IV

Desde hace una semana no he podido escribir ni una sola línea en mi diario… Cuando llega la noche me siento terriblemente cansada, y no pienso más que en acostarme y dormir… ¡Dormir! ¡Si pudiera estar siempre durmiendo!

¡Oh, qué barraca ésta, Dios mío! Nadie, sin conocerlo, podría hacerse una idea de lo que es realmente esto… La señora me hace subir o bajar los dos pisos por cualquier cosa y no tengo tiempo de descansar ni un mal momento. A ella no la inquieta ni la preocupa si una está indispuesta… Los días en que lo estoy me duele terriblemente la cintura y siento como si me fuera a romper en dos partes, además de que sufro unos fuertes retortijones que casi me hacen gritar de dolor… Pero eso no le importa a la señora Lanlaire. Creerá que no hay tiempo para estar enferma, ni tiene una el menor derecho a sufrir. Parece que el sufrimiento es un lujo que sólo pueden permitirse los señores. La servidumbre, aunque esté a punto de desfallecer, debe mantenerse constantemente en pie… Y si cuando se nos requiere, no corremos a obedecer, entonces vienen los reproches, las escenas y las represalias.

—Vamos, vamos… ¿Qué estaba usted haciendo que no ha venido cuando la he llamado? ¿Es usted sorda? Hace una hora que la estoy llamando.

¿Y todo para qué? A veces por un simple pretexto… Se oye el timbre, o la campanilla, una salta de la silla como impulsada por un resorte, llega adonde está la señora… quien se limita a ordenar:

—Tráigame una aguja…

—Aquí tiene, señora.

—Bien… Tráigame ahora el hilo.

—Aquí tiene.

—Ah, se me olvidaba. Búsqueme también un botón…

Se va en busca del botón, y entonces…

—¿Qué botón es ése? No le pedí un botón así… ¿Usted no comprende que necesito uno blanco y del número cuatro? ¡Vamos, dese prisa!

La señora Lanlaire disfruta enormemente con este tipo de órdenes sin lógica… Así es casi natural que me sienta rabiosa y que la maldiga. A veces, cuando regreso llevándole lo que ha pedido, ya no lo necesita.

Entonces no es de extrañar que haya días que acabe magullada y con las rodillas como anquilosadas. Hoy es uno de esos días. No puedo más… Pero estoy segura de que a esa puerca la satisface verme en este estado. ¡Y pensar que existen sociedades dedicadas a la protección de los animales!

Pero esto no es todo, pues a veces la señora Lanlaire, cuando por la noche pasa revista a la lencería, suele decirme con su característico tono agresivo:

—¿Por qué razón no ha hecho nada hoy aquí, Célestine? Sepa que no le pago para que se pase el día haraganeando…

Esas injusticias me sublevan, y entonces ya no puedo evitar contestarle, aunque sea con una simple observación como ésta:

—La señora me ha estado mandando cosas durante todo el día…

Pero ella me responde:

—¿Cómo? ¿Qué dice?… En primer lugar, Celestine, le prohíbo que me conteste; no le admito la menor objeción; ¿lo comprende? Sepa que yo sé siempre muy bien lo que digo.

Después están los portazos, los constantes refunfuños, las malas miradas… En los pasillos, en la cocina, en el jardín… Durante la mayor parte de las horas del día no oigo más que a la patrona, chillando, renegando y despotricando contra todo el mundo. ¡Ah, es incansable! ¡Si por lo menos se quedara un buen día sin habla!

La verdad es que resulta inútil tomársela en serio, porque nunca se sabe lo que quiere, y sus órdenes responden la mayoría de las veces a simples caprichos. Lo que más me intriga es no descubrir la razón de ese descontento… ¿Qué debe tener esa mujer en el cuerpo para estar siempre tan irritada? Bien sabe Dios, que de buena gana la dejaría plantada…, si supiera que iba a encontrar pronto otra colocación.

Hace un momento que estaba sufriendo lo indecible, mucho más de lo acostumbrado, pues tenía tal dolor, que era como si una fiera me estuviera desgarrando las entrañas… A media mañana ya había tenido alguna pérdida de sangre, y hasta me desmayé. ¿De dónde he podido sacar las fuerzas para seguir trabajando durante todo el día? No lo sé. En la escalera he tenido que apoyarme varias veces en el pasamanos para respirar y no caer. Me he mirado al espejo… y me he visto verde, al mismo tiempo que sentía un frío sudor que me empapaba hasta el cabello. No me faltaba en esos momentos más que aullar de dolor.

La verdad es que soy fuerte ante el sufrimiento físico y que puedo tener el orgullo de soportar lo que sea antes de que un patrón me oiga quejarme. Por ejemplo, la señora Lanlaire me ha sorprendido en el momento en que estaba a punto de desfallecer, cuando todo giraba a mi alrededor: escalones, barandillas, paredes, techos…

—¿Qué le ocurre? —me ha preguntado con su habitual rudeza.

—Nada, señora Lanlaire… No me ocurre nada.

He tratado por todos los medios de adoptar una actitud normal: Yo sabía que en aquellos momentos era algo imprescindible… Y lo he conseguido.

—Si no le ocurre nada, ¿por qué esa actitud? Debe saber, Célestine, que no me gustan las caras de entierro… A tal respecto, le diré que sus modales son en cierto modo desagradables.

