XII
En otro lugar prometí que hablaría en este diario del señor Xavier. Su recuerdo me asedia… Entre tantos rostros que llevo vistos, creo que éste es uno de los que más grabado se ha quedado en mi memoria. A veces su recuerdo me causa pesar y otras me irrita, pues era un ser muy raro y vicioso. El señor Xavier, con su rubicundo rostro marchito… y a la vez tan descarado… ¡Ah, qué pícaro! De él no se podría decir que no era de su época.
Un día fui contratada para trabajar en casa de la señora de Tarves, en la calle Varennes… Se trataba de una casa muy elegante y donde pagaban un buen sueldo: cien francos, ropa limpia, buena comida… y mejor vino aún. La mañana misma de mi llegada me hizo llamar la señora a su cuarto de vestir, que era una pieza muy lujosa, tapizada de seda color crema.
La señora era alta, iba muy maquillada y tenía la tez demasiado blanca para mi gusto. Además, era rubia, y le quedaba aún mucho atractivo de su juventud…, y, sobre todo, era muy elegante, conservando una gran prestancia cada uno de sus gestos y ademanes.
Por aquel entonces yo era una persona bastante experimentada y con sólo una mirada a una habitación íntima era capaz de juzgar los hábitos y las costumbres de una señora. Entre otras cosas, sabía ya que los rostros pueden mentir, pero no los objetos y el ambiente. En resumen, a pesar de la apariencia suntuosa y decente del decorado que rodeaba a la señora de Tarves, adiviné rápidamente la realidad de una existencia bastante desorganizada y la presencia de cierta angustia, manifestada en una concreta prisa por vivir, lo que hace que la «suciedad» se vaya acumulando en los rincones más escondidos del alma. Esos escondrijos pueden estar muy ocultos, y hasta ser invisibles, pero los buenos olfatos siempre descubren su existencia a través… del mismo e invariable olor a basura. Por lo demás, en tales casos, existe también una especie de consigna masónica, que puede percibirse en las miradas que se cruzan los sirvientes nuevos y los que ya llevan algún tiempo en la casa. Esta mirada espontánea, si una sabe recogerla, suele bastar para ponerse al corriente del espíritu general de la casa en muy poco tiempo.
Como ocurre en todas las profesiones, los sirvientes también sienten celos los unos de los otros, y se defienden ferozmente contra las posibles nuevas intromisiones. Aun cuando yo soy una persona que me adapto fácilmente a todo, también tuve que soportar muchas veces esas envidias y esos odios, sobre todo de aquellas mujeres celosas de mi manera de ser… A este respecto, debo hacer justicia a los hombres, quienes por lo general siempre me acogen bien.
Recuerdo perfectamente que ya en la mirada del criado que me abrió la puerta de la señora de Tarves vi algo que me hizo sospechar que entraba en una casa rara, de esas en las que existen esos altibajos en las relaciones que le hacen a una sentirse insegura, pero que, en definitiva, pueden ser agradables… a condición de que se acierte a adoptar la actitud apropiada.
La señora, en el momento de recibirme, estaba escribiendo unas cartas en un escritorio que era una verdadera joya. Sin duda alguna, me esperaba… Yo eché un vistazo al conjunto de la habitación. Una gran piel de astracán blanco cubría el suelo, sirviendo de alfombra. En las paredes, tapizadas de seda color crema, me llamó la atención ver, junto a grabados casi obscenos del siglo XVIII, escenas religiosas en esmalte antiquísimo. En una vitrina había una gran cantidad de alhajas antiguas, marfiles, tabaqueras en miniatura y figurillas de porcelana encantadoramente frágiles, y sobre una mesa vi muchos magníficos objetos de tocador de oro y plata… Un perrito, color de tabaco claro, hecho una bola de sedoso y reluciente pelaje, dormía sobre una poltrona, entre dos almohadones de color malva.
Lo primero que me dijo la señora de Tarves fue esto:
—Se llama Célestine, ¿verdad?
—Sí, señora…
—No me gusta nada ese nombre… ¿Le importaría que la llamase con otro? Mary, por ejemplo, en inglés… Mary, eso es… ¿Lo recordará usted?
La respuesta ya se sabía… Esta manía de cambiar los nombres a los sirvientes demuestra muy bien lo que es nuestra profesión. No tenemos derecho ni a nuestro nombre…, porque siempre hay en las casas una hija, una prima… o un perro, que se llaman igual. Es una desgracia come otra cualquiera.
—Entonces, Mary… ¿Lo recordará usted? —insistió la señora de Tarves.
—Creo que sí, señora…
—Bien, Mary. ¿Sabe usted inglés?
—No, señora… Creo que ya se lo dije.
—Sí, es cierto. Lo siento… A ver, Mary, dé una vuelta para que pueda verla.
Hice lo que me ordenaba, mientras ella me examinaba minuciosamente de arriba abajo, al mismo tiempo que murmuraba para sí:
«Bien, no está mal… Mejor dicho, está bastante bien. Eso es, bastante bien…».
De pronto retiró su vista de mi cuerpo para mirarme a los ojos, y me preguntó:
—Dígame, Mary, ¿verdad que tiene usted un bonito cuerpo?
Esta pregunta me sorprendió mucho, y me quedé turbada. No acertaba a establecer la relación que pudiera existir entre mi servicio en la casa y mi cuerpo.
No obstante, sin dejar de mirarme de la cabeza a los pies y sin darme tiempo para contestarle, la señora pareció hablar consigo misma, al decir:
—En efecto, Mary tiene una bonita figura…
Unos segundos después volvió a cambiar el tono de la voz y a mirarme a los ojos, para decirme con una sonrisa de satisfacción:
—Verá, Mary, no me gusta tener a mi lado sino mujeres bonitas… Es más conveniente…, ¿comprende?
Le iba a responder afirmativamente, pero no me dio tiempo, pues no habían acabado allí mis sorpresas; la señora de Tarves siguió examinándome detenidamente y exclamó de pronto:
—¡Ah, sus cabellos! Se me olvidaba… Quiero que se peine de otra manera. No va peinada con elegancia y tiene unos hermosos cabellos, que debe lucir adecuadamente… Mire, yo quisiera que se peinara así…
Comenzó a modificar mi peinado, al mismo tiempo que añadía:
—Es conveniente sacar de los cabellos el máximo partido posible. ¿Comprende, Mary?… ¿Se da cuenta? Así está usted encantadora…
Mientras la señora de Tarves ordenaba a su gusto mis cabellos, yo me preguntaba si no estaría algo chiflada… o si sería que cultivaba ciertas pasiones que no correspondían a su sexo… ¡Si era aquello, sería lo único que me faltaba!
Cuando la señora de Tarves terminó de recomponer mis cabellos, visiblemente contenta de mi nuevo peinado, me preguntó:
—¿Es éste su vestido más bonito?
—Sí, señora…
—Pues no es muy elegante que digamos… Le regalaré algunos de los míos para que los adapte a sus medidas. Estoy segura de que le sentarán estupendamente… Y su ropa interior, ¿cómo es?
