CAPÍTULO VIII
¿Por qué brotan espontáneamente las lágrimas?
Glaciales escalofríos se adueñarán de su mente,
Mientras se esfuerza y jadea por respirar.
La extraña mirada de sus ojos desorbitados,
Que giran espantosa y frenéticamente,
Deslumbra con brillo monstruoso y tiembla
Como la espectral mirada de la Muerte;
Como si, conjurada por un sueño febril,
Planease sobre el lecho del hombre enfermo,
Y agitase feroz lanza en su huesuda mano.
El Judío Errante[1]
Pues sí. Huyeron de Génova. Eludieron a sus perseguidores, así como a la justicia, pero no podían huir de una conciencia furiosa y vindicativa que, con dolorosas punzadas, les perseguiría por todas partes, adonde quiera que se dirigieran en el futuro. Hasta la suerte pareció sonreírles, porque, a veces, en esta tierra, la fortuna parece ponerse del lado de los malvados. Wolfstein había tenido noticias de que un tío suyo, inmensamente rico, había muerto en Bohemia, y le había dejado a él como único heredero. Así que hacia allí se dirigió, en compañía de Megalena. Durante el viaje, no se produjo ningún incidente digno de mención. Bástenos con saber que llegaron al lugar en el que se encontraban las posesiones de Wolfstein.
Sombríos y solitarios parecían los alrededores del no menos desolado castillo. Lúgubres brezales, en una soledad de inmutable melancolía, se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Tan sólo algún pino, algún roble, abrasados por un rayo, ésas eran las únicas figuras que se recortaban en aquel monótono e idéntico paisaje. Innecesario resulta ofrecer una descripción del castillo, construido, como todos los pertenecientes a las baronías de Bohemia, según una extraña mezcla de cánones góticos y bárbaros. Y por encima de aquel tenebroso terreno, el leve resplandor de la luna, tan tenue, un brillo sepulcral, en su vano intento de dispersar los densos vapores de aquellas tierras (el cuerno menguante del astro, que se mostraba próximo al horizonte, no hacía sino acrecentar el horror que emanaba de la terrible desolación de aquel paisaje). Un cuervo nocturno inundaba la oreja insensible del anochecer con espantosos graznidos y rompía el, por otra parte, imperturbable silencio. Tal fue la melancólica bienvenida que recibieron a su nueva residencia.
Se llegaron hasta la antigua entrada y, tras atravesar un amplio e incómodo vestíbulo, penetraron en un salón que no parecía mucho más acogedor. El relente del anochecer, que iba ya avanzado el otoño, ayudó a que del fuego que habían encendido emanase un cierto bienestar. Una vez puestos en orden diferentes asuntos domésticos, Wolfstein conversó con Megalena hasta la medianoche.
—Nunca me habéis explicado con claridad —decía Megalena—, el misterio que rodea a aquel hombre tan extraño con quien nos encontramos en la posada de Breno. Y tengo la impresión de haberle visto al menos una vez más desde aquel entonces, porque no se me ocurre otra razón para que recuerde aquella circunstancia.
—Pues, mirad, Megalena: no hay tal misterio. Supongo que aquel hombre estaba loco, o que eso era lo que quería que creyésemos. Por mi parte, no había vuelto a pensar en él, ni tengo intención de hacerlo en el futuro.
—¿Ah, no? —dijo una voz, que dejó clavado, inmóvil en su sitio, a un horrorizado Wolfstein.
Se volvió y se removió con agitación en su silla. ¡Ginotti, Ginotti en persona, aquel de cuya mirada nunca había dejado de horrorizarse, estaba de pie, ante él, pletórico de menosprecio y frialdad!
—¿Ah, no? —prosiguió el misterioso extraño—. ¿No pretendes pensar en mí nunca más? ¡En mí, que he observado cada idea desde el momento de su aparición y sabido en qué iba a aplicarla, consciente de la magnificencia del propósito para el que se había gestado! ¡Ah, Wolfstein! Por mediación mía, tú…
Pero guardó silencio, mientras mostraba una expresiva sonrisa, exultante, superior.
—¡Oh, haz conmigo lo que desees, extraño e inexplicable ser! ¡Haz de mí lo que quieras! —repuso Wolfstein, como si un éxtasis de febril terror dominase sus pasmados sentidos.
