CAPÍTULO IV
La naturaleza retrocede, horrorizada,
Ante los terribles ojos de la venganza,
Incluso en las más recónditas cuevas,
Y sus maravillas se esconden, acalladas.
Olympia.
Cuando Wolfstein regresó a su morada, se encontró con una Megalena expectante y preocupada, porque temía que le hubiera ocurrido alguna desgracia. Wolfstein le relató los acontecimientos de esa noche que, a ojos de ella, también resultaron misteriosos e inexplicables, por lo que poco consuelo pudo ofrecerle al pobre.
Los sucesos de aquella noche llegaron a ser tan opresivos para él que ni todas las diversiones que ofrecía Génova fueron suficientes para aliviarle. Esperó, impacientemente, la visita de Ginotti. Pero las horas se le hacían eternas durante aquellos días, y cada nueva jornada representaba una nueva decepción para sus expectativas.
Al mismo tiempo, la hermosa y adorada Megalena no era la de antes, la joven inocente que en todo se apoyaba en él, en quien confiaba para su defensa y protección. Ya no contemplaba como a un ser superior, con tiernos y amorosos ojos, al altivo Wolfstein, cuya mirada o la más mínima palabra bastaban, otrora, para que ella adoptase su punto de vista. No; el disfrute de torpes placeres había cambiado a la que fuera dulce e inocente Megalena. Era alguien muy diferente de aquella muchacha que se había arrojado en sus brazos cuando huyeron de la caverna y, no sin sonrojarse, recordó con una sonrisa la primera declaración de amor de Wolfstein.
Ahora, inmersa como estaba en sucesivos disfrutes, Megalena ya no era la gentil muchacha dotada de sensibilidad, cuyo espíritu se habría conmovido ante la muerte de un gusano a sus pies, cuyo corazón se le habría encogido al saber del infortunio de algún semejante. Se había convertido en una preciosa de moda, tras dejar de lado, en su nuevo papel, las cualidades fascinantes de aquella otra y antigua joven. Pero aún se sentía ligada a Wolfstein, ardiente, exclusiva e irresistiblemente. Llevaba su imagen impresa en su alma, que ni desgracias ni tiempo borrarían. En apariencia al menos, entre ellos, no había ninguna frialdad. Pero aun sin sentirlo ni percatarse, la indiferencia se había asentado en su convivencia. Entre las mansiones de muchas familias genovesas que habían llegado a ser familiares para Wolfstein y Megalena, ninguna lo era tanto como la del Conde della Anzasca. Aquel grupo familiar lo formaban el propio conde, la condesa y una hija, de exquisita hermosura, llamada Olympia.
Aquella joven, dotada de todas las gracias, de ingenio brillante y chispeante, contaba dieciocho años, y sus atractivos escapan a la mejor pluma. Habituada a vivir en el desenfreno, sus pasiones, violentas y excesivas de natural, se habían tornado irresistibles, de forma que, cuando tomaba una decisión, había que hacer lo que ella pensaba, aunque le fuera la vida en ello. Así era aquella maravillosa Olympia, el ser en el que hizo su aparición una violenta e irrefrenable pasión por Wolfstein. La complexión de aquel joven, majestuosa a la par que fornida; sus expresivos y agradables rasgos, aureolados por una cierta debilidad; su mirada baja, como si la desgracia hubiera inclinado hacia la tierra un espíritu cuya energía original e ilimitada aspiraba al cielo; todo, todo en él, sugería a la joven que, sin él, ella moriría o se vería obligada a arrastrar una vida de interminable e inconsolable infortunio. Con la ayuda de su infatigable imaginación, su pasión pronto llegó a ser desenfrenada. En lugar de lanzarse a la conquista de un sentimiento diferente de aquel que le estaba prohibido por el honor, la generosidad o la virtud, se vanagloriaba para sus adentros de haber dado con alguien en quien podría concentrar, con justicia, su ardiente cariño; aunque aquel objeto nunca se hubiera hecho presente a su espíritu, sus deseos hacia él, bien que imperceptibles, hacía mucho, mucho tiempo, que habían echado raíces. Hay que tener en cuenta que sobre su juvenil manera de pensar influía un pernicioso sistema educativo, con la consiguiente proliferación de ideas erróneas. El desenfreno, por otra parte, alimenta pasiones que conviene mantener dentro de ciertos límites, porque si bien pueden revelarse como coadyuvadoras de la virtud, también pueden convertirse en instigadoras de ilícitos y perversos amores. Sin embargo, cuanto mayores eran los obstáculos que se oponían a la consecución de sus fines, con más intensidad ardía la pasión de la rendida Olympia. Feroces convulsiones se producían en su cabeza a causa de aquella ansiada felicidad; además, las expectativas de una voluptuosidad satisfecha henchían su pecho hasta rebosar, aunque decidida a tomar las riendas de las fogosas emociones de su alma, optó por mostrarse lo suficientemente fría como para conseguir con seguridad sus propósitos.