Al mismo tiempo que decía esto, sin que me diera tiempo a hacer nada para impedirlo, la señora de Tarves levantó mi falda, la recogió ligeramente y dijo:
—¡Ah, ya me lo figuraba! No puede decirse que su ropa interior sea la más adecuada.
Aquella especie de examen inquisitorial, y casi humillante, hizo que me sintiera molesta y que, sin pensarlo mucho, le contestara secamente:
—No comprendo qué es lo que la señora quiere decir con eso de que «no es la más adecuada».
—Tráigame su ropa para que la vea… —me interrumpió—, y por favor, Mary, camine un poco por la habitación… La verdad es que anda muy bien y que sus movimientos son muy elegantes. ¿No se lo había dicho nunca nadie, Mary?
Cuando unos minutos después le llevé mi ropa, la señora de Tarves hizo una mueca muy expresiva al verla.
—¡Oh! Estas telas, estas medias, estas camisas… ¡Qué horror! ¿Y este corsé…? ¡Ah, no! ¡No puedo tolerar que se lleven estas cosas tan horribles en mi casa! No quiero que las use, ¿comprende, Mary? Venga conmigo, ayúdeme…
Al mismo tiempo que me decía esto abrió un ropero de laca rosa, y sacando un cajón lleno de ropa perfumada, lo vació sobre la alfombra.
—Tome esto, Mary, y esto también… ¡Ah, mire qué cosa tan bonita! Vamos, tómelo todo y lléveselo a su habitación. Tendrá que dar alguna puntada que otra, pero le servirá… Así podrá tener un guardarropa decente…
En aquel informe montón de ropa que me daba había de todo: corsés de seda y de fina batista, delicados pantaloncitos, elegantes enaguas… Un fuerte perfume de clavel español, combinado con otros olores, hacía que todo aquel revoltijo hiciera pensar en la elegante mujer de mundo soñada por tantas mentes femeninas. Aquel perfume era en el fondo la fragancia del amor, una fragancia que se escapaba de aquellas prendas de colores suaves o violentos, que se esparcían sobre la alfombra como una canasta de flores en un jardín… Yo casi me sentía incapacitada para reaccionar, porque me sentía contenta y molesta al mismo tiempo ante aquel montón de telas amarillas, malva, rosa y de todos los colores, donde también había cintas y las más delicadas puntillas y encajes.
La señora de Tarves me mostraba aquellos desechos aún bellos, aquellos interiores apenas usados, haciéndome un sinfín de recomendaciones o señalándome sus preferencias.
—Me gusta que las mujeres que están a mi servicio sean coquetas y elegantes… Y también me gusta que huelan agradablemente. Usted es morena… y me figuro que esta enagua roja le sentará muy bien. Mire, aquí hay otra… Pero dejémoslo; usted misma podrá elegir lo que más le guste, pues ya le he dicho que puede llevárselo todo a su habitación… Estoy segura de que no tendrá problemas al escoger…
No podía evitarlo. Estaba sumida en una profunda estupefacción. No sabía qué hacer, ni qué decir, y repetía de una forma casi mecánica:
—Gracias, señora… ¡Qué buena es usted! ¡Muchas gracias, señora!… Gracias…
Pero ella hablaba casi sin interrupción y no me dejaba precisar mis ideas. No me daba tiempo de hacerlo, porque hablaba y hablaba…, haciéndolo a veces en un tono entre impúdico y maternal que me resultaba sumamente extraño.
—También quisiera advertirle algo sobre la higiene… —me dijo de pronto—. Se entiende que me refiero a la higiene más intima del cuerpo… Debe saber que, en este aspecto, soy tan exigente que casi se me podría tildar de maniática…
Sus palabras invadieron el terreno de los detalles íntimos y me di cuenta de que insistía de una forma especial en la palabra «conveniente», que volvía una y otra vez a sus labios aunque no viniese al caso… Al menos esto era lo que a mí me parecía.
Habíamos terminado ya con la elección de la ropa, y entonces, como para finalizar el tema de la higiene, me dijo:
—Una mujer, de cualquier clase que sea, debe presentarse siempre correctamente vestida y debidamente aseada… Por lo demás, Mary, usted hará lo que hago yo, pues es un punto de suma importancia… Mañana tomará un baño… y yo misma le indicaré cómo debe hacerlo.
Después la señora de Tarves me mostró su habitación, lo mismo que sus roperos y el lugar que debía ocupar cada cosa, y me puso también al corriente de cuál sería mi trabajo, con observaciones que no siempre me parecieron normales, aunque esto parecía formar parte de su carácter.
—Ahora vamos a las habitaciones del señor Xavier… —me dijo después—. Xavier es mi hijo…, y usted estará también a su servicio.
—Bien, señora.
La habitación del señor Xavier se hallaba al otro extremo de la casa. Era una pieza muy coquetona, decorada en azul y con pasamanería amarilla… En las paredes había grabados ingleses en colores que representaban motivos de caza, carreras o castillos. Un portabastones con un cuerno de caza en el centro, flanqueado por dos trompetas entrecruzadas, ocupaba la mitad de un panel. Y sobre la chimenea, entre varios bibelots, cajas de cigarros, pipas y fotografías, había el retrato de un guapo muchacho, imberbe aún, que me agradó mucho, pero que tenía una precoz elegancia y una dudosa gracia femenina.
—Es el señor Xavier… —dijo la señora.
—¡Oh, qué apuesto es! —exclamé, sin poder contenerme.
—Bien, Mary… —dijo la señora de Tarves.
Por lo que pude deducir, mi exclamación no le había disgustado, puesto que sonreía con cierta satisfacción.
—El señor Xavier es como todos los jóvenes… —añadió la señora—. Quiero decir que no es muy ordenado, ni tiene demasiado cuidado por nada… Será usted la que tendrá que tenerlo. ¿Comprende, Mary? Sobre todo deberá cuidar de que su dormitorio esté siempre presentable… Todas las mañanas, alrededor de las nueve, vendrá a su habitación: a llevarle el té. Algunas veces el señor Xavier regresa tarde y… por las mañanas quizá la reciba con quejas destempladas… No importa, ni le haga demasiado caso… Un joven como él debe despertarse a las nueve… Esas son mis órdenes, tanto para él como para usted.
A continuación me mostró dónde guardaba su ropa, el calzado y las corbatas, el señor Xavier, acompañando cada detalle con una explicación.
—Mi hijo tiene un carácter muy nervioso…, pero es un muchacho encantador… A propósito, Mary, ¿sabe doblar los pantalones? El señor Xavier es más exigente con sus pantalones que con ninguna otra cosa.
Los sombreros, sin embargo, estaban al cuidado de uno de los criados, a quien correspondía el honor de darles la cepillada cotidiana.
