Al mediodía siguiente

Al mediodía siguiente

Al despertarme, estoy completamente destapada, en la misma posición que anoche. Estaba soñando con la hermana de… En el sueño, ella aparecía grandota, inabarcable para mis abrazos, exageradamente para su cuerpo real: grande y hermoso. Tras un salto (onírico) en el vacío, me encuentro haciendo una presa (su cuerpo ilimitado, aunque yo haga fuerza para apretar más) con los muslos en su cintura, y sintiendo que mi miembro se pone duro, no en el sueño, sino en esta parte del umbral, mientras permanecía acostada. Enciendo la luz. «Nos vamos al moro (en grandes caracteres). Ya te traeremos algo guapo para que pases (la letra decrece por falta de espacio) toó el día colgá. Muchos besos y cuida bien la casa. (Casi ilegible)… el dinero… la cocina». Y lo firman.

En el espejo del lavabo compruebo lo pálida que estoy. Me lavo como los gatos: los ojos, por las legañas; las orejas, para oír bien. Mientras animo mi cara con colorete, no puedo dejar de pensar en la pasta del alquiler. ¡Lo bien que me vendría! Como todas las mañanas desde hace cuatro meses, tengo ganas de morder a mi alrededor.

Pensando en la gente que encontraré en el quiosco, cegada por el fuerte Sol del mediodía, tomando el aperitivo, pues es la hora, termino por pedir un café a la mujer, bajita y regordeta (los mofletes sonrosados a manchas), que atiende la barra junto a su marido, igual de bajo. En la mesa, sentado, está el camello de anoche, delante de un vaso vacío y una coca cola medio llena. Sigue con la chupa de cuero negro a cuestas y la cabeza caída. No le veo la frente; el color de la cara muy blanco y la nariz del tipo porky. Levanta la cabeza y nota que le estoy mirando fijamente.

—¿Tienes chocolate? —pregunto desde arriba.

—No —contesta con un gesto y se pierde, sentado en la silla.

—¿No sabes quién puede tener…? —me siento en su mesa.

—Mmmmmm no, tía —y encoge los hombros.

No me doy por aludida y pongo una luz infinita en mis ojos.

—Venga… No seas pesada…

—¿Una chinita?

Está muy tirado: habla como si se le escaparan las palabras. Tengo que retocarme los cabellos y extender el colorete con los dedos, porque creo que, aun mirándome, no reconoce mi rostro, para futuras ocasiones.

—Vamos fuera, ¿no?

¡Estoy asombrada! Sentado en una mesa de la terraza, saca una bolita de papel plata y empieza a liar un peta con una china considerable. «Cerveza, dos» para después del café, pienso. Del canuto me llega la pava: «¿Tanto me he distraído viendo una pareja y a su perro sentados en la otra punta?».

—No es bueno, ¿eh?

—Ssí.

—¿Has visto qué descarado se lo hace esa gente?

—…

—¡Tío, la pasma!

—Bah.

—¿No te han detenido nunca? —y le miro picaramente.

—Nunca llevo el marrón encima (miente), ¿qué pasa? Y, si pasa, se quedan un talego… para fumárselo ellos.

—Já, já…

El colega se siente suelto en el tema. Profundiza en unas cuantas historias personales, que bien pueden ser ficticias y escuchadas antes a otro camello. Tanto se repite que, sin dejar de mostrarle mi rostro con varias expresiones, mi mente divaga por las alturas, hacia el balcón de mi casa, que tengo enfrente.

Unos chavales interrumpen la historia de cómo pasa él el costo por Ceuta, enculado naturalmente. La negativa no corta a los muchachos y se van con la misma decisión de paso, como si llevaran una dirección concreta. El Sol pega de lo lindo; la plaza está semidesierta. Pasa otro coche de maderos que no nos altera.

—¿Te vienes a comer?

—¿Dónde?

—¡A mi casa!

El camino es corto, pero voy pensando en el tronco con su cazadora, sus botas, sus vaqueros recios. Siento el calor encima como una bola de fuego.

Desde que hemos entrado en casa apenas hemos hablado, lo justo para preparar la comida y trasegárnosla. Al fin se ha desprendido de la chupa y luce una camiseta azul oscuro con un emblema, más parecido al de una universidad que a «Alexandra’s». En el brazo tiene un callo en la vena, que sobresale de la piel, con sangre fresca formando un punto. Dice llamarse Yaki mientras voy a preparar un café y una copa. Regreso al salón con las manos vacías. Yaki se ha sentado en el sofá, llevando la chupa consigo. Me siento con él, y va y se levanta, hacia el tocadiscos.

Resuena en el salón la misma música jivi de anoche, ritmo que se acopla a la atenta observación que llevo a cabo del cuerpo de Yaki: un poco basto, ni gordo ni flaco. «Se entretiene demasiado con los discos. Sabe que ha llegado la hora y que le estoy comiendo con la mirada. Peor para él. Esperaré a que venga a sentarse para el ataque».