A pesar de mi dolor, de buena gana la hubiese abofeteado…

En medio de todos estos inconvenientes, propios del oficio, siempre es un consuelo para mí recordar mis anteriores colocaciones… La que evoco hoy de una forma especial es la que tuve en la calle Lincoln. Allí ocupaba el puesto de segunda camarera y casi no hacía nada. Me pasaba prácticamente el día en la magnífica habitación dedicada a la lencería, cuyo suelo estaba alfombrado de fieltro y los roperos de caoba tenían cerraduras doradas. Una podía reírse y divertirse, podía decir tonterías, leer y hasta remedar las recepciones de la patrona, todo bajo la vigilancia de un ama de llaves que nos preparaba un excelente té, el mismo que tomaba la señora y que compraba en Inglaterra.

Algunas veces el mayordomo nos traía a escondidas pastelitos, caviar, jamón y otras cosas por el estilo… ¡Era comida de señores!

Recuerdo que una tarde mis compañeras me convencieron para que me pusiera un elegante traje del señor, del «coco», según le llamábamos. A veces nos dedicábamos a juegos quizá un poco arriesgados, pues fuimos bastante lejos con nuestras bromas… Estaba tan rara con aquel traje de hombre y tanto me reí, que, no pudiendo aguantarme más…, dejé cierta humedad en aquel vestido que no me pertenecía.

¡Aquélla sí que era una buena colocación!

He comenzado a conocer ya al señor Lanlaire. Tengo razones para asegurar que es una excelente persona, y tan generoso que…, si él no lo fuera, es difícil que pudiera encontrarse en todo el mundo un canalla peor ni un ladrón más perfecto. Digo esto porque la necesidad que tiene de ser generoso lo lleva a cometer acciones que no pueden calificarse precisamente de ejemplares. Si la intención es loable en él, no lo es en los demás, por lo que el resultado de sus actos suele ser a veces desastroso… Es necesario reconocerlo así: su bondad es la causa de pequeñas villanías, como en el caso que voy a referir.

El pasado martes, un hombre bastante viejo, el señor Pantois, trajo a casa unas rosas que el señor Lanlaire, según pareció, le había encargado… sin que lo supiese la señora.

Estaba ya para anochecer y yo había bajado a buscar agua caliente para lavar unas ropas. La señora había salido de compras, creo, y aún no había regresado… Yo estaba charlando con Marianne en la cocina cuando entró allí el señor, cordial y comunicativo, con el señor Pantois, y haciendo que le sirviéramos en seguida pan, queso y un vaso de sidra, comenzó a hablar con él.

Aquel hombre me inspiraba lástima por lo flaco y lo mal vestido que iba, pero sobre todo por lo agotado que parecía. Sus pantalones eran un puro remiendo, su gorra no podía tener más suciedad, y su camisa desabrochada dejaba al descubierto un pecho lleno de arrugas y ennegrecido como un cuero viejo… El buen hombre se puso a comer con voracidad.

—¿Qué, señor Pantois? —dijo de pronto el patrón—. ¿Se siente ya mejor?

—Ya lo creo, señor Lanlaire —le agradeció el anciano con la boca llena—. Es usted muy bueno… Si supiera que no he comido nada, lo que se dice nada, desde que salí de casa esta mañana…

—Está bien, está bien… Siga comiendo lo que quiera, señor Pantois.

—Es usted muy buena persona, señor Lanlaire…

El anciano cortaba trozos de pan y estaba mucho rato masticando, pues casi no tenía dientes. Después, cuando ya pareció que había aplacado el hambre, miró al señor Lanlaire, quien le preguntó:

—¿Y las rosas, señor Pantois?… ¿Son realmente bonitas?

—Las hay bonitas y menos bonitas; las hay de todas clases. Comprenda usted que no se pueden elegir y que cuesta mucho arrancarlas, aparte de que el señor Porcellet es contrario a que las cojan en su jardín. Hay que ir lejos, muy lejos, para encontrarlas… Si le dijera que vengo del bosque de Raillon, a más de cinco leguas de aquí, quizá no me creería, señor Lanlaire…, pero ésa es la verdad.

Mientras el anciano hablaba y comía, el patrón se sentó a su lado. Con gesto alegre, dio unas palmadas en la espalda del viejo, diciéndole:

—¿Cinco leguas?… ¡Bendito señor Pantois! Siempre tan joven y tan jovial… Es increíble.

—No lo crea, señor Lanlaire…

—Entonces… diré que siempre está de tan buen humor y que se parece a un viejo turco. Hoy ya no quedan hombres como usted, puedo asegurárselo… En nuestro tiempo los hombres ya no se hacen de roca vieja como está hecho usted.

El anciano sacudió la cabeza, que tenía el color de la madera vieja, repitiendo:

—No lo crea, señor Lanlaire. Si usted supiera… La verdad es que las piernas me flaquean, mis brazos están ya débiles y en la cintura… ¡Ah, benditos riñones! Apenas me quedan fuerzas, y mi mujer sigue enferma en cama… Los medicamentos son demasiado caros y no puede terminar de curarse. Es casi imposible ser feliz en esta vida… ¡Si al menos uno no envejeciera! Creo que esto es lo peor de todo.

El señor Lanlaire suspiró, hizo un vago gesto y después, resumiendo filosóficamente lo que había oído, añadió:

—Así es la vida, señor Pantois… No se puede ser y haber sido… Sí, eso es.