Una cosa que me llamó la atención fue que, en una casa donde había criado, tuviera que ser yo quien me encargara de servir al señor Xavier. «Es divertido…, pero tal vez no sea ‘conveniente’…», me dije, parodiando la palabra que repetía constantemente la señora de Tarves.
Debo confesar que en aquella casa todo me parecía raro…
Por la noche, en las dependencias del servicio, me enteré ya de algunas cosas que pusieron en claro otras que me habían intrigado horas antes.
—Es una casa extraordinaria… —se me dijo—. En la primera impresión asombra, pero después se va una acostumbrando… Por ejemplo, a veces no hay un centavo en toda ella. Entonces la señora está muy nerviosa, y esto se nota en que entra y sale mil veces de las habitaciones, y dice toda clase de palabrotas. Entretanto, el señor no cesa de hablar por teléfono, gritando, amenazando y suplicando… Parece el mismísimo diablo hablando por teléfono. Después están los alguaciles. A menudo el mayordomo tiene que emplear toda su diplomacia para que los proveedores se conformen de momento con una pequeña parte de lo que vienen a cobrar… Un día cortaron la luz y el gas… Pero aunque ocurran todas estas cosas, aquí nadie se angustia demasiado, porque de pronto comienza a llover el dinero… y la casa rebosa riqueza. ¿De dónde Llega el dinero? Eso es algo que no lo sabe nadie. Muchas veces los sirvientes tenemos que esperar meses para cobrar nuestro salario…, que al final siempre se consigue, pero no sin antes discutir las cuentas acumuladas. Es algo casi increíble.
¡Ah, qué suerte la mía! Para una vez que me pagaban un buen sueldo, había la posibilidad de no cobrarlo… hasta que Dios quisiera.
—El señor Xavier no ha regresado aún esta noche… —me advirtió el otro criado.
—¡Oh!… —dijo la cocinera, mirándome con insistencia—. Esta noche estoy segura de que no tardará mucho en volver…
El criado contó entonces que por la mañana un acreedor del señor Xavier armó un gran escándalo, pues había venido a reclamar algo. Según el sirviente, debía ser «algo sucio», porque el padre del señor Xavier tuvo que entregar una buena cantidad como garantía; lo menos cuatro mil francos.
—El señor está furioso… —terminó diciendo el criado—, porque oí cómo le decía a la señora que «aquello no podía durar, porque era una deshonra»…
La cocinera, con aire filosófico, se encogió de hombros al mismo tiempo que decía:
—¡Una deshonra! Y eso… ¿qué Les importa a ellos? Para mí los tres son iguales. Lo que buscan siempre… es no pagar. Eso es.
Esta conversación me hizo pensar vagamente en la relación que podía haber entre la ropa de la señora, sus palabras y su hijo Xavier… ¿Cuál podía ser exactamente esa relación?
—Lo que verdaderamente les molesta… es pagar —repitió la cocinera.
Aquella noche recuerdo que dormí muy mal… Tuve extraños sueños y estaba impaciente por ver al dichoso señor Xavier. El criado no había mentido, pues la verdad era que se trataba de una casa muy extraña.
No se sabía a ciencia cierta cuál era su profesión o a qué se dedicaba el señor Tarves. Lo único que conseguí averiguar, mientras estuve allí, fue que era presidente o director de una organización que tenía como misión recoger a los peregrinos judíos, a los protestantes, a los vagabundos y a toda clase de individuos por el estilo. Esa organización presidida o dirigida por el señor Tarves parece que se ocupaba también de reunir católicos, que una vez por año eran llevados a Roma, a Lourdes o a Parayle-Monial, y no sin ruido o provecho… para el señor Tarves. El Papa veía en esta clase de actividades una gran devoción, y parece que estas cosas eran tenidas como el mejor signo de que la religión triunfaba y llevaba una vida boyante. El señor Tarves también tenía a su cargo distintas obras caritativas y políticas, como la Liga contra la enseñanza laica…, la Liga contra las publicaciones obscenas…, la Sociedad de bibliotecas cristianas…, la Asociación de biberones congregados para el amamantamiento de los hijos de los obreros… ¡y qué sé yo cuántas cosas más! Presidía también un sinfín de orfelinatos, talleres, círculos y oficinas de colocaciones… Daba la impresión de que lo presidía todo.
En cuanto a su físico, el señor Tarves era un hombre regordete y no muy alto, pero de movimientos rápidos y nerviosos. Parecía cuidadoso e iba siempre muy bien afeitado. Sus modales eran a la vez amables y cínicos, pareciéndose en esto a uno de esos clérigos astutos que siempre tienen la sonrisa en los labios. Los periódicos hablaban algunas veces de él y de sus actividades. Unos exaltaban sus virtudes humanitarias y su santidad de apóstol, pero otros lo trataban como a un viejo bribón y a un canalla. Los sirvientes nos divertíamos mucho con estas contradicciones, pero en el fondo siempre es halagador para nosotros que los diarios se ocupen de los señores a cuyas órdenes trabajamos.
El señor Tarves ofrecía todas las semanas una cena en su domicilio, seguida de una gran recepción, a la que eran invitadas toda clase de celebridades, fuesen académicos, senadores reaccionarios, diputados católicos, curas inconformistas, monjes intrigantes, arzobispos… A uno de aquellos invitados se le dedicaba una especial atención: era un anciano asuncionista de cuyo nombre no me acuerdo, un picapleitos venenoso que, al parecer, no decía otra cosa que maldades de todo el mundo, si bien hay que convenir que las decía siempre con un aire de devoto arrepentido.
En cada una de aquellas salitas donde se celebraba la recepción había retratos del Papa… ¡Ah, yo no hacía más que pensar en aquel detalle! ¡Cuántas cosas tuvo que ver y oír el Santo Padre en aquella casa!
La verdad es que yo no acababa nunca de asombrarme… El señor Tarves hacía una infinidad de cosas y quería a mucha gente, y eso que yo ignoraba la mitad de las cosas que hacía y la mitad de la gente a quien quería. En resumen, no hay duda de que era un viejo farsante.
Recuerdo que al día siguiente de mi llegada, cuando le ayudaba a ponerse el sobretodo en la antesala, me dijo:
—Dígame, señorita, ¿pertenece usted a mi Sociedad de las Siervas de Jesús?
—No, señor.
—Pues debe inscribirse cuanto antes. Es indispensable, ¿comprende?… Ya me encargaré yo de hacerlo por usted…
—Muchas gracias, señor… ¿Puedo preguntar al señor en qué consiste esa sociedad?
—Es una admirable asociación que tiene como meta principal acoger y educar a las madres solteras… —Pero, señor…, yo no soy una madre soltera.
—No importa… Hay también mujeres que han estado en la cárcel, prostitutas arrepentidas; hay mujeres de todas clases… La inscribiré.
Entonces se sacó del bolsillo unos cuantos periódicos muy bien doblados, me los entregó y me dijo:
—Escóndalos… Léalos cuando esté sola… Son muy interesantes.