Había sido una noche, durante una fiesta en la residencia de Wolfstein, cuando esta idea tomó cuerpo en la mente de Olympia, quien trató de acallar que, en realidad, estaba enamorada de él. De poco valieron las advertencias, claras, aunque no audibles, con que se manifestó la voz de su conciencia, que apelaba a su generosidad y que le advertía de lo doblemente perverso que sería que intentase separar a su amiga Megalena de su amante. De nada sirvió la modestia propia de su sexo, que pintaba con colores monstruosos, pero reales, lo que estaba a punto de hacer. Olympia había tomado una determinación.
Aquella misma noche, en la soledad de su cuarto, en el palacio de su padre, repasó mentalmente los diversos acontecimientos que le habían conducido hasta aquella pasión incontrolable, que había llenado su cabeza por completo y que le hacía sentirse como muerta respecto a cualquier otro de sus semejantes. Las feroces embestidas de un deseo enloquecedor ardían en su pecho. Se obligó, pues, a sofocar tales pensamientos. Pero cuanto más se esforzaba por apartarlos de su mente, con más viveza se hacían presentes a su calenturienta y entusiasta imaginación.
—¿No me corresponderá? —se preguntaba—. ¿Por qué? Pues la daga de un asesino a sueldo traspasará su corazón, y ésa será su recompensa por haber despreciado a Olympia della Anzasca. ¡Mas no! ¡Eso sería imposible! Me arrastraré a sus pies, y le confesaré la pasión que me consume. ¡Le juraré que siempre, siempre seré suya! ¿Aun entonces, será capaz de apartarme de él? ¿Desdeñará a una mujer cuyo único pecado consiste en amarle, o mejor dicho, idolatrarle, adorarle?
Guardó silencio. Las tumultuosas pasiones que agitaban su espíritu eran demasiado intensas como para expresarlas con palabras, pero imposibles, al mismo tiempo, de ocultar o de frenar. Ya era tarde. La luna derramaba sus rayos brillantes, aunque tamizados, sobre los soportales genoveses, cuando Olympia, abatida por tantas emociones, abandonó el palacio de su padre y corrió, con paso rápido y desigual, hasta la mansión de Wolfstein. Las calles estaban vacías, pero los noctámbulos que aún se encontraban en ellas, sin mostrar sorpresa, vieron pasar con rapidez la silueta de Olimpia, ligera y proporcionada como la de una sílfide.
Tardó poco en llegar a la residencia de Wolfstein. Al criado que le abrió, le dijo que una persona quería hablar con el señor acerca de algo urgente y secreto. Fue conducida hasta una estancia, donde esperó la llegada de Wolfstein. Cuando éste entró, una confusa expresión de arrobo se reflejó en su rostro, rápidamente sustituida por un gesto de sorpresa. Al ver a Olympia, se acercó a ella, y dijo:
—¿A qué debo, Lady Olympia, el inesperado placer de vuestra visita? ¿Qué misterioso asunto es el que nos traemos entre manos? —continuó, medio en broma—. Pero venid; acabamos de sentarnos a cenar. Megalena está ahí dentro.
¡Si lo que queréis es verme morir entre horribles padecimientos a vuestros pies, inhumano Wolfstein, llamad a Megalena, y vuestros deseos se verán cumplidos!
—Mi queridísima Lady Olympia, calmaos, os lo suplico —dijo Wolfstein—. ¿Qué os ocurre?
