XIV
Rose ha muerto. La desgracia ha caído sobre la casa del capitán Mauger. ¡Pobre capitán…! Murió su hurón… Murió «Bourbakia»… Y ahora le ha tocado a Rose. Parece que estaba enferma desde hacía unos cuantos días, pero lo que la venció fue una repentina congestión pulmonar… La han enterrado esta mañana.
El pesado ataúd, llevado por seis hombres, estaba lleno de coronas y de flores blancas, como el de una muchacha virgen. Al cortejo fúnebre lo seguía una gran multitud. Puede decirse que todo Mesnil-Roy estaba allí… En cuanto al capitán Mauger, rígido en su levita oscura de militar, presidía el duelo, compuesto de varias filas de hombres y de mujeres que no paraban de hablar, mientras a lo lejos repicaban las campanas de la iglesia.
La señora Lanlaire me ha indicado que no debía ir a las exequias, y como yo tampoco deseaba ir…
La gorda Rose era para mí una mala mujer, por lo que no la quería. Su muerte me deja tranquila, impasible, con una total indiferencia, pero creo que extrañaré no ver a Rose en el camino… Supongo que su muerte ha debido ser tema de largo cotilleo en la tertulia de las tenderas.
No sé bien por qué, pero sentía una gran curiosidad por conocer las impresiones del capitán sobre su desaparecida y fiel amiga… Los señores Lanlaire han salido esta tarde de visita y yo lo he aprovechado para ir hasta la cerca del capitán, esperando encontrarme con él…, pero el jardín estaba triste y desierto. Una azada tirada en un rincón indicaba el abandono del trabajo.
«El capitán no saldrá de casa hoy», he pensado. Era lógico que estuviera abatido por los recuerdos y el dolor. Lo más seguro era que estuviese llorando en su habitación… Pero me equivocaba, pues no tardó en aparecer en el jardín. Se había quitado la levita y llevaba la ropa de trabajo y su vieja gorra de policía. Al parecer estaba ocupado en abonar unos cuantos surcos… Poco después le he oído tararear en voz baja una marcha militar, pero al verme ha dejado inmediatamente su labor para venir hacia mí.
—Estoy contento de verla, señorita Célestine… —me ha dicho a manera de saludo.
He buscado palabras y frases para consolarlo, pero he tenido que desistir, pues me era imposible hablar al ver su expresión.
Al final he conseguido decir:
—Una gran desgracia, capitán… Comprendo que ha sido una gran desgracia para usted… ¡Pobre Rose!
—Si, claro… —ha dicho él, sin demasiada emoción.
La verdad es que le noté cierta impasibilidad. Sus gestos eran vagos y sus movimientos mecánicos como si hubiese estado durmiendo.
—Una gran desgracia… —ha repetido el capitán, hundiendo la horquilla en la tierra—. Y más desgracia porque soy un hombre que no puede vivir solo…
He creído oportuno ensalzar las virtudes domésticas de Rose, y he dicho:
—La verdad es que no le va a ser fácil reemplazar a Rose, capitán…
Entonces me he dado cuenta de que el señor Mauger no estaba verdaderamente emocionado, pues de pronto me ha parecido que sus ojos recobraban su viveza y sus movimientos eran más ágiles, como si se sintiera aliviado de un gran peso.
—Bah… —ha dicho después de un corto silencio—. Al fin y al cabo, todo se sustituye… En este mundo lo único que no tiene solución es la muerte.
Esta resignada filosofía me ha sorprendido, y hasta me ha escandalizado un poco… En fin, he tratado de hacerle comprender al capitán todo lo que ha perdido con Rose.
—Conocía tan bien sus costumbres, sus gustos y sus pequeñas manías… —le he dicho—. Estaba la pobre Rose tan dedicada a usted.
