XVI

Aún no he tenido ninguna noticia de Joseph. Conociendo su sentido de la prudencia, no me extraña ese silencio, pero no puedo evitar la angustia que me atenaza.

Joseph sabe muy bien que antes de que se nos dé la correspondencia, pasa por las manos de la señora Lanlaire, Sin duda no quiere exponerse a una indiscreción, y quizá quiera evitar que el hecho de escribirme sea mal interpretado por la patrona, o maliciosamente comentado. No obstante, creo que Joseph tiene muchos recursos, y que podría haber encontrado alguno para darme noticias… si de verdad se lo hubiese propuesto.

Mañana es el día que tendría que regresar, según me dijo al irse. Pero… ¿regresará? Tengo mis dudas. ¡Ah, mi mente no permanece inactiva ni un momento! ¡No deja de cavilar, acosada por ese única pensamiento de volver a ver a Joseph…! ¿Por qué no me daría su dirección en Cherburgo? ¡Bah, no quiero pensar más! Lo que haya de ser… será. Después de todo, no sirve de nada romperse la cabeza antes de tiempo. Y si lo hago, después tengo fiebre.

Aquí no puede decirse que haya ocurrido nada de particular durante estos días. Cada vez suceden menos cosas, y podría asegurarse que el «silencio» es absoluto.

El sacristán, debido a su amitad con Joseph, se ha encargado de sustituirlo en el cuidado de los caballos y las plantas de El Priorato… Lo he intentado, pero a este hombre es imposible arrancarle una palabra respecto a su entrañable amigo. Aún es más reservado, más desconfiado y más torpe de modales que el propio Joseph. También es más vulgar, y no tiene su altura, ni tampoco su fuerza. Sólo lo veo cuando tengo que darle alguna orden de los señores.

Lo cierto es que se trata de un tipo bastante extraño… Ahora es sacristán, pero de joven, según me contó la tendera, ingresó en un seminario, del que lo expulsaron debido a sus groserías y a su inmoralidad. ¿Sería él quien violó a la pequeña Claire…? Al parecer probó los más diversos oficios: pastelero, cantor de coro, vendedor ambulante de mercería, escribiente de abogado, sirviente, pregonero, comprador por cuenta de otro, ayudante de alguacil… y sacristán, cargo que tiene desde hace cuatro años. Al fin y al cabo, ha conseguido de alguna manera sus primeras aspiraciones, porque ser sacristán… es ser un poco cura. Ese individuo tiene los modales viscosos y rastreros propios de los guardianes eclesiásticos. Es seguro que no pondrá el menor reparo ni a los más sucios trabajos. Yo creo que Joseph se desacredita siendo su amigo, aunque…, ¿podría decirse que es amigo suyo? ¿No será su cómplice más que otra cosa?

La señora Lanlaire tiene hoy jaqueca. Parece que le ocurre cada tres meses. Se queda encerrada en su habitación a oscuras durante dos días seguidos, y sólo puede entrar allí Marianne… A mí se ha negado a verme. Esa enfermedad de la señora supone una fiesta para el patrón, que se aprovecha todo lo que puede. Se pasa el día en la cocina, de donde hace poco he visto que salía muy acalorado. ¡Ah, cómo me gustaría verlos a él y a Marianne hacerse el amor! Creo que sería formidable, aunque después sintiera asco durante varias semanas.

El capitán Manger puede decirse que ya no me habla, limitándose a dirigirme rabiosas miradas por encima de la cerca. Parece que se ha reconciliado con su familia… y una sobrina se ha instalado en la casa para atenderlo. Es una joven bien parecida y de aspecto alegre, y tiene la nariz quizá un poco larga. Según las malas lenguas, sea cierto o no, la sobrina del capitán se encargará de los quehaceres de la casa y reemplazará a Rose en la cama de su tío. Así todo quedará en casa.

En cuanto a la señora Gouin, la muerte de Rose pudo ser un duro golpe para las tertulias del domingo en su trastienda, pero en seguida pasó los poderes de la difunta a la mercera, que es quien ahora se encarga de interesar a las jóvenes de Mesnil-Roy por los oficios clandestinos de la infame tendera. Ayer fue domingo y estuve en su casa. Lo mejor de las comadres del pueblo estaba allí, pero, iniciada la tertulia, casi no se habló de Rose ni de su sustituta… Cuando conté la historia de los dos testamentos del capitán, todas se rieron. Tenía razón el capitán Manger cuando me decía que «todo puede reemplazarse»… Pero la mercera no tiene la autoridad de Rose, pues es una mujer que, desde el punto de vista de su vida íntima, no tiene nada que se le pueda censurar.

¡Con qué impaciencia espero la vuelta de Joseph…! Es algo más que una actitud nerviosa la mía: es un deseo, porque, en cierto modo, de él depende mi futuro… No puedo vivir con esta incertidumbre. La verdad es que nunca me sentí tan descorazonada y desesperada en lo que se refiere a mi trabajo. Nunca me había parecido tan despreciable la vida, lo cual se debe seguramente a la vulgaridad de la gente a la que sirvo y al ambiente tan miserable que me rodea, propicio para acabar de embrutecerme. Si no me sostuviese esa esperanza de poderme identificar con una vida nueva, creo que no pasaría mucho tiempo sin que me rindiese yo también en ese abismo de estupideces que veo extenderse cada vez más a mi alrededor.

¡Lo tengo decidido! Que a Joseph le salgan bien las cosas, o le salgan mal, que tome conmigo una resolución u otra, el resultado será para mí fundamentalmente el mismo, ya que tengo firmemente decidido irme de aquí… Sólo es cuestión de horas. Una noche más de impaciencia y sabré a qué carta quedarme. Según las noticias de Joseph, veré lo que será de mí en un futuro más o menos próximo.

Me conozco y sé que me voy a pasar toda la noche recordando el pasado… Es la única forma para no pensar demasiado en las inquietudes del presente y no preocuparme en exceso por el porvenir. En el fondo los recuerdos me divierten y contribuyen a agudizar mi desprecio por muchas cosas que me repugnan. Por ejemplo, ¡qué seres tan insípidos he ido encontrando a lo largo de mi camino como sirviente! La verdad es que cuando los evoco ni siquiera me parecen reales. Sólo me dan la impresión de que lo son… por sus vicios. Si les quitaran a muchas de esas gentes los vicios que los sostienen, como puede hacerse con los vendajes de las momias; podría descubrirse que no son ni siquiera fantasmas, sino que se reducen a un montón de polvo o de cenizas; el polvo y las cenizas de la muerte.

Recuerdo, por ejemplo, la casa tan extraordinaria a la que me recomendó la señora Paulhat-Durand después de haber rechazado aquella otra colocación con el acaudalado viejo de provincias… Los señores eran joyenes y no tenían hijos, ni poseían animales. El interior de la vivienda estaba muy descuidado, pero era lujoso, lo mismo el decorado que el mobiliario. En una casa, el lujo y la suntuosidad siempre suponen lo mismo: que se pueda sisar mucho… De esto me apercibí al entrar. Todo parecía un sueño. Con un poco de suerte podría olvidarme de todas las calamidades pasadas últimamente, hasta del señor Xavier, en el que aún pensaba de vez en cuando, y también de las monjitas de Neuilly, de la agencia de colocaciones y de las largas noches de insulso vicio y soledad.

La perspectiva era, pues, halagüeña y ya veía segura una existencia de poco trabajo y grandes ventajas en todos los sentidos. Me sentía tan feliz con mi nueva colocación que me prometí hacer lo imposible para refrenar las fantasías, y reprimir los impulsos un poco fogosos de mi enfermiza sinceridad. Debía conservar aquel trabajo el mayor tiempo posible. Esa era mi consigna de aquel momento.

En un abrir y cerrar de ojos desaparecieron de mi mente todas aquellas ideas negras, lo mismo que mi furibundo odio a la burguesía, que se disipó en un instante y como por encanto. De nuevo me sentí invadida por mi loca y trepidante alegría de antes. Volví a ver agradable la vida y a considerar que todos los señores tienen siempre algo bueno, si se sabe descubrir.

El personal del servicio era poco, pero de calidad. Una cocinera, un criado, un mayordomo y yo… No había cochero, pues los señores habían eliminado la caballeriza, y pedían coches de alquiler para sus viajes. En seguida confraternicé con mis compañeros. La misma noche de mi llegada, para darme la bienvenida y celebrar la ocasión, me obsequiaron con una botella de champaña.

—¡Caramba! —exclamé, aplaudiendo—. Esto es lo que yo llamo hacer bien las cosas.

El criado sonrió, al mismo tiempo que agitaba un manojo de llaves, entre las que había también las del sótano. Era el hombre de confianza de la casa.

—¿Me las prestará alguna vez? —le pregunté en tono de broma.

Y él, dirigiéndome una significativa mirada, me contestó:

—Claro que sí, pero a condición de que sea usted buena con Bibi… ¿No sabe? Es muy conveniente ser buena con Bibi.

