Capítulo 22
Más que un gesto de generosidad, le pareció un indecente derroche de dinero.
—No puedo creerlo. ¿Acaso vas a comprar todo lo que hay en la tienda?
—Por supuesto que no. No es muy chic llevarse tantas cosas de una sola vez. Venga, cállate un segundo para que pueda decidir el conjunto que mejor te sienta.
Koichi había insistido en comprar una camisa nueva porque la que llevaba estaba empapada e iba incómodo con ella. Sin embargo, la llevó a una tienda de ropa femenina que quedaba cerca del hotel. El nombre de la tienda era italiano, y los precios tan exclusivos como los diseños.
La elegante propietaria de la tienda apareció ataviada con uno de esos trajes de colores vivos. Le quedaba como un guante. Cuando vio a Koichi, esbozó una sonrisa de oreja a oreja y se apresuró hacia él para darle la bienvenida. Koichi estaba detrás de Junko. Le puso las manos sobre los hombros, con una fingida expresión de desesperación.
—¿Puedes hacer algo con ella?
La propietaria estaba encantada de encargarse de todo. Junko intentó oponerse, pero ya era demasiado tarde. De improviso, la empujaron hacia el interior de un probador y la dejaron en ropa interior. Le fueron trayendo una prenda tras otra para que se las probara: trajes, vestidos, pantalones y jerséis. En cuanto se ponía algo, la propietaria la sacaba del probador para que Koichi pudiera ver su reflejo en el espejo de cuerpo entero. Acto seguido, la acuciaba de nuevo a entrar para que siguiera probándose prendas.
—Mire, no puedo permitirme ninguna de estas prendas. ¡Esto no tiene sentido!
La propietaria respondía a la protesta de Junko con sonrisas.
—No se inquiete. El señor Kido lo pagará todo.
—¡Pero yo no quiero que haga algo así!
—A él le encanta hacer regalos a sus amigas. No tiene de qué preocuparse. Además, un cambio de vestuario la hará parecer mucho más atractiva. Es una pena que alguien que posee semejante belleza natural no sepa explotarla.
Tras elegir todo un surtido de prendas, Koichi y ella siguieron discutiendo y opinando sobre cómo vestir a Junko antes de salir de la tienda. Finalmente, eligieron un jersey de un precioso azul marino y unos pantalones ajustados que pronunciaban sus curvas. Las botas de Junko, con las plantas desgastadas, desaparecieron y fueron sustituidas por un par de botas de tacón de un suave ante. Sin transición alguna, la propietaria prosiguió con el pelo de su efímera modelo, el cual no había cortado desde hacía una buena temporada. Le hizo una trenza y le colocó un sombrero del mismo tono que el jersey.
—No lo incline demasiado. ¡Así! Está preciosa.
—No está mal —dijo Koichi, frotándose la barbilla, cual hombre que supervisa la puesta a punto de su coche favorito—. ¿Qué tal un poco de maquillaje?
—Espere un momento… —La propietaria se dirigió apresurada hacia la trastienda.
Junko esperó a que desapareciese para volverse hacia Koichi.
—¿Qué crees que estás haciendo? —siseó.
—Estás genial —sonrió este, impasible.
—¡No soy un maniquí!
—¿No quieres estar guapa cuando veas a Kazuki Tada? ¿No quieres que, aunque sea por un segundo, se arrepienta de haberte dejado marchar?
Junko quería propinarle un puñetazo pero, en ese preciso instante, la propietaria regresó con un lápiz de labios rosa.
—Esto es lo que mejor le va a su tono de piel. ¡Perfecto! —exclamó cuando dio un paso hacia atrás para observar su obra.
Koichi hizo una reverencia exagerada y dijo:
—Bueno, ¿nos ponemos en marcha?
En el aparcamiento del hotel, Junko gruñó cuando se abrochó el cinturón de seguridad.
—No creas que voy a olvidar esto.
Koichi soltó una carcajada.
—Mira, te lo pido de rodillas, no vayas a quemar la tienda. La propietaria se encarga personalmente de la importación de modelos, y la gran mayoría no puede comprarse en ninguna otra parte de Japón.
—Eres de lo que no hay, ¿lo sabías?
—Pero ¿de qué hablas? —Se volvió hacia ella, sorprendido—. Ahora se te ve mucho mejor.
