XVII
Han transcurrido ocho meses sin que haya escrito una página de este diario, pues he tenido otras cosas que hacer y en qué pensar… Hace exactamente tres meses que Joseph y yo dejamos El Priorato para venir a instalarnos en el café del puerto de Cherburgo. Estamos casados, y los negocios marchan bien. El oficio me gusta y me siento feliz. Nacida cerca del mar, he vuelto a él. No lo echaba de menos, pero me agradó verlo otra vez. Claro que ahora ya no se trata de los desolados paisajes de Audierne, ni de la infinita tristeza de sus costas y del horror de sus playas, donde podría decirse que aúlla la muerte… Aquí nada es triste; por el contrario, todo es alegría. Me rodea el rumor alegre de una ciudad militar, el pintoresco movimiento y la abigarrada actividad de un puerto en tiempo de guerra. En esa tregua que hay entre dos viajes, al amor le gusta hacer de las suyas, y el espectáculo no deja de ser atrayente, más que nada por la variedad de matices que ofrece a cualquier mediano observador. En fin, aquí he podido volver a respirar ese olor de algas y de alquitrán entre el cual nací, y si no fue muy grato en mi infancia, en cambio me ha gustado siempre.
En Cherburgo me he encontrado con jóvenes de mi pueblo, que se hallan aquí haciendo el servicio militar en buques de la marina. No les hablo nunca, ni se me ha ocurrido preguntarles sobre la suerte de mi hermano… ¡Hace ya tanto tiempo de todo aquello! Para mí, es como si hubiese muerto… «Buenos días»… «Buenas noches»… «Que te vaya bien»… Son las únicas palabras que cruzo con esos jóvenes. Cuando no están bebidos, son demasiado brutos, y cuando no son brutos, están demasiado bebidos. Sus cabezas son iguales a las de los viejos pescadores. Y nunca hay la menor efusión entre ellos y yo… A Joseph no le gusta que intime con simples marineros, y más si son sucios bretones que se emborrachan con bebidas baratas.
A pesar de todo y aun teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, creo que debo relatar en estas páginas, aunque sea brevemente, los acontecimientos que tuvieron lugar antes de nuestra marcha de El Priorato.
Como ya dije, Joseph dormía en las habitaciones que quedaban sobre el taller donde él arreglaba los arneses. Todos los días, en invierno como en verano, se levantaba a las cinco de la mañana. Un mes después de su regreso de Cherburgo, la mañana del 24 de diciembre, Joseph vio que la puerta de la cocina estaba abierta. Al principio pensó que ello se debía a que alguien se había levantado antes que él, pero después advirtió que uno de los vidrios cercanos a la cerradura había sido cortado, sin duda con un diamante, y que se podía meter un brazo por el orificio hecho. La cerradura la habían forzado unas manos expertas. Y en el suelo había trozos de madera, de vidrio y de metal… Una vez inspeccionado el interior de la casa, se descubrió que las puertas, tan cuidadosamente cerradas por la señora Lanlaire, habían sido forzadas también… Todo parecía indicar que había sucedido algo horrible. Muy impresionado (narro los hechos tal como él lo refirió a los distintos magistrados y a la policía), Joseph atravesó la cocina y siguió por el pasillo, a cuya derecha estaban la despensa, la antesala y el cuarto de aseo, y a la izquierda el comedor y el saloncito, y más al fondo, el salón grande. En el comedor había un terrible desorden, y se advertía al primer vistazo que se habían saqueado todos los cajones. Los muebles estaban revueltos y fuera de su sitio, los cajones aparecían volcados sobre el suelo y sobre la mesa, y una vela acababa de consumirse entre varias cajas vacías. La magnitud del desastre aún fue más patente en las otras dependencias del servicio, y sobre todo allí donde estaba el armario que, como ya dije en su momento, con tenía la venerada platería, guardada por una complicada cerradura de la que sólo la señora Lanlaire parecía saber el secreto. Los tres cajones, que durante años permanecieran sujetos al suelo y a la pared del fondo, estaban arrancados de su misterioso e inviolable tabernáculo, y su precioso contenido había desaparecido.
Al ver aquello; Joseph se apresuró a dar la alarma en toda la casa, gritando:
—¡Señora…! ¡Señor…! ¡Bajen pronto! ¡Han robado! ¡Han robado la platería!
Aquello fue una avalancha, pues en seguida apareció todo el mundo. La señora bajó en camisón y envuelta en una simple toquilla. Cuando el señor acudió, se ajustaba los pantalones, quedándole fuera la camisa. Estaban terriblemente pálidos, desgreñados, y con la expresión propia de quien se despierta en medio de una tremenda pesadilla.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué ha pasado aquí?
—¡Han robado, señora…! ¡Han robado, señor…!
—¿Que han robado?
—¿Qué, qué?
Una vez en el comedor, la señora comprendió la importancia de lo ocurrido, porque gimió:
—¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡Qué desgracia!
Mientras, con los labios torcidos, el señor seguía preguntando:
—Pero…, ¿qué han robado?