¡Ah, era un tipo magnífico! Era un hombre con clase y sabía hablarle a las mujeres… Se llamaba William. ¡Qué bonito nombre!

Durante la cena, que se prolongó bastante, el viejo mayordomo apenas dijo nada. Comió y bebió bastante. Nadie se fijaba en él.

En cuanto a William, debo reconocer que fue encantador; me hizo arrumacos por debajo de la mesa y luego me invitó a café y a cigarrillos rusos, de los que parecía tener los bolsillos llenos. Después me atrajo hacia él… Yo estaba un poco aturdida por el tabaco y la bebida. Estaba también bastante despeinada. William me sentó sobre sus rodillas y lo aprovechó para decirme al oído las cosas más audaces. ¡Dios mío, qué atrevido era!

A Eugénie, la cocinera, no parecía que la escandalizase la conducta de su compañero, ni las exploraciones que hacía en mi cuerpo. Parecía una mujer inquieta y soñadora, lo que no le impedía vigilar, pues en cuanto oía el menor ruido, no quitaba ojo de la puerta, como si esperara algo, y bebía un vaso tras otro. Tendría unos cuarenta y cinco años, mucho pecho, carnosos y sensuales labios, y unos ojos muy lánguidos y apasionados, además de una bondadosa expresión, aunque algo triste.

De pronto, se oyeron unos discretos golpes en la puerta de servicio. Aquello hizo que el rostro de Eugénie se iluminara. Dio un rápido salto y fue a abrir… Entonces quise sentarme correctamente, teniendo en cuenta la visita, pero William me sujetó, abrazándome más fuerte que antes.

—No te preocupes, no pasa nada… —me dijo con aplomo—. Es el chico…

En efecto, por la puerta apareció un muchacho muy joven. Era rubio, delgado, rostro claro y sin el menor principio de barba. Quizá tendría dieciocho años y era apuesto y delicado. Llevaba un traje nuevo, muy elegante, que dibujaba su grácil y esbelta figura, y una vistosa corbata de color rosa. Era el hijo de los porteros de la casa vecina y acudía todas las noches…, porque Eugénie sentía por él una especial adoración. La cocinera apartaba todos los días en una cesta grandes botes con caldo, rodajas de carne, botellas de vino, fruta y pastas, que el muchacho llevaba a sus padres.

—¿Por qué vienes tan tarde esta noche? —le preguntó Eugénie.

—Mamá tuvo que ir a un recado y yo me he tenido que quedar en la portería… —se excusó el muchacho.

—Tu madre, tu madre… No sé si creerte. ¿Es verdad eso…?

Eugénie suspiró hondo mientras miraba al muchacho, al mismo tiempo que apoyaba las manos en sus espaldas, y decía con tono de angustia:

—Cuando te retrasas, siempre temo que te haya ocurrido algo. Ya sé que es una tontería, pero… Dile a tu madre que si esto continúa así, no te daré nada para ella…

El cuerpo de la buena mujer parecía temblar de emoción, mientras que sus fosas nasales se estremecían voluptuosamente.

—¡Qué guapo eres, Dios mío! —dijo de pronto, hablando con el muchacho como si se dirigiese a una imagen religiosa—. ¡Qué hermoso rostro tienes…! Pero dime, ¿por qué no te pusiste los zapatos nuevos? Cuando vienes a verme, quiero que estés resplandeciente… desde cualquier punto de vista que se te mire. ¿Y esos ojos tan pícaros? ¿Qué me quieres decir con ellos? ¡Ah, estoy segura de que han mirado a otra mujer! ¿Y tu boca…? ¡Qué boca tan divina tienes…!

El muchacho tranquilizó a la cocinera con una simple sonrisa, al mismo tiempo que se balanceaba para decir:

—¡Por Dios, Nini! No seas así… Te aseguro que mamá ha tenido que ir a un recado… ¿Por qué tengo que mentirte? ¿Por qué?

—¡Qué pícaro eres! Está bien, está bien, pero no quiero que mires a las otras mujeres… —repuso Eugénie—. Tu precioso rostro es sólo para mí, y tus grandes ojos y tu delicada boca… ¿Verdad que me quieres, aunque sólo sea un poquito?

—Claro que sí, Nini… ¡Qué cosas tienes!

—Repítelo.

—Claro que te quiero, Nini… ¿Por qué no he de quererte?

Ella se echó entonces al cuello del muchacho, con la garganta palpitante y tartamudeando de amor, arrastrándolo después a un cuarto vecino.

William me explicó:

—Es su gran debilidad… No puedes figurarte cuánto le cuesta ese chico… La semana pasada lo vistió de pies a cabeza. ¡Ojalá que usted me llegara a querer así!

Aquella escena me conmovió. Desde aquel momento sentí el más sincero afecto por Eugénie… Aquel muchacho tenía un gran parecido con el señor Xavier.

Aunque tuviesen distinta edad, había el mismo denominador común de una moral podrida. Aquel pensamiento me puso muy triste de repente, pues sin quererlo me vi de nuevo en el dormitorio del señor Xavier el día que le di los noventa francos… ¡Ah, tu bonito rostro, tu divina boca, tus grandes ojos!

Los ojos de aquel muchacho eran los mismos ojos fríos y crueles, la ondulación de aquel cuerpo igual a la del otro cuerpo… Era también el mismo vicio el que brillaba en sus pupilas, el mismo incentivo que provocaba los besos, el mismo veneno que adormecía la voluntad a través del exacerbamiento de los sentidos.

Me desprendí de los brazos de William, cuyas súplicas iban siendo más insistentes.

—No… Esta noche, no… —le dije secamente.

—Sin embargo, había prometido ser amable con Bibi…

—Pero no esta noche…

Y me libré de sus brazos para poner en orden mi cabello y mi arrugada falda.

Como es natural, no pretendí cambiar nada de las costumbres de la casa en cuanto al servicio. William hacía la limpieza como mejor le parecía. Un barrido aquí, un plumerazo allá… y ya estaba. El resto del tiempo se lo pasaba charlando, revolviendo los cajones y los roperos y leyendo la correspondencia de los señores, que una podía encontrar en cualquier cajón…

Pronto hice como William. Empezó a acumularse el polvo sobre los muebles y a reinar el desgobierno en las salas y en los dormitorios. Si yo hubiese sido la señora, me habría dado vergüenza vivir con aquel desorden. Pero tanto ella como el señor eran tímidos. No sabían mandar, como lo prueba el hecho de que detestaban hacerle una escena a nadie. Si notaban algún descuido, a lo más que se atrevían era a decir:

—Célestine, creo que se le ha olvidado hacer tal cosa…

Esta actitud no descartaba la posibilidad de contestar en un tono en el que la firmeza no excluyera la insolencia, diciendo, por ejemplo:

—Pido disculpas a la señora, pero creo que se equivoca. De todos modos, si la señora no está contenta…

Entonces ya no insistía más… y todo solucionado. La verdad es que nunca encontré unos señores con menos autoridad sobre el servicio, ni con menos sentido de lo que les correspondía, ni con menos personalidad.

En cambio, William sabía poner a cada cual en el lugar que le correspondía. Además, tenía una pasión que se repite en mucha gente de nuestra clase: las carreras. Conocía a todos los yoqueys, a todos Los entrenadores, a todos los apostadores y hasta a muchos gentileshombres que tenían la misma afición: barones, condes y vizcondes, que le demostraban simpatía y amistad, pues sabían que él siempre tenía datos valiosos sobre las carreras del momento.

Hay que advertir que esta pasión, para mantenerla como es debido, requiere salidas y continuos desplazamientos por la ciudad, lo cual no se compagina con un oficio tan poco libre como el de criado. Pero William había organizado su vida admirablemente: después de la comida del mediodía se vestía y salía de casa… ¡Ah, qué elegante estaba con su pantalón a cuadros negros y blancos, sus zapatos de charol, su sombrero y su gabán de color crema…! Los sombreros de William eran dignos de mención, pues la mayoría eran azul marino, y el cielo, las calles, los ríos, las multitudes y los hipódromos, podía decirse qué se reflejaban en ellos con los más prodigiosos matices cromáticos.

William no regresaba hasta el momento en que debía ayudar al señor a vestirse. A menudo volvía a salir después de la cena, diciendo que tenía una cita importante con unos ingleses o cualquier otro cuento por el estilo, y no regresaba hasta altas horas de la noche, un poco ebrio por haber bebido varios cócteles.

No pasaba una semana sin que invitara a sus amigotes a una comida en casa. Aquella gente se componía de cocheros, criados y algunos yoqueys, tan cómicos como macabros, pues tenían las piernas torcidas y las rodillas deformadas, además del acostumbrado y cínico aspecto de todos los crápulas de sexo ambiguo… Sus principales temas eran los caballos y las mujeres, refiriéndose los unos a los otros siniestras historias de sus dueños, que, según ellos, eran todos pederastas. Después, cuando el vino se les subía a la cabeza, comenzaban a discutir de política… William, en este aspecto, era de una soberbia intransigencia, y se expresaba siempre con una terrible violencia reaccionaria.

