El mismo sueño
El mismo sueño
Es noche cerrada, sin luna. El paso por Despeñaperros es lento. Una hilera de luces rojas delante, una por cada cuesta. El camión renquea, ruge, y el camionero se afana con el cambio continuo. Me he quedado de puta madre. Los movimientos de la cabina, imperceptibles. Como nadie habla, el silencio me parece total. La mirada sólo alcanza la luz de los faros que se pierden en las constantes curvas. Acurrucada en el asiento, las manos entre las piernas, formando un cuatro deforme, intento imaginar algo para abrirme del camión.
Es un día de fiesta, me han invitado. Allí, me encuentro con Cati (la rubia de Mallorca) que acaba de llegar de Barcelona. Es mi oportunidad de ligar con ella (me asaltan dudas de por qué una mujer y las desecho). Cuando hemos bebido lo suficiente, nos abrazamos delante de todos los invitados. Imagino la cara de sorpresa de mis amigos. Pero yo me encuentro muy bien así abrazada. Muchos besos, lascivos, provocadores… (Abro un ojo y veo cómo bajamos. El camionero se lanza a hablar y preguntar). Propongo a Cati un estritís público. Estamos en una habitación semioscura. Voy desnudándola, esperando descubrir un miembro viril entre sus piernas. Yo estoy desnuda y noto sus suaves manos en mis nalgas. Besos largos y sustanciales: aprieto mi pubis al suyo y no siento la cola. Su boca es terciopelo. Seguro que no es de hombre transmutado. (El camión avanza por rectas prolongadas y suaves. La conversación en la cabina parece animada. Paso. Doy la vuelta, que el aire de la ventanilla entra fresco. Cruzo mi mirada con la que me lanza el camionero. Quiere decirme algo… Cierro los ojos de nuevo). Tanto la empujo para sentir su dureza que caemos al suelo, yo encima. Reímos y nos separamos para beber una gota de champán. La domino, recuperando mi posición. ¡Qué sensación sentir su cuerpo bajo mi peso! ¡Cómo nunca lo había sentido! Al lamerle la oreja, un fino pendiente blanco de bisutería se desprende, sigo su trayectoria chupando a discreción su cuello. Imagino que me salen pelos en los brazos, en el pecho sin tetas. Conservo mi vagina que procura frotarse en la otra para evadir la pesadilla que me avasalla.
Estoy cansada de la posición en el asiento, las rodillas entumecidas. La noche no ha aclarado, y en el cristal del parabrisas, los faros de los coches que suben al foro se parten en mil rayas. Los hombres van callados. El camionero tiene la cara cansada, la piel áspera, patillas, cara rechoncha y grande, la barbilla recogida. Conduce con los brazos caídos sobre el volante, el camino es suave, sin esfuerzo en las curvas. El volante pasa entre sus dedos como lana al devanarla. Mi cabeza va respondiendo del colocón. Cierro los ojos y me quedo así para un rato largo.
—Vamos a tomar algo aquí —le oigo decir al camionero.
La invitación no obtiene respuesta. Silencio. Hay una frenada brusca. Luego, el camión avanza lento y para totalmente. El motor ya no suena.
—¡Ey, tú! ¿No quieres bajar? Es un buen sitio, te gustará —insiste el camionero—. ¡Sal por aquí! Así, no tenemos que despertarla. Vamos —repite el tío (su voz lejana no retumba en la cabina)— ¿Vas a quedarte tirado como ésa?
Cuando calculo un tiempo prudencial para que se alejen, levanto la cabeza. Hemos parado en la explanada de un club nocturno: una casa blanca de nueva construcción, mal revocadas las paredes con yeso, muchas luces rojas y verdes bordeando un letrero blanco «Puppy Love». Muy original. En el costado que da a la carretera, más bombillas llamando la atención, rojas y verdes. Desperezándome en el asiento, me asalta la idea de la proliferación de estos garitos. Reflexión sobre su situación aislada en mitad del campo, pero junto a la nacional… De camino al antro, me refresco en un caño rústico, adosado a una de las paredes vírgenes. Estoy despejada. Limpio una mancha de vómito que salta a la vista en la blusa naranja. Entro. El interior está más oscuro de lo que imaginaba. Yaki solo en la barra, frente a un vaso largo de güisqui, los hielos enteros. La iluminación es perfecta: en la barra, roja, procedente de unos fluorescentes encima de las cabezas de los clientes; verde en la sala, oculta en macetas rectangulares con plantas de plástico; y azul añil en las repisas de las bebidas. Siniestro total.
—¡Hola!
Yaki me mira sonriendo a medias. En la barra, hay además dos tíos hablando con la camarera, rubia teñida. Empiezo a pensar en las espaldas de uno de ellos, una mole pelirroja. La putilla se acerca a nosotros, y me digo lo sensible que me he vuelto a los hombres, a su volumen.
—Podemos seguir haciendo dedo…
—Una cerveza —pido—. No creo que dure ni diez minutos.
—Sí… se ha fumado dos canutos (¿y qué?), con el rollo de que ha estado dos años de legía…
Tengo ganas de reír. Por eso se mosquea la rubia cuando miro su rostro pálido y el carmín bestial de sus labios. El camionero sale de una puerta lateral que da a unas escaleras negras, solo y sonriente.
—Ya te has despertado, je-je-je. Yaki y yo nos miramos.
—¡Rosi! —llama el bruto a la rubia.
«Nunca me ha gustado que me llamen así», pienso mientras me tomo un trago largo de cerveza.