La señora Lanlaire, siempre precedida por Joseph, cuando llegó a la habitación cercana a la cocina, abrió los brazos y gritó:
—¡Dios mío…! ¿Cómo es posible? ¡Han robado mi platería!
Lo revolvió todo, y al ver que no quedaba ninguna pieza de plata, gimió:
—¡Lo han robado todo…! ¡Todo! ¡Hasta el aceitero Louis XVI…! ¡Qué desgracia, Dios mío!
Mientras la señora miraba los cajones igual que se mira a un niño muerto, el señor se rascaba la cabeza y lamentaba la pérdida con la voz propia de un demente:
—¡Oh…! ¡Esto sí que ha sido…! ¡Oh…! ¡Esto sí que ha sido…! ¡Oh…!
Joseph no paraba de hacer muecas y de gruñir:
—¡El aceitero Louis xvi! ¡El aceitero Louis XVI…! ¡Malditos bandidos!
Después siguió un terrible silencio, un silencio dramático, parecido al que se produce en el minuto inmediatamente posterior a los cataclismos y a los grandes desastres…, mientras la temblorosa y siniestra luz que Joseph tenía en las manos se paseaba por los rostros sin expresión y los cajones.
Igual que a los señores, también me despertaron los gritos de Joseph. Cuando bajé y vi el desastre, a pesar de lo tragicómicas que me parecieron las caras de los dueños, mi primer sentimiento fue de compasión… ¡Era terrible! Tenía la impresión de que aquella desgracia me afectaba también a mí, como si perteneciese a la familia, y estuve a punto de expresarle a la señora mi pesar, diciéndole algunas palabras de consuelo, pues sentía una gran tristeza al verla tan desolada… Como es natural, esta impresión de solidaridad o de servidumbre se disolvió en seguida, pues me duró pocos minutos.
Todo delito me produce cierta admiración, a pesar de lo que tiene de violento, de solemne y de temible. No sé si me expreso bien al decir admiración, pues la admiración es un sentimiento, una exaltación espiritual, y lo que siento ante un delito sólo me afecta en la parte física o carnal… Es como una sacudida violenta, deliciosa y repulsiva al mismo tiempo, algo así como si me estuviesen violando… Esto es curioso, y puede que sea hasta horrible; nunca he podido explicarme estas extrañas sensaciones. En mi sensibilidad, todo delito, y principalmente el asesinato, tiene una secreta correspondencia con el amor… Un gran delito o un crimen pueden arrebatarme y seducirme de la misma forma que el más apuesto y varonil de los hombres.
Ante aquella escena del robo cometido en casa de los Lanlaire, y después del primer sentimiento de piedad, mi segunda reacción fue la de experimentar esa seducción del delito, que por último dejó paso a una alegría casi infantil, pues acabé diciéndome: «He aquí dos seres que viven como topos, como larvas, cautivos voluntarios en los inhóspitos muros de esta prisión. Todo lo que puede significar una alegría de la vida, o una sonrisa en la casa, lo suprimen como algo superfluo. Lo que podría ser la excusa de su riqueza, el perdón de la inutilidad de su existencia, lo esquivan como si se tratara de una suciedad. No hay nada en su mesa que lo dejen para el pobre, ni un solo pliegue de su corazón se conmueve ante los que sufren. Son mezquinos hasta con su propia dicha… ¿Por qué habría de tenerles yo lástima? ¡Ah, no! ¡No hay ninguna razón para ello! Esto que les ha ocurrido es como un acto de justicia. Al robarles una parte de sus bienes, los ladrones han restablecido cierto equilibrio. Lo único que lamento es que no hayan dejado a estos dos odiosos seres totalmente desnudos y condenados a la mayor miseria. Deberían haber quedado tan desamparados como el pordiosero que llamó un día a su puerta y al que dejaron morir en la calle a sólo dos pasos de sus malditas riquezas».
La verdad es que sentí un gran regocijo ante la idea de que los Lanlaire hubiesen podido verse condenados a una ruina total. Los imaginaba vistiendo harapos, con unas alforjas a la espalda y con los pies sangrándoles mientras arrastraban su miseria por los caminos y tendían su mano implorante en la puerta de otros malvados e implacables ricos… Pero cuando sentí una auténtica e intensa alegría, fue al ver cómo la señora.
Lanlaire se aferraba a sus cajones vacíos, pareciendo más muerta que si lo estuviese de verdad, pues ella tenía conciencia de aquella otra «muerte», que siempre es tan horrible para los seres que no han querido nunca a nadie y sólo valoran en dinero las cosas que no tienen precio en realidad, como son las divinas manifestaciones del espíritu, la caridad y el amor… Aquel vergonzoso dolor era también para mí una alegría en la medida que significaba una venganza por todas las humillaciones que había tenido que soportar viendo sus miradas y oyéndola. Ahora era yo quien gozaba extraordinariamente, y deseaba gritar con todas mis fuerzas: «¡Bien hecho…! ¡Ah, lo que me habría gustado conocer a los ladrones, para agradecerles su hazaña en nombre de todos los mendigos que han llamado a estas puertas y no han conseguido ni siquiera un mendrugo! ¡Cómo me gustaría abrazar a esos magníficos tipos, que con su acción me han proporcionado tan agradables sensaciones!».