—¡Perdón! ¡Excusadme! —exclamó la muchacha, con repentina fiereza—. ¡Disculpad a una mujer perdida, que no sabe lo que se hace! ¡No puedo menos que deciros, no soy capaz de resistirme a declararos que os amo, que os adoro hasta la locura! ¿Vos me correspondéis? ¡Oh, desesperación! ¡Megalena, vuestra adorada Megalena os reclama como algo suyo, mientras la infortunada Olympia tiene que conformarse con gemir sobre las marchitadas perspectivas que han de abrirse ante sus ojos!
—Por el amor de Dios, mi querida señora, tranquilizaos; recordad quién sois, vuestra noble cuna y los refinados modales que os corresponden. Todo esto no está a la altura de Olympia.
—¡Oh! —exclamó, tras arrojarse desesperadamente a sus pies y romper a llorar—. ¿Qué me importan nacimiento, fama, fortuna y todas las bondades que, por azar, he recibido? Os juro, Wolfstein, que renunciaría a todo eso, incluso a la esperanza de mi salvación futura, incluso a la misericordia de mi Creador, si me lo pidierais. ¡Oh, Wolfstein, amable y bondadoso Wolfstein, contemplad con indulgencia a una mujer, cuyo único delito consiste en no poder hacer nada para dejar de adoraros eternamente!
Trató de recobrar el aliento; el pulso le latía con fuerza; tenía los ojos inundados de lágrimas. Rendida por las pasiones enfrentadas que soportaba su alma, Olympia se desplomó, desmayada, en el suelo. Wolfstein la levantó y, con dulzura, trató de que la pobre muchacha recobrase el sentido. Tras volver en sí y darse cuenta de su situación, Olympia se desprendió, horrorizada sólo en apariencia, de los brazos de Wolfstein. Al instante, su poderosa mente recuperó sus capacidades, y exclamó:
—¿Así que el bajo y desagradecido Wolfstein rehúsa unir su suerte a la mía? Mi amor es ardiente, un frenesí; pero la venganza que seguirá a quien lo desprecia será mucho más cruel. Reflexionad, pues, en consecuencia, sobre el hecho de que sois vos quien desdeñáis a Olympia della Anzasca.
—Nada tengo que pensar en las presentes circunstancias, señora —replicó Wolfstein, con frialdad y firmeza—. ¿Qué hombre de honor precisa pararse a pensar para descubrir lo que la naturaleza ha grabado de forma indeleble en su corazón, a saber, el sentido de lo que está bien y de lo que no lo está? Estoy unido a una mujer a la que amo, y que confía en mí. Si me uniera a otra, ¿cómo sería yo merecedor de tal confianza? Ni siquiera la maravillosa, la exquisita, la inigualable hermosura de la preciosa Olympia della Anzasca serviría de justificación para romper el juramento pronunciado ante otra persona.
Calló. Olympia no decía nada, pero se notaba que estaba a la espera de una terrible decisión sobre su destino.
—Olympia —continuó Wolfstein—, ¡perdonadme! Si, irremisiblemente, no estuviera atado a Megalena, sería vuestro. Os estimo y os admiro, pero mi amor pertenece a otra mujer.
La pasión, que había atemperado un momento antes la expresión de los sentimientos de Olympia, dejó paso al torrente de sus emociones.
—De modo que —le contestó, mientras su voz se modulaba desde la solemnidad del despecho hasta la firmeza—, sostenéis que pertenecéis a otra de forma irrevocable.
—Me veo obligado a ser muy claro; debo deciros que sí, que soy de otra para siempre —replicó Wolfstein, con unción.
Antes de desvanecerse de nuevo por causa de los dolorosos sentimientos que traspasaban su cuerpo, Olympia se dejó caer a los pies de Wolfstein. Una vez más, él la levantó, con gesto solícito, y contempló su mudable semblante. En el preciso momento en que la joven volvía en sí, tras el desmayo que había sufrido, la puerta se abrió con estrépito, y en ella apareció, ante la doliente Olympia, la detestada figura de Megalena. Se produjo un silencio, similar a la solemne pausa que, en mitad de una tempestad, revela la duda de los elementos antes de reunir una mayor fuerza para la explosión que seguirá, mientras Megalena contemplaba a Olympia y a Wolfstein. No dijo ni una palabra; reinaba un silencio más terrible que el estallido que, previsiblemente, había de producirse. Empujada por la aparición de Megalena, y clamando venganza débilmente, Olympia corrió hacia la calle y se dirigió rápidamente hacia el Palazzo di Anzasca.
