Sevilla

Sevilla

Sevilla. Sevilla.

La ciudad está despertando. El Sol claro. Atravesaremos la urbe, cortada la autopista por obras, esperando mejor hora de tráfico. El bollo mantecoso de Carmona me repite. Caminamos deprisa. Soñolientos, los obreros se cruzan con nosotros, sin vernos. Pasamos el campo de fútbol. Yaki conoce la ciudad y avanzamos por ella dando vueltas por calles que identifica. Yo la conozco poco, un par de veces, de paso. Camino del Parque María Luisa, discutimos:

—Vamos por aquí.

Contemplando la frondosidad fresca del parque:

—Vamos al parque un rato, que descansemos. ¡Y tomamos un café en el quiosco!

—¡Mierda… Joder… Cagoendiós!

—¡El moro no se va a mover, por lo menos hasta que nosotros lleguemos, me parece! Además… —Yaki se corta, hemos estado hablando al tiempo y he desoído su explicación.

—¿Le tienes paranoia a la ciudad?

—No. Pero… cambias muy rápido de opinión, colega. Hoy mismo podemos estar en Ceuta.

—¿Quién lo impide?

El quiosco está cerrado.

—Nadie —dice con desdén.

En vista del panorama, nos sentamos en un banco del parque. Yaki se hace el dormido. Lo sé. ¿Cómo definir las sensaciones que me invaden de la ciudad que no voy a conocer por tercera vez?

—¿Por qué no hacemos el viaje que nos queda en…? ¡Yaki!

—¿Quéééé?

—Hagamos el viaje a Ceuta en autobús —digo melosa.

—Y cruzamos el estrecho a nado…

En absoluto encuentro la gracia de su salida, me crecen los morros al instante. Enfurruñada, miro al suelo.

—¿Y si nos damos una vuelta por Triana?

—¡A estas horas!

Estoy pensando, tengo remotos recuerdos, que hay en el barrio una movida guapa y que daremos con otros colegas para bajar al sur. Es una ciudad de paso, ¿no?

Yaki deja de fingir que duerme y lía otro kiki. Me da el mareo a la segunda calada: una náusea seca es el indicio del bajón. Él ha bajado hace tiempo, tiene prisa por llegar. A Madrid…

Las diez de la mañana en el reló del Gobierno Militar. El soldado de guardia en la puerta nos mira. Yo veo por encima los mosaicos provinciales. Yaki se está adaptando mentalmente al cambio de planes. La confirmación definitiva es que ya ha salido el bus de Cádiz. Esperaremos a primera hora de la tarde. Dejamos la Torre del Oro a un lado y la Maestranza al otro, llegando al puente de Triana. En la ribera, mientras pasamos el puente, se ve a gente durmiendo en sacos sobre la hierba. Justo entonces, varios municipales hacen su aparición para despertar a la basca. La obligan a levantarse y se quedan a la espera de que recoja sus cosas. Nos acodamos en la balaustrada de hierro para contemplar la escena, mudos. Cuando la pradera queda definitivamente vacía, restablecido el orden, Yaki da media vuelta y camina de regreso a la ciudad, seguro de adonde se dirige. Le sigo como un perro, aunque dudo de sus intenciones.

Cual centellas andantes, entramos en las callejas del Arenal. El trayecto es indescriptible. Las calles se suceden amontonadas, con edificios y casas, portales verdes, negros y tenebrosos, calles levantadas, de adoquines o recién asfaltadas. Perdiendo el ritmo, sin poder alcanzarle; viendo siempre sus anchas espaldas de macarra, la cazadora que se balancea. El Sol de justicia. Abomino la cabalgata, pero no puedo detenerle para hablar: él no se retira cuando vienen de frente. Voy cediendo la acera y con ello pierdo el paso y me agoto. La Alameda, desierta: éste era el destino de tan fuerte marcha. Solitarios los multicines, poca gente almorzando en la cafetería. Salimos del túnel. El paso se normaliza. Una lechera se empareja con nosotros cuando abro la boca para dar el cante a Yaki. Nos desviamos en la primera calle. La conversación no es amistosa. Las calles se retuercen, únicas. Está claro que busca jaco. Una pequeña cuestecita de casas blancas, y salimos a una plaza, de espaldas a la catedral. «El barrio Santa Cruz». De la mano meto a Yaki en un bar, la calle se ha llenado de gente, ruidos de coches. Contraste: en la tasca, sólo nosotros. El Sol da de plano en las cristaleras, única luz, especial, que alumbra la sala. Por toldo un soportal con terraza ocupada por guiris, y rubia cerveza helada. Yaki me convence para volver a Triana, donde acabará el precipitado paseo sevillano.