Como era lógico, la señora Lanlaire se recuperó de la sorpresa rápidamente, y lo primero que hizo fue dar rienda suelta a su agresiva y violenta naturaleza.
—¿Y tú qué haces aquí? ¿Por qué estás aquí? —le gritó al señor, con su habitual tono colérico y desdeñoso—. ¿No has visto lo ridículo que estás? Llevas la camisa fuera de los pantalones, y tu aspecto es de lo más deplorable… Lo que debes hacer es asearte un poco y llamar inmediatamente a la policía. Supongo que no pensarás quedarte ahí, como un muerto, durante todo el día… Y haz que venga también el juez de paz. ¡Vamos, date prisa! ¡Qué hombre, Dios mío!
El señor Lanlaire se disponía a salir para cumplir las órdenes de su esposa, cuando ella le detuvo para reprocharle más violentamente:
—¿Cómo se explica que no hayas oído nada? ¡Buena ayuda tengo contigo! Asaltan la casa, violentan las puertas, rompen las cerraduras, abren los cajones… ¡y tú no oyes nada! ¿Para qué sirves entonces, pedazo de bruto?
—Tú tampoco has oído nada, querida… —se atrevió a replicar el señor.
—¡Cómo! ¿Yo…? ¿Acaso es lo mismo? Esto corresponde a los hombres… Vamos, no me discutas, y ve a hacer lo que te he dicho.
Mientras el señor Lanlaire subía a vestirse, la señora descargó su furia sobre nosotros, diciéndonos:
—Y ustedes…, ¿qué hacen mirándome como tontos? ¿Tampoco oyeron nada? Se comprende. ¿Qué puede importarles que nos roben a nosotros? ¡Qué bonito es tener sirvientes que sólo sirven para comer y dormir…! ¡Qué pandilla de brutos!
De pronto miró a Joseph, y le preguntó:
—¿Y los perros…? ¿Por qué no ladraron?
—No lo sé, señora… —dijo Joseph, con la mayor naturalidad—. La verdad es que no ladraron… y eso me extraña. No lo comprendo.
—¿Estaban sueltos?
Claro que sí, señora… Como todas las noches. Esto me hace pensar que los ladrones conocían la casa y sabían que hay perros.
—¿Y usted, Joseph? Usted siempre está en el sitio donde hace falta… ¿Cómo se explica que no oyera nada?
—No, no oí nada… Y lo más extraño es que tengo un sueño muy ligero. Si hay un gato en el jardín, lo oigo en seguida… Hay algo que no es natural en este asunto. Y sobre todo, que los perros no se dieran cuenta de nada. No me lo explico, señora…
—Está bien, déjeme tranquila… Ya veo que nadie sabe nada. ¿Y Marianne…? ¿Dónde está Marianne? Seguro que estará durmiendo como un lirón. ¿Qué se puede esperar de una gente así…? ¡Dios mío, qué castigo!
La señora salió de la estancia, hacia la escalera, desde donde comenzó a gritar:
—¡Marianne…! ¡Marianne…!
Entretanto, Joseph se dedicaba a mirar los cajones, y lo hacía con gesto grave y misterioso a la vez…
No es mi intención describir los múltiples incidentes que se sucedieron durante aquel día… Pero sí diré que el procurador de la República fue llamado por telegrama y que llegó aquella misma tarde, y comenzó su investigación en el acto.
A Joseph, a Marianne y a mí se nos interrogó por separado. Las preguntas que les hicieron a ellos fueron de rutina, pero a mí me interrogaron con una insistencia tan hostil, que al final estaba tan irritada que me faltó poco para estallar. En mi habitación lo registraron todo, no dejando rincón sin revolver. Mi correspondencia fue también examinada, lo que me pareció un grosero abuso de autoridad. Sin embargo, y gracias a una casualidad que bendigo, este diario escapó a la mirada de la policía; pues unos días antes del suceso se lo había enviado a Cléclé para que lo leyera, en respuesta a una afectuosa carta que me había enviada. Si los magistrados hubiesen llegado a leerlo, quizá habrian encontrado la prueba que necesitaban para acusar o sospechar de Joseph. Cada vez que pienso en aquella alarmante posibilidad, siento que me tiemblan las piernas.
El jardín también fue minuciosamente registrado en busca de huellas, pero la tierra estaba seca y dura, por lo que fue imposible encontrar el menor rastro. Las rejas, las paredes y las puertas de la cerca no hablaban, guardando celosamente su secreto.
