INTRODUCCIÓN

LAS MÁS BELLAS COLERAS DE MIRBEAU

BAJO EL CIELO DE NORMANDÍA

En la sólida Normandía, los hombres, robustamente organizados, guardan mejor que en ninguna otra parte la posesión de sí mismos.

BARBEY D’AUREVILLY

Basta que esclavo a ser venga, sin serlo de quien lo sea de otro que en servir se emplea.

El que es rey, que rey no tenga.

MARCO VALERIO MARCIAL

En el siglo XVIII, los más grandes literatos franceses eran también los más destacados ideólogos, pero esta concordancia dejaría de producirse durante el siglo siguiente: la influencia política de la Revolución francesa hizo que los hombres cultos de aquel tiempo fuesen antes que nada pensadores y, sobre todo oradores y polemistas. A esta tradición francesa del intelectual —escritor o no— como polemista es a la que pertenece Octave Mirbeau. El polemista es esencialmente un individualista, como subraya el enunciado kantiano de que el uso polémico de la razón es la defensa de las expresiones subjetivas en contra de toda clase de negaciones dogmáticas. La negación de la negación es, en este sentido, la base de un cierto radicalismo por el que se define no una posición intransigente contra tal o cual cosa, sino más bien la actitud de someter a revisión, o de negar, todo lo que sea una afirmación constituida.

Octave Mirbeau, como buen polemista, dedicó gran parte de sus actividades al periodismo. Era normando, impulsivo y sentimental, que es tanto como decir que poseía el clásico temperamento del retador. Su trayectoria ideológica y sentimental así nos lo indica: en un principio fue boulangerista y después se adhirió al anarquismo, para acabar siendo nacionalista en 1914, al producirse la invasión de Francia por los alemanes. Este itinerario aparentemente contradictorio —bastante similar, por cierto, al de otros dos normandos «geniales»: Barbey d’Aurevilly y Georges Sorel— no es, sin embargo, el itinerario de un oportunista o de un llamado al poder, sino el de un hombre arrebatado por sus creencias, acertadas o no, de cada momento.

Jules Lemaítre dijo del autor del Diario de una camarera que poseía «una gran imaginación trágico-burlesca para expresarse bajo la forma de las más bellas cóleras». En efecto, el estilo de Mirbeau denota mucho más un sentimiento que una actitud. Obsérvese, por ejemplo, la textura de una frase como la siguiente: «Un burgués ha muerto. Ignoramos su nombre, pero ¿qué importa? ¡Conocemos su alma! Señores, era un venerable burgués, obeso, rubicundo y que se sentía feliz… ¡Su vientre era la envidia de los pobres!». Es la forma de expresión casi incivil, propia de un orgullo muy seguro de sí mismo, pero que, a la vez, no puede ocultar una especie de vaga generosidad. La misma impresión se tiene al leer un texto tan insólito como la célebre «Oda al cólera», en la que Mirbeau daba la bienvenida a la peste que acababa de presentarse en París. El autor suplica a la peste que, puesta a eliminar gente; elimine a determinadas personas, cuyos nombres cita y explica, además, las causas por las que él creía que no debían seguir vivas. La vehemencia es el denominador común de las «bellas cóleras» de Mirbeau, tanto cuando escribe Sebastien Roch, su novela contra los jesuitas, como cuando se muestra acérrimo defensor de Dreyfus, cuando deja de ser anarquista a causa del asesinato de Carnot o cuando escribe sus personales críticas sobre arte… De hecho se explica muy bien que Mirbeau fuese una de las más características y relevantes personalidades del mundo periodístico y literario de París en los años de tránsito del siglo XIX al XX. Georges Bataille, al citar el caso clínico de un joven francés de treinta años que, el 11 de diciembre de 1923, se automutiló su dedo índice izquierdo en el bulevar Ménilmontant, precisa que dicho joven, «además de su oficio de diseñador de bordados, ejercía en sus horas libres el de pintor; de él se sabía también que había leído ensayos del crítico de arte Mirbeau y que entre sus inquietudes figuraban temas como los de la mística hindú y la filosofía de Nietzsche».