En esta parte del río, sigue el mismo bullicio qué en el centro, pero el ambiente que se respira es radicalmente distinto: los coches suenan menos; la gente va tranquila, entra en los bares y apoyados en las barras metálicas, frescas —muy frescas— (recuerdo de las tabernas antiguas del foro), comenta sus cosas en algarabía. Con Yaki quedo en esperarle en el bar o en la ribera del Guadalquivir, bajo el puente de Triana, para después del pico. Paso de probar de nuevo y cedo el octavo completo al tío.

«Polvero de San Luis» leo desde el bar, enfrente. La fachada del comercio de materiales de construcción está recién restaurada, aunque han conservado el viejo nombre. La excitante lectura del cartel me lleva a la rue.

En la pradera del río, el calor no es sofocante, el frescor da un gusto especial al lugar. Enfrente, unos chavales juegan con el agua turbia, estancada: más arriba una carretera cierra el cauce, parece un oasis de verdor. Tumbada, enseguida me invade el sopor: la respiración se hace difícil, el aire penetra en mis pulmones produciendo una sensación total de solidez, una masa densa y vaporosa que rasga mis vías respiratorias, reseca la garganta y la boca: el instante antes de perder la conciencia.

Habré dormido algo. No tengo tal impresión. El sudor empapa mi cuello, la cara, las axilas, mis pechos. Abro los ojos: todo sigue igual. La bolsa de la ropa está por encima de mi cabeza, más lejos de lo que pensaba. He debido escurrirme en la hierba mientras soñaba. Con la camisa que me he quitado, me seco el sudor. Sin darme cuenta, me quedo en bragas; la camisa, inservible por la humedad.

Cuando salgo del verde, abandonando la orilla del río, dos tipos, que se encontraban parados, comentando entre ellos, reanudan su camino en dirección contraria a la mía. Son algo creciditos y han estado al loro, sin perder detalle y seguros de que no me coscaba. Salgo a la carretera que frena el río, en muy mal estado por cierto: sin arcén y mucho tráfico. Al otro lado, el muro alto de una piscina. Tentación contra el calor, pero, ya digo, encerrada. Llevo puesto un vestido holgado, jipioso, pero, aun así, el aire no refresca mis carnes.

¡Pac! —palmoteo mi frente—. ¡Yaki!

Cruzo el puente de Triana por enésima vez: los pies arrastrando, cansinos de calor y rebeldes a las órdenes del cerebro. Una pareja hace zalamerías por la otra acera. Para nada bajo a la hierba, ahora inundada de Sol, como en el puente. Pronto me canso: me digo que nos veremos en la estación de autobuses…

Según penetro en Sevilla, vuelve la paranoia urgente: «He hecho mal al no esperar más tiempo, tampoco tenía con qué medirlo, al tío le habrá pasado algo para». Sola en la gran ciudad, puedo quedarme así… Paranoia y ganas de comunicarme con alguien. Las calles están vacías; los bares llenos. Situación que me corta cantidad, en medio de la acera, donde cae el Sol de plano, igual que en la de enfrente. Sin refugio para cobijarme. La cabina telefónica es un horno, los metales queman al contacto, el cristal desprende un calor repelente: el intento de comunicación a larga distancia es un chasco doble. Opto por caminar, para salir del paso.

Una jarra de cerveza cristalina me sorprende, el resto de la gente de la barra sube y baja sus cañas con desparpajo. Al salir, el personal está de nuevo en la calle, circulando de un sitio para otro, lugares que desconozco. Camino despacio hasta un corto paseo, arbolado en el centro. La braga, pegada al culo del sudor. Me siento en un banco de piedra frente a Galerías Preciados.

El aire acondicionado es gélido al traspasar la puerta; se introduce entre las piernas, sin levantar las faldas, como una cortina cortante. Luego, una vez dentro, el frío se nota más en los hombros, en la espalda y nada entre las piernas.