Igual que en el caso de la violación de la pequeña Claire, también ahora acudió mucha gente a declarar… Uno decía que había visto a un hombre rubio sospechoso, cuya fisonomía no podía describir; otro hablaba de un hombre moreno, de extraño aspecto… y así sucesivamente. En resumen, la investigación no dio ningún resultado, pues no se pudo conseguir una sola pista ni aventurar la menor sospecha.
—Es necesario esperar… —dijo misteriosamente el procurador de la República—. Quizá la policía de París pueda orientarnos en algo que nos permita hallar la pista de los ladrones.
Durante aquella fatigosa mañana no dispuse de un segundo para reflexionar y pensar que, gracias al robo, El Priorato había logrado vida y animación. La señora Lanlaire no nos daba ni un minuto de tregua. Había que correr de un lado a otro la mayoría de las veces sin motivo, porque la patrona estaba realmente extraviada. En cuanto a Marianne, parecía como si no se diera cuenta de qué clase de acontecimiento había trastornado la casa. Como la triste Eugénie, ella también seguía con su idea, que tan lejos estaba de las preocupaciones de los demás… En efecto, cuando el señor Lanlaire aparecía en la cocina, Marianne se quedaba extasiada, y parecía que se embriagara de gozo ante su presencia.
Aquella noche, después de una cena tan silenciosa como un funeral, medité en lo sucedido… Un pensamiento me asaltó en seguida: Joseph tenía algo que ver con el robo. Estaba segura. Y aún había algo más: habría puesto las manos en el fuego, segura de que había cierta relación entre su viaje a Cherburgo y la preparación de aquel audaz saqueo, tan admirablemente llevado a cabo. Recordaba la respuesta de Joseph la víspera de su partida, explicándome que su decisión «dependía de algunos asuntos de cierta importancia».
Aunque procuraba comportarse con naturalidad, yo veía en los gestos de Joseph cierto desasosiego que no era habitual en él… y que sólo yo lo podía notar. Como es natural, no hacía nada para rechazar mi presentimiento o mi sospecha, entre otras cosas porque me era muy satisfactorio y me proporcionaba cierta alegría.
En un momento que Marianne nos dejó solos en la cocina al día siguiente, me acerqué a Joseph, y entre amable y emocionada le pregunté:
—Dígame, Joseph…
—¿Qué?
—Fue usted quien violó a la pequeña Claire en el bosque, y usted quien há robado la platería de la señora; ¿verdad que no me equivoco?
Joseph me miró como abrumado, visiblemente sorprendido ante mi pregunta. De repente, sin contestarme, me atrajo hacia él y me dio un beso tan fuerte que me torció el cuello, diciéndome:
—Célestine, no debe hablar de eso, puesto que va a venir conmigo al café de Cherburgo y porque nuestras almas son gemelas, ¿lo comprende?
En aquel momento recordé a una especie de ídolo hindú, de una fealdad atrayente, cambiante hasta llegar a parecer hermosa, pero en realidad tan horrible como criminal, que un día apareció por los salones de la condesa Fardin… Joseph se le parecía en aquellos instantes…
Los días y los meses fueron pasando… Como era de esperar, los magistrados no descubrieron nada, y decidieron abandonar la instrucción del sumario. Según ellos, el robo había sido planeado y hecho por gente muy experta, que con toda seguridad habían llegado de París… ¡Ah, París tiene buenas espaldas! ¡Cualquiera encuentra nada allí!
El fracaso de aquellas investigaciones indignó mucho a la señora Lanlaire, que reaccionó violentamente contra la magistratura al ver perdida definitivamente su platería. Aunque los magistrados querían desistir, ella les ofrecía todos los días nuevas sugerencias, en especial sobre su famoso aceitero Louis XVI, hasta que acabaron por no escucharla.
En cuanto a Joseph, al final pude tranquilizarme, pues durante varias semanas temí que le sucediera lo peor… Él volvía a ser el criado fiel y discreto, dedicado con devoción a su trabajo.
Cuando recuerdo cierta conversación que le oí a la señora Lanlaire, no puedo evitar la risa… La señora estaba hablando con el procurador de la República, un hombrecillo muy delgado, de labios finos y rostro ictérico, cuyo perfil parecía el filo de un sable. Cuando yo pasaba cerca de ellos, el magistrado le preguntaba:
—¿Y el servicio? ¿No sospecha de ninguno de los sirvientes, señora Lanlaire…? ¿Qué me dice, por ejemplo, de ese Joseph?
—¿Joseph? —exclamó indignada la señora—. ¡Si ese hombre está a nuestro servicio hace quince años…! Es la honradez personificada, señor procurador… Una auténtica alhaja, señor mío. Si se lo pidiéramos, estoy segura de que se echaría al fuego por nosotros…
Después de reflexionar ligeramente, la señora Lanlaire me miró a mí, y esperó que yo saliera para decirle al procurador:
—Otra cosa es esa muchacha… Se llama Célestine y creo que en París tiene relaciones sospechosas. Se escribe con alguien de allí muy a menudo… Además, varias veces la he sorprendido bebiendo vino, y también comiendo nuestras ciruelas. Cuando roba el vino de los dueños, creo que es capaz de todo… La verdad es que no se deberían coger criados que vienen de Paris. Es muy peligroso.