—Wolfstein —preguntó Megalena, con la voz quebrada por la emoción—, Wolfstein, ¿cómo he llegado a ser merecedora de algo así? ¿Qué he hecho para sufrir un abandono premeditado y tan sin razón? ¡Pero, no! —añadió, con firmeza—, ¡no; seré yo quien te abandone! Te enseñaré que puedo soportar los tormentos de un amor desgraciado mucho mejor que todos tus intentos por huir de la atenta mirada de alguien que te ha adorado.
En vano Wolfstein recurrió a todos sus recursos para tranquilizar la agitación de Megalena. El cuerpo de la mujer temblaba violentamente, pero su alma, superior como era a la forma en la que se hallaba encadenada, orgullosa y altiva, conservó la fuerza de su determinación en mitad del espantoso caos que la agitaba.
—Y ahora —le dijo a Wolfstein—, te abandono.
—¡Dios mío! ¡Mi querida y adorada Megalena! —exclamó Wolfstein, apasionadamente—; ¡te amo, te amo más que nunca! Escúchame al menos.
—¿Qué bondades se derivarían de eso? —protestó, lúgubremente, Megalena.
Wolfstein corrió hacia ella, se arrojó a sus pies y dijo:
—Si alguna vez, ni siquiera un instante, mi alma se hubiera apartado de vos, si alguna vez me hubiera desviado del amor que os juré, ¡que la mano diestra de Dios me hunda ahora mismo más abajo que el más profundo abismo infernal! ¡Oh, Megalena! ¿Deberé inmolarme como víctima de unos celos infundados en el altar de vuestras perfecciones? ¿Habré alcanzado la cima de la felicidad tan sólo para sufrir más en la caída de la que seréis responsable? ¡Oh, Megalena! Si queda una única chispa de vuestro antiguo amor por mí en vuestro corazón, creed a quien jura que os pertenece por entero hasta que las partículas que componen este alma, a vos rendida, se disuelvan en la nada.
Hizo una pausa.
Megalena escuchó aquellas frenéticas frases en un hosco silencio, y dirigió sobre él una dura y grave mirada. Él permanecía a sus pies y, con la cara vuelta hacia el suelo, gimió sonoramente.
—¿Qué clase de prueba —inquirió Megalena, no sin impaciencia—, qué prueba podría aportarme Wolfstein, el burlador, para demostrarme que su amor aún me pertenece?
—Buscadla en mi corazón —replicó Wolfstein—, en ese corazón aún sangrante por los jirones que vos, cruel mujer, le habéis causado. Repasad cada uno de mis actos y, así, podrá Megalena convencerse de que Wolfstein es suyo para siempre, en cuerpo y alma, ¡por toda la eternidad!
—No os creo —respondió Megalena—, por la sencilla razón de que la altiva Olympia della Anzasca jamás buscaría los brazos de un hombre que no estuviera dedicado a ella por entero.
Megalena resplandecía en sus encantos; su dominio sobre Wolfstein era total, sobrecogedor.
—No os creo —continuó, mientras una maliciosa sonrisa se dibujaba en sus mejillas—; exijo una prueba que me convenza totalmente de que aún me amáis. Dadme esa prueba, y Megalena será otra vez vuestra.
—¡Oh! —dijo Wolfstein, con tristeza—, ¿qué mayor prueba puedo presentaros que mi juramento de que nunca, ni en alma ni en cuerpo, he faltado a la lealtad que, en otro tiempo, os prometí?
—¡La muerte de Olympia! —replicó, sombríamente, Megalena.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Wolfstein, al tiempo que se ponía en pie.
—Digo —continuó Megalena, con serenidad, como si lo que iba a decir fuera el resultado de una profunda meditación—, sostengo que, si alguna vez habéis soñado con recuperar mi afecto, ¡Olympia deberá morir antes de mañana por la mañana!
—¿Asesinar a la inocente Olympia?
—¡Así es!
