Capítulo 32

Era Nochebuena. Junko Aoki pasó casi toda la mañana con la cabeza bajo las sábanas. Cuando se despertó, eran las diez pasadas. Intentó levantarse, pero Koichi la arrastró hacia la cama, y pasaron lo que quedaba de la mañana abrazados.

—Me muero de hambre —dijo finalmente Koichi. El reloj casi marcaba el mediodía.

—Bueno, yo ya he intentado levantarme una vez —repuso Junko.

—A mí no me parece que hayas descansado suficiente.

—¡Vergüenza debería darte! —Junko le dio con la almohada en la cabeza, y se escurrió de la cama para que este no pudiera alcanzarla. Koichi se echó a reír.

En el exterior, el suelo quedaba cubierto de nieve. Koichi sugirió salir a dar un paseo y almorzar fuera, pero a Junko no le apetecía salir de casa aún. Tenía que regresar al apartamento para cambiarse de ropa antes de la misión que los aguardaba esa noche, y quería retrasar todo lo posible el momento de abandonar el acogedor ambiente de la habitación donde se encontraba.

Prepararon la comida con lo poco que quedaba en el frigorífico. Resultaba que Koichi no iba al restaurante todos los días, y su cocina estaba bien equipada.

—Me gusta cocinar —reconoció—. Mañana te haré una comida en toda regla.

Junko dijo que quería pasar por casa antes de que cayera la noche, pero Koichi se opuso.

—No tienes por qué marcharte. No te vayas.

—No tengo ropa.

—Bueno, pues vayamos a comprarla.

—Qué derrochador. —Junko le dio un golpecito en la nariz, en un gesto juguetón—. No tienes que ir tirando el dinero porque seas un niño rico.

Koichi se apresuró a rodear la mesa, la cogió de la mano y tiró de ella hacia sí.

—No quiero que te vayas. Quédate conmigo todo el día, solo hoy.

—Volveré en seguida. Nos quedaremos en tu casa del lago en cuanto tengamos a Kaori, ¿no?

—Lo sé, pero tengo la impresión de que si vuelves a tu apartamento, te olvidarás de lo que ha pasado esta noche. El hechizo se romperá, te despertarás, y otra vez estaremos en el punto de partida.

Junko sintió que el corazón le daba un vuelco. Se lanzó a los brazos de Koichi y le rodeó el cuello con las manos.

—Eso no va a pasar —aseguró con dulzura.

—Sí que pasará —rebatió este, negando con la cabeza—. Así que no te vayas. Quédate conmigo.

Junko abrió la boca para decir algo, pero Koichi se la cubrió con sus propios labios. Ella cerró los ojos y se dejó llevar por el placer del beso. Sin embargo, distinguió el peligroso sabor del miedo, el miedo a estar solo y el deseo de tener a alguien cerca. «Está asustado», se dio cuenta Junko. La noche anterior, Koichi reaccionó con asombro cuando Junko accedió a acompañarlo a casa. Quizá le pillase desprevenido porque ella lo sugirió con demasiada prontitud.

Debió de pensar, al menos por un segundo, que le había dado un «empujón» sin darse cuenta. Junko poseía el poder de bloquear ese «empujón» y, lógicamente, él ya lo sabía. Sin embargo, seguía teniendo miedo. Desprendía el tipo de ansiedad que solo experimenta alguien que puede someter con su poder a cualquiera. Tenía que vivir con la inseguridad de preguntarse constantemente si la gente que lo rodeaba actuaba por voluntad propia o porque él lo provocaba.

—De acuerdo —claudicó Junko—. Me quedaré aquí. Podemos ir a trabajar juntos.

Koichi la abrazó con fuerza, y Junko le devolvió el afectuoso gesto. Sabía que no podía tranquilizar sus miedos valiéndose de palabras. Necesitaban respirar el mismo aire, ver las mismas cosas e incluso reír o enfadarse a la vez. Nada más que estar juntos.

Y, por suerte, eso era exactamente lo que Junko necesitaba.