Eso ocurre siempre con la gente desconfiada… Dudan y sospechan de todo el mundo, menos de quien les roba…, pues yo estaba cada vez más segura de que Joseph era el autor de la fechoría. Desde hacía algún tiempo lo vigilaba, y no por un sentimiento hostil, sino por curiosidad, pues estaba convencida de que aquella «alhaja», aquel sirviente que era «la honradez personificadas», robaba todo lo que podía en la casa… En efecto, Joseph se llevaba continuamente pequeñas cantidades de avena, carbón, huevos y toda clase de menudencias que se pudiesen vender sin que se supiera su origen. Y el sacristán, su fiel amigo, no iba por las noches sólo para discutir sobre las grandes ventajas del antisemitismo. Como persona inteligente, paciente y metódica, Joseph no ignoraba las ventajas de los pequeños robos diarios, que según él suman pingues beneficios al cabo del año. Estoy segura de que con su sistema triplicaba o cuadruplicaba su sueldo, lo que no era de despreciar. Por supuesto que sé la diferencia que hay entre estos pequeños hurtos y el audaz saqueo de la noche del 23 de diciembre, pero esto sólo prueba que Joseph era capaz de trabajar también «en grande»… ¿Quién podía saber si estaba en combinación con alguna banda? ¡Ah, lo que me hubiera gustado conocer toda la verdad sobre aquel asunto!
Desde la noche en que su beso fue como una confesión de los hechos, su apego a mí era mayor que nunca, pero siempre me lo negó todo. Por más vueltas que di a su alrededor, tendiéndole trampas y envolviéndolo con dulces palabras, nunca se confió incluso me admiró ver cómo alentaba las tristes esperanzas de la señora Lanlaire… Hizo planes, reconstruyó los supuestos detalles del robo, pegó a los perros por no haber ladrado, y amenazó repetidas veces con los puños a los supuestos ladrones, como si los estuviera viendo saltar la cerca.
La verdad es que en ciertos momentos no sabía qué pensar de Joseph, pues hasta a mí conseguía despistarme. Había días que dudaba de que mis sospechas fuesen ciertas, lo cual me era fastidioso.
Por lo demás, seguíamos llevando nuestra vida de siempre. Unas veces lo veía en la cocina y otras en su taller… Tuvimos una conversación un poco delicada.
—¿Qué hay, Joseph?
—Ah, Célestine… ¿Es usted?
—¿Por qué no me habla, Joseph? Parece como si me huyera…
—¿Huirle… yo? Ya veo que no comprende lo que ocurre.
—¿Y qué es?
—No, nada…
—Sí, estoy en lo cierto… —insistí—. Usted me huye desde aquella famosa mañana…
—Por favor, no hable de esas cosas, Célestine… Ya Le dije un día que tiene el pequeño defecto de pensar mal… ¿Se acuerda?
—Sí, pero… ¿Qué es pensar mal para usted? ¿Acaso pensar la verdad?
Joseph movió la cabeza con pesadumbre, como si lamentara y se viese obligado a reprobar mis palabras. No sé por qué, pero comprendí su pensamiento y rectifiqué mi actitud, diciéndole:
—Joseph, no me haga caso… Hablaba por bromear. ¿Iba yo a quererle si hubiera cometido esos delitos? Mi querido Joseph, yo…
—Usted es muy zalamera, Célestine, y su forma de proceder no es correcta…
—¿Cuándo nos vamos de aquí, Joseph? —le pregunté de pronto—. La verdad es que no puedo aguantar más en este lugar…
—Es pronto aún… Hay que tener paciencia y esperar todavía…
—¿Esperar? ¿Esperar qué…? ¿Por qué?
—Tenemos que esperar que pase cierto tiempo, pues aún es pronto… ¿No lo comprende, Célestine?
En aquel momento me tentó la curiosidad, y le dije en tono de reproche:
—Dígame, Joseph, ¿no tiene ninguna prisa en tenerme por completo, y como Dios manda; según dice usted mismo?
—No es que no tenga ninguna prisa, sino que me muero de deseos, Célestine… Sólo le diré que en cuanto la veo ya me hierve la sangre.
—Entonces, vayámonos cuanto antes…
Él seguía firme en los planes que sin duda se había trazado y no estaba dispuesto a alterarlos ni siquiera por mí… Al final me dije: «Después de todo es lo más inteligente, porque si es cierto que ha robado la platería, no puede irse en seguida para establecerse… Las sospechas caerían rápidamente sobre él. Es una medida de necesaria prudencia dejar que pase el tiempo hasta que se olvide el asunto».
Otra noche, en mi impaciencia, recuerdo que le propuse:
—Dígame, Joseph: creo que hay un medio para irnos de aquí antes de lo previsto… Podríamos discutir con la señora y darle un motivo lo bastante importante para que tuviera «razón» de despedirnos a los dos.