Después me tomó por la barbilla y, haciendo un chasquido con la lengua, añadió:
—¡Ah, qué graciosa es la pequeña!… Muy graciosa y muy bonita, ¡ya lo creo que sí!…
Una vez que el señor Tarves hubo salido, me puse a hojear los periódicos que me había dado. Se llamaban Fin de siglo, La Risa, Mujercitas de París… y cosas así. ¡Todo porquerías!
¡Ah, los burgueses! ¡Toda su vida es una eterna comedia! La verdad es que todos son iguales… Ahora recuerdo cuando trabajé en casa de un diputado republicano. Esto ocurría en los tiempos que estaba bien visto denigrar a los sacerdotes… ¡Había que ver y oír al diputado aquel…! En su presencia no podía nombrarse ni la religión, ni el Papa, ni nada que tuviera algo que ver con el clero. De haberle hecho caso, se habrían exterminado todas las iglesias y los conventos… Pues bien, no había domingo que no fuese a misa, y lo hacía evitando que se supiese, por lo que iba a las parroquias más alejadas de donde vivía. Por cualquier cosa hacía llamar al cura, y todos sus hijos eran educados por los jesuitas… Y nunca quiso ver a un hermano suyo después de que éste se negó a casarse por la Iglesia.
Lo que yo digo… ¡Todos los burgueses son unos hipócritas, unos cobardes y unos asquerosos, cada cual en su género y a su estilo!
La señora de Tarves también tenía sus obras, pues presidía comités religiosos, sociedades de beneficencia y organizaba tómbolas de caridad. Lo cierto es que nunca estaba en casa… y así iba ésta, a trompicones. Con mucha frecuencia la señora regresaba tarde, viniendo, sólo el diablo sabe de dónde, con la ropa interior desordenada… y con el cuerpo impregnado de un olor que no era el suyo. ¡Ah! ¡Qué bien conocía yo aquella clase de regresos! No tuve que discurrir mucho para saber a qué clase de obras se dedicaba la señora, ni la engañifa que suponían todos aquellos comités que presidía… Sin embargo, he de reconocer que la señora de Tarves se portaba bien conmigo. Nunca me hacía un reproche, ni me decía ninguna palabra desagradable u ofensiva. Por el contrario, se mostraba familiar y casi como si hubiese sido una compañera, hasta el extremo de que, olvidando ella su dignidad y yo mi respeto, incluso llegamos a bromear y a decirnos tonterías… Debe reconocerse que una actitud así en una señora siempre es de agradecer… y más desde el punto de vista de una sirvienta.
La señora de Tarves no sólo me daba consejos para el arreglo de mis cosas, sino que alentaba mi coquetería; me untaba Los brazos de cold-cream y me empolvaba con polvos muy perfumados.
Cuando lo hacía, siempre me daba consejos y me decía cosas así:
—¿Se da usted cuenta, Mary…? Es necesario que una mujer se mantenga bien, que tenga la piel blanca y suave. Usted tiene unas bonitas facciones y debe hacerlas resaltar, y lo mismo sucede con su cuerpo… En cuanto a sus piernas, debe mostrarlas, porque son francamente hermosas. Lo más conveniente…
No puedo negar que yo estaba contenta, aun cuando en el fondo sintiese cierta inquietud. Había algo en todo aquello que no me convencía y que me hacía sospechar no sabía qué… No podía olvidar las habladurías de los otros sirvientes cuando yo elogiaba los bondadosos detalles que la señora tenía conmigo.
—Sí, sí… —decía la cocinera—. Lo que hay que ver es en qué acaba todo eso. Lo que ella busca es que se acueste con su hijo, para retenerlo más en casa…, y que cueste menos dinero a la pareja de miserables que tiene como padres. La verdad es que esa estratagema ya la llevó a cabo con otras, por lo que no hay por qué sorprenderse… ¡Ah, como si no nos conociéramos aquí todos…! Podría decirse que esa cochina lo ha probado ya todo en este sentido. Ha traído aquí amigas, mujeres casadas, solteras… ¡Si, solteras! Casi no puede creerse. Lo que ocurre es que el señor Xavier no traga el anzuelo, por la sencilla razón de que a él lo que le gustan son las mujerzuelas… Usted misma podrá comprobarlo… ¡Ya verá, ya verá!
Después de esta advertencia, la cocinera hacía una pausa, como para recobrar fuerzas, y añadía con todo el odio del mundo:
—Pero yo de usted, si estuviera en su lugar, les haría soltar un buen fajo de billetes… ¡Si quieren tener caprichos, que paguen!
Al oír estas palabras, no podía evitar el sentir cierta vergüenza frente a mis compañeros. A fin de justificarme conmigo misma, lo que siempre acababa pensando era que la cocinera estaba celosa de las deferencias que la señora tenía para mí.
Todas las mañanas, alrededor de las nueve, descorría las cortinas del dormitorio del señor Xavier y le llevaba el té, tal como me ordenara la señora.
Cuando entraba en la habitación, por extraño que parezca, lo hacía con cierta zozobra, sintiendo cómo me latía el corazón. Durante algún tiempo el señor Xavier no me prestó atención alguna… Yo iba de aquí para allá, le preparaba la ropa, el baño y trataba de ser amable, pero él sólo me dirigía la palabra cuando tenía que protestar de algo, y lo hacía con voz malhumorada, sobre todo cuando se quejaba de que le hubiese despertado temprano, si la noche anterior se había acostado tarde.
Al cabo de unos cuantos días, despechada por aquella indiferencia, decidí redoblar mi coquetería… Cada día esperaba algo que no llegaba, y aquel mutismo suyo, aquel desdén por mi persona, me irritaban tanto… ¿Qué habría hecho si lo que esperaba hubiese ocurrido de pronto? ¡Ah, esto era algo que ni siquiera me preguntaba…! Lo único que deseaba era que ocurriese cuanto antes.
El señor Xavier era, efectivamente, un joven muy apuesto y bien parecido. Al natural aún era mejor que en la fotografía. Tenía un fino bigote rubio y unos labios cuya roja y carnosa pulpa invitaba a besarlos. Sus ojos, de un azul claro y punteados de amarillo, eran fascinantes. En cuanto a sus movimientos, poseían una cadencia indolente que les concedía cierta gracia lánguida y cruel de niña, o de joven gamo. Además, era alto, ágil y esbelto, muy elegante y de una poderosa seducción, sobre todo debido a algo que se desprendía de él y que hacía pensar en una cínica corrupción.
Debo confesar que, además de que me había gustado desde el primer día, y que lo deseaba, su resistencia, o más bien su indiferencia, hizo que al final aquel deseo se convirtiese en amor.
Una mañana encontré al señor Xavier despierto… y levantado. Cuando entré sólo llevaba una camisa blanca moteada de azul. Tenía una pierna apoyada a lo largo del borde de la cama y la otra sobre la alfombra. La postura no puede decirse que fuese muy decente. Por pudor quise retirarme, pero él me llamó.
