APÉNDICES
SOBRE EL AMOR
¿Qué es amor? Preguntad a quien vive qué es la vida; preguntadle por su Dios a un creyente.
Nada sé de la disposición interior de otros hombres, ni siquiera de la de vos, a quien ahora escribo. Observo que en algunos atributos externos se parecen a mí. Mas, si confundido por tal apariencia, he tenido la tentación de recurrir a algo que tuviéramos en común, o de abrirles mi corazón, al punto me he dado cuenta de que no entendían mi lenguaje, como si procediera de una tierra lejana y salvaje. Y cuantas más oportunidades he tenido de llevar a cabo esta experiencia, con mayor claridad he visto la sima que nos separaba, y mayor ha sido la distancia entre nuestros diferentes puntos de vista. Tembloroso, endeble por causa de mi sensibilidad, con un alma escasamente preparada para soportar tal prueba, confieso que lo he intentado por todos los medios, sin encontrar nada que no fuera decepción y rechazo.
Pero, me preguntabais por el Amor. Es la poderosa atracción que sentimos hacia todo lo que pensamos, o tememos, o esperamos, más allá de nosotros mismos, al descubrir en nuestros propios pensamientos el abismo de un vacío incapaz de colmarnos, cuando tratamos de dar con algo que nos ligue a la existencia. Si razonamos, llegaremos a ser comprendidos; si dejamos volar nuestra imaginación, es siempre con la esperanza de que los etéreos hijos de nuestra fantasía renazcan en las mentes de otros; si sentimos, nos encantaría que otros vibrasen al unísono, que el brillo de sus ojos se iluminara al mismo tiempo y que se fundiera con el nuestro, y que no fueran unos labios inmóviles, helados, los que dieran respuesta a otros, estremecidos y temblorosos, por ofrecer lo mejor de los latidos de su corazón. Eso es Amor. Es el vínculo y la aprobación que no sólo une a un hombre con los demás, sino con todo lo que existe. Hemos nacido en el mundo y, desde el instante en que vivimos y nos movemos, hay algo dentro de nosotros que añora a sus semejantes. Probablemente no otra sea la causa por la que el niño sorbe la leche que le ofrece el pecho de su madre, tendencia que crece paralela a nuestro desarrollo. Vagamente, nos damos cuenta de que nuestra naturaleza intelectual es como una miniatura de nuestro yo, aunque ajena a todo lo que condenamos o desdeñamos, algo así como el prototipo ideal o maravilloso que imaginamos que es inherente al hombre. Y no se trata tan sólo de la apariencia externa de nuestro ser, sino de la íntima unión entre las más diminutas de las partículas que componen nuestra naturaleza[1]: un espejo, cuya superficie sólo refleja formas puras y resplandecientes; un alma que, dentro de nuestro propio espíritu, revolotea circularmente en torno al Paraíso que le es propio, donde no alcanzan ni el dolor ni la tristeza ni la pena. Con ilusión, mantenemos tal punto de referencia para todas nuestras sensaciones, en la esperanza de que se le parezcan o, cuando menos, encuentren una correspondencia. Pero también se produce el descubrimiento de los contrarios: como el hallazgo de una inteligencia capaz de valorar con claridad las deducciones de la nuestra, o de una imaginación que penetre y se incaute de las sutiles y delicadas peculiaridades de las que hemos disfrutado, y que hemos guardado con cariño y revelado sólo como secreto; o de un cuerpo, cuyos nervios, como una deliciosa voz sigue las notas de dos magníficas liras, son capaces de vibrar con nuestras emociones. Y, finalmente, la combinación de ambos, en la proporción que nuestro yo íntimo requiere. Así es el invisible e inalcanzable punto al que tiende el Amor que, para llegar hasta él, exige que las capacidades del hombre se despojen de cualquier atisbo de fingimiento, y sin el cual no hay descanso ni respiro para el corazón en el que impera. De ahí que, en nuestra soledad, o en ese estado solitario en el que permanecemos cuando nos vemos rodeados de seres humanos que no congenian con nosotros, amemos las flores, la hierba, el agua o el firmamento. Porque en el estremecimiento de las hojas de primavera en el azul del éter existe una secreta correspondencia con nuestros corazones. Y reconocemos la elocuencia del mudo viento, y la melodía en el fluir de los arroyos, y el susurro de los juncos que crecen junto a ellos, gracias a la inimaginable relación que tienen con algo que llevamos dentro del alma, que conduce nuestro espíritu a una danza extática tal que nos deja sin aliento, que hace que broten lágrimas de misteriosa ternura de nuestros ojos, como cuando experimentamos entusiasmo ante un hecho patriótico, o escuchamos la voz de alguien querido que canta sólo para nosotros. Sterne[2] sostiene que si nos encontrásemos en un desierto, llegaríamos a amar hasta los cipreses… Pero tan pronto como desaparece esta capacidad, o este deseo, el hombre deviene un sepulcro vivo para sí mismo, y sólo pervive el cascarón de lo que una vez fue.
