XIII

En estos momentos encuentro cierta complacencia en evocar mi estancia en Neuilly, con las religiosas de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores, una especie de refugio que al mismo tiempo era agencia de colocaciones para el personal de servicio. Era un bonito edificio de fachada blanca, con un jardín al fondo.

El jardín estaba adornado, cada cincuenta pasos, con estatuas de la Virgen. Había en un ángulo una capilla pequeña pero suntuosa, construida con el dinero que las hermanas recogían de las limosnas. Unos grandes árboles rodeaban la capilla, cuyas campanas repicaban a cada hora. ¡Ah, es tan bonito oír repicar las campanas! Consiguen que se conmueva el corazón con las cosas pasadas y ya olvidadas… Cuando tañen las campanas cierro los ojos y vuelvo a ver ciertos paisajes que reconozco…, a pesar de no haberlos visto nunca. Son dulces paisajes impregnados de todos los recuerdos transformados de la infancia y de la juventud: la landa, la playa, el despliegue de la multitud en fiestas… ¡Ding… ding… dong!

Todo esto no quiere decir que, para mí, el repicar de las campanas sea necesariamente alegre. Por el contrario, la mayoría de las veces, en el fondo, es tan triste como el amor. Pero me gusta… ¿por qué negarlo? Una cosa no tiene nada que ver con la otra… En París, sin embargo, lo único que se oye es el reclamo de los vendedores ambulantes y la ensordecedora trompeta de los tranvías.

A las que acudíamos como yo a la mansión de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores, se nos acomodaba en las buhardillas de la casa, debajo mismo del tejado. La alimentación, al menos por aquella época, no era abundante, y se componía de pedazos de carne y de verduras que no siempre se hallaban en buen estado. Había que pagar veinticinco centavos diarios. Cuando se encontraba colocación, entonces las hermanitas descontaban lo que se adeudaba… A esto le llamaban «prestar el servicio de contratación gratis». De lo que nadie hablaba era de que, mientras se estaba allí, había que trabajar desde las seis de la mañana hasta las nueve de la noche, como si se estuviese en una prisión. No había salidas… y los ejercicios religiosos sustituían los recreos.

Era evidente que la caridad de aquellas buenas hermanas era un simple truco… Pero las personas como yo, aunque viviéramos mil años, seguiríamos siendo tontas todo ese tiempo. Las lecciones que me ofrece la vida, sea a fuerza de desdichas o de alegrías, diría que no me sirven de nada, que no aprendo nada con ellas.

Me rebelo, grito, recurro a lo que sea para perjudicar a quien me perjudica a mí, pero el final siempre es el mismo: la que sale más perjudicada soy yo, puesto que es capaz de engañarme todo el mundo.

Las compañeras me habían hablado muchas veces de las hermanas de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores, diciéndome todas más o menos lo mismo:

—Puedes creerlo, Celestine; estando allí, pueden caerte las más extraordinarias colocaciones…

—¿Y por qué? —preguntaba yo.

—Pues porque allí acuden señoras de las mejores casas a buscar el servicio. Todo son marquesas y condesas… Al parecer, el hecho de estar con las monjas hace que les ofrezcamos más confianza, ¿comprendes?

La verdad es que llegué a creer en aquel planteamiento. Y en mi desesperación incluso comencé a recordar con ternura, tonta de mí, los años felices que había pasado junto a las hermanitas de Pont-Croix.

Además, en aquella situación, tenía que ir a alguna parte… Cuando no se tiene dinero, ya se sabe que una tiene que agachar la cabeza y aceptar lo que sea.

Cuando llegué a la institución de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores, había como medio centenar de «refugiadas» que esperaban poder entrar en casa de una marquesa o de una condesa. Las había de Paris y otras que habían venido de todos los rincones de Francia. La mayoría de ellas no habían trabajado en ningún sitio y eran torpes, aparte de que su rostro era sospechoso y tenían unos ojos que saltaban imaginariamente por encima de los muros del convento para «mirar» el espejismo que sin duda era París para ellas… Las que ya tenían experiencia eran las que iban y venían, pero algunas de aquellas desdichadas de provincias se pasaban años allí.