—¡Mi hombre es Cassagnac! —exclamaba inevitablemente en un momento dado—. ¡Cassagnac! Un hombre rudo, tan inteligente como astuto. Lo que dice Cassagnac es cosa hecha, tanto para sus amigos como para sus enemigos. ¡Que se atreva con él cualquier puerco canalla de esos que andan por ahí…!

Cuando la algarabía llegaba a su apogeo, Eugénie siempre se levantaba de la mesa para abrir la puerta. Entonces entraba el muchacho de sus sueños, que ponía cara de asustado, al ver la escena y todas las botellas vacías que había en la mesa y por el suelo. Eugénie siempre reservaba para él un vaso de champaña y un plato de golosinas… y después desaparecían en la habitación de al lado.

—¡Oh, tu bonito rostro, tu boca divina, tus grandes ojos!

En esas ocasiones el muchacho se iba con la canasta mejor provista que nunca… Así su familia también disfrutaba del festín.

Una noche que el muchacho se retrasaba, un cochero gordo y cínico que participaba en la reunión de William, viendo a la cocinera muy nerviosa, le dijo:

—No se ponga nerviosa, mujer, que al final llegará su querido marica…

Eugénie se levantó irritada y temblando, y se le acercó para decirle:

—¿Qué ha dicho usted…? ¿Que es un marica ese precioso querubín? ¡Repita eso otra vez!

—Sí, un pequeño marica…

—Bueno, y si eso le gusta al chico, ¿qué le importa a usted?

—A mí nada, pero…

—¿Pero qué?

—Nada, nada… Pero si duda de mis palabras, mi querida Eugénie, puede ir a preguntárselo al conde Hurot, que vive a dos pasos de aquí…

El cochero no tuvo tiempo de terminar lo que iba a decir, porque una tremenda bofetada de la cocinera le cortó en seco la palabra, en el mismo momento que apareció el muchacho… y Eugénie corrió a su encuentro como siempre.

—Ven conmigo, amor… ¡Vamos, no te quedes con estos canallas…!

Sin embargo, yo creo que el gordo cochero tenía razón.

William me hablaba con frecuencia de un tal Edgar, el célebre montera del barón de Gorgsheim. Estaba orgulloso de conocerlo, y lo admiraba tanto o más que a Cassagnac… Edgar y Cassagnac eran los dos hombres que más admiraba William, y podia decirse que eran sus héroes preferidos… Si alguien se hubiese atrevido a bromear o a discutir sobre ellos, creo que habría salido malparado, pues William los defendía siempre incondicionalmente, cualquiera que fuese el tema de que se tratase. Cuando regresaba muy tarde por la noche, su disculpa siempre era la misma: «He estado con Edgar». Estar con Edgar era para William no sólo una excusa, sino un galardón.

—¿Por qué no le invitas un día a cenar para que yo pueda conocer a tu famoso Edgar? —le propuse un día.

Pero William se escandalizó, y me replicó con una ofensiva soberbia:

—¡Qué cosas se te ocurren…! ¿En qué cabeza cabe invitar a Edgar a una cena de criados?

William había copiado de Edgar la manera de limpiar y lustrar los sombreros. Una vez, en las carreras de Auteuil, el joven marqués de Plérin abordó a Edgar para preguntarle:

—Dígame, Edgar…, ¿cómo consigue ese brillo tan magnífico de sus sombreros?

—¿Mis sombreros, señor marqués? ¿Que cómo consigo ese brillo? Es muy fácil —contestó Edgar.

Y se dispuso a complacer al marqués, halagado sin duda por la consulta, aun cuando el tal marqués de Plérin fuese un ladrón en las carreras y un tramposo en el juego, lo que no le impedía representar en aquel momento lo más selecto de la sociedad parisiense.

—Mi sistema es de lo más sencillo… —repuso Edgar—. Todas las mañanas hago correr a uno de los criados durante un cuarto de hora por lo menos… Esta carrera hace que el hombre sude, pero esto no tendría nada de particular si no fuese porque segrega un sudor especial, que contiene una gran cantidad de grasa… Después de esa carrera, hago que se seque el sudor con un pañuelo, y con él lustra mis sombreros. A continuación se les pasa la plancha… y ya están. Ese es todo el secreto. Claro que es necesario un hombre sano y limpio, y mejor que tenga cabellos castaños, pues los rubios huelen a veces demasiado… Ya le he dicho, no todos los sudores son apropiados. El año pasado tuve el honor de explicarle mi sistema al príncipe de Gales…

El joven marqués quiso mostrar su agradecimiento, a Edgar dándole la mano, pero entonces Edgar le dijo casi al oído:

—Tome boletos para «Baladeur»… Están siete a uno y va a ser el ganador. Se lo aseguro, señor marqués.

Aunque parezca mentira, acabé por sentirme también halagada con aquellos éxitos que William obtenía con sus amistades… Para mí, Edgar era algo extraordinario e inaccesible, algo así como el emperador de Alemania, Victor Hugo, Paul Bourget o cualquier otra personalidad famosa. Por eso creo útil hacer constar en estas páginas el retrato de semejante personaje, tal como William me lo describió a través de muchos comentarios.

Parece que Edgar había nacido en un indecente tugurio de los barrios bajos de Londres, entre dos eructos de whisky. De chico, supo ya lo que era una prisión, pues primero fue ladrón y luego mendigo y vagabundo. Más tarde, como era un crápula y reunía todas las deformaciones morales requeridas, consiguió trabajo como ayudante de lacayo. De las antesalas pasó a las caballerizas y se rozó con todos los tahures que pululan a la sombra de las casas ricas. De allí pasó a una de las aulas de sementales de Eaton, donde pudo pavonearse con la toca escocesa, el chaleco a rayas negras y amarillas, los calzones cortos de color claro y los zapatos de hebilla. Cuando casi no había alcanzado la mayoría de edad, el bueno de Edgar ya parecía un viejo de cara arrugada, mejillas rosadas, sienes amarillentas y cabellos ralos, peinados en graciosos rizos por encima de las orejas.

En una sociedad que se espanta del olor a estiércol, Edgar consiguió ser una persona mucho más relevante que un obrero o un campesino, puesto que llegó a ser considerado casi como un caballero. Fue en Eaton donde aprendió su oficio a fondo, sabiendo cómo cuidar un caballo de raza cuando está enfermo, poniéndole el abrigo más adecuado, aparte de que llegó a conocer prácticamente todos los secretos de su higiene. Edgar sabía almohazar un caballo como nadie, sacando el mejor partido de la crin y los cascos, y todos los detalles que embellecen al animal y realzan su valor.

En los bares y otros sitios propios del ambiente, Edgar conoció a los yóqueys más importantes, a los entrenadores más célebres, a los barones más ladinos y a los duques más ladrones, granujas todos ellos que eran como la crema de ese lodazal en que chapotea el mundo de las carreras de caballos.

Edgar habría querido ser yóquey, pues calculaba todos los negocios y trucos que tendría a mano en esa actividad, pero creció demasiado… Si sus piernas han seguido siendo delgadas y arqueadas, su estómago pronto comenzó a desarrollarse, convirtiéndole en un barrigudo demasiado pesado para montar un caballo de carreras. Al no poder vestir la blusa de yóquey, recurrió a la librea de cochero…

Ahora Edgar tiene cuarenta y tres años, y es uno de los cinco o seis monteros ingleses más conocidos en toda Europa. Su nombre aparece en las publicaciones deportivas y en las crónicas mundanas y literarias. El barón de Gorgsheim, su actual señor, está orgulloso de él, más orgulloso que si hubiera llevado a cabo una operación financiera que hubiese causado la ruina de cien mil competidores. Cuando habla de «su» montero lo hace con un tono de insolente superioridad, lo mismo que un coleccionista de cuadros podría hablar de «sus». Rubens. Además, desde que Edgar está a su servicio, el barón ha ganado en cultura y respetabilidad, pues la «posesión» de un servidor de tanto prestigio le ha valido la entrada en los más deseados y distinguidos salones. Podría decirse que gracias a Edgar ha podido vencer las resistencias que se le oponían, llegándose a afirmar que su triunfo es como «una victoria del barón de Gorgsheim sobre Inglaterra»… Los ingleses quizá no han conseguido dominar Egipto, pero el barón les ha conquistado su famoso montero. Es como si esto restableciera el equilibrio de las cosas, aunque yo no sepa muy bien de qué cosas se trata. Sea lo que fuere, el barón no habría sido tan aclamado si hubiese conquistado la India.