—¡No! —protestó en seguida vivamente—. ¡Nada de eso, Célestine! Yo quiero a mis patronos… Son buena gente y deseo que guarden un buen recuerdo de mí… Además, es lo que puede sernos más conveniente. Hay que irse como se va la gente honesta… Es necesario que los patronos lamenten nuestra partida y que lloren cuando nos vayamos… ¿No lo comprende, Célestine? La verdad es que a mí también me dará cierta pena marcharme. ¿Por qué…? No lo sé muy bien, pero quizá sea porque he pasado aquí quince años de mi vida, y esto es una razón tan buena como cualquier otra para lamentar una cosa. Cuando se está tanto tiempo en una casa, se siente uno apegado a ella… ¿No le ocurre a usted lo mismo, Célestine?
—No, no —dije riendo—. Por supuesto que no…
—Pues eso no está bien… Hay que apreciar a los patronos en la medida que lo merecen. Yo le recomendaría esta actitud. Hay que comportarse de forma amable y abnegada, pues no se pierde nada así… Igualmente hay que irse como Dios manda, sin desaires y especialmente al tratarse de la señora Lanlaire. Hay que quedar en buena relación con ella. Esto sobre todo…
Desde entonces seguí los consejos de Joseph. Durante los meses que seguimos aún en El Priorato, me propuse ser una sirvienta ideal para que la señora también pudiera decir de mí que era una alhaja. Para conseguirlo, empecé a deshacerme en atenciones con ella y con todos.
Como esperaba, la señora acabó siendo más humana conmigo, y hasta se convirtió en mi amiga, pero no creo que aquel cambio se debiera a mis atenciones. Lo que a mi juicio sucedía era que la señora había recibido un duro golpe en su orgullo, como ocurre cuando se ha perdido a una persona muy querida, cuando el dolor es tremendo y agotador, y ella había perdido su afán de lucha, abandonándose al abatimiento a que la sometían sus nervios vencidos y su humillado orgullo. Parecía buscar en torno suyo, y no sólo en las personas, toda clase de consuelo o de compasión… El Priorato, en otro tiempo un infierno, se había convertido en un auténtico paraíso.
Fue en medio de esta paz familiar y de esta dulzura hogareña cuando un día le anuncié a la señora Lanlaire la necesidad que tenía de dejarla… Inventé una historia romántica, diciéndole que volvía a mi pueblo para casarme con un buen muchacho que me esperaba hacía tiempo. Con palabras muy sentidas le expresé mi pena, mientras elogiaba sus virtudes como patrona.
No hay que decir que la señora Lanlaire se quedó muy sorprendida, y la angustia le salía por los ojos… Después de la primera impresión, intentó convencerme de que desistiera de mi propósito, y me ofreció mayor sueldo y una habitación mucho mejor que la que tenía. Ante mi firme decisión, no le quedó más remedio que resignarse.
—Ahora que ya me había acostumbrado a usted… —dijo—. Está visto que últimamente no tengo suerte en nada.
Pero aún le quedaba otra prueba a la señora Lanlaire, que fue cuando pocas semanas después Joseph le explicó que se sentía enfermo y que no podía trabajar más, que quería descansar, aunque sólo fuese una temporada.
—¿Usted también me abandona, Joseph? —gimió la señora Lanlaire—. ¿Usted también…? No es posible… Todo el mundo me abandona. ¡Esto es una maldición! Entonces lloraron todos: la señora, Joseph, el señor Lanlaire, Marianne…
—Con usted se lleva nuestro afecto, Joseph, supongo que se da cuenta… —confesaron cada uno a su manera.
¡Claro que se daba cuenta…! Joseph no sólo se llevaba su afecto, sino también su platería.
Una vez libre de aquel trabajo que había llenado tantos años de mi vida y me había causado tantos sinsabores, al sentir por primera vez que ya no era una sirvienta, me quedé perpleja… Estaba sorprendida más que nada porque no sentía el menor escrúpulo al pensar que me aprovechaba de un dinero robado, temiendo que aquella actitud fuese tan sólo pasajera. Joseph había llegado a dominar tanto mi espíritu como mi carne, pero yo pensaba que también aquello podía ser una simple y momentánea perversión de los sentidos. A veces me preguntaba si no sería que mi imaginación, tan inclinada a los sueños más fantásticos, habría creado artificialmente a Joseph, haciéndolo tal como yo lo veía, cuando podía ocurrir que fuese nada más un bruto, un ignorante campesino incapaz de cometer el menor delito.
Por otro lado estaban también las consecuencias de todo aquello, cuyo resultado era mi cambio de profesión. Siempre había creído que el día que dejara de ser una sirvienta, el cambio supondría para mí como una gloriosa liberación. Pero no fue así… ¿Sería que yo también llevaba en la sangre, a pesar de mi innata rebeldía, ese virus que le transmite a una «alma de criado»?