Inmóvil, Megalena permanecía sentada. La verdad es que estaba sorprendida. Pero aún era mayor su pasmo al comprobar que un hecho como aquél bastaba para que Wolfstein vacilase. Porque, incluso en aquel momento, permanecía en pie, mientras contemplaba, horrorizado y en silencio, la majestuosa figura de Ginotti.
—¡Qué locura cometes al negarme! —prosiguió Ginotti, con entonación menos solemne, aunque no por eso menos severa—. ¿No me prometiste que, cuando viniese a demandarte aquello a lo que te comprometiste conmigo en Breno, no hallaría temores ni escrúpulos, sino que cumplirías con aquello que juraste y que tal juramento ha de ser inviolable?
—Y lo será —replicó Wolfstein.
—Júralo.
—¡Si cumplo la promesa que te hice, que Dios me lo premie!
—Así sea, pues —respondió Ginotti—. Dentro de poco te exigiré su cumplimiento. Ahora, adiós.
Y tras decir esto, Ginotti se retiró, montó en un caballo que le esperaba a la puerta y galopó rápidamente por el brezal. Menguaba su silueta a la luz de la luna y, cuando ya no fue visible para las cansadas pupilas de Wolfstein, éste sintió como si se desintegrase, tras haberse sentido embelesado durante un instante.
Sin hacer caso de las fervientes súplicas de Megalena, se dejó caer en una silla, donde permaneció sumido en lúgubre y profunda melancolía. Y no le ofreció ninguna respuesta, sino que, inmerso en un aluvión de devastadores pensamientos, se quedó en silencio. Incluso cuando se retiraron a descansar, y pudo en algún momento descabezar un ligero sueño, aquel hombre volvía a presentarse ante él, como si la imponente figura de Ginotti le dominase, y que aquella última mirada que sus aterradores ojos le habían dirigido se revolviese en su interior en una indescriptible agonía. Wolfstein tuvo la impresión de que el tiempo transcurría con lentitud. Y Ginotti, aunque ya se había marchado, y muy lejos quizá, le rondaba aún por la cabeza, como si su imagen se le hubiera quedado grabada con terribles e indelebles caracteres. Fueron muchas las ocasiones en que vagó por aquellos solitarios brezos. Y en cada ráfaga de viento que soplaba sobre los dispersos vestigios de lo que una vez fuera un bosque, parecía siempre flotar la voz, el acento terrible de Ginotti. Y en cada oscuro recoveco, junto a las sombras envolventes de una tétrica noche, parecía acechar su silueta, mientras que, con mirada hostil, aquellos ojos parecían traspasar la afligida conciencia de Wolfstein a medida que caminaba. La caída de una hoja o el salto de una liebre en el brezal bastaban para que se estremeciera de miedo. Y hasta en aquella espantosa soledad, se sentía irresistiblemente impelido a permanecer solo. Ni los encantos de Megalena eran ya capaces de ofrecer un poco de tranquilidad a su alma, porque efímera es la amistad entre los malvados, a la que siempre sigue el hastío que produce una atadura anclada en las tumultuosas visiones de la pasión o los intereses: irremediablemente, ha de hundirse en el abismo del tedio, seguido de esas apatía e indiferencia de las que, por su propio origen, es merecedora.
La en otro tiempo ardiente y excesiva pasión de Wolfstein por Megalena se mudó en disgusto, casi en execración. Trató de ocultárselo, pero, a pesar de su empeño, resultaba más que evidente. La veía como una mujer capaz de llevar a cabo las cosas más terribles y monstruosas. Aun sin haber sido deformada por el vicio, se había convertido en un ser lo suficientemente depravado como para pensar que la voluntaria y premeditada destrucción de un semejante no era sino un crimen sin consecuencias. Por otra parte, ya fuera por la indolencia en la que estaba sumido, ya por una unión anímica, indulgente e imposible de explicar, que les impedía separarse durante su existencia mortal, Wolfstein se sentía irremediablemente ligado a su amante, quien había resultado tan depravada como él mismo, por mucho que otra hubiera sido su predisposición natural. Al comienzo, había hecho frente a la pujanza del vicio y, aunque dominado por sus inclinaciones, había cedido, a regañadientes, a su influjo. Pero Megalena había dado alas a sus pretensiones, y ya no puso empeño en dominar ni la sugerencia del delito, ni los dictados de una naturaleza expuesta al ataque de los apetitos, pues inaceptable sería calificarlos de pasiones.