SOBRE LA VIDA
Tanto la vida como el mundo, o como quiera que llamemos a lo que somos y sentimos, es algo en verdad extraño. Por otra parte, la familiaridad que sentimos hacia ellos enmaraña las preguntas que nos hacemos acerca de nuestro propio ser. Hasta el punto de que una cualquiera de sus transitorias modificaciones llama nuestra atención, cuando resulta que el gran milagro es la vida. Porque, en comparación con ella, ¿qué son las convulsiones de los imperios, los hundimientos de las dinastías y las ideas de que se sirvieron, qué el nacimiento y la desaparición de las religiones y de los sistemas políticos? ¿Y qué las revoluciones del mundo que habitamos, o las transformaciones de los elementos que lo componen? ¿Qué es el universo de estrellas y soles, en el que nuestra tierra habitada es un cuerpo más, y qué sus traslaciones y su punto de destino? La vida es el gran milagro, que no admiramos, precisamente, por ser algo milagroso. Menos mal que estamos resguardados por el trato diario con aquello que es tan cierto como insondable, porque, de lo contrario, nuestra capacidad de extrañeza absorbería y superaría las funciones de su objeto.
Si no existiesen, y un pintor, ya no digo que los hubiera representado, se hubiese limitado a pergeñar en su cabeza el sistema solar, sus estrellas y planetas, y hubiera tratado de contarnos con palabras, o en un lienzo, el espectáculo que nos ofrece la celeste bóveda nocturna, según la ciencia astronómica, grande sería nuestra admiración. Incluso si tan sólo hubiera imaginado los paisajes de nuestro planeta: montañas, mares, ríos, hierbas y flores, la variedad de formas y tamaños de las hojas de nuestros bosques, los colores que adquieren al ponerse o salir el sol, y los matices del firmamento, revuelto o sereno, y todo eso no hubiera existido nunca antes, nos habríamos quedado realmente extasiados; y de tal hombre no sería presunción afirmar que «non merita nome di creatore, sennon Iddio ed il Poeta»[3]. Pero en nuestros días contemplamos todo eso con escasa capacidad de asombro, hasta el punto de que disfrutar de ello, o ponderarlo, es un signo de distinción, algo propio de una persona refinada, extraordinaria. La mayoría de los hombres ni atención presta a tales maravillas. Y eso es lo que ocurre con la Vida, la que todo abarca.
¿Qué es la vida? Querámoslo o no, se nos ocurren cosas, sentimos, y echamos mano de las palabras para expresarlo. Nacemos, pero nada recordamos de tal hecho y, de nuestra infancia, poco más conservamos que algunos fragmentos. Vivimos y, al vivir, perdemos la capacidad de aprehender la vida. Vano es creer que las palabras son capaces de penetrar el misterio de nuestra existencia. Si las utilizamos bien, tan sólo servirán para resaltar la ignorancia que tenemos sobre nosotros mismos, que no es poca. Porque, ¿qué somos? ¿De dónde venimos y a dónde vamos? ¿Comienza todo al nacer y la muerte es el final de nuestro ser? ¿Qué son nacimiento y muerte?
