CAPÍTULO 3

Residencia de los Gutiérrez Donoso, barrio de Vallecas (Madrid)

13 de marzo de 1986

El pequeño Ricardo se encontraba sentado en un viejo sofá de esponja frente a la única televisión de la vivienda. Un fuerte olor a cebolla y aceite frito llegaba desde la cocina. Ricardo observaba absorto la pantalla. Una presentadora del informativo anunciaba que Leonid Kizim y Vladimir Solovyev, dos cosmonautas soviéticos, eran lanzados en una nave espacial a su encuentro orbital con la estación espacial Mir. El niño apenas tenía seis años, pero sabía que no tenía el mínimo interés en viajar al espacio.

—¡Ricardito, la cena! —dijo su madre desde la cocina.

—Ya voy, mamá —contestó con desgana. Desde hacía varios días, su madre siempre preparaba lo mismo. La familia estaba atravesando un período económico complicado. La crisis financiera de finales de los años ochenta estaba a punto de explotar y muchos de los empleados de las fábricas comenzaban a ser despedidos. Pese a todo, el niño no lograba entender qué sucedía. Tenía seis años recién cumplidos y solo era capaz de contemplar la apatía de su madre repitiendo, una y otra vez, el mismo plato.

—¡Ricardo! ¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre desde la cocina—. Que se enfría el filete.

El niño se encontraba a punto de saltar del sofá cuando escuchó el cerrojo de la puerta. Un escalofrío cruzó su espalda. Era su padre, Ramón Gutiérrez, un peón de fábrica delgaducho con tripa cervecera y bigote estirado. La relación entre ellos dos no era la mejor que un niño podía tener con su padre. Ricardo no entendía demasiado el comportamiento de su progenitor, a menudo serio e indiferente con la vida de su familia y, en ocasiones, amigable como el patriarca ideal. Ricardo pronto entendió que su intuición no era producto de la casualidad. Cada vez que Amparo, su madre, y Ramón discutían, podía entender, a través de la mirada de ella, el temor que escondía bajo su piel.

Hasta entonces, las riñas no habían ido más allá de los gritos y los insultos y vejaciones que él vertía sobre su esposa. Cuando Ricardo le preguntaba a su madre por qué se dejaba humillar de ese modo, ella siempre lo justificaba con un mal día en el trabajo. No obstante, los casos aislados se convertían en descargas diarias de insultos y reproches que acolchaban los tabiques de la casa con violencia verbal.

Aquel trece de marzo, Ricardo no llegó a la cocina. Tan pronto como su padre cruzó el umbral de la puerta, supo lo que iba a suceder después. Ramón se tambaleó y cerró de un golpe. En la distancia, Ricardo avistó un cinturón colgando de su mano. Sus extremidades se congelaron y una angustia se le apelmazó en la garganta. Por la pantalla seguían apareciendo los rostros de los rusos.

—Zorra… —fue todo lo que su padre esputó.

De pronto, la mujer esgrimió un fuerte alarido, sorprendida por la presencia de su esposo. Después, algo se rompió. No solo la vajilla, sino el alma de la mujer. Los latigazos que le propiciaba su marido se acompasaban con la secuencia de gritos. Ricardo permanecía sentado en el sofá, inmóvil y con los oídos tapados, pero no era suficiente para silenciar el lamento de auxilio de su madre.

—¡Joder! —gritó el hombre—. ¿Has visto lo que has conseguido?

Pero no hubo respuesta. Solo se escuchaba el sollozo de una respiración entrecortada. El hombre abandonó la cocina y regresó a la entrada del apartamento. Antes de marcharse, miró a su hijo a lo lejos. Sus ojos se cruzaron. Ricardo temblaba de miedo. Temía que le hiciera lo mismo a él.

—Tu madre quiere abandonarnos… —dijo impotente—. ¿Lo sabías?

En ese momento, lo único que el niño sabía era que, si le apartaba la mirada, su padre cargaría contra él. Se sentía indefenso y desprotegido.

Tras ese encuentro traumatizado encontró a un hombre lleno de envidia y odio. Algo iba mal, aunque todavía no podía descifrar la causa. Era demasiado joven. Necesitaría algunos años más para entenderlo todo.