Las hermanas me preguntaron dónde había trabajado últimamente y qué sabía hacer, si tenía buenos certificados y si me quedaba dinero. Como es natural, les dije mentiras, lo que más me convenía, y me admitieron sin muchos más trámites.

—Querida pequeña, ya verá cómo conseguimos encontrarle colocación en seguida… —me dijeron.

Para ellas, todas éramos «queridas pequeñas». En espera de la prometida colocación, hacíamos trabajos de acuerdo con nuestras aptitudes. Unas cocinaban y hacían la limpieza, otras se ocupaban de la huerta, trabajando la tierra como auténticos labradores… A mí me encomendaron la costura, pues sor Boniface decía que yo tenía dedos ágiles y que mi aspecto era muy distinguido.

Recuerdo que mi primer trabajo fue remendar los pantalones del limosnero y después los de un capuchino que entonces hacía unos días de retiro en la iglesia de la institución… ¡Ah, aquellos pantalones qué poco se parecían a los del señor Xavier! No pasó mucho tiempo sin que se me confiaran trabajos menos eclesiásticos, labores de lencería fina, sintiéndome más en mi elemento. Colaboraba en la confección de elegantes ajuares de novia, de bonita ropa para bebés y en otras labores por el estilo, que les encargaban a las buenas hermanitas las damas caritativas que tenían la misión de ayudar al establecimiento.

Confieso que al principio me gustaban aquella calma y aquel silencio, a pesar de los pantalones del limosnero, de la escasa libertad que tenía y de la cínica explotación que adivinaba bajo aquel tinglado, aparentemente caritativo. Tampoco razonaba mucho, y de lo único que a veces tenía auténticos deseos era de rezar. El remordimiento o el cansancio de mi pasada conducta parece que me inclinaban a un sincero arrepentimiento.

En este trance de contrición espiritual, me confesé varias veces con el limosnero, el mismo a quien le había remendado los pantalones. Este detalle, a pesar de mi sincera piedad, hizo nacer en mí pensamientos irreverentes y locas ideas. Aquel limosnero era una persona bastante extraña. Bajo él, casi redondo, sanguíneo, rudo de lenguaje y de modales, y olía a carnero viejo. Me hacía las más raras preguntas, insistiendo particularmente en el tema de mis lecturas.

—¿Que está leyendo algo de Armand Silvestre…? —exclamaba—. ¡Oh, Dios mío! ¡Seguro que son porquerías…! No debe leer libros impíos, pues van contra la religión, como, por ejemplo, Voltaire… ¡A ése no lo lea jamás! Es pecado mortal… Y tampoco a Renan, ni a Anatole France… ¡En esas lecturas están los principales peligros!

—¿Y a Paul Bourget, padre?

—¿Paul Bourget? Está en la buena vía… No puedo decir que no… Pero su catolicismo no es, del todo sincero. Está mezclado con elementos demasiado dudosos… Paul Bourget, hija mía, me produce el efecto de una palangana en la que se han lavado un montón de cosas, y donde flotan al mismo tiempo, entre la espuma de jabón y los cabellos caídos, algunas hojas de los olivos de Getsemaní… ¿Comprende lo que quiero decir, hija mía? Hay que esperar aún… La prudencia es lo más aconsejable. Todavía tenemos otros casos, como el de Huysmans… ¡Ah, Huysmans es rudo e inflexible, pero al mismo tiempo es ortodoxo! Ese es el camino.