—Empujar a una persona a hacer algo parecido…
—Sí, pero es así como me gano la vida, ¿recuerdas?
Junko aguantó la respiración y mantuvo la boca cerrada. Koichi daba marcha atrás en el estrecho espacio del aparcamiento y tenía la mirada puesta en el retrovisor.
«Yo quemo personas, y él las mueve como si fueran soldaditos de plomo», pensó Junko.
Había esperado que el coche de Koichi fuera un llamativo modelo de importación, pero era un práctico todoterreno. A juzgar por las pequeñas manchas de óxido que lucía la carrocería, lo tenía desde hacía tiempo. Las ruedas eran bastante más grandes de lo normal, y daba la impresión de que se levantaban muy por encima del resto de conductores.
—Apuesto a que no esperabas que condujese una tartana como esta —bromeó Koichi mientras salían del aparcamiento.
—No es una chatarra aunque tampoco es tu estilo.
—Tienes razón, pero es lo mejor para conducir por carreteras de montaña, incluso por la nieve. Cuando no estoy trabajando, me voy de la ciudad, así que mi coche ha de ser práctico.
—¿Tienes casa en algún otro sitio?
—Bueno, más de una. De hecho, cuando te llamé el otro día lo hice desde el lago Kawaguchi. Ya se está bajo cero por allí, y todo está congelado: el lago, las carreteras…
El tráfico era muy denso. Estaban metidos en un cuello de botella. El coche avanzaba y se detenía, avanzaba y se detenía. La pila de bolsas de la tienda crujía en el asiento de atrás.
—¿En qué parte de Shibuya dices que vive Kazuki Tada?
—En Sangubashi —contestó Koichi brevemente.
—¿Con una mujer, cierto?
—Llevan viviendo juntos una temporada.
—¿Y son pareja?
—Bueno, no puede tratarse ni de su madre ni de su hermana pequeña porque ambas están muertas.
—No tiene gracia.
Tal vez Koichi se percatara del cambio de tono en la voz de Junko, porque se disculpó de inmediato.
—Lo siento.
Guardaron silencio un momento, atrapados en el atasco.
—Su hermana pequeña se llamaba Yukie —dijo Junko—. Y era una niña preciosa.
—¿Viste alguna foto?
—Sí, le pedí a Tada que me la mostrara.
Había visto varias, pero la que recordaba con más claridad era la tomada en el patio de la guardería. Yukie iba disfrazada y estaba bailando. Sus pequeñas manos quedaban extendidas cual hojas de arce japonesas, y tenía la cabeza enhiesta mientras cantaba algo.
—¿Tienes hermanas pequeñas? —preguntó Junko.
—No.
—Pues para un hermano mayor, el amor por una hermanita ha de ser muy especial y distinto del amor que puede sentirse por una amante o una pareja.
—Probablemente tengas razón.
Permanecieron callados al menos diez minutos. El tráfico empezó a descongestionarse y se hizo más fluido de repente.
Frente al asiento en el que se acomodaba Junko, colgaba un payaso con cara graciosa que llevaba un traje de lunares y un sombrero rojo.
Había una abeja en su enorme nariz redonda, y este la observaba con los ojos torcidos.
Con la mirada rezagada en el payaso bailarín, Junko dijo en voz baja:
—No lo entiendo. —Koichi no respondió, pero la miró—. Quise preguntarles… Antes de asesinarlos les pregunté: «¿Por qué habéis hecho algo tan horrible a Yukie? ¿Cómo habéis podido ser tan crueles? ¿Olvidasteis acaso que era un ser humano, como vosotros?».
—¿Y qué te dijeron? —preguntó con suavidad Koichi.
—No respondían. —Junko negó lentamente con la cabeza—. Solo me rogaban que no les matase.
—¿Ninguno dijo nada?
—Ninguno. —Junko lo miró—. Aunque ahora que lo pienso, Masaki Kogure se comportó de otro modo.
—¿Qué dijo?
—Me preguntó: «¿Y a ti qué te importa? ¿Qué tiene eso que ver contigo? Ya ni siquiera me acuerdo de lo que pasó». Y por la expresión de su cara, supe que estaba diciendo la verdad.
