Ceuta
Ceuta
Yaki conoce el camino, el paso al trote. El viento frío baja por la calle cutre-principal de la ciudad que acabamos en una exhalación, entrando en el dominio de las calles estrechas hacia un bar: una esquina iluminada por las luces del local. El día se ha ido y aún no han encendido los faroles. El bar está lleno de hombres, moros y cristianos, de tez morena. Nos situamos en la barra, cerveza y coca, completamente a la expectativa, yo ignoro cuál… La verdad es que no se me ocurre nada que comentar con Yaki: un moro se le acerca. Le faltan tres dedos de la mano, la sana cuelga mientras gesticula con la otra.
—¡Qué tal amigo, otra vez por aquí! ¿Te acuerdas de mí?
—No —responde Yaki, tratando de eludirlo.
El moro se pega e insiste en hacer amistad, como la otra vez, un amigo nuestro, para lo que queramos. Otro moro, alto y pelo encrespado, cara occidental y blanca, muy joven, se pone a su lado; éste no habla español, se entiende con el de los dedos en moro: deben hablar de nosotros o de Yaki, para ellos paso desapercibida.
El moro no sale del argumento de su bondad. Mientras nos dice esto, al otro le habla nervioso en su idioma. Yaki es parco en palabras y, desde el primer momento, se ha negado a hacer el bisnes con ellos. El alto parece no inmutarse con la sequedad del cliente y le incita al de los dedos a que persista. Este se pone cada vez más excitado y las palabras se le atrancan, olvidando los tiempos y quedándose a piñón fijo con los infinitivos.
Yaki se vuelve de espaldas a la barra, ignorando a los otros, que ahora se dan cuenta de que voy con él. También dejo de mirarles. Por unos momentos se callan y, cuando vuelven a hablar, lo hacen bajo, sólo para ellos. Yaki y yo seguimos con la mirada a otro tipo moro que acaba de entrar, el pelo negro, vellón; lleva un pullover y un pantalón de tela gruesa; va más abrigado que el resto de la concurrencia. Se coloca en el extremo de la barra y le sirven un té. No ha hecho gesto de conocer a Yaki, aunque él sale a su encuentro.
Entran cuatro tías, parece un aluvión en la masiva presencia varonil. Se meten en el hueco que he dejado para separarme un poco de los moros desestimados por Yaki. El hueco es pequeño y me desplazan suavemente. Tengo que cambiar de sitio las bolsas y volverme para mirarlas: cuatro tías recias, una sola baja pero fuerte, cara sonrosada y gafas redonditas a lo Lenon; a su lado, una rubia inmensa, con una sencilla cola de caballo. Por su iniciativa, las chicas hablan con los jóvenes moros que las atienden, sorprendidos.
Estoy en el umbral del cuento de la lechera. Tengo cierto mosqueo conmigo por no haber aclarado conceptos con Yaki: la medida en que participo yo en el negocio. Está claro que él me quiere utilizar.
—¿Vamos? —dice en cuanto llega.
—Esto… El tío ha cogido su bolsa y alcanza al moro en la puerta del bar.
—Espera aquí, si quieres.
—No. Te acompaño.
Las chicas se abren paso a la calle apartándome, que me he quedado como un pasmarote, tiesa, viendo cómo Yaki se piraba con el moro y continuaba las negociaciones. Yo, desplazada, les sigo a distancia prudencial.
Escalamos la calle, internándonos en un barrio de casas bajas, donde la iluminación se reduce a unas cuantas bombillas esquineras. Torcemos a la izquierda, al final de esta calleja, un horizonte negro sin estrellas. El moro se detiene en una puerta, entra, para un momento nos dice:
—¿Habéis hablado del precio?
—No. Bueno… dice que ha subido y tal: la frontera… pero hasta que no vayamos a la casa…
—¿Cuánto vas a comprar?
—No lo sé. Ya te lo he dicho…
—Está bien, colega, ¿cuánto crees que sacaré por quince talegos?
—¿Quién? ¿Tú?
—Sí —bajito.