El siglo XIX, que fue el siglo de la rebeldía, desembocaría en una centuria marcada por la consigna de «la justicia y la moral», términos que iban a ser mal tolerados por algunos espíritus fuertes, ya que éstos sabían perfectamente que se puede obrar mal con mucha moral y que, en materia de justicia, los valores acaban siendo siempre intercambiables. Había que estar alerta, pero ¿contra quién? ¿Contra la creciente colectivización de la sociedad industrial? ¿Contra el creciente poder del capitalismo? ¿Contra las tendencias comunizantes y aniquiladoras de la individualidad del hombre? Nietzsche acabó estando contra todo, incluso contra Wagner. Estaba en lo cierto. Los tiempos lo exigían todo y él acabó optando por la «pasión de la sinceridad». Rimbaud ya había acertado a comprender que, antes de cambiar el mundo, había que cambiar al hombre. Lautréamont trastocó todo el sentido de la cultura con una obra de doscientas páginas escasas. Barbey d’Aurevilly había intuido la necesidad de un «ateísmo económico». Y Georges Sorel, siguiendo a Bergson, demostraría que no hay verdades absolutas, puesto que toda «verdad» es siempre un mero instrumento creado con el fin de realizar tal o cual acción propuesta de antemano, lo que ocurre no sólo en el campo de la ciencia, sino también en el de la moral y en el de la historia. El abandono de la virtud y el rechazo de toda salvación hicieron posible la aparición tanto de los regicidas rusos como de la filosofía de Nietzsche. En cuanto a Mirbeau, diría, refiriéndose al pintor Renoir, que «era necesario pensar en la muerte con la tranquilidad de un gran artista».

Esta marginación consciente de toda una serie de valores tradicionales no entrañaba, sin embargo, la caída en una cierta gratuidad cínica, sino que, por el contrario, haría posible incluso una estética propia y el dominio de una bien templada ironía que, pese a su función liberadora y desmitificadora, en el plano artístico no siempre cuajaría en un acierto total. Este es el caso, por ejemplo, de la obra de Octave Mirbeau, una obra indudablemente irregular, esmaltada aquí y allá de excesos y exageraciones, pero plena, al mismo tiempo, de una vibrante palpitación humana que deja fuera de toda duda la sinceridad del escritor. La sinceridad se convierte a veces en una exigencia tan implacable como peligrosa para quien la práctica, razón por la que resulta siempre problemático tildarla de sospechosa. ¿Podría calificarse, según esto, la obra de Mirbeau como discutible e irregular al mismo tiempo que apasionadamente sincera? Todo hace pensar en una respuesta afirmativa… En cualquier caso y a tal respecto, Diario de una camarera es quizá uno de sus libros más representativos.