—Sí… Lo único que habría faltado es que hubiese sido de otra forma…
El capitán, al decir estas palabras ha hecho un gesto, como si quisiera rechazar con él cualquier objeción para acabar confesándome:
—No crea usted, Célestine, que las cosas eran por dentro tal como parecían desde fuera… ¿Cree usted que Rose estaba verdaderamente dedicada a mí? Esto es algo que no podría discutirle a nadie, pero sí le diré que yo estaba harto de ella… ¿Comprende lo que quiero decir? Desde que tomé a un muchacho para que la ayudara, ella no hacía nada. Estaba todo abandonado… No podía comer a gusto ni un huevo cocido, aparte de que últimamente me hacía escenas todo el día por cualquier tontería… Bastaba que gastase diez centavos de más para que todo fuesen gritos y reproches. Y cuando veía que hablaba con usted, empezaba a contarme no sé qué historias, pues era terriblemente celosa… Respecto a usted, Célestine, no quiera saber cómo hablaba… ¡Había que oírla…! En fin, ahora ya no está en mi casa… y puede decirse que Dios ha querido que me dejase en paz.
Después de explicar todo esto, el capitán Mauger ha respirado fuerte y ruidosamente, como un viajero al regresar después de una larga ausencia… y ha contemplado el cielo con una nueva y profunda alegría, y las sombras violáceas que produce el ramaje de los árboles al filtrarse entre él los haces de luz.
Esta alegría, que por cierto no era nada caritativa para la memoria de Rose, me ha parecido un poco cómica, hasta el punto de que he seguido incitando al capitán para que me hiciera más confidencias, por lo que le he dicho en tono de reproche:
—Capitán, creo que usted no es justo con Rose…
—¿Por qué no? —me ha contestado con viveza—. Al fin y al cabo, usted no sabe nada. No sabe, por ejemplo, las escenas que me hacía, como tampoco puede figurarse su tiranía, sus celos y su desenfrenado egoísmo. Era como si ya no me perteneciera nada de lo que había en mi casa…, pues todo parecía suyo. ¿No lo cree usted…? Pues le voy a poner un ejemplo: mi sillón Voltaire no era yo quien lo ocupaba, sino ella… ¡Ah!, cuando pienso que ya no podía comer espárragos a la vinagreta porque a ella no le gustaban… Si he de ser sincero, creo que lo mejor que ha podido hacer ha sido morirse. Y no digo que ha sido lo mejor por crueldad, sino parque habría tenido que terminar echándola de mi casa, pues estaba harto. Y si yo me hubiese muerto antes que ella, se habría llevado una gran decepción con mi testamento… ¡Le aseguro, Célestine, que le tenía preparada una gran sorpresa!
Los labios del capitán han esbozado una sonrisa que más parecía una mueca… Luego ha seguido hablando y, de vez en cuando, se interrumpía para reír.
—Verá, Célestine… Supongo que ella le diría alguna vez que yo había hecho testamento, legándoselo todo: la casa, el dinero, las rentas… Si supongo eso es porque sé que se lo decía a todo el mundo. Lo que sin duda no le dijo Rose, porque lo ignoraba, es que dos meses después hice otro testamento anulando el primero… y no dejándole absolutamente nada. Ella creía que iba a reírse de mí…
El capitán no ha podido contenerse más y ha estallado en una grosera carcajada que ha recorrido todo el jardín, igual que el piar de una bandada de gorriones.
—¡Tuve una gran idea! —ha exclamado, sin dejan de reír—. ¡Una gran idea! ¿No le parece a usted que fue una gran idea? Dígame la verdad, Célestine… Lo único que me apena es pensar que ya no tendré ocasión de ver la cara que habría puesto al enterarse de que todos mis bienes eran para la Academia Francesa… ¡Ah, qué gran idea!
He dejado que acabase con sus carcajadas, y le he preguntado con cierta gravedad:
—Y ahora, ¿qué piensa hacer usted, capitán Mauger?
En vez de responderme en seguida, me ha mirado durante unos minutos, adoptando un gesto, entre malicioso y amoroso, para acabar diciendo:
—Célestine… ¿y si le dijera que depende de usted?
—¿De mí?
—Sí, Célestine…
—¿Cómo debo interpretar sus palabras?
Entonces ha habido una pausa, durante la cual me ha parecido que el capitán, con el busto erguido, trataba de avanzar por el camino de la seducción.
—Le voy a hablar francamente, Célestine, como antiguo militar que soy… —me ha dicho de pronto—. Le voy a hacer una proposición… ¿Quiere ocupar el lugar de Rose? Si acepta, no tiene más que entrar en mi casa ahora mismo.
—¿Y el testamento?
—¡Lo romperé! ¡Se lo prometo!