—Voy a lavar los platos —dijo Junko, levantándose de un salto—. Me he dado cuenta de que Visión no deja de mirar tu regazo. No me apetece pelear con ella, de modo que le cedo el territorio. Pero solo un momento.

Recogieron y decidieron ir de compras a pie para disfrutar de la nieve. Expulsaban bocanadas de aire blanco y se agarraban para evitar resbalar conforme avanzaban. Ninguno de los dos tenía frío.

Fueron hasta la salida sur de la estación de Shinjuku y compraron toallas, ropa interior, productos de cosmética y otras cosas para Junko. Llevaban tantas bolsas que tomaron un taxi para regresar a casa.

El Capitán aguardaba la llegada de los jóvenes frente al edificio. Hoy parecía alguien completamente distinto. Tenía la cara pálida, ojerosa y marcada por arrugas de preocupación. Su inquietud se le reflejaba en la mirada.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por qué no habéis cogido el teléfono móvil? Tenemos una emergencia.

Koichi miró a Junko mientras se acercaban a la entrada y empezaba a disculparse.

—Lo siento. Solo hemos estado una hora fuera. No pensé que pasara nada. Entremos y hablemos.

—Así que, ¿estabais juntos? —preguntó el Capitán a Koichi, sin apartar la mirada de Junko. Durante un instante, sus ojos se rezagaron en ella del modo que solo un hombre puede hacerlo. Ella se cruzó de brazos, como protegiéndose, y apartó la mirada.

—Te ahorrarás mucho tiempo si hablas con los dos a la vez, ¿no? —dijo Koichi con frialdad.

Junko lo siguió, y cuando atravesaron la entrada despejada del bloque de apartamentos, reparó en algo esparcido en el suelo. Hojas de tabaco. Un cigarrillo hecho trizas. Al alzar la vista, vio que el Capitán tenía otro pedacito en la mano y se disponía a desmenuzarlo.

«Qué manía tan extraña».

De repente, recordó haber visto algo parecido antes. ¿Dónde? Si se hubiese tratado de ceniza no le habría llamado la atención lo más mínimo.

—¿Qué te ha dado? Vamos. —Koichi le rodeó los hombros con el brazo y la arrastró consigo.

En cuanto entraron en el apartamento, el Capitán comunicó la razón de su visita.

—La misión de esta noche ha sido pospuesta.

—¿Por qué?

—Es el ama de llaves, Fusako Eguchi.

—La misma que habló con el tal detective Makihara, ¿cierto?

—No sé qué le diría, pero ha empezado a tomar fotos de cualquiera que se acerca a la familia Kurata.

Junko había empezado a quitarse el abrigo, pero la noticia la dejó paralizada.

—¿Cómo lo hace?

—¿No reparó en ese extraño collar que llevaba? Pues resulta que es una cámara. Aquella noche, debió de fotografiar a los clientes del restaurante. No hay modo de averiguar si nosotros tres aparecemos en una de esas fotografías.

—¿Y qué más da? —preguntó Junko.

—No sería lo ideal. —Koichi, inquieto, negó con la cabeza.

—¿Por qué?

—No debemos dejar ningún rastro, así que imagina lo que puede suponer una fotografía. Da igual que la posibilidad sea mínima, tenemos que proceder con suma cautela. Estás seguro de lo que dices, ¿Capitán?

—Sí, lo he corroborado. Ha llevado a revelar algunos carretes y también la vi colocar uno nuevo en la cámara. Estoy seguro de que pensaba que nadie la observaba, pero la vi tomando algunas fotos de prueba.

—¿Ha estado vigilando a la familia Kurata todo el día? —preguntó Junko.

—Eso es —asintió el Capitán. Por alguna razón lucía una mirada servicial en su rostro—. Yo no soy como vosotros dos. No tengo ningún poder especial. La vigilancia es lo mejor que sabe hacer un antiguo detective como yo. Ocupo el escalón más bajo de la organización.