La primera edición del Diario de una camarera apareció justamente en 1900, fecha cronológicamente crucial por muchos conceptos. El antisemitismo, entre otras «razones» políticas, servía de excusa a las fuerzas más «tradicionales» de Francia para reavivar un cierto patriotismo militarista. En junio de 1899, un grupo de intelectuales —reunidos alrededor de Henri Vaugeois, Maurice Pujo y Charles Maurras— habían fundado una revista, llamada Action Française. Este nuevo grupo, este «laboratorio» como lo llamaría Barres, surgió precisamente al abrigo del malestar creado por el casó Dreyfus entre los medios conservadores, que se adhirieron así, al más amplio grupo de la Liga de la Patria Francesa, creada, a su vez, pocos meses antes. La Action Française se reveló en seguida como un grupo activista de gran empuje y Maurras como un filósofo indiscutible. Inspirándose en ciertos pensadores del siglo XIX y particularmente en Bonald (gran maestre de la Tradición), en Le Play (sociólogo conservador y apóstol de la Paz social), en Auguste Comte (fundador del positivismo), y también en Taine, Renan y Barrés, Charles Maurras habría de elaborar muy pronto una metafísica política dirigida directamente contra «el error de 1789», cuyo principio fundamental no era otro que el de la adhesión total a la monarquía tradicional en la «plenitud del cuadro nacional». En la visión de Maurras, Francia era como una especie de entidad natural de la que nadie debía renegar: la patria, la tierra de los padres, era una «obra de la naturaleza». La metafísica maurrasiana, como todo pensamiento de derechas, se proyectaba con una perspectiva histórica cerrada. En este sentido, la ideología de la Action Française era anticapitalista, pero la crítica del capitalismo —digamos liberal— era hecha tan sólo en nombre de un principio anterior al capitalismo: el del Estado monárquico. El antisemitismo pretendía desterrar al capitalismo financiero, mientras que el nacionalismo corporativo, reemplazaría al internacionalismo del dinero y la contrarrevolución restauraría a los Borbones. Esto no quería decir, por supuesto, que la Action Française pretendiera un feudalismo renovado, ya que el propio Maurras ponía especial empeño en despreciar toda clase de ensoñaciones aristocráticas y se oponía tanto a poner el poder en manos de una casta privilegiada como a dispersar la fuerza de las individualidades «fuertes» del país en ninguna clase de liberalismo económico. De hecho, la doctrina de Maurras veía en los dos polos del principio monárquico el rey y el pueblo la posibilidad de reunir a Francia. La igualdad de todos ante la autoridad única del rey permitiría desterrar por completo la herencia de 1789 y reconciliar a la Francia revolucionaria con la Francia del siglo XVII. El empíreo de la Action Française haría posible reunir bajo un mismo techo a Juana de Arco y a San Luis, al igual que Auguste Comte se conciliaba con Bonald en la filosofía de Maurras.

Como sabemos hoy, a pesar de la coherencia de sus ideas, la Action Française no consiguió restaurar la monarquía, pero de forma directa o indirecta influyó en el desarrollo político de Francia durante más de un cuarto de siglo. Por ejemplo, los años que van de 1902 a 1909 serían calificados como un «período heroico del sindicalismo francés» a causa de la fuerte presión ejercida por las fuerzas conservadoras sobre el creciente movimiento obrero. Como contrapartida, algo más tarde, el mito del antifascismo se convertiría en un arma para cierta clase de políticos cada vez que la izquierda se sentía amenazada. En otras palabras, la paradoja y la confusión marcaban muy a menudo la pauta de los acontecimientos en aquellos tiempos, aun cuando esto no ocurriera porque las cosas no estuvieran claras en el fondo, sino porque las diferentes posturas e ideas aún no habían sido «puestas a prueba» por la historia. La Revolución rusa y las dos guerras mundiales que se avecinaban se encargarían de ello. Entretanto, era el ritmo del can-can el que daba tono a la bien o mal llamada belle époque en toda Europa, mientras que los anarquistas y los comunistas se llamaban entre sí «reaccionarios» y los miembros de la Action Française se autocalificaban de «revolucionarios».

Esta atmósfera de malentendidos y de crispaciones de grand guignol es justamente la que se siente y se respira en la mayoría de las obras de Mirbeau, y especialmente en el Diario de una camarera, donde algunos de los datos ambientales son más los de una crónica que los de una creación literaria… En El Priorato, la casa de Normandía donde Célestine, la protagonista, entra a servir, se lee el periódico La Libre Parole, cuyo director era, desde 1892, Edouard Drumont, el cual ya había publicado en 1896 su escandaloso libro La France Juive. El periódico nos es presentado por Mirbeau como «independiente y antisemita», y Joseph, el jardinero-cochero de El Priorato, lo lee de una forma asidua y habitual. Es su periódico y no admite que pueda leerse ningún otro. Joseph tiene sobre el lecho de su habitación los retratos de Drumont, del general Mercier y del Papa, y engloba en un mismo odio a los judíos, a los protestantes, a los francmasones y a los liberales. En cuanto a Zola, opina que era «un inmundo traidor que había vendido el ejército francés y el ruso a los alemanes y a los ingleses». Célestine, por su parte, es también una «patriota», puesto que se ha negado a servir como camarera en casa de Labori, uno de los defensores de Dreyfus… Mirbeau, hacia el final de la novela, incluso evoca el retorno de Dreyfus a Francia: Joseph, que se ha convertido en el dueño de un pequeño café de Cherburgo, establecimiento que ha dedicado «al ejército francés», tal como reza en un espectacular letrero, se sube a una mesa y, refiriéndose a Dreyfus, les grita a los clientes: «¡Si el traidor es culpable, que se le vuelva a embarcar! ¡Si es inocente, que se le fusile!». Su proposición despierta en la concurrencia «un entusiasmo rayano en el paroxismo», y en el tumulto que sigue se oyen los enardecidos gritos de: «¡Viva el ejército! ¡Muerte a los judíos!».