—Pero yo no sé cocinar… —le he advertido.
—No importa, cocinaré yo… y pondré también la mesa. Haré lo de los dos… Usted será como una reina. ¿Qué me dice, Célestine? Dígame que acepta…
El capitán hablaba con acento galante, y su mirada se avivaba por momentos. Por suerte nos separaba la cerca, porque de lo contrario estoy segura de que habría peligrado mi integridad física.
—Además de que no hay una sola clase de cocina, Célestine… —ha agregado con voz ronca—. Yo sé muy bien que usted sabe cocinar lo que yo le pida…, poniéndole las debidas especias. ¡Ya lo creo que tiene que saber usted, Célestine…!
Al llegar aquí, yo he sonreído irónicamente, he amenazado al capitán con un dedo, como a los niños y le he dicho:
—¡Ah, ah! Capitán…, ¿sabe usted que es un pequeño cerdo?
—Nada de eso… —me ha rebatido con jactancia—. En todo caso, seré un gran cerda… Pero aún hay algo más, que quisiera decirle…
Entonces se ha arrimado a la cerca, ha estirado el cuello y, con los ojos inyectados en sangre, me ha dicho en voz baja:
—Si viniera a mi casa, Célestine…
—¿Qué, capitán?
—Pues…
—Pero ¿por qué no habla, capitán?
—Pues… los Lanlaire reventarían de rabia. Estoy seguro… No me diga que no es otra gran idea. Célestine, acepte mi proposición.
Después de esta nueva estratagema, yo he fingido que estaba pensativa, como si tuviese que reflexionar sobre una elección decisiva… hasta que al final el capitán se ha impacientado, y con tono imperioso, mientras hundía los tacones de sus botas en el suelo, me ha apremiado para que le contestase, diciéndome:
—Vamos, Célestine, decídase… Le daría treinta y cinco francos mensuales… y mi mesa, mi cama y mi testamento. ¿Qué me dice? ¡Demonios, contésteme algo! ¿Le conviene o no le conviene? Contésteme…
—No puedo decidirme así, en un momento… Comprenda, capitán, que no son cosas para decidirlas sin pensar. Le sugiero que, mientras tanto, tome a otra mujer… —le he contestado.
Y me he alejado soltándole a la cara las carcajadas que hacía rato contenía.
Diría que no me separa de una vida mejor más que el problema de la elección… ¿Quién me conviene más? ¿El capitán o Joseph? Puedo elegir entre ser «ama sirvienta», con todos los riesgos que trae consigo, o sea soportar los caprichos de un hombre estúpido, grosero y voluble, expuesta a mil prejuicios y fastidiosas circunstancias… o casarme con Joseph y lograr cierta libertad regular y respetable, en una situación libre del control de los demás y de las sorpresas de cada momento. Entonces se realizaría una parte de mis viejos sueños.
Como es lógico, los sueños de mi primera juventud eran más ambiciosos. Pero es inútil soñar, porque a una mujer como yo no se le ofrecen grandes posibilidades en ese aspecto. Debo felicitarme de que me suceda algo distinto que a mis compañeras, y sobre todo, algo que no es el eterno y monótono ir y venir de una casa a otra, de una cama a otra, o de una cara a otra… Lo de Joseph hay que reconocer que, en cierto modo, sería algo diferente.
Así pues, descarto la proposición del capitán… Tampoco necesitaba la conversación de esta tarde para saber lo grotesco que es ese fantoche, pues no ignoro que es un extravagante sujeto… Aparte de que es tan feo, que no compensa ninguna otra virtud que posea, y también que no tiene resorte alguno para conquistar un alma… y menos un alma como la mía.
Rose creía que dominaba a ese hombre, pero él la estaba engañando. Y es que resulta imposible dominar la nada ni reinar sobre el vacío.
Otra cosa que no puedo soportar es la idea de que tan ridículo personaje pudiera tomarme en sus brazos y que yo lo acariciara. Ni siquiera podría decir que es asco lo que siento ante esa posibilidad, porque el asco significa una acción realizada… y esa acción no sólo no ha ocurrido, sino que además no ocurrirá. Si por un milagro o por la razón que fuese cayese yo en la cama del capitán, estoy segura de que me sería imposible acercar mi boca a la suya, porque me lo impediría la risa. ¡Dios mío, qué hombre tan ridículo es el capitán Manger!