El invierno se echó encima con rapidez, y los días se tornaron lúgubres y solitarios. De vez en cuando, Wolfstein iba a cazar, pero incluso el ejercicio le resultaba tedioso, y la ensangrentada imagen de Olympia asesinada, o la aún más espantosa representación del terrible Ginotti, le atormentaban en medio de las diversiones más tumultuosas, lo que tornaba amargo cada instante de su existencia. También se adueñaba de su confusa imaginación el recuerdo del pálido cadáver de Cavigni, ennegrecido por causa del veneno, lo que sumía su alma en tremendos remordimientos, especialmente cuando recordaba que había asesinado a alguien que nunca le había hecho ningún daño, sólo por satisfacer a un ser cuya depravada compañía hacía que su vida fuera más monótona e insípida cada día.
Una noche, ya tarde, según su costumbre, Wolfstein daba un paseo: era a principios del mes de diciembre, porque el tiempo era especialmente suave para la estación del año y el lugar en el que se encontraba. Sobre el éter azulado, lucía una luna mortecina, rodeada de vaporosos fragmentos de bruma, que describía su pálida senda orbital, como arrastrada por el viento del norte. A veces, se oía el triste ululato de una lechuza que batía sus alas blancas sobre el polvoriento brezal, en busca de su presa, y en el horizonte de unos bosques lejanos, aquel destello plateado y el melancólico silencio, sólo interrumpido por tan lúgubres acompañantes, le inducían a sombrías reflexiones. Wolfstein se reclinó sobre el brezo, y pasó revista, mentalmente, a los acontecimientos de su vida, y se estremeció ante la negrura de su destino. Hizo esfuerzos por mostrar arrepentimiento por todos sus crímenes, mas, aunque consciente de la relación que pretendía establecer entre sus ideas, cada vez que tal pensamiento cruzaba por su cabeza, Ginotti se hacía presente en su perturbada imaginación; y un oscuro velo parecía apartarle para siempre de cualquier acto de contrición, a pesar de verse sometido de forma continuada a aquella tortura. Al final, harto de tantos y tan demoledores recuerdos, cuya violencia iba en aumento, se dio media vuelta para dirigirse a su lugar de residencia.
Cuando cruzaba el portalón, una mano de hierro le cogió por el brazo y, al volverse, reconoció la alargada silueta de Ginotti, quien, embozado en una capa, se apoyaba en el saliente de un contrafuerte. Por un instante, fue tal su extrañeza que Wolfstein percibió cómo sus facultades quedaban en suspenso, y permaneció inmóvil sumido en la sorpresa. Al poco, volvió en sí y, con voz temblorosa y agitada, preguntó si estaba allí para reclamarle el cumplimiento de su promesa.
—¡Para eso he venido —le respondió—, para eso estoy aquí, Wolfstein! ¿Estás dispuesto a cumplir lo que prometiste? Ven…
A medida que hablaba, el tono de su voz revelaba una cierta solemnidad, no exenta de ferocidad disimulada, mientras guardaba la misma actitud con la que se había dirigido a Wolfstein por primera vez. Los pálidos rayos de la luna bañaban sus rasgos oscuros, y sus brillantes ojos, que se habían fijado sobre el rostro de su víctima, temblorosa, relampagueaban con un fulgor casi insoportable. El cuerpo aturdido de Wolfstein era presa de un horror estremecedor, mientras que su cerebro le daba vueltas de forma vertiginosa, y los más espantosos presentimientos sobre lo que iba a pasar se agolpaban en su agónico intelecto.
—Sí, sí, lo prometí, y cumpliré con el compromiso que acepté —dijo Wolfstein—; ¡os juro que así lo haré!
A medida que hablaba, una especie de sentimiento, alentador y rutinario a la vez, armaba de valor su alma hasta la fortaleza, y tuvo la sensación de que éste surgía de su propio interior, aunque con independencia de sí mismo: no era capaz, y bien que lo deseaba por encima de todo, de controlar sus propias decisiones. Fue un impulso semejante el que le indujo, en su día, a realizar todas aquellas promesas. ¡Y cuántas veces, en ausencia de Ginotti, había tratado de hacerle frente! Pero cuando el misterioso ejecutor de los acontecimientos de su existencia se encontraba frente a él, la toma de conciencia de lo inútil que resultaría su rechazo le obligaba a someterse a los designios de un ser que, aunque le doliese reconocerlo, era indudablemente superior a él.