—¿Qué ocurre? —me dijo—. Vamos, entra; ¿de qué tienes miedo? ¿No has visto nunca a un hombre?
Intentó tapar con la camisa parte de la pierna que colgaba, pero fue inútil, terminando por cruzarse sabre las rodillas las manos, y después se puso a balancear el cuerpo con lentos y armoniosos movimientos, mientras me miraba detenidamente.
Me ruboricé ante aquella situación. Dejé la bandeja en la mesita, cerca de la chimenea, y traté de salir, pero él, como si me viese por primera vez, dijo:
—Eres una chica muy elegante… ¿Desde cuándo trabajas en esta casa?
—Desde hace tres semanas, señor.
—¡Es sorprendente!
—¿Qué es lo que le parece sorprendente, señor?
—Lo que me sorprende es que hasta hoy no me haya dado cuenta de que eres una muchacha tan bonita…
Entonces estiró las dos piernas, alargándolas sobre la alfombra…, al mismo tiempo que se daba dos palmadas en los muslos, tan blancos y redondos como los de una mujer.
—Ven aquí… —dijo.
Me acerqué temblorosa…, y él me sujetó por la cintura, aspirando fuerte mientras me tenía junto a él, al borde mismo de la cama.
—¡Oh, señor Xavier! —suspiré, al mismo tiempo que me debatía débilmente—. Acabe este juego, por favor… Si sus padres le vieran…
Al oír aquello, se rió estrepitosamente y me dijo:
—¡Oh, mis padres! ¿Sabes una cosa? Mis padres… De eso ya he cenado; ¿comprendes?
Esta era una expresión que repetía siempre para decir que estaba harto de una cosa o que la despreciaba… De cualquier tema que se le hablara, «ya había cenado de aquello», y al decir esa frase parecía que despreciaba a todo el mundo.
A fin de aplazar lo más posible el momento del ataque definitivo, pues yo notaba cómo sus manos estaban impacientes sobre mi blusa, le dije:
—Hay algo que me intriga mucho, señor Xavier… ¿Por qué no asiste nunca a las cenas de la señora?
—¡Ah, si supieras, querida, lo que me fastidian las cenas de mamá…!
—¿Y cómo se explica que sea su habitación la única de la casa donde no hay un retrato del Papa?
Esta observación pareció halagarle mucho a juzgar por su expresión.
—¡Ah! ¿No sabes, pequeña? Es que soy anarquista… —me dijo—. La religión…, los jesuitas…, los curas… ¡Ah, no! Lo tengo ya muy visto. Ya he cenado de todo eso… ¿Qué crees que se puede pensar de una sociedad integrada por personas como papá y mamá…, como no sea que hay que destruirla cuanto antes mejor? ¡La gente así no es necesaria para nada!
Desde aquel momento empecé a sentirme mucho más cómoda con el señor Xavier, en quien veía reflejados los mismos vicios y la misma concepción de la vida que en tantos jóvenes parisienses, aquellos que son precisamente los que más me gustan a mí. Era como si lo conociese desde hacía muchos años.
Luego fue él quien me interrogó a mí.
—Dime…, ¿tienes alguna relación con papá?
—¿Con su papá…? —exclamé, escandalizada—. Señor Xavier, ¿cómo pueden ocurrírsele esas cosas…? ¡Pero si su padre es un santo varón!
La risa del señor Xavier fue más estridente que nunca, y me replicó:
—¿Papá un santo varón…? Vamos, pequeña, no seas inocente. Si papá se acuesta con todas las sirvientas. ¿No lo sabes? Las sirvientas son su debilidad… Sólo las sirvientas son capaces de excitarlo… Entonces, no marchan bien tus cosas con papá. ¡Eso sí que es una noticia!
—No comprendo… —repuse, riendo yo también—. Si el buen señor no hace otra cosa que darme algunos de sus periódicos para leer.
Esto excitó aún más las carcajadas del señor Xavier, que gritó:
—¡No! ¿Papá recurriendo a esos trucos? ¡Es extraordinario! Lo oigo y no puedo creerlo… ¿Es eso cierto?
Con verdadero entusiasmo siguió hablando en aquel tono, y con cierta gracia, de diversos temas relacionados con sus padres…
—¡Es como mamá! —exclamó de pronto—. ¡Figúrate que ayer mismo me hizo una escena terrible! Según mis padres, yo los estoy deshonrando… ¿Qué te parece? ¿Podrías creer tú una cosa así…? Sólo invocan las grandes cosas… ¿Y la religión…? ¿Y la sociedad…? ¡Ah, no! De eso ya he cenado más que suficiente… Pero te advierto que yo no me callo, y ayer le dije a mi madre: «Mira, mamá; si quieres hacemos un trato: yo me corregiré el día que tú dejes de tener amantes»… Una oportuna respuesta, ¿no te parece? Sólo te diré que se quedó callada como una muerta… ¿Sabes? Lo que más me abruma hoy son mis padres… ¡Sus eternas historias! Hace ya mucho tiempo que me harté de cenar con ellos. A propósito, ¿conoces al señor Fumeau?
—No, señor… ¿Por qué?
—¡No es posible…! ¿De verdad no conoces a Anthime Fumeau?
—Le aseguro que no…
—Es un hombre joven aún, bastante gordo y colorado, pero muy elegante… Según dicen las mujeres, tiene el cabello más hermoso de París… y tres millones de renta. Es el de las tartas Cabri… ¿Quieres decir que tampoco conoces las tartas Cabri?
—Pues no, señor…
—Es imposible. No conoces las tartas Cabri ni el bizcocho Fumeau. ¡Increíble! Y más si se tiene en cuenta que el señor Fumeau tuvo un juicio hace dos meses que fue algo más que sonado… Constituyó la comidilla de todo Paris… ¿Aún no caes en quién es el tal Fumeau?
—Le juro al señor que no tengo la menor idea…
—Está bien, no importa. Te explicaré cosas del bueno de Fumeau… El año pasado le hice una jugarreta genial… ¡No puedes figurarte en qué consistió!
—No, señor…
—¿Y tampoco eres capaz de adivinarlo?
—¿Cómo lo voy a adivinar… si no conozco a ese señor?
—Pues verás, pequeña… Mi jugarreta consistió en endosarle a mamá al tal Fumeau. ¡Palabra de honor! Fue ingenioso y sumamente divertido… Pero lo más gracioso fue que mamá le hizo aflojar trescientos mil francos destinados a las obras patrióticas de papá…
Ellos tienen una treta, sin la cual esta casa estaría en la ruina… ¿Tampoco sabías esto? ¿No te lo han dicho en la cocina? ¡No puedo creerlo…! Dime la verdad, pequeña. ¿Es en serio que no sabes nada de todas estas miserables historias?
—Le juro al señor que es lo primero que oigo… esto que ahora me cuenta usted tan amablemente.