Lo que me ha llevado a acostarme con los hombres ha sido el amor o el placer, y también el deseo, la piedad, la vanidad o el interés… En cualquier caso, siempre he encontrado un aliciente para ello. Pero no podría hacerlo sólo porque sí. El hacer el amor es para mí un acto normal, natural y necesario…, que deja de serlo si se hace inconscientemente.
Sin embargo, debo admitir que no siempre me ha producido placer el acto sexual… Si yo me acostara con un hombre como el capitán, aparte de que estoy segura de que no encontraría el menor placer, me parecería que había hecho algo contra la naturaleza, mucho peor que lo que hacía con Cléclé… No obstante, reconozco que la proposición del capitán, aunque se trate de un hombre como él, me llena de orgullo y de confianza en mí misma, pues al fin y al cabo es un homenaje a mi belleza y a mi condición de mujer.
Respecto a Joseph mis sentimientos son muy distintos. Por decirlo de alguna manera, Joseph ocupa mi pensamiento constantemente, y estoy como cautivada y atormentada por lo impenetrable que me resulta ese hombre. Joseph me turba y me encanta, y al mismo tiempo me asusta. Es brutal y horriblemente feo, pero si se mira detenidamente…, esa fealdad tiene algo que atrae, hasta convertirse en casi belleza, o en algo que está por encima de la fealdad.
No trato de ocultarme ni de ignorar la dificultad o el peligro que ha de significar vivir con él, casada o no, pues se trata de un hombre al que no conozco muy bien y del que puedo sospecharlo todo. Hay algo en él que me atrae como un vértigo. Estoy segura de que es capaz de todo, incluso de llegar al crimen con la mayor facilidad, pero creo también, sin que tenga ninguna prueba, que Joseph tiene una gran capacidad para hacer el bien. Pero… ¿qué quiere de mí? ¿Para qué le puedo ser necesaria? ¿Pensará hacer de mí un simple instrumento sin voluntad para sus propósitos… y un juguete para sus feroces pasiones? No lo sé, lo ignoro. Esta es la verdad.
Lo que más me intriga es saber si Joseph me ama y por qué… Esto es lo que me gustaría saber. ¿Le gustaré por mi simpatía, por mi inteligencia o por la capacidad para el vicio que quizá adivina en mí? ¿O es mi desprecio por todos los prejuicios lo que le atrae…, aun cuando él alardee de sus sentimientos humanitarios? No tengo ninguna seguridad en este terreno.
Además de esa atracción por lo desconocido y lo misterioso, Joseph ejerce también sobre mí el encanto de la violencia y de la fuerza, que tienen como denominador común la virilidad. Debo reconocer que este encanto actúa cada vez con más poder sobre mis nervios, conquistando mis sentidos, los cuales diría que se exaltan con su presencia, haciendo hervir mi sangre…, como nunca me había sucedido en mi trato con los hombres. Este deseo podría decirse que es aún más violento, más sombrío y hasta más irrefrenable…, que el que me llevó a prodigar mis besos al señor Georges. Es algo que no puedo definir con exactitud. Lo único que sé es que se apodera de mí, espiritual y sexualmente, descubriéndome instintos que hasta hoy nunca supuse que yo tuviera y que por lo visto dormían en mí sin que yo lo sospechase… quizá debido a que ningún amor o estremecimiento voluptuoso los despertaron.
A veces me estremezco al recordar las palabras de Joseph: «Usted es igual que yo, Celestine… No nos parecemos físicamente, pero nuestras almas son muy afines… y hasta diría que son idénticas». ¿Qué querrá decir con estas palabras ese demonio de hombre? Pero sea lo que fuere, consigue seducirme… y hacerme pensar en él casi obsesivamente.
Estas sensaciones me son tan nuevas, las experimento tan agudas y tan persistentes que alteran mi equilibrio, haciéndome proseguir en un estado espiritual de continua seducción. Es inútil que intente pensar en otras cosas, que me ponga a leer o que me vaya a pasear por el jardín… ¡Ni el trabajo consigue que me evada de esos pensamientos!
