CAPÍTULO VII
¡Oh, sí! Noto el influjo de un invisible demonio
Que guía todos y cada uno de mis pasos.
Una mano de hierro congela mis vivaces sentidos,
Y una voz terrible aúlla a mis angustiados oídos:
«Desdichada, nunca más encontrarás reposo».
Olympia.
¡Cuán dulces y atractivos resultan para nosotros los recuerdos de aquellas escenas que hemos disfrutado con cariño en compañía de un ser amado! Y cómo, tras una ausencia, quizá de años, deambulamos por ellos en alas de la melancolía; años en los que puede haber cambiado el sentido de nuestra existencia, o en los que quizá haya cambiado el compañero, aquel querido amigo, gracias a cuyo recuerdo conservamos un paisaje en la memoria. Y las lágrimas acuden prontas a nuestros ojos al comprobar cualquier variación de aquel escenario que entra a uno por los mismos ojos que vuelven a contemplarlo desde que lo hizo, por vez primera, en compañía del ser amado.
Ya era una hora avanzada, otoñal, lúgubre. El aire soplaba huero, y todo el cielo estaba cubierto por un inamovible y melancólico vapor. Nada se oía, excepto los lastimeros gritos de los pájaros nocturnos que, al planear en la brisa del atardecer, quebraban el silencio e interrumpían las más enloquecidas ensoñaciones. No faltaba el silbido del viento, que susurraba con lánguida y mudable cadencia entre las ramas desnudas de los árboles.
¿A quién podría encomendarse la pobre viajera proscrita? Largo era el camino que había recorrido, y su dulce corazón estaba desgarrado por culpa de la malicia y de los vicios del mundo. ¿Qué pecho sería capaz de recoger el secreto de todos sus padecimientos? ¿Quién escucharía, compasivamente, el relato de su infortunio, y curaría las heridas que el humano egoísmo había originado, y volvería a enviarle, recuperada, al ancho y cruel mundo de los hombres? ¿Existiría alguien en quien aquel ser doliente pudiese encontrar refugio?
La noche era desapacible y triste. El frío de noviembre congelaba el aire. ¿Sería el trueno tan despiadado como la ingratitud y el egoísmo? ¡Oh, no!, pensó la errante: es duro, desde luego, pero no tanto. ¡Pobre Eloise de St. Irvyne! Innumerables son los que se encuentran en vuestra situación, pero muy pocos los que poseen un corazón tan elevado y sensible como para ser deformado por la demoníaca malicia de los hombres, esos mismos que se henchirían de diabólico placer ante la certeza de haber destrozado la más preciosa de las obras del Creador. Miró al cielo. La luna acababa de salir, aunque a veces quedaba oscurecida por el paso de una nube. El astro se elevaba tras los torreones del Château de St. Irvyne. La muchacha dirigió sus ojos, arrasados en lágrimas, hacia el castillo, y apenas sí pudo reconocer el, en otro tiempo, tan querido edificio. Dio gracias a Dios por permitirle contemplarlo de nuevo, y apresuró sus pasos, ya tambaleantes por el cansancio, movida por la ilusión del regreso.
St. Irvyne estaba igual que cuando ella lo había abandonado, cinco años atrás. La misma hiedra cubría la torre del oeste, y allí estaban los mismos jazmines, sin hojas ahora por la época del año, y que con tanta exuberancia florecían cuando ella se había ido. Algo le había ocurrido a la pobre Eloise, que había abandonado St. Irvyne en la flor de la edad, mimada por todo el mundo, y que ahora regresaba pálida, abatida y sin amigos. El jazmín trepaba por las torneadas columnas del pórtico. Mas nadie había advertido a Eloise, nadie, acerca de la posibilidad de naufragar en este mundo. Llamó a la puerta, ésta se abrió y, al instante, se encontró entre los brazos de su querida hermana. No es preciso que describamos el mutuo y delicioso placer de aquel reencuentro. Bástenos con saber que Eloise disfrutó, una vez más, de la compañía de su más querida amiga y que, gracias a la felicidad que emanaba de su trato, pronto olvidó los horrores que había conocido antes de su regreso a St. Irvyne.