Se hizo un silencio, mientras Wolfstein, en su cabeza, desgarrada por miles de sentimientos encontrados, no sabía qué decisión tomar. Miró a Megalena; la gracia de su figura se le mostró mil veces más preciosa ante su imaginación desbocada. Una vez más, optó por que el afecto que emanaba de aquellos ojos fuera para él, en lugar de que siguieran contemplando fijamente el suelo.
—¿No hay nada más que pueda convencer a Megalena de que Wolfstein es eternamente suyo?
—Nada.
—Lo haré, pues —exclamó Wolfstein—, lo haré. —Y añadió en un susurro—; Por hacerlo, y con tal premeditación, sufriré torturas que ni imaginar puedo. Me retorceré de dolor, en una agonía inmaterial, por los siglos de los siglos. ¡No puedo! Pero, no —añadió—: Megalena, soy vuestro otra vez. Inmolaré a la víctima que me exigís como sacrificio por nuestro amor. ¡Dadme un puñal, que pueda hacer desaparecer de la faz de la tierra, una daga que os resulte odiosa! Adorada criatura, entregadme el arma, y os la devolveré empapada en la detestada sangre de Olympia, porque antes se la habré clavado en el corazón.
—Entonces, sois de nuevo mío. ¡Volvéis a ser el idolatrado Wolfstein a quien yo amaba! —dijo Megalena, mientras se fundía con él en un abrazo.
Al sentir cómo la ternura se apoderaba de ella, Wolfstein trató de convencerle de evitar la terrible prueba que exigía el ardor de su entrega. Pero cuando así habló, ella se liberó de sus brazos, y le dijo:
—¡Ah, vil burlador! ¿Acaso vaciláis?
—¡Oh, no! ¡Ni sombra de duda, queridísima Megalena! Dadme la daga, y lo haré.
—Si así es, seguidme —le respondió Megalena.
Y se fue, tras ella, hasta el comedor.
—Inútil es ir allí ahora mismo para llevarlo a cabo. Los habitantes del Palazzo della Anzasca no se retirarán a descansar hasta eso de las dos de la mañana. Mientras llega ese momento, hablemos sobre lo que estamos a punto de hacer.
Tan seductoras resultaron las zalamerías de Megalena, así como la cuidadosa selección que hizo de los temas de conversación, que conquistaron a Wolfstein, y de tal manera que, cuando la hora prevista se aproximaba, su alma criminal anhelaba ya la sangre de la inocente Olympia.
—Bueno —exclamó, tras beber una copa de vino llena a rebosar—, ya es la hora. Permitidme que me ausente, para separar el alma del odiado cuerpo de Olympia.
Su furia se tornó delirante cuando, enmascarado y provisto del puñal que Megalena le había proporcionado, que ocultaba bajo sus ropas, corrió rápidamente por las calles en dirección al Palazzo della Anzasca. Tan impaciente estaba por derramar la vital sangre de Olympia que, más que correr, voló por las silenciosas calles de Génova. Los soportales del señorial Palazzo della Anzasca retumbaron bajo sus pisadas. Se detuvo a la entrada: estaba abierto. Entró sin que nadie lo viera y, según las instrucciones de Megalena, se ocultó tras una columna a esperar. Al poco tiempo, observó cómo avanzaba por el salón la silueta de sílfide de la encantadora Olympia. Fue tras ella con paso silencioso, sin experimentar ni el más mínimo remordimiento por el crimen que estaba a punto de cometer. La siguió hasta su habitación, y se ocultó, con sanguinaria e implacable paciencia, hasta que Olympia se durmió. Cuando la respiración pesada de la muchacha le reveló que su sueño era profundo, salió del lugar donde se escondía y se acercó al lecho en el que yacía Olympia. Sus etéreos cabellos, liberados del lazo que los había trenzado, enmarcaban un rostro de belleza casi sobrehumana y cuya expresión, incluso en sueños, parecía marcada por el rechazo de Wolfstein; entrecortados suspiros agitaban su hermoso pecho, mientras que unas cuantas lágrimas, desde los párpados, rodaban profusamente por sus sonrosadas mejillas. Wolfstein la contempló en silencio.
—¡Cruel, inhumana Megalena! —pensó para sus adentros—, ¿nada podía apaciguaros sino el sacrificio de tanta inocencia?