Joseph acapara mi mente, hora tras hora… Tengo que rendirme a esta evidencia y obrar en consecuencia. Ese hombre, no sólo absorbe mis ideas presentes, sino también las del pasado. Joseph se interpone entre mi ayer y mi hoy, como lo demuestra el que sólo le veo a él… El pasado, con todos sus rostros, feos o bonitos, agradables o desagradables, se aleja cada vez más de mí, sin quedarme casi la imagen de ninguno… Cléophas Biscouille, Jean, el señor Xavier… William, del que aún no he hablado…, incluso el señor Georges, quien yo creí que había marcado mi alma para siempre, como antiguamente marcaban la espalda de los condenados con un hierro al rojo vivo. También se han borrado de mi pensamiento todos aquellos a quienes voluntaria, alegre o apasionadamente les di algo de mí misma, de mi carne vibrante… o de mi dolorido corazón. ¡Todos ellos han quedado reducidos a simples y vulgares sombras!… Unas sombras imprecisas y un poco extravagantes, que se van hundiendo en el olvido. Ahora ya casi no son ni recuerdos, y presiento que pronto serán totalmente olvidados. A veces estas impresiones me anonadan y me siento el alma desamparada.
Cuando estoy en la cocina, después de servir la cena, miro a Joseph y escruto sus ojos, su boca de criminal, sus mejillas, su cabeza mientras él sigue inclinado sobre su periódico a la luz de la lámpara… En esos momentos me digo: «No… no es posible que te atraiga tanto ese hombre. Es imposible que lo quieras… Es una locura».
Pero me equivoco, porque la verdad es que le quiero. Debo reconocerlo y metérmelo en la cabeza como con un martillo… ¡Amo a Joseph!… ¡Amo a Joseph!… ¡Amo a Joseph!…
Ahora comprendo por qué nadie debe burlarse del amor, y encuentro una explicación al hecho de que haya mujeres que, con la inconsciencia del necio o bajo la fuerza invisible de la naturaleza y de los deseos, se arrojen a los brazos más monstruosos y acaben jadeando voluptuosamente sobre los rostros burlones de auténticos micos y demonios…
Joseph ha conseguido de la señora Lanlaire seis días de permiso. Ha pretextado unos problemas de familia y mañana parte para Cherburgo… Está decidido: quiere comprar el café. Parece que no piensa hacerse cargo del negocio por el momento, y que, durante algunos meses, dejará un amigo para que lleve el establecimiento… mientras él ultima sus planes. Supongo que yo formo parte de estos planes, aunque él me los ha explicado desde otro punto de vista.
—Comprenda, Célestine… —me ha dicho—. Hay que pintar y adecentar el local debidamente, para que sea digno de mis nuevos clientes. Además, quiero poner en sitio bien visible un lema que dirá: «Al ejército francés…». Aparte de que no puedo dejar mi colocación ahora…
—¿Por qué? —le he preguntado.
—Porque de momento necesito seguir aquí…
—Entonces…, ¿cuándo se irá definitivamente?
Joseph se ha rascado la cabeza, me ha dirigido una disimulada sonrisa, y ha dicho:
—No lo puedo precisar ahora… Tal vez dentro de dos o tres meses, quizá dentro de seis, no sé… Depende de algunas cosas…
He comprendido que no deseaba hablar, pero he insistido:
—¿De qué…?
Ha vacilado antes de contestarme, pero después, y en tono misterioso, me ha confesado:
—Depende de un negocio…, un negocio muy importante.
—¿De un negocio?
—Sí…
—¿Y puede saberse de qué negocio se trata?
—De un negocio… simplemente.
Esto lo ha dicho con voz brusca, pero no irritada. Ha demostrado cierto nerviosismo, que sin duda ha sido lo que le ha impulsado a callar.
Entonces me he dado cuenta de que no me ha nombrado para nada, de que no formo parte de esa espera ni de esos planes que Joseph trama… Esto me ha sorprendido y me ha descorazonado. ¿Habrá cambiado de idea? ¿Se habrá cansado de mi curiosidad y de mis vacilaciones? Sin embargo, yo creo que es lógico que me interese por los detalles de una decisión en la que voy a intervenir y compartir el éxito o el fracaso.
Ya no he vuelto a referirme a mis sospechas de que fue él quien violó a la pequeña Claire, pues comprendo que esto le habría llevado a romper conmigo.