No estaría de más que, por un instante, abandonásemos a Eloise en St. Irvyne y mencionásemos los acontecimientos que a lo largo de los cinco años anteriores habían marcado tan profundamente el destino de aquella inocente mujer que, un día, confió en las promesas de un hombre. Fue una bonita mañana de mayo, aunque el esplendor de la naturaleza no realzase la belleza de Eloise, cuando la muchacha supo que su madre no viviría ya mucho tiempo. Emprendieron viaje hacia Ginebra, lugar de reposo que los médicos le habían recomendado a la señora de St. Irvyne, con la tibia esperanza de que, en aquellos parajes, quizá, pudiese evitar un rápido deterioro de su salud. Habida cuenta del estado en que se encontraba su madre, hicieron el trayecto con lentitud. Al poco de entrar en la región de los Alpes, comenzaron a espesarse las sombras del atardecer, anuncio de que la noche pronto iba a caer sobre las viajeras. Confiaban en que, antes de que esto ocurriese, llegarían a alguna ciudad, pero fuese por un error de cálculo o por descuido del postillón, el caso es que no fue así. Una imponente luna, que brillaba sobre sus cabezas, plateaba las nubes aborregadas que cubrían el horizonte. Mecidos por el céfiro vespertino, sombríos filamentos de vapor oscurecían sus rayos, para disiparse a continuación en la azulada negrura del éter, hasta que sus fantásticas formas se desvanecían, igual que fantasmas nocturnos. Imaginemos que los invisibles espíritus de los buenos difuntos, entronizados en la vivificante brisa nocturna, contemplasen por un momento, desde arriba, a quienes amaron en la tierra e infundieran en el pecho de quienes aún pertenecen a este mundo, según los ruegos que hubieran escuchado con idolatrada atención, esa confianza tranquila en la benevolencia del Creador, tan necesaria antes de decidir cuál será nuestro próximo paso. Tal fue la sensación que tuvo la señora de St. Irvyne: trató de acallar todas las ideas que bullían en su cabeza, pero cuanto más luchaba por conseguirlo, con mayor viveza se presentaban ante su imaginación.
Habían alcanzado ya la cima de una montaña, cuando, de pronto, un estruendo les indicó que el carruaje se había averiado.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Eloise, sin que el postillón diera muestras de haberla escuchado—. ¿Qué podemos hacer? —repitió.
—Pues no lo sé —respondió el postillón—. Pero así no podemos continuar.
—¿No hay ninguna casa más cercana que…?
—Sí —le replicó—; hay una casa bastante próxima, aunque un poco apartada del camino; quizá la señorita no desee…
—¡Llévenos, llévenos hasta ella! —contestó Eloise.
Siguieron al postillón, y pronto llegaron a aquella casa. Era amplia y baja y, aunque se veía luz en algunas ventanas, todo el edificio mostraba un aspecto de cierta desolación.
En un enorme vestíbulo, había tres o cuatro hombres sentados, cuyos peculiares rostros anunciaban claramente que se dedicaban al pillaje. Uno de ellos, con aires de mando y que parecía ser el jefe, comentó algo con los otros, y con cortesía insólita y exquisita abordó a las viajeras. Fue tal la impresión que aquel hombre produjo en Eloise, que la muchacha apenas se atrevió a hablar. Tuvo la sensación de que lo había visto antes, de que el grave tono de su voz no le era desconocido, y el brillo de sus relampagueantes ojos, mezcla de severidad y sorpresa, no le resultaban ajenos. Aquel extraño que permanecía ante Eloise era de estatura gigantesca, aunque toda su figura guardaba la más exacta proporción. Su rostro, de extraordinaria belleza, aunque oscuro, mostraba una expresión de encanto más que humano. Su hermosura no era de esas que pueden admirarse a placer, sino de las que el alma reconoce profundamente gracias a misteriosas sensaciones jamás antes experimentadas. Con dulzura, preguntó si el viento nocturno había incomodado a las señoras, y les pidió que se sumaran a la cena que los otros tres hombres habían preparado. Como si para él fuera algo natural, reafirmó su gravedad con sus palabras y con su ingenio, brillante y chispeante, lo que, unido a su extraordinario talento para la conversación, hizo que hasta la señora de St. Irvyne se olvidase de que era una moribunda, y que su hija, con concentrada atención, escuchase cada una de las palabras de aquel extraño, sin acordarse de que estaba a punto de perder a su madre.
