Estos son los mejores momentos de este último verano
Estos son los mejores momentos de este último verano
Emporrada vida, de pie en el coche, agarrada a la barra medianera del techo, el aire despeja: fuerte choque en la cara, risas, bailamos en el coche: «Mercy mercy iiii Uummmercy, tuntumtuntum mercy baby, tun-tun tum mercy wo mercy». La canción desgrana muchas gracias. Piso los pies de Arantxa. El coche tambalea dubitativo, en plena curva. El sol enfrente, cayendo al mar… «Hitch hike» (jick jai) corean los Rollings a Mick: Recuerdos del 7 de julio. En la cuesta abajo el buga se embala, y el repecho lo desacelera total, tumbándonos contra el asiento: formando un remolino de cuerpos después del baile. Los oídos permanecen atentos: «datsouestronmailo-vis-datsouestronmailovissssss (That’s how strong my love is)».
Esta vez nos quedamos sentadas. Yo encima de Miren, quien me abraza por la cintura. Chus se vuelve carcajeándose. Arantxa aprovecha y pide más marcha. Clac… clac. ¡Los Motel! ¡Hey! La voz de la cantante suena mediada la canción, con mucha fuerza, total. ¡Pasa la cinta!… zzzzzzzzzzzzzzplof. ¡Ahí! Carmen acierta: Pretenders: «Wouououoooo… wo maifamili… woman free… my lovely… my enemies… maifamili…».
Olga se levanta sola para seguir el contoneo, estamos enfilando una recta de a buten. El coche coge toda la velocidad que puede, el motor despotricado. El mar intensamente azul y brillante: la luz del Sol corre paralela a su superficie, sólo algunos rayos superan el acantilado. Olga pisa todos los pies que quiere (las jodidas zapatillas de gamuza azul). Pero no me importa: Miren y yo vamos morreando, apoyadas las orejas en el tope del asiento.
Vejer de la Frontera aparece de frente, detrás de la misma curva, dando la espalda al Sol, las paredes encaladas en sombra. El coche para en el cruce, luego cogemos una carretera secundaria. Hay prisa por pillar la marea baja y acceder a la playa nudista. Atrás queda el cartel indicador de la ciudad monumental. El camino se estrecha. Del Sol sólo son visibles sus rayos naranjas destellando tras unas dunas y entre los matorrales que bordean el camino. A la izquierda, continúa el pinar.
«A la caída de la tarde (vamos cantando), san josé de arimatea (Chus levantada pone todo su sentimiento) dejó la radio en el suelo (Jhondo) y se puso a bailar (el coche se bambolea lateralmente)… No tenía ningún callo (se me encoge el corazón en la siguiente curva) que lo avisara de tormenta (la tonadilla eriza la piel: recuerdos de hace cinco años) nunca supo distinguir la estrella polar (el coche patina)… era sólo por ver… sólo por ver nuevos colores… en el Sol (la curva: un seat cruza en sentido contrario) bajaban por el monte turbas evangelizantes que habían hallado el camino de la salvación (el seat a tope de familia numerosa) san josé que era muy viejo (como la oreja de Miren) y se lo hacía de incógnito levantó la cara al cielo…».
Los meneos del coche me separan del sabroso lóbulo. Otra curva, y una pista de tierra que ahí empieza. Mirando hacia atrás: estamos levantando una polvareda de la hostia. Las ruedas chillan al torcer otra vez. Viene una recta maja para equilibrar el buga. Matorrales altos guardan el camino; en medio, una pareja de la guardia civil, dos motos cerrando en embudo, pero son motos de campo a través, con unos tacos en las ruedas bastante promunciados.
O bien, si parece demasiado
hacer el amor sin que haya que cambiar la voz,
escribir sin muletas
caminar sin que haya que pedir permiso
hablar sin rayas…
O bien, si parece demasiaado…
Se acabó «Veneno». La velocidad disminuye al ritmo que aumenta el chirrido de los frenos. Los cuatro culos metidos en el asiento a presión. En silencio. La euforia contenida: en absoluto nos dará el bajón por esta gente. Por si acaso, Olga se encoge (que es la más chica) con la ladina intención de pasar desapercibida: teóricamente sobramos una. El coche para totalmente. El guardia del control se acerca.