—Bufff…
El moro sale y, sin más palabras, le seguimos dóciles y aprisa. Torcemos a la derecha. Todas las casas son de una planta, las ventanas débilmente iluminadas; en las puertas, hermosas mantas moras ocupan el lugar de la madera, para aislar el interior del calor que hace fuera, que siento… ¿o es la marcha que llevamos?
La negrura parece absoluta: la calle sigue en cuesta para cerrarse en un muro de piedra negra, cortado en vertical la montaña, por encima de la cual asoma la Luna a la que le falta una uña para estar llena.
El moro entra en un callejón. Le seguimos. La Luna es la única luz que baña las cuatro paredes del callejón. Sube unos escalones y llama a una puerta de un verde tétrico, que abre una mujer, la cara oculta al trasluz del interior, tan rápidamente que pienso que nos estaba esperando.
La entrada de la casa tiene forma de pasillo corto. Enfrente, una puerta desprendiendo luz de fluorescente, la cocina. La mujer, que viste un suéter negro y falda larga amarilla, se pierde allí. A la derecha, una puerta abierta que da a un salón bastante grande, un sofá y una mesita baja de madera, alrededor de la cual están sentadas las chicas del bar: bolsas de plástico con mazacotes de haschís, los dos moros jovencitos sentados en unos pufs y un tercero, desconocido, de pie, más delgado y fino que los demás, un bigote estrecho muy negro: los huesos se le señalan en todo el cuerpo. Nos ve entrar, deja otra bolsa en la mesa y nos saluda. Pasamos a la habitación del fondo.
No hay luz. El delgado trae unas velas finas, que enciende con una caja de cerillas moras, una cajita de tipo francés, nada parecida a las españolas. Rodeando la habitación, pegados a la pared, lo que parecen somieres con colchones de goma espuma, a modo de tresillos, donde nos sentamos. Empieza el gran ceremonial y no quiero ligar completa la historia… Mientras, miro el gran tapiz de colores chillones, fucsias y dorados en un fondo negro, cuyo dibujo es un gatotigre de lo más hortera. No hay mesita en el centro, los moros colocan en su lugar unos taburetes, para situar las velas. El que parece el dueño de la casa (maneja todo el chocolate que se muestra) conversa en moro con el que nos ha traído. Yaki y yo in albis.
—Buen chocolate te vas a llevar —dice cuando aún esperamos la primera muestra—. Acabo de traer… lo de la montaña.
Los moros vuelven a mirarse entre sí. Yo al final no he aclarado mi parte en el negocio con Yaki, ¿a dónde iremos a parar?
—¿Cuánto quieres?
—Hay que esperar a ver el costo, ¿no?
—Sí —dicen los moros.
El delgado es el que va a llevar la conversación. El introductor posa su mirada fija en la pared. El silencio se rompe. Yo les miro buscando intervenir y acelerar el bisnes. Pero las alabanzas del choco las dirigen a Yaki. Después de la parrafada propagandística, preguntan por el dinero que tiene. Insisten. El da una cantidad baja. El introductor retira la vista de la pared, sorprendido. La mirada del delgado es comedida. Se cierran en banda cuando Yaki habla de gramos. Mi pregunta sobre lo mismo queda en el aire, vacía. Ya estoy perdida en la discusión. Consiguen subir la oferta sin hablar todavía del peso. Yaki pide medio kilo: él cuenta con mis pelas, pero ellos no y se quejan: es imposible. Aunque no son muy explícitos al respecto. Yaki canta los 50 talegos. Los moros sonríen satisfechos.
Entra el moro de los dedos perdidos. Habla a sus paisanos de modo atropellado: es un chico muy nervioso y ahora está excitadísimo. Su compañero nos mira desde la puerta sonriendo y apoyado en el marco. El de los dedos se sienta al lado de Yaki:
—Con las mujeres no se puede tratar, amigo —dice en un castellano trepidante—. Encuentran pegas a todo: que no están de acuerdo en el precio, ver mejor calidad. Fuera, cuando vamos a pesá, creen que engaño, no sé, amigo, no sé cómo vienen…
El dueño de la casa no le deja terminar el párrafo, se levanta y sale para volver con uno solo de los mazacotes de haschís que ofrecieron a las cuatro chicas.
—Amigo, verás cómo no hay engaño: lo mejor que te podamos conseguir…
—¡Es polen! —dice Yaki confirmando los elogios del de los dedos.