La planta joven es como en todas partes, no tiene el sabor de la tierra. Abundan los colores naranjas: lunares, rayas, estampados y lisos, en faldas, camisetas y blusas. La sangre siente el deseo del consumo: las mercancías saltan agresivas a los ojos, llenándolos. Tomo un conjunto de camiseta blanca a lunares y una faldita naranja toda; el mismo modelo en azul celeste, y, también azul, un mono con lunaritos. Pregunto a una señorita uniformada, bien pintada, el pelo lacio, ahuecado de peluquería, corto por detrás y las puntas hacia el rostro, dónde están los probadores. De vuelta, a la misma chica, pregunto el precio del modelito y del mono lunarero. Mira, entendida, la etiqueta. Yo también miro: la marca, en la que figura ostentoso el diseñador, y me doy cuenta de que el tejido es fibra pura. Se lo digo.

—Quiero un conjunto como éste —devuelvo el naranja y el mono que colgaban de mi brazo— en tejido natural, ¿lino?

Apenas hay clientes, la muchacha me atiende solícita y me muestra unos vestidos preciosos, el vuelo en la falda contenido, hilos dorados adornando el negro, el ocre, el azul… Los precios cortantes.

—Mira —digo—, estoy incómoda con eso de la maleta… y lo voy a dejar para otro día, ¿vale?

Excusa tonta que cuela. Es un punto, porque la dependienta se estaba lanzando. Lo peor es que tengo dinero en el bolso. Lo cual significaría el fin de mi… aventura. Otra vez la paranoia cuando paso a la sección de zapatería. Las zapatillas son lindas, con una chispa de tacón, unas verdes lindísimas. Atiende una sola chica, ahora de espaldas a mí; en las estanterías, los modelos están desparejados. Cierro la cremallera del bolso, que no se vean las camisetas con dibujos de mariposas brillantes…

—¿Puedes sacármelo —señalo— en azul y verde?

—¿Qué número?

—El 9.

—¿…?

—Sí, tengo los pies grandes. No lo pude remediar.

Las verdes parece que me aprietan. La dependienta desaparece tras una cortina para ver si hay un número mayor «pero no creo». Me pruebo las azules caminando hacia los ascensores, «muy cómodas»… Uno de los ascensores se abre y sale una señora. He tenido el tiempo justo de recoger el equipaje y entrar, una décima de segundo dentro de la caja y se han cerrado las puertas. Nadie en el camino, tampoco me he parado a ver si miraban, ¿para qué? El cambiazo ha sido chachi, aunque echo de menos las sandalias, para quitarme el marrón de encima, que la tía se habrá dado cuenta enseguida.

Ya en la calle, tuerzo en la primera esquina. En la acera de enfrente, hay una cafetería. Me recuerda el canguelo que he pasado y las ganas de mear que tengo. El local está lleno, a rebosar, y el olor de la mantequilla quemándose en la plancha me sube por la nariz, llenándome la boca de saliva. Entro en los lavabos. Hay una mujer ante el espejo, lleva el uniforme de Galerías, empieza a lavarse las manos, sin dejar de mirarse en el espejo, y se retoca, con los dedos mojados, un rizo de la oreja. Cierro la puerta, el cerrojo echado, la bolsa en el suelo y orino largamente: las bragas bajadas, con dos faldas y una camiseta anudada a la cintura. Después de mear, me desprendo de tanta ropa. Decido quitármela toda. Bien doblada la guardo y saco otro equipo: minifalda vaquera y camisa estampada de flores pequeñitas. El camuflaje total, a falta de las zapatillas.

Junto a la escalera de los servicios, queda una mesa libre: el camarero está recogiendo los platos sucios y allí me instalo. En la mesa hay un papel con el menú, envuelto en un plástico para preservarlo: sopa de mariscos o gazpacho andaluz y bistec o pescadilla frita, fruta, pan y vino, y ¡olé! El camarero tarda en hacerme caso y a mí me gustan que vengan sin llamar, pero curran a tope, no lo niego.

—¿Puedo sentarme? —pregunta un tipo joven, pero que me parece viejo por su vestimenta: una chaqueta impecable, color gris satinado de blanco, el pantalón crema clarito, la corbata azul, más oscura que la camisa con cuello blanco que lleva puesta, el pelo corto, a navaja, con raya a un lado, y los zapatos (???) ocultos bajo la mesa.

