CAPÍTULO II

Oíd cómo desvarían los demonios del destino,

Mientras el ángel de la muerte bate sus anchas alas sobre las olas.

Ya era medianoche, y todos los bandidos estaban reunidos en el lugar dispuesto para comer. Entre ellos, cargado con el peso de su crimen premeditado, se encontraba Wolfstein, quien se sentó al lado del jefe. Hablaron de cosas sin importancia, mientras la resplandeciente copa pasaba de mano en mano y se escuchaban fuertes risotadas. Aquellos rufianes se regocijaban a causa del botín que habían saqueado a un viajero, al que le habían robado una inmensa fortuna, tras abandonar su cuerpo para que sirviese de alimento a los buitres. Reinaba la hilaridad, y se repetían los gritos de alegría y de contento, si es que tales pueden existir en una cueva de ladrones.

Hacía mucho que había pasado la medianoche. Una hora más, y Megalena ya sería de Cavigni. Y aquel pensamiento hizo que Wolfstein se tornase indiferente a cualquier llamado de su conciencia. Es más, esperó con impaciencia el momento en que, sin ser visto, pudiese poner el veneno en la copa de alguien que había confiado en él. Ginotti estaba sentado enfrente de Wolfstein: tenía los brazos cruzados y la mirada puesta en el rostro temerario del asesino. Wolfstein se estremeció al observar el ceño fruncido de aquel enigmático ser, cuyas facciones permanecían envueltas en un inexplicable misterio.

Todos estaban ya templados por el vino, menos el taimado villano que iba a ser asesinado, y el terrorífico Ginotti, cuya reserva y secretismo no se relajaban ni en medio de tanta hilaridad.

Como la conversación comenzaba a declinar, Cavigni dijo:

—Steindolph, tú que sabes tantas historias alemanas, ¿no nos contarías una para hacer más llevadero el paso de las horas?

Steindolph era famoso por sus conocimientos de antiguos romances y, en muchas ocasiones, toda la banda disfrutaba con las fantasmagóricas maravillas que contaba.

—Si tenéis a bien disculpar la forma en que lo relate —dijo Steindolph—, lo haré con mucho gusto. Es algo que aprendí en Alemania. Me lo enseñó mi anciana abuela, y puedo repetíroslo como si fuera una balada.

—¡Sí, sí! ¡Por favor! —se oyó desde cada uno de los recovecos de la gruta.

Y Steindolph dijo así:

BALADA

I

¡Tañido de muerto!

La montaña repite

El eco del toque de ánimas;

Y el monje de negro La capucha se cala,

Y se sienta, solo, en su celda.

II

La fría mano de la muerte

Alarga su aliento estremecido,

Inscribe al laico temeroso,

Al que los fantasmas del cielo,

En su rasante y aterrador vuelo,

Recuerdan el día de difuntos.

Ensalzan el instante

En que el hado funesto

Redujo a cenizas la forma de Rosa.

III

Pero pasó la hora,

Postrer momento de paz,

Y en la mente del monje de negro.

Amargas lágrimas brotan,

En silencio y prontas,

Aunque pugna por sorberlas.

IV

Arrojó su preciosa cruz de oro

Al escuchar el son mortuorio.

A ella, la dicha le aguarda

Por siempre jamás.

A mí, azares, horrores, miedos.

V

Giró los ojos, enloquecido,

Al sonar el tañido de la muerte.

Colérico, pronunció una maldición.

Y pisoteó el suelo…

Al acallarse el tañido, de nuevo lloró.

VI

Una desesperación helada

Congeló el vibrante latido del cariño,

Y se sentó de nuevo en muda agonía.

Las estrellas brillaron en el límpido cielo,

De la luna los rayos se recostaron en la colina.

VII

Se arrodilló en la celda.

Los horrores del infierno eran

Delicias en su agónico sufrir.

Rogó a Dios que rompiera el hechizo

Que, para siempre, habría de perdurar.

VIII

Se postró y rezó con fervor,

Hasta que en la abadía sonó la una.

Su sangre ardiente se heló al oírlo.

Hueca, horrible, una voz murmuraba:

«¡Éste es el final de tu penitencia!».

IX

La noche se tornó más oscura;

Desmayada, aún más brilló

La luz de la luna sobre las cimas.