En compañía de aquellos hombres, el tiempo se les pasó en un suspiro. Pero, por fin, se produjo un silencio en medio de toda aquella charla.
—¿Podría cantarnos algo la señorita? —preguntó el hombre.
—Claro que sí, y con sumo gusto —contestó Eloise.
CANCIÓN
¡Cuán pronto, en el anchuroso cielo,
Decaen los vivos colores del hermoso día!
¡Cuán dulces los besos de los rayos de luna
Que argentan el claro del bosque en St. Irvyne!
En el cielo estrellado, la brisa crepuscular
Ni una nube ha arrastrado.
¡Oh, solemne paisaje! ¡Qué maravilla
El resplandor de la luna en los árboles!
Hasta el oscuro torreón, en el que mora
La lúgubre lechuza, se torna blanco,
Mientras en el silencio de la noche,
Resuena su melancólico canto.
Mas los rayos de luna no sólo brillan
En la torre de St. Irvyne.
Resplandece en el emparrado de hiedra,
Que danza en la espuma de la fuente.
“¿Por qué han de cubrir oscuras sombras
la hora que del hombre marca el final?[1]
¿Por qué a los humanos no les es dado
Desvelar las sombrías brumas del más allá?
El mundano interés desgarra siempre
El corazón que se abre a su estruendo.
Y así el desdichado se sume en la muerte,
Despreciado, olvidado, desamparado”.
El canto cesó. Las conmovedoras entonaciones de aquella dulce voz se apagaron en un silencioso vacío. Pero los allí presentes aún escuchaban, encantados, y prolongaban en sus mentes tan delicados compases. Incluso los groseros acompañantes de aquel extraño permanecían en silencio, mientras la encendida mirada del anfitrión seguía clavada, con fuerza, misteriosa, sobre el tímido rostro de Eloise, como si pretendiera decirle: «de nuevo, nos hemos encontrado». Mas en cuanto la joven se percató, se puso en pie, movida por un sentimiento de indescriptible y excesivo temor reverencial.
Por fin, y como ya se hacía tarde, todos se retiraron. También Eloise se fue en busca del lecho que le habían preparado. Pero turbada por emociones que, en vano, su cabeza se esforzaba por poner en orden, sentía cómo sus energías intelectuales se dispersaban. Cierto que gozaba de una fértil imaginación, pero hasta en brazos de aquella fantasiosa compañera, tuvo la sensación de que algo recortaba su capacidad de juicio, de raciocinio. La imagen de aquel fascinante y, al mismo tiempo, terrible extraño ocupaba su mente por completo. Se puso de rodillas para dar gracias al Creador por todas sus misericordias: incluso entonces, poco atenta a lo que hacía, su pensamiento recaló en aquel hombre. No es que sintiera ningún afecto o estima especial por él. Todo lo contrario: más bien parecía temerle. Pero cuando trató de hilar la sucesión de pensamientos que cruzaban por su cabeza, las lágrimas afluyeron a sus ojos, y contempló su cuarto con el pacato terror de una persona que, en mitad de la noche, conversa sobre algo tan interesante como terrorífico. La pobre Eloise no era dada a la filosofía, aunque la explicación de todas aquellas sensaciones habría sobrepasado con mucho al más sabio de los pensadores. Se sintió, pues, alarmada ante la violencia de los sentimientos que agitaban su pecho, e intentó conciliar el sueño. Pero, hasta en sus sueños, aparecía aquel extraño. Soñó que se lo encontraba en un campo lleno de flores, y que sus sentimientos, a pesar de ella misma, le arrastraban hacia él. Pero antes de que se acurrucase en sus brazos, un torrente de llamas chispeantes, acompañado por el terrible estruendo de un trueno, abría la tierra bajo sus pies. Y su fantasía quedaba despojada de todo vestigio de alegría: en lugar de un campo cubierto de flores, un accidentado y desolado brezal se extendía ante ella, cuya soledad sólo se veía interrumpida por unas rocas, chatas y áridas, que, en ocasiones, asomaban a la superficie. Con sueños de este estilo, que dejaban en su mente el regusto de siniestros presentimientos sobre su vida futura, Eloise se levantó, inquieta y agitada.