El hombre se rio en voz alta y abandonó el apartamento.

Ricardo sintió algo húmedo bajo sus piernas. Se había orinado encima.

Barrio de Salamanca (Madrid)

4 de marzo de 2016

Apoyado junto al alféizar de su ventana, Don observaba la calle desde uno de los grandes ventanales del apartamento. El éxito profesional le había permitido gozar de una vida cómoda y llena de lujos. Sin embargo, Don no olvidaba sus orígenes, un pueblo manchego en el que apenas había vivido dos años para después mudarse a la capital. La falta de empleo, la crisis de los años noventa y una región en la que no había demasiadas oportunidades para emprender provocó que los Guitiérrez Donoso tomaran rumbo a la capital. Como ellos, otras muchas familias se repartirían por la costa y el centro del país, formando olas migratorias en toda la península. Desde muy pequeño, Don entendió que la felicidad no residía en lo material y que, a diferencia de otros niños, no necesitaba juguetes para sonreír. Las necesidades que los Gutiérrez Donoso afrontaron durante su llegada al barrio de Vallecas se amortiguaron con la ayuda de una fe ferviente en Dios. Don era creyente, como así lo era su madre. No obstante, hacía años que no pisaba un templo sagrado y si lo hacía, era para confesarse.

En el amplio salón había un sofá de color blanco de dos plazas, dos macetas de gran tamaño, una televisión de plasma y un portarretratos en el que él aparecía con su madre. Las paredes guardaban el mismo brillo aséptico que el sofá y el resto de muebles. Para Don, el color blanco signifaba paz y su casa era lo más parecido a un santuario.

Caminó hasta la cocina, abrió la nevera, sacó pan de molde y fiambre y preparó una cafetera a pesar de que fuera la hora de cenar. Tenía trabajo que hacer y no precisamente de oficina. Se quitó los zapatos para ponerse cómodo y dejó la chaqueta de su americana en el interior del ropero. Después encendió el ordenador portátil, abrió una ventana del navegador y buscó el nombre de Oriol Rupestres. Los medios de comunicación se habían hecho eco de lo sucedido, pero la pérdida del empresario catalán no había trascendido demasiado, un detalle que no le importó en absoluto a Don. Pensó que la sociedad se lo agradecería y su familia también, por todos los favores que el propio empresario se había cobrado de otros. Después decidió que no volvería a pensar en ello. Se escuchó un burbujeo, por lo que se levantó, apagó la cafetera y se preparó un emparedado de jamón serrano.

De pronto, algo sonó en su cabeza y le vino a la memoria el rostro de esa chica de la oficina, Marlena. La idea había vuelto a saltar en su memoria como un anfibio sobre los nenúfares. Marlena, una dulzura de rastros sureños, daba vueltas entre los pensamientos del arquitecto. Los hombres como él no pedían lo que ansiaban, se dijo recordando las palabras del coche. Era una locura, ya que él jamás pensaba en el sexo opuesto como lo hacía el resto de hombres. Por el contrario, Marlena tenía algo que ninguna otra mujer había despertado en el arquitecto durante mucho tiempo. Tal vez fuese la posición subordinada en el trabajo, el deseo de convertir lo prohibido en algo posible o el magnético poder de su inteligencia. Tal vez, la necesidad de sentirse amado, proteger a alguien. Lo que estaba claro era la atracción que sentía hacia ella, un elemento difícil de controlar. Don no habría tenido reparos en acostarse antes con la chica si Marlena no se hubiese mostrado tan protectora en sus acercamientos. Era la regla: si la mujer tenía corazón, uno de los dos saldría perdiendo. Y Marlena era una buena competidora para arrebatarle los secretos a Don.

Sentado frente a la televisión y con el pensamiento infectado, agarró el teléfono móvil con autoridad y envió un mensaje de texto.

—He cancelado mis planes, me quedaré en la ciudad —escribió sin pensarlo demasiado—. Cenemos juntos, necesito hablar de trabajo. Te recogeré a las ocho.