Capítulo 23

Tras un largo combate contra la indecisión, Chikako redactó su informe. Lo incluyó todo, desde los últimos datos sobre los posibles incendiarios hasta los desconocidos «guardianes» de los que había hablado la señora Kurata. Decidió que lo esencial era dejar a un lado sus ideas e impresiones, y reflejar fielmente las opiniones de las personas interrogadas en el marco de la investigación. Chikako terminó su informe de diez páginas tres días después de la hospitalización de Kaori Kurata.

Clasificar cronológicamente los sucesos y con todo lujo de detalles era algo a lo que estaba acostumbrada. Lo que más tiempo le llevó fue buscar informes objetivos, bases científicas sólidas y otro tipo de bibliografía para documentar esa capacidad sobrenatural de provocar incendios, teoría a la que tan obcecadamente se aferraba Makihara.

La detective intentó localizar grupos en la universidad, e incluso llegó a llamar a su hijo por si este sabía algo. Su hijo pareció verdaderamente preocupado por ella. «Mamá, ¿te encuentras bien? ¿Estás segura de que este trabajo no te estresa demasiado?». Superada la preocupación inicial, lo único que obtuvo como respuesta fue una sonora carcajada. Chikako no le dijo nada, a pesar de que el asunto no era para tomárselo a risa.

Cuando fue a entregarle su informe al capitán Ito, estaba tan nerviosa como el día en el que puso su primera multa por una infracción de tráfico. El capitán se lo había solicitado extraoficialmente y, puesto que su protegida, Michiko Kinuta estaba involucrada, Chikako supuso que su superior querría tomarse unos minutos para discutir el caso. También estaba preparada para eso.

Sin embargo, nada salió según lo previsto. Cuando llegó a la comisaría, Ito estaba al teléfono, y solo dedicó un breve asentimiento de cabeza al verla. Ella se quedó allí esperando, con el informe en la mano hasta que él hizo un gesto de evidente enfado para que dejara lo que fuese sobre su mesa. Chikako tuvo la impresión de que la persona que lo llamaba, a quien Ito hablaba con deferencia, estaba enfurecida por el motivo que fuese, e Ito pagó su mal humor con la sumaria respuesta que dirigió a la detective. Dudando de la urgencia de la tarea que le había encargado, regresó a su mesa, desalentada.

Michiko Kinuta había sido formalmente apartada del caso de Kaori Kurata. A Chikako tampoco se lo habían asignado de forma oficial, pero sabía que le resultaría imposible seguir adelante con otro caso. Shimizu le comentó con mucho entusiasmo las distintas teorías enunciadas, las controversias resultantes y todos los pormenores sobre la investigación de los incendios homicidas de la fábrica de Tayama, el Café Currant y Licores Sakurai. Sin embargo, Chikako no podía sacarse de la cabeza la expresión aterrada de Kaori y la impotente mirada de su madre, cuando la niña admitió finalmente que poseía poderes excepcionales. La detective no lograba interesarse en nada que su compañero tuviera que decirle en ese momento.

No obstante, esa misma tarde y para sorpresa suya, se enteró de que ella misma tenía un buen contacto vinculado a la investigación de los homicidios. Natsuko Mita, la joven que había muerto de un disparo en Licores Sakurai y que, al parecer, había sido acosada por la banda de Keiichi Asaba, pidió consejo a un grupo privado llamado Stalker Hotline, algo así como una línea telefónica de asesoramiento para víctimas de acoso. Un detective jubilado con el que Chikako tuvo una buena relación hacía mucho, pero con el que había perdido contacto, trabajaba ahí.

El detective en cuestión se llamaba Shiro Izaki, un respetado veterano del distrito de donde procedía Chikako. Poco antes de que la trasladaran al departamento de policía de Tokio, Izaki sorprendió a todos los agentes del departamento al presentar su dimisión, de la noche a la mañana. Por mucho que sus compañeros intentaron disuadirle, nadie logró hacerle cambiar de parecer.

La esposa del viejo Izaki murió hacía muchísimo y había criado a su única hija solo. Además de ser un detective muy capacitado, era un amo de casa concienzudo. Le había enseñado a hacer «sopa de miso a la Izaki», y ella lo recordaba muy bien. Alegó problemas de salud cuando dejó el puesto, y nadie lo cuestionó demasiado. Seis meses antes de presentar su renuncia, perdió mucho peso y se le veía tan ojeroso y triste que había llegado a convertirse en otra persona.

El día en el que celebraron su fiesta de despedida, Chikako y él regresaron a casa en el mismo taxi, enterrados bajo los obsequios y los gigantescos ramos de flores que había recibido de sus amigos. Fue entonces cuando Izaki le confesó a Chikako el verdadero motivo de su partida.

—No quería que se enterase nadie, así que, bueno, decidí mantener la boca cerrada.

—Parece algo delicado. ¿Qué pasa?

—La verdad es, Chika-chan —dijo, dirigiéndose a ella por su nombre familiar—; que no soy yo quien tiene problemas, sino mi hija.

—¿Kayoko?

—Sabes que tiene un bebé, ¿verdad?

—Claro que lo sé.

Chikako conocía a la hija de Izaki, la niña de sus ojos, desde que esta tenía trece años. La había invitado a su boda, y cuando Kayoko dio luz a un rollizo bebé apenas un año después de la ceremonia, Chikako le envió un hermoso ramo de girasoles junto con una tarjeta que decía: «¡Felicidades! Eres una buena hija, Kayoko. Estoy deseando ver a Izaki con un nieto en sus rodillas». No resultaba fácil encontrar girasoles en una floristería, pero Chikako sabía que eran sus favoritos.

Y Kayoko era en sí misma un girasol. Nadaba muy bien desde que iba al colegio e incluso había participado en las Olimpiadas Nacionales que se celebraban anualmente. Tenía unas piernas y brazos musculosos, su bronceado era del color del trigo, y tenía un encanto natural que la hacía iluminar cada habitación en la que entraba con su sonrisa. De modo que, escuchar que Kayoko no se encontraba bien, fue toda una conmoción para Chikako.