Durante un instante, un destello de rabia apareció en los ojos de Koichi. Sin embargo, en cuanto Junko se percató de ello, la sensación ya había desaparecido.

—No hables así, Capitán —dijo Koichi, sonriendo de nuevo. Le dio una ligera palmada en el hombro.

—Así que, ¿fue policía? —inquirió Junko.

—Eso es —repuso el Capitán, apartando la mirada—. Fui detective, pero estoy jubilado.

—De acuerdo, entendemos la situación. —Koichi desvió la conversación—. Tendremos que hacerlo otro día. No hay por qué disgustarse, ese tipo de cosas suele suceder.

—Pero ¿crees que Kaori estará bien? —Junko no podía evitar inquietarse por la niña—. ¿No dijiste que su madre estaba considerando matarla y suicidarse después?

Koichi le lanzó una sonrisa cargada de confianza.

—Es Navidad. Y pronto llegará el Año Nuevo. Es la época más feliz para los niños. Dudo que ninguna madre asesine a su propio hijo en esta fecha, por muy desesperada que esté. De todas formas, el plan me pareció demasiado precipitado desde el principio. Esperemos hasta después de las vacaciones.

—Kurata se está impacientando —masculló el Capitán, resentido—. Dice que será más fácil hacerse con la niña mientras esté en el hotel.

—Mira, podemos hacerlo después.

El capitán murmuró algo, aún con la cabeza gacha.

—¿Qué pasa?

—Esa mujer… Quizás se trate de una agente con la que solía trabajar.

Junko y Koichi intercambiaron una mirada.

—¿Quién?

El Capitán tragó saliva con fuerza.

—Esa mujer que estuvo con Makihara y el ama de llaves. ¿Recordáis que nos planteamos que fuese una amiga de Fusako? Pues bien, no lo creo.

—Entonces, ¿también es de la policía?

—He hablado con el supervisor de la misión esta mañana, y visto el modo en el que Makihara y ella hablaban, deduce que quizá sea policía. En realidad, según la descripción que me ha dado, puede tratarse de la persona con la que trabajé en el pasado.

El Capitán se secó la boca con la mano, y las briznas de tabaco se le adhirieron a los labios.

—De hecho, nuestros caminos volvieron a cruzarse hace poco.

—¿La has visto? —Koichi enarcó ambas cejas.

—Vino a verme al trabajo. Pensé que solo quería saludar a un viejo amigo, pero…

Koichi se mordió el labio inferior. Entre los dos hombres, Junko tuvo la sensación de que sus mentes rebosaban de pensamientos y decepción y, de repente, se sintió abrumada por una vaga sensación de inquietud que la hizo arroparse de nuevo bajo sus propios brazos.

—No pierdas la calma —dijo Koichi—. Ya sabes que eso no trae nada bueno.

El Capitán no articuló palabra. Sus dedos, aún con trocitos de tabaco pegados, temblaban.

—Te acompañaré abajo. Deberías ir a casa y descansar un poco. —Dicho esto, ambos se encaminaron hacia el ascensor. El Capitán se retiraba con los hombros hundidos. Junko empezó a vaciar las bolsas de la compra.

Koichi no regresó pasados diez minutos. Ni tampoco veinte. Ella cortó las etiquetas de la toalla y la ropa nueva, y las plegó cuidadosamente. Enjuagó los palillos y el cuenco que Koichi le había regalado y los puso a secar. Koichi no había regresado aún.

Contempló la idea de bajar a buscarlo, pero no podía marcharse y dejar la puerta abierta. Koichi finalmente apareció mientras Junko decidía qué hacer.

—Habéis tardado mucho en deciros adiós —comentó.

—La despedida es tan amarga —sonrió Koichi—. Hagamos las maletas.

—¿Qué?