Aunque todavía nos sorprendan en nuestra capacidad de asombro, las más refinadas abstracciones lógicas sobre qué es la vida se fundamentan en la experiencia habitual de un proceso, cuya monotonía nos ha aletargado, porque es como si se levantase el telón de la escena en la que ocurren las cosas. He de confesar que me sumo a quienes son incapaces de prestar su asentimiento a las conclusiones de esos filósofos que sostienen que nada existe a no ser que sea percibido por nosotros.
Se trata de una decisión que se opone a todas nuestras convicciones, y hemos de estar muy seguros antes de que alguien trate de persuadirnos de que el sólido universo del mundo exterior «está tejido de idéntica tela que los sueños»[4]. Las absurdas contradicciones de la filosofía popular sobre la mente y la materia, con sus fatales consecuencias en lo moral y su rígido dogmatismo respecto al origen de todas las cosas, me orientaron, en mi juventud, hacia el materialismo. Se trata de un seductor sistema de pensamiento, propio de espíritus jóvenes y superficiales, que permite las divagaciones de sus adeptos, al tiempo que los exonera del hecho de no pensar. Pero no me satisfacía su visión de las cosas, porque el hombre es un ser de aspiraciones elevadas, «que abarca lo pasado y lo por venir»[5], y «cuyos pensamientos deambulan por la eternidad»[6] que no gusta de sumirse en la caducidad y en la descomposición, incapaz como es de imaginar su propia aniquilación; porque es un ser que existe en el futuro y en el pasado, que es, por tanto, no sólo lo que es, sino lo que ha sido y será. Sea cual sea la verdad, o su destino final, el hombre posee un espíritu que siempre está en liza con la nada y la disolución. Tal es la impronta de toda vida y de todo ser. De forma que, cada uno somos, a la vez, el centro y la circunferencia, el punto de referencia de todo y la línea que en sí todo contiene. Perspectiva incompatible, pues, con el materialismo o con la filosofía popular de la mente y la materia, que sólo resultan consistentes con su propio sistema conceptual.
Absurdo sería entrar en una larga recapitulación de argumentos más que familiares para aquellas mentes inquietas con las que tan sólo sueña un escritor especializado en cuestiones abstrusas. Quizá la más firme y clara muestra de tal sistema intelectual se encuentre en las Cuestiones Académicas, de Sir William Drummond[7]. Tras una exposición como la suya, parece ocioso malgastar palabras en algo que sólo significaría la pérdida de su elegancia y concisión. Si examinamos párrafo a párrafo, palabra por palabra incluso, no habrá mente despierta que haya sido capaz de descubrir, en el desarrollo de sus razonamientos, ninguna cadena argumental que no conduzca, de forma inevitable, a la conclusión previamente aceptada.
¿Qué se sigue de tal aceptación? Que no se alcanza ninguna nueva verdad, que no nos ofrece ninguna explicación que penetre más allá de nuestra recóndita naturaleza, ni en su forma de actuar ni en ella en sí. Aunque se muestre impaciente en su desarrollo, el esfuerzo de la filosofía tiene mucho que ver con el de los exploradores en cuanto al desarrollo de los tiempos por venir se refiere. Cuando da un paso hacia su objeto, acaba con anteriores errores y los ataja de raíz. Pero deja un vacío, como les suele ocurrir a todos los reformadores en materias políticas o éticas, ya que reduce el entendimiento a esa libertad que habría echado mano de instrumentos de su propia creación, si no fuera por el mal empleo de las palabras y los signos, entendida la palabra «signo» en su más amplio sentido, a saber, como el significado propio de un término o el significado particular que haya adquirido. Desde esta última perspectiva, casi todos los objetos que nos son familiares constituyen signos, dado que representan algo no por sí mismos sino por algo más, habida cuenta de que son capaces de engendrar un pensamiento capaz de generar una cadena argumental. De lo que resulta que toda nuestra vida no es sino un aprendizaje a partir de errores.