Creo que desde el primer momento extrañé todo lo que suponía el pequeño lujo burgués. En seguida adiviné lo que sería mi pequeño hogar, austero y frío, parecido a un hogar de obreros, igual que mi vida, mediocre y privada de todas esas bonitas cosas, suaves al tacto, que tanto me han gustado siempre… Lo cierto es que ya no podía volverme atrás.
¡Ah…! ¿Quién habría podido decirme aquel día triste y lluvioso que llegué a El Priorato…, que iba a terminar al lado de aquel hombre extraño, tosco, callado y que me miraba con tanto desdén?
Bien, ahora estamos ya en el café, y Joseph parece rejuvenecido, pues no anda encorvado, ni parece que le canse el trabajo, a pesar de que no para en todo el día sirviendo las mesas. Su actitud, que tanto me asustó al principio, ha terminado por ser acogedora y protectora. Ha cambiado también de aspecto, pues ahora siempre va afeitado y con su rostro moreno tan brillante como la caoba. Lleva una chaqueta azul muy limpia y usa boina, con lo que parece uno de esos viejos lobos de mar que durante su vida han visto cosas extraordinarias en los más lejanos países… Pero lo que más admiro de él es su tranquilidad No creo haberle vista nunca una mirada de inquietud. Se comprende que su vida la ha apoyado siempre sobre bases muy sólidas, pues se le ve seguro de lo que hace y de lo que desea. Ahora defiende con más tesón que nunca ese compendio de cosas que son la familia, la propiedad, la religión, la marina, el ejército, la patria… Debe confesar que me asombra continuamente.
Al casarnos, Joseph tuvo la gentileza de darme diez mil francos… Él no sólo se ocupa del café, pues el otro día la comisaría marítima le adjudicó por quince mil francos, que pagó al contado, un lote procedente de los despojos de un naufragio…, y pocos días después lo vendió con un considerable beneficio. También hace pequeñas operaciones bancarias, prestando dinero a los pescadores, y ya piensa en comprar la propiedad vecina para abrir un café-concierto.
Lo que más me intriga es que tenga tanto dinero. ¿Qué fortuna es la suya…? No creo que lo sepa nadie. Cuando le hablo de eso, no le gusta, ni quiere que le hable de El Priorato. Es como si lo hubiese olvidado todo, como si su vida hubiese empezado el día que compró el café. Y cuando le hago alguna pregunta respecto al pasado, siempre finge que no comprende lo que le digo, pero yo noto cómo los ojos le brillan siniestramente, igual que en aquella época. Estoy convencida de que jamás sabré nada concreto acerca de él, ni conoceré el misterio de su vida. Y tal vez sea ese misterio lo que tanto me liga a él.
Joseph vive pendiente de todo lo que se relaciona con el café. Tenemos tres mozos y una sirvienta para la limpieza y la cocina. Me parece que todo marcha estupendamente… Cierto que en tres meses hemos cambiado cuatro veces de sirvienta, pero hay que reconocer que son muy exigentes. ¡Es increíble lo desvergonzadas y lo ladronas que suelen ser las mujeres que se dedican a esos trabajos en Cherburgo! Esta dificultad del servicio es muy engorrosa para la buena marcha de nuestro negocio… Yo me encargo de la caja, y tengo como trono el mostrador, que está bien iluminado, y abastecido con botellas de toda clase.
La verdad es que estoy en mi puesto como un adorno del establecimiento, para entretener con mi conversación a los clientes… Por eso, Joseph quiere que vaya siempre bien arreglada, por lo que no me niega nada que sea para embellecerme. Le gusta que por las noches esté lo más atractiva posible, con tentador escote. Hay algunos clientes que me cortejan y, mientras, no paran de beber. Joseph trata muy bien a este tipo de clientes, pues son los que más dinero dejan en el negocio.
Además del café, tenemos también cuatro huéspedes que comen con nosotros y por la noche son los clientes que casi beben más. Conmigo son muy correctos…, a pesar de que hago lo posible para que se encandilen conmigo… En este sentido, sin embargo, puede decirse que no paso de amables miradas y alguna sonrisa intencionada. No pienso en nadie más que en Joseph. Tengo bastante con él… y creo que aunque lo engañara con el almirante, perdería en el cambio. Joseph es un hombre rudo y de cierta edad, pero muy pocos jóvenes serian capaces de satisfacer como él a una mujer. Lo más extraño es que, aun reconociendo que no es muy bien parecido, no veo ninguno que me parezca tan atractivo como él. ¡Lo tengo metido en el cuerpo! ¡Ah, nadie puede hacerse una idea de cómo me ha conquistado ese viejo monstruo…! En cuestiones de amor le creo capaz de inventar todos los trucos posibles… Cuando pienso que no salió nunca de la provincia, me pregunto una y otra vez dónde pudo aprender… lo que sabe. ¡Es realmente maravilloso!