Pero esa admiración no está libre de envidias, pues hay mucha gente que sueña con quitarle los servicios de Edgar, para lo cual hasta ha habido quien ha tramado toda clase de intrigas, como si se tratara de una hermosa mujer.

En cuanto a la Prensa, como resultado de su respetuoso entusiasmo, ha llegado a tal confusión de valores que ya no se sabe, leyendo los periódicos; quién vale más… si el admirable montero o el admirable financiero, pues las dos glorias se confunden en una mutua apoteosis.

Entre la aristocracia, Edgar es algo así como un bello y rarísimo adorno. En cuanto a su físico, es un hombre de talla media y de una fealdad muy inglesa y casi grotesca, y su nariz, extremadamente larga y aquilina, podría obedecer a un doble origen real, pues tiene tanto de semítica como de borbónica. Sus finos labios dejan ver algunas holgaduras entre los dientes, y su rostro, que amarillea un poco, parece como de laca roja en sus mejillas. Aunque algo gordo, no es obeso como los imponentes cocheros de otros tiempos, por lo que su gordura puede decirse que es proporcionada y regular. Camina con el cuerpo ligeramente inclinado, y los codos separados en un ángulo, que podría llamarse «reglamentario». Desdeñoso con la moda, pero deseando imponerla, acostumbra vestir con un lujo caprichoso. Parece que cuenta con un vestuario muy variado: levitas azules con el revés de moaré, pantalones de corte inglés y colores claros, corbatas blancas, pañuelos perfumados, zapatos muy lustrosos y sombreros tan relucientes que se han hecho famosos… ¿Cuántos jóvenes remilgados le envidiarán a Edgar su insólito y fastuoso ropero?

Edgar acostumbra a bajar de su automóvil, delante de la residencia del barón, alrededor de las ocho de la mañana, la hora de empezar sus quehaceres, pero no por eso deja de vestir elegantemente, llevando llamativas chaquetas con una gran rosa amarilla en el ojal. Si es invierno, luce cortos y muy elegantes gabanes, y entonces pone la rosa en la solapa del abrigo. Cuando él llega, sus subordinados acaban de cuidar de los caballos, y pasa revista a todo, seguido de los palafreneros, siempre nerviosos y respetuosos. No hay nada que escape a la mirada del experto montero, sea un balde que no está en su sitio, una cadena sucia, la rotura de cualquier adorno metálico… Entonces refunfuña, se pone nervioso, amenaza con su voz nasal y, al gritar, fuerza sus bronquios, fatigados debido a lo poco que ha dormido la borrachera de la noche anterior. Entra en la cuadra y pasa sus enguantadas manos por las crines de los caballos, por el cuello, el vientre y las patas. En cuanto descubre el más leve descuido, insulta a los palafreneros con un argot que domina todas las blasfemias, y una retahíla de amenazas que anonadan a sus esclavos… Después examina los cascos de los caballos, la avena de los pesebres, los lechos de paja, su color y su espesor, que nunca encuentra a su gusto.

—¿Este mezquino lecho para los caballos es el que yo exijo? —exclama—. Sí, ya sé que es paja…, ¡pero para caballo de carga! Como mañana lo vuelva a encontrar igual, os juro que os la haré tragar…

A veces aparece el barón por las caballerizas, sin duda feliz al poder hablar con su montero, pero Edgar casi no le concede importancia, contestando a las tímidas preguntas de su patrón con breves y hoscas palabras. Por ejemplo, Edgar jamás dice «el señor barón», sino que es éste quien parece que tendría que decirle a él «señor montero», pues temeroso de irritar al omnipotente Edgar, siempre acaba por retirarse en seguida y muy discretamente.

Después de haber inspeccionado bien toda la caballeriza, dando órdenes de tipo casi militar, Edgar vuelve a subir a su automóvil y se dirige hacia los Champs Elysées, deteniéndose en cierto bar, donde habla con varios individuos relacionados con las carreras de caballos, algunos de los cuales le dicen ciertos secretos al oído y otros le muestran telegramas confidenciales.

El resto de la mañana lo dedica a visitar a los proveedores del barón, para cobrar las comisiones que le corresponden. Con esta gente dedicada a comprar y vender caballos de raza, tiene muy animados coloquios.

—¿Qué hay, Edgar? —le saludan en cuanto le ven aparecer.

—Hola, Poolny.

—Oye… Tengo comprador para el caballo bayo del barón.

—Es igual… porque no está en venta.

—Podría haber cincuenta libras para ti…

—¡Ni hablar!

—Entonces, cien libras, Edgar…

—No hay que precipitarse, Poolny. Te prometo estudiar la oferta…

—Pero eso no es todo…

—¿Qué más hay?

—Tengo dos magníficos alazanes para el barón que podrían interesarle mucho…

—No los necesitamos…

—Podría haber cincuenta libras para ti…

—¡Ni hablar!

—Entonces, cien libras, Edgar…

—Bueno, Poolny… Te prometo estudiar la posibilidad de esa compra, ¿de acuerdo?

El resultado de estas entrevistas siempre es el mismo. Algunos días después, Edgar habrá convencido al barón de que debe desprenderse del caballo bayo, vendiéndoselo a Poolny, quien tiene dos magníficos alazanes que sería conveniente comprar… Poolny tendrá al caballo paciendo en el prado durante tres meses, y quizá dos años después se lo volverá a vender al barón.

El trabajo de Edgar podría decirse que termina hacia el mediodía. Para comer regresa a su departamento de la calle Euler, pues no vive con el barón. Tiene una vivienda de planta baja adornada con felpillas de vistosos colores y litografías inglesas, que cuelgan de las paredes y representan escenas de caza y célebres carreras. Hay también algunos retratos del príncipe de Gales, distintos todos… y uno con la correspondiente dedicatoria del famoso personaje. Allí hay también bastones, látigos, espuelas y trompas de caza, éstas dispuestas en forma de panoplia, para que en el centro se admire un busto de barro cocido que representa a la reina Victoria.

Después de comer, y libre ya de preocupaciones, con sus bien ajustados pantalones azules y en la cabeza uno de sus brillantes sombreros, Edgar se dedicaba a sus negocios particulares y a sus placeres preferidos. Los negocios que llevaba por su cuenta eran varios, y abarcaban desde una sociedad con el cajero de un casino, hasta la colaboración con un editor, pasando por el extraño cambalache económico que tenía con un fotógrafo hípico, además de que era propietario de tres caballos de carreras, que entrenaba cerca de Chantilly. En cuanto a los placeres y las diversiones, Edgar era amigo de muchas mujeres, que conocían muy bien su casa y en la que sabían que siempre podían encontrar una buena cama y cinco luises… Pero esto no era muy frecuente, pues a lo que más se dedicaba por las tardes era exhibirse en el Ambassadeurs, en Le Cirque o en el Olympia, siempre correctamente vestido, para ir más tarde a L’Ancien, donde acostumbraba a emborracharse con cocheros que presumían de señores, y con señores que parecían cocheros…

Cada vez que William me contaba las historias de su amigo, siempre terminaba maravillado y diciendo más o menos:

—¡Ah, Edgar! ¡Ese sí que puede decirse que es un hombre!

Los señores en cuya casa trabajaba con William pertenecían al gran mundo parisiense, pero el señor era un noble que no tenía un centavo… y de la señora no se sabía con exactitud su origen, aunque circulaban los más extraños rumores. Por ejemplo, William, que alardeaba de estar siempre bien informado de los chismes de la alta sociedad, decía que era hija de un cochero y de una criada que, sisando mucho y gracias a una conducta nada recomendable, habían conseguido reunir un pequeño capital, con el que se establecieron como usureros en un suburbio de París, ganando una fortuna con sólo prestar dinero, sobre todo a las mujeres de la mala vida. Fue lo que se dice tener suerte.

No sé si la historia es cierta, pero lo que sí sé es que la señora, a pesar de su elegancia y de su hermosa figura, tenía costumbres y gustos muy raros. Le gustaba la carne hervida, el tocino salado y el repollo, y echaba en la sopa vino tinto, igual que los cocheros. Cuando la veía hacer esas ordinarieces sentía vergüenza por ella… A menudo, cuando discutía con el señor y se acaloraba, gritaba: «¡Mierda!». Cuando perdía los estribos descubría sus orígenes, y de aquella boca salían palabrotas e insultos que hasta a mí me avergonzaban.

Nadie puede suponer cuántas mujeres hay que, con sus gestos angelicales, sus vestidos de tres mil francos y unos ojos que parecen estrellas, en la intimidad son tan groseras como unos carreteros y tan ordinarios sus ademanes y su lenguaje que no los mejora una prostituta.

—Las grandes damas —solía decir William— son como las salsas de las mejores cocinas. Uno no debe saber cómo se han hecho, porque de otra manera no habría quien se atreviese a catarlas…

William soltaba a veces alguna de estas sentencias, humillantes por lo que a una le afectaban, pero normalmente era un hombre muy galante y amable, pues después de decir barbaridades de ese tipo me cogía cariñosamente y me decía:

—Claro que un pimpollo como tú, aunque halague menos la vanidad de uno… es algo mucho más serio.