—Bien, es igual… En el momento a que me refiero, cuando la historia de Fumeau, estábamos hasta la coronilla de deudas; con eso te lo digo todo… ¡Era terrible! Los acreedores aparecían hasta por las ratoneras. Ni siquiera los curas querían saber nada de nosotros… ¡Hay que reconocer que el golpe de mamá fue muy oportuno! Un poco más y… Pero dime, pequeña, ¿qué opinas tú de todo esto?
—Pues opino que… Opino que el señor trata a su familia de una forma un poco rara…
—¿Y qué quieres, amor mío? Ya te he dicho que soy anarquista… ¡Ah, la familia! ¡Estoy harto de la familia!
Mientras hablaba, había desabotonado mi bonita blusa, regalo de la señora, que por cierto me caía estupendamente.
—¡Oh, señor Xavier! Eso que está haciendo no está bien…
Durante un momento fingí que me defendía, pero de pronto él puso su mano sobre mi boca y me dijo:
—¡Cállate…! ¡Ah, pequeña, qué bien hueles! Eres y hueles igual que mamá, mi pequeña ramera…
Al mismo tiempo que decía esto, me tendió sobre el lecho, echándoseme encima…
A la mañana siguiente recuerdo que la señora de Tarves se mostró particularmente gentil conmigo, pues nada más entrar en su habitación me dijo:
—Debe saber que estoy muy contenta con su trabajo; así es que le aumentaré diez francos… ¿Le parece bien?
—Muy bien, señora…
Al mismo tiempo pensé que si cada vez me aumentaba diez francos, las cosas me irían inmejorablemente en aquella casa. Sin duda era lo más «conveniente»… ¡Ah, no! Si las cosas son así, yo también hace mucho que he cenado y que me he hartado de ellas… ¿Por qué iba yo a ser menos que el señor Xavier?
La pasión, aunque mejor sería decir el capricho, del hijo de los señores no duró mucho. Al cabo de poco tiempo debió considerar que ya «había cenado y se había hartado» de mí también… Si la intención de la señora era que lo retuviera en casa, debo decir que la estratagema acabó en un fracaso, porque él no dejó de salir cada noche… a lo suyo.
Muchas mañanas, cuando entraba en la habitación, el lecho estaba intacto, pues ni siquiera había dormido en casa.
La cocinera, que sin duda conocía bien al señor Xavier, me lo repitió una vez más:
—Lo que a ese degenerado le gusta son las rameras; lo digo yo…
En efecto, lo que a él le agradaba era ir de juerga con gente de su misma calaña; al parecer era ya un viejo hábito. No obstante, yo me había creado ilusiones, y cuando no volvía a casa, sentía una opresión, una angustia, que me duraba todo el día… Pero lo más terrible de todo fue cuando descubrí que el señor Xavier no tenía sentimientos.
Era un hombre sin poesía y, con excepción de la parte sexual, yo no significaba nada para él. Una vez conseguido lo que deseaba…, ¡a paseo! Lo cierto es que no tenía conmigo la menor atención. Nunca me dirigió una palabra amable o emocionada, como acostumbran hacer los enamorados en los libros y en los dramas. Nada de lo que me gustaba a mí le gustaba a él. No le gustaban las flores, aunque sí los claveles, pues se ponía uno en el ojal de la chaqueta… Y a pesar de todo, es tan bonito no pensar en devaneos y decirse cosas bonitas al oído, de esas que acarician el corazón, al mismo tiempo que se cambian besos y caricias, mirándose largamente a los ojos… Pero los hombres son unos seres groseros, incapaces de sentir esas alegrías tan puras y celestiales, lo cual es una lástima. Sin ir más lejos, el caso del señor Xavier era sumamente ilustrativo, pues se limitaba al simple placer del vicio y de la diversión con sus amigos. En materia de amor, todo lo que no fuese vicio… le aburría soberanamente.
—¡Ah, no…! —decía a cada dos por tres—. Eso es muy molesto… Yo he cenado ya de esa poesía a que tú te refieres. Lo de hacer el amor diciendo cosas bonitas… ¡hay que dejárselo a papá!
Cuando estaba saciado, volvía yo a ser la criatura impersonal, la camarera que entraba en su habitación varios días seguidos sin atraer su atención… y a la que se le podía ordenar cualquier cosa con el tono autoritario del señor que paga para que le sirvan. Del estado de bestia para el amor, aquel señor Xavier pasaba con la mayor facilidad al estado de bestia para la servidumbre… sin ninguna transición sensible. En él era lo más natural del mundo.
Entonces, con una sonrisa hiriente, acostumbraba a humillarme, diciéndome:
—Dime, querida, ¿aún no te has acostado con él? Eso me tiene muy intrigado…
Un día no pude retener las lágrimas, pues parecía que me ahogasen. Al verme en aquel estado, él se enojó y me reprochó:
—¡Ah, no…! ¡Lágrimas y escenas, ni hablar! ¡Eso es el colmo! Debes acostumbrarte, querida, porque de lo contrario… ¡adiós, buenas noches! Comprende que yo he cenado demasiado de tonterías así…
Debo confesar que cuando me siento aún temblorosa de felicidad, quisiera sujetar el mayor tiempo posible entre mis brazos al hombre que me la ha proporcionado… En fin, después de los espasmos de la voluptuosidad, necesito de una forma imperiosa el casto abrazo o ese beso que no tiene nada que ver con la pasión salvaje de la carne, pues es la caricia que brota del alma. Necesito elevarme desde el infierno de la lujuria a la dulzura del amor, desde el frenesí del espasmo al paraíso del embelesamiento, a ser posible en medio del inocente silencio del delicioso éxtasis… Pero el señor Xavier «había cenado» también de aquella clase de éxtasis, como demuestra el hecho de que en seguida dejaba de abrazarme o de acariciarme, una vez saciado, pues era físicamente intolerable para él. A los pocos momentos era como si nada nuestro se acabara de unir: ni nuestros sexos, ni nuestras bocas… y menos aún nuestras almas. Era como si nada de nuestros seres se hubiera confundido en un mismo grito, en un mismo olvido, en una misma y maravillosa entrega. Yo quería retenerlo sobre mi pecho, o entre mis piernas, nerviosamente ligadas a las suyas, pero él se retiraba inmediatamente y me rechazaba de una forma brutal, saltando en seguida de la cama y diciéndome:
—¡Ah, no! Ya está bien… ¿No te parece?
Y encendía un cigarrillo con la mayor indiferencia.
Nada podía ser más penoso para mí que comprobar la triste realidad de que no dejaba en él ni la menor huella de cariño, ni la menor muestra de ternura en su corazón…, que consiguiera someterme con razón a todas las fantasías de la lujuria que le dictaba su carácter caprichoso. ¡Y bien sabe Dios que se dejaba llevar por la fantasía! ¡Ah, nadie puede figurarse lo espantosamente caprichoso, lo morboso y lo corrompido que era el bueno del señor Xavier…! Era mucho peor que un viejo libidinoso medio impotente; sólo que él era prácticamente una bestia y parecía tener más inventiva y ferocidad en la perversión que cualquier cura satánico o cualquier anciano que rechaza con angustia la verdad de su senectud.