—Por supuesto… Es necesario comprender.

—Eso es.

—Todos tenemos una pena u otra, señor Pantois… Es irremediable.

—Eso es cierto, sólo que…

Siguió un silencio. Marianne picaba perejil y la noche caía ya sobre el jardín. Los dos grandes girasoles, que se veían a través de la puerta abierta, iban perdiendo su color, envueltos en las sombras… El señor Pantois continuaba comiendo. Su vaso estaba ya casi vacío, y el patrón volvió a llenárselo.

—Dígame, señor Pantois, ¿cuál es el precio de las rosas este año? —preguntó el señor Lanlaire.

—¿Las rosas dice usted? ¡Ah, sí! Este año valen veintidós francos el ciento… Es un precio alto, desde luego, pero le juro, señor Lanlaire, que me es imposible hacer este trabajo por menos dinero…

Entonces el patrón, como hombre generoso que no da importancia a la cuestión de dinero, ha interrumpido al anciano, que sin duda estaba dispuesto a darle las razones que justificaban aquel precio.

—Está bien, está bien, señor Pantois… Lo comprendo perfectamente. ¿Le he regateado nunca un franco? Sepa que no pienso pagarle esos veintidós francos por sus rosas, sino que le pagaré veinticinco… ¿Está conforme?

—¡Ah, señor Lanlaire, es usted demasiado bueno!

—No, no… Soy simplemente justo con quien trabaja, y la prueba es que voy a cambiar otra vez de propósito. Le pagaré treinta francos…

El anciano levantó sus asombrados ojos hacia el patrón, balbuciendo agradecido:

—¡Ah, trabajar para ciertas personas es un auténtico placer! Usted, señor Lanlaire…, sabe lo que es trabajar.

—Entonces, de acuerdo… —dijo el patrón, cambiando de tono—. Iré yo mismo a su casa el domingo para pagarle, o sea, dentro de cinco días… ¿Le parece bien, señor Pantois?… Le prometo que llevaré mi fusil. ¿De acuerdo?

Las expresiones de reconocimiento se apagaron de pronto en el anciano, quien se quedó turbado, dejando incluso de comer.

—Es que… —añadió, con timidez—. Es que, señor Lanlaire, yo necesitaría el dinero hoy mismo… Aunque me pague usted a veintidós francos, preferiría…

—Vamos, vamos, señor Pantois —contestó el patrón—. Nada de eso. Le pagaré lo que hemos acordado, y lo haré inmediatamente… Lo único que pretendía era aprovechar la ocasión para hacerle una visita…

El señor Lanlaire empezó a registrar sus bolsillos, como buscando el dinero, pero después de unos segundos fingió una gran sorpresa, y dijo:

—Vaya, ahora resulta que no llevo dinero suelto encima… No tengo más que billetes de mil francos… Pero supongo, señor Pantois, que tiene cambio de mil francos…

Al ver cómo sonreía el patrón, el anciano también sonrió, y contestó, con forzada alegría:

—Por favor, señor Lanlaire… No bromee. La verdad es que nunca vi un billete de ésos.

—Entonces…, hasta el domingo. ¿De acuerdo? —dijo el patrón:

El señor Lanlaire se había servido un vaso de sidra y se disponía a brindar por algo… cuando entró la señora como un huracán, sin que nadie oyese que se acercaba.

Al ver a su marido en aquella actitud con el anciano, se le pusieron blancos los labios y exclamó:

—¿Qué es esto? ¿Puede saberse qué sucede aquí?

—Son las rosas, querida… —le dijo el patrón—. Las ha traído el señor Pantois… Ya sabes que los rosales se secaron este invierno, y he pensado que…

—¡Aquí no se necesita ninguna clase de rosas! —exclamó irritada la señora.

Lo dijo en un tono tajante, dio media vuelta, soltando toda clase de injurias, y salió de la estancia, cerrando violentamente la puerta. Estaba tan colérica que ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba allí.

El patrón y el señor Pantois se levantaron algo turbados, mirando con temor hacia la puerta por donde la señora había desaparecido, no atreviéndose a decir una palabra. Fue el señor Lanlaire quien al final rompió el silencio, diciendo:

—Entonces, quedamos así… Hasta el domingo, señor Pantois. No me olvidaré… Le pagaré a treinta francos.

—De acuerdo… Hasta el domingo, señor Lanlaire.

—No tiene usted por qué preocuparse.

—Es usted una buena persona, señor Lanlaire.

El anciano abrió la puerta, y con la espalda encorvada y las piernas vacilantes empezó a andar, perdiéndose en la oscuridad del jardín.

¡Pobre señor Lanlaire! Se puede suponer que recibió una dura reprimenda de su esposa.

En cuanto al señor Pantois, si alguna vez cobra el dinero de sus rosas, será como si le cayera la lotería.

No deseo darle la razón a la patrona, pero creo que el señor Lanlaire hace mal hablando de esa forma tan familiar con la gente que está por debajo de su condición social. Es así como se pierde la dignidad. Cualquiera puede comprender que su vida no es muy alegre, que digamos…, y que se defiende como puede contra el aburrimiento y la ociosidad. Para él la casa es como una tumba. Hay veces que llega de cazar y lo hace cantando; se le nota que está contento. Pero así que entra, comienza la señora Lanlaire a chillarle y a hacerle toda clase de reproches.