Pero, una vez más, sofocó el aguijón de la voz de su conciencia; de nuevo, su insaciable y amoroso ardor por Megalena le arrastró hasta el punto álgido de su arrebato. Alzó el puñal y, tras retirar la cobertura que velaba aquel pecho de alabastro, se detuvo un instante hasta decidir en qué parte el golpe resultaría más mortífero. Una triste sonrisa iluminó de nuevo aquel hermoso rostro, que dulcificaba sus rasgos. Sonreía como si desafiase a los dardos del destino, pero su alma pertenecía ya, sin embargo, al malvado que buscaba su vida. Enloquecido por la visión de tan maravillosa inocencia, el desesperado Wolfstein, olvidando el peligro que corría, arrojó la daga lejos de sí. El ruido despertó a Olympia, quien se incorporó asustada. Al instante, su sorpresa se convirtió en éxtasis al ver ante sí al idolatrado dueño de su alma.
—Soñaba con vos —dijo Olympia, sin saber todavía muy bien si aquella visión no era un sueño, al dictado del impulso de sus primeras emociones anímicas—. He soñado que estabais a punto de asesinarme. Pero no es así, ¿verdad Wolfstein? ¿No seríais capaz de matar a quien os adora?
—¡Asesinaros, Olympia! ¡Oh, no, Dios mío! ¡Al cielo pongo por testigo de que ahora no sería capaz de hacerlo!
—Ni ahora ni nunca, espero, mi querido Wolfstein. Pero desechemos tales pensamientos; recordad tan sólo que Olympia vive para vos, y que en el momento en el que le retiréis vuestro afecto es como si firmaseis su fatal condena a muerte.
Tales aseveraciones, junto con los solemnísimos y letales votos que había formulado ante Megalena, retumbaron en la mente del asesino de Olympia. En aquel momento no podía hacerlo, y su alma fue escenario de la más terrible de las agonías.
—¿Seréis mío? —preguntó una Olimpia, transportada por el rayo de esperanza que guiaba su espíritu.
—¡Nunca! ¡Nunca lo seré! —gimió Wolfstein, con agitación—; ¡pertenezco irrevocable e indisolublemente a otra!
Enloquecida por aquel golpe mortal que acababa con todas sus esperanzas de ser feliz, las que con tanta ilusión había alumbrado, la engañada Olympia saltó fuera del lecho con furia. Tan sólo un ligero y vaporoso camisón cubría su cuerpo, sus pechos de alabastro quedaban ocultos por los rizos en desorden de sus cabellos. Se arrojó a los pies de Wolfstein. De repente, como si algo la angustiase, se incorporó rápidamente. Guardó silencio durante un momento.
La luz de una lámpara, desde una de las hornacinas de la estancia, se reflejó sobre la daga de Wolfstein. Con ansia, Olympia se abalanzó hacia ella y, antes de que Wolfstein se diera cuenta de su aterradora intención, se la clavó en el pecho. Cayó en medio de un mar de sangre; ni un solo quejido, ni un suspiro salió de sus labios. Una sonrisa, que el aguijón de la muerte no conseguía disipar, iluminaba su rostro. Y realzaba todos sus rasgos con celestial horror, en una terrible mueca.
—Aunque sin fortuna, me he esforzado por dominar los ardientes sentimientos de mi espíritu; ahora, los he derrotado.
Tales fueron sus últimas palabras. Las pronunció con tono firme y, tras caer de espaldas, expiró entre sufrimientos de los que su rostro revelaba que estaba orgullosa.
