permitir que su jefe no le pagara por el trabajo sucio. Aunque, por desgracia, Don sabía que poco podría hacer una vez se reuniese con él.

—No irá solo al encuentro —replicó el arquitecto—. Es un suicidio.

—Tú haz la entrega, que nosotros seremos tu sombra… —indicó el hombre. Don le miró a los ojos. Estaba seguro de sus palabras—. Tienes que confiar en mí.

—Eso mismo decía mi padre.

De pronto, el teléfono comenzó a vibrar sobre la mesa. El zumbido interrumpió la conversación. Un escalofrío recorrió el cuerpo del español a ver la pantalla iluminada. Baiba regresó al salón y se detuvo al escuchar la señal.

Don agarró el dispositivo y se lo acercó al oído.

—¿Tienes mi dinero? —Preguntó el ruso sin preámbulos. Parecía tranquilo, o eso quería transmitir—. ¿Y la chica?

—Está aquí conmigo.

—Pásamela.

Bajo la mirada de Kopeikins y sus secuaces, el español le entregó el teléfono a Baiba. La chica escuchaba por el auricular y asentía con la cabeza afirmando verbalmente en el idioma del mafioso. Después le devolvió el teléfono al arquitecto.

—El encuentro se hará en una hora —indicó Bogdánov al otro lado—. Ella te llevará al lugar que le he indicado.

La llamada se cortó.

Don estaba confundido.

—Será mejor que nos preparemos —dijo el viejo—. Tengo entendido que a Bogdánov no le gusta esperar.