Me angustia pensar que Joseph haya decidido prescindir de mí. Mi decisión, aplazada por coquetería o simplemente por molestarle, está ya tomada… ¿Cómo negarme a ser libre, a sentir que domino en un sitio, aunque sea un mostrador? ¿Cómo rehusar a mandar por vez primera, a saberme mirada y deseada por tantos hombres?… ¿Cómo iba a mostrarme indiferente y dejar pasar la oportunidad, una oportunidad que en el fondo se avenía con uno de los sueños de mi vida?
Como es lógico, por mucho que desee emprender semejante aventura, no pienso arrojarme a los pies de Joseph… Si las cosas llegan a suceder, tendrán que ser de forma que yo pueda siempre reaccionar y tener a mano mi defensa.
Debido a todo esto, y como esta noche deseaba saber con exactitud lo que Joseph opina, he puesto cara de circunstancias, he demostrado tristeza, he suspirado y después he dicho:
—Joseph…, cuando se haya ido de aquí, estoy segura de que ya no sabré estar en la casa. ¡Me he acostumbrado tanto a usted… y a nuestras conversaciones!
—¿De verdad?
—Como se lo digo… Pienso que también tendré que irme de El Priorato…
Joseph no me ha contestado… Se ha levantado, ha dado un par de vueltas por la habitación como preocupado, mientras sus manos se movían en los bolsillos, por uno de los cuales asomaban sus tijeras de podar… Su expresión no era agradable.
Mientras iba y venía, sin dejar de mirarlo, he repetido:
—Sí, me iré… Creo que volveré a París. La provincia no me sienta bien del todo…
Ni una palabra de protesta, ni una sola objeción, ni una mirada suplicante… Joseph ha seguido en silencio, sin decirme lo que yo esperaba. Ha puesto un leño en el fuego, que parecía a punto de apagarse, y después ha vuelto a dar vueltas por la pieza, en el mismo silencio… Me he preguntado qué podía tener para portarse así. En cuanto a su mutismo, ¿qué podía deducir? ¿Aceptaba mi negativa de ir a Cherburgo? ¿Había perdido aquella confianza que, según me aseguró, tenía puesta en mí? ¿O no será que, en el fondo, teme mi imprudencia, mi continua curiosidad?
Ante esta incertidumbre, le he preguntado con cierto temor:
—Dígame, Joseph, ¿no va a sentir usted pena cuando nos separemos para no volver a vernos más?
No ha dejado de caminar, y he pensado que no se iba a molestar en responderme, pero al final, mirándome de reojo, ha dicho:
—Claro que sí… Pero uno no puede obligar a la gente a que haga lo que no quiere… Creo que las cosas se deben aceptar o rechazar con toda libertad…, gusten o no gusten… Eso es todo.
—¿Y qué es lo que yo no quiero hacer, Joseph?
—Usted lo sabe bien, Célestine…
—No lo sé, Joseph… Dígame, ¿qué es lo que yo no quiero hacer?
—Además, tiene usted ideas sobre mí que no puede decirse que sean buenas… —ha replicado, sin contestar a mi pregunta.
—¿Que tengo ideas que no son buenas sobre usted? No comprendo… ¿Por qué me dice eso?
—Porque…
—¿Por qué, Joseph?
—Pues porque… ¡Bah!, dejemos esto.
—¡No, Joseph!… Lo que ocurre es que usted ya no me quiere. Sin duda tiene otra cosa en la cabeza que cuando me hizo su proposición para ir a Cherburgo…
—No es cierto.
—Pues entonces…, ¿por qué me dice que yo no quiero hacer lo que sea, cuando no le he dado aún ninguna negativa? He estado reflexionando… Eso es todo, y no me negará que es lógico que una mujer como yo piense sobre un proyecto así… Ni yo ni nadie se compromete para toda una vida… sin pensarlo antes.
—Sí, pero…
—No hay objeciones que valgan, Joseph… —le interrumpí con decisión, pues veía que me estaba apoderando de la situación—. Lo que pienso es que usted, si fuese como debería ser, lo que debió hacer es agradecerme mis vacilaciones, puesto que le prueban que no soy una mujer aturdida e irreflexiva…, que acostumbra a saber muy bien lo que hace y lo que desea.