»Fue como acercarse a un hombre que aguarda en la parada del autobús para regresar a casa después de un día de trabajo y decirle: «Disculpe, pero esta mañana cuando se subió al autobús, pisó una hormiga». «No me diga. No tenía ni idea. ¿Y quién la ha nombrado a usted portavoz de las hormigas?».
—Rogando por sus vidas —masculló Koichi, con las manos aún en el volante—. Nunca me ha pasado nada parecido. Yo siempre oigo gritos. Un montón de gritos.
—¿Gritos?
—Sí. Gritos del tipo: «¿Qué me está pasando?». Creo que ocurrió hace unos dos años. Había un tipo al que empujé hacia una máquina, una trituradora. Estaba encendida, y las cuchillas giraban sin parar. Era un violador. Procedía con suma cautela, por lo que llevaba años cometiendo crímenes sin ser molestado por la justicia. De modo que no me supuso ningún inconveniente hacer lo que hice.
Junko enmudeció y observó su perfil.
—Estaba bajo mi control absoluto. Avanzaba hacia la trituradora, acercándose con tranquilidad, como si se dirigiese al cuarto de baño.
Yo seguí empujándolo hasta que pasó la barrera de seguridad. Bajo él, las cuchillas de la trituradora seguían girando, así que le di otro empujón. Dio un paso hacia adelante y quedó en el borde. Entonces, hice que girara unos cuarenta y cinco grados. Y en ese momento, lo dejé. Me retiré. Era la primera vez que lo hacía.
Koichi se aclaró la garganta.
—El tipo volvió en sí, pero no pudo mantener el equilibrio. Gritó como un poseso cuando cayó. Y sus gritos siguieron oyéndose diez segundos más mientras la cuchilla lo despedazaba.
—¿Qué decía?
—Sus palabras eran bastante incoherentes, pero parecía estar desconcertado. «¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando?». Desde ese momento, cuando tengo que empujarlos hacia el final, lo dejo unos segundos antes para poder escuchar lo que dicen cuando saben que van a morir. Como tú, quiero saber lo que piensan.
—¿Y alguna vez has conseguido respuestas?
—Me di cuenta de que lo único que hacían era formular preguntas: «¿Por qué yo?» —sonrió Koichi—. Se olvidaban de lo que habían hecho para merecer ese castigo.
—Entonces, ¿no muestran remordimientos, ninguna sensación de culpabilidad? ¿No se odian por lo que han hecho?
—No —dijo a modo de conclusión—. Así que al final decidí que pertenecían a una única categoría de seres humanos: los que no tienen conciencia. Sin embargo, también existen otras categorías; míranos, nosotros somos sus antítesis.
Koichi echó un vistazo al payaso bailarín.
—Apuesto a que te extraña ver algo así en mi coche. Lo encontré en una tienda de artesanía local en las montañas de Tateshina. Fuimos allí a esquiar cuando había mucha nieve, y lo compré de camino a casa. Mis amigos se mofaron de mí. «¿Por qué compras una cosa así en un lugar como este?». Pero para mí tiene un significado especial. Tenía un trabajo que hacer mientras estaba allí, y lo compré una vez hube acabado.
—¿Quién era el objetivo?
—Una mujer que disfrutaba de una plácida vida en un complejo turístico. Llevaba años estafando a la gente. Era bastante anciana y llevaba algún tiempo retirada, pero la verdad es que acumulaba más crímenes que arrugas en la cara. Tal vez me quede corto. Cuando le dije por qué estaba allí, intentó engatusarme con todo tipo de artimañas. Mi objetivo original no era ejecutarla, sino simplemente subyugar su mente envilecida. Por eso mismo me encargaron…
—¿Qué pasó?
—Quién sabe. Aún sigue desaparecida.
Junko tendió la mano para detener el balanceo del payaso que seguía bailando con la gran abeja en la nariz.
—Cuando una abeja parece estar a punto de picarte, lo normal es espantarla o matarla, ¿no? Es la respuesta natural —explicó Koichi—. Si no haces nada, es cuestión de tiempo hasta que te clave su aguijón. Alguien que se apiada del bicho y deja que se quede en su nariz no es más listo que un payaso.
Junko soltó el juguete. Este quedó a merced de la cuerda de plástico que lo sujetaba y se agitó como si intentara deshacerse desesperadamente del bicho.