—No te preocupes —ataja el introductor—. Acabamos de bajarlo de la montaña.
El delgado vuelve a salir. Regresa con una marmita de cobre dorado, llena de agua hirviendo. En la otra mano, trae un infiernillo de alcohol, que enciende sobre uno de los taburetes para mantener el agua cociendo.
—¿Cuántas bolas hacemos? —y hace el gesto de: ¿eh?
Después, mira al jovencito de la puerta significativamente. El chaval comprende: vuelve con un cuchillo de carnicero y un fajo de condones. El cuchillo corta limpiamente el mazacote, unas pocas migas se desprenden.
—Prueba, amigo.
Yaki toma una china y me la pasa. Él está concentrado en el corte. Coge una de las partes obtenidas.
—¿Está bien? —los moros le miran con simpatía cómplice.
Los cuatro trozos los meten en unas bolsas amarillas, retorciendo el plástico para ajustar bien el haschís en el interior.
—Un buen negocio. Con la mujer, no puedo… No, no interesa engaño, prefieren que vuelvas, hacer amigos que hablen bien… allá en Madrid.
La habitación está llena de una actividad febril: por tiempos dejan los paquetes amarillos del haschís en el cuello vaporoso de la marmita, cuando la bola se ha calentado un poco la aplastan estrujándola entre las manos…
—Queda bien, amigo.
El moro de los dedos es el que más se afana con la tarea. El dueño de la casa no se pringa en la operación. El de los dedos muestra la bola cada vez que da un apretón de manos. Los otros tres (Yaki, el introductor, el jovencito) terminan antes que él.
—En Madrid sacas dinero…
Las bolas pasan a los condones, tres por cada una, bien prietas. Cada una tiene un tamaño diferente, aunque se puede decir que hay dos pequeños y dos grandes, parecidas entre sí.
El de los dedos se ceba hablando con Yaki. Imagino que se ha quedado colgado con las tías y quiere apuntarse.
—Nosotros necesitamos dinero. Vamos a trabajar en Francia… los dos —señala al jovencito.
Todos miramos al moro desdedado con indiferencia. Yaki saca sus talegos: la operación de prensado se ha acabado. El resultado es que las bolas han quedado reducidas a la mitad.
Pienso en que no hay medio kilo y me lío mentalmente calculando ganacias con el precio del gramo en el foro.
Los moros toman la pasta y ponen cara evidente de que falta. «Ella…» musita Yaki.
Las cuatro bolas están alineadas en el taburete. Hay una pequeña diferencia de pelas que Yaki quiere arañar. Yo tengo algo más que un talego en el bolsillo, ¿para cuántos días?
El delgado pone cara de circunstancias: Está bien…
El desdedado se ofrece a acompañarnos. Quiere que nos detengamos en el bar de la esquina. Yaki lleva prisa: hay que encontrar alojamiento. Me mira y se lo confirmo.
—¡Adiós, amigo!
Según bajamos hacia la ciudad, las casas van adquiriendo altura: dos, tres y, antes de acabar la bajada, cuatro, cinco y seis pisos. El silencio es grande; creo que puedo escuchar el rumor de las olas. Nos metemos a la izquierda, por una calle paralela al paseo marítimo.
La pensión está en el segundo piso, el portal entornado, el descansillo iluminado por una bombilla corriente, el resto de la escalera a oscuras. La bombilla se apaga cuando tomamos el último tramo de escalera para el segundo piso. Yaki corre y llama al timbre:
—Queremos una habitación…
Un hombre ha abierto la puerta. Delgado y bajo, el pecho recortado (como si quisiera meterse dentro) y la camisa arremangada. Nos hace pasar y llama a su mujer. No hay habitación para los dos solos… «Ya». contesta Yaki. «Bien, pasen».
La habitación es amplia, de sobra para las cinco camas, tres a la dere y dos en el rincón entre la puerta y la cercana pared. La posición de estas dos camas parece hecha a propósito para nosotros.
La señora cierra la puerta. Estamos parados en la entrada. En la primera cama, hay acostado un tío: el pelo rapado, echado de espaldas a la puerta y formando un cuatro en la cama; ropa de militar, color tierra, cuelga a los pies del catre. Tiro la bolsa en la cama cercana a la puerta y voy a mear y a lavarme.