—Eso lo sé, Célestine… Sé que usted es una buena mujer. No hace falta que nadie se lo diga… Y sé también que es una mujer admirablemente ordenada… Lo dije el primer día y lo sostengo ahora.
—¿Entonces…?
Joseph ha dejado de ir de un lado a otro, y fijando sus ojos, todavía desconfiados, en mí, me ha respondido lentamente, con cierta ternura:
—No es lo que usted cree, Célestine. No es eso… Yo no le prohibo reflexionar. ¿Por qué iba a hacerlo? Reflexione cuanto quiera… Después de todo, hay tiempo de sobra. Hablaremos de todo a mi regreso… Pero debo decirle que hay algo entre nosotros que no me agrada del todo. Me refiero a la curiosidad… Es un vicio que no me gusta… y mucho menos en las mujeres, pues hay cosas que… Pero dejemos esto ahora…
Al terminar su frase ha movido la cabeza y ha seguido un momento de silencio. Luego ha dicho:
—En cuanto a que no la quiera, se equivoca, Célestine… Y la prueba es que no sólo pienso en usted, sino que sueño en usted. ¡Estoy loco por usted, Célestine! Esto es tan cierto como que Dios existe, lo crea o no. Veo que no me conoce bien, y sepa que lo que digo una vez lo digo ciento, si es necesario, por lo que no veo por qué habría de renunciar a mi proposición de que venga conmigo a Cherburgo… Insisto en que puede seguir pensándolo. Hablaremos a mi regreso… Lo único que le pido es que no sea curiosa… Puede hacer lo que sea con la mayor libertad… y yo también. En este asunto no hay error ni sorpresa posibles. ¿Comprende usted, Célestine?
Ha callado, pero después de una pausa se ha acercado a mí, me ha tomado las manos y ha añadido:
—Es posible que sea un cabeza dura, Célestine, pero lo que entra en ella se queda dentro para siempre… Y en estos momentos sueño en usted, Célestine… Sueño en usted y en el café de Cherburgo. ¿Comprende?
Los brazos de la camisa los tenía remangados hasta el codo, viéndosele sus recios músculos bajo la piel blanca… En los bíceps, Joseph tenía unos tatuajes, con figuras de corazones rojos, puñales cruzados y flores. De su pecho, ancho y convexo como una coraza, me llegaba un fuerte olor a hombre, por no exagerar y decir que era un fuerte olor a fiera, tan temible como embriagador.
Me he sentido tan seducida por esa fuerza y ese olor que me he tenido que apoyar en un caballete para poder respirar… Ni Jean, ni el señor Xavier, ni ninguno de los demás hombres que he conocido, algunos de los cuales eran apuestos y refinados, me produjeron una impresión tan violenta como la que me produce Joseph, a pesar de que es ya un hombre maduro, en cuyo rostra se refleja cierta crueldad.
No pudiendo soportar más tiempo su atracción, me le he acercado y lo he abrazado, tratando de recorrer con mis dedos sus músculos, duros como el acero.
—Joseph —le he dicho con voz temblorosa—, tenemos que unirnos lo antes posible… Es necesario, ¿comprende? Mi querido Joseph, yo también sueño en usted… Yo también estoy loca por usted y no hago más que pensar en su proposición.
Pero Joseph, con gesto grave y paternal, me ha contestado:
—Ahora no puede ser, Célestine…
—¿Y por qué no?
—Porque no…
—Joseph, no le entiendo…
Entonces él, suavemente, ha rehuido mi abrazo, diciéndome:
—Debe comprender, Célestine…
—¿Qué?
—Que yo la quiero a usted más de lo que se imagina… Si se tratara únicamente de divertirnos, bien sabe Dios que no la rechazaría, ni dejaría pasar un segundo más… Pero considero que nuestro proyecto es algo muy serio y para siempre… Por lo tanto, hay que proceder con tacto. No podemos seguir adelante en nuestras relaciones… sin la bendición del sacerdote. Es como yo lo veo.
Nos hemos quedado mirándonos… Joseph tenía los ojos muy brillantes y la respiración agitada, y yo sentía mis brazos como rotos, de tanto forcejear con sus músculos. La cabeza me daba vueltas… y en el cuerpo sentía como un irrefrenable ardor.