En otra ocasión fueron distintos los temas de que me habló el rígido limosnero:

—¡Ah, la carne! Ustedes hacen locuras con su cuerpo… y eso no está bien. Entiéndame lo que intento decirle, hija mía… Pecar siempre está mal, pero si se trata de pecar por pecar, siempre es preferible que lo hagan con sus señores, que por lo regular son personas piadosas… Es mejor hacerlo con ellos que no sola o con personas de su misma condición, ¿comprende, hija mía? Entonces el pecado es menos grave y ofende menos al Señor… ¿Por qué…? Pues porque esas personas de alcurnia y posición suelen tener, como mínimo, sus correspondientes dispensas…

La vez que yo le nombré al señor Tarves y a su hijo, me respondió casi irritado:

—¡Nombres, no! ¡No quiero nombres! No los pido, ni deseo que me los dé, ¿comprende, hija mía…? Yo no soy la policía, además de que son personas ricas y respetables, y muy religiosas las que usted me nombra… ¿Qué podría yo decir de ellas? Reconozca, hija mía, que es usted quien con su actitud se rebela contra la moral y la sociedad… y por lo tanto, si ha de haber alguien culpable, ese alguien es usted.

Estas ridículas conversaciones, y en especial los calzoncillos del limosnero, con su inoportuna y demasiado humana imagen, contribuyeron de manera considerable a que disminuyera mi celo religioso y a que decayeran mis ardientes deseos de arrepentimiento.

El trabajo también acabó fastidiándome… Llegó un día en que sentía la nostalgia de mi profesión. De pronto me acuciaron unos imperiosos deseos de abandonar aquella especie de cárcel y de volver a la intimidad de los tocadores de las señoras elegantes. Suspiraba recordando los roperos llenos de perfumada lencería, los guardarropas con relucientes satenes y la suavidad de los terciopelos, los baños de las rubias carnes perfumadas, rebosantes de sensualidad, y los chismes de los compañeros… sin olvidar las imprevistas aventuras en la penumbra de las escaleras o en los dormitorios.

Es un fenómeno bien extraño… Cuando estoy en activo, con empleo en una casa, todas esas características propias de mi profesión me asquean. En cambio, cuando estoy sin colocación, las añoro con una intensidad casi enfermiza.

Como digo, pasado un tiempo me pesó de una forma horrible seguir con las hermanitas. Sentía incluso náuseas al comer los sempiternos dulces hechos con grosellas demasiado maduras, que las buenas monjitas compraban a precio de deshecho en el mercado de Levallois… Todo lo que aquellas santas mujeres podían sacar de los cubos de las basuras, puede decirse que era para nosotras.

Lo que más me irritó fue el evidente descaro con que nos explotaban. El truco era sencillo y apenas lo disimulaban… Las monjitas sólo colocaban a las «refugiadas» que no les eran útiles para nada. De las que podían sacar algún provecho, no se desprendían y las tenían como prisioneras, ya que nunca les ofrecían la menor oportunidad de salir de allí, con el agravante de que esas muchachas tenían su deuda por la manutención y la estancia del tiempo que fuese. Coaccionándolas con esta serie de cosas, abusaban de su talento, de su fuerza y de su ingenuidad, y las pobres que se resignaban a seguir allí veían cómo se les iban desvaneciendo las posibilidades de una libertad cada vez más hipotecada por aquella deuda, que crecía según iba pasando el tiempo.

Aquel ejemplo podría decirse que era la antítesis de lo que debe ser el ejercicio de la caridad cristiana, pues las hermanas de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores habían encontrado el medio de tener sirvientas, que a la vez eran obreras, a las que, además de no pagarlas, las despojaban, sin remordimientos y con el mayor cinismo, de sus modestos recursos, y a veces hasta de sus pequeñas economías… a pesar de que se ganaban sobradamente la escasa comida y el lecho en que dormían.

Ante aquel estado de cosas, yo me quejé primero con cierta prudencia… y después con algo más de rudeza, cuando en cierta ocasión me enteré de que las hermanas no habían querido llevarme al locutorio para una entrevista con varias señoras que requerían sirvientas de la institución.