—¿Tiene una enfermedad seria?

—Si fuera una enfermedad, podríamos hacer algo al respecto, pero… —Izaki hablaba con mucha dificultad—. Es la relación con su marido lo que va mal.

El marido de Kayoko trabajaba como científico para una compañía farmacéutica, y ambos se habían conocido en la boda de un amigo común. A diferencia de la chica girasol, él era delgado, estudioso y de aspecto frágil. Sus ojos se escondían tras la montura de alambre de sus gafas y tenía un pestañeo continuo que le hacía parecer temeroso ante cualquier cosa. A Chikako le sorprendió mucho la disparidad pero, al fin y al cabo, los polos opuestos se atraen. Nadie entendía por qué Kayoko estaba tan localmente enamorada de su marido.

Aunque, aquella noche, Chikako confesó a Izaki el escepticismo prematuro que su yerno le había inspirado.

—Su marido parece enormemente nervioso, ¿verdad?

Izaki asintió, y se clavó la barbilla en el pecho, en un gesto de desgracia. Era de suponer que habría bebido mucho en su fiesta de despedida, pero el rubor del alcohol había desaparecido por completo de su rostro.

—Los tres primeros meses de matrimonio fueron muy tranquilos. Pasado ese tiempo, la cosa cambió. Para entonces, Kayoko ya estaba embarazada. Supongo que pensó que ya era demasiado tarde como dar marcha atrás. Pues bien, hace unos seis meses, dijo que ya no podía soportarlo más, y vino corriendo a casa, con el bebé en los brazos.

Chikako sujetó el ramo de flores con la otra mano y aguardó a que Izaki continuara.

—Ese canalla pega a mi hija —confesó—. Pierde los estribos y la golpea por cualquier tontería. De hecho, me dijo que le pegó incluso estando embarazada. Yo me puse hecho una fiera y le pregunté: «¿Por qué no has venido a casa antes?». Entonces, ella se echó a llorar, ya sabes, y alegó que no quiso preocuparme con esas cosas.

—Pobrecilla…

—Dice que hasta las cosas más ridículas, más triviales, le hacen perder los nervios. Si no le gusta lo que ha preparado para cenar, o si no ríe ante las mismas cosas que ven en televisión y que a él le hacen gracia, o si el baño está tibio, o si pasa demasiado tiempo hablando por teléfono…

—Pero ¿no es Kayoko mucho más fuerte que su marido? Ella era atleta. Debería defenderse y darle un buen puñetazo. Personas como esas se derrumban en el momento en el que se les planta cara.

—Eso es lo que yo le dije. Pero él está preparado. Para empezar, nunca se acerca a ella con las manos vacías.

—¿La pega con un arma? —preguntó Chikako, sin dar crédito.

—Sí. Siempre utiliza una barra de metal envuelta en una toalla. Y cuando le golpea y Kayoko cae al suelo, la maniata con cuerda de tender y se ensaña con ella. Las cosas empeoraron cuando nació el bebé. La amenaza con pegar al niño si no hace exactamente lo que él dice. Ha llegado incluso a hacer que Kayoko se hiera a sí misma…

Chikako, que solía marearse en el coche cuando bebía, empezó a sentir náuseas.

—Eso ya deja de ser un problema doméstico. Es un crimen.

—También se lo dije. Y Kayoko ha aguantado carros y carretas. Lo grave es que según ella, aparte de estos episodios de violencia demente, es un tipo verdaderamente bueno. No logro entenderlo. Su salario va a parar íntegro a casa, no le gustan los juegos ni la bebida. Jamás ha cometido adulterio. Su reputación en el trabajo es impecable. Dicen que con la cabeza que tiene, llegará muy lejos.

Chikako, que apenas estaba familiarizada todavía con la dualidad de la naturaleza humana, no pudo evitar soltar un suspiro.

—¿Y si pides ayuda a la División de Seguridad Pública del distrito? Sabes que últimamente tratan con suma atención los casos de violencia de género, y…

—Sí, ya había barajado la idea, pero…

—Pues entonces, ¿por qué no?

—Una vez que Kayoko estaba en casa, su suegro vino a buscarla. Se disculpó y nos rogó de rodillas que no armásemos ningún escándalo.

—Qué egoísta por su parte.

—La suegra de Kayoko tiene problemas de corazón, ¿sabes? El médico les ha instado a evitar cualquier tipo de conmoción. Si se entera de lo ocurrido, eso la mataría.

—Bueno, pues si ese es el caso, ¡entonces que el suegro se encargue de reeducar a su hijo!

—Sí… —Izaki negó con la cabeza—. Supongo que podemos esperar sentados. De todos modos, no volveré a dejar marchar ni a mi hija ni a mi nieto. Ya le he dicho que vamos a contratar un abogado y solicitar el divorcio.

«Así que ese era el motivo por el que Izaki estaba tan macilento».

—¿Y las cosas no han empezado aún a calmarse?

Izaki no respondió a esa pregunta.

«Si la situación estuviese bajo control, no habría dejado el trabajo», pensó Chikako.

—Estoy pensando en marcharme de Tokio.

—¿Con ellos?

—Sí. Yo nací en Kyushu[12], ¿sabes? Está algo alejado, pero aún me quedan parientes allí. Nos mudaremos a un sitio cerca de Fukuoka, buscaré trabajo como guardia de seguridad o algo así para que los tres podamos vivir juntos y en paz. Eso es lo que estoy pensando…

—Me parece una gran idea. Y así Kayoko podrá alejarse de todos los malos recuerdos asociados a su vida aquí.

—Además, si nos quedamos, él no cejará en su empeño por recuperarla —añadió Izaki con despreocupación, aunque su mirada era grave—. No sé cuántas veces ha aparecido por casa. Viene sin que nadie lo invite y vocifera como un niño caprichoso para intentar que Kayoko vuelva a su lado. Dice que nunca volverá a ser violento, que es un hombre distinto. Y Kayoko se lo cree. Ya ha regresado con él dos veces. La primera me llamó para avisarme de que se marchaba; la segunda, lo hizo mientras yo estaba trabajando.