—¿Adónde van?
—A la playa.
—¿…?
—Para ver el atardecer —dice Chus animada.
—¿Están viviendo por aquí cerca?
—En Vejer —dice Carmen sacando los papeles del coche. Todas miramos un rostro joven concentrado por las correas negras que cuelgan del casco. El lee despacio los documentos.
—¿El coche es suyo?
—Sí —contesta Carmen señalando el carnet de conducir. La devolución de los papeles crea un poco de confusión delante: el costo está semioculto en la guantera, y Carmen baja el chisme sin pensar.
—Se está haciendo famosa la playa ésta, ¿eh? —dice el motorista dándonos paso.
La arrancada del coche evita que demos una respuesta fuera de lugar.
—Uffffff —suspiramos.
—Soy gafe —digo.
—¿Por qué? —me susurra Miren.
—¡Dos veces en un día es demasiao!
Miro por la ventanilla y ahí está el faro de Trafalgar: auténtico.
—Al contrario —interviene Olga (estamos tan cerca que es imposible hablar íntimamente)—. La ful viene porque esta gente está superactiva. Lo guai es que hemos pasado.
—Sí, también.
De atrás miramos a Chus, para que ponga música: los Motel, de nuevo, suenan duros al oído. El coche se detiene al final de un camino de tierra. Delante, un pinar arenoso y, antes, un restaurante, aquí terminan los Caños de Meca. Carmen mira patrás cuando aparca. Ninguna se ha movido en el último tramo de camino, y ahora tengo las caderas doloridas. Las piernas entumecidas cuando doy los primeros pasos.
Vamos en procesión, en la cima del acantilado, hundiendo los pies en la fina arena, nos colamos en una cañada, y a la playa. La marea está subiendo, algunas olas resultan espectaculares. La playa termina en un aluvión de piedras colosales, por donde las olas empiezan a romper. El sol refleja aún nuestras sombras en la humedad de las rocas; al nivel del mar no se ha puesto, sigue siendo una gran bola anaranjada, chillona.
Allí mismo nos desnudamos, para llegar en condiciones a la playa oculta. El camino es quebrado: sube y baja, poco pero seguido. Algunas piedras cortan. Los cangrejos huyen de nuestras pisadas cuando pasamos los escurridizos huecos entre moles. Los accidentes resultan deliciosos; mejor en las subidas, viendo desde abajo los papos. Ahora el de Chus: rubito y transparente; Miren: negro, espeso, pero de labios salientes; Olga, una maraña de rizos rubios y definidos, como un trozo feliz de su cabellera; Carmen y Arantxa van por delante: nos esperan en una quebrada que hay que saltar, hasta un claro de húmeda arena. Caigo en los brazos de Carmen, mis senos duros y los suyos colgantes chocan. Arantxa sigue con las bragas puestas (un alucine), de un color verde marino. No pasa nada. El paso por las rocas dura lo suyo. La contemplación sube unos grados arriba. Los culos respingones, a ninguna le sobra la grasa. Astutamente quedo retrasada. Olga me da la mano para guiarme: es la experta del grupo, la veterana en esta andadura. Miren nos espera. Formamos dos grupos. El grupo de avanzada tiene cuerpos contrastados. María Jesús muy maciza (es la que más me atrae), Arantxa da una ligera impresión de amplitud, lo contrario de Carmen, aunque tiene las carnes prietas, casi rellenas; la diferencia, marcada, entre cintura y caderas la hace espigada y graciosa, pero mis ojos vuelven a buscar a Chus. Atrás, formamos un grupo homogéneo de menuditas y proporcionadas: la más fina, la más chica. Una piedra punza la planta de mi pie y me detengo.
—Es un coñazo —me dice—, pero a la cuarta te acostumbras.
—Dentro de unos días nos hacemos esto de noche —se suma Miren al consuelo.