Cuando vuelvo, Yaki duerme donde dejé el equipaje. Mientras me desnudo, mantiene los ojos cerrados. Me meto en la cama. Espero: no hemos cambiado palabra sobre el bisnes con los moros. Nada pasa. Con el embozo al cuello, estirada y bocarriba sigo esperando. Yaki se mueve: sigue con los ojos cerrados. El vecino no se ha enterado de que hemos llegado. La luz del pasillo (hay un cristal encima de la puerta) se apaga. Cierran una puerta.
«El moro de los muñones: negociar con las mujeres es imposible. ¡Qué sabrá él! Si es por mí, no hacemos el bisnes. El barullo que se montan por la cara. Claro que en Madrid por un talego te dan una barrita de mierda, más fina que una hostia. ¡Es un buen truco sacarte las pelas que llevan, antes de sacar la mercancía! ¡Joder, no tengo mentalidad para trapicheos! Admiro a las cuatro tías. Dieron un buen palo al de los muñones».
Estoy tumbada casi al borde de la cama. La sábana se levanta y un cuerpo entra en el lecho. Me acarician el culo, por encima de las bragas. En un instante se pega a mí, tratando de pasar la mano por debajo de la almohada; tropieza con mi brazo y pasa el suyo por debajo de mi sobaco. Es Yaki. Siento su pecho fofo contra mi espalda. Su pene endurecido quiere acoplarse a la raja del culo, pero lleva puestos los calzoncillos. Intento volverme, cuando pasa su otro brazo por encima y me aprisiona contra su cuerpo. Su vientre se pega a mis riñones, la polla cada vez más dura escarba entre mis bragas. Pretende bajarse los calzones separándose un momento. Aprovecho para girarme toda y verle la cara.
—¡Tío, no hemos hablado del reparto! —susurro.
Yaki se corta… iba a bajarme las bragas.
—Bueno, tía. Mañana, ¿no?
Quiere besarme. Su boca me sabe mal. El pene se le ha puesto morcillón, el capullo blandengue. Estoy mosqueada, ¿por qué se lo ha pensado tanto?
Estoy atenazada, con los brazos presos entre los suyos, encogidos sobre su pecho, las manos tocando sus tetillas a disgusto. Su cintura se aprieta contra la mía, vacilando en darme el revolcón. Cuando lo consigue, aún tiene que quitarme las bragas. El empuja con fuerza, pero presiento el glande blandengue. No quiero que entre todavía: me encanta el roce. Gotitas calientes caen en mi tripa primero, y una segunda tanda, muy cerca de los pechos. ¡El muy cerdo! Hace un movimiento de retirarse, y yo le retengo y me muevo debajo de él con furia, raspando el capullo con toda la pelambre: el palo se deshincha. Me abro bien de piernas, dejando cantidad de espacio a mi sexo para acercarse al suyo, para tomar su pene fláccido, morcillón, entre las piernas, el capullo en los labios y me agito a tope: la cola se le levanta. Un rato más, a ver si aguanta. Pasada la prueba, acerco el palo a la raja y se reblandece. Son varias las intentonas. Las tentativas para que me encule son fallidas, ¡y mira que yo me abro bien de siempre!
… … … … … … … … … …
Oigo fuertes pasos de goma. Entreabro los ojos: hay poquísima luz, las paredes son de un gris azulado plomizo. Cierran la puerta de la habitación. No oigo nada más y me atonto total.