No fue necesario preguntar qué había pasado. La adusta expresión de Izaki lo decía todo y, aun así, se lo contó.

—Ambas veces, ese cabrón le pegó tal paliza que acabó en el hospital.

—¡Dios mío!

—Ya sabes lo que dicen. Buda olvida tres veces y a la cuarta, se enfada. Bueno, pues desde ese momento, no importa lo que ese tipo diga a Kayoko porque está decidida a no volver jamás con él. Ni siquiera cuando amenaza con quitarse la vida en la puerta de mi casa. Pero lo peor de todo, Chika-chan, es que me siento como si estuviésemos en medio de una guerra, una guerra de guerrillas…

—¿Y qué dice él ahora?

—Quiere llevarse a mi nieto —gruñó Izaki—. Si se las arregla para conseguirlo, Kayoko tendrá que volver con él, ¿verdad?

Chikako sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Izaki, no puedes quedarte cruzado de brazos. Incluso lo de la fragilidad cardiaca de la suegra me suena a cuento. Sería mucho mejor que llamases a la policía.

Izaki parecía agotado. Negó con la cabeza.

—Es una opción, la segunda opción, digamos. Primero quiero que nos vayamos a Kyushu. Siempre quise jubilarme allí, de modo que la única diferencia es que lo haré diez años antes, ¿no?

A Chikako le dio la sensación de que intentaba convencerse a sí mismo de que sus problemas se acabarían pronto.

De modo que cuando Shimizu le contó que el viejo Izaki en persona había regresado a Tokio, Chikako se quedó asombrada. Ahora trabajaba en este grupo que ofrecía asesoramiento en casos de acoso.

—Izaki no atendió personalmente la consulta de Natsuko Mita. Forma parte del equipo directivo y está casi siempre dando conferencias, organizando eventos dirigidos a mujeres o enseñando técnicas básicas de autodefensa en colegios para niñas.

—Esa Stalker Hotline, ¿es una asociación sin ánimo de lucro? —preguntó Chikako.

—No, estoy convencido de que se trata de una empresa registrada.

—Me pregunto quién los financia.

Shimizu ya había indagado en ello y la informó de todo.

—En realidad, no es más que la filial de una gran compañía llamada Kanto, empresa especializada en «Servicios Integrales para la Seguridad de las Personas». Stalker Hotline es un nombre comercial. El capital social de Kanto está en manos de dos grandes grupos de servicios de seguridad. Los estatutos de la sociedad reflejan que sus actividades quedan diversificadas en varios sectores, ya sea la instalación de sistemas de seguridad especiales para empresas cuya plantilla está mayoritariamente compuesta por mujeres, o campañas de educación corporativa para prevenir el acoso sexual. Sin embargo, el nombre de Stalker Hotline es bastante conocido puesto que su labor contra el acoso les ha servido para salir en los medios de comunicación en más de una ocasión. Al parecer, reciben llamadas desde todos los rincones del país.

—Eso demuestra que hay demasiadas víctimas de acoso, ¿no te parece?

—¿Estás diciendo que deberíamos adoptar una postura más activa, Ishizu?

—Sí. Y no bromeo.

La policía rara vez actuaba antes de que se cometiese un crimen. No le extrañaba que Izaki hubiese acabado trabajando para una organización que prevenía los crímenes machistas. Debía de haber actuado así por lo que le sucedió a su propia hija. Pero ¿y Kayoko? Quizá la situación hubiese mejorado y ya estuviese de vuelta en Tokio, a salvo. O en cualquier otro lugar, casada con un verdadero compañero esta vez. ¿Cómo le iría ahora a Izaki?

«Iré a verlo». Aún no había noticias del capitán Ito. Al echar un vistazo a su mesa, vio que su informe descansaba intacto, donde lo había dejado. «¿De qué me sirve esperar aquí y perder el tiempo?», pensó. Metió el teléfono móvil en el bolsillo y se puso de pie.

Stalker Hotline estaba situada en un bonito edificio de doce plantas que daba a la intersección principal del centro de Ginza, el barrio de tiendas y entretenimiento más conocido de todo Tokio. Apartamento 602, sexta planta. El nombre completo de la compañía, Kanto: Servicios Integrales para la Seguridad de las Personas, quedaba expuesto junto con su nombre comercial, más conocido por el público, en la hilera de rótulos del vestíbulo.

Al dirigirse hacia el ascensor, reparó en un póster que colgaba ostentosamente en la pared. Una caligrafía grande y de aspecto esponjoso, diseñada para imitar el efecto de la publicidad aérea, se plasmaba sobre un fondo azul cielo. Rezaba así:

«Señoritas que acuden a visitar Stalker Hotline, por favor, no abandonen ahora. Estamos en la sexta planta. La primera consulta es gratis. ¡Ánimo! ¡Cuentan con nuestro apoyo!».

Un biplano de alas rojas se deslizaba entre las nubes en forma de letras, y desde la ventanilla del piloto, asomaba una mujer de aspecto clásico, con una capa ondeante y el puño alzado al aire. Chikako sonrió. El póster era una idea excelente para animar a las mujeres que habían conseguido llegar tan lejos, pero que aún necesitaban un empujoncito para entrar en el ascensor.

La sexta planta se abría a un diminuto pasillo, no más ancho que una estera de tatami. En el caso de que un visitante albergara la más mínima duda, la única puerta que quedaba en frente lucía el mismo póster del vestíbulo de abajo.

Chikako abrió la puerta y entró. Fue recibida por una hilera de mesas en las que se disponía un gran número de cajas perfectamente ordenadas y llenas de panfletos. En ellas podía leerse: «Por favor, sírvase». Tras las mesas, se alzaba un biombo que impedía que el visitante pudiera ver el resto de la habitación, pero Chikako oyó voces y el insistente tono de los teléfonos.

Los panfletos respondían al tipo que uno esperaría encontrar en una organización de esa naturaleza: lista de clínicas que proporcionaban asesoramiento para víctimas de violencia machista, publicaciones para sobrellevar el estrés postraumático, números de teléfono de varias oficinas públicas e incluso un folleto artesanal editado por una asociación de mujeres que habían sido víctimas de acoso. Tras echar una breve ojeada a los títulos y encabezamientos, presionó el discreto timbre que quedaba junto a la pila de papeles.