Una subida por rocas semiplanas y, en lo alto, se ve la playa recoleta, aprovechando un encogimiento del acantilado. Unas pocas piedras están clavadas dentro del mar; al otro lado, cierran la playa. Repetimos el momento de saltar: ahora a los brazos de Chus, quedándonos enzarzadas un rato. Luego esperamos a Miren: se lo está pensando, por aquello de bajar destrepando. Por fin se decide. Las dos esperamos con los brazos abiertos. Ella cae en un punto intermedio, o así. La caída no es brusca, suavemente damos los tres cuerpos en la arena.
Carmen nos espera en la entrada de una tienda con un doble techo rojo. Es la tienda más llamativa de todas las plantadas. Las tiendas de campaña ocupan la primera línea de playa; detrás, junto a la pared terrosa del acantilado, por donde asoman algunas raíces de los pinos escondidos tras el borde del precipicio, están las cabañas, armazón de palos, techumbre y paredes de caña: robinsonianas,……… En la tienda de al lado, un tío buenísimo, tumbado bocabajo, leyendo, tiene un culo pulido, bronceado y muy redondito. Saluda a Olga (será su amigo gay). Un poco más allá, dos coleguillas luchan con unos palos; van cubiertos con un mínimo taparrabos, una raya para guardarles la raja del culo y los testículos.
—¿Los conoces? —Carmen interrumpe la descarada forma en que les miro.
—No, no los conozco, para nada —y sigo pensando en los efebos.
Carmen mete medio cuerpo en la tienda para guardar mi bolsa. Estoy mosqueada: ¿por qué me ha hecho esa pregunta? Quizá es que todavía no la conozco bien.
—Estos también van hoy de movida —dice Miren por los tíos que me he quedado mirando.
Olga está hablando con el rubio guapísimo. Chus mira a los tíos que juegan. Carmen saca la cabeza para comprobar lo que ha dicho Miren. Creo que ha sido para echarme un cable.
—Nos vamos a duchar. Ya verás qué chachi —dice Chus tomando mi mano.
—Esperarme un poco —Miren toma mi mano libre—. Voy a coger una toalla, que empieza a hacer biruji.
—Chachi que sí —dice Carmen sacando la toalla—. Te enrollará…
—Vosotras, ir preparando una buena reserva de canutos —añado para entrar a tope en la excitación.
Arantxa saca de la bolsa el mazacote de haschís. Carmen intenta conectar el radiocasette a una vieja batería instalada entre la tienda y el doble techo. Por allí se filtra el último rayo de Sol del día. Me vuelvo, y ya está oculto tras la roca. La Luna aún no asoma por el otro lado del acantilado. Arantxa se toma en serio lo de los canutos: está pellizcando la gran bola con interés, sentada en plan piel roja. Deslumbran las uñas de sus pies, de un morado satinado, las caderas más anchas por la posición, el coño en lugar muy sombreado (se ha quitado las bragas en la playa). Las tres de la ducha la miramos como alejadas. Nos coscamos del asunto y damos unos pasos hacia el Oriente.
—¿Dónde vais? —dice Olga.
—Al caño, para quitarnos la mugre que traemos del moro.
—¡Qué os cunda! A mí, el Mar, que es más sano.
«Dancing, drinking, loving…». La música que ha conseguido conectar Carmen empieza cuando partimos.
El azul del cielo adquiere tintes añil en el centro de su arco. El Mar está verdísimo. Las olas crecidas rompen bruscas en las rocas dispersas que cortan su acercamiento a la playa, la espuma blanca llega casi al borde de la puerta de las tiendas: la pleamar total. Miren toma mi cintura. Saltamos a la orilla, la fría agua del Mar en los tobillos. La brisa que sopla de poniente viene suave y un poco fresca; me está dando en la espalda y los riñones. Miren se separa y nos salpica con el pie. La toalla colgada al hombro se le cae al agua. Aprovechamos que se entretiene para huir, después de responder con patadas al agua su imprevisto bromazo. Yo casi me trago una tienda. Paro un pelín sofocada. Miren no nos ha seguido, parada dentro del agua, los brazos en cruz —en una mano cuelga mojada la toalla— como en una interrogación.
