Capítulo 34

La nieve siguió cayendo sobre la región de Kanto una vez pasó el Año Nuevo.

Chikako Ishizu se colocó una vez más las botas de goma y se dirigió hacia el parque que quedaba junto a su casa. Había mucha nieve en el suelo, pero el cielo estaba despejado. Iba tan deprisa que empezó a transpirar bajo el pesado abrigo que llevaba. Solo disponía de cinco minutos para llegar.

Ahí estaba esperándola, justo a tiempo, sentado en un banco junto a los columpios. Llevaba levantado el cuello de la camisa, y lucía una bufanda bajo la que ocultaba la barbilla. Chikako recordó una vez más que la puntualidad solo era la seña distintiva de los buenos detectives.

Se saludaron, y Chikako tomó asiento a su lado en el banco. Las clases no habían acabado aún, por lo que no había niños jugando con la nieve. Un anciano con un perro paseaba junto al seto que rodeaba el parque.

—Podemos explicar las muertes de Koichi Kido y Junko Aoki como un asesinato-suicidio perpetrado por el propio Kido —dijo sin ambages el detective desde dentro de su bufanda. Se ahorró el protocolo de abordar los preliminares. «La eficiencia ante todo», imaginó Chikako.

—¿De modo que fue una relación destinada al fracaso? —preguntó Chikako.

—Eso es. Y en cierto sentido, es la verdad.

Chikako pensó para sus adentros que probablemente era toda la verdad, al menos, desde el punto de vista de Junko Aoki.

—Sigo sin creer que, allá en el lago Kawaguchi, Izaki me pidiera contactar con usted.

El detective, escondido bajo su bufanda, la miró intrigado.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué se la ve tan sorprendida?

—Pues porque le señaló como miembro de los Guardianes.

—Bueno, dejémoslo así —rio el detective sin mucho entusiasmo—. No importa. De todos modos, no puede hacernos ningún daño. Hicimos lo que teníamos que hacer.

—Hicieron lo que tenían que hacer —matizó Chikako.

—Cierto. Nuestra meta era deshacernos de Junko Aoki, una mujer peligrosa con poderes piroquinéticos.

Chikako cerró los ojos. Podía ver el rostro de Junko mientras yacía muerta en el manto blanco. Palideció tanto como la nieve, pero no perdió ni un ápice de su belleza.

—Sargento Kinugasa. ¿Cuánto tiempo llevan usted y el capitán Ito como miembros de los Guardianes? —preguntó al hombre de la bufanda.

Kinugasa se encogió de hombros. Parecía haberlo olvidado.

—Supongo que Ito se unió antes que yo.

—¿Alguna vez se plantearon haber tomado la decisión correcta?

Kinugasa miró a Chikako como si le sorprendiese su pregunta.

—¿Se refiere a si aprobaba lo que los Guardianes hacían?

—Eso es.

Kinugasa suspiró y se recostó en el banco, haciendo caer la nieve que se había concentrado en la parte posterior de este.

—No, jamás cuestioné mi decisión.

—¿Nunca?

—No, ¿y sabe por qué? Ni Ito ni yo teníamos ninguna expectativa puesta en ese tipo de organización.

Chikako guardó silencio. Observó su mandíbula cuadrada, apropiada para un hombre con un carácter tan inflexible.

—Pero es un mal necesario —prosiguió—. Tenemos una organización como esta, porque las leyes actuales están demasiado limitadas y diluidas. Sería más feliz si pudiésemos prescindir de ella, pero aún la necesitamos. ¿Sabe, Ishizu? No es que seamos Guardianes infiltrados en la policía, sino más bien policías que toleran la existencia de esta organización.

—De momento —presionó Chikako.

—Sí, de momento —repuso Kinugasa con tono confidente.

—¿Y cuándo podremos prescindir de la organización?

—Cuando dispongamos de leyes ideales, y podamos hacer que se cumplan.

—¿Se refiere a leyes que nos permitan ejecutar a cualquiera que haya cometido un crimen violento?

Kinugasa se echó a reír.

—Me refiero a leyes que castiguen a los homicidas de un modo más acertado de cómo lo hacen ahora.

Chikako bajó la mirada, pero su voz fue firme cuando rebatió sus palabras.

—Lo que están haciendo es ignorar el paso de peatones y atropellar a cualquiera que cruza la carretera. Conducen por lugares en los que ni siquiera hay caminos. Lo único que persiguen es llegar a su destino por la ruta más corta, sin importar lo que cueste.

—Pero si damos demasiados rodeos, caerán más víctimas. Quizá hayamos atropellado a un peatón, pero hemos salvado a cientos o miles de otros.