Debo aclarar, sin embargo, que las palabras groseras y las rebeldías de la señora eran, siempre para su marido, pues con nosotros era siempre correcta, quizá por timidez más que por respeto.

Pero a pesar del desorden y la mala administración de la casa, la señora tenía los más inesperados detalles de tacañería con el servicio. Cuando le daba por la economía, reñia a la cocinera por unos centavos de lechuga, o por lo que costaba el lavado de la ropa, y discutía todas las cuentas. En cierta ocasión no paró de removerlo todo hasta conseguir que la compañía de ferrocarriles le reintegrara quince centavos que al parecer le habían cobrado de más al hacer un envío. Cada vez que tomaba un coche y le salía la avaricia, la pelea era segura, porque, además de no darle propina al cochero, buscaba el pretexto para no pagar lo que le pedían. No obstante, esto no impedía que el dinero, las joyas y hasta las llaves estuvieran siempre abandonados sobre los muebles. A veces malvendía sus ropas de más valor y su mejor lencería por cuatro cuartos, y se dejaba engañar por los vendedores de objetos artísticos. En cambio, aceptaba sin pestañear las cuentas que le presentaba el mayordomo, y lo mismo las que le pasaba el bueno de William… Lo que ya no sabía nadie es lo que en aquella casa podía meterse en el bolsillo cualquier sirviente sin escrúpulos.

A veces yo le decía a William:

—Creo que exageras… ¿No crees que tú robas por robar, por vicio? Algún día te pasarás de la raya y te verás de patitas en la calle.

—¡Bah…, sé muy bien lo que hago! —me contestaba con seguridad—. Cuando se tienen dueños tan confiados, sería una necedad no aprovecharse… ¿No te parece?

La verdad es que poco provecho sacaba él de aquellas continuas raterías, porque todo su dinero iba a parar al mismo sitio: a las carreras de caballos.

Los señores se habían casado hacía cinco años… Al principio frecuentaron los medios sociales y daban fiestas en casa, pero, poco a poco, fueron limitando sus salidas y sus recepciones para vivir como en una campana de cristal, pues los dos eran muy celosos. La señora le reprochaba a él continuos flirteos con otras mujeres, y el señor le reprochaba a ella que miraba demasiado a los hombres. Indudablemente se querían mucho, pero se peleaban continuamente como unos pequeños burgueses. La verdad es que la señora no había conseguido triunfar en el gran mundo, pues sus modales los reprobaban allá donde fuesen. Ella le recriminaba al señor que no hubiera sabido imponerse en los medios sociales que les correspondían, y él le criticaba las veces que le había puesto en ridículo ante sus amigos. Lo cierto era que no tenían la franqueza de confesarse sus sentimientos y optaban por el procedimiento más simple, que era reconciliarse cuando se acostaban.

Cada año, a mediados de junio, se marchaban al campo, a la región de Touraine, donde la señora poseía una finca magnífica. El servicio lo ampliaban con un cochero, dos jardineros, una segunda camarera y dos a tres criados para cuidar las aves del corral y las vacas.

¡Ah, qué felicidad! Yo soñaba ya en aquellas vacaciones… William me contaba detalles de su existencia allí, pero lo hacía con acritud, pues no le gustaba el campo y, según él, se aburría como una ostra en medio de los prados, los árboles y las flores… Tenía a Paris tan metido en la sangre que sólo podía soportar el aire enrarecido de los bares y de los hipódromos.

—¿Has visto nunca nada más insulso que un castaño? —me decía a menudo—. Ahí tenemos a Edgar, un hombre superior e inteligente… ¿Crees que le gusta a Edgar el campo?

—¡Ah, pero las flores son muy bonitas! ¡Y los pájaros! —le replicaba yo.

Entonces William agregaba con tono burlón:

—¿Las flores dices…? Las flores sólo son bonitas cuando las lucen las mujeres en su sombrero… ¿Y los pájaros? Sí, ya sé, son muy poéticos…, pero por las mañanas no dejan dormir. Son peor que los niños llorones… Yo no puedo soportar el campo, y, si queremos ser sinceros, el campo sólo es bueno para los campesinos. Ellos sí que tienen motivos para que les guste, pues viven de él…

Hacia una pausa; se erguía con noble gesto y añadía con orgullo:

—A mí lo que me gusta es el deporte… Yo no soy un campesino, sino un deportista…

A pesar de las palabras de William, yo estaba muy contenta y esperaba el mes de junio con verdadera impaciencia… ¡Ah, las margaritas, y los senderos cubiertos de hojas! Pensaba en los nidos escondidos entre la hiedra y en los huecos de los viejos muros, en el canto de los ruiseñores, en la luz de la luna, y en las agradables charlas con los lugareños, junto al pozo, lleno de madreselvas y musgo, en los cuencos de leche recién ordeñada y en los pollitos, en los grandes sombreros de paja y en las misas de la iglesia del pueblo, con sus rústicos campanarios… Pensaba en todo eso, tan propio de la naturaleza, y que encanta y cautiva al corazón como una de esas bellas romanzas que a veces oímos en un teatro.

Aunque me gustan las diversiones de la capital como al que más, lo cierto es que en el fondo soy de naturaleza poética. Me conmueven los viejos pastores, el heno segado, los pájaros que saltan de rama en rama y persiguiéndose, el lino, que convertíamos en pelotas, los arroyos que cantan entre los guijarros, los muchachos tostados por el sol hasta parecerse a la uva rosada, sus torsos y sus robustos brazos… Todo eso me hace soñar y recobrar cierta esperanza en la vida. Al pensar en este universo, me siento como una niña, capaz de las mayores ingenuidades y del más inocente candor, y como si mi corazón se refrescara bajo la caricia de una lluvia bienhechora, igual que una florecilla que estuviera casi quemada por el sol o mustia por el viento.

A veces, mientras esperaba durante la noche que William viniera a mi cama, sentía una exaltación que me hacía recordar tantas cosas de la infancia y del campo… Bajo estas impresiones, recuerdo que hasta escribí unos versos…

¡Oh, pequeña flor!

Tú eres como mi hermana,

cuyo aroma

hace mi felicidad…

Y tú, cristalino arroyo,

y tú, lejana colina,

y tú, débil arbolillo

reflejado en el agua…

¿Qué puedo decíros

en mi delirio,

si no es que os admiro

y suspiro por vosotros?

Amor, amor…

Amor de un día…

y de siempre.

Amor, amor…

¡Ah, pero esto duraba poco! En cuanto llegaba William, adiós la poesía… Traía el olor del bar, y las alas de la fantasía acababan naufragando en sus besos con olor a ginebra. Nunca le enseñé mis versos. ¿Para qué? Seguro que se habría reído de mí y del sentimiento que me los inspiraba.

Lo más probable es que William me hubiera replicado:

—¿Para qué sirven los versos? Ahí tienes a Edgar… ¿Necesita él hacer versos?

No era mi sentimiento poético el único que me empujaba al campo, sino también mi salud. La última y difícil temporada, mal alimentada y con tantos días sin empleo, consiguió que mi estómago lo acusara y que no pudiera soportar la comida abundante y el champaña que después bebía. A menudo tenía vértigos, y cuando por la mañana me levantaba sentía que las piernas me flaqueaban y como un martilleo en la cabeza. Lo que más necesitaba era un período de tranquilidad, a fin de reponerme, y no podía haber nada mejor que el campo.

Pero aquel sueño de dicha y de salud estaba también destinado a desmoronarse.

—¡Ah, no! «¡Mierda!», como solía decir la señora…

Las disputas entre los señores comenzaban siempre en el tocador de la señora y, la mayoría de las veces, por los detalles más fútiles. Cuanto más nimios eran los motivos, más violentas las escenas. Después de haberse escupido al rostro toda la amargura y la cólera acumuladas durante varias semanas, no volvían a hablarse durante días… Entonces el señor se pasaba el tiempo encerrado en su despacho, haciendo solitarios o limpiando su colección de pipas. La señora no salía de su dormitorio, y se pasaba los días leyendo novelas de amor. Sólo interrumpía su lectura para ordenar los armarios o el guardarropa, lo que hacía con una furia frenética. No estaban juntos más que en las comidas… Al principio, como no conocía sus costumbres, me imaginaba que en la mesa comenzarían a arrojarse los platos y las botellas…, pero me equivocaba. Era cuando se mostraban más educados. La señora hacía esfuerzos increíbles por parecerse a una mujer de mundo. Hablaban de sus problemas como si no hubiese ocurrido nada, más ceremoniosos que nunca, con una cortesía fría y afectada… Parecía que cenaban fuera de casa. Después, terminada la comida, se levantaban con aspecto grave y mirada triste; retirándose con la mayor dignidad del mundo, cada uno a su aposento. Ella volvía a sus novelas y a su ropero, y él a sus solitarios y a sus pipas. Algunas veces, pero pocas, el señor iba al club, donde pasaba una o dos horas.