Pero ¿por qué el brillo de esas negras pupilas, clavadas sobre el rostro de Eloise, cuando se interesa con cariño por la salud de su madre? ¿Por qué una recóndita expresión de alegría desbordante ilumina esa demoníaca mirada, cuando la señora de St. Irvyne responde a su hija: «Hoy me siento bastante decaída, hija mía. ¡Ojalá estuviéramos ya en Ginebra!»? ¡Es un fulgor infernal, destructivo! Echemos otro vistazo, porque cuando alguien percibe una mirada tan diabólica, puede estar seguro de que se encuentra en presencia de un malvado. Y lo mismo debió de pensar el invisible ministro de la misericordia divina que rondaba a la intachable Eloise. Pero, silencio, ¿qué ha sido ese grito que ha escuchado aquel oído entusiasmado? Un alarido de la mejor conciencia de la hermosa Eloise, que ha gritado al ver al enemigo tan cerca de la inocente muchacha, para partir, acto seguido, velozmente hacia Ginebra. «Allí, Eloise, nos veremos otra vez», parecía susurrar, mientras un bajo y huero tono, enronquecido por los malsanos vapores de la tumba, parece gemir quedamente en el oído de su extasiada imaginación: «Pase lo que pase, volveremos a encontrarnos».
Su cortés anfitrión acompañó a la señora de St. Irvyne y a Eloise hasta el carruaje, que ya estaba reparado y dispuesto para el viaje. Y el extraño hizo una respetuosa reverencia mientras ambas se alejaban. Pero la expresión de su mirada, a medida que las contemplaba por última vez, era todavía más intensa y, aunque no parecía tener ningún efecto sobre la madre, no hay palabras para describir las sensaciones místicas que despertaba en el pecho de Eloise. Las pálidas mejillas de la señora de St. Irvyne, cuyo único color era un súbito y repentino rubor, indicaban a las claras los progresos de la enfermedad que la consumía y que pronto la conduciría a las puertas de la muerte. Y habló con tranquilidad sobre su ya próximo fin, mientras se lamentaba de no haber dado con un protector que velase por sus hijas huérfanas. La hija mayor, Marianne, por expreso deseo de su madre, se había quedado en el castillo, a pesar de su ferviente intención de acompañarla; pero no dijo nada, tras observar la decidida oposición de la señora de St. Irvyne. Empero, la enfermedad que padecía se manifestaba en aquellos momentos tan claramente, que a la paciente ya no le quedaron dudas de que, muy pronto, se dirigiría a un mundo mejor.
—Hija mía —dijo—, hay un banquero en Ginebra, un hombre respetable, a cuya custodia os he encarecido. Nada me inquieta, desde ese punto de vista. Pero, Eloise, hija mía, todavía eres joven y no conoces el mundo. Retén, no obstante, estas palabras que salen de la boca de tu madre moribunda, y recuérdalas, como te acordarás de ella: cuando te encuentres con un hombre cubierto de engaños y misterio; cuando le veas, reservado, oscuro, sospechoso, ten cuidado y apártate de él. Aunque ese hombre busque tu amistad o tu afecto, que lo hará por todos los medios, para contraer algún tipo de obligación sobre ti, o tuya con respecto a él, recházalo como si de una serpiente se tratase, porque será alguien que quiera llevar tu inocencia sin tacha por la senda de la destrucción.