Chikako enmudeció un momento. Cerró los ojos, enderezó la espalda y dijo:

—No estoy de acuerdo.

—Usted verá —dijo Kinugasa con tono frío—. No pretendemos obligarla a unirse a nosotros. Ni a usted ni a Makihara. No tiene de qué preocuparse, tampoco les haremos daño si deciden no hacerlo.

—Se trata de una entidad lo suficientemente importante como para no preocuparse por lo que hagamos o digamos Makihara o yo, ¿no es así?

—Correcto.

No intercambiaron unas palabras durante un momento. El reflejo del sol en la nieve deslumbraba a Chikako. Oyó a un perro ladrar a lo lejos.

—Querían deshacerse de Junko Aoki porque actuó con demasiada indiscreción al eliminar a sus objetivos. ¿Es cierto?

—Sí. Operaba a gran escala, y existía el riesgo de que nos prendiera fuego a todos. Nuestra mayor inquietud fue que sus ejecuciones captaran la atención de los medios y, accidentalmente, nos destapara. Intentamos permanecer al margen de todo.

Izaki le contó exactamente lo mismo. Al parecer, fue la excusa que Kido dio a Junko tras dispararla.

—Entonces, ¿por qué tomarse la molestia de involucrar a Makihara?

—Muy simple. Es un joven con mucho talento. Fue capaz de encontrar a Junko Aoki sin nuestra ayuda, y existía el riesgo de que descubriera la existencia de los Guardianes en cuanto nos deshiciéramos de ella. De modo que quisimos anticiparnos.

Bajó la voz, y continuó con suma seriedad:

—También estaba el problema que suponía la tenacidad con la que Makihara se aferra a sus convicciones personales. Que Makihara descubriera a los Guardianes una vez desapareciera Junko Aoki, y que acusara a alguien, no nos preocupaba. Lo que sí nos inquietaba era que los dos podían firmar una alianza. Junko Aoki había asesinado a su hermano, este fue su víctima, pero Makihara y ella tenían mucho en común. Ambas eran personas solitarias en busca de una razón por la que seguir luchando.

«Y buenas personas», añadió Junko en silencio. Se volvió hacia Kinugasa y dio voz a sus pensamientos.

—Esa es una cuestión puramente personal. ¿Podría dejar a un lado la política de los Guardianes y decirme qué sensación le ha quedado después de esto?

Kinugasa enarcó las cejas y se levantó algo más la bufanda alrededor del cuello.

—¿Siente algo de simpatía por Junko Aoki? —Junko no había pedido nacer con el letal poder que poseía, ni tampoco se había propuesto convertirse en una asesina. Había hecho lo que había podido por seguir adelante con aquello, y las cosas no habían salido según lo esperado. Lo que quedaba claro es que no había podido elegir qué hacer con su vida.

Kinugasa enmudeció durante un largo minuto. Al final, respondió, con un tono desprovisto de emoción:

—Detective Ishizu, creo que los criminales como Keiichi Asaba también poseen cierto poder sobrenatural. No son tan diferentes de Junko Aoki.

Chikako estaba totalmente en contra, pero se mordió la lengua y se obligó a escucharle.

—Asaba y monstruos como él tienen la capacidad innata de cometer crímenes sin que les remuerda la conciencia. Si estuviésemos en una guerra, alguien como Asaba sería perfecto porque haría exactamente lo que se le pidiese.

«¿Cómo es posible que piense de ese modo? ¿Cómo puede vivir con una lógica tan retorcida?». Chikako cerró los puños para contenerse.

—En el caso de Asaba, su poder se basaba en la carencia de lo que la mayoría de la gente tiene. Junko Aoki había heredado algo que no poseía la mayoría, y eso fue lo que la alienó. Pero ambos eran variaciones igualmente peligrosas de la norma, y ambos acabaron convirtiéndose en asesinos.

—No estoy de acuerdo —dijo Chjkako.

—Bueno, yo tampoco quiero pensar eso —reconoció Kinugasa—. Pero no puede cambiar los hechos. —Chikako percibió que su voz había perdido algo de convicción—. No sabe lo mucho que me gustaría conocer a alguien con poderes sobrenaturales que lograra hacerme ver que estoy equivocado.

Durante un rato, los dos se quedaron sentados en el banco, exhalando bocanadas de aire blanco.

—Yo voy a tomar otro camino distinto del suyo. —Chikako levantó finalmente la cara y habló con determinación—. No voy a abandonar el cuerpo.

—Nadie le pide que lo haga.

—He oído que Izaki ha dejado Stalker Hotline.

—No hay mucho más que pueda hacer por nosotros.

—Me pregunto si algún agente podrá hacer el tipo de trabajo que hacía para ustedes.