El agobio… Me agobia el sueño: calles oscuras, las paredes de las casas muy próximas a mí. No es que me impidan el paso, no; la sensación es que todo aparece reducidísimo: a lo ancho y a lo alto, la calle, las casas, la luz, el suelo… unas escaleras. Por la calle, sólo circulan hombres: en dirección contraria a la que siento yo, la poca luz impide que vea sus caretos. Luego, todo es al revés: sus siluetas se esfuman, cambian a caras grandes, más bien anchas, sin barbilla, planas, un poco por debajo de la línea de mis ojos, es decir bajitos. Me esfuerzo por registrar sus figuras. ¡Van bien vestidos! Me revuelvo porque algo no cuadra… Tengo a la vez dos ideas difusas. Los rasgos andantes tienen ojos, pero sin luz, no brillan: azules, negros, verdes… amarillos. La dualidad del conocimiento. Siguen viniendo: uno y su doble, juntos en el mismo físico inidentificable, caretos y más caretos, una multitud, funcionando a riadas. Y yo inmóvil, porque estoy a punto de reconocerlos. Avanzo. Un rostro demacrado destaca en la maraña de caras gordas: sus ojos son miedosos, pero llenos de odio. Sale un momento de la oscuridad y se pierde, sin mostrar el cuerpo que le sustenta. Avanzo y desaparece la multitud: unas escaleras, tramos cortos y sucesivos, dos o tres escalones, se repiten con obstinada precisión, hay algo más de luz, totalmente gris oscura, luego azulada… Las escaleras: puedo elevar la vista por la atracción que ejercen sobre mí, aunque tropiece. La negrura es total, quiero luz en alguna parte… En el fondo, reaparece la calle. Ha cesado el trasiego de la misma gente, del único tío: a-quel-tí-o. Sólo deseos de llegar a la luz. Sólo después deseos de encontrar una calle transversal. A medio camino del fondo, vuelve a pasar gente: ¡la calle! Una basca circulando en… Tríos… también de formas femeninas. Es un puntazo: ¡la calle, figuras familiares, a las que conozco, a las que quiero hablar!
Despierto. ¡Cualquiera abre los ojos! Siento una pereza total… y frío. Arremeto la sábana en mi costado, aún queda un agujero y corta como un cuchillo: es necesario arremeter también con la colcha. En el trajín, doy con las bragas que anoche me quité para nada… El fragante aroma otra vez. Bien tapada, y se filtra el olor. Bacalao… Ahora son una bola en mi mano. Los ojos cerrados facilitan la aguda percepción de los otros sentidos. La imaginación pone los colores: el siena claro (que así es más turbio que al natural) de la felpilla seca, tiesa tras una noche separada de la entrepierna. Se me eriza la piel cuando paso esta frágil dureza por mis senos, el bajo vientre, los muslos, las rodillas y vuelta hasta el cuello. Entonces, el olor se mastica, se confunde con la sequedad del paladar, el resquemor en la garganta. Paralizada: Yaki se mueve, oigo crujir la cama próxima: un sonido metálico. Expectante. Llega su respiración, ruido de ropas, movimientos en el somier que duran poco. Ahora caigo en los demás ruidos exteriores, fuera de la habitación, completamente anodinos: taconeo de botas en las baldosas y clac en la puerta. ¿Qué hora será? (¡Maldito sentido!). A oscuras el cálculo me sale fatal. Abro los ojos. De la ventana llega una luz mortecina: no hay prisa. Todas las sensaciones se mezclan. El sentido habitual cegado. Me encojo: las muñecas entre los muslos, las bragas en las manos.
Cuando regresa Yaki, sigo en trance. Creo que en los ruidos que mete para vestirse hay jujana. Me espabilo aparatosamente: «Hala». Salgo pitando pal lavabo.
—He pagado a la patrona —dice Yaki en cuento vuelvo.
Rebusco en mi bolsa y le paso el talego que me queda.
—Toma…
—…
—No, déjalo.
Termino de arreglarme, imaginando el camino que llevaremos. «Está el marrón del haschís».
—Tengo aquí esto… —dice, poniendo las bolas en la cama y yendo a cerrar la puerta con llave.
—Puf… Podríamos haberlo comprado a la vuelta, ¿no?
—¡Qué dices!
—Joder, sería lo normal.
—No te enteras… —y calla, poniendo cara de estar pensando.
—Yo siempre me lo he hecho con una tía… y la mitad de costo, en… dos días.
Está alelado.
—No se qué hacer —y aprieta los labios.
—¿Nunca has pasado?
—No. Ya te lo he dicho. Con una tía basta. ¡Podríamos hacer dos bolas!
«¡Dos agujeros = dos bolas!», pienso. ¿Qué digo? ¡Con una tía basta! Me vuelvo airada hacia él (está desenfundando una de las bolas): «Te mataría, cabrón», las manos al cuello, una somanta a hostias, la chaira, cabrónnn, las cosas se han puesto claras.