La respuesta de aquellas santas mujeres con pinta de gatitas mansas fue ésta:

—Deberá tener un poco de paciencia, pequeña… No crea que no pensamos en usted, pero esperamos que surja la oportunidad de una colocación excepcional. Usted no es para servir en una casa cualquiera… No debe preocuparse, porque nosotras sabemos muy bien lo que más le conviene, y en este sentido podemos asegurarle que, para lo que usted vale, no ha habido una solicitud que le convenga, desde que está aquí…

Los días y las semanas siguieron pasando. Y como es natural… no salía ninguna colocación que estuviese a la altura de una sirvienta de mis cualidades. ¡Ah, pero los gastos corrían! Cada vez les debía más dinero a aquellas pequeñas brujas.

En resumen, pasó el tiempo suficiente para que pudiera considerárseme una veterana en la casa… Llegué a enterarme de todo lo que sucedía en el convento y de las costumbres que reinaban en cualquiera de sus rincones. Por ejemplo, aunque en los dormitorios había cierta vigilancia, cada noche ocurrían cosas que hubieran estremecido de vergüenza a cualquier perdida de la calle.

Cuando a celadora de turno terminaba su ronda, y los dormitorios se quedaban sumidos en la oscuridad y en el más completo de los silencios, se advertía que se levantaban algunas sombras blancas y se deslizaban y se metían sigilosamente en otras camas, corriéndose inmediatamente las cortinas. Era algo visto y no visto… Después comenzaban a oírse rumores de toda clase: pequeños gritos, risas apagadas, besos ahogados, murmullos… Algunas de aquellas mujeres no se privaban de nada. En medio de la turbia penumbra comprendí muchas veces toda clase de escenas, que iban desde lo triste a lo cruel, pasando por lo indecente.

Las buenas hermanitas, santas mujeres ellas, no ignoraban lo que allí sucedía, pero preferían cerrar los ojos para no ver nada y taparse los oídos para no oír el menor susurro. En su casa no querían escándalos, pues habrían tenido que expulsar a las culpables, que muchas veces eran las mujeres que más rendían, por lo que preferian tolerar aquellas desvergüenzas, fingiendo ignorarlos… Además, el tiempo estaba a su favor, porque los gastos seguían corriendo y nuestras deudas aumentaban.

En medio de aquellas preocupaciones, al fin encontré una alegría… Un buen día ingresó en el establecimiento una amiguita, Clémence, a la que yo llamaba Cléclé. Nos habíamos conocido trabajando en una misma casa de la calle de la Université… Cléclé era una muchacha encantadora, rubia y de rostro rosado, alegre y muy vivaracha. Se reía de todo y todo lo aceptaba con buen humor. Parecía capaz de encontrarse bien en cualquier lugar. Cléclé era fiel y abnegada y parecía sentir un placer especial haciendo favores. Era viciosa hasta la médula de los huesos, pero su vicio era ingenuo, alegre y natural, sin zonas sombrias, por lo que no tenía nada de repugnante. Llevaba sobre sí su vicio como una planta sus flores o un cerezo su fruto… Cléclé, cuando hablaba, parecía un pajarito. Durante unos días me proporcionó tal alegria con su trato que llegué a olvidar mis molestias y mi necesidad de rebeldía ante la situación que me oprimía.

Como conseguimos que nuestras camas quedaran juntas, la una al lado de la otra, a las pocas noches dormíamos en la misma cama… ¿Qué decir de todo esto? Cléclé era una muchachita muy agradable y el mal ejemplo acaba cundiendo y extendiéndose… Aún había algo más: desde hacía algún tiempo sentía la necesidad de satisfacer aquella curiosidad. El resto lo hizo el carácter apasionado y desprendido de Cléclé, a quien, cuatro años antes, había pervertido e iniciado en el vicio una de sus señoras, la esposa de un general.

Una noche, estando acostadas, me contó en voz baja que acababa de dejar la casa de un magistrado de Versailles, donde tenía a su cuidado varios gatos, tres loros, un mono y dos perros.