—Voy a por otra —grita.
—¡Trae el gel de baño!
—Ja, ja haha ¡qué pasada, tú! ¡El baño!
—Es auténtico. No te rías.
—Te creo, vale.
Tomo a Chus por la cintura y empujo en la dirección que llevábamos.
—Ahí es.
—¡Hostias! Es un alucine.
La playa termina: a la derecha, un rocón golpeado por el Mar y clavado en tierra; a la izquierda, el acantilado que se acerca al Mar; en medio, piedras lamidas, donde cae un chorro de agua desde la cima del acantilado. Miren nos alcanza a la carrera, tropezando con nosotras, quietas, pasmadas viendo la cascada.
—Es aguadulce —dice Chus.
—Estará helada, tía —meto la mano bajo el chorro.
—La impresión, nada más: tranqui…
—Brrrr… Baja de la montaña, ¿no? —digo.
Miren me empuja, tropiezo con una piedra haciéndome daño en la punta del dedo, aunque no caigo porque corro ante la impresión del agua. El caño ha golpeado en mis hombros unos segundos, pero ha sido muy fuerte. Chus entra bajo el agua.
—Ven…
—Yo voy pal Mar —dice Miren, en vista del plan que llevamos.
¿Se había extrañado conmigo?
—Bufff.
Estaba tocando el agua.
—¡Ven!
Chus me tiende la mano.
—¡Guau! —chilla Chus, porque sigo tiesa.
—Tía, no me acojones más.
—¡Ven!
—Esss-tá-tá-fffría.
—Iujú —dice Miren desde el Mar.
Chus retira una botella que está llenándose encima de una piedra, entrando el líquido por su ancho cuello: es un botellón de cocacola. Cojo el gel. Me estoy acostumbrando a la temperatura del agua. Pero todavía, cuando cae directamente en mis pechos, me estremezco así. Con el bote de gel en la mano, me atrevo a meter la cabeza bajo el caño y a empaparme bien de agua. Cae un chorro nada más y, para caber las dos nos tenemos que juntar mucho. La cascada tiene poca fuerza y las dos levantamos la cabeza hacia arriba, cayendo el agua en nuestras caras y pechos. Noto su vientre contra el mío, los muslos enfrentados. Al bajar los rostros, nuestros labios quedan muy próximos, sintiendo (no sé cómo) su aliento en el bigote. Nos besamos avanzando los morros. El bote de gel se me escurre de la mano (chop). Chus coloca mi cabeza bajo el agua, agachándola un poco. Retomo el bote, subo la cabeza y choco con un seno, mi mejilla roza un pezón erecto, en el que doy un corto lametazo, para seguir hasta el cara a cara (estoy sorprendida con el derrotero que toma la historia). Chus se me acerca, el caño rompe estrepitoso en su cabeza, el agua le corre por la cara a raudales. Con una caricia, ayudo a que se inunden sus sedosos cabellos rubios. Nuestros pechos se tocan. La obligo a que se dé la vuelta y termino de mojar su pelo, palpando cómo se humedecen las puntas. La piel de la espalda la tiene muy tersa, suave, los poros muy finos, el culo hermoso, con una raya muy débil de bañador. Todo el caño golpea en mi coco. Empujo un poco a Chus y me aparto del caño. El chorro nos separa.
Miren aparece del Mar, andando con cuidado, pues el fondo es pedregoso, para meterse bajo el caño. Noto su cuerpo muy cerca y su pompis golpea el mío cuando empieza a restregarse y sacudirse la sal del Mar. Chus sacude el agua de su pelo, unas cuantas gotas me salpican o hay una confusión con las que se desprenden del cuerpo de Miren. Chus entra otra vez en la cascada. Me doy cuenta de que tengo el gel olvidado en la mano. Echo un chorro espeso en la otra (una idea genial): allá voy a frotar la cabeza de Chus con el jabón. Chus capta la movida.
—Trae —dice por el bote.