Desde la negra colina,

Llegó una voz fría y calma:

«¡Monje, eres libre para morir!».

X

Se irguió entonces;

Su corazón latía con fuerza,

Paralizadas de pavor las piernas.

El rocío que empapaba la tumba

Cubrió su pálida frente,

Ante la idea de yacer con la muerta.

XI

La terrible tempestad nocturna

Desplegaba su apogeo,

Cuando anheló la penumbra de su capilla.

Y las holladas hierbas suspiraron

Ante el viento, crudo, desolador,

Mientras buscaba la fosa reciente.

XII

Espectros negros y alargados

Parecían volar alrededor,

Sus aullidos confundidos con el trueno.

Sobre el muro ennegrecido

Entrevió sombras que se posaban

Y que, al pasar, le horrorizaron.

XIII

Aullaban los demonios de la tempestad,

Sobre la tierra aún húmeda,

Y espantosas sombras proyectaban.

El monje rogó a Dios que su alma salvara.

Aterrorizado, en el polvo se hundió.

XIV

Con desesperación agitó sus brazos

Para romper el encantamiento,

Y abrió el ataúd de Rosa.

La horrible tormenta ganó fuerza

Y, con estrépito resonó, Un trueno ensordecedor.

XV

Alegres risotadas de diabólica multitud,

Fantasmas de la muerta en descomposición;

Al pasar, sus horripilantes aleteos

Silbaban murmullos deletéreos.

XVI

Apareció el esqueleto de la monja muerta,

Que rezumaba helado e infernal rocío.

En sus ojos medio comidos brillaron dos llamas;

Con triunfante destello, se posaron sobre el monje,

Que permanecía en su celda.

XVII

Una mano flaca descansó en su mente espantada.

El miedo impulsaba sus potencias:

«Nunca más respiraré de nuevo;

Muerte, acaba con mi angustia y mi dolor.

La tumba se abre. En ella nos reuniremos».

XVIII

De los pulmones del esqueleto brotaron tales palabras

Tan mortales, tan solitarias, tan terribles,

Que estremecieron el suelo con su retumbar.

Cuando aún resonaban las espantosas notas,

El infierno exhaló un quejumbroso gemido.

Al terminar Steindolph, los aplausos de los asistentes atronaron la caverna. Todos habían seguido tan atentos el romance del ladrón, que Wolfstein no había encontrado la oportunidad de llevar a cabo su propósito. De nuevo imperaban la juerga y el tumulto, y el astuto urdidor esperaba con impaciencia el instante en que la confusión general le permitiera poner, sin ser visto, el polvo en la copa del jefe. Con mirada de insidiosa y malevolente venganza, pues, se posaban los ojos de Wolfstein sobre el rostro de aquel cabecilla. Pero Cavigni no se percató, entonado ya por del vino. De no ser así, la poco normal expresión de la cara de su camarada habría despertado sus sospechas o, cuando menos, reclamado su atención. También Ginotti tenía puestos los ojos en Wolfstein, quien, como un rufián sanguinario e implacable, permanecía sentado a la espera del momento propicio de la muerte. La copa comenzó a pasar. En el momento en que Wolfstein mezcló el veneno con el vino de Cavigni, los ojos de Ginotti, que hasta entonces le habían contemplado de forma escrutadora, se apartaron de manera intencionada. A continuación, se levantó de la mesa y, tras alegar una repentina indisposición, se retiró. Cavigni se llevó la copa a los labios.

—Mis valientes —dijo—, ya es tarde; pero antes de retirarnos, quiero beber por la salud y el éxito de todos y cada uno de vosotros.

Wolfstein se estremeció de forma involuntaria. Cavigni apuró el licor hasta el final, y la copa se le escurrió de su mano temblorosa. El frío rocío de la muerte cubrió su frente, y cayó de bruces en medio de terribles convulsiones. Mientras decía, a duras penas, «me han envenenado», se desplomó sin vida. Los sesenta forajidos se precipitaron inmediatamente para levantarle y, recostado en sus brazos, lanzó un horrible y desgarrador grito, y el aliento de la vida abandonó su cuerpo para siempre. Uno de los ladrones, algo entendido en cirugía, le abrió una de las venas, pero no salió sangre tras la punzada de la lanceta. Wolfstein se aproximó al cadáver, sin manifestar ninguna impresión ante el crimen que había cometido, y le rasgó la camisola de arriba abajo. La parte inferior del cuerpo presentaba grandes manchas de un púrpura lívido que, dada su rápida aparición, venían a demostrar que el veneno que había causado la muerte era excesivamente potente.