Koichi tenía razón. «Si algo venenoso está a punto de picarte, debes acabar con él en el acto, ya sea humano o insecto».
—Llegaremos dentro de unos diez minutos.
Koichi anunció esto con tono tan animado que Junko se quedó pensativa.
«Entiendo lo que dices. Creo que tienes razón. Pero empiezo a perder confianza en mí misma. Quizá se deba a que he cometido demasiados asesinatos en muy poco tiempo. Quizá se deba a que el olor a sangre se me ha filtrado por los poros de la piel».
«¿Realmente somos tú y yo los antítesis de esa horrible variedad de seres humanos? ¿O nos parecemos a ellos más de lo que pensamos?».
Kazuki Tada vivía en un nuevo complejo de casas adosadas. Desde fuera casi parecían casas de muñecas con un diseño que pretendía atraer a jóvenes mujeres y parejas de recién casados. Koichi conducía muy lentamente para que Junko pudiera ver por la ventanilla del coche los nombres en las placas que colgaban de las puertas de las viviendas. Ella se desabrochó el cinturón para inclinarse hacia adelante y ver mejor.
El nombre de Kazuki Tada se encontraba en la tercera planta del segundo edificio. Junto al apellido de alguien más, el de una mujer: Miki Tanigawa.
—Al parecer, ella vivía aquí primero. Él se instaló después con ella, no al revés.
—¿Cómo sabes tantas cosas? ¿Los Guardianes los han estado vigilando todo este tiempo?
—Pues sí.
—¿Por qué?
—Es obvio, ¿no? Existía la posibilidad de que te pusieses en contacto con él. Tras el ajusticiamiento fallido de Masaki Kogure en el parque Hibiya, Tada y tú seguisteis con vuestras vidas por separado. Pero sabíamos que, algún día, uno de vosotros intentaría contactar con el otro. Y como ya te he dicho, se te da muy bien desaparecer. Él era la única pista viable de la que disponíamos para llegar hasta ti.
—Fui a verlo una vez —dijo Junko, sin apartar la mirada del nombre de la placa—. Aún vivía en aquel viejo apartamento.
La entrada de la casa de Tada estaba despejada. El periódico de la tarde descansaba en la rendija del correo de la puerta blanca. No había luces encendidas, ni dentro ni fuera, pero Junko pudo distinguir el motivo floreado de las cortinas de encaje que colgaban tras el enrejado de una ventana que quedaba a media altura, justo al lado de la puerta. Cuando vivía solo, Tada no tenía cortinas como esas. Junko se preguntó si todavía luciría la fotografía de su hermanita en casa de esa mujer.
—¿Por qué fuiste a verlo?
—Ocurrió después de que me deshiciera de Kogure en Arakawa.
—O sea que fuiste a comunicárselo, ¿verdad? ¿A decirle que te habías vengado? —Koichi pisó el acelerador—. Parece que aún no han llegado. Demos una vuelta a la manzana para hacer tiempo.
Según el reloj del salpicadero, eran las siete y media. Koichi pareció leerle la mente y, por tanto, pudo contestar a preguntas que Junko no había formulado en voz alta.
—Ambos trabajan.
—Tada aún trabaja en Toho Paper, ¿verdad?
—No, dejó el puesto poco después de las ejecuciones que llevaste a cabo en Arakawa. Ahora está en el departamento de contabilidad de una pequeña agencia de publicidad en Shinjuku.
—Me pregunto por qué lo dejaría.
—Quién sabe. Quizá estaba algo conmocionado con la idea de que hubieses asesinado a Masaki Kogure y los demás.
—Pero ¿por qué dejar el trabajo?
—No la pagues conmigo. Al parecer, perdió el norte durante una buena temporada. Quizá la muerte de su madre lo empeorase todo.
Rodearon la manzana muy despacio y conforme regresaban a la casa, pudieron distinguir dos figuras que caminaban juntos en su dirección. Koichi aspiró una bocanada de aire.
—Ahí están —murmuró.
Junko se fijó en ellos. Ya podía distinguir sus ropas y la expresión de sus caras. Se acercaban cada vez más, de modo que Koichi apagó el motor y las luces del coche.