No obstante, creo que habría podido amar a ese canalla como una tonta… si él se hubiese comportado de otra manera. Incluso hoy pienso aún en su bonita figura, en su cruel carácter, en su piel perfumada… y en todo lo que de incitante tenían sus excesos de lujuria. A menudo todavía noto en mis labios lo que otros muchos hombres deberían haber borrado ya… Me refiero al gusto y al ardor de sus besos. ¡Ah, señor Xavier…, señor Xavier!
Una noche entró en su habitación para vestirse, antes de la cena, mientras yo ordenaba su ropa. ¡Ah, qué buena figura tenía con el traje de etiqueta! Cuando terminó de peinarse, sin la menor vacilación y en tono imperativo, como si me pidiese un vaso de agua, dijo:
—¿Tienes cinco luises…? Los necesito imprescindiblemente para esta noche. Te los devolveré mañana…
Precisamente la señora me había pagado aquella mañana… ¿Lo sabía él?
—No tengo más que noventa francos… —le respondí, un poco avergonzada al no poder satisfacer su petición.
—No importa… —dijo—. Dámelos… Te los devolveré mañana.
Cuando tuvo el dinero, me dijo con una sequedad que casi me heló el corazón:
—Está bien… Eres una buena chica.
Y después, con un grosero movimiento, me tendió el pie, y me ordenó con tono insolente:
—¡Pronto, que tengo prisa! Atame los cordones… Le miré con tristeza, y me atreví a decirle con sumisión:
—Entonces, ¿no va a cenar el señor en casa?
—No… Ceno fuera… ¡Vamos, de prisa!
Mientras le anudaba los cordones, aún me atreví a decirle, casi gimoteando:
—Entonces, ¿se va por ahí de juerga con mujerzuelas? Debo suponer que no volverá en toda la noche… Y yo estaré aquí llorando. A veces pienso que no se porta usted bien, señor Xavier…
Su voz, ya de por sí dura, fue cruel al contestarme:
—Si es para poder decirme cosas así por lo que me has prestado tus noventa francos, puedes guardártelos.
—No… No es eso… —gemí—. Bien sabe usted que no hablo así por esa razón…
—Está bien… En ese caso, déjame en paz de una vez, ¿de acuerdo?
Y se fue sin decirme ni una palabra… y, por supuesto, sin darme un beso. ¡Ni un solo gesto, ni una sola caricia!
Al día siguiente no dijo nada sobre los noventa francos. Como es lógico, no quise reclamárselos. En el fondo me encantaba que tuviese algo mío. Entonces comprendí que haya mujeres que se matan trabajando, o que se venden a los transeúntes, y que incluso roben maten con tal de ganar dinero para el hombre que aman. Creo que yo, en aquellos momentos, hubiese sido capaz de hacer algo así por el señor Xavier. Y es que a veces, frente a un hombre, me siento sin voluntad y sin coraje para decidir nada…
La señora no tardó mucho tiempo en cambiar de modales conmigo. Hasta cierto momento me trató con bondad, pero de pronto se volvió dura, exigente y fastidiosa. Según ella, era como si repentinamente me hubiera vuelto tonta, torpe, sucia, mal educada, distraída y ladrona… Su voz, tan dulce y suave al principio, ahora era destemplada. Me daba órdenes en un tono invariablemente cortante y desdeñoso. Como es natural, el regalo de ropas quedó suspendido, y también los polvos perfumados y las confidencias secretas. El cambio en ella fue tan radical que me pregunté una vez más si la señora de Tarves era un ser normal.
Terminada la ambigua camaradería de antes, que en el fondo presentía que no había sido bondad, sino un deseo secreto de arrastrarme a sus tendencias viciosas, comencé a perderle el respeto y a contestarle con descortesía cada vez que presenciaba cualquiera de las infamias de aquella casa, pues el mostrarme rebelde y díscola me proporcionaba cierta fuerza moral. Un día llegamos a enfrentarnos claramente, peleándonos y haciéndonos una serie de reproches.
—¿Qué ha creído usted que es mi casa? —exclamó ella.
—¿Yqué se cree usted que es su casa? —le contesté yo—. Sepa que no es honorable… ¿Y usted? ¿Y el señor? En el barrio no hace falta preguntar por ustedes, ni en todo París… En cuanto a su casa, le diré lo que por ahí se dice que es… ¡Un burdel…! Y yo apostaría que hay burdeles más limpios que este antro… y mucho más honorables.
Aquellas peleas llegaron a incitarnos de tal modo… que nos soltábamos los peores insultos con la mayor naturalidad, llegando hasta a las amenazas. Nuestro vocabulario era el de las mujeres de la calle… La pelea se prolongaba a veces durante horas y días enteros, y de pronto todo se calmaba. Bastaba que el señor Xavier tuviese el capricho de pasar conmigo una noche. Entonces se reanudaban las dudosas familiaridades, las vergonzosas complicidades, los regalos de ropa, las promesas de doblarme el sueldo, las sesiones de limpieza de la piel con crema y las iniciaciones en los secretos de los perfumes más refinados.
Era como si la señora regulara su conducta respecto a mí con un termómetro, cuyas variaciones estaban directamente relacionadas con la conducta del señor Xavier… Las bondades de ella eran la invariable consecuencia de las caricias de él, y los desplantes del hijo se emparejaban con las insolencias de la madre.
Así pues, yo era la víctima propiciatoria y segura de las enervantes fluctuaciones por las que pasaba el inestable amor de aquel muchacho caprichoso y sin corazón… Como única explicación aceptable, llegué a sospechar que la señora nos espiaba, escuchando detrás de la puerta, para tener una idea de cómo iban nuestras relaciones. Aunque quizá no fuese así, pues tenía el instinto del vicio, y a lo mejor le bastaba con husmear a través de las paredes, o a través de las almas, tal como los perros olfatean a distancia el olor de la presa.
En cuanto al señor Tarves, siempre atareado, a la vez que cínico y bastante grotesco, se movía entre los acontecimientos de la casa como un pez en el agua. Por las mañanas salía, con su rostro afeitado y rosado de pequeño fauno, llevando en su carpeta su acostumbrado catálogo de folletos piadosos y de publicaciones obscenas… Y por la noche aparecía tan erguido y elegante como siempre, saturado de socialismo cristiano y con el paso un poco más lento, como uncido en todos sus gestos, y con la espalda ligeramente encorvada… a causa probablemente de las buenas obras que había llevado a cabo durante el día.
Los viernes, con una regularidad precisa y sin variaciones, se repetía la misma escena burlesca.
—¿Qué hay aquí dentro? —me preguntaba, mostrándome su carpeta.
—Porquerías… —le respondía yo, riendo.