Miren está pillada total, cogida entre nuestros brazos que frotan los cabellos opuestos. Se deja hacer, moviéndose en un baile lento. Con las manos enjabonadas, recorremos los costados de Miren, echamos más gel, ella da media vuelta; así limpio sus tetas, la tripa, las ingles. Ella rasca mis rizos con las uñas. Me acerco a ella todo lo que puedo. Con las manos alcanzo los sobacos de Chus, su espalda, el trasero, buscando en la entrepierna (a mí otro tanto). Parece que todo el peso de los tres cuerpos me viene encima; me palpan las ingles, tensas. Nos separamos, poquito, para el aclarado.
—¡Vaya escándalo! —dice un tío con soniquete afeminado, en ficticio.
Yo me corto muchísimo (iba a pasar a ocupar la plaza del centro y…).
—Mari Loli, que me enfado —dice Chus.
Es uno de los chicos del taparrabos mínimo. Pienso que no ha puesto mala intención en la voz. Algo exagerado en las formas. Es muy joven y lindo, los ojos muy claros, y el cabello semilargo y liso. Miren le echa un puñado de agua. El chico se asusta y se aparta cuando estaba a punto de alcanzar la botella de coca.
—Buah. Estáis locas todas —responde.
—Coge la botella, hombre, no tengas miedo —amenaza Miren.
—No, que me mojas —en plan vacile.
—Mira… me doy la vuelta.
—Tú quieres engañarme.
—Ni… con… otro —dijo imitando su voz.
—Oig… ¡qué fuerte! Me voy a bañar con vosotras.
—Ni se te ocurra —dice Chus.
—Jo…
Miren va hacia la botella, aunque el chico se adelanta y sale zumbando; Miren pretende echarle la zancadilla inútilmente. El Chico se aleja sin mirarnos.
—Qué morro, ¿no?
—…
—Todavía tienes la cabeza blanca —me dice Miren. Debajo del caño estoy ciega, quiero situar a Chus.
—Son unos cachondos… y están loquísimos —dice delante de mí—. Esta noche montan una fiesta con nuestro chocolate.
—Hola…
Una pareja, tío y tía, se han acercado sin que me diera cuenta. Vienen con dos cantimploras en la mano. Yo ya estoy limpia y ayudo a Miren para la espalda. El rollo no da para más en esas circunstancias. Los jipis (esa pinta tiene la pareja) esperan apoyados en la pared a que terminemos. Se dan un pequeño muerdo en la oreja, muy abrazados: el tío contra la pared y el cuerpo de la chavala (algo más baja que él) escondido en sus brazos. El siguiente beso dura más.
—Poned las cantimploras, si queréis…
El tronco acepta nuestra sugerencia. Nos apartamos para secarnos con la sola toalla, de un modo muy calmado y compartido. Los chicos han llenado deprisa las cantimploras y nos dicen adiós.
—Yo me meto al chorro otra vez —digo, atrevida.
Chus me acompaña. Volvemos a abrazarnos y nos besamos bien.
—¡VAYA ESCANDALO! —ironiza Miren.
Nos corta. Salimos del chorro. Ella tira la toalla a nuestras cocorotas. Entre las tres nos frotamos la felpa por todo el cuerpo, en plan secado ultrarrápido.
—¡Qué dabuti! —digo.
—No veas nosotras que llevamos cinco días sin probarlo.
—Y… ¿no olíais?
—¡Hala, tú!
—Es que te deja bien, ¿eh?
—Ni frío ni calor —confirmo.
Nos sacudimos los pelos: para que queden naturales y salga el agua de las orejas. Chus, además, los exprime retorciéndolos. Miren y yo vamos hacia ella con la toalla; entre las dos casi le volvemos el cuello.
—¡Burras! —Chus sale corriendo, huye gacelamente.
Olga y Arantxa están en el Mar. Olga nos ve volver y saluda con la mano. Mar adentro, las olas dejan ver o ocultan la melena morena de Arantxa nadando a tope. La brisa nos ha dado un poco de frio después de la ducha. Las tres nos juntamos pasando una toalla por los hombros.