Pero donde Joseph ha conseguido sus principales éxitos desde que estamos en Cherburgo, ha sido en el campo de la política. Tal como él proyectó desde un principio, en el sitio más destacado del café hay una frase que dice: «Al ejército francés», cuyas letras son doradas de día y rojas de noche. El local se ha convertido en el centro obligado de todos los patriotas y antisemitas de la ciudad, los cuales acostumbran a fraternizar con tremendas borracheras, en las que se mezclan los suboficiales del ejército y los marinos graduados… Varias veces ha habido violentas peleas, y los suboficiales llegaron a desenvainar el sable, dispuestos a exterminar a sus imaginarios y traidores enemigos.
La noche del desembarco de Dreyfus en Francia, creí que el café se venía abajo con los gritos de: «¡Viva el ejército!» y «¡Mueran los judíos!». Joseph, que ya es popular en la ciudad, aquella noche tuvo un éxito fabuloso cuando subió a una mesa y gritó:
—Si el traidor es culpable, que se le embarque de nuevo… y si es inocente, ¡que se le fusile!
Por todas partes se oía corear las palabras de Joseph… Aquella incitación hizo que el clima y la euforia llegasen al paroxismo.
—¡Eso es, que lo fusilen!
—¡Viva el ejército!
—¡Que lo fusilen! Cuanto antes, mejor…
—¡Eso es! ¿Por qué tantos miramientos?
Por todo el local lo único que se oía eran los gritos, el escalofriante ruido de los sables y los puñetazos sobre el mármol de las mesas. Alguien quiso hablar para decir no sé qué, pero fue recibido con una rechiflada, al mismo tiempo que Joseph se le echó encima, arreándole un guantazo en la boca que le hizo saltar cinco dientes… El individuo aquel fue golpeado y, lleno de sangre y medio muerto, fue arrojado a la calle.
—¡Viva el ejército!
—¡Mueran los judíos!
—¡Muerte a los traidores!
Aquella noche le expuse mis temores a Joseph, pues el clima de violencia y de bestias alcoholizadas me asustaba, pero él me tranquilizó, diciéndome:
—No tienes por qué preocuparte. Lo que ha ocurrido hoy no es nada. Este ambiente es necesario para nuestro negocio.
Cuando volví ayer del mercado, Joseph, restregándose las manos de alegría, me anunció:
—Hay malas noticias… Se habla de la guerra con Inglaterra.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Y si llegan a atacar Cherburgo?
—¡Ja, ja, ja! —repuso Joseph—. Eso nos haría ricos en cuatro días… Las cosas son así, Célestine… Y voy a decirte otra cosa…
—¿Qué es? —dije, sin poder disimular cierto temor, pues sabía que Joseph tramaba alguna de las suyas cuando le veía aquella mirada.
—Cuanto más te miro —dijo al fin—, más me convenzo de que no pareces bretona. Lo que pareces es alsaciana… Y pienso en el efecto que harías en el mostrador…, si te vistieras con el traje de esa región.
De momento me alarmé al oírle, pues creí que me iba a proponer algo desagradable, pero lo que dijo me halagaba, porque de cierta manera me iba a dar la oportunidad de ayudarle en una atrevida empresa.
Cada vez que veo pensativo a Joseph, comienzo a imaginar tragedias, robos nocturnos en las casas de los próceres, cuchillos y personas que agonizan en los matorrales… Pero aquella vez me había equivocado, pues todo se reducía a un simple disfraz.
—¿Comprendes cuál es mi idea? —me preguntó—. En el momento en que se declare la guerra, una bonita alsaciana bien vestida, inflamará los corazones y exaltará el patriotismo… Te aseguro que no hay nada como el patriotismo para que se emborrache la gente… ¿Qué piensas de todo eso…? Podrías llegar a ser tan popular que incluso saldrías en los periódicos… Dime, Célestine, ¿qué te parece mi idea?
—No sé, Joseph, pero creo que me gustaría mucho más ser una dama… —le contesté con cierta sequedad.
Entonces él se irritó, y por vez primera nos dijimos palabras un poco fuertes.
—¡Ah, no eras tan delicada cuando te acostabas con cualquiera! —me insultó Joseph.
—¿Y tú? —le repliqué—. ¿Qué eras tú cuando…? Basta, no quiero seguir… Hablaría demasiado, y luego sería peor.
—¡Puta…! ¡Maldita y desconfiada ramera…!
—¡Ladrón!
—¡Ramera!
En aquel momento entró un cliente en el café… y callamos. La misma noche todo se arregló con los acostumbrados besos y las consabidas caricias…
Lo he decidido… Hoy mismo haré las oportunas gestiones para que me hagan un bonito traje de alsaciana, con telas de seda y terciopelo. En el fondo, y lo sé muy bien, soy muy, muy débil ante la voluntad de Joseph. A pesar de cualquier pequeño conato de rebeldía que pueda dominarme en un momento dado, la verdad es que Joseph es mi dueño, puesto que me posee como podría hacerlo un demonio. Soy feliz siendo suya y estoy segura de que haré siempre todo lo que él quiera, y también iré allí donde su voluntad me dicte… ¡Con Joseph me veo capaz de llegar hasta el crimen…!
Marzo de 1900.