Cádiz
Cádiz
«¿Cómo lo haría la morena con el cancionero? El cuarto en el antro de la carretera, iluminado con luz difusa; los objetos (cama metálica, mesilla, espejo, sábanas y mantas revueltas, un lavabo a la derecha de la cama, junto a la cabecera) bajo una pátina amarillenta. Es como observar a través de una lente con filtro amarillo: un objetivo indiscreto para el placer de la memoria.
»La tía viste de negro. La camisa de hombre, con botones blancos abrochados hasta la pechuga, va cogida dentro de la falda, también negra, lisa y de tela; las medias, crudas; los zapatos, negros con tacón alto, una tira que rodea el tobillo sujeta con una hebilla plateada y una tapa del mismo cuero, en forma de pico. La mujer desabrocha la camisa con lentitud. El sujetador marrón oculta por completo sus pechos. La falda se abre con una cremallera lateral. Cae a los pies. Con una mano sujeta la falda, mientras pasa los pies por ella, los zapatos puestos.
»El triángulo. Los pelos del coño se transparentan en los pantys. La piel clara de los muslos… leche. Los poros profundos, oscurecidos por la falta de luz. Los michelines rompen la línea recta de la cintura, y el volumen de la carne a ras de piel adquiere relieves mínimos: son como montes achatados… como paperas…
»El agua salpica cuando de forma somera se lava. El grifo de bronce es viejísimo: el agua cae en desorden, pulverizada. Los hoyuelos en las nalgas adquieren interés en ese culo tan carnoso. La ropa queda colgada a los pies de la cama, los pantys encima de todo, la horma del pie hacia fuera, en cada una de las piernas, unas piernas peludas. El blanco de la piel contrasta con la pelambre negra.
»La mujer está apoyada en la cabecera de la cama, con el sujetador puesto. La cara muy maquillada asume un tinte anaranjado; la sombra de los ojos, verde brillante, los hace, de tan negros, abismales. El hombre se coloca entre las piernas brutales de la mujer, las mismas piernas peludas.
»El camionero apoya las manos en el lecho, el torso levantado, alante-atrás: movimiento de coito entre una puta y un camionero. El lomo, de la mujer sube y baja a cada embestida, arrugando aún más las mugrientas sábanas, superamarillas. ¡Qué dolor! ¡Ay! Asco. Un martillo golpeando en la entrepierna…».
Cram, cram, cram. Jhiiii, chop, bataclán… Abro los ojos con pereza, cayendo en un mundo nuevo. Dejo que las pestañas apenas oculten la luz radiante del día (tomo lentamente conciencia de donde estoy…).
—¿Dónde estamos?
—En Cádiz.
—…
Apoyada en los codos, me incorporo para enterarme del asunto por mí misma: un mar azul plano, sin motas blancas que deberían puntear las olas. Por la otra ventanilla del autobús, igual. Interesante: Me levanto del todo: estamos en la Bahía. Todo ha sido una pesadilla: la realidad, también.
—Nos hemos pasado, tía.
—¿Eh?, ¿decías?
Se levanta pasando delante de mí. Yaki ya no es el mismo de cuando subió al autocar en Sevilla: «¡Sevilla!».
—No hay que entrar en Cádiz… yo no sabía…
No termina la frase. Da media vuelta y toma el pasillo hacia el conductor. Allí se queda hablando con él. Así que estoy en el bus, olvidado el pasado y… ¡a ver si me sale la movida!
A través del cristal, a la derecha, atisbo la ciudad recogida: tácita. Primero, edificios altos, nueva construcción, seis o quince pisos. Un campo de fútbol. La visión se interrumpe según avanza el autobús por el puente, desde donde se adivinan las grúas del puerto.
—Vamos a ponernos en el centro, tú.
Una camioneta accede, al fin, a devolvernos puente atrás al cruce, que está situado en medio de unas rías-marismas-salinas. La antigua actividad productiva muestra manifiestas pruebas de abandono. Los nódulos rectangulares artificiales de las salinas, con sus canales, se mantienen en sus originarias delimitaciones. Un canal principal, junto a cuyo puente estoy, al borde de una carretera. Un viejo pesca desde el pretil, la caña, corta, inclinada hacia el agua. El viejo sube (actividad que me distrae total) el sedal para comprobar la efectividad de la trampa. Comprueba el estado del cebo y lo recompone meticulosamente.