Todos lamentaron la muerte del intrépido Cavigni, y todos se mostraron sorprendidos por la forma en que ésta se había producido. Por la brusca forma que había tenido de abandonar aquella reunión, las sospechas recayeron sobre Ginotti. Tras declinar Wolfstein tal deferencia, Ardolph, el ladrón al que acababan de designar como jefe, mandó en su busca.

Apareció Ginotti. Y nada se mudó en su grave rostro, a pesar de las injurias que todos le lanzaron. Permanecía en calma y, al menos en apariencia, sin prestar ninguna atención hacia los sentimientos que los demás le mostraban. Ni siquiera se dignó negar la acusación. Pero tanta frialdad acabó por convencer a todos, especialmente al nuevo jefe, de su inocencia.

—Que cada uno de nosotros sea cacheado —dijo Ardolph—, y si encontramos en el bolsillo de alguno restos del veneno causante de esto, que muera.

A todos pareció bien tal forma de proceder. En cuanto se acallaron las voces de aprobación, Wolfstein dio un paso adelante, y se expresó en estos términos:

—No tendría ningún sentido que pretendiera ocultar que fui yo el causante de esta muerte. La belleza de Megalena me cegó, y sentí envidia de quien estaba a punto de poseerla. ¡Yo soy el asesino!

Tras esto, su voz quedó interrumpida por el griterío de los ladrones y, a punto estaba ya de ser conducido a la muerte, cuando Ginotti se adelantó. Aquella figura, tan alta y fornida, inspiraba temor incluso a aquellos bandidos. Todos guardaron silencio.

—Sufrirás Wolfstein —pronunció—, el que te dejemos partir sin causarte daño. Yo me encargaré de que nunca se sepa de nuestra cobardía. Y yo te prometo que nunca jamás habrás de cargar con ella.

Todos aceptaron la propuesta de Ginotti, porque nadie se atrevía a hacer frente a su superioridad. Al observar la forma en que le miraba Ginotti, a Wolfstein se le encogió el alma, horrorizado, en inferioridad manifiesta. Él, que siempre había plantado cara a la muerte, que no había vacilado al declararse culpable de aquel asesinato y que estaba dispuesto a recibir el castigo, ante los ojos de Ginotti, se quedó como si el brillo de aquella mirada procediese del espíritu de algún ser superior, más que humano.

—¡Abandona la caverna! —le conminó Ginotti.

—¿No podría permanecer aquí hasta mañana? —preguntó Wolfstein.

—¡Si el sol naciente del día de mañana te encuentra en esta gruta —replicó Ginotti—, te entregaré a la venganza de aquellos a quienes has injuriado!

Wolfstein se retiró solo a su cubículo, y repasó en su cabeza los acontecimientos de aquella noche. ¿En qué se había convertido? En un aislado y malvado vagabundo, sin un solo ser en la tierra a quien pudiera llamar amigo y con un peso sobre la conciencia que siempre le atormentaría. Pasó la noche en un continuo duermevela: el fantasma de aquel a quien había destruido de forma tan inhumana parecía clamar justicia ante el trono de Dios. Sangrante, pálido y cadavérico, no dejaba de hacerse presente a su imaginación, que generaba confusas, inexplicables y errabundas visiones, hasta que el frescor de la brisa matutina le recordó que había llegado el momento de partir. Recogió todos los objetos de valor que le habían correspondido en el reparto de los botines obtenidos durante su permanencia en aquella caverna, y que, convertidos en dinero, representaban una fuerte suma. Y abandonó precipitadamente aquel lugar. Luego, dudó: no sabía a dónde dirigir sus pasos. Comenzó a andar deprisa, en un intento de sofocar, gracias al ejercicio, los sentimientos de su alma. Pero aquello no dio resultado. No se había alejado mucho aún cuando, hete aquí, que en mitad del camino, sin vida a primera vista, contempló una silueta femenina en el suelo. Se acercó hasta ella: ¡era Megalena!