Mientras he escrutado su aspecto, él me ha mirado a los ojos. No quiero encontrarle sentido a su mirada, como casi siempre: es fría y opaca. Pone, cuando se sienta, los antebrazos sobre el borde de la mesa, las manos entrelazadas: me examina concienzudo, pero su mirada sigue invariable, sin que nada transluzca. El camarero interrumpe este rollo para tomarnos nota. El individuo coge la carta y pide después que yo… lo mismo. Se arregla la americana (mirándome), tomándola por las solapas y encogiendo los hombros. Agacha la cabeza para colocar el cubierto paralelo al plato, encima de la servilleta de papel. Traen dos cervezas que servimos al tiempo en los vasos. Mientras doy un sorbo a la bebida, mirándole al levantar la copa, una mueca se dibuja en su cara (simula una sonrisa, si no fuera por la rigidez del resto del rostro) con intención de agradar, me figuro. Se aclara la garganta después de beber.

—Ha sido muy atrevido por su parte.

—¿El qué?

—Hummm, los zapatos…

«¡Los llevo puestos, madre!». El reloj de la cafetería marca las dos y veinte. ¡Qué lento pasa el tiempo! Llega el camarero y me dedico al gazpacho sin más interés que eso…

—¿Sueles hacerlo muy a menudo?

—¿El qué?

—Los zapatos…

—¡Otra vez!

—…

—No sé de qué me hablas.

—Je, te he visto…

—Slurp, slurp, glub, clac, ahhhh —termino el fuerte gazpacho.

Los filetes de pescadilla no se hacen esperar.

—No es tan fácil, ¿sabes?

—Yo…

Corta lo que iba a decir con un gesto de la mano (yo aparto las espinas del pescado y olvido la respuesta pensada), vuelve la cabeza hacia fuera, mirando la barra copada por colegas suyos. Como si temiera que nos oyeran, me dice:

—Estos asuntos se tratan sin escándalo. Si eres lista… sabrás que hemos pedido la misma comida (!!!). Está clara mi intención, ¿no?

—No.

Esta vez me sale natural la voz ronca, sin falsete.

—Quiero decir… que no quiero salir de la cafetería de forma brusca. Aquí al lado tengo…

Empiezo a ponerme nerviosa con el tipo. El cálculo de posibilidades para escabullirme es efímero (todos pensarían que corro por no pagar la cuenta del papeo) y veo lejana la puerta de la calle. La anterior historia se volvería también contra mí. Como la lechuga, recuperando el hilo de sus palabras.

—Esto es una extorsión, querida —dice de sopetón.

Su cara deja de ser tensa, tiene un matiz ambiguo nuevo, el claro de los ojos a punto de ser amarillo, los mofletes rellenos sin exageración. La tez clara deja entrever los poros, el pelo arreglado se humedece y queda menos aplastado. Bajo la cabeza: no queda comida en el plato.

—¿Crees que no te he calado?

—¿A mííí?

La voz más profunda que poseo.

—Escucha: cuando terminemos de comer —dice mirando su reloj de pulsera—, quisiera que me acompañaras. No es necesario volver a la tienda y puedo olvidar fácilmente lo de los zapatos.

—Tú, alucinas.

El camarero nos trae un par de flanes apelmazados, con sabor harinero.

—Y esto, el chantaje, ¿lo haces siempre?

—Una suerte encontrarte aquí —lo está repitiendo aunque la vez anterior no le hice caso—, creí que ibas a seguir calle adelante. Estaba pasando… cuando te vi subir las escaleras.

Se extiende en los detalles del encuentro, algo molesto, pero expansivo. Vanidoso, o querrá que me distraiga y olvide, que su idea penetre en mi coco como inevitable.

—No pienso acompañarte. Cruzaremos la puerta juntos, bueno… No me interesa tu historia.

—¡NO!

—Cómo que no…

—¡Ey!, dos cafés con hielo…

Me levanto.

—¡Espera! No he terminado.