Se hizo el silencio en aquella estancia mortuoria, y una espantosa quietud la invadió por entero. Los agónicos dilemas de Wolfstein pertenecían ya al pasado. Permaneció inmóvil, sin hablar. La mortecina luz de la lámpara iluminaba el rostro de Olympia, del que para siempre había huido el hálito vital. De repente, y muy a su pesar, se desvaneció todo el amor que Wolfstein sentía por Megalena. Y sólo era capaz de pensar en ella como en una desalmada, causa de la destrucción de Olympia, quien le había obligado a cometer una acción ante cuyo resultado su naturaleza reculaba. Un violento paroxismo de terrible inquietud se apoderó de él. Se arrodilló al lado del cadáver de Olympia, lo besó, lo bañó con sus lágrimas e imprecó un millar de maldiciones sobre sí mismo. El rostro de la joven, aunque deformado por el sufrimiento de tan violenta disolución, conservaba una permanente hermosura, que jamás se marchitaría. Su hermoso pecho, en el que su mano había hendido la daga fatal, estaba teñido de rojo, y aquellos ojos que, otrora, irradiaran afecto, permanecerían cerrados para siempre en el eterno sueño de la tumba. Incapaz de soportar durante mucho más tiempo tanto horror, Wolfstein se incorporó y, sin hacer caso de nada salvo de los terribles hechos de los que le había tocado ser testigo, huyó del Palazzo della Anzasca, y de forma mecánica, desanduvo el camino hasta su residencia.
A lo largo de aquella noche, Megalena no había cerrado los ojos ni un segundo. Sus enfebrecidas pasiones mantenían su alma alerta, mientras aguardaba con mortífera calma. Tampoco, durante esa noche, se había retirado a descansar, sino que permaneció sentada, con sanguinaria paciencia, mientras maldecía la lentitud de las horas, que tan pesadamente transcurrían, hasta que le trajeran mortales nuevas. La mañana había comenzado a teñir de gris el cielo por levante, cuando Wolfstein penetró en el comedor, donde se encontraba Megalena, mientras gritaba:
—¡Ya está hecho!
Megalena le rogó que se tranquilizase y que, de forma más reposada, le relatase todos los acontecimientos que se habían producido aquella noche.
—¡Ante todo —dijo, con fingida entonación de horror—, he de comentaros que la justicia anda tras el asunto!
Un escalofrío mortal recorrió el alma de Megalena. Palideció y, mientras respiraba con dificultad, preguntó con impaciencia sobre el éxito de la intentona.
—¡Dios! —juró Wolfstein—; ¡todo ha salido a la perfección! ¡La infortunada Olympia yace empapada en su propia sangre!
—¡Qué alegría! —gritó Megalena, con frenesí, mientras sus ansias de venganza predominaban sobre cualquier otro sentimiento.
—Pero, Megalena —prosiguió Wolfstein—, no la mataron mis manos. No; me sonreía en sueños y, cuando despertó, al comprobar que no hacía caso de sus requerimientos, me arrebató el puñal y se lo clavó en el pecho.
—¿Deseasteis impedirlo? —preguntó Megalena.
—¡Por Dios! Bien sabéis cuáles son mis sentimientos. ¡Sacrificaría cualquier cosa con tal de que Olympia volviese a la vida!
Megalena no dijo nada, pero una sonrisa, exquisita en su complaciente malicia, iluminó su rostro con terrible fulgor.
—Debemos abandonar Génova cuanto antes —añadió Wolfstein—; mi nombre en la máscara que dejé abandonada en el Palazzo della Anzasca no dará lugar ni a la más mínima duda sobre que soy yo el autor del asesinato de Olympia. Mas ya sabéis de mi escaso temor a la muerte, así que si tal es vuestro deseo, Megalena, nos quedaremos, pase lo que pase, en Génova.
—¡Oh, no, no! —exclamó Megalena, con impaciencia—. Wolfstein os amo más de lo que sepa deciros. Génova representa la destrucción. Busquemos, pues, algún lugar apartado donde podamos escondernos durante algún tiempo. Wolfstein, ¿estáis seguro de que os amo? ¿Necesitáis alguna prueba más allá que el que haya sido capaz de desear la muerte de otra por vuestra causa? Sólo por eso, busqué la destrucción de Olympia, para que fuerais más completa e irresistiblemente mío.
Wolfstein no replicó. Los sentimientos que experimentaba su alma en nada se parecían, pero la expresión de su rostro los ponía claramente de manifiesto. Y Megalena lamentó que su febril pasión la hubiera precipitado a declarar el desprecio que sentía por la virtud. Se separaron para preparar los equipajes antes de su partida que, a la vista de las circunstancias, había de producirse de forma inmediata. Eligieron a dos criados y, tras juntar todo el dinero que tenían, pronto se encontraron lejos de Génova y al abrigo de cualquier posible persecución.