Una oleada de exultante e inimaginable alegría recorrió todas sus venas mientras la miraba. Ahí estaba la mujer por la que se había sumido en el abismo del crimen. Dormía, quizá como consecuencia de todos los momentos difíciles que había tenido que soportar, y con sueño profundo: tenía la cabeza reclinada sobre la raíz de un árbol que sobresalía del suelo; pero sus mejillas aún mostraban una tez saludable, adorable.

Cuando la hermosa Megalena despertó, y se encontró en brazos de Wolfstein, trató de ponerse en pie. Miró hacia atrás y, al no ver a ningún enemigo, su expresión de terror cedió ante otra de placer. El caso era que, en el barullo general que se organizó, Megalena había conseguido huir de la guarida de los bandidos, de forma que los destinos de Wolfstein y Megalena se encontraban entrelazados por la similitud de la situación en que se hallaban. Antes de abandonar aquel lugar, como sus sentimientos no habían cambiado, ambos se juraron amor eterno. Megalena contó a Wolfstein cómo se había producido su huida de la caverna, al tiempo que le mostraba una enorme cantidad de joyas que había conseguido ocultar.

—Así que —dijo Wolfstein—, ante cualquier eventualidad, podremos hacer frente a la pobreza, porque yo también tengo joyas por valor de diez mil cequíes.

—Vayámonos a Génova —propuso Megalena.

—Eso haremos, amada mía, y allí nos dedicaremos por entero el uno al otro, y podremos encarar los avatares de la miseria.

No salieron palabras de la boca de Megalena como respuesta; tan sólo una mirada de más que inefable amor.

Ya era mediodía, y ni Wolfstein ni Megalena había probado bocado desde la noche anterior. Desmayada de cansancio, Megalena apenas podía dar un paso más.

—Valor, amor mío —dijo Wolfstein—, un poco más y llegaremos a una cabaña, una especie de posada, donde podremos pasar la noche, y alquilar unas mulas que nos lleven hasta Placenza[1], desde donde podremos seguir camino hasta el lugar que nos hemos fijado como destino.

Megalena sacó fuerzas de flaqueza. Al poco rato, llegaron a la venta, y pasaron el resto del día haciendo planes para el futuro. Agotada por un ejercicio tan poco habitual para ella, Megalena optó por retirarse temprano, y se acostó en un incómodo lecho, aunque era el mejor que tenían en aquella posada. Wolfstein se recostó en un banco próximo a la chimenea, y se dispuso a meditar, porque tenía la cabeza demasiado alterada como para pensar en dormir.

Aunque Wolfstein tenía toda la razón del mundo de sentirse satisfecho por el éxito que había coronado finalmente sus proyectos, y a pesar de que había ocurrido aquello por lo que su alma tanto y con tanta impaciencia había suspirado, incluso a sabiendas de que tenía entre sus manos todo aquello que a él más le importaba en esta tierra, no se sentía feliz. El remordimiento de los crímenes cometidos le torturaba; de modo que trató de acallar su conciencia y aplacar el fuego que ardía en su pecho. Trató de cambiar el rumbo de sus pensamientos. Pero todo fue en vano. No lo consiguió, y pasó la noche en vela. Para el mediodía de la siguiente jornada, Wolfstein y Megalena se encontraban ya lejos de la guarida de los bandidos.

Trataron por todos los medios de llegar a Breno aquella misma noche, para así, al día siguiente, proseguir su viaje hasta Génova. Habían recorrido ya la vertiente sur de los Alpes. Todo el campo olía a primavera y comenzaba a revestirse del renovado esplendor de la naturaleza. Aromáticos naranjales perfumaban el aire, y los mirtos florecían en los suaves oteros por los que pasaban. La naturaleza les mostraba su rostro alegre y sonriente. Igual que el corazón de Megalena que, sin palabras y rebosante de contento, brincaba en su pecho. Contempló a aquel que se había adueñado de su alma, y no sintió el menor deseo de revivir los acontecimientos pasados, gracias a los cuales un oscuro bandido, algo incomprensible para ella, había conquistado el amor eterno de la en otro tiempo altiva Megalena de Metastasio.

Pronto llegaron a Breno. Wolfstein despidió al arriero, y acompañó a Megalena hasta el interior de una posada, donde pidió la cena. Y una vez más se intercambiaron juramentos de amor eterno, declaraciones de que nada les separaría. Pero bástenos con imaginar lo que tan difícil resulta transcribir con fidelidad.