A medida que hablaba, la afectada solemnidad de aquella voz caló hondamente en Eloise, quien se echó a llorar.
—Siempre te recordaré, madre —fue su entrecortada respuesta, pues los sollozos le brotaban del corazón, aunque las imágenes que cruzaban por su cabeza resultaban difícilmente definibles.
Hasta en aquellos instantes, tan profundamente apenada por la cercana muerte de su madre, aquel misterioso extraño dominaba sus pensamientos, si bien su recuerdo sugería dolorosas y desagradables imágenes. Trató de apartarlas de su mente, pero cuanto más lo intentaba, aun con esfuerzos casi mecánicos, el recuerdo de aquel hombre no dejaba de asediar su mente confusa.
Eloise de St. Irvyne era una joven de temperamento y cualidades excepcionales. Poseía, además, una sensibilidad poco corriente. Pero su mente había sido moldeada según un grado inferior de perfección. En gran medida, estaba dominada por los prejuicios, y procuraba acomodarse, sin preocuparse de las consecuencias, a lo que mejor le parecía en cada instante. Es cierto que todo lo que hacía lo llevaba a cabo con la mayor perfección, a pesar de que la educación conventual que había recibido, y que le permitía disfrutar de ventajas ampliamente reconocidas en sociedad, no permitía que su mente se recrease en el alto grado de afabilidad y excelencia que conseguía, lo cual, de haber sido de otra manera, habría hecho de Eloise un ser próximo a la perfección. Pero la rutina de la educación religiosa había conferido un falso y pernicioso sesgo a todas aquellas ideas que, impetuosas como la propia juventud, se desarrollaban en su interior. Lo mismo ocurría con sus sentimientos que, si se hubieran visto libres para seguir la deriva de la naturaleza, habrían sido firmes baluartes de la virtud y dignos refuerzos de aquella cabeza a la que, sin embargo, habían vuelto comparativamente atolondrada. Así era Eloise y, como tal, necesitaba de singulares cuidados para evitar las impresiones que suelen asediar a toda mente sensible, con el fin de afinar y mejorar esa capacidad de juicio que, por culpa de un erróneo sistema educativo, se había relajado. Su madre estaba a punto de morir. ¿Quién miraría en adelante por Eloise?
Llegaron a Ginebra cuando tocaba a su fin un día espléndido, aunque bochornoso. La enfermedad de la señora de St. Irvyne se había agravado tanto que el desenlace parecía inminente. Guardaba cama. Sus mejillas mostraban una palidez mortal, aunque tomaban algo de color cuando hablaba, de forma repentina. A medida que conversaba con su hija, un brillo casi etéreo asomaba a sus ojos apagados. A la hora del atardecer, los amarillos rayos del sol, que seguían las huellas del resplandor del astro que se hundía en los límites del horizonte, traspasaban los cortinajes del lecho y sus destellos ofrecían un fuerte contraste con el aspecto mortecino de aquel rostro. La pobre Eloise estaba sentada y observaba, con los ojos empañados de lágrimas, las variaciones que se producían en la expresión de su madre. Silenciosa, en un éxtasis doloroso, la miraba fijamente, y sintió cómo en su interior se desvanecía toda humana esperanza, cuando su trastornado cerebro alcanzó la certeza del proceso de disolución que tenía ante sus ojos. Al cabo de un rato, agotada, la señora de St. Irvyne se quedó adormecida. Para no molestarla, y aunque paralizada por la pena, Eloise se sentó detrás de las cortinas. Ya se había ido el día, y las sombras del crepúsculo derramaban una tenue luz en aquella estancia mortuoria. Todo permanecía en silencio, quebrado a veces tan sólo por la respiración de su madre que dormía. Pero hasta en esta espantosa y terrible crisis de su existencia, la cabeza de Eloise se vio obligada a dispensar su energía intelectual en una única cuestión. En vano intentó rezar, y en vano trató de apartar aquellos horribles pensamientos, mediante la contemplación de los pálidos rasgos de su madre moribunda. Mas no era capaz de frenar sus propias ideas, y temblaba al meditar sobre la espantosa y misteriosa influencia que la imagen de aquel hombre, al que sólo había visto una vez en su vida y al que no amaba, de quien no se preocupaba, había tomado sobre ella. Con el terror indefinible que uno experimenta cuando teme contemplar un fantasma, Eloise paseó sus ojos con miedo por la lúgubre habitación. En ocasiones, retrocedía ante la forma ideal que su imaginación desbocada había conjurado, y hasta llegaba a imaginarse que la mirada de aquel extraño, tal y como la había contemplado por última vez, se cruzaba con la suya, y mostraba un horrible resplandor, reflejo de misteriosos intereses y ardides. Pero nada le inclinaba hacia él; más bien, le detestaba y, con gusto, no le hubiese mirado nunca más. Mas si alguien le recordaba las circunstancias en que había hecho acto de presencia, la joven palidecía y se sonrojaba, sin solución de continuidad, de forma que Jeannette, su sirvienta, estaba completamente persuadida, y se enorgullecía de su perspicacia, de que su señora estaba perdidamente enamorada de aquel hospitalario cazador alpino.