—Es una buena idea —dijo Kinugasa, sonriente—. Creo que ese es el trabajo idóneo para usted.

—Me sorprende escucharle decir eso.

—¿En serio? Espero que no me malinterprete, detective Ishizu. Aquellos que como usted eligen conducir por la vida dejando paso a los peatones, cuentan con todos mis respetos. Lo único que digo es que, a veces, no es suficiente, y que por eso debe haber personas que actúen con rapidez cuando es necesario. —Kinugasa se puso de pie, obviamente dispuesto a marcharse. Pero, entonces, palpó su bolsillo y, como si se acordara de algo, se volvió hacia Chikako.

—Quería darle esto. —Le tendió un sobre en el que había varias fotografías—. He revelado las fotos que tomó Fusako Eguchi.

Chikako les echó un vistazo. En la imagen, aparecían Izaki y una pareja en la misma mesa.

—Hacían buena pareja —dijo Kinugasa.

—Se les veía felices —añadió Chikako.

—Entonces, lo eran. La felicidad es así. No suele ser sino un punto en la relación. Jamás llega a extenderse en una línea —afirmó Kinugasa, añadiendo un suspiro a sus palabras—. Lo mismo sucede con la verdad.

Empezó a avanzar por la nieve, pero Chikako llamó su atención.

—Sargento Kinugasa.

Se volvió hacia ella.

—Salude al capitán Ito de mi parte. Probablemente se haya enterado de que me han trasladado.

Kinugasa accedió con un silencioso gesto, y se marchó. Chikako Ishizu decidió quedarse un rato más en el parque, acompañada por la radiante sonrisa de Junko Aoki en la foto.

Un teléfono sonó a medianoche.

—¿Sí?

—Hola.

—¿Por qué llama a esta hora?

—No he podido contactar con usted antes. Nunca está en casa cuando llamo.

—Tenía muchas cosas en las que pensar.

—De acuerdo, lo entiendo. A mí me hubiera gustado hacer lo mismo, pero tengo un marido que no sabe hervirse solo el agua.

—Qué poco le pega eso, detective Ishizu. En fin, yo también quería llamarla. Tengo noticias que no han aparecido en los periódicos de la tarde.

—¿Noticias?

—El señor Kurata ha muerto.

—¿Qué?

—La señora Kurata y él quedaron con un abogado que se encargaría de ultimar los detalles de su divorcio. Una estantería del despacho del abogado cayó sobre él y lo aplastó.

—Una estantería, ¿eh?

—Eso es. Tres ayudantes corrieron en su ayuda, pero no pudieron reanimarlo.

—Me pregunto cómo caería una estantería tan pesada.

—En esta vida hay demasiadas cosas que no podemos explicar. La señora Kurata salió incólume, por cierto.

—Lo suponía.

—Cuando la estantería cayó, el señor y la señora Kurata eran los únicos en la sala.

—Qué casualidad.

—Sí, mucha.

—¿La señora Kurata lo lleva bien?

—Sí, aunque se la ve algo cansada.

—¿Y Kaori?

—Se siente mucho mejor. Fusako Eguchi está cuidando muy bien de las dos.

—Makihara.

—¿Qué?

—Será mejor que no abandone el cuerpo.

—¿Y por qué me dice eso ahora?

—No importa lo lento que progrese todo, la sociedad necesita conductores como nosotros para que hagan el trabajo sin atropellar a ningún peatón.

—Una metáfora muy enrevesada.

—¡No se ría!

—No me río, y tampoco abandonaré el cuerpo. Tengo que ganarme la vida. Y por si fuera poco, Junko Aoki me asignó una tarea muy difícil.

—Asegurarse de que Kaori… no se convierta en lo que se convirtió ella.

—Pero no puedo ser un educador a jornada completa. Al fin y al cabo, solo imparto una materia —rio Makihara antes de colgar el teléfono.

A finales de mes, con Kaori Kurata de la mano, Chikako visitó el apartamento de Junko Aoki en Tayama. No había ningún pariente que pudiera llevarse sus cosas o encargarse de su herencia. Cuando su casero irrumpió a gritos en la comisaría, Chikako se ofreció voluntaria para encargarse del asunto.

Junko Aoki fue una persona metódica, y el apartamento estaba limpio y ordenado. Kaori echó un vistazo a su alrededor con gran interés. Tomó y olió el jabón que Junko utilizaba, se colocó alrededor de los hombros el jersey que colgaba del respaldo de la silla e incluso se probó las zapatillas de Junko. Chikako dejó que Kaori hiciera lo que quisiese mientras ella guardaba algunas cosas en unas cajas de cartón. Los muebles y las cortinas eran bastante vulgares, y Chikako supuso que lo único que el casero aceptaría gustosamente sería el ordenador nuevo que descansaba sobre la mesa de la cocina.