—Figúrate el cuadro… —me dijo Cléclé—. Tenía que cuidar a todos esos bichos. Nada era bastante ni suficientemente bueno para ellos. A nosotros nos daban cualquier cosa, cuando no eran las sobras de las comidas, mientras los animales debían ser alimentados con restos de ave, cremas, pastas… y tenían que beber aguas minerales. ¡Como lo oyes, Célestine! Por temor a la tifoidea, aquellos bichos bebían agua de Evian, ¿qué te parece…? Este invierno la señora tuvo la desfachatez de sacar la estufa de mi cuarto para instalarla en la pieza donde estaban los gatos y el mono. Es increíble… Sin embargo, son cosas que ocurren. Ya puedes imaginar lo que yo odiaba a aquellas bestias, sobre todo a uno de los perros, que se te metía debajo de las enaguas…, aunque quisieras echarlo a puntapiés. Una mañana la señora me sorprendió pegándole… ¡y si hubieses visto la escena que armó! Me echó en el acto de la casa…, y ésa es la causa de que esté aquí. Si supieras, mi querida Célestine, que aquel maldito perro…

—¿Qué…?

—Aquel maldito perro —lijo Cléclé al mismo tiempo que estallaba de risa y trataba de ahogarla contra mi pecho— tenía las mismas pasiones que un hombre…

—¿Las mismas pasiones? ¿Qué quieres decir…?

—¡Lo que oyes! Tenía los instintos de un hombre, exactamente Los mismos apetitos y los mismos caprichos. Puede parecerte extraño, pero era así…

¡Ah, la buena Cléclé! ¡La verdad es que era una muchacha estupenda, tan divertida como agradable!

Muy pocas personas tienen idea de las molestias y las humillaciones que tenemos que soportar las de mi profesión. La explotación que pesa sobre los sirvientes es abrumadora y terriblemente injusta. Unas veces por culpa de los señores, otra por culpa de los compañeros, pues los hay que son asquerosamente viles… Lo cierto es que en nuestro oficio no hay nadie que se preocupe por nadie. Cada cual parece vivir, engordar y divertirse, a costa de la miseria del vecino. Esto es lo que más deprime… sobre todo, a los espíritus dotados de cierta sensibilidad.

Las escenas pueden cambiar y los decorados transformarse, pues una cruza por distintos medios sociales y se enfrenta con diferentes enemigos…, pero las pasiones y los apetitos son en todas partes los mismos. Tanto en el pequeño piso del burgués como en el fastuoso palacio del banquero, se encuentra una con las mismas suciedades y con idéntica inflexibilidad en los señores.

Pero yo he aceptado esta realidad desde hace mucho tiempo. Sé muy bien que, para una mujer joven como yo, donde quiera que vaya o haga lo que haga, las posibilidades siempre serán las mismas…, puesto que estoy vencida de antemano. La lucha no es para que la ganemos nosotras, pero a pesar de ello yo sigo luchando. Lo uno no excluye lo otro.

Los pobres somos el prado humano donde crecen las cosechas de la vida y de la alegría que recogen los ricos… a fuerza de abusar de nosotros. Se pretende que no haya más esclavitud, pero…, ¡ah, qué broma es ésa!

Los sirvientes no somos unos rebeldes en potencia, dispuestos a aniquilar a nuestros amos, sino que somos en el fondo unos simples parásitos de ellos; unos esclavos, con todo lo que la esclavitud implica de vileza moral, de inevitable corrupción y de esa rebeldía que, en vez de liberarnos, lo único que hace es engendrar odios. Los sirvientes tienden, sobre todo, a instruirse según el modelo de los señores, y lo único que hacen es adquirir todos sus vicios…, pero sin tener nunca su dinero. Ingresan en la profesión puros e inocentes, pero no pasa mucho tiempo sin que ya estén podridos por los hábitos de la depravación. El vicio… Es lo único que al final se toca y se respira. Al vicio nos vamos adaptando día tras día, minuto tras minuto, sin que contemos con qué combatirlo. Por el contrario, nos vemos sujetos a él, pues las circunstancias nos obligan a servirlo y a respetarlo.