—¡No sabes lo tranquila que estoy todo el día… no viéndote!

—Pero, querida…

—¡Cállate!

Lo que sigue a estas discusiones siempre es lo mismo… Ella se enfurruña para todo el día y adopta un gesto de extrema dureza, y él va detrás de ella a todas partes, balbuceando excusas con voz temblorosa.

—Pero, querida, tú sabes bien que…

—¡Cállate y haz el favor de dejarme en paz!

Al día siguiente el señor Lanlaire no sale de casa, creyendo que es lo mejor que puede hacer para no aumentar la irritación de su esposa, pero entonces ella, en el momento más inesperado, le grita:

—¡Oh, eres insoportable!… ¡No puedo verte dar vueltas por la casa como un alma en pena! ¿No se te ocurre nada que puedas hacer?

—Pero, querida…

—¡Ah, de verdad que no puedo soportarte! ¿Por qué no te marchas de ahí? Lo mejor que podías hacer es irte de caza. ¡Aquí siempre, me sacas de quicio!

El señor Lanlaire oye siempre los mismos reproches o parecidos, lo que le hace dudar de todo y adoptar cierto aire estúpido. El temor y la incertidumbre le impiden opinar o hacer las cosas con decisión. Para él, hacer el menor gesto o tomar la menor determinación son problemas terribles… que siempre resuelve de la misma forma: huyendo de casa. Luego su esposa le gritará, pero así no la oye mientras está fuera.

La verdad es que el señor Lanlaire inspira una gran lástima.

La otra mañana, mientras tendía un poco de ropa, vi al señor Lanlaire trabajando en el jardín. El fuerte viento de la noche anterior había derribado algunas dalias y él las estaba volviendo a su posición natural.

Lo más frecuente es que, si el patrón no sale antes de comer, se ponga a trabajar en el jardín, librándose así de la pesadilla que es para él entonces la casa. La mañana a que me refiero parecía estar tranquilo, pues se le veía risueño y tenía brillantes los ojos. Según he observado, cuando tiene este aspecto es que está profundamente alegre. Dentro de la casa no me habla, y es como si me ignorara; pero fuera de ella no pierde oportunidad para dirigirme frases amables, aunque siempre se asegura de que la señora no le esté espiando. Cuando no me habla, me mira…, y entonces su mirada es más elocuente aún que sus palabras. Debo decir que me divierte mucho excitarle de la forma que sea, aun cuando no haya tomado todavía ninguna decisión al respecto.

La mañana a que me refiero, al pasar cerca de donde se hallaba inclinado sobre las dalias, acorté con toda intención el paso, y le dije:

—¡Oh, cómo trabaja el señor esta mañana!

—Ah, sí… Ya lo ve —respondió—. Aquí estoy con estas benditas dalias.

Después me indicó que me detuviera un momento y me dijo:

—Bien, Célestine… Espero que ya se haya acostumbrado a esto.

Era su manía de siempre. Y también su misma dificultad para iniciar la conversación. A fin de no ponerlo en evidencia, le contesté en seguida:

—Creo que sí, señor… Creo que me voy acostumbrando.

—Vaya, menos mal. Le aseguro que es una suerte…

Al decir esto se puso de pie, repitiendo varias veces las mismas palabras. ¿Qué era lo que realmente deseaba decir? ¿O era simplemente que no quería perder el hilo de la conversación para poder continuarla?

En aquel momento separó unos fragmentos de rafia y los anudó por un extremo, mientras permanecía con las piernas separadas, hasta que al final, con una mirada abiertamente obscena, me dijo:

—Apuesto algo, Célestine, a que en París usted lo pasaba algo más que bien… Dígame, ¿me equivoco?

La verdad es que no esperaba aquellas palabras y sentí unas ganas de reír… Pero pude contenerme, y lo que hice fue bajar los ojos, fingir que estaba enojada y hacer lo posible para no ruborizarme. Entendí que aquello era lo que correspondía.

—Oh, señor… —dije, con claro tono de reproche.

—¿Qué? ¿No es normal que una bonita muchacha como usted, con unos ojos tan atractivos, haya hecho sus conquistas?… Yo no creo que eso sea nada malo. A mí me gusta mucho que la gente se divierta, y en cuanto al amor, soy completamente partidario de él…

Por lo que pude observar según iba hablando, el señor Lanlaire se estaba animando. En su robusto cuerpo me fue posible observar signos más que evidentes de su exaltación amorosa. Se puso rojo y el deseo le encendía los ojos. Al llegar a este punto, me creí en la obligación de arrojar sobre el fuego una ducha de agua fría, por lo que le dije, con la mayor dignidad:

—El señor se equivoca… Debe referirse a otra clase de sirvientas. Puedo asegurarle que soy una mujer honesta…

Hice una pausa, como para reflexionar en medio de mi fingida indignación, y luego agregué:

—El señor merecería que ahora fuese a quejarme de sus palabras a la señora…

Y me dispuse a marchar, pero el señor Lanlaire me sujetó por el brazo.

—¡No…! ¡No, por favor! —me pidió.

Aún ahora no entiendo cómo pude sostener aquella escena sin soltar la risa; tuve que hacer acopio de toda mi voluntad para impedir que pasara de mi garganta y no brotara lo que parecía una inminente carcajada.