Ya salgo del asiento. Me agacho para recoger el equipaje. Él me agarra por el codo. El camarero llega con los cafés. Tiro del brazo, y uno de los cafés va al suelo sin manchar a nadie. Gran confusión. Miles de uniformes de Galerías miran en mi dirección. Me percato que una gota marrón ha ensuciado mis inmaculadas zapatillas de gamuza azul…

—Pasad, pasad, ya hemos terminado, je je…

Me las piro sin más; aunque son muchos los cuerpos con los que tropiezo en el camino. En la puerta, está, entrando, la tía de la zapatería, concentrada en explicarle algún rollo chungo a una compañera. «Cagüen…».

—¡Ey! —gritan a mis espaldas.

La parada, para evitar la piba estirada de Galerías, me cruza los cables. Dudo. Disimulo. Mirando el lado contrario. Tropiezo con gente ajena a la movida. Todo bien. Salgo a la calle y echo a correr.

—¡Espera! —se recrudecen los gritos detrás de mí.

Estoy viendo la película en blanco y negro, y no me gusta…

«¡Qué idiota soy! ¡Estoy dando un cante inmenso!». Corro. No hay calle transversal alguna que me salve.

—¡Espera!

Cruzo la puerta principal del maldito almacén. Antes de que acaben los escaparates, me alcanza: un encontronazo, empujón que casi me tira. Trato de zafarme, corriendo en sentido contrario: su brazo me toma por la cintura, siento su mano en mi cadera.

—Espero que no sigas dando la nota, mamona —dice con fuerte aliento.

Estoy sofocada. Siento la presa en mi cuerpo y no pienso: he hecho los cien metros lisos en segundos. El calor sale de mi cuerpo a ráfagas. Bocanadas caloríficas en los poros de mi piel. Respiro hondo dejando la bolsa en el suelo. Suelta mi brazo y se pasa la mano por la frente, con el dorso. Desde luego no le miro pero su gesto me es evidente. Noto que mi cara se sonroja como la manzana de Blancanieves.

—Coge la mochila —dice con desprecio en la voz. Al mismo tiempo, me toma del brazo—. Me vas a acompañar.

Tirando del brazo, indica la dirección a seguir: desandamos el camino recorrido… La tensión aumenta. Sigo inmutable, calculando las posibilidades: cruzar la calle y meterme por un callejón. ¡Pasamos de entrar en Galerías!

Por primera vez le miro, vamos parejos, volviendo un cuarto mi cabeza: su careto está superrígido, reaparece la faz del empleado. El tirón ahora es más fuerte y me hace avanzar unos pasos. Yo quería quedarme, que me detuviera. Vuelve atrás y coge la bolsa que dejé: otro brutal tirón del brazo. Con la bolsa cogida de una de sus manos seguimos el mismo camino. Ya no vamos parejos: con desgana manifiesta, voy remolcada. Dejamos atrás una esquina.

La verdad es que no me entero por dónde vamos. El tipo es peligroso: una pesadilla. No debí dejar que cogiera mi equipaje. Pienso en la hora. No me queda más alternativa que volver con Yaki: «Mierda». Vamos aprisa. Mi actitud remisa no llama la atención. Pienso en gritar y montar un escándalo, para lo cual hubiera necesitado más transeúntes. Aún debo conservar sangre fría, pues me he dado cuenta de ello. Pienso en desplomarme. Necesito un marco adecuado de gente. No confío en su reacción. Me suelta un hostión cuando grito ¡SOCORROOOOOOOOO!

Tira más fuerte. Corta mis ideas. Tampoco es que acabe alguna. Nada le importa. Tira y tira de mi brazo. El tirón me obliga a meterme entre dos coches aparcados y cruzar rápidamente la calle vacía. Llegamos a una plaza.