Estos detalles, entre muchos otros, nos hacen pensar que Diario de una camarera es una novela fechada políticamente con una gran precisión, lo cual no es obstáculo para que, al mismo tiempo, sea algunas cosas más. Su tono general no es, en realidad, el de una narración ideológica, por así decirlo, sino más bien el de una «bella y encolerizada» sátira de costumbres…, cuando no el de una «distanciada y panorámica» descripción de la burguesía. Un determinado pesimismo corrosivo, la atrocidad naturalista y el marcado trazo satírico con que Mirbeau nos presenta su Diario, no nos permite limitarnos a la simple perceptiva del «drama de ideas». El cuadro que nos describe es demasiado lúcido, y los retratos de sus personajes demasiado perfilados incluso dentro de un deliberado esquematismo psicológico, cómo para que el lector no cobre una cierta impresión de universalidad. Ciertamente que ni a Rabelais ni a Brecht les «sentaría demasiado bien» este desenfadado relato de las peripecias de una muchacha de servicio, pero también cabe pensar que, al menos parcialmente, es muy posible que no renegaran de él ninguno de los dos.

¿Qué es, pues, en realidad el Diario? ¿Una sátira? ¿Una pintura de costumbres? ¿Una diatriba social? La «advertencia» de la primera página nos indica ya que el autor se halla dispuesto a interpretar su papel con negación y estilo, ya que aparenta ser tan sólo el encargado de transcribir el diario redactado por su propia protagonista. Célestine le «pide» a Mirbeau que corrija y supervise sus recuerdos…, y el escritor no puede, al final, negarse a tal ruego porque «Célestine es muy bonita y porque él, después de todo, es un hombre».

Célestine comienza a redactar su diario cuando llega a un pequeño pueblo de Normandía para trabajar como femme de chambre en casa de los señores Lanlaire… Hasta entonces ha ejercido siempre su profesión en Paris; es, por tanto, la primera vez que trabaja en provincias. En su diario se entremezclan dos partes: los acontecimientos que le van ocurriendo y los recuerdos de sus experiencias pasadas que aquéllos le suscitan. Célestine ha llevado una vida «interesante», pues ha sabido divertirse y sacarle partido a la situación de estar siempre en contacto con personas adineradas y de buen gusto, pero su falta de sentido práctico la desasosiega cuando piensa en un porvenir que todavía no ha sido capaz de asegurarse. Es joven aún y está de perfecto acuerdo con su desenfadada y temperamental inconsciencia, pues esto le permite vivir apasionadamente, pero su ya amplia experiencia la sume cada vez más a menudo en una especie de amarga lucidez, y así escribe en su diario: «Una sirvienta no es un ser normal, un ser social. No es que, sea un disparate, es algo peor: un híbrido humano monstruoso… No pertenece ya al pueblo, de donde ha salido, ni tampoco a la burguesía, entre la que vive y en la que aspira a integrarse… Reniega del pueblo, del que ha perdido su sangre generosa y la fuerza de su ingenuidad, mientras que de la burguesía tan sólo ha adquirido sus vicios más vergonzosos, sin haberse podido procurar los medios para satisfacerlos». Esta certidumbre de una realidad implacable, agravada por la necesidad de abandonar París y de tener que convivir con el grosero ambiente provinciano, acaba por hacer reaccionar a Célestine.