Porque el señor Lanlaire ofrecía un aspecto sumamente ridículo. Estaba lívido, tenía la boca abierta y el aspecto de esos tontos de pueblo que te miran rascándose la nuca sin darse cuenta.

Más allá de donde estábamos había un viejo peral cargado de frutos, con las ramas cubiertas de liquen y musgo. Desde lo alto de un castaño, los chillidos de una urraca parecían una burla directamente hecha a la actitud del patrón, que cada vez se sentía más embarazado por el silencio, hasta que al final, después de dolorosos esfuerzos que convertían su expresión en una mueca, dijo:

—¿Le gustan las peras, Célestine?

—Si, señor…

Esta contestación la hice sin perder mis aires de dignidad y con una especie de indiferente altanería. Ante el temor de ser descubierto por su mujer, el señor Lanlaire vaciló algunos segundos, hasta que de pronto, como si se tratase de un pilluelo, arrancó una pera del árbol y me la tendió.

Lo cierto es que daba una profunda pena verle, pues sus rodillas se doblaban y sus manos temblaban.

—Tome, Célestine… Por favor, escóndala en su delantal. ¿En la cocina nunca le dan fruta?

—No, señor…

—Está bien… Procuraré dársela yo de vez en cuando, aunque sólo sea para contribuir a que se sienta usted más feliz en esta casa…

La sinceridad, la ingenuidad y la vehemencia de su deseo, como la torpeza que mostraba en sus gestos y palabras, acabaron por enternecerme.

Procuré suavizar mi altanera expresión, sonreí medio irónica, pero también afectuosamente, y le dije:

—¡Oh…, señor! Si la señora lo viera…

Vi cómo aumentaba su turbación, pero como nos separaba de la casa una espesa cortina de castaños, acabó reponiéndose y adoptó una actitud de arrogancia, acabando por exclamar, gesticulando con ampulosos ademanes:

—La señora, la señora… Si es necesario, me burlo de ella; no vaya a creerse usted… Lo que sucede es que… Bueno, la verdad es que estoy harto de mi mujer, y como me haga la vida imposible, cualquier día haré algo que no se espera…

—¿Qué quiere decir el señor? —pregunté—. No creo que fuese justa una actitud así… Después de todo, la señora es bastante amable…

—¿Amable? —exclamó, con gesto de sorpresa—. ¿Cómo puede usted decir eso? ¿No se ha dado cuenta de que es ella quien ha arruinado mi vida? Míreme bien, Célestine. No soy nada. Todo el mundo se ríe de mí, y la culpa es suya. Mi mujer es… es… una vaca. ¡Eso, una vaca!

Hice todo lo posible para calmarlo. Le hablé con suavidad y elogié hipócritamente su energía, su sentido del orden y su hombría, sin olvidarme de las virtudes domésticas de la patrona… Pero cada frase le exasperaba más, y me costó apaciguarle.

—Ah, es usted tan buena, Célestine… —balbució cuando lo conseguí. Es usted tan… tan dulce…, y sobre todo es usted tan diferente de esa…, de esa vaca que tengo por mujer…

—Vamos, señor, no diga esas cosas.

Pero él insistió:

—Es usted tan… tan dulce… Y eso que no es más que una sirvienta. La verdad es que no lo comprendo… De pronto se quedó cortado, calló un instante y después se me acercó más para decirme en voz baja: —Si usted quisiera, Célestine…

—Si yo quisiera…, ¿qué, señor?

—Si usted quisiera… En fin, ya sabe a lo que me refiero. Estoy seguro de que lo sabe…

—¿Debo entender que el señor querría que engañara a la señora con él? ¿Debo pensar que lo que desea es que haga porquerías con él?

Estaba claro que el patrón no reparaba en mi expresión y se dejó arrastrar por sus deseos, pues vi cómo los ojos se le salían de las órbitas, cómo se le hinchaban las venas del cuello y cómo se le humedecían extrañamente los labios. Con voz ahogada, dijo:

—Pues sí. Eso es lo que usted debe pensar. ¿Y por qué no?

—Es indudable que el señor no…

—Célestine —me interrumpió—, la verdad es que no pienso en otra cosa.

Estaba rojo y casi congestionado.

—¡Ah!, el señor va a empezar otra vez a…

No me dejó seguir. Me atrajo hacia él, cogiéndome las manos.

—Pues sí —murmuró—. Empezaré de nuevo una y mil veces, porque estoy loco por usted, Célestine. Eso es: loco… No puedo remediarlo. No duermo, ni como, ni me siento bien… Por favor, Célestine, no tenga ningún miedo de mi. No soy ningún bruto, ni tampoco la dejaré embarazada, se lo prometo… Esto último se lo juro. Yo… yo…, nosotros… nosotros…

—Una palabra más, señor Lanlaire, y le juro que se lo cuento todo a la señora… Piense un momento en la posibilidad de que alguien le viera en ese estado… ¿Qué podría pensar sino lo peor? Y lo peor… es algo que a mí no me favorece nada.

Pareció que le convencía, porque en seguida le vi como apenado y avergonzado, sin saber qué hacer con las manos. Miraba al suelo sin ver, hasta que, convencido, se puso de nuevo a ordenar las dalias caídas, gimiendo:

—Célestine, si le he dicho eso… ha sido por hablar algo. Lo mismo habría podido decirle otra cosa, ¿comprende? Espero que no me guarde rencor… Y espero, sobre todo, que no le diga nada a la señora. Sin embargo, si alguien nos hubiera visto… ¿Cree usted que alguien nos ha podido ver?