Tras responder con un: «¡Bienvenida! ¡Ahora mismo estoy con usted!» en tono alegre, una joven apareció desde detrás del biombo con unos documentos en la mano. Iba vestida con un jersey azul marino de cuello alto y una larga falda de algodón. Llevaba el pelo muy corto y lucía brillantes pendientes en sus orejas. Chikako consideró su cálida bienvenida más propia de una peluquería de barrio que de un centro de ayuda.

—Hola —respondió Chikako con el mismo tono afectuoso—. No estoy aquí para hacer una consulta, sino para visitar a un viejo amigo. He oído que Shiro Izaki trabaja aquí.

—¿El señor Izaki? —La joven parpadeó, algo confusa, antes de esbozar una sonrisa—. Oh, se refiere al vicepresidente.

—¿El señor Izaki es el vicepresidente?

—Sí, y está con nosotros desde que la agencia abrió sus puertas. Lo llamamos capitán Shiro.

Izaki siempre había gozado de gran popularidad entre las jóvenes de la oficina cuando trabajaba como detective. No tanto por su físico, sino más bien por la integridad y la confianza que inspiraba. Obviamente, poco había cambiado.

—Me llamo Chikako Ishizu. Vengo del departamento de policía de Tokio. —Chikako le mostró su placa—. El señor Izaki y yo trabajamos juntos durante muchos años. No tengo cita, pero ¿cree que sería posible verlo?

Una expresión de cautela ensombreció repentinamente el rostro de la joven.

—Disculpe la pregunta, pero ¿tiene algo que ver con una investigación en curso?

—¿Cómo dice?

—Verá, últimamente, hemos recibido un gran número de visitas de agentes…

—Oh, se refiere a Natsuko Mita, ¿verdad? Su colaboración ha sido de gran utilidad.

—Solo pasó por aquí una vez, y estaba tan asustada, es más, diría tan aterrada que hizo caso omiso de nuestros consejos. Poco después, al cabo de tres días, de hecho, ocurrió. Estamos verdaderamente conmovidos.

—Lo siento mucho.

Natsuko Mita había tenido el valor de llamar a esa puerta, pero no el suficiente como para dar el siguiente paso. Y antes de poder recobrar la necesaria confianza en sí misma, la tragedia acabó con su vida.

—Oh, discúlpeme, le haré saber que está usted aquí. —En cuanto dijo aquello, se volvió sobre sí misma. Sin embargo, regresó apresuradamente, con una mirada inquisitoria en la cara—. Siento preguntárselo de nuevo, pero no será usted reportera, ¿verdad?

—No, no lo soy.

—Su placa policial es auténtica, ¿verdad?

Chikako se echó a reír y una vez más, abrió la cartera para mostrársela. Una sensación de alivio bañó el rostro de la chica.

—Lo siento. También nos hemos visto acosados por los periodistas. Ha sido horrible. Tanto alboroto nos dificultó mucho el trabajo. —Y como recitando un discurso de memoria, añadió—: Nos alegró poder aparecer en televisión para darle repercusión mediática a la labor que desempeñamos; no obstante, el tratamiento de la información llevado a cabo por algunas cadenas resultó negativo para nuestra imagen corporativa. Y dado que ya hemos colaborado y hecho públicos todos los datos que tenemos sobre este asunto, lo damos por zanjado y declinamos cualquier oferta de responder a más preguntas.

—Tiene sentido. —Chikako intentó aparentar seguridad, y la joven finalmente desapareció tras el biombo.

Chikako se concentró en el sonido de los teléfonos. Al aguzar el oído un instante para distinguir lo que decían las voces que atendían las llamadas, escuchó expresiones de aliento, interjecciones de aprobación, y señas sobre la localización de la agencia, todo a la vez.

—¡Chika-chan!

Un hombre bajito con traje gris emergió desde detrás del biombo. Chikako reparó en el chaleco rojo que lucía bajo la chaqueta y supo que era tejido a mano.

—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad? —Shiro Izaki recibió a Chikako con los brazos abiertos.

—¡Chika-chan, no has cambiado nada! —Izaki observaba a Chikako desde el otro lado de la mesa de una cafetería cercana. Lucía un semblante alegre mientras se servía algo de leche en su té—. Oí que poco después de que me retirara, fuiste reclutada por el departamento de policía de Tokio. Qué buena noticia.

Izaki ya no era el hombre ojeroso que se había jubilado anticipadamente. Se le veía completamente recuperado; gozaba de buena salud. Sus flácidas mejillas habían recobrado su aspecto rollizo, y parecía sinceramente contento de verla.

Chikako se relajó. Podrían hablar sin tapujos, como solían hacerlo. Cuando Izaki y su familia abandonó Tokio, cortaron la relación con todos sus conocidos, ya que temían que el marido de Kayoko pudiera dar con su paradero a través de los mismos. Le había prometido a Chikako ponerse en contacto con ella tan pronto como se sintieran a salvo, y esta siempre creyó que todos seguían en Kyushu. Le reprendió un poco por haberla descuidado tanto.

—¿Cuándo volviste a Tokio? —preguntó con dulzura Chikako, tras explicar las circunstancias que la habían llevado a dar con él.

Izaki se rascó la cabeza.

—Bueno, un año después de jubilarme.

La taza de café de Chikako se detuvo en el aire. Tenía los ojos como platos.

—¿Tan pronto? Pero llegaste a ir a Kyushu, ¿no?

—Sí. Y también encontré trabajo allí.

—¿Cómo está Kayoko?

Izaki dejó de verter leche en el té. Sacó la cucharilla y la colocó suavemente en el platillo.

Cuando la miró de nuevo, el brillo de sus ojos había desaparecido.

—Kayoko murió. Y mi nieto con ella.

Chikako dejó la taza sobre la mesa, y finalmente, se las arregló para dar voz a la pregunta que se le había quedado atascada en la garganta.

—¿Cómo ocurrió?