—Mirad qué cielo, tías.
—Muy bonito…
—Eres una sosa, Chus.
—Déjala, Rosa —dice Miren—, siempre ha sido así.
—¡Ay! —he dado un pellizco en la cadera de Chus.
Yo me separo, yendo hacia el Mar. Tropiezo con Olga que sale, casi la tiro. Chus ha tropezado con el viento de una tienda y se levanta, salpicada de granitos amarillos en la piel. Cuando se acerca, la salpico. Ella se viene directa hacia mí, sin parar, se echa encima y me tira al agua, cayendo conmigo. El agua que trago me hace toser. Me revuelvo. Olga quiere levantarme justo cuando Chus vuelve al ataque y puede con las dos. Entre Olga y yo tratamos de hacerle una aguadilla; imposible: su cabeza entra en el agua salada, pero no resistimos su fuerza por incorporarse más de tres segundos. Miren nos ayuda, y ella sí consigue meterla bien dentro del agua. Una ola fuerte viene y nos tapa a todas; Miren no se mantiene y se da una culada de aúpa. Nos levantamos las cuatro.
—Brrrfff —dice Chus.
Carmen ha permanecido sentada delante de la tienda, sobre una manta roja, los brazos cruzados sobre las rodillas, mirando alegremente los chapuzones que nos pegábamos. Ahora tiene que retirarse para no ser pisada. Cuando llega Chus, tras Miren, se levanta ante el peligro de ser arrollada. Chus y Miren caen sobre la manta. Olga me pasa la toalla con la que ha terminado de secarse. Arantxa llega por detrás y se abraza a ella, toda mojada.
—¡Me cagüen…!
Carmen observa cómo luchan en la manta Chus y Miren. Hacia ella voy secándome. Nos sentamos cuando se calman las peleonas. Olga y Arantxa están abrazadas. Cantidad de basca nos rodea, pero pasamos. Yo no soy nada pureta… «I feel the earth move down my feet».
—¿Te gusta la Carola?
—Cantidad.
Estamos extasiadas ante los colores violetas del atardecer.
—¿Habéis hecho muchos canutos?
—Sí —riendo Carmen.
Chus nos choca tiernamente las cabezas y se hace un sitio en medio de las dos.
—Mañana habrá que ir a Chiclana, ¿no?
—Fijo —responde Carmen—, tenemos mucho marrón encima para un lugar como éste.
Miren se sienta a mi lado. Localizo un peine en la Manta. Miren tiene los pelos cortos y de punta. Me abro de piernas en su lomo y le giro la cabeza, paso la pierna derecha por encima de las suyas y le doy al peine. Los pelos son rebeldes, ella se ríe. Olga y Arantxa se tumban en la manta. La distracción, por mirar el magreo, hace que dé un tirón de pelos bestial en la cabeza de Miren. Jugando, me empuja para atrás y fácilmente pierdo el equilibrio. Enseguida está encima de mí, aprisionándome, empeñada en peinarme a lo bestia y de cachondeo. De momento, no reacciono: estoy viendo la negrura de su pubis encima de mi ombligo, cierro los ojos y pienso en ello totalmente excitada (llegando a imaginar en un flash su sexo abierto), abro los ojos y muevo la cabeza a los lados. «No te escaparás», dice con sornilla; me da la risa, desvió la mirada hacia Carmen y Chus, levanto las caderas (pesa mucho porque la risa me quita fuerzas). En el segundo intento consigo derribarla… hacia mí, encima de mí: le atenazo la espalda con los brazos, cogidos por la muñeca, presa inexpugnable. Estira las piernas sobre las mías, levanta la cabeza; sus cabellos húmedos rozan mi cuello cosquilloso. Sonríe, mostrando su dentadura blanca, los paletos potentes, las encías sonrosadas; baja la cabeza y me besa la barbilla. Aprovecho la debilidad para darle la vuelta definitivamente. En el giro, los dos cuerpos siguen muy juntos, sus senos en los míos, vientre contra vientre, yo pongo las piernas abiertas para devolver la presa. Pero mi pie izquierdo va al rostro de Chus; por suerte, el culo de Miren choca con ella (supongo), la empuja derribándola en el cuerpo de Carmen, quien a duras penas se sujeta y cae. He conseguido hacer la voltereta completa. Estamos los cuatro cuerpos mezclados. A mis espaldas, no distingo qué carnes aplasto. Miren y yo estamos de frente… ardiendo.