En estos días de crisis se dedicaban una mutua y rencorosa correspondencia, y yo era su cartero y tenía que llevar las respectivas misivas de una habitación a otra. Todo eran ultimátums, amenazas, súplicas, perdones y lágrimas. Era para morirse de risa…

Después de unos días se reconciliaban y entonces llegaban los llantos y las exclamaciones…

—Eres un malvado…

—¿Y tú?

—Bueno, se ha acabado…

Y se iban a un restaurante para festejar la reconciliación. Al día siguiente se levantaban siempre muy tarde, agotados de tanto amarse.

No tardé mucho en comprender la comedia que aquellos dos pobres actores representaban. Cuando empezaban con sus amenazas, yo sabía que no eran sinceros; pues estaban muy unidos por diferentes causas: él por interés y ella por vanidad. La señora se aferraba al señor porque él tenía un nombre y un título, y él seguía al lado de ella por el dinero. Lo cierto es que en el fondo no se odiaban más que por el interés que los unía y sentían la necesidad de reprochárselo de vez en cuando, siendo una indignidad sus decepciones, sus rencores y sus desprecios.

—¿A quién pueden serle útiles unas existencias así? —le decía yo a William, y él, que tenía respuesta para todo, me contestaba:

—A Bibi… Para nosotros, son de gran utilidad…

A fin de demostrármelo, William sacaba de su bolsillo la prueba material de su afirmación, que era un magnífico cigarro habano robado aquella misma mañana… Cortaba la punta, lo encendía con la mayor satisfacción y, entre bocanada y bocanada de humo, me decía:

—Célestine, nunca debe uno quejarse de la estupidez de los señores… Es la mejor garantía que tenemos para pasarlo bien. Cuanto más felices se sienten, más crueles son… Cuanto más tontos son, más felices podemos ser nosotros. Es como una proporción aritmética. Anda, tráeme un poco de coñac.

Tumbado en un mullido sillón, con las piernas cruzadas, el cigarro en la boca, y una botella de coñac Martell a mano, William abría L’Autorité, y me decía con admirable osadía:

—¿Te das cuenta, mi querida Célestine…? Hay que ser más fuerte que los dueños a quienes se sirve. En esto consiste todo. Dios sabe que Cassagnac es todo un hombre y que piensa como yo; es por lo que yo admiro tanto a ese canalla. Pero no me gustaría estar a su servicio, ni al de Edgar… No lo haría por nada del mundo. Recuerda esto siempre, Célestine: sirviendo en casa de unos señores inteligentes, no se gana nada… Está demostrado.

Luego de unas pipadas, William agregó:

—Cuando pienso que hay sirvientes que se pasan la vida criticando, fastidiando y hasta amenazando a los señores… No lo he podido comprender nunca. ¡Qué torpeza! Matarlos…, ¿para qué? ¿Qué se consigue con matar la vaca que da leche o la oveja que da lana? Yo soy partidario de ordeñar la vaca y de esquilar la oveja… haciéndolo, claro, con toda habilidad y suavidad.

Cuando hablaba en este sentido, siempre acababa dándole vueltas al misterio de su política conservadora.

Durante este tiempo, Eugénie, entre tierna y amorosa, no hacía más que ir de un lado a otro de la cocina. Hacía su trabajo mecánicamente, como una sonámbula, como si estuviese lejos del mundo y de sí misma.

Con la mirada ausente, repetía sus consabidas palabras de adoración y de arrobo:

—¡Tu bonita boca…, tus suaves, tus grandes y preciosos ojos!

Todo esto acababa entristeciéndome hasta terminar llorando. A veces sentía una honda melancolía en aquella extraña casa, donde todos, y hasta yo, parecíamos unos tristes fantasmas.

Una de las últimas escenas que presencié fue extravagante y divertida…

Una mañana el señor entró en el tocador donde yo ayudaba a la señora a probarse un feísimo corsé de color malva con flores amarillas. La señora tenía un gusto horrible.

—¿Cómo? —dijo ella, dirigiéndose a su esposo con amable tono de reproche—. ¿Ahora entras sin llamar en las habitaciones de las mujeres?

—¡Bah, las mujeres…! —murmuró él—. Pero tú no perteneces al mundo de las mujeres…

—¿No…? ¿Qué soy, entonces?

El señor parecía un idiota en aquellos momentos, un retrasado mental, pues redondeaba los labios estúpidamente y fingía una traviesa y juguetona ternura; le Contestó:

—Eres mi linda mujercita… Y creo que puedo entrar sin llamar. ¿O no?

Cuando el señor simulaba aquella actitud de enamorado tonto, yo sabía ya qué era lo que pretendía de la señora: sacarle dinero.

Pero ella, desconfiada, y, conociéndolo, le replicó:

—No se debe entrar sin llamar… Y eso de que sea tu mujercita, ¿estás seguro?

—Claro que estoy seguro, cariño…

—No sé, no sé… Yo no estoy muy segura…

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

—Pues eso… A fin de cuentas, ¿cómo puedo saber qué haces cuando no estás conmigo? Los hombres sois tan raros…

—Te digo que eres mi mujercita… La única que hay en mi vida…, ¡y basta!

—Pues si yo soy tu mujercita, tú eres mi bebé… Eso es: el único y gran bebé de tu pequeña mujercita. ¿Te parece bien, pequeñín mío?

Durante aquella escena, mientras le ajustaba el corsé a la señora y ella se acariciaba las axilas, yo tenía que hacer esfuerzos para no soltar la carcajada, pues aquellos cumplidos en diminutivo eran para estallar, entre otras cosas porque sus autores me parecían dos auténticos estúpidos.

Después de inspeccionar la habitación y revolver medias, frascos y cepillos, el señor cogió una revista de modas y se sentó en uno de los taburetes de felpa para hojearla.

—¿Hay pasatiempos esta vez?

—Si, creo que hay un jeroglífico…

—¿Lo has resuelto?

—No…

—Entonces lo haré yo…

Mientras el señor se esforzaba en resolver el jeroglífico de la revista, la señora dijo secamente:

—¿Robert?

—Dime, querida…

—¿No notas nada?

—No, cariño… ¿A qué te refieres? ¿Es algo del jeroglífico?

La señora exclamó malhumorada:

—En cierto modo sí que es un jeroglífico, pero no se trata de esto… Entonces, ¡no notas nada! ¿De verdad no has notado nada al entrar en el tocador? No puedo creerlo…

El señor se levantó y miró a uno y otro lado, y cada mueble, con un gesto que era cómico y grotesco.

—Cierto es que no advierto nada nuevo… ¿De verdad hay alguna novedad en esta habitación? Palabra de honor que no veo nada.

La señora se entristeció y gimió:

—Robert, ya no me amas…

—¿Cómo que no…? ¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? Quizá hay aquí algo que debí ver, pero de eso a decir que ya no te amo… No estoy de acuerdo con tu afirmación. Eso es hablar por hablar, querida.

El señor se levantó, y agitando la revista de modas, y dando vueltas por la habitación, como una fiera enjaulada, exclamó:

—¡Qué ideas tan extrañas tienes a veces! No entiendo eso de decir que ya no te amo… ¿A qué viene eso?

—No, no me quieres… Estoy segura, porque si aún me quisieras habrías notado algo…

—¿Y qué tendría que haber notado…? Ya que no lo he visto, dime de qué se trata.

—Pues se trata de mi corsé.

—Pero…, ¿qué tiene ese corsé de particular? ¿Por qué me tenía que fijar en él? Si, es muy bonito, pero reconoce que no es la única prenda bonita que tienes…

—Si, ahora dices eso…, pero la verdad es que mis cosas no te importan nada. Mientras yo procuro embellecerme para gustarte, tú adoptas una indiferencia insultante, y yo me pregunto qué soy para ti, y la respuesta es siempre la misma… ¿Para qué engañarse? Yo no soy nada para ti. Entras… ¿y qué es lo que más llama tu atención? El jeroglífico de una vulgar revista. No dirás que no es para sentirse herida…, además de que no vemos a nadie, de que no me llevas a ningún sitio y que vivimos aislados como dos lobos. Somos como dos renegados de la sociedad, y esto es muy humillante para una mujer.

—Vamos, cariño, no tienes razón para enojarte… Te lo suplico, querida… ¿Por qué dices esas palabras tan terribles? ¿De dónde sacas que vivimos como dos renegados? No lo entiendo…

Entonces el señor se acercó a la señora para abrazarla, pero ella lo rechazó; diciendo:

—¡No, déjame, que me molestas…!

—Pero, cariño, ¿por qué eres así?

—¡Me fastidias! ¡Ya lo has oído! No te acerques…

—En el fondo no eres más que un egoísta. Sí, eres un egoísta, un puerco y un imbécil. ¡Eso es!