Escapé para no echarme a reír. ¡Tenía tantos deseos de hacerlo! Pero también sentía en mi interior una especie de emoción maternal… ¿Cómo podría explicarse una cosa así?

La verdad era ésta: Aun cuando el patrón no me agradaba para acostarme con él, al mismo tiempo pensaba que no había motivo para tanto reparo, porque un hombre más o menos…, ¿qué importancia podía tener en fin de cuentas? Podía hacer feliz al pobre infeliz… y sentirme yo también dichosa. ¿Dichosa de qué?, se me habría podido preguntar… Pues muy sencillo: dichosa al poder dar mi amor a los demás. Siempre he creído que dar amor es mejor que recibirlo… A veces he sentido que mi carne permanecía insensible a las caricias, pero ver al otro dichoso es ya una felicidad. Además, hacer feliz al patrón supondría una especie de venganza contra la crueldad de la señora… Pero lo cierto es que por el momento no he decidido aún nada sobre el particular. Veremos lo que ocurrirá más adelante.

El señor Lanlaire no salió en todo el día de casa… Acabó de enderezar las dalias, y por la tarde se encerró en la leñera, donde estuvo más de cuatro horas partiendo troncos… Desde el cuarto de la ropa oía los hachazos.

Los señores pasaron la tarde de ayer en Louviers. El patrón tenía una cita con el abogado y la señora con la modista… ¡Vaya modista! Aproveché el rato que me quedaba libre para visitar a Rose, a quien no había vuelto a ver desde aquel domingo. He de decir que no me molestó conocer al mismo tiempo a su reverenciado capitán Mauger.

Se trata de un tipo algo extraño: tiene cabeza de carpa, bigote y una larga y estrecha barba gris. Es delgado, nervioso y muy inquieto. Parece que está siempre trabajando, en el jardín o en una especie de taller, donde se dedica a la carpintería, mientras canta canciones militares e imita la trompeta de su antiguo regimiento.

El jardín es muy bonito y está dividido en tabladas cuadradas, donde el capitán cultiva flores muy raras, de esas que sólo se ven en los jardines de los curas ancianos.

Cuando llegué, Rose estaba sentada a la sombra de una acacia, frente a una rústica mesa, en la que tenía su costurero. Vi que zurcía unas medias. El capitán estaba inclinado sobre el césped y llevaba un viejo gorro de policía. Se ocupaba en taponar los agujeros de una manguera que se le había roto el día anterior.

Ambos me acogieron con mucha amabilidad. Rose llamó en seguida a un pequeño criado para que trajera una botella de licor y unos vasos.

Después de las frases de saludo y cortesía, el capitán dijo:

—Dígame, señorita, ¿aún no ha reventado ese Lanlaire? ¡Ah!, la verdad es que la compadezco por tener que servir en ese antro, donde no sé quién es más odioso, si el crápula del dueño o la bestia de su mujer…

Me explicó que hasta hacía algún tiempo habían vivido como buenos vecinos e inseparables amigos, pero que una discusión a causa de Rose les había indispuesto y que ahora se odiaban a muerte. Al parecer, el señor Lanlaire reprochaba al capitán que sentara a su sirvienta a su misma mesa, pues esto significaba un desprecio a las categorías sociales.

El capitán, como para dar más fuerza a sus palabras, añadió:

—En la mesa donde como yo. Figúrese, señorita… ¡Como si quisiera admitirla en mi cama! ¿Qué le importa a él lo que yo haga en mi casa? ¿No le parece a usted, señorita, que la actitud de su patrón es inadmisible?

—Por supuesto que sí, señor capitán…

Rose, con gesto púdico, suspiró entonces:

—Un hombre solo… es natural que obre así. ¿No piensa usted igual, Célestine?

—Por supuesto que sí, Rose… —volví a convenir.

El capitán me siguió contando el episodio de su desavenencia con mi patrón… Después de aquella famosa discusión, que faltó poco para que terminara a golpes, los dos viejos amigos se dedicaron a hacerse mutuas charranadas y a procesarse judicialmente. Podía decirse que se odiaban y se perseguían con encarnizamiento.

—Confieso —dijo el capitán en un momento de su explicación— que no pierdo ocasión de arrojar todas las piedras que encuentro en mi propiedad por encima de la cerca, sin importarme donde puedan caer… Lo que más lamento es que no caigan sobre la cabeza de ese cochino.

Al decir esto, viendo una piedra en el suelo, la cogió, se acercó sigilosamente a la cerca, donde tomó impulso, y la arrojó con todas sus fuerzas al jardín de los Lanlaire. Casi al momento se oyó un ruido de cristales rotos. Entonces el capitán se volvió triunfante hacia nosotras y, retorciéndose de risa, exclamó:

—¡Ajá! ¡Otro cristal roto! Ya veo ir al vidriero a casa de los Lanlaire. Me divierto mucho cuando veo a ese buen hombre que, llamado por esos cochinos, va a hacer su trabajo… Entonces pienso que es un trabajo que le he proporcionado yo… ¡Ja, ja, ja!

Rose miraba al capitán de una forma casi maternal, y sus palabras parecía que se las inspiraba ese sentimiento, pues me dijo:

—Mírelo, Célestine… Es como un niño. ¿No se lo parece a usted?