Una gente extraña aborta el momento: preguntan si tenemos costo. Olga los manda a tomar por culo, peyorativamente hablando.
—¿Te has hecho daño? —pregunto a Carmen.
—Sí.
Cojo su cabeza, donde creo que la he dado (no sé por qué), entre mis manos, muy delicadamente, para acercármela y le doy un beso.
—Qué gente, ¿no? —exclama Olga.
Carmen me devuelve el beso, complacida. Y curada.
—Con lo tranquilas que estábamos… —comenta Arantxa.
—Claro —dice Miren—. El joín que habéis…
—¡Qué cara tenéis! —salta Chus—. ¿Te has hecho daño, Roxi?
«Music», pienso. «No», contesto.
—Pues trae, que te doy un beso.
La broma es guapa.
—Bueno —dice Olga—, ¿sacamos los petas y una botella de güisqui que ha traído Rosa?
—Vale.
—…
—¡Oye! La Carmen no se ha bañado hoy… ¡Ey!
Se monta un tropel colectivo.
—Me baño si venís conmigo —propone Carmen cuando todavía no hemos conseguido moverla—, ¿vale?
Todas vamos de nuevo al agua. Yo me quedo al borde, bañándome los dedos del pie.
—No te dé canguelo.
—No me apetece nada.
Carmen se tira de cabeza contra una ola, sale del agua con las manos en la cara, empuja el cabello para atrás. Miren está cerca entrando a tientas. Olga y Arantxa van decididas y cogidas de la mano: se tiran después de una ola.
—Yo voy a tirarme —me dice Chus.
—Ahora voy yo…
Ella sale corriendo y, a la tercera zancada, se tira de cabeza pasando limpiamente debajo de una ola. Miren sigue tanteando. Muy despacio, pues el agua me produce mucha impresión, me acerco a ella. Chus sale del agua sujeta del pie de Carmen que va al agua. Olga y Arantxa se van por donde no hacen pie. Miren y yo nos salimos, mojados los pechos por el oleaje.
—Esta noche, cuando estemos pedo, estará más caliente digo entusiasta.
Nos sentamos. El viento está aumentando de velocidad. La mitad de la luna asoma por el acantilado, llenando de luz un espacio grande del cielo que compite con la poca fuerza que le queda al ocaso. Chus se sienta a mi lado, empapada. Siento su cuerpo frío junto al mío, aprisionado con el de Miren, Carmen también ha vuelto, está encendiendo un canuto.
—Con esta Luna —comenta Miren—, como hagamos una movida esta noche, puede ser un auténtico aquelarre.
Chus me da besitos en la espalda.
—Cosa de brujas, pues…
Las cuatro fumamos el canuto, sintiendo crecer la noche. Cerca, han encendido una hoguera, las llamas saltan chispeantes y llenan la arena con nuestras sombras. Chus deja de besarme para darle al porro. Yo sigo acariciando su espalda.
—La Luna se queda ahí colgada, no sube del todo… y va paralela a la playa, ¿no? —comenta Carmen.
Olga y Arantxa regresan corriendo, ateridas.
—Ya le estáis dando al porro, ¿eh?
En la manta hay varios esparcidos. Nos pasan uno, y ellas toman otro para fumárselo dentro de la tienda.
Acabamos el segundo. Nos arrejuntamos cuando arrecia el viento. Los besos se escapan sueltos, indiscriminados. Detrás, corren la cremallera de la tienda. Pienso en la fumada: «Hasta hartarnos, también de alcohol»…
«Acabar en esas condiciones, ingeridos todos los estimulantes. Las seis yaciendo en la misma tienda». La noche me embriaga.