Izaki buscó en el bolsillo interior de su traje y sacó un paquete de cigarrillos Mild Seven. Siempre llevaba esa marca encima, aunque por lo que Chikako sabía, jamás había fumado. Se limitaba a sostener el cigarrillo, hacerlo trocitos y girarlo entre los dedos hasta esparcir todas las briznas de tabaco y quedarse con el papel vacío.

—¿Sucedió en Kyushu?

Izaki negó con la cabeza mientras jugueteaba con el pitillo.

—No, murieron aquí.

—Pero no estabais viviendo aquí, ¿o sí? —En cuanto formuló la pregunta, Chikako supo la respuesta—. Oh… ¿Sucedió donde vive la familia de su marido?

Izaki asintió, abatido.

—¿Cómo…?

Izaki le contó toda la historia. El marido de Kayoko reapareció poco después de que la familia se mudara a Kyushu. Fue una sincronización tan perfecta que daba la sensación de que el marido maltratador había calculado el tiempo exacto.

—Me quedé de piedra. ¿Cómo había logrado dar con nosotros? Aún sigo sin saberlo. Yo era detective, y había hecho todo lo posible por asegurarme de que no podría rastrearnos. Incluso me curé en salud e hice lo necesario para que los hombres que se encargaron de la mudanza supieran lo menos posible.

—Con billetes por delante es muy fácil sacarle respuestas a cualquiera —se compadeció Chikako con énfasis.

Izaki prosiguió. El marido de Kayoko se negó a firmar los papeles de divorcio. Estaba decidido a empezar de nuevo, fuera como fuese. Con ese propósito en mente, acudió diariamente a la casa. Izaki recordó que su nieto tendía su manita por la rendija de la puerta que lo separaba de su padre mientras este se desgañitaba implorando su perdón.

Chikako sintió nauseas. ¿Cómo había podido olvidar el pequeño las palizas que tanto él como su madre habían recibido? Debió de ser horrible para Izaki y Kayoko.

—Jamás verás a un hombre tan reformado como ese cabrón cuando venía a llamar a nuestra puerta. Nadie imaginaría que ese hombre pudiera ser violento. Lloviera o tronara, siempre venía. Colaba juguetes o golosinas por la rendija de la puerta y se despedía con un: «¡Hasta mañana!». Al final, se las arregló para que Kayoko accediese a cenar con él. Cuando llegué a casa del trabajo y lo encontré allí, exploté. Kayoko se echó a llorar, él a gritar… En fin, armamos un buen escándalo. Aproximadamente dos semanas más tarde, Kayoko me dijo que quería regresar a Tokio solo una vez, porque deseaba arreglar las cosas con sus suegros. Me aseguró que regresaría

»Yo le dije que los acompañaría. Sin embargo, ella me pidió que no me preocupase. De todos modos, yo tenía trabajo allí y no podía escaparme tan fácilmente. Así que el plan era que el niño y ella pasaran la noche en un hotel y en cuanto el asunto quedase zanjado, regresaran a casa. Cuando llegó la fecha fijada, el tipo vino a recogerlos. Parecía contentísimo, con el niño en sus brazos y Kayoko a su lado. Y así, se marcharon juntos a Tokio.

Tomaron un vuelo que salía temprano desde Kyushu. La madre y el niño volverían a casa del abuelo al día siguiente, por la tarde.

—Pero… Creo que sucedió pasado el mediodía. Me llamaron al trabajo. Me puse al teléfono; era un detective del distrito norte de Hachioji. De ahí eran los suegros. Aquello me atravesó como un rayo. Tuve la sensación de que caería muerto al suelo. Quise colgar antes de que el detective dijera nada. Pero no lo hice.

El agente le comunicó la pérdida de su hija Kayoko y de su nieto.

—Ese cabrón llevaba un cuchillo escondido y los apuñaló al llegar a la habitación del hotel. La limpiadora halló sus cuerpos sin vida a la mañana siguiente. Dijeron que Kayoko debía de haberse defendido con uñas y dientes, porque todo estaba lleno de sangre.

Izaki tragó saliva, con dificultad. Parecía estar eligiendo las palabras apropiadas para contárselo a Chikako. El resto las escondía en los abismos de su corazón roto.

—Ella recibió veintiséis puñaladas. El forense me dijo que primero asesinó a Kayoko. La asestó una cuchillada en el costado y, entonces, cuando cayó al suelo, se montó a horcajadas sobre ella y la apuñaló una y otra vez. Los huéspedes de la habitación de al lado oyeron llorar a mi nieto. Debió de presenciar todo lo ocurrido y sus llantos apagaron el ruido de la disputa entre sus padres. Después de eso, el bastardo le asestó dos puñaladas, una en el abdomen y otra en el cuello.

La policía emprendió la búsqueda del marido de Kayoko de inmediato. El recepcionista del turno de noche del hotel lo recordaba perfectamente. Justo después de la medianoche, había acompañado a su mujer e hijo al hotel. Kayoko pasó por recepción para coger la llave y, acto seguido, los tres subieron a la habitación. El empleado recordaba que él llevaba al pequeño en los brazos y que había dicho algo acerca de acompañarlos hasta la puerta de la habitación.

«¡Solo déjame que lo lleve en brazos hasta arriba, por favor!». Chikako pudo imaginar al infanticida escupir subterfugios por el estilo. Kayoko había emprendido el largo viaje hasta Tokio porque quería tener un gesto de sinceridad con su familia política y convencerlos de que nada podría salvar su matrimonio. Tanto daba el arrepentimiento o el importante cambio que pretendía haber experimentado su marido, Kayoko no estaba dispuesta a ser tan estúpida como para regresar a su lado. Con lo cual, abrumado por la humillación y la ira, debió de planear asesinarla en cuanto pudiera alejarla de su protector padre.

—Lo encontraron al día siguiente —continuó Izaki—. En un hotel para hombres de negocios del centro de la ciudad. Un empleado que había visto su fotografía en televisión, lo reconoció. «Estoy preparado para entregarme. Llame al director del hotel, quiero que sea él quien me lleve a comisaría.

