CONCLUSIÓN

Era de noche; todo estaba en calma; ni un soplo de aire, ni un solo ruido que perturbase el horrible silencio. Wolfstein había llegado al pueblo próximo a St. Irvyne. Con celeridad, se dirigió al castillo; entró en él por la puerta del jardín, que estaba abierta, y contempló aquellas bóvedas.

Durante un momento, la novedad de su situación y los penosos recuerdos de pasados acontecimientos que, a pesar de su vitalidad pesaban sobre su espíritu, le sumieron en un estado tal de confusión que se vio obligado a indagar por los recovecos de la gruta. Sin embargo, y tras reaccionar ante aquella momentánea suspensión de sus facultades, contempló las bóvedas, impaciente por que llegase la noche. Pero se quedó horrorizado al tropezar con un cuerpo inmóvil, con trazas de estar muerto. Tras tomarlo en sus brazos y acercarlo a la luz, contempló, en su palidez cadavérica, las facciones de Megalena. Aún conservaba la angustiosa sonrisa que había adornado su boca en el momento de expirar: era una mueca llena de horror y desesperación. Tenía los cabellos sueltos y despeinados, aunque la ansiosa corrupción había tejido ya algunos nudos en ellos. No se movía. Y aunque el alma de Wolfstein estaba dotada de poderes casi sobrenaturales, una frialdad, helada y desesperada, se apoderó de su cerebro ardiente. Mas una curiosidad, casi irresistible incluso en aquellos momentos, embargaba su pecho. El cuerpo de Megalena no respiraba, aunque, a simple vista, no podía discernirse cuál había sido la causa de su muerte. Nervioso, Wolfstein depositó el cadáver en el suelo y, exacerbado por las potencias de su alma casi hasta la locura, echó a correr bajo las bóvedas.

El reloj aún no había dado la medianoche. Wolfstein se sentó en el saliente de una roca. Su cuerpo temblaba al imaginar lo que estaba a punto de suceder, y una sed de conocimiento abrasaba su alma hasta la demencia. Pero acalló sus impulsos, y esperó en silencio a la llegada de Ginotti. Por fin se oyeron unas campanadas. Y Ginotti hizo acto de presencia, con paso rápido y rudos modales. Aunque se le veía consumido, casi como un esqueleto, conservaba su altivez y su grandeza y, en sus ojos, aún brillaba aquella indefinible expresión que hacía que Wolfstein se sintiese horrorizado. Tenía las mejillas huecas, hundidas, mas todavía arreboladas por el frenesí de un esfuerzo desesperado.

—Wolfstein —dijo—, Wolfstein, una parte ya pertenece al pasado, ya se ha cumplido la hora del horror que agoniza, y las oscuras y heladas tinieblas de la desesperación templan mi alma en la fortaleza. Pero, ven; a lo nuestro.

Mientras así hablaba, arrojó su capa al suelo.

—Estoy condenado a eternos tormentos —susurró aquel hombre cargado de misterios—. Wolfstein, ¿has renegado de tu Creador? No, nunca, jamás. ¿Seguro? No, no; cualquier cosa menos eso.

La oscuridad se intensificó en la gruta, una penumbra casi visible parecía aplastarlos. Aun así el brillo que lanzaba la ardiente mirada de Ginotti traspasó su pecho. De repente, el estruendo de un relámpago silbó a través de aquellas bóvedas, al que siguió la explosión de un terrible trueno que conmovió la universal fábrica de la naturaleza. Y apegado a los pilares de un sulfuroso e infernal torbellino, él mismo, el espantoso príncipe del terror, apareció de pie ante ellos. «Sí —bramó una voz más fuerte que el rugido del trueno—; sí, alcanzarás vida eterna, Ginotti». Y, de repente, la figura de Ginotti se mudó en un esqueleto gigantesco, dotado de dos mortecinas y espantosas llamas que surgían de las vacías cuencas de sus ojos. Sumido en terribles convulsiones, Wolfstein expiró: ningún poder tenía ya el infierno sobre él. Y tuya es, Ginotti, una eterna existencia, una desesperanzada eternidad de horror, para siempre.

Ginotti es Nempere. Eloise era hermana de Wolfstein. Que el infierno guarde el recuerdo de estas víctimas, y que su maldad perviva en el recuerdo de quienes se compadecen de sus errores y desviaciones. Que el remordimiento y el arrepentimiento sirvan para expiar los pecados que produce el espejismo de las pasiones, y busquemos la vida eterna sólo en Aquel que puede concedernos una felicidad sin fin[1].