—Animo, chico —golpea con vigor la espalda de Yaki—, ahora duerme tú y la chica me da cháchara el resto del camino —dice guiñándome un ojo.
—Si tú lo dices.
«Si le doy cuerda, la coge». Él pasa su brazo por el hombro de Yaki y en el descuido me toca el culo.
—¡Ey!
—¿Pasa algo?
—Nada, hombre —contesta campechano.
Por la misma puerta sale una morena, también se le nota el teñido azulino, pechugona y escotada, que pasa a la barra y desplaza a la rubia que ya servía cantidad de ron en la copa del hombrón. Termino la cerveza. Yaki no ha probado su bebida alcohólica.
—¿Son amigos tuyos?
La morena tiene la voz fina para su gran cuerpo. Me mira la cara con detenimiento.
—Los he cogido en el camino, son simpáticos.
—¿Qué tal, maño? —dice la rubia acercándose. Los otros dos camioneros salen en ese momento.
—¡Bien! Son como colegas, ¿se dice así?
El macho desprende su brazo del hombro de Yaki y aprieta mi cintura con énfasis, mirando a las mujeres con picardía correspondida. El tío piensa en montárselo con las tres ante la impasibilidad de mi compañero. Yo me siento bien, flotando, y el juego de miradas me deja impasible, aunque para nada disminuye la tensión ambiente. Noto a mis espaldas la mirada fija de las putas. Detrás de nosotros, se cierra sola la puerta.
Yaki cae redondo: la boca abierta mostrando unos dientes roídos, montados unos sobre otros, desalineados total. El camionero enciende la luz, hace que busca el tabaco y me mira con insistencia. Yo mantengo el reto, y pasando… El menda pega la hebra con los viajes: la facilidad que tiene la gente de mi generación para moverse. Asunto que hiere mi sinrazón, para éste en concreto, y me anonada.
—No es tan fácil, colega.
—Joder, en mis tiempos…
—Pasa que no hay un duro y es mejor moverse que quedar colgada en Madrid, ¿sabes?
—Os quejáis de vicio.
Un rollo matutino. Estoy aburrida. Imagino que el bruto se lo quiere hacer conmigo, a la fuerza, parando el camión bruscamente, me arrastra hacia el huerto y sin pausa me la mete (cierro los ojos). Yaki nos descubre, tiene que notar nuestra ausencia, y se la endiña al pobre hombre por detrás… Aggg… Una novela.
—¿Tienes para hacernos un porro?
Ha puesto su mano en mi muslo, sacándome de la ensoñación.
—Mira en la chaqueta de tu amigo —mientras, sube su mano por mi pierna.
—Tío, ¡qué no estás acostumbrado!
—Cuando yo era joven…
Retira su mano y toma el volante para dar la curva. Es una historia chunga. Paso de buscar el costo. En la vena tengo un cardenal, más grande quizá por la poca luz con que lo veo. El camino se me hace lento: estamos pasando Córdoba, y el hombrón centra su atención en los semáforos de la avenida que soslaya la capital mora. Mi estado de ánimo sigue siendo muelle, como si bajara en barca por el Guadalquivir. La noche se despeja, a punto del alba. El hombre calla. La respiración de Yaki es profunda y sonora. La carretera rectilínea, el paisaje ralo: cerros suaves, olivos arrancados. El camión sube y baja las pequeñas cuestas, potente. El cartel de otra provincia: Sevilla.
—De día esto es precioso —tercia el camionero para continuar la conversación— ¿No conoces Écija?
—Sí.
Pasamos otra vez el Guadalquivir. Recuerdos fantásticos de sus minaretes descollantes. El camión se frena subiendo de la fértil vega.
—Vaya rapidez que llevo hoy —comenta el hombre desganado—. Amaneciendo, llegaremos a Sevilla. La fábrica estará cerrada. Son los problemas de siempre.
—Y entonces ¿qué haces? —me intereso de forma inocente.
—Dormir…
—Es la vida —digo adaptada al traqueteo del camión.
—Aunque… si no tenéis prisa, podemos parar antes. Conozco una fonda en Carmona que…
—Si quieres ni le despertamos, ¿eh? —corto.
Mi olfato, instintivamente, se llena de camas rancias, de polvo reposando en camastros de hostales carreteros, incluso de la fuerte transpiración del camionero.
La subida de Carmona es agotadora: el camión, casi parado, avanza cansino. La voz del conductor insiste en que paremos. Miente (y dice la verdad) cuando alega que se le ha abierto el apetito. Debuten y ¿qué? Estoy agresiva, vale. «Es una paradica de ná». La cuesta es infinita. Al final: frenazo. Un semáforo en rojo nos corta el acceso a la ciudad monumental, donde termina la cuesta. Nadie por las calles. Sólo la voz del bruto, machacona.
El local está vacío. Somos los únicos clientes. El patrón conoce al maño y nos atiende encantado. Con una mirada furtiva parece dar a entender… Mientras tomo un café caliente y un bollo de la tierra, tengo que sufrir manoseos continuos, miradas suyas a la barra (sigue la complicidad tonta), rodillazos cariñosos. Yaki entra para estropearlo del todo. Cuando salimos, amanece. He resistido estoicamente, de aquella manera, por el agradecimiento que le debemos. En el camión, estirada en el asiento, pero con una sonrisa en los labios, voy a encender un peta guapo. Los tres sonreímos. El Sol es una bola naranja que se fragmenta en el cristal del parabrisas, en los árboles que le ocultan y en el cielo, cuando desaparece tras una loma.