»Según me dijeron, confesó entre lágrimas. Alegó que cuando Kayoko insistió en el divorcio y se negó a entregarle al niño, perdió las ganas de vivir. Añadió que su intención era morir con ellos.

Al parecer, lucía docenas de cortes superficiales en las muñecas.

—Propina veintiséis cuchilladas bien profundas a su mujer, ¿y él solo se hace unos arañazos? —rio Izaki con ironía. El cigarrillo que llevaba en la mano se partió por el filtro, y los trocitos se esparcieron por toda la mesa. Olía a tabaco, pero no a humo.

—Lo llevarían ante el juez, ¿verdad? —preguntó Chikako, instándolo a proseguir.

—Lo condenaron a trece años de cárcel —contestó Izaki. Entonces, su tono se alzó un poco cuando agregó—: Se convirtió en un prisionero modelo. Bueno, no por mucho tiempo.

Chikako lo miró algo desconcertada.

—Diez meses después de que lo encarcelaran, se colgó en los aseos de la prisión. Cortó una sábana en tiras y las ató para hacer una soga. Para entonces, yo ya estaba en Tokio, de modo que el día de su entierro, me acerqué a ver su tumba.

Chikako no preguntó por qué lo había hecho, y en su lugar, dijo:

—Pero… ¿Cómo es que ninguno de nosotros nos enteramos de la noticia? Ocurrió aquí, en Tokio.

—Claro, pero al tener lugar fuera del área central, el caso fue asignado a un distrito de la periferia. No conocíamos a nadie allí, y era un caso cerrado de antemano: al contar con las confesiones del principal sospechoso, jamás se creó ningún equipo de investigación. Además, en aquella época, la ciudad estaba sumida en un buen ajetreo con todo tipo de casos de gran calado, por lo que los medios apenas hablaron de la muerte de Kayoko y del pequeño.

Izaki sacudió los restos de tabaco de su dedo, y bebió su té frío.

—Perdóname por no haber contactado contigo ni con ninguno de los compañeros del distrito. No quería removerlo todo una y otra vez. Ya no era padre, ni abuelo, ni siquiera policía. Tuve la sensación de volverme invisible, un fantasma, una sombra. Me pareció más oportuno darle un giro radical a mi vida y convertirme en una persona totalmente diferente.

Con dificultad, Chikako se obligó a esbozar una sonrisa. Sentía que si ninguno de los dos sonreía pronto, no podrían ser capaces de hacerlo nunca.

—A mí no me pareces ningún fantasma —dijo con sosiego—. Al menos, tienes mejor aspecto que cuando te marchaste.

—Eso es gracias a mi nuevo trabajo.

—Sí, ya lo veo. Creo que acertaste al retomar el mismo tipo de actividades.

—¿Retomar el mismo tipo de actividades? —preguntó Izaki, con semblante serio.

—Sí. ¿Acaso no tiene tu agencia, Kanto, el mismo espíritu que la policía? Después de lo que has sufrido, sigues siendo un policía, Izaki.

—En realidad, es una gran satisfacción trabajar ahí porque somos más activistas y agresivos en nuestro trabajo que la policía —explicó con una sonrisa aunque se tratara de un comentario bastante mordaz.

—Y por eso las chicas de la oficina te llaman capitán Shiro. Sigues siendo tan popular como siempre —bromeó Chikako antes de sonreír ante un ruborizado Izaki—. ¿Alguien del cuerpo te recomendó para el puesto? —Chikako formuló aquello casualmente, pero su respuesta tardó unos segundos en llegar.

—No. Desde que me jubilé, no he tenido contacto con los compañeros, ni con los que se han retirado ni con los que siguen en activo —repuso Izaki, con desasosiego y la mirada fija en su taza vacía—. De modo que conseguí el trabajo sin la ayuda de nadie.

—Ah, ¿con que fue así? No es el tipo de trabajo que se oferta en los clasificados de los periódicos, ¿no? Pensé que quizá tuvieras algún enchufe en la policía.

—No, no, ¡qué va! Al principio, trabajaba en una agencia de seguridad, después fui trasladado a esta empresa, que es filial de la primera.

Chikako sintió una vaga sensación de inconsistencia ante la rotunda negación de Izaki. Los agentes que se jubilaban anticipadamente solían acabar trabajando en agencias de seguridad, y generalmente había una fuerte interconexión entre ambas profesiones. Confiar en esas conexiones no era ni singular ni vergonzoso. Es más, ¿por qué ese énfasis en que no estaba en contacto con nadie?

«¿Cómo llegó a entonces a enterarse de que fui trasladada al departamento de policía de Tokio?».

Izaki miraba de soslayo el reloj, al parecer, dispuesto a marcharse. Parecía comprobarlo a cada segundo que pasaba. Chikako cambió de tema para entretenerlo más tiempo.

—Me he enterado que debido al caso de Natsuko, habéis tenido algún que otro problema con la prensa.

La mirada de Izaki pareció perderse durante un breve instante. Chikako se quedó sin respiración. Sus ojos le recordaban a los de Makihara cuando recordó la muerte de su hermano pequeño. Sabía que, muy a su pesar, Izaki se había visto arrastrado por un recuerdo inoportuno; sus ojos revelaban una reacción inconsciente ante una profunda herida psicológica o tal vez a alguna sensación de culpabilidad.

Pero ¿por qué reaccionaría Izaki con tanta emoción al oír el nombre de Natsuko Mita? ¿Lo explicaría quizá el hecho de no haber podido salvarla, pese a que ella hizo el esfuerzo de acudir a hacer una consulta, a pedirle ayuda? Sin embargo, según había contado Shimizu, Izaki jamás trató directamente con ella. De ser así, su reacción no era normal.

—Fue horrible lo que le sucedió —dijo Izaki mientras recogía los pedacitos de tabaco esparcidos por la mesa—. Keiichi Asaba. Así se llamaba, ¿verdad? Ojalá pudierais atrapar a más alimañas como esa, Ishizu.

—Sí, a mí también me gustaría. Preferiblemente antes de que hicieran nada grave.

—Pero, la prevención del crimen forma parte del trabajo de la policía, ¿cierto? De hecho es la parte más complicada del oficio.