La rebeldía sólo nace en nosotros ante la impotencia que sentimos por no poder satisfacer ese vicio en sus muchas facetas. Es entonces cuando se tiende a romper todas las trabas, pero… conseguirlo es solamente una ilusión. ¡Ah, es extraordinario! Extraordinario porque, en este sentido, se nos exigen toda clase de virtudes y de resignaciones, todos los sacrificios imaginables… Sólo tenemos derecho a adquirir aquellos vicios que halagan la vanidad de los señores, para que puedan aprovecharse de ellos en beneficio suyo. ¡Y todo a cambio de un sinfín de desprecios y de un sueldo que oscila entre los treinta y cinco y los noventa francos al mes! Hay que reconocer que es demasiado para nuestras fuerzas… Y aún lo es más si a este cúmulo de circunstancias se agrega la constante lucha y la angustia en que vivimos, pues siempre nos balanceamos entre el efímero seudo lujo de las colocaciones y el temor de un futuro sin trabajo. Luego, las sospechas hirientes que siempre nos acompañan se materializan en forma de llaves y candados, puestos en aquellas puertas de las habitaciones donde hay algo de valor. Las patronas no sólo marcan las botellas y cuentan las pastas a las frutas, sino que también fijan sus miradas policíacas en nuestras manos, bolsillos y baúles. No hay puerta, ropero, cajón o botella que no nos grite continuamente: «¡Ladrona…, ladrona…, ladrona!». A todo esto aún habría que añadir la terrible vejación que significa esa continua desigualdad y diferencia que observamos a cada instante entre las señoras y nosotras. A pesar de todas las familiaridades que quieran imaginarse, existe un infranqueable espacio, una especie de abismo cuyo fondo es un mundo de odios, envidias y venganzas que esperan su momento. Esta desproporción en la desigualdad aumenta a cada minuto, siendo cada vez más humillante y más deprimente debido a los caprichos tanto como a las bondades que se reciben de esos seres injustos y abiertamente egoístas que son los ricos.

Pero aún hay más: yo estoy segura de que desde un principio se nos ha catalogado según creen que debemos ser, pues así lo indica nuestra capacidad para sentir un odio mortal que, sin embargo, siempre procuramos contener, sin salirnos de nuestra resignación. ¿Cómo extrañarnos, entonces, de que esa actitud la consideren nuestros señores con unos términos muy precisos, tales como «tener alma de criado»…? Después de una prueba como ésta, ¿qué se puede esperar de nuestro destino? ¿Cómo imaginarse que no deseemos, como única posible salvación, llegar a poseer también nosotros esos bonitos coches, esos lujosos trajes y esas suntuosas mansiones, donde dar fastuosas fiestas…, y ser atendidas por el mayor número posible de criados a nuestro servicio? ¡Y todavía se nos habla de abnegación, de probidad y de fidelidad…!

Yo estuve en una casa de la calle Cambon, cuyos señores casaban a su hija… Hubo una gran fiesta y se exhibieron los regalos de los novios. Eran tantos que con ellos se podía llenar un camión de mudanzas.

En cierto modo me acerqué a Baptiste, que era el camarero de la casa, y le pregunté en tono de broma:

—¿Cuál es su regalo, Baptiste?

—¿Mi regalo…? —dijo él, levantando los hombros.

—Vamos, dígalo…

—Un recipiente de petróleo encendido debajo de la cama… ¡Ese sería mi regalo!

Fue una respuesta aguda. Baptiste era un hombre fuera de lo normal cuando exponía su inclinación en política o cualquier clase de opinión personal.

—¿Y su regalo, Célestine? ¿Cuál sería…? —me preguntó él.

