En la carretera

En la carretera

Es el primer viaje largo que hago en autostop. Antes me las he apañado para tener a un hombre con buga propio, in extremis una corta excursión de Marbella a Torremolinos o de Altea a Benidorm… Veranos locos.

Un camión de frutas, mediano, es el segundo vehículo que nos recoge, en el cruce de Ocaña. La cabina está destartalada y vibra cantidad, los cristales suenan continuamente contra la chapa de la carrocería. Los campos son abiertos; el Sol se ha puesto detrás de una franja roja en el horizonte, contrazulando más los montes que cierran el panorama. El conductor es un buen hombre, muy amable y parlanchín. Yaki le escucha con indiferencia: natural, no son historias que enrollen…

El hombre, en su amabilidad, nos ha dejado en una gasolinera, pasado el cruce para su pueblo. La gasolinera está desierta y hay poco tráfico. Pasan las horas y nadie para. El azul del cielo adquiere poco a poco tintes más sombríos. Las primeras estrellas; la luz del horizonte: violeta; montes elevados y oscuros señalan los límites con Andalucía. Yaki está impaciente. Yo no tengo ganas de hacer dedo y de gancho. Muchos coches extranjeros a tope. El anochecer es precioso y prefiero quedarme sentada viendo cómo se afirma y todo lo oculta.

—Podíamos dejarlo para mañana, ¿no?

Pienso que, en la rápida salida de Madrid, ni hemos traído saco de dormir. Me estoy mosqueando con el viaje, aunque el camino recorrido impide que me arrepienta, por lo menos hasta que vea qué depara antes de abrirme guapamente.

—…

Me levanto y me encamino hacia él.

—¿No te apetece tomar algo, ahí enfrente?

Accede. Pedimos una cerveza y un bocata de queso para mí y una coca para él. Por unos instantes me deja sola y se va a los servicios. Mientras, hago las cuentas de la lechera con los quince ñapos que llevo encima, aunque no consigo solucionar cómo pasaré el costo en el foro y, menos, su manipulación. «Sería terrible que durara nuestra unión».

—¿Ya?

—¿Qué?

El ruido del local es fuerte. Me hago la loca. La mayoría de los clientes, hombres. Recios y fuertes, los camiones aparcados fuera, en este lado de la carretera, en dirección a Madrid.

—Está lleno de gente, ¡qué asco!

—¿Por qué? —pregunto tímida, mientras él da un trago total al refresco.

Mirando a todos los lados menos a mí contesta:

—Es una movida…

—¿Todavía te queda algo?

—…

—Lo hacemos en la gasolinera, colega, es preferible que estar cortados —propongo ocurrentemente.

No ha contestado, pero tampoco se zafa de mi mano que ase la suya cuando cruzamos la carretera en dirección al Sur.

El servicio de caballeros es estrechísimo: un urinario junto a un lavabo ennegrecido, con el espacio justo para la taza, en uno de los laterales del edificio, lejos de la mirada del empleado. Yaki me pasa una cucharilla de postre y la chuta. El desmenuza el octavo de caballo sobre su cartera, sentado en el váter.

—Ve, llenando la chuta de agua, me dice.

Estoy contenta de tener una nueva experiencia. Se me ha ocurrido inconscientemente, y luego pienso que es una forma de sacar provecho a la movida en que me ha metido. Le paso la cucharilla limpia y la jeringa llena, que él reduce a unas gotas dentro la cazoletilla, cuya mezcla facilita con el bic.

—Cierra la puerta.

Quedamos apresados en la oscuridad, pero puedo ver cómo deja una mínima gota para mí. Estoy apretada contra la puerta, mientras bombea repetidamente su sangre con la chuta. El rojo muy oscuro.

—Haz así con la mano.

—No te encuentro la vena.

—Sujétate el brazo…, así.

—No tiembles.

Tiemblo. Es la primera vez, ya lo he dicho. Siento oleadas que suben a mi cerebro, como bombeos del corazón. Yaki está tranquilo. Yo, en cambio, mareos, náuseas irresistibles. Me muerdo el labio inferior; unas gotas de sudor se pasean despacio por mi frente. Me noto hinchada. El cuello tenso y las tripas muy revueltas. Él, sale. Oigo el grifo a presión. Me quedo entre la puerta y la pared con los nervios en tensión, contenidos. Cuando nuevamente estamos fuera, mis pies caminan solos en un piso de algodón. La vista turbia. Me animo y voy a su paso. Aún aguanto las ganas de vomitar, aunque soy muy delicada para estas cosas. Palidezco. Una bocanada amarga sube a mi boca. Los dientes quedan ásperos.

Estoy sola haciendo dedo. Las luces me deslumbran. Cierro los ojos. El cerebro me da vueltas, trepidantes. Me retiro del arcén y echo todas las potas posibles.

El camionero que nos recoge me mira con asombro y enseguida pregunta por mi ida color, que Yaki resuelve con un cuento y un beso de afecto fingido que renueva mis ganas de vomitar. Y ya no me queda nada dentro.