Touché. No obstante, creo que existe una línea tras la que debemos permanecer, una línea que no podemos cruzar.

Izaki alzó la mirada.

—¿Incluso si víctimas inocentes son sacrificadas? Chika-chan, ¿es eso lo que realmente piensas?

En el momento en el que Chikako se disponía a responder, sonó su teléfono móvil. Lo tomó con un gesto de enfado y comprobó la llamada entrante. Entonces, colgó.

—Tienes que hacer una llamada, ¿eh? —Era obvio que Izaki estaba ansioso por marcharse. Tomó la cuenta—. Invito yo. La próxima vez iremos a cenar o a tomar algo, ¿de acuerdo?

—Sí, claro. Eso está hecho —respondió Chikako, poniéndose de pie. Lo observó desde detrás mientras pagaba la cuenta. Parecía aliviado, como si finalmente pudiera bajar la guardia y relajarse.

—Bueno, hasta pronto —dijo Izaki a modo de despedida.

Chikako asintió y se despidió de él, consciente de que no habría ninguna invitación a cenar. Lo miró con el ceño fruncido hasta que su figura desapareció en el interior del edificio que albergaba su oficina. Entonces, sacó el teléfono y devolvió la llamada a Makihara.

—Ocurrió anoche —informó Makihara.

Chikako y él se encontraron en la estación de Odaiba. Tomaron el monorraíl de Yurikamome y ahora se dirigían a toda velocidad hasta el edificio donde vivían los Sada.

—Llamó poco antes para preguntar si les parecía bien que fuese a verlos. Desde luego, los Sada accedieron. Al parecer, él ha seguido todos sus movimientos a través de la página web, pero ahora quiere pedirles ayuda.

—¿Y qué quiere exactamente?

Pasadas las diez de la noche, Kazuki Tada, el hermano mayor de Yukie Tada, una de las colegialas asesinadas por Masaki Kogure, fue a visitar a los Sada. Se conocieron unos años antes, cuando él fue a verlos tras los homicidios de Arakawa. Pese a los esfuerzos de los Tada por seguir en contacto, le perdieron la pista y no sabían qué estaba haciendo ni cuáles eran sus planes de futuro. De repente, venía a verlos por voluntad propia.

—Quiere que lo ayuden a encontrar a alguien —dijo Makihara que tenía los ojos entrecerrados contra el azote del viento—. Una amiga suya llamada Junko Aoki. Trabajaba con él en el Toho Paper.

—¿Y por qué la busca? ¿Qué vínculo tiene ella con los asesinatos de las chicas?

—No lo sé. El señor Tada dijo que era demasiado complicado para explicarlo por teléfono, pero nos rogó que fuésemos a verlos para hablarlo cara a cara en cuanto nos fuese posible.

Como de costumbre, el apartamento de los Tada los envolvió en su ambiente cálido y acogedor nada más entrar.

—Pasen, pasen —dijo la señora Tada. La pareja estaba en casa, aguardando la llegada de los detectives. En la mesa se apilaban libros, algunos recién comprados en la librería y otros, volúmenes más gruesos, lucían la etiqueta de la biblioteca. En cuanto tomó asiento, Chikako escrutó los títulos. No podía creerlo.

Fenómenos sobrenaturales del mundo.

El mundo que desconoce.

Cómo enfocar el desconcertante reto del fenómeno paranormal.

Psique e investigación.

Capacidades psíquicas vistas desde una perspectiva científica.

Nuevos enfoques sobre capacidades sobrenaturales.

Al reparar en la expresión de Chikako, los Sada intercambiaron una mirada.

—Desconcertada, ¿verdad? —preguntó la señora Sada.

—Ambos decidimos tomarnos el día libre e ir a echar un vistazo a librerías y a la biblioteca. Hemos leído algunas cosas interesantes —explicó su marido.

Makihara también echó un vistazo a los títulos. A diferencia de su compañera, no mostró ni la más leve sorpresa. Chikako supuso que aquello no era nada nuevo para él.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Makihara.

—Bueno, primero, tome asiento, por favor. Voy a preparar café. Me atrevo a decir que necesitarán uno bien cargado para asimilar lo que vamos a contarles.

Chikako no podía esperar al café, quería leer ya esos libros. En cuanto la señora Tada se encaminó hacia la cocina, Chikako se dirigió al señor Sada.

—Si me permite —dijo, tomando el primer volumen.

Había algunas páginas marcadas, lo abrió por la primera y sus ojos se posaron en un encabezamiento en negrita: Piroquinesis.

Makihara leía por encima de su hombro, aún sin ningún cambio perceptible en su expresión a excepción de un brillo de interés que iluminaba sus ojos.

—¿Junko Aoki? —masculló Makihara en lo que parecía una pregunta y una respuesta a la vez.

—Sí, sí. ¡Eso es! —exclamó la señora Sada que regresaba con el café.

Entonces, los Sada le contaron lo sucedido. Algo increíble, en realidad, aunque ahora Chikako estaba más familiarizada con el tema que en su última visita a la pareja. Al final, agradeció el café. No le hubiese molestado que fuera un poquito más fuerte.

—Por lo visto, necesitaba desahogarse —dijo la señora Tada a modo de introducción. Fue su marido quien prosiguió con la historia.

—Tada nos dio muchísima pena y, pese a lo increíble de su relato, no pudimos hacer otra cosa sino escuchar, boquiabiertos. Estaba sentado justo ahí, llorando, con la cabeza entre las manos. Decía que ojalá no la hubiese detenido, a esa chica, Junko Aoki, cuando empezó a quemar a Masaki Kogure en el parque Hibiya. Cuando ocurrió aquello, también supuso una gran conmoción para nosotros… En fin, el caso es que Tada decía que si le hubiese permitido acabar con Masaki Kogure aquel día, quizá se hubiera podido evitar esta ola de crímenes.

—Entonces, según Kazuki Tada, ¿esa mujer llamada Junko Aoki es responsable del intento de asesinato de Masaki Kogure en el parque Hibiya, de su posterior muerte en Arakawa y de los recientes ataques perpetrados contra la banda de Asaba?