Estoy dándole patadas, puñetazos, sopapos, en la cabeza, en los pies. Retiene mis muñecas y doy el punterazo más fuerte: el empujón me lleva contra la cama del soldado y la cabeza en el tubo de la cabecera.
—¡Eres un cabrón!
—¿Qué pasa, tía?
—¡Yo no voy a encularme las dos bolas!
El corazón me ha dado un vuelco: la reacción ha sido con todas mis fuerzas, sentidas en los bíceps temblones. Si Yaki hubiera respondido como un hombre, la pelea hubiera sido inevitable…
—Tú quisiste entrar en la historia, ¿no? Así que enróllate, colega.
—Eres la hostia.
—…
El tío pasa: los ojos encendidos, chispean… Toma otra bola y espachurra dos entre sí, rabiosamente.
—Me voy a tomar café.
—Pásate por la farmacia y trae condones.
¡Plom!, la puerta.
Lo que más me jode es no ir a Marruecos. Me siento engañada, total. Sigo sintiendo ganas de tener una pelea: puños fuera. Vuelvo a la habitación con un vampiresco cigarrillo rubio a precio de ducados.
—Mejor que vayas a cagar si tienes que meterte esto —Yaki muestra la nueva bola: grandota y amorfa.
Fiuuuuuuu…, sale el humo entre mis dientes. (No es una pose).
—Jé, entre el café y el cigarro… ¿Has traído eso?
—Sí —y me voy.
Tengo el muermo, pienso acodada en las rodillas. Todavía no ha empezado el jari: no pienso tragar con su mandanga, ¡allá se las componga, él! ¡Julai!
—Toma —me había olvidado darle el encargo—. Por mi cuenta, he comprado unos micralax para él.
—¡Pero, si no lo necesito!
—Eso te crees tú.
—Mira, colega —se acerca a mí con el bolo de has en la mano—. La movida está clara: tú bajaste para esto —y da vueltas al bolo como un pirulí.
—¡Tú dijiste que íbamos a Marruecos! —chillo.
Frente a frente.
—¿Con qué pelas? —él.
—¡Vete a la mierda! —yo.
Plas. El golpe vuelve mi cara hacia la puerta. Pierdo un poco el equilibrio: un paso atrás. Yaki está temblando de ira. La distancia que nos separa es poca. Me tiro de cabeza a su cuerpo, siento la firmeza de su hombro en la frente, coge mis brazos, caemos, yo encima, me rechaza. Vuelvo dando puñetazos, levanta mi cabeza: me aprieta los carrillos bestial. Empinada, tengo más espacio para golpear y estoy viendo su cara. Un fuerte dolor en los nudillos, un rodillazo en mis tripas, me derrumbo, me dan arcadas…
—¿Qué pasa aquí?
Se abre la puerta.
—Nada… nada.
La patrona mira de hito en hito a la cama… y, después de un rato, a mí.
—Ya nos vamos.
Yaki saca de la habitación a la mujer, tomándola por un brazo. Cierra la puerta: está mirando, silencioso y pálido (el pómulo izquierdo apenas enrojecido), cómo me retuerzo por el dolor de estómago.
—Me voy a buscar una chuta.
Abre la puerta: la patrona estaba detrás, escuchando.
—Ya nos vamos —dice Yaki cerrando la puerta.
«¡Voy a llamar a la Policía!», gritan tras la puerta. Tengo fuerza para levantarme; respiro mejor.
—¡Vámonos!
—Espera… —pongo la mano en las dos bolas pequeñas.
Entra el hombre de la patrona:
—Ya nos vamos, jefe —digo y con la mano pido que salga.
Yaki se sienta en la cama.
—Comételo, tronco.
Echo la llave a la puerta, intentan abrir:
—¡Espere, hombre!… por favor…
Yaki suspira tumbado en la cama, el pómulo izquierdo cárdeno. Tengo segura la mandanga en mis manos.
—Comételo, tío —digo tranqui—. Yo te ayudo…
—…
Tengo que sacarle el baldeo de la chupa. Y me pongo a cortar en rodajas el chocolate, su bola.