—¿Sabes? Lo mejor sería ponerse al otro lado del puente para dejarles espacio para parar, ¿te parece?
El diablo debía estar al loro. El tercer coche que pasa, una vez al otro lado, se detiene unos metros más allá: un 4-L amarillo canario (muy brillante) con una sola persona en el interior.
—¿Vai pá Algesira?
—Sí —contestamos al unísono.
—No tardamo ni un minuto. Yaverei… En una hora: con el tiempo jucto pá cogé el barco pá Seuta… Son bueno Navflo…
—¿Pasas tú mucho a Ceuta? —pregunta Yaki sentándose a su lado.
—Cantidá, ¡para traer veneno auténtico!
El tronco es moreno, el pelo corto peinado hacia atrás, una camisa azul claro de finas rayas, bien formado de hombros, ocupando la plenitud del asiento, pero nada grueso. La imagen opuesta del Yaki camello. Este es menos aparente. Hemos ocupado los asientos, Yaki a su vera, sin responder a su provocación, prudentes.
—¿Vai a estar mushos días en el moro?
—Claro. Yo nunca he estado —afirmo con alegría anormal— en la zona norte de Marruecos.
—¡Os pondréi siego de canutos! En Tetúan, lia os salen los shavales, ¡qué digo!, en la frontera habrá alguno que os allude con el lío de los pazaporte: en plan mafia conshabada. Tirarán de uztede para que vallai a Tetúan a ver a un amigo, el shocolate, por los ojo…
Sigue hablando, granando su acento andaluz que se pega a mis pensamientos, teñidos de su genial idioma y toda la demás movida. Mis pensamientos se llenan de las aventuras, tan graciosamente contadas, de cuando él pasaba de mil maneras el shocolate a la penín, incluso en las épocas más duras, cuando eran implacables los perros. Terminó dejándolo por cansancio, que no le iba tanto encularse («¡Madre mía qué tonto!», pienso). Al parecer, ahora querían instalar en la aduana de Algesira rallo equi, como en los aeropuertos internasionales, que en la zona hay un tráfico de la hostia (Yaki tiene los ojos abiertos, venciendo un sopor que imagino), aunque…
—¡Vaya cante que estoy dando! ¿No? —mira hacia mí.
Estoy poniéndome jodidamente triste: no he asimilado el asunto de Sevilla; tengo miedo a que salga mal la movida de Ceuta: el dinero del alquiler del piso, la vaga impresión de haberme pasado y no tener alternativa si me fundo las pelas… «El individuo se puso nervioso. La cara entre la ira que aterra y no sé qué… Estaba muy excitado, la expresión del rostro como cabreado, pero los ojos le brillaban de gozo. Mi postura: eso era lo duro. De golpe: entro en una movida extraña, se me ocurre de repente (un impulso) introducirme en el ascensor, una situación por la que inintencionadamente pongo todo patas arriba, todo en contra (o todo a favor). Tener en esos momentos un resorte interior que salte ante la proximidad del peligro o calle cuando pueda salir con éxito, porque, una vez traspasado el umbral, una vez que han cazado, no encuentro en mí fuerzas para la resistencia. En cambio, una fuerte debilidad ante lo imprevisto transforma en imán el deseado resorte».
—Toma.
Me pasan un canuto. Están comentando la calidad del costo de cada uno. Pego dos caladas al porro. Está cargado a tope y no soy capaz de chupar más. Lo devuelvo al andaluz. Los dos están muy animados con el tema: haschís, goma, aceite…
Pasados unos minutos, siento subir del cuerpo una corriente hilarante, pese a la total depresión del coco.
«No siento nada especial: ni rencor ni furia. Tampoco impotencia, como si yo me lo hubiera buscado. Estoy indefensa frente a la fuerza. Las experiencias fuertes no me asustan, ni me inquietan. Pero, si hay violencia, no sé actuar. (Tiemblo porque me hallo buscando atenuantes a la mula). Tenía que haber vomitado en su pene, cayendo en su pulcra ropa la papilla. Pero, cómo me gusta mamar pollas».
—¡Niña!, mira patrás… Ya verá que coza má bonita. Veher… Párese que cuerga de la montanha. Ahí… nasí yo. ¿Te gusta, eh?