Próxima ya la medianoche, Wolfstein y Megalena se dispusieron a cenar, y conversaban con esa libertad y alegría que siempre inspira la mutua confianza, cuando el posadero hizo acto de presencia para anunciarles la llegada de un hombre que deseaba hablar con Wolfstein.

—Decidle —respondió Wolfstein, más bien sorprendido y deseoso de ponerse a resguardo de cualquier peligro—, que no puedo verle.

El posadero se retiró, pero al poco tiempo regresó, en compañía de un hombre: alguien de enorme estatura, que cubría su cara con una máscara.

—No acepta vuestra negativa, Signor —dijo el hostelero, a modo de disculpa, al tiempo que se retiraba.

El recién llegado se acercó a la mesa en que se encontraban Wolfstein y Megalena, se quitó la máscara y dejó al descubierto el rostro de… ¡Ginotti! Wolfstein se estremeció de pies a cabeza, completamente horrorizado. Megalena mostró su sorpresa.

Al cabo de largo rato, Ginotti rompió aquel terrible silencio.

—Wolfstein —dijo—, te libré de una muerte que hubiera resultado imposible de evitar. Y sólo gracias a mí has conseguido a Megalena. ¿Qué merezco, pues, en justa correspondencia?

Wolfstein contempló aquel rostro duro, severo, aunque despojado ya de aquella terrible expresión que le había hecho estremecerse con excesiva inquietud.

—Mi eterna gratitud —respondió Wolfstein, no sin titubeos.

—¿Me prometes, pues, que si, alguna vez, desesperado y vagabundo, solicito tu protección; que si en alguna ocasión te imploro que escuches lo que tenga que contarte, me escucharás, y que, cuando muera, me enterrarás y rezarás para que mi alma descanse en el eterno sopor de la nada? Si así fuere, entonces habrás pagado por todos los favores que tuve a bien hacerte.

—Así será —contestó Wolfstein—; haré todo lo que me has pedido.

—¡Júralo! —exclamó Ginotti.

—Lo juro.

Ginotti abandonó abruptamente la estancia, y oyeron sus pasos mientras descendía por las escaleras. Cuando todo quedó en silencio, era como si a Wolfstein le hubieran quitado un peso de encima.

—¿Cómo es que este hombre salvó tu vida? —preguntó Megalena.

—Era uno de los la banda —contestó Wolfstein, de forma evasiva—; durante una de nuestras correrías, una de sus balas atravesó el corazón de un hombre, cuyo sable, ya en alto, me habría separado la cabeza del cuerpo.

—Querido Wolfstein, ¿quién eres?, ¿de dónde procedes? Porque no siempre has sido un bandido de los Alpes.

—Cierto, querida mía. Pero el hado constituye una barrera insuperable para que yo pueda relatarte todas las cosas que ocurrieron antes de que me uniese a esos ladrones. Mi querida Megalena, si de verdad me amas, nunca me preguntes sobre mi vida pasada. Que te baste con la certeza de que, en el futuro, dedicaré toda mi vida sólo a ti. Megalena no ocultó su sorpresa. Y aunque deseaba con todas sus fuerza desvelar el misterio de que se rodeaba Wolfstein, renunció a sus pesquisas.

La misteriosa visita de Ginotti había provocado una tan fuerte impresión en el alma de Wolfstein, que resultaba difícil de borrar. Trató de parecer alegre y despreocupado mientras charlaba con Megalena. Intentó ahogar aquellos pensamientos en vino. Pero no lo consiguió. Las extrañas instrucciones de Ginotti oprimían su pecho. Como ya era tarde, ambos se retiraron a sus habitaciones.

A la mañana siguiente, Wolfstein se levantó temprano para tener todo dispuesto para su viaje a Génova, incluso envió a un criado desde Breno para que todo estuviera listo a su llegada. De nada serviría hacer una minuciosa descripción de cada uno de los triviales incidentes que se produjeron durante el trayecto hasta Génova.

De modo que, en la mañana del cuarto día, se encontraban ya a poca distancia de esa ciudad. Tomaron las últimas decisiones sobre lo que debían hacer y, al poco de llegar a Génova, fijaron su residencia en una mansión situada en la periferia, en uno de los extremos más alejados de la ciudad.