Kaori, que seguía dando vueltas por la habitación examinándolo todo, se detuvo en la cama para recoger un perrito de peluche. Lo miró durante un momento, antes de decir:

—Estaba llorando.

Chikako se volvió para ver de qué estaba hablando, pero Kaori parecía perdida en sus cavilaciones.

—¿Qué has dicho?

—No he dicho nada.

Chikako se dio cuenta de que habría recordado algo al reparar en ese perro, del mismo modo que Makihara solía acordarse de su hermano.

—Supongo que empiezo a oír cosas.

—¿Detective Ishizu?

—¿Sí?

—¿Cree que podría quedarme este peluche? —Se trataba de un perrito rechoncho que no estaba en su mejor época. Le faltaba una oreja y uno de los ojos colgaba de un hilo. Parecía hecho a mano, quizá la madre de Junko lo hubiese hecho para ella.

—Claro, adelante —dijo Chikako—. Cuida bien de él.

—Lo haré —aseguró Kaori mientras se aferraba al peluche.

Chikako terminó de despejar un poco la habitación, y las dos salieron fuera. A los pies de la escalera había una joven con la barbilla puntiaguda y el pelo teñido de rojo. Llevaba un pequeño ramo de flores. Chikako llamó su atención y le preguntó a quién estaba buscando.

La chica se levantó el cuello de la chaqueta. Frunció el ceño y respondió a la defensiva, como si ya hubiese anticipado esa respuesta.

—He venido a traerle flores a la persona que vivía aquí.

—¿Aquí?

—Sí. Murió. Bueno, fue asesinada. Un tipo la mató y, después, se suicidó.

Chikako puso los ojos como platos.

—¿Se refiere a Junko Aoki?

—Sí. —La chica se pasó la mano por el pelo en un gesto nervioso—. Lo he visto en las noticias. Mostraron su fotografía y la reconocí, de modo que llamé al canal y me puse tan pesada que acabaron dándome su dirección.

—Entiendo —dijo Chikako—. Perdone mi intromisión, pero ¿de qué se conocían?

Chikako se presentó, le mostró su placa, y explicó brevemente lo que hacía allí. La chica no mostró sorpresa alguna.

—Así que, es usted detective.

—Eso es.

—Solo vi a Junko una vez. Vino buscando a unos amigos, malas compañías, con los que yo solía salir. —Se encogió de hombros y Chikako imaginó que bajo aquel abrigo se escondía una silueta delgada—. Ahora también están todos muertos.

—¿Solo la vio una vez y viene a traerle flores?

—Claro, ¿por qué no? ¿No es lo que se hace cuando alguien muere? Me pareció que estaba muy sola.

—Estoy segura de que le hubiese encantado. ¿Quiere que me encargue?

La chica asintió y le tendió el ramo.

—Me llamo Nobue Ito.

—Bueno, pues muchas gracias, Nobue.

Nobue se encogió de nuevo de hombros, era de suponer que en un gesto de despedida. Se dio media vuelta para marcharse, pero entonces, reparó en Kaori que se escondía tras la detective, escuchando y esperando pacientemente. Nobue y Kaori intercambiaron una mirada. De repente, la cara de Nobue se iluminó.

—¿Agente?

—¿Sí?

—¿Es esta la hermanita de Junko? No… espere… Supongo que no podría tener una hermana tan pequeña.

Antes de que Chikako pudiera responder, Kaori intervino.

—Así es. Soy su hermana.

Nobue, impresionada, miró de nuevo a la pequeña.

—¿Sabes? Vas a ser incluso más bonita de lo que fue ella. Pero ándate con cuidado y mantente alejada de los chicos malos. ¡Hay muchos y están por todas partes!

—Tendré cuidado —aseguró Kaori.

Nobue se marchó entonces, a paso ligero. Kaori tendió la mano a Chikako y se ofreció a ocuparse de las flores.

—De acuerdo, tú te encargas. Gracias. —Chikako le pasó el ramo y, entonces, tomo la otra mano de la niña.

—¡Seguro que hace frío!

Una vez llegaron al pie de la escalera, Kaori se detuvo y volvió la vista atrás. Se quedó inmóvil durante un momento. El aire frío le enrojecía las mejillas.

—¿Qué pasa?

—Creo que he oído a alguien llamándome. —Kaori se concentró, aguzó el oído, y acto seguido, esbozó una sonrisa—. No, supongo que empiezo a oír cosas.

Chikako pudo ver las flores reflejadas en los ojos de Kaori. Brillaban como estrellas. Como el mismísimo amor.