Después de beberse un vasito de licor guindado, el capitán quiso hacerme los honores de la casa, invitándome a dar una vuelta por el jardín. Rose dijo no poder acompañarnos a causa del asma, y nos recomendó que no tardásemos en regresar…

—Sepan que les vigilo… —dijo, en tono de broma.

El capitán me llevó a través de los senderos, bordeados de boj y de flores, diciéndome que aquéllas eran indudablemente más bonitas que todas las que pudiera tener nunca «el cerdo de Lanlaire». Luego arrancó una florecilla anaranjada, algo rara, pero muy vistosa, y me la ofreció, diciendo:

—¿Ha comido usted flores alguna vez?

No hace falta decir que aquella pregunta me sorprendió y me desconcertó, quedándome muda y sin saber qué contestarle. Entonces me dijo:

—A mí me agradan muchísimo… Les encuentro un gusto exquisito. Prácticamente sé el sabor de todas las flores que usted ve en mi jardín. Las hay exquisitas, buenas, simplemente buenas…, y algunas no valen nada o son insípidas. Debo decirle que a mí me gusta probarlo todo… Soy un hombre que come de todo.

Al decir esto, guiñó los ojos, chascó la lengua y, golpeándose el vientre con las manos, repitió, en tono desafiante:

—Soy un hombre que come de todo. Puede creerme, señorita Célestine.

El tono en que el capitán proclamó esta extraña profesión de fe me reveló que, indudablemente, su gran vanidad consistía en «comer de todo». Al oírlo, me dije que tenía que resultar divertido halagar una manía como aquélla.

—Le creo y tiene usted toda la razón, capitán…

—Claro que sí —me contestó él, con cierto orgullo—. Y sepa que no sólo como plantas, sino también animales… A veces son animales que nadie ha comido y que ni siquiera son conocidos, lo cual supone un peligro, pero… ¡Yo soy un hombre que come de todo!

Continuamos nuestro paseo por entre las flores, que balanceaban al viento sus corolas azules, amarillentas y rojas. Hubo un momento en que tuve la impresión de que el capitán, al mirarlas, tenía en su vientre unos especiales espasmos de alegría. Lo cierto era que su lengua pasaba continuamente por sus resecos labios.

Le confesaré, señorita Célestine —continuó diciéndome—, que aquí no hay ninguna clase de insectos, pájaros o gusanos que yo no haya probado. Por ejemplo, he comido garduñas, culebras, grillos, ratas… En la región es muy conocida esta debilidad mía, y cuando alguien encuentra un bicho raro, vivo o muerto, me lo trae… y me lo como. En invierno, debido a los grandes fríos, pasan por aquí pájaros desconocidos que vienen de América, o quizá de más lejos… Por lo regular, resultan platos exquisitos. Apuesto a que no hay nadie en el mundo, ni lo ha habido nunca, que haya comido de todo.

Una vez terminado el paseo alrededor del jardín, volvimos a sentarnos bajo la acacia, cerca de la cual estaba Rose, que seguía con su labor casera de zurcir.

Cuando ya estaba para irme, el capitán me dijo:

—Ah, señorita Célestine, me olvidaba de mostrarle algo muy curioso que… usted, seguramente, no ha visto nunca.

Y con voz estentórea, gritó a alguien:

—¡«Kléber»! ¡«Kléber»!

Entre dos de sus estruendosos gritos, me explicó:

«Kléber» es… es mi hurón de caza. Un auténtico fenómeno, señorita Célestine. Ahora verá usted… ¡«Kléber»! ¡«Kléber»!

Al final, en una rama y entre dos hojas amarillentas, apareció un hocico rosado y unos ojillos muy negros, brillantes y en extremo vivaces.

—¡Ah!…, ya me figuraba que no podías estar muy lejos —dijo el capitán al verle—. «Kléber», ven aquí.

El animal recorrió la rama, se aventuró por el tronco del árbol, descendió con cierta prudencia, hundiendo sus uñas en la corteza… Su cuerpo era blanco, tenía unos movimientos suaves y ondulaba al andar de una forma graciosa. Cuando estuvo en el suelo, saltó a las rodillas del capitán, que lo acarició, sonriéndole.

—Ah, ya está aquí el bueno de «Kléber». ¿Verdad que es encantador, señorita Célestine? —dijo el capitán.

Y se volvió hacia mí para añadir:

—Apuesto algo a que nunca vio un hurón tan bien domesticado… Me sigue a todas partes como si fuese un perrito. No tengo más que llamarlo y viene dócilmente, agitando su colita… Usted misma acaba de verlo. Come y duerme con nosotros en la casa, pudiendo decirse que quiero tanto a este animal como a una persona… Hace poco me ofrecieron por él trescientos francos, pero no lo daría ni por mil… Ni tampoco por dos mil. «Kléber», ven aquí.

El animal levantó la cabeza, trepó sobré su amo, Llegando hasta los hombros del capitán, y se enroscó a su cuello como si se tratase de una estola. Rose no decía nada, pero yo hubiese dicho que se sentía molesta.

En aquel momento, y no sabría decir por qué, una idea infernal pasó por mi cabeza.

—Apuesto algo —dije de pronto al capitán— a que por nada del mundo se comería ese animal…

Y le señalé el hurón, que seguía haciéndole zalamerías en el cuello.