La señora de St. Irvyne se despertó, e hizo señas a su hija para que se acercase. Eloise obedeció y, arrodillada, besó la mano helada de su madre, y la regó con sus lágrimas en un arrebato de dolor.
—Eloise —dijo su madre, con voz temblorosa, a causa de su extrema debilidad—, Eloise, hija mía, adiós, adiós para siempre. Siento que voy a morir, pero antes, quiero decir de buena gana algunas cosas a mi queridísima hija. Te quedas sola en este mundo despiadado y cruel. Y quizá, quizá llegues a ser una víctima de su perfidia.
Llegada a este punto y dominada por un fortísimo dolor, se dejó caer hacia atrás. Un pasajero fulgor de vida iluminó su expresivo rostro. Sonrió, y expiró. Todo era silencio. En aquella cámara mortuoria no reinaban más que el silencio y el horror. Los rayos de la luna, con su brillo sepulcral, se reflejaban en el rostro de la mujer que acababa de morir e iluminaban sus facciones, dulces hasta en la muerte, en fatal y hórrido contraste con la penumbra reinante, tan fuerte era la diferencia entre la paz de que disfrutaba ya el espíritu de la que acababa de partir y las miserias que aguardaban a la infortunada Eloise. ¡Pobre Eloise! ¡Acaba de perder a su casi única amiga!
Silenciosa, con su terrible pena, se arrodilló la joven en señal de duelo. No hablaba ni lloraba. Su dolor era demasiado fuerte como para manifestarse con lágrimas, aunque sentía el corazón desgarrado por punzadas de insondable profundidad. Pero hasta en el desconcierto en que tan triste acontecimiento le había sumido, el pensamiento del extraño de los Alpes llevó el ánimo de Eloise hasta el más alto grado del horror, la más furiosa de las desesperaciones. Y trató de dominar las ideas que cruzaban por su mente en aquellos tan terribles y dolorosos momentos. Todos sus intentos resultaron vanos. Continuaba arrodillada, y apretaba contra sus labios ardientes la mano sin vida de aquella excelencia desaparecida, cuando las primeras luces de la mañana le anunciaron que, de seguir allí mucho más tiempo, todos pensarían que había sufrido algún tipo de desarreglo nervioso. Se puso en pie, pues, y tras salir de la habitación, anunció el fatal suceso que había acontecido. Dio instrucciones para las honras fúnebres, que serían tan solemnes como la decencia lo aconsejase, habida cuenta del deseo de abandonar rápidamente Ginebra que tenía la pobre y solitaria Eloise. Escribió una carta para anunciar el fatal acontecimiento a su hermana. El tiempo pasaba con lentitud. Eloise siguió el cadáver de su madre hasta su último reposo, y fue al volver del convento, cuando un extraño puso una nota en sus manos, para desaparecer con celeridad.
—¿Acudirá a reunirse Eloise de St. Irvyne con su amigo en la abadía mañana a las diez de la noche?