—Eso es —la pareja asintió a la vez—. Tada sabe que todo fue obra suya porque nadie más puede hacer algo semejante. Y también, el día en el que salieron a la luz los asesinatos de Arakawa, ella fue a verlo. Le dijo que había tardado en hacerlo, pero que finalmente había podido vengar la muerte de Yukie. En ese momento, los cuerpos no habían sido identificados aún, pero ella aseguró que Masaki Kogure era uno de ellos. Entonces, desapareció.

—Cuando Tada vino a verlos la primera vez, fue después del incidente de Arakawa, ¿verdad? —preguntó Chikako.

—Sí —repusieron al unísono.

—Y en ese momento, ¿no mencionó nada sobre la tal Junko Aoki?

—Nada en absoluto —dijeron, negando con las cabezas.

—¿Y por qué ahora?

En cuanto se planteó la pregunta, Makihara tomó la iniciativa de responder.

—Se siente culpable.

—¿Culpable?

—Sí, su conciencia no puede con el peso de haber dejado actuar a esa mujer.

—¿Y qué ha cambiado desde Arakawa? —preguntó Chikako, que se apresuró añadir—: Eso suponiendo que no se haya inventado una historia muy elaborada.

Makihara no pestañeó.

—No, Kazuki Tada conocía el poder de la tal Junko y lo que la piroquinesis le permitía hacer. Es un lanzallamas andante, una asesina que siempre va armada.

Chikako se percató de que Makihara había utilizado la palabra «asesina» en lugar de «homicida».

—Por mucho que le remordiera la conciencia el asesinato de Kogure, no sintió ninguna pena. Sin embargo, la última serie de incidentes ha sido diferente. La banda de Asaba no era menos despiadada o vil que la de Kogure. La diferencia es que sus crímenes no afectan directamente a Tada. Debe de haberle destrozado constatar que una vez que se alejó de Junko Aoki, esta acabó convirtiéndose en una máquina de matar.

—Pero ya han pasado diez días de los homicidios de Tayama —argumentó Chikako—. Debió de haber reconocido la firma de su amiga en cuanto los telediarios empezaron a cubrir la noticia. ¿Por qué no vino a verlos en ese momento?

—Porque no la había visto desde entonces —respondió Makihara, casi como estuviese protegiendo a Tada—. Ahora tiene su propia vida. Ha pasado mucho tiempo desde lo de Arakawa. De modo que, cuando vio las noticias sobre la fábrica de Tayama, no se puso nervioso de inmediato. Probablemente se convenció a sí mismo de que no podía tratarse de Junko Aoki, y no quiso sacar conclusiones precipitadas.

No obstante, Tada explicó al matrimonio que Junko Aoki había vuelto a aparecer unos días antes. La había visto montada en un coche, frente a su casa. No podía tratarse de un error. Él corrió tras el vehículo pero lo perdió de vista. Aquello fue suficiente para que recordara de forma nítida lo que esa mujer era capaz de hacer.

—Eso lo cambia todo. Ya no puede mentirse a sí mismo. Tenía que enfrentarse a ello.

El señor Tada, que escuchaba con los brazos cruzados, asintió con un gruñido y añadió:

—Aun así, nos dijo que pasó dos noches en vela meditando sobre si debía o no acudir a vernos. Es una historia tan disparatada que no sabía si alguien la creería. Fue una reacción en cadena: a su prometida le preocupó verlo tan triste, y finalmente prefirió actuar a inquietarla más.

—Su prometida está esperando un bebé —explicó la señora Tada.

Y fue eso lo que empujó a Tada a acudir a los Sada. Quería pedirles consejo. No se sentiría libre en su nueva vida si no intentaba convencer a Junko de que dejara de matar.

—Sabía que estaba agarrándose a un clavo ardiendo, pero vio el mensaje que colgamos en la web en el que decía que queríamos ponernos en contacto con la persona que se escondía tras el incendio de Tayama. Ya que prometíamos confidencialidad, Tada pensó que quizá Junko Aoki nos contactara.

—Y cuando la vio en ese coche, hace tres noches, y salió corriendo tras ella, ¿no se fijó en el número de la matrícula?

—No se le pasó por la cabeza en ese instante. Estaba aturdido. Aunque ahora se mortifica por ello.

—¿Tienen su dirección? —preguntó Makihara—. ¿Pueden decirme algo más de él? Me gustaría hacerle una visita y ver si puedo extraer alguna información que pueda sernos de utilidad.

—Es un buen hombre —dijo la señora Sada.

—Sí, lo es —asintió su marido—. No es del tipo de personas que se inventa cosas o engaña a los demás.

Makihara cerró de golpe su bloc de notas y se levantó. Chikako y él les pidieron que mantuvieran el mensaje de la web en el que se hacía un llamamiento al responsable del incendio de Tayama. Dicho esto, regresaron apresuradamente al ascensor.

—Parece preocupado —dijo Chikako—. ¿De verdad cree que existe esa tal Junko Aoki, que tiene poderes piroquinéticos, y que se esconde detrás de todos esos incendios?

—Sí, eso creo.

Cuando llegó el ascensor, entraron y las puertas se cerraron tras ellos.

—Lo que han contado los Sada bastaría, pero, además, tengo motivos personales para estar convencido —dijo Makihara con tono animado.

—¿Motivos personales?

Makihara miró la luz.

—No hay mucha gente por ahí con capacidades tan… particulares.

—Pues menos mal.

—Por lo que se desprende del relato de Kazuki Tada, Junko Aoki debe de tener unos veinticinco o veintiséis años.

Chikako entendió adonde quería llegar el detective antes de que terminara su frase. Se quedó sin respiración.

—Aquella niña del parque que prendió fuego a mi hermano… —dijo Makihara, con la mirada aún puesta en la luz que quedaba justo encima de él—. Suponiendo que siga viva, debe de tener la edad de Junko Aoki.

El ascensor se detuvo y Makihara se marchó a grandes zancadas, como si echase a correr hacia alguna meta hipotética. Chikako, sin perder un segundo, salió disparada tras él.