—Vamos —dijo Ginotti—; se hace tarde, y tengo prisa.
Sin ofrecer resistencia, aunque sin palabras, Wolfstein condujo a Ginotti a una de las estancias.
—Traiga vino, y encienda la chimenea —dijo a un criado, que siguió sus instrucciones con diligencia.
Wolfstein dio un sorbo de una copa llena a rebosar, con la esperanza de que el licor le infundiría valor. Pero, al mismo tiempo, sentía que aumentaban sus visionarios y espantosos terrores, a medida que se prolongaba la permanencia de Ginotti.
—¿No bebéis?
—No —respondió Ginotti, con tono sombrío.
Siguió una pausa, durante la cual los ojos de Ginotti, refulgentes con un brillo demoníaco, instalaban aún mayores miedos en el alma de Wolfstein. Frunció las cejas y se mordió los labios, en un vano intento de aparentar despreocupación.
—¡Wolfstein! —dijo, por fin, Ginotti, quebrando aquel espantoso silencio—; ¡Wolfstein!
Al escuchar a Ginotti, cualquier atisbo de color se evaporó del rostro de aquella pobre víctima. Cambió de postura y esperó, con ansiosa y terrible solicitud, a la declaración que se suponía habría de producirse.
—De nada te sirve a ti que sepas, ni a mí que te diga, nada que tenga que ver con mi apellido, con mi familia o con las circunstancias que han jalonado mi vida a lo largo de mi existencia.
—¿Ah, no? —preguntó Wolfstein, sin saber muy bien qué debía responder, aunque seguro, tras aquella pausa, de que algo vendría a continuación.
—¡No! Ni tú ni ningún otro ser viviente podría indagar en los misterios que me rodean. Ha de bastarte con que sepas que no sólo he sabido de cada uno de los acontecimientos de tu vida, sino que todo te ha sucedido bajo la influencia de mis propias maquinaciones.
Wolfstein se puso en pie. El espanto que le había hecho palidecer dejó paso a una expresión de violencia y sorpresa. A punto estaba de replicar, pero Ginotti, al verlo venir, prosiguió:
—Cada nueva idea que ha marcado, de forma tan excéntrica como decidida, tu existencia, el designio de tu futuro destino, nunca me ha sido desconocida ni ignorada. Cuando eras joven, me alegré al descubrir en ti los progresos de ese espíritu que, llegada la edad madura, te permitiría acceder a la recompensa que para ti, y sólo para ti, tengo reservada. Incluso cuando me encontraba lejos, muy lejos, cuando quizá hasta un rugiente océano nos separaba, he conocido todos y cada uno de tus pensamientos, Wolfstein. Mas mi conocimiento no proviene de conjeturas ni de corazonadas. Nunca tu mente habría alcanzado un tan elevado nivel de desarrollo o de excelencia, si yo no hubiera estado pendiente de cada uno de sus movimientos, y no hubiera educado tus sentimientos, en el tiempo de su expansión, en el desprecio hacia la vulgaridad satisfecha. Por eso, y por un hecho muchísimo más importante que los que han jalonado hasta ahora tu existencia, me he preocupado por ti. Dime, Wolfstein: ¿habrá sido en vano mi desvelo?
A medida que hablaba aquel misterioso intruso, todo impulso de resentimiento se borró del corazón de Wolfstein. Finalmente, su voz se acalló, con una cadencia limpia y melancólica. Hasta sus ojos, tan expresivos, se vieron despojados de todo atisbo de ferocidad o misterio, y se posaron sobre el rostro de Wolfstein con suave benevolencia.
—No, no; no han sido vanos tus desvelos, misterioso planificador de mi existencia. ¡Habla! Ardo de curiosidad, y tengo toda mi atención puesta en saber la razón de que te hayas fijado en mí.
Según hablaba, experimentaba un sentimiento de irresistible ansiedad por adivinar cuál sería el final de aquella aventura nocturna, por encima del horror que había padecido con anterioridad. Miró a Ginotti a la cara, con gesto inquisidor, mientras los rasgos de aquél brillaban con inusitada animación.
—Wolfstein —dijo Ginotti—, muchas veces has jurado que me procurarías un descanso en paz en mi tumba. Ahora, escúchame.