El lugar adonde vemos llegar a Célestine es un pequeño pueblo del Bocage, la parte más anodina de Calvados, que, a su vez, es la provincia más caracterizada de la ruda región normanda. A tal respecto, no es casualidad que Mirbeau situara la acción de su novela en Normandía y no en cualquier otra región francesa: el normando suele ser de carácter muy apegado a la tradición, de espíritu fuerte, reflexivo, desconfiado, con una gran capacidad para la ironía sardónica y, por lo regular, muy inclinado a lo material, si bien esto último no lo hace por avaricia, sino para «sentirse al abrigo de la necesidad». Flaubert solía preguntarles a, los forasteros que llegaban a la región: «¿Conoce usted Normandía, esta vieja y clásica tierra de la Edad Media, donde cada campo ha tenido su batalla, cada piedra guarda su nombre y cada ruina atesora un recuerdo?». Diríase, efectivamente, que todo lo que rodea al normando le impulsa hacia la adquisición de una personalidad muy individualizada y radical. Esta especie de radicalismo subjetivo, como es lógico, puede convertirse tanto en una virtud como en un defecto, según que inspire a la inteligencia o a la estupidez, a la nobleza o a la mezquindad, a la sinceridad o a la hipocresía… Célestine, por la voluntad de Mirbeau, y también por la misma textura de los ambientes en los que se ve obligada a moverse, tendrá que convivir con los que podría calificarse como una innoble carnada de seres: una patrona frígida que le pide autorización a su confesor para «cortar el doloroso cumplimiento de sus deberes conyugales, reemplazándolos por ciertas caricias»; un patrón estúpidamente libidinoso, capaz de «implorar el amor» incluso a una cocinera medio idiota; un militar retirado que devora toda clase de animales crudos; un sacristán dedicado a la «sagrada» labor de difundir la propaganda antisemita; las comadres del lugar entregadas al excitante placer dominical de criticar a todo el mundo; una tendera especializada en hacer abortar a las jóvenes que cometen «errores» irreparables… El único personaje que parece destacar por encima de tanta mediocridad es Joseph, el jardinero-cochero de los Lanlaire. Joseph es capaz de tener una paciencia secreta y es fuerte de voluntad. Hace tiempo que se formuló unos planes muy concretos, y al final le vemos alcanzar su propósito. Contra la inmoralidad de la estupidez, Joseph creará su propia moral a fuerza de cinismo, razón por la cual resulta, de alguna manera, un personaje fascinante. El lector llega a sospechar que es de esta viril facultad de la que se siente prendada Célestine, así como Mirbeau, si tenemos en cuenta que éste trata a Joseph como a un personaje «triunfador», no sólo sobre las personas que le rodean, sino también sobre las ideas que aparentemente le obsesionan.

A través de diversas escenas, irónicas o violentas; por medio de múltiples conversaciones, sostenidas en la sordidez de las cocinas o en el silencio amortiguado de los cuartos de aseo y de los dormitorios; cuando no utilizando la figuratividad física de un pequeño pueblo, contrapuesta al lujo cosmopolita parisino, la verdad es que Mirbeau consigue siempre que cada imagen narrada sea para el lector una ilustración, no ya de una clase social, burguesa o no, sino de una forma de vivir que, por incapacidad o por cobardía, se complace en la rutina de unos valores admitidos y fundados en el mediocre éxito que pueden proporcionar la codicia o la hipocresía… La anécdota central, que en cierto modo determina toda la acción del Diario de una camarera, es la violación de una muchacha en los alrededores del pueblo. Tanto para los gendarmes como para las gentes de la comarca, el crimen queda en el más absoluto de los misterios. Todo el mundo sospecha de todo el mundo, pero nadie está seguro de nada, salvo Célestine… Se piensa en algunos transeúntes, incluidos dos capuchinos de «extraño aspecto y barba muy sucia», y también en el padre de la pequeña víctima. La señora Lanlaire sospecha de su propio esposo, y un vecino acusa a éste abiertamente, mientras que La Libre Parole denuncia a «los judíos» como autores del hecho y afirma que se trata de un crimen ritual. En cuanto a Célestine, una especie de instinto femenino la lleva a sospechar de Joseph desde el primer momento. Pero no lo denuncia, al darse cuenta de que está enamorada de él, lo cual le permite comprender, además, por qué «ciertas mujeres, como las prostitutas, pueden llegar a todo cuando se enamoran perdidamente de su hombre». El «fuego» que siente en su cuerpo ante la sola presencia de aquel hombre hace que Célestine, con los ojos brillantes y la respiración entrecortada, se ofrezca en un momento determinado a Joseph…, quien la rechaza, puesto que no es su placer lo que busca al pretenderla, sino que la quiere toda entera y para siempre. Desea casarse legalmente con ella y hacerla copropietaria del café que piensa adquirir en Cherburgo…, con no se sabe qué dineros. Joseph le confiesa a Célestine que, a su juicio, ambos son iguales.