Ninguno de los dos pareció percatarse de la presencia de ese vehículo desconocido aparcado frente a su edificio. Estaban sumidos en su conversación, y no miraron a su alrededor mientras recorrían el camino a casa.
En apariencia, Kazuki Tada parecía el mismo. Llevaba un corte de pelo idéntico y su modo de andar era fácilmente distinguible. Incluso Junko reconoció el abrigo blanco que cubría su traje. En una mano llevaba el maletín, y en la otra una bolsa de supermercado bien llena. Pudo distinguir algo verde asomando por la bolsa. Parecía un hombre de familia en toda regla.
Estaba sonriendo, y su sonrisa también era la misma que Junko recordaba. «Aunque conmigo no sonreía mucho», pensó distraídamente.
Hacía mucho frío. La mujer llevaba un grueso abrigo de lana y unas botas. Al pasar junto a una farola se volvió ligeramente, riendo ante algo que Tada había dicho. Fue entonces cuando Junko se dio cuenta, la mujer estaba embarazada.
En ese momento sintió que algo en su interior se hacía añicos, como una capa de hielo que cubre la superficie de un lago en invierno, frágil y transparente, a través de la cual se pueden ver los peces.
—Parece que está esperando un bebé —dijo Junko en un hilo de voz—. Lo sabías, ¿verdad?
—Sí —admitió Koichi—. Pero no encontraba el modo de decírtelo.
Las palabras se arremolinaban en su garganta y se empujaban las unas a las otras por ser las primeras en salir. Se quedó sentada mirando al frente, y dejó que la batalla siguiese su curso natural.
—Idiota —masculló tras una breve pausa.
Koichi prefirió guardar silencio en lugar de formular la pregunta más idiota aún de a quién se estaba refiriendo Junko con aquello.
Kazuki Tada y su novia ya habían alcanzado el umbral de la puerta. Al fijarse con más atención, Junko vio que Tada también le sujetaba el bolso mientras esta buscaba las llaves. Extrajo el periódico de la ranura del correo cuando abrió la puerta. Desaparecieron en el interior de la casa, y una luz manó desde la ventana.
—¿Cuándo crees que nacerá el bebé? —preguntó Koichi en voz baja.
—No lo sé… Pero no parece que le quede mucho, ¿verdad?
—Supongo que será en primavera. Y puesto que él es un tipo serio, probablemente se casen antes del nacimiento.
—Eso es genial —aseveró Junko. Las palabras fluían de sus labios de modo natural—. Parecen muy felices. Me alegro por él.
Koichi aún no había encendido el coche, y se quedaron allí sentados, en la oscuridad. Apenas podía distinguir el perfil de su acompañante con la luz que se filtraba por la ventanilla.
—Tú le has regalado su felicidad —afirmó este, aún mirando hacia adelante—. Tada te dijo que no ejecutaras a Masaki Kogure. Llegó incluso a intervenir para que no lo hicieras. Sin embargo, dudo que la razón por la que está sonriendo y riendo como lo hace ahora se deba a que haya pasado mucho tiempo, sino a que tú borraste a Masaki Kogure de la faz de la tierra y vengaste la horrible muerte de Yukie. En cierto modo, el hilo de su vida quedó cortado en un momento dado. Pero tú lo remendaste. Lo ayudaste a retomar el camino.
Koichi giró la llave con energía y encendió el motor. Junko permaneció inmóvil, en silencio. Quería echarse a llorar, pero sus ojos, secos, estaban huérfanos de lágrimas. La tristeza no lograba subyugar a la soledad.
Koichi se puso a tararear una canción sin armonía.
—«No somos más que un par de bomberos solitarios. Rescatas a una preciosa doncella de un edificio en llamas y te dice: ¡Te debo la vida!… Y entonces, su media naranja aparece corriendo, y entre lágrimas y abrazos, se marchan juntos. Y tú… regresas solo a casa. No hay fuego encendido en la cocina. Envuelto por la oscuridad, reparas en tu gatito que se acerca maullando por comida».
—¿Qué es eso? ¿Eres consciente de que no tienes oído musical? —Junko soltó una risilla.
—Sí, lo sé.
El coche se puso en marcha, y el motor emitió un rugido. Justo en ese momento, Junko, que miraba distraída a la ventana de la casa, vio que Tada descorría las cortinas y asomaba el rostro.