Rechaza mi lengua cuando trato de pasearla por su boca pastosa, es él el que empuja: debe sentirse molesto por la espera a lo tonto con los discos (terminó por poner, a mitad del jivi, a los Allman). Con el calentamiento, su cuerpo no se transforma, sigue igual de fofo y blandengue. En cambio, su polla está tensa cuando descubro la bragueta. Pese a que sus brazos me aprisionan, abandono el beso insulso que nos une y bajo la cabeza al encuentro del pene henchido. Conforme aplico concienzuda la succión, da saltitos: le cuesta descapullar. No creo que esté gozando mucho (yo me divierto), pero aguanta y se desliza en el sillón hasta quedar horizontal. Sus manos toman mi cabeza, con tal presión, que me obliga a tragar toda la pieza. En esas condiciones, pugnamos entre una comida con el vaivén del coito y las largas lametadas que a mí me gusta dar, luchando con el pellejo que se pega al capullo. Por fin toma mis hombros y me retira definitivamente. Va desabrochando mi blusa. Yo le miro con la cabeza levantada, los rizos echaos pa trás, mostrando el cuello. Él se saca la camiseta y ayuda para que me tumbe debajo de él, en el sofá, al tiempo que se baja a medias los pantalones, atascados por las botas camperas que aún lleva puestas. Antes de desnudarme del todo, ya está excitadísimo: ha restregado su polla a tope contra mis… Las bragas y la falda caen juntas al suelo de parquet. La monumental hebilla de su cincho me machaca la rodilla. Intento dar la vuelta y ponerme encima, pero no comprende mi maniobra. Su único afán es penetrarme enseguida: su pene ciego busca mi agujero con ahínco, tropieza con mis ingles, con el clítoris (donde no puedo mantener por más tiempo el fantástico contacto), con los labios, con todo. (La hebilla sigue jodiéndome), y… ¡Pluaaft! ¡Catacloc!

Los cojines del sofá no han resistido, y zas, al suelo. Yo me troncho de risa. Él se incorpora, sentado en el suelo, para quitarse la ropa que le queda. Segundos después, está otra vez encima. Entonces, consigue su objetivo y la mete toda entera, moviéndose como un descosido. Tengo que cerrar las piernas para sentirlo dentro, tanta es la velocidad que lleva. Parecemos máquinas. Pierdo la noción de lo que nos pasa. Sólo me preocupa juntar lo más posible los dos pubis. Las piernas tensas tratan de frenar la acometida, con el miedo de no aguantar su marcha y acercarla al ritmo que dicta mi coco. Él se pica: más fuerte a cada golpe de riñones. Suda como un loco. Las gotas de sudor caen en mi cara. Yo sudo en el vientre, entre los senos. El sudor en las axilas fluye a gotas. La entrepierna hierve.

Bufa una y otra vez. Yo paso el primer orgasmo. Han sido cinco minutos irrefrenables, y él todavía golpea como una fiera; alarga el meneo a toda la vagina, completamente relajada. Aprovecho la calma para mirarle: tiene cara de dolor, los dientes apretados, y el aire saliendo por entre ellos. La rabadilla está dolorida del traqueteo con la dura madera. ¡Cómo me gustaría que me lo chupara! Y sigue, dale que dale, muy empeñado en correrse. Tengo dentera. Un gran sofoco. Miro a un lado, hacia la cegadora luz que entra por el balcón. Vuelvo a abrazarle con fuerza: estoy subiendo de nuevo, el cuerpo encharcado de sudor. A diferencia de las mujeres, estoy imposibilitada para la corrida múltiple y, por segunda vez, me viene cuando el declina las embestidas. Sigue empalmado, pero reduce sus movimientos paulatinamente. Yo me quedo quieta. Él se deja caer encima, ya frenado, sin sacarla. Beso su oreja con agradecimiento total. Estoy pensando que recupero el gusto por los tíos después de la… Muevo el culo, porque siento una ligera detracción de su polla: la reacción es positiva y se mantiene dura… muy dura. Ensalivo su paladar reseco, sus dientes, la lengua rugosa. Recorro su boca entera, de los bordes al interior (con completa pasión, para sentirle fuerte dentro), el filo de su lengua, la punta y debajo.

Yaki me ha dejado abandonada en el suelo para ir al sofá y entregarse a su cansancio. Pronto busco acomodo en una silla cerca del balcón: lo de anoche es irrepetible, aunque sólo sea por el contraste luminoso que ahora presenta la cristalera. Sin darme cuenta, Yaki ha salido de la habitación. Del piso no llega ningún sonido audible, ninguna referencia para localizarle. Ni me importa: la vista fija en la luz del día…