Otro cruce de calle. ¿Cuántas ya? Busco con la mirada a ver si viene personal para realizar mi último plan. Subimos la acera de la plaza. De frente, viene una pareja de niñas, con tres chavales detrás: poca cosa. Intentaré caerme. Un muevo tirón me lo impide. Ando completamente inclinada hacia atrás. Tropiezo en un escalón. Mi plano de inclinación varía bruscamente. Evito caerme. Enseguida vienen unas escaleras que bajan. El instinto me pone en pie, trastabillando en los escalones. Él ha intentado retenerme para que no cayera de bruces. Estamos entrando en un parquin: «Recoja su ticket». El ascensor está abierto; no tengo ocasión de leer más. El ascensor es todo metálico. Está bastante fresco. Apoyada de espaldas, es como si el frío penetrara en mis huesos. No sé qué hacer. Normal. Empuja la puerta con la espalda. Tengo que recoger mi bolsa. Sigo pillada por el antebrazo. Salimos a la planta, ¿X?, del parquin: atrapada por la muñeca. Un cambio. La resistencia que pretendo apenas encuentra respuesta en mis propias fuerzas. Mis zapatos nuevos resbalan en el asfalto. «Se les estará jodiendo la suela…». Mi pierna se estrella contra el parachoques de un coche nuevo. Suelto la bolsa (¡qué imbécil soy llevándola yo ahora!). Sigue arrastrándome. Consigo soltarme: sus manos, pringadas de sudor. Corro. Intento recuperar mis cosas. Su cuerpo choca contra el mío, por mi torpeza. Grito salvajemente. Pierdo el equilibrio, y sus manos me toman antes de caer. Me recoge al vuelo… Me atrae hacia su cuerpo.

—Vas a hacer lo que yo te diga —dice entre dientes.

No puedo pensar. A trompicones, oyendo el desorden de mis pasos, dejo que me lleve hasta un coche, R-12 familiar, en el que no parece atinar con las llaves sacadas de su bolsillo. Sin poder soltarme, me tumbo en el capó delantero del coche de al lado. Resistiré todo lo que pueda antes de entrar en el interior del que ha abierto. Toma mis dos manos y me levanta. Entro de cabeza en el automóvil. Siento un golpe en la coronilla que me aturde más. Busco la clavija de la puerta contraria, en la que su empujón me ha empotrado. No la encuentro. Voy ciega, ¡malamente, eh! Mis manos encuentran un saliente del que tiran. No sucede nada. Vuelvo a intentarlo de otro modo, empujando a un tiempo la puerta con la cabeza. Sus manos atenazan mis piernas: las mollas… Las levanto violentamente. Aprisiona mi cuello. Me obliga a echar la cabeza parriba: tengo miedo de morir asfixiada. Oigo cerrar la puerta. Otro portazo. Estoy paralizada. Suenan con eco sus jadeos. Abro los ojos. Su mano izquierda manipula en sus pantalones, afloja la correa, abre la bragueta, busca en el interior de unos calzoncillos horteras, clásicos: sale un pene erecto, muy negro o sucio, que descubro al apartar él la mano de la zona erótica a la que manipulaba bastardamente. El cuello preso por su otra manaza. Con la mano libre, toma mi cara por la oreja que da a la ventanilla. El pollón erecto no se aparta de mi vista. Está completamente descapullado: el capullo, igual de oscuro que el resto del mango. Tirón de oreja. Mi cuello tiene un calambre debido a la fallida resistencia. Agarra mis pelos. El cuello consigue mantenerse aferrado al asiento, intentando incrustarse en él de tal forma que no pueda ser arrancado. Retira su mano de mi cogote. Mis manos van entonces hacia él: una hostia en la cara. La puerta se abre. Vuelve hacia él mi rostro con las dos manos. Paraliza el sprint que tenía previsto ante la puerta abierta, salvadora… Mi oreja a punto de combustión. Mi cuello cede. La espalda es la que conserva la fuerza para mantenerse erguida, pero estoy viendo su pene de frente, apuntando en mi dirección…

Tengo que tragármelo hasta el fondo: un placer, por la bestialidad, que me produce náuseas. Golpea mi cabeza con la palma de la mano. Tengo que tragármelo hasta la campanilla.

Es una cuestión de principios no seguir su sadomasofacha juego, aunque parezca que soy fácil de llevar. Una lindeza (inoportuna e ideológica) de más, ahora. Un baldeo quisiera. Mejor, ¿no?