—¿Mi regalo…? ¡Mis uñas en sus ojos! —contesté.

Y crispé mis manos como si fuesen dos feroces garras, haciendo el ademán de arañar sin la menor piedad su rostro.

El mayordomo, a quien nadie había preguntado nada y que estaba arreglando unas flores, dijo con la mayor tranquilidad:

—Pues yo me conformaría con rociarles la cara con vitriolo en la iglesia…

Al mismo tiempo que decía esto, el mayordomo aplastó una rosa entre sus dedos.

Lo extraordinario es que esos deseos de venganza, como ya he dicho antes, no se realizan nunca… Y es una lástima, porque deberian satisfacerse a menudo, para que cundiera el ejemplo y los señores se mostraran más humanos. ¡Cuando se piensa que las cocineras tienen tan a su alcance la vida de sus dueños…! Bastaría con una pizca de arsénico en lugar de sal… o un poquito de estricnica en vez de vinagre… ¡y ya estaba! Pero no hay que hacerse ilusiones. Ellos lo saben muy bien… Todos los que servimos tenemos alma de criados.

Yo también sé muy bien que no he estudiado ni tengo instrucción, pero lo que aquí escribo es la verdad, porque es lo que pienso y lo que he visto… No ignoro que todo esto no tiene nada de bonito, pero se comprenderá que yo, aunque quisiera, no podría hablar de otro modo.

Entiendo que desde el momento que alguien acoge a una persona bajo su techo para que le sirva, aunque sea el último de los pobres o la última de las mujeres, lo menos que se le debe mostrar es un reconocimiento y un respeto como ser humano que es… Si los señores no nos conceden este mínimo al que tenemos perfecto derecho, ¿por qué no procurárnoslo entonces nosotros, aunque sea a costa de su caja fuerte… o incluso de su sangre?

Pero ¡bah!, ya he dicho suficiente… Cuando me pongo a pensar así, siempre acabo diciéndome que soy injusta. La verdad es que todas estas ideas de venganzas y reivindicaciones, en el fondo me provocan un inevitable dolor de cabeza… y a veces hasta me revuelven el estómago. ¿Por qué negarlo…? Me encuentro mucho más a gusto entre mis pequeñas historias de tocador.

A pesar de que mi estancia con las hermanitas de Nuestra Señora de los Treinta y Seis Dolores no puede decirse que fuera un placer, lo cierto es que en el momento de dejarlas sentí una gran pena… El amor de Cléclé me proporcionaba nuevas sensaciones, pero el ambiente del asilo hacía que me sintiera vieja, lo cual acabó por hacerme sentir una imperiosa necesidad de libertad. Y cuando las monjitas comprendieron que estaba decidida a irme, me salieron muchas colocaciones.

Aquéllos eran indudablemente los empleos «excepcionales» que las hermanitas habían estado esperando para mí… Pero como no siempre he de pecar de tonta, decidí rechazarlos, alegando que en todos había algo que no me convenía. ¡Había que ver la cara de las santas mujeres…! ¡Ah, qué risa me daban! Calculaban que, colocándome en casa de alguna vieja santurrona, podrían reembolsarse, y con la usura a que acostumbraban, lo que según ellas les debía… en concepto de gastos de estancia en el convento. ¡Cómo la gozaba yo viéndolas sufrir… al oír que no me gustaba ninguno de los puestos de trabajo que me proporcionaban!

Por fin un día avisé a la hermana Boniface que tenía la intención de irme aquella misma tarde, y tuvo la audacia de contestarme con los brazos en alto:

—Mi querida pequeña, eso es imposible…

—¿Por qué?

—Pues porque usted, mi querida pequeña, no puede dejar la casa así…

—¿Y eso?