La vista es muy hermosa: un pueblo blanco al borde de una cortada. La visión dura muy poco: en la primera curva, se pierde. El tío le pega al acelerador (pasando delante de una pareja de tráfico). No veo ningún cartel indicador de acceso a la maravilla entrevista. La asociación de ideas es inmediata: yo de francotirador, protegida por la escarpada; en el punto de mira telescópico, el violador y… ¡pum! Me sabe a poco el rodillazo.
—Por la noshe es divino, cuando encienden lo refletore, desde abajo…
Yaki va armando otro porro. La carretera se torna recta, en subidas y bajadas, aún no se divisa el Mar. El costo del nuevo peta lo pone Yaki, que dice haberlo comprado en Sevilla. La carretera parte el campo en dos: a un lado, praderas para pastar la vacas; al otro, alcornoques y también pinos, cuajando en la sierra cuyas suaves cumbres rompen la perspectiva hacia la Mar. Punta Paloma: la sierra se corta y aparecen grandes dunas de arena blanquísima que se extienden hacia el cabo. Un campín: superficie multicolor, abrasada por el desamparo de los árboles que inundan la pendiente del monte próximo, a unos quince metros. El Mar intensamente azul. El coche avanza a tope, paralelo al campo, por un suave acantilado que cierra la playa casi infinita, convertida en luz…
El segundo canuto es más flojo que el del colega. Me apoyo en el respaldo delantero, centrada. Acaricio con abandono el cuello de Yaki, por el lado de la ventanilla, ocultándoselo al andaluz. Le doy unas caladas al porro: la cabeza empieza a subirme, la alegría recorre mi cuerpo. Ahora estoy concentrada sólo en el interior del vehículo. Yaki retiene mi mano con su barbilla, las manos ocupadas en hacer otro peta con el chinón que le ha pasado el andalusí nada más probar el que yo tenía. Cuando afloja la presión sobre mi mano, sigo con las caricias: por toda la cara, y la boca, no se anima a chuparme los dedos que repaso por sus labios, vuelvo ahí y los cierra. El andaluz mira de reojo, pero no dice nada. Canturrea por los bajinis una tonadilla. Yaki se libra de mí dándome el porro para que lo encienda. Su gesto es adusto, bastante seco, una mirada recriminatoria, que no quiere saber nada de mí (¡idiota!), que se pierde en la inexpresividad de sus ojos. Me reclino en el asiento para disfrutar fumando: Venta del Porro o de los Porros, unas casas a ambos lados de la carretera. Paramos para tomar algo. El andaluz se ha impuesto, arguyendo que tenemos tiempo sobrado para tomar el barco al anochecer. Yaki se opuso a la parada, pero, ya en el interior de la venta, y una vez pedida la cocacola, invita a Diego a una competición en la máquina de marcianitos: un tipo que a martillazos se abre paso por una rampas, saltando toneles y bolas de fuego, en la cumbre espera la doncella presa de Kin-kong.
El váter sólo tiene la taza y un pequeño lavabo de color ocre rojizo por el abundante óxido, y es estrecho, las paredes húmedas, el suelo blanco. Los chicos han quedado en la barra: Diego quería convencer a Yaki para que comprara sus productos y se ahorrase el viaje al moro (en ésas estaban, aburriéndome, cuando he decidido dar satisfacción a mi esfínter). Las bragas en las rodillas, siento en las nalgas el frío de la porcelana; también dolor de vientre, nada más sentarme. Los chorizos que caen me salpican el culo abierto. Acostumbrada ya a la fresca sensación, huelo mis bragas inclinándome lo más posible, hasta besar las rodillas. El olor es fuerte: gotas de orín reciente. Recuerdos de cuando chica: a escondidas, tomaba las bragas de mi madre y hermana, acercando al máximo mis narices a la felpa sucia, empapando mi olfato del excitante flujo, esa línea oscura que se marca, ahora la observo, simétrica a la raja. He reventado el elástico de las bragas: demasiado abierta de piernas. Las bragas quedan a la altura de los tobillos. Levanto un poco la cabeza y puedo ver la obra de arte hecha en mi sexo: la espesura de negros pelos impide ver la artesanal forma de los labios, pero deja que se adivinen abiertos y húmedos. El olor es penetrante: la posición facilita que el perfume llegue exacto al olfato. Me paso los dedos para luego sentir, bien cerca, la excitación de la pituitaria. En dos días, casi, me he cambiado de ropa varias veces: me saco las bragas y vuelvo a olerías detenidamente.