Recordemos por un momento nuestras sensaciones infantiles, y qué clara y distinta comprensión teníamos, en aquel momento, tanto del mundo como de nosotros mismos. Muchas de las cosas de la vida en sociedad que, entonces, eran importantes para nosotros, ya no lo son. Pero no es ésta la cuestión sobre la que quiero fijarme. Normalmente, no distinguimos con tanta claridad lo que vemos y lo que sentimos de nuestro propio yo. Es más, muchas veces tenemos la impresión de que parecen un todo. Incluso hay personas que, en este sentido, son siempre como niños, especialmente quienes tienden a sumirse en ese estado que denominamos ensoñación, capaces de sentir cómo sus naturalezas se disuelven en el universo, o cómo sus propios seres son capaces de absorber el mundo que les rodea. No tienen conciencia de la diferencia. Tales estados suelen preceder, acompañar o seguir a una intensísima y vivida comprensión de la vida, que no es normal. Pero, a medida que el hombre crece, esta capacidad suele entrar en declive, y las personas se convierten en meros agentes, guiados de forma mecánica por la fuerza de la costumbre. Tanto sus sentimientos como sus maneras de razonar son el resultado de la acción combinada de una multitud de ideas enmarañadas, de eso que hemos dado en llamar impresiones, enraizadas en nosotros a fuerza de reiterarlas.
Así, pues, la visión de la vida que nos presentan los más depurados instrumentos de la filosofía idealista es unitaria. Nada existe fuera de cómo es percibido. La diferencia entre estas dos nociones, que vulgarmente distinguimos mediante los apelativos de ideas y objetos exteriores, es meramente nominal. Si seguimos el hilo de esta argumentación, nos encontraremos con que la existencia de mentes individuales distintas, pero similares a la que en este momento se dedica a preguntarse sobre su propia naturaleza, nos conducirá con toda probabilidad a un engaño o a un espejismo. Palabras como «yo», «tú» o «ellos» no significan que exista una diferencia real en la forma de argumentar a que se refieren, sino que no son más que marcas que empleamos para denotar las diferentes modificaciones de una única forma de pensar.
Supongamos que esta doctrina no conduce a la monstruosa presunción de que yo, la persona que ahora escribe y piensa, formo parte de ese único pensamiento, soy uno con él. Si esto es así, las palabras «yo», «tú» y «ellos» son meras herramientas gramaticales, inventadas a nuestra conveniencia y totalmente desprovistas del fuerte y exclusivo sentido que, normalmente, les atribuimos. La verdad es que no resulta fácil dar con los términos que expresen adecuadamente una concepción tan sutil como aquella a la que nos ha conducido la filosofía idealista. Tenemos la sensación de encontrarnos al borde de un precipicio, en el que las palabras nos han abandonado, y nos parece maravilloso el mareo que nos embarga al contemplar el oscuro abismo de lo poco que sabemos.
En cualquier sistema filosófico, las relaciones entre las cosas permanecen inmutables. Por «cosa» hemos de entender cualquier objeto del pensamiento, es decir, cualquier idea que utilizamos sobre otra anterior y que, gracias a su carácter de distinta, nos permite aprehenderla. Inmutables son las relaciones entre ambos procesos, y tal es la materia propia del conocimiento.
Pero ¿cuál es la causa de la vida? ¿Cómo se produjo, o qué instancias, distintas de la propia vida, han actuado o actúan sobre ella? Hasta donde alcanzamos a recordar, generación tras generación, la humanidad ha buscado con afán respuestas a esta pregunta. El resultado ha sido…, la Religión. Que el fundamento de todo no reside en el pensamiento, como afirma la filosofía popular, parece innegable. Habida cuenta de la experiencia que poseemos de sus cualidades, más allá de la cual vana resulta cualquier argumentación, la mente no puede crear: sólo le es dado percibir. ¿Será por eso por lo que se habla de Causa? Pero «causa» es tan sólo una palabra que designa un cierto estado de la mente humana con referencia al modo en que dos pensamientos son aprehendidos y puestos en relación. Si alguien quiere experimentar lo raquítica que resulta la filosofía popular a la hora de afrontar una cuestión así, bastará con que reflexione, con imparcialidad, sobre la forma en que se desarrollan los pensamientos en su propia mente. Parece, pues, más que improbable que la causa del pensamiento, es decir, de la existencia, sea idéntica a sí misma. Se ha llegado a decir que la mente es capaz de mover las cosas, pero podría sostenerse por igual que, gracias a los cambios, ha aparecido el pensamiento.