—¿Cómo? ¿No recuerda que nos debe setenta francos? Primero debe pagarnos ese dinero…

—¿Y con qué? —le respondí—. Usted sabe que no tengo ni un centavo…

Al oír aquello, sor Boniface me miró con rencor, adoptando un aire de digna severidad, para seguidamente advertirme:

—Espero, señorita, que se dé cuenta de que lo que piensa hacer es un robo en el fondo, y robar a unas pobres mujeres como nosotras es un sacrilegio. Si obra así, estoy segura de que Dios la castigará…

—¡Ah, no…! —le interrumpí entonces, ya irritada—. No es como usted dice, sor Boniface, porque, si se mira bien, ¿quién roba aquí? ¿Ustedes o yo?

—¡Señorita, le prohibo hablar así!

—Muy bien…

—No puede hablar así… y debe abonar el dinero que usted adeuda a esta santa casa.

—¡Bah, déjeme en paz! ¡El dinero que adeudo a esta santa casa…! ¿Después de pasar aquí meses enteros trabajando de la mañana a la noche por una comida que ni los perros se comerían? ¿Quiere que me crea que, además de todo eso, aún hay que pagar a las pobres hermanitas…?

La hermana Boniface se había puesto pálida… Presentí o adiviné que en sus labios había gruesas e impronunciables palabras, aunque no tuvo el valor de articularlas.

—¡Cállese!… —gruñó finalmente—. Usted es una mujer sin pudor y sin sentimientos religiosos… Estoy segura de que Dios la castigará… Váyase, si así lo desea, pero su baúl se quedará aquí…

—¡Ni hablar! —dije con tono desafiante.

Y me cuadré ante ella dispuesta a impedirle que hiciese un movimiento.

—Tenemos nuestro derecho… si no nos paga. Si se niega a abonarnos esos setenta francos, nos quedaremos con sus cosas.

—¡Quisiera verlo…! —exclamé—. Si pretenden guardar mi baúl, vendré inmediatamente con el comisario de policía… Si para usted la religión es remendar los calzoncillos del limosnero, robar el pan de las pobres chicas que hay aquí, y especular con lo que sucede todas las noches en los dormitorios, entonces…

La hermana Boniface palideció de una forma casi alarmante. Sabiendo que no tenía otra defensa, intentó chillar más que yo y ahogar mi voz con la suya.

—¡Señorita…, señorita…! —gritaba.

—¿Acaso va a decirme que ignora las porquerías que se hacen en los dormitorios cada noche…? ¿Por qué no dice que usted no sabe nada de lo que le estoy diciendo…? ¡Y dígame también que usted no lo alienta, ni que en cierto modo se beneficia de ello! ¡Vamos, dígamelo! ¿Por qué se calla, hermana Boniface…?

Le di tiempo para que me contestase, pero como no lo hizo, a pesar de que me sentía seca la garganta, añadí:

—Si la religión es todo esto: cárcel y burdel al mismo tiempo, debo decirle que me voy de aquí saturada de ese alimento espiritual… ¡Vamos, hermana, deme el baúl! ¡Quiero mi baúl… y me lo dará en seguida!

Había conseguido asustar a sor Boniface, que acabó disimulando sus temores bajo la máscara de la dignidad, para decir al final:

—Muy bien… Dejaremos que se vaya, pues no quiero seguir discutiendo con una perdida…

—¿Que dejarán que me vaya?

—Justo.

—Lo haré, aunque no me dejen… y con mi baúl; ¿entendido, hermana?

—Está bien, está bien… Puede llevarse su baúl…

—Eso ya está mejor. ¡Ni que esto fuera un puesto de aduanas…!

Me marché aquella misma tarde… Cléclé, que tenía un gran corazón, me prestó veinte francos de sus economías. Alquilé una habitación en la calle de la Sourdiere, y después compré una entrada de galería en el teatro de la Porte-Saint-Martin, donde representaban Las dos huerfanitas… Me quedé un poco asombrada, porque aquella historia se parecía muchísimo a la mía.

No hay que decir que pasé unas horas deliciosas, pues no hice más que llorar, llorar y llorar…