—Calienta el filo… ¡trae!
El mechero, el filo estirado de la navaja… sujeto la bola. Sale una raja gorda y unas chinas en el asiento de la silla: «Con esto voy a hacer un canuto», mientras Yaki recalienta la hoja. Armo el peta entre rodaja y rodaja. Fumamos; entretanto, metemos las rajas en los condones.
—Tendrás que pasarlo con agua —digo sopesando dos bultitos en la palma de la mano.
Yaki no ha oído. Dejo el chocolate en la silla. Me siento en la cama. Abierta de piernas pruebo a meterme la bola entre las bragas, en la falsa vagina. De pie miro a ver cómo queda. «Espero que él diga algo…».
—Tengo la sensación de que se me va a salir.
Yaki atónito: ha tomado una de las bolitas y se la ha metido en la boca. No atiende a mi problema.
—Vete al baño. Toma agua, colega.
Yaki no responde a mi mirada: me doy la vuelta para encularme la otra bola. A mis espaldas cierran la puerta. Miro la silla: Yaki se ha llevado su parte.
Por detrás la bola entra bien, más despacio. Pienso en la historia de la última pareja de Yaki (la contó en un momento de euforia), en Semana Santa, cuando volvían a Madrid. Una gente les cogió (volvían haciendo dedo) y enseguida se acojonaron cuando sacaron la bola para invitarles a un mai. La tía tuvo que demostrarles lo fácil que era volver a ocultar la mierda en la vagina, con pantalones y todo. Demasiaooo.
Voy a la puerta. Abro y encuentro el pasillo vacío. Cierro con la intención de probar, caminando, cómo lo llevo.
«¡La bolsa de Yaki…!». El muy cabrón se ha abierto. Abro de nuevo y pillo a la patrona sacando unas sábanas al pasillo. Cierro sin ruido. La bola de la vagina pesa de mil demonios. Imagino que una puntita asoma entre los labios del coño. Camino para probar si vuelve a meterse o he de buscar una postura chachi para lo mismo. Pienso en el invento hindú de las bolitas: una mujer, el sari blanco, un ánfora en la cabeza, la mano en las caderas, se contonea, excesiva. Dentro de la vagina, las mágicas bolitas… Pero yo no me excito. Al contrario, ande como ande la bola de la vagina presiona para salir: no tengo fuerzas para retenerla.
«¡La pasma!»: un sobresalto total. La bola de la vagina que cae… No. Una decisión drástica: las dos bolas, por el recto.
Estoy histérica. No atino con la mano para, enfilar bien la hendidura. Me tiro en la cama: tampoco. Rodillas en tierra: doblado el espinazo paso el brazo por abajo, entre los muslos, los dedos sostienen la bola como a una copa, me falta empuje, el ano no cede… En pie intento calmarme. Se me ocurre la descabellada idea de sentarme en la silla: la bola en la hendidura. Voy a batir mi récord de penetración anal.
La ventana deja ver todo lo que hago desde el exterior. Las rodillas están heladas. De un salto me coloco en el rincón de la pared. Me doy cuenta de que me viene la paranoia: qué tontería… ¡la ventana!
Chupo la bola ansiosamente. La saliva la convierte en terriblemente resbaladiza. Cae al suelo. Nada importa… ¡Como sea!
Vuelvo al rincón. La respiración agitada. Chupo de nuevo. Mascullo palabras que no oigo: la bola sigue sin entrar. Ensalivo el dedo corazón y con él la raja. También la bola. ¡Fuerte! Repito con el dedo. Luego un gran dolor. ¿Por qué ahora sí y antes no?
Caminando, compruebo que el intento funciona, pero siento una gran incomodidad, ¡mierda! Dolor de vientre… No hay tiempo: recojo las cosas a mogollón (algo me dejaré) y atropello la cremallera de la bolsa… ¡El talego! «Está».
Bajo corriendo las escaleras de la pensión. En la calle está lloviznando, el cielo encapotado. Al cruzar la calle, veo el Mar por la transversal. No puedo resistir la tentación: salgo corriendo. Corro deprisa, deprisa… todo el paseo marítimo… hasta el puerto.