—¿A qué viene eso ahora? Cariño, creo que es una locura lo que estás haciendo. No lo entiendo, no hay causa… Yo puedo ser un poco distraído, y no me he fijado en tu corsé, pero…, ¿crees que es motivo para insultarme así? Anda, cariño, sonríeme… ¡Qué bien te queda ese corsé, y qué color más bonito! Te cae estupendamente, querida…

La verdad es que el señor insistía demasiado, pues hasta me fastidiaba a mí, que no me importaba aquello… Debería haberse ido antes, y lo demuestra el que poco después la señora se puso a patear la alfombra, muy nerviosa, con los labios pálidos y las manos crispadas, mientras decía:

—¡Me fastidias! ¡Me fastidias horrores…! ¡Ah, cómo te aborrezco! ¡Vete en seguida! ¡No puedo soportar tu presencia…! ¿Qué esperas? ¡Sal inmediatamente de aquí!

El señor tartamudeó no sé qué, tan desconsolado que no podía hablar, aunque al final consiguió decir:

—Querida, creo que no eres razonable… ¡Y todo por un corsé! Eso no tiene sentido, reconócelo… Vamos, cariño, cambia de actitud y sonríeme. Es una tontería enfadarnos por tan poca cosa; ¿no lo comprendes?

—¡No, no lo comprendo! Lo único que veo muy claro es que no puedo soportarte… —gritó la señora con manifiesto odio—. ¡Ea, vete en seguida de aquí! ¿Cómo voy a tener que decírtelo?

Entretanto, yo había terminado de ajustar el corsé. Me levanté, divertida por haber podido ver al desnudo aquellas dos almas que incluso se humillaban delante de mí. Parecía como si se hubieran olvidado de mi presencia o yo fuese invisible. Me limité a callar y a quedarme quieta en un rincón, pues en el fondo deseaba saber cómo iba a terminar la escena.

El señor, que hasta entonces había podido contener su indignación y se mostraba conciliador, acabó por estallar. Estrujó la revista, y la arrojó iracundo al tocador.

—¡Esto ya es inaguantable! —gritó—. ¡Siempre ocurre lo mismo! ¡Estoy más que harto! No puedo hacer ni decir nada, sin que me trates como a un perro… Es intolerable, y te advierto que yo también estoy harto de esta vida y de tus modales de verdulera… ¿Quieres saber qué pienso? ¿Quieres que me fije en tus cosas? Pues te voy a decir lo que me parece tu corsé… No sólo es de un mal gusto atroz, sino que parece comprado por una prostituta… Es un corsé que hiere la, vista, de lo horrible que es.

—¡Miserable…! —escupió la señora.

Y con los ojos inyectados en sangre, a la vez que cerraba los puños y se le salía ta saliva por las comisuras de los labios, se adelantó hacia el señor y le rugió:

—¡Miserable…! ¿Y eres tú quien se atreve a hablarme así? ¡Es inaudito! Me hablas así a mí, que te recogí del lodo cuando estabas de deudas hasta la coronilla… Te salvé de la ruina y ahora me insultas… ¡Miserable! Cuando estabas con el agua al cuello, no piabas… ¡Ah, tu nombre y tu título! Tu nombre y tu título me los paso yo por… por ahí, pues de poco te servían cuando los usureros se negaban a darte un centavo… Por mí, puedes coger tu famoso nombre y tu flamante título… ¡y limpiarte el trasero con ellos! ¡Eso es! Ya puedes dártelas de noble y humillarme con tu brillante ascendencia, porque no me sacarás ni un ochavo; ¿te enteras? Ni ahora ni nunca conseguirás engañarme en ese sentido. Si quieres, puedes volver cuando quieras a tus enredos, a tus trampas… y a tus putas. ¡Rufián, que no eres más que un rufián!

Asustaba oír a la señora. Si aquella sarta de insultos me impresionó a mí, no digo nada del señor… al que le vi retroceder hasta la puerta, abrirla rápidamente y desaparecer.

Entonces, con voz más ronca, la señora aún le gritó:

—¡Chulo…! ¡No eres más que un puerco y un chulo!

Después, la señora, agotada, se acostó, y sufrió tal ataque de nervios que tuve que hacerle respirar éter…

Poco después volvió a coger sus novelas y a arreglar los cajones.

Supongo que el señor habría vuelto a sus solitarios y a sus pipas.

Otra vez empezó a ir la correspondencia de una a otra habitación. Al principio, sus notas eran discretas y espaciadas, pero pronto fueron abundantes y extensas. Llegó un momento en que yo estaba ya agotada de tanto ir y volver llevando aquellos mensajes estúpidos. Menos mal que me divertía mucho.

Tres días después de aquella ruptura, la señora estaba leyendo una de las misivas del señor, escrita en papel rosa, con su escudo de armas, y de pronto la vi ponerse pálida, y me preguntó con voz aterrada:

—Célestine…, ¿usted cree que el señor puede llegar a matarse de desesperación?

Aquello era demasiado fuerte… y no pude evitar una grosera carcajada, tan estrepitosa que hasta tuve hipo.

La señora se quedó sorprendida ante mi risa y el hipo, y me preguntó:

—¿Qué le ocurre, Célestine…? ¿A qué viene esa hilaridad? Por favor, cállese… no estoy para algazaras.

Pero a mí me era imposible dejar de reír. Era demasiado jocoso todo, por lo que no pude tampoco callarme, y le dije:

—No, no; son demasiado estúpidas esas historias de los señores… Me hacen tanta gracia que tengo que reír… Lo siento, señora, pero es superior a mis fuerzas…

Como es natural, aquella noche tuve que irme de la casa. Una vez más estaba en la calle…

¡Ah, qué perro oficio… y qué perra vida!

El golpe fue demasiado rudo… y pronto me dije que había cometido una estupidez, pues no todos los días se encuentra una colocación tan apropiada. Si bien se mira, lo tenía todo: un buen sueldo, muchas ventajas, un trabajo fácil, libertad y diversiones. Había que ir viviendo, simplemente… y, como decía William, no fijarse en si los señores son poco, bastante o muy estúpidos.

Con aquella colocación, otra menos impulsiva que yo habría podido ahorrar, comprarse algunos vestidos y hasta abrir un modesto negocio, para acabar casándose como Dios manda y no acordarse de las pasadas privaciones… Se podía llegar a ser una señora, alcanzar la felicidad… y hasta pasar por la experiencia de la maternidad. Pero yo era una impulsiva. Por mi mala cabeza, tuve que volver a mi vida de calamidades y a soportar los vaivenes que me estaban esperando.

La verdad es que estaba desconcertada y rabiosa contra mí misma, y también contra William, contra Eugénie, contra la señora y contra todo el mundo. Aquello era inexplicable, pues en vez de sujetarme a lo más sencillo, que era ser humilde con una señora como la que tenía, me había empeñado en labrar mi propia desgracia, pagando cara mi necia actitud. Convertí en un desatino lo que habría podido tener una solución favorable… Hacemos cosas que no sólo son inexplicables, sino que no sabemos nunca por qué las hicimos…, aunque pasen años y se vean con la serenidad que concede el tiempo. Es como una locura que se apoderase de nosotros, y sin que nadie sepa muy bien por qué, provoca nuestro instinto de rebeldía, y nos hace gritar e insultar a quien sea.

Esa locura fue la que me arrastró a injuriar a aquella señora… No sólo le reproché su origen y la estúpida mentira que era su vida, sino que le falté al respeto, casi tratándola como a una verdulera. Aun ahora, cuando lo pienso, no puedo evitar cierta vergüenza… Era tal mi odio a aquella estúpida mujer que hasta la habría querido matar, y bien sabe Dios que no tengo malos sentimientos, como he demostrado muchas veces a lo largo de mi vida.

Ahora, cuando recuerdo a aquella mujer, con su triste vida y un marido tan cobarde, siento piedad por ella. Tanto la compadezco, que mi verdadero deseo es que haya abandonado a su marido y sea feliz.

Después de la terrible escena que he contado, bajé a la cocina, donde William limpiaba la platería y se fumaba un cigarrillo ruso.

Cuando me vio me preguntó:

—¿Qué te sucede?

—Nada… Que me voy, sencillamente…

Recuerdo que casi no podía hablar.

—¿Que te vas? —preguntó William, sorprendido pero no emocionado—. ¿Y por qué si puede saberse?

En pocas palabras y nerviosamente, le conté la escena ocurrida entre la señora y yo, y William se limitó a encogerse de hombros.

—Es una tontería… —me dijo—. Tu actitud no tiene ningún sentido.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre decirme?

—¿Y qué quieres que te diga? A mí me parece una tontería y no creo que haya nada más que decir sobre el asunto, entre otras cosas porque ya no tiene remedio.

—¿Y tú qué piensas hacer? —le dije.