—¡Ah, no! Son simplemente chistes…
Y me los entregaba, con una sonrisa ridículamente picaresca, al mismo tiempo que me acariciaba el mentón y se pasaba la lengua por los labios, añadiendo:
—¡Ja, ja, ja! Es graciosa esta pequeña…
Yo no me molestaba en desanimar al señor Tarves, sino que le seguía el juego, pues hacerlo me divertía en cierto modo… Además, me propuse buscar una ocasión propicia para conseguir que se pusiera en su lugar.
Una tarde me quedé muy sorprendida al verlo entrar en el cuarto de la ropa. Yo estaba sola, pensando en mis cosas mientras hacía el trabajo de la jornada. Aquella mañana había tenido una penosa escena con el señor Xavier, cuya impresión aún no se había borrado de mi mente… El señor cerró suavemente la puerta, dejó su carpeta sobre la mesa, cerca de un montón de sábanas debidamente dobladas, y acercándose a mí me cogió las manos y las palmoteó. Bajo sus inquietos párpados, sus ojos daban vueltas como los de una vieja gallina que estuviera a punto de aparearse.
—Célestine… —dijo para empezar—. Verá, yo prefiero llamarla por su nombre, siempre que a usted no le parezca mal…
Me costó un esfuerzo increíble contener la risa, y le contesté:
—No, señor… No me parece mal.
Decidí ponerme a la defensiva mientras él seguía con su plan…
—Bien, Célestine… ¿Puedo decirle que me parece usted una muchacha encantadora?
—¿De verdad cree eso el señor?
—Más que encantadora… Yo diría que es usted adorable… Eso es: ¡adorable!
—¡Oh, señor!
Las manos del señor Tarves abandonaron las mías para subir por mi blusa y, cargadas de deseo, acabar acariciándome el cuello con unos movimientos muy suaves y delicados.
—¡Adorable! Eso es: ¡adorable! —repetía.
Entonces quiso besarme, pero yo creí oportuno retirarme para evitarlo.
—Por favor, Célestine, no me rechace… Quédese aquí conmigo, se lo ruego… Te lo ruego, Célestine… ¿Te molesta que te tutee?
—No, señor… Sólo me resulta un poco chocante…
—Ah… ¿Conque te resulta chocante? Pues te advierto que aún no me conoces bien… Puedo sorprenderte de muchas formas y de muy agradable manera, ¿comprendes?
Noté que su voz ya no era seca como al principio y, al mismo tiempo, que una leve espuma alteraba el rojo de sus labios.
—Escúchame, Célestine… La próxima semana tengo que ir a Lourdes acompañando una peregrinación. ¿Quieres venir conmigo…? He pensado en qué forma he de llevarte… para que nadie se aperciba. Dime, Célestine, ¿quieres venir? Podrás quedarte en el hotel, pasear o hacer lo que más te guste… Por la noche yo iría a tu habitación a reunirme contigo… en tu cama. ¿Qué me dices, Célestine? ¡Ah, tú no me conoces aún! ¿Sabes…? Puedo ofrecerte la experiencia del hombre maduro, combinada con el ardor de un joven. Ya lo verás… ¡Ah, cómo me gustan tus ojos, Célestine! ¡Esos ojos tan pícaros y tan inquietantemente expresivos!
La situación me sorprendió en cierto modo, y no porque no me esperase aquella proposición, sino por la forma imprevista en que me la hacía el señor Tarves.
Recuerdo que, a pesar de todo, conservé mi sangre fría. Deseosa de humillar a aquel viejo lascivo, y para demostrarle que distaba mucho de ser un objeto en manos de su mujer y de su hijo, le dije:
—¿Y el señor Xavier…? Mucho me temo que se olvida de él, señor. ¿Qué hará él mientras nosotros estamos en Lourdes, pasándonoslo bien a costa de la cristiandad?
Un guiñó turbio y una mirada de fiera sorprendida se reflejaron en los tenebrosos ojos del señor Tarves, quien casi tartamudeó para preguntarme:
—¿El señor Xavier dices…?
—Sí, señor…
—No entiendo…
—¿Cómo que no entiende?
—No… ¿Por qué me hablas de él en estos momentos? Después de todo, no se trata de él, sino de nosotros. ¿Qué pinta él en este asunto?
—No se pase de listo, señor… —le repliqué con el tono más insolente que pude—. Porque supongo que no querrá hacerme creer que ignora lo que ocurre en su casa…
—Dime, Célestine, ¿qué ocurre en mi casa…?
—Pues que yo soy una mujer pagada… para acostarme con el señor Xavier. ¿Está claro?
—No comprendo, Célestine…
—Pues tanto si está enterado como si no, se lo voy a explicar… Me acuesto con el señor Xavier, me gusta él… y usted no es mi tipo, ni muchísimo menos; ¿lo ha comprendido ahora?
Entonces ya no pude contenerme y solté la risa, directamente hacia él…
El señor Tarves enrojeció de ira. Sus ojos se hincharon hasta parecer que iban a saltar. Sin embargo, no creyó oportuno meterse en discusiones para las que yo estaba bien preparada… Se limitó a tomar precipitadamente su carpeta y salió de la habitación, perseguido por mis agresivas carcajadas.
Al día siguiente, por una tontería, el señor Tarves me hizo una observación en extremo grosera. Me puse rabiosa… y la señora intervino. Estuve muy violenta y la escena que siguió fue repugnante, indigna, tanto que renuncio a describirla. En términos intraducibles le reproché todas sus infames porquerías, además de pedirle el dinero que le había prestado al señor Xavier. A la señora se le notaba perfectamente que estaba rabiando. Si hubiese podido, me habría fulminado con la mirada. En cuanto al señor, cogí un almohadón y se lo tiré a la cabeza.
—¡Váyase! ¡Salga inmediatamente de esta casa…! —me gritó la señora, que parecía estar a punto de arañarme la cara.
—¡La borraré de mi sociedad…! —me amenazó el señor Tarves, pegando puñetazos a su carpeta—. Ya no puede formar parte de ella. ¡Usted es una perdida, una prostituta!
Por último, al pasar cuentas, la señora me descontó ocho días, negándose a pagarme los noventa francos que le había prestado a su hijo y obligándome a devolverle algunas de las prendas que me había regalado.
—¡Son ustedes unos ladrones! —grité—. ¡Unos auténticos rufianes!
Y me fui, amenazándoles con que iría a la policía y al juez de paz.
—¡Ah, es el escándalo lo que quieren! ¡Pues lo tendrán, estafadores…!
La ira me hizo seguir en mi plan. Fui a la policía, pero el comisario me dijo que aquello no le concernía.
En cuanto al juez de paz, me aconsejó que abandonase el asunto, diciéndome:
—Comprenda ústed, señorita… ¿Quién cree que podría dar crédito a sus palabras? ¡Nadie! Y es comprensible… Porque, imagine, ¿qué sería de nuestra sociedad si los sirvientes tuvieran razón contra sus señores? Habríamos caído en la anarquía…
Consulté a un abogado, pero me pidió doscientos francos. Escribí al señor Xavier y no me contestó. Entonces hice balance: me quedaban tres francos con cincuenta centavos… y la calle.