Y tiene toda la razón. «Nuestras almas son gemelas», le dice. En efecto, estos dos turbios personajes, cuyos delitos quedan impunes, saldrán triunfantes de la mediocridad que les rodea y conseguirán establecerse en el soñado café de Cherburgo. Célestine se convertirá en una «señora» y no vacilará en calificar de haraganas y desvergonzadas a sus sirvientas. La veremos como una burguesa, como una propietaria, con sus correspondientes criadas…, aun cuando ella misma no haya logrado abandonar por completo la servidumbre, pues deberá acceder a «disfrazarse» de alsaciana, según los deseos de Joseph, para atraer más clientela al establecimiento. Pero no importa; Célestine se siente feliz así, pues sabe que le es imposible oponerse a la voluntad de Joseph. La última confesión que nos hará en su diario será la de que, si Joseph se lo pidiera, ella podría llegar incluso hasta el crimen.

Es inútil hablar aquí de la belleza de estas dos almas demoníacas, o entregarse a florituras poéticas a costa del pecado o de la contradicción del mal. Mirbeau va más lejos, sin que ello implique abandonar el plano inmanente de su relato. Su mordacidad es evidente. Para el autor del Diario de una camarera, el mundo era una especie de ciénaga y la sociedad un caos. Lo único que consideraba salvable era el individuo, pero a condición de que no fuese un ser normal, es decir, un ser sumido en la bajeza flaubertiana de las ideas admitidas. La inmoralidad de Joseph y de Célestine se convierte en una moral, porque les sirve para salir de su situación inmoral. La adaptación no es aquí la imposición de unas formas de vida, sino la adopción por la vida misma de unas nuevas formas que representan, antes que nada, la solución a un problema humano planteado por la constitución de lo externo. En este sentido, cabría decir que de hecho existen tantas «morales» como individuos. La actitud de Joseph y Célestine está cargada de unos claros acentos nietzscheanos, ya que los dos protagonistas de Mirbeau nos demuestran que lo que confiere a la vida una orientación determinada no es nunca una «simple acción mecánica» de las causas exteriores, sino el impulsó interior del individuo. A tal respecto, la consecución de un resultado no puede ser nunca el «producto de una finalidad» común a otros muchos individuos, sino la consecuencia de un acto de voluntad que, visto desde fuera, puede parecer la dispersión de una infinidad de elementos, pero que, desde dentro, se nos presenta como un simple conjunto de obstáculos vencidos.

Un cierto espíritu de la picaresca podría definir la actitud de Joseph y Célestine como la de dos individuos que «van a la suya». Esto es suficiente para Mirbeau. ¿Para qué calificar nada de inmoral en nombre de otra moral, que, a su vez, puede ser considerada como una inmoralidad desde otra posición distinta? Se sabe que Mirbeau odiaba a los «racionalistas» del siglo XVIII. Y se explica. El autor del Diario de una camarera era de los que creen que la inteligencia y la razón no podrán servir jamás para inspirar acuerdos entre los hombres, ya que lo que éstos necesitan como el aire que respiran es el estímulo del desacuerdo, a fin de que sus cualidades morales puedan manifestarse como entidades vivas capaces de generar vida. En el fondo se trata de una ley muy elemental, que Bergson parecía conocer bien al asegurar que «la naturaleza debe tender siempre a defenderse del poder disolvente de la inteligencia…». Es el viejo dilema que, por encima de toda moral, se le presenta indefectiblemente al hombre cada vez que éste tiene que elegir entre la pasión y la razón.

Julio C. Acerete