Siento alivio cuando el agua moja mi coño. Es absurdo, pero me seco con las bragas sucias: la falda cogida por la barbilla, viendo mi triángulo de forma nueva, una perspectiva única. La posición es incómoda y la falda resbala por mi cuello. Al apoyarme en la pared, siento repulsión: la humedad mohosa. La brusca reacción me deja cortada: las bragas sucias en un puño. Ha pasado mucho tiempo, estoy encerrada. Guardo la prenda íntima en el bolsillo de la falda: no tengo repuesto que ponerme.
La cerveza ha perdido toda su fuerza, sola en el mostrador de aluminio. El bisnes del andaluz no ha prosperado: Yaki se ha mostrado irreductible, la idea preconcebida fija. En el interior del coche se monta otro canuto, para compensar al colega. El camino se pasea junto al Mar. Algunos pinos sueltos. Otro campín a ambos lados de la carretera: una torre morisca semiderruida; al otro lado, vistas a la pálida playa. El cuatro latas coge pronto la velocidad punta, haciendo correr vertiginosa la playa, prolongada, profunda por la marea baja. Tarifa. Hasta aquí he seguido atenta el paisaje, agudizados los sentidos por el continuo rodar del chocolate. Para nada he asociado los distintos parajes con la primera vez en que pasé. El ferry a Tánger desde Tarifa. El coche enfila la cuesta de una nueva sierra, una ruta que atravesaré por primera vez. Pienso que, entonces, estaba cegada por la obsesión del cambio, por la cerebralidad de la decisión. La posición que ocupo (acariciando la oreja de Yaki y pensando en mi historia) dentro del coche me resulta muy incómoda: son excesivas las curvas que tomamos, bajando al puerto. Cambio de posición; el cambio me provoca mareos. Los pulmones calientes. Trago saliva: las papilas completamente resecas. La falda, al sentarme bien, se sube y pone al descubierto mis nalgas desnudas sobre la tapicería sintética del asiento. ¡Las bragas! Las curvas continúan, y aparece el Mar, lejano, en la siguiente bajada. Abro la bolsa y busco otras bragas, la corriente de las dos ventanillas abierta me llega a la entrepierna. Levanto el culo, arqueando la espalda sobre el cuello, para ajustarlas a la cintura, los muslos enteros al descubierto, la prenda ajustada a la raja. Arreglo la falda revuelta en el mogollón. Sentada de nuevo correctamente, cruzo mi mirada con el andaluz a través del retrovisor. La carretera sigue cuestabajo, pero sus curvas ya no son pronunciadas, el coche puede tomar la velocidad que pisa el piloto:
—Ya estamos llegando. ¿Vei el Peñón?
—…
—Yo vivo en La Línea, pero suelo parar en Algesira. Hay má marsha, musha má gente guapa, ¿sabei…?
Unos guardias civiles nos mandan parar. Preguntan, saludando, adonde vamos y nos indican un carril para que avancemos si no vamos con el coche a Ceuta. La carretera está cortada donde empieza la ciudad. Circulamos por uno de los carriles de salida. Nos vuelven a parar. Pasa una tanda de vehículos en dirección contraria. Delante nuestro, dos coches más y un guardia que nos retiene. En los carriles de la derecha, coches, más coches ocupados por moros, familias enteras en cada uno. Unos chiquillos cruzan delante del nuestro, corriendo, y casi se meten bajo las ruedas de un camión que sube, lento. El civil toca el pito, y los niños retroceden corriendo.
—Ezte año es demasio la de moros que hay… Para montar una campañía de navfíos… ¡con lo de este mé, sacas pá tóó el año! —guiña un ojo hacia mí.
El guardia no deja de Hacer gestos para que pasemos rápido. Detrás de nosotros están dos camiones, esperando a que arranquemos. La caravana inmóvil llega Hasta el puerto. Un municipal nos corta el acceso y seguimos por el paseo marítimo abarrotado de coches en varias filas.
—Acompáñanos a tomar algo, colega —digo en cuanto para, un poco lejos de la vigilancia de los guripas.
—No —Yaki ha salido y abre la puerta de atrás para que salga yo—. No tengo adonde aparcar, es un marrón. Tenei que daos priza pá coger billete.
—Bueno, oye…