Probablemente no estuviera mirando por ninguna razón, quizá solo hubiese oído el sonido del motor frente a su casa. Sin embargo, en la distancia, más allá de los cristales y el espacio que los separaba, los ojos de Tada se posaron en los de Junko.
Quizá el destello en los ojos de ella fuera la luz que iluminara las reminiscencias de Tada y de haber apartado la mirada, tal vez no la hubiese reconocido. ¿O sí? Sea como fuere, Tada esbozó una mueca de sorpresa, y Junko pudo ver que sus labios se movían cuando el coche se apartó del bordillo de la acera.
Junko miró hacia atrás. Tenía la sensación de que su corazón era arrastrado hacia esa ventana que se alejaba poco a poco. De súbito, la puerta del edificio se abrió de par en par, y Kazuki Tada echó a correr, con los pies descalzos. Gritó algo, y empezó a perseguirlos. El ruido del motor ahogaba sus palabras. Cuando Junko lo vio por el retrovisor, tuvo la sensación de estar presenciando la carrera del protagonista de alguna película muda. Les hacía gestos con las manos y corría tras ellos bajo las tinieblas. Junko, espectadora exclusiva, se aferró al asiento mientras contemplaba la escena.
Frente a ellos, apareció un paso a nivel. La luz roja destellaba y la señal de alarma repicaba. La barrera negra y amarilla inició su descenso, bloqueándoles el camino.
Koichi pisó a fondo el acelerador. Junko pudo oír el sonido de la barrera rozando la parte trasera del coche cuando atravesaron las vías, dando tumbos.
Junko aún se giraba sobre su asiento, mirando hacia atrás. Tada se detuvo al otro lado de las vías, incapaz de proseguir su carrera. Estaba gritando algo, quizá el nombre de Junko. Entonces, apareció el tren, borrando a su paso la presencia de Tada. El rugido retumbó en los oídos de Junko.
Llegaron a un semáforo que estaba a punto de ponerse en rojo. El coche se detuvo ante el paso de peatones.
Con la mirada aún al frente, Koichi dijo:
—No podía detenerme ahí.
Junko también volvió la cara al frente. Se abrochó el cinturón de seguridad, emitiendo un clic metálico.
—Idiota —repitió brevemente. Y una vez más, Koichi no quiso preguntar a quién se refería.
Koichi aparcó frente al apartamento de Junko en Tayama, y empezó a sacar las bolsas de la compra que estaban apiladas en el asiento trasero.
—No —espetó ella—. ¿No te he dicho ya que no tengo por qué aceptar regalos tuyos?
Koichi señaló el jersey que Junko llevaba.
—Bueno, ¿y qué me dices de eso?
—Lo lavaré y te lo devolveré.
Le dio la espalda y se dirigió hacia la escalera.
—Espera un momento —gritó el chico—. Olvidas esto…
Junko se volvió para decir que no había olvidado nada cuando un abrigo de ante negro cayó sobre ella. Lo atrapó en un acto reflejo. Aún llevaba puesta la etiqueta.
—Te llamaré mañana —dijo Koichi, antes de meterse de nuevo en el coche y cerrar la puerta. Junko se quedó allí plantada, observando el vehículo alejarse. Aunque no tuviese motivo para hacerlo, no se marchó hasta verlo girar la esquina y desaparecer.
A la mañana siguiente, poco después de las diez, la despertó el timbre de casa. Abrió la puerta a un repartidor que cargaba con la pila de bolsas de la tienda.
—Entrega para Junko Aoki —dijo mientras la ayudaba a meter las bolsas en el apartamento.
—Idiota —masculló y sonrió muy a su pesar. El repartidor parecía algo desconcertado.
Comprobó el remitente en el resguardo donde figuraba la dirección y el número de teléfono de Koichi Kido. Vivía en Yoyogi, en lo que debía de ser todo un rascacielos. El número de su apartamento era el 3002.
Apiló las bolsas en un rincón y, después, marcó el número de teléfono. Escuchó siete tonos hasta que Koichi respondió. Su voz sonaba algo soñolienta y Junko se acordó que Koichi había tenido que cumplir una misión de madrugada.
—Buenos días —dijo—. Me gustaría unirme a vuestra organización.