El capitán me miró con inusitado asombro, y su rostro pareció invadirse de una infinita tristeza. Sus ojos se volvieron redondos y sus labios sufrieron un raro temblor.

—¿«Kléber»? —balbució—. ¡«Kléber», baj a de ahí!… ¿Comerme a «Kléber»?

Estaba claro que el capitán no se había planteado nunca la posibilidad de comerse a «Kléber», él, que había probado toda clase animales… Me figuro que mi insinuación le abrió un mundo nuevo, puesto que jamás había pensado en aquel comestible… que no hubiese vendido ni por dos mil francos.

—Apuesto algo —insistí con ensañamiento— que por nada del mundo se comería usted, mi querido capitán, ese valioso animal… ¿Me equivoco?

El señor Manger estaba asustado, sin duda alguna, y como dominado por una extraña angustia, que debía tener su origen en la duda y en la indecisión… Hasta que al fin, movido por una misteriosa e invencible sacudida, el viejo capitán se levantó de su banco con la mayor agitación, tartamudeando:

—Repita eso… Repita eso, señorita Célestine… ¿Qué es lo que en realidad quiere decir?

—Muy sencillo: que no creo que usted, tan aficionado a probar toda clase de animales, se atreva a comerse ese hurón, al que tanto aprecia…

—¿Y por qué no? ¿Quiere decir que me cree incapaz de comerme a «Kléber»?

—No es que no le crea capaz, señor Manger, sino que no lo haría, quizá porque le parecería casi inhumano…

—No siga, señorita Célestine. Le voy a demostrar que está equivocada… dijo, en un tono casi furioso.

Y cogió al hurón por el lomo como el que coge una barra de pan, y de un golpe seco lo mató, arrojándolo luego sobre la mesa. El animal no se debatió, no pudo vérsele ni un espasmo.

El capitán Manger le gritó entonces a Rose:

—Esta noche me harás un buen guisado con él… Y con un claro nerviosismo echó a correr, desapareciendo en el interior de la casa.

A pesar de ser yo la inductora de la acción, o tal vez por ello, pasé unos minutos de indecible horror. Aturdida por la escena que acababa de presenciar, me levanté para marcharme definitivamente. Creo que estaba muy pálida.

Rose, sonriendo, me acompañó hasta la puerta, diciéndome en tono confidencial:

—Célestine, debo decirle que no estoy enojada por lo que acaba de ocurrir… El capitán quería mucho a su hurón; quizá demasiado. Comprenda que estoy en mi derecho de tener celos de todo lo que él ama… Por ejemplo, también considero que ama demasiado a sus flores…

Calló por unos instantes, como reflexionando, y después agregó:

—En fin, como he de estarle agradecida, me creo en la obligación de advertirle que el capitán no le perdonará jamás lo sucedido…

—¿Por qué? —pregunté yo, un poco extrañada.

—Pues porque es una de esas personas a las que no se pueden desafiar… No olvide que ha sido militar.

Continuamos andando y unos pasos más allá volvió a hablarme, acentuando su tono de advertencia:

—Creo que debo decirle también que tenga cuidado, hija mía, pues ya se empieza a hablar de usted por aquí… Parece que el otro día la vieron en el jardín con el señor Lanlaire…

—¡Vaya por Dios! —exclamé, sin poder reprimirme.

—Si, sí, ya sé… La gente es muy mal intencionada, pero créame que eso es una imprudencia… Ese cerdo acabará seduciéndola, si no lo ha hecho ya. No sé cómo se las compone, pero lo consigue con todas, y no olvide que en cada caso, a las primeras de cambio, la muchacha en cuestión siempre ha salido de la misma forma: ya sabe, con la barriga llena… Yo sé que usted es diferente…, y en eso confío para que no le ocurra lo que a las otras. ¿Comprende?

—No se preocupe, Rose…

—Bien, hasta pronto, Célestine… Debo dejarla porque tengo que preparar ese guisado.

No pude remediarlo… Durante todo aquel día tuve ante mis ojos el cadáver del pobre hurón, tendido sobre aquella mesa del jardín. Y por la noche, durante la cena, me ocurrió lo mismo. Al servir el postre, la señora me dijo con cierta irritante severidad:

—Célestine, si le gustan las ciruelas, no tiene más que pedirlas… Yo veré si puedo darle… Pero le prohíbo terminantemente que se sirva fruta usted misma. ¿Comprendido?

—No soy ninguna ladrona, señora… —le respondí—. Además, sepa que no me gustan las ciruelas; así es que…

—Pues yo estoy segura de que usted ha comido ciruelas en mi ausencia… —insistió.

—A la señora debe bastarle con mi palabra… —contesté—. Pero si considera que soy una ladrona, y que miento, yo le propongo que me despida… cuando me tenga arreglada la cuenta.

La señora Lanlaire arrancó entonces de mis manos el plato de ciruelas… y me lo mostró, diciendo:

—¡Fíjese bien, Célestine! El señor se comió cinco ciruelas esta mañana… y anoche puse yo aquí treinta y dos. Ahora hay veinticinco, o sea, que faltan dos… ¡Que no vuelva a suceder!

Era verdad. Me había comido dos ciruelas… La muy cochina las había contado. ¡Increíble! Nunca pensé que existiera en el mundo una patrona así.