Me miró de soslayo y le vi un gesto que me pareció burlón. ¡Ah, qué desagradable me resultaba William en aquel momento!

—¿Yo…? ¿Qué quieres que haga? —me respondió, fingiendo que no veía lo que había de súplica en mi pregunta.

—Pues entiendo que tendrás que hacer algo…

—No te comprendo…

—¿Cómo…? ¿Te vas a quedar cruzado de brazos? ¿Piensas continuar aquí?

—Pues claro que sí… Mi caso no es el tuyo. En cuanto a ti, creo francamente que estás loca si insistes en irte. ¿Por qué no…?

—¡No! —le interrumpí—. No pienso suplicar… Lo que ya no entiendo es que puedas quedarte en una casa de donde me echan a mí…

Entonces se levantó, encendió otro cigarrillo, y me dijo con su habitual frialdad:

—Eso no, Célestine. Nada de escenas. Yo no soy tu marido. En cuanto a lo sucedido arriba, reconoce que has sido tú quien ha decidido hacer una tontería…, de la que yo no soy responsable. ¿Qué quieres que te diga? Quien tiene que cargar con las consecuencias eres tú… ¿De qué serviría que yo te acompañara en tu desgracia? Comprende que sería absurdo, Célestine… Ah…, la vida es la vida.

—Entonces…, ¿me echas de tu lado…? ¿Sabes lo que te digo? ¡Pues que eres un miserable y un canalla, como todos los hombres!

William sonrió entre cínico y comprensivo. La verdad es que era un hombre superior.

—No digas tonterías, Célestine… —me contestó—. Cuando convinimos que… yo no te prometí nada, ni tú tampoco. Uno se encuentra con otra persona…, se unen, y un día se separan… Las cosas son así. La vida es la vida. No hay que darle vueltas.

Después de estas conclusiones, William agregó:

—En la vida, mi querida Célestine, hay que ser siempre prudente, porque no sirve de nada actuar atropellando… Hay que tener cordura. Pero tú, por lo que se ve, no la tienes. Te dejas llevar demasiado de los nervios, y en nuestra profesión los nervios suelen jugar muy malas pasadas… Recuérdalo siempre, Célestine… La vida es la vida.

Era irritante. De buena gana me hubiera arrojado sobre él y le habría clavado las uñas en el rostro; en su impasible y cobarde rostro de criado. Sin embargo, no encontré otra salida para mi ira que las lágrimas, con lo cual parecieron aliviarse un poco mis destrozados nervios.

—¡Oh, William, tú no sabes lo desdichada que soy! —le dije al final, en tono suplicante, y vencida por las circunstancias.

William procuró darme ánimos… Debo confesar que empleó toda la fuerza persuasiva de que fue capaz. Durante todo el día me torturaron los más amargos pensamientos y tristes reflexiones.

—La vida es la vida… —repetía Williams.

No obstante debo hacerle justicia, pues durante el día, estuvo encantador, aunque un poco ampuloso. Aquella noche me ayudó a cargar mi equipaje en un coche y me llevó a un hotel, donde pagó por adelantado ocho días de alojamiento y recomendó que me atendieran bien.

Mi deseo era que William pasase la noche conmigo, pero tenía una cita con su admirado Edgar.

—Comprende que si lo hubiese sabido… Pero ahora no puedo cambiar de planes… y tener a Edgar esperándome toda la noche. Aparte de que quiero verlo, porque pienso que quizá sepa de alguna buena colocación para ti… Sería estupendo.

Al irse, antes de cerrar la puerta, me dijo:

—Mañana vendré a verte… Pórtate bien y no hagas tonterías, porque las tonterías nunca conducen a nada bueno. Lo que tienes que hacer, Célestine, es comprender la verdad de que la vida es la vida.

Al día siguiente lo esperé en vano… Pero pensé: «La vida es la vida». Sin embargo, al otro día estaba impaciente… y sentí un gran deseo de verlo. Fui a la casa, pero sólo encontré a una muchacha rubia en la cocina, que sin duda era mi sustituta. Reconocí que era más bonita que yo, y también mucho más descarada.

—¿No está Eugénie? —le pregunté.

—No, no está aquí… —me contestó secamente.

—¿Y William?

—Tampoco está…

—¿Dónde está entonces?

—¡Qué sé yo!

—Pues necesito verlo… Vaya a decirle que quiero verle en seguida…

La muchacha me miró con el mayor desdén, y después me replicó:

—Oiga, ¿ha creído usted que soy su sirvienta?

Comprendí la situación y no insistí. Estaba cansada y me fui sin decir nada más.

«Es la vida…». Esta frase se me había grabado como si fuese el estribillo de alguna canción de moda.

Ya lejos de la casa, recordé con tristeza la alegría con que se me había recibido un día… y pensé que, probablemente, se habría repetido la escena con la muchacha que estaba en mi lugar.

La botella de champaña, los brindis… y William que habría enlazado a aquella joven rubia por la cintura, murmurándole al oído que «debía ser buena con Bibi».

Las mismas palabras, los mismos gestos, las mismas caricias, mientras Eugénie devoraba con los ojos al hijo de los porteros vecinos y lo llevaba a su cuarto.

Mientras pensaba en todo aquello, andaba por la calle como un autómata, y me decía: «No hay por qué apurarse… La vida es la vida».

Durante más de una hora estuve dando vueltas por los alrededores de la casa, con la secreta esperanza de ver a William entrar o salir… En cambio, vi entrar al tendero, a la sombrerera y a un recadero del Louvre, y vi salir al plomero y a dos o tres personas más… No me atreví a entrar en la portería vecina, pues sin duda me habrían recibido mal. Además, ¿qué habría podido decir?

Decidí alejarme, perseguida siempre por el irritante estribillo: «Es la vida…». Las calles me parecían terriblemente tristes, y los transeúntes espectros. Pero cada vez que veía acercarse un sombrero muy brillante, el corazón me saltaba inútilmente, porque nunca era William el que lo llevaba. Las nubes estaban muy bajas, tenían un color castaño y yo no abrigaba ya la menor esperanza.

Cuando llegué a mi habitación estaba asqueada de todo… ¡Ah, los hombres! Todos son iguales, sean cocheros, criados, curas o poetas… Son todos unos crápulas.

Creo que éstos son los últimos recuerdos que voy a transcribir aquí, aun cuando tengo muchos otros, que no referiré porque, en el fondo, todos se parecen, aparte de que me cansa describir siempre un mismo monótono panorama, parecidos rostros, similares almas y los mismos fantasmas. Y tampoco tengo ánimos para ello, pues las nuevas preocupaciones me distraen de esas cenizas del pasado.

¡Ah, eso sí! Hubiera podido hablar aún de mi estancia en la casa de la condesa Fardin, pero… Estoy demasiado cansada y descorazonada. Allí reinaba una vanidad que me asquea todavía más que las otras; la vanidad literaria, y una estupidez peor que todas las demás: la estupidez política.

Allí conocí a Paul Bourget en el esplendor de su gloria como filósofo, poeta y moralista… Era el intelectual que convenía a la vanidosa pequeñez de aquel mundo donde todo es ficticio: la elegancia, el amor, la cocina, los sentimientos religiosos, el patriotismo, el arte, la caridad… y hasta el vicio, que, con el pretexto de la cortesía y de la literatura, se suele engalanar con místicos oropeles y sagradas máscaras. Es un ambiente en el que sólo se advierte un único y sincero deseo: el del dinero, que añade un rasgo aún más odioso y bestial a todo lo que de ridículo tienen los fantoches que se codean con esa fauna. Es como si todos esos pobres fantasmas quisieran hacer creer que viven…

Allí conocí a Jean, más tarde el «señor». Jean, del que podría decirse que es un psicólogo y un moralista, o sea un psicólogo de antesala y un moralista de cocina. El señor Jean vaciaba las escupideras, y Paul Bourget hacía lo mismo con las almas. Entre la cocina y el salón no hay tanta distancia como a veces se cree… Pero hace ya días que metí el retrato del señor Jean en el fondo de mi baúl. Ahora sólo me falta enterrar su recuerdo bajo una espesa capa de implacable e inamovible olvido…

En estos momentos son las dos de la madrugada… El fuego está a punto de apagarse y la lámpara humea. No tengo leña ni aceite, por lo que he decidido acostarme. Sin embargo, tengo aún muchas cosas en la cabeza y no creo que pueda dormir.

Lo más probable es que sueñe con lo que va a ocurrirme mañana… Por lo que puedo observar, la noche es tranquila y silenciosa. El intenso frío endurece la tierra bajo un cielo tachonado de estrellas.

La idea que más retengo es la de que Joseph debe estar ya de regreso… Lo veo a través del espacio, entre grave y soñador, recostado en su compartimiento del tren. Me sonríe, se acerca, viene hacia mí… Me trae por fin la paz, la libertad, la felicidad… ¿Me trae de verdad la dicha?

Mañana lo sabré…