Para compensar mi pasividad, tira de mis pelos hacia arriba y de la oreja para abajo, tirones endemoniados. El sabor de mi boca es ácido, de veras (es chungo total hacerlo a la fuerza [ahorcan]). Mi lengua huye del contacto fálico. Un leve sabor salobre se mezcla a la acidez. Aprieto los dientes. El tirón de pelo bestial se repite. Cuando disminuye, insisto con los dientes. El nuevo tirón parece separar el cuero cabelludo de la masa ósea. Afloja y vuelve a tirar. A él: le va la marcha ésta. Me duelen los riñones de tanta tensión sin salida. Mi cabeza sube y baja por los tirones. La acidez se apodera de todo mi paladar, babeo en su capullo toda la bilis de las entrañas. Muerdo otra vez. Los tirones impiden que arranque su miembro de cuajo. Nunca antes había deseado que un hombre se corriera aprisa. Mecánicamente repito el mordisco, y enseguida el brusco tirón. Soy incapaz de mantener los mordiscos vengadores del ultraje. El sabor salado de su semen se confunde con mi saliva amarga. Muerdo con todas las fuerzas que me quedan. Su puño se estrella en mi espalda, el golpe es seco y muy doloroso. Tengo que abrir la boca total para poder respirar. Puedo levantar cabeza. Escupo en su traje: los calzoncillos amarillos desteñidos, el pantalón de tergal…

Quiero llorar…

Grito. Retumba el grito en mis oídos más metálico que gutural. Las paredes del buga no se inmutan. Nadie oye. El cerdo calla. Grito. Sale del auto por su puerta. Cruza corriendo por delante del motor. Bajo la cabeza entre las piernas (las dos puertas están abiertas y se forma una ligera corriente), las lágrimas brotan sin emitir sonidos, sin gimotear. La portezuela completamente abierta: me saca de un golpe. Caigo al suelo, el asfalto se me clava en los codos. Me levanto llena de rabia. Las lágrimas han recorrido mis mejillas. El tira mi cuerpo desmadejado contra el coche. Mi rabadilla da contra la ventanilla. Da la vuelta a su coche; ha dado una vuelta completa. Vuelve. Lleva todo el traje desarreglado. No dice nada. Entra por la puerta de mi lado y cruza al asiento del volante. El coche no arranca, el motor inicia el ruido sin dar el punto final del ralentí en marcha. Agachada por el dolor en el hueso del culo, miro por la ventanilla. Escupo en el cristal. La saliva blanca con sus burbujitas se desliza por la pulida superficie. Doy una patada a la puerta que me duele más a mí. Sale del coche, mirando su cronométrico reló, las llaves sonajeras en la mano, no mira hacia donde estoy. He conseguido incorporarme y espero que mire. Nada. Siento la cara congestionada. Mucha rabia. Veo que una lágrima se desprende de mis cuencas y cae en el asfalto negro (sucio) del piso. Ha debido detenerse mientras meditaba sobre la lágrima vertida. Un portazo fuerte hace que levante la cabeza (me tengo por una inútil; añoro la fuerza). El tío está cerrando el coche delante mis narices y se marcha caminando de espaldas, viendo por la mirada cuánto le odio. A diez metros, ya no distingo su cara. Tropieza con mi bolsa y da en un coche rojo, sin hacerse daño. La toma por las asas y la levanta por detrás para lanzarla como una honda hacia mí. El trayecto sale torcido; la bolsa se desvía hacia mi izquierda. Oigo el ruido sordo al caer, metálico, encima un coche, casi delante de sus narices. Se vuelve a ese lado. Pienso gritarle ¡cerdo! El «cerdo» que sale de mis labios es flojo, no llega a mis oídos y lo siento colgado en mi garganta. «¡Hijoputa!». A paso rápido va hacia las escaleras. La americana le bambolea entre los brazos, entre los codos para ser más precisa aun en la humillación total…

Ha pasado mucho rato o poco, ya no sé. Todo da igual, ¿no?

Soy una piltrafa total. Cierro los ojos.

Abro los ojos. Un hombre, que detesto al instante, cruza camino de su vehículo.

—Mierda de burgués con buga…

Me duele. Rabia contenida.

—¡Hijoputaaaaaaaa!

El menda se vuelve. ¿Qué más da?

La impotencia misma que he sentido es la que me lleva fuera del párquin. Me detengo donde está la bolsa de la ropa. Volver y reventarle las ruedas del coche. Me falta el puñal.

Con paso pesadumbroso llego al acceso de las escaleras. El hijoputa reaparece. «¿Cómo ha podido aguantar tanto tiempo escondido?».

Le suelto un rodillazo en los cojones como sólo un hombre… sabe dar, o una piba en defensa… propia. El jar west, ¡yeah!