—Iremos nosotros solos. —Koichi giró las llaves en su dedo con exuberancia—. Ya no tenemos que trabajar, y el telediario dice que el tráfico se ha reanudado en la autopista de Chuo. Llegaremos en seguida. Podemos quedarnos allí hasta Año Nuevo. Se está muy tranquilo, el aire es puro y no habrá nadie que nos moleste. Podremos relajarnos y hacer lo que nos venga en gana —sonrió—. ¡Ni siquiera tendremos que levantarnos de la cama!

Junko ladeó la cabeza y, escéptica, le lanzó una mirada socarrona.

Koichi la imitó.

—¿Qué tienes en mente, princesa?

—Me estaba preguntando dónde guardas las maletas —sonrió.

—Te buscaré una. —Koichi se dirigió alegre hacia un armario. Junko echó un vistazo al reloj. Eran casi las cinco.

Conforme avanzaban hacia el oeste, el manto de nubes oscuras que cubría el cielo nocturno empezaba a disiparse. Hicieron un alto en el camino para comprar algo de comer y quedaron atrapados en lo que quedaba de atasco. Para cuando el coche de Koichi pasó frente al letrero que les daba la bienvenida a la residencia con vistas al lago de Kawaguchi, ya eran casi las ocho de la tarde. Junko se asomó por la ventanilla y pudo atisbar unas cuantas estrellas parpadeando en el cielo. El tiempo estaba mejorando.

—¿Ves? Te dije que aquí no habría nadie. —Tenía razón. A través de los oscuros árboles pudo vislumbrar las siluetas de las enormes casas, pero no había luz en ninguna de ellas. La única iluminación manaba de las farolas de la calle. Pese a la escasa afluencia en esas fechas, la carretera quedaba despejada de nieve. No había ni una sola casa desatendida ni abandonada. Era obvio que la urbanización contaba con un servicio de mantenimiento.

—Durante el verano, ese lugar está lleno de urbanitas que escapan del calor. En invierno, sin embargo, no hay nada que los atraiga. Por eso es un lugar perfecto para solitarios como yo.

Durante todo el trayecto, Junko se entretuvo con la danza del payaso con la abeja en la nariz, pero los repentinos cambios de su vida acontecidos la noche anterior empezaban a hacer mella, y se sentía mareada. Abrió la ventanilla para dejar entrar algo de aire fresco, y se despejó de inmediato.

—¿Ya hemos llegado?

—Falta poco. ¿Qué tipo de casa imaginas?

—¿Una cabaña enorme?

—Exacto. ¿Cómo lo has averiguado?

—Porque es lo que me gustaría encontrar, eso es todo.

—Pues tenemos los mismos gustos —rio Koichi—. La terraza sur da al lago, y puedes pescar desde ahí. Te enseñaré para cuando se abra la veda.

—No pienso tocar un solo gusano, gracias.

—Pero puedes utilizar cualquier carnada ¡Mira! Ahí está. Es la casa de la esquina.

Una enorme mansión con unos imponentes y macizos troncos talados quedaba en paralelo a la carretera y miraba al lago. El tejado dibujaba un ángulo más pronunciado de lo que Junko había imaginado. Le recordó a los rasgos de Koichi.

—¡Hay chimenea!

—¿Y por qué piensas eso?

—Pues porque asoma por el tejado.

—Excelente. ¡Nacida para detective! —Koichi se desvió de la carretera hacia los arbustos que quedaban frente a la casa y se detuvo en la puerta—. Hemos llegado.

Cuando salió del coche, el aire frío envolvió a Junko. No fue una sensación desagradable, sino más bien como una tela fresca que la arropaba del frío. Frunció los labios y exhaló una lechosa bocanada de vapor condensado.

—De hecho, yo mismo diseñé la casa —explicó Koichi mientras abría la puerta—. Puse todos los sueños de mi infancia en ella. La terraza sobre el agua, el techo de catedral, la chimenea… También hay un ático enorme.

—¿Tu padre y tu abuelo tienen su propia residencia de vacaciones?

—Ambos están en lugares calentitos con fuentes termales naturales. Eso es lo que hace la gente mayor. Oh, eh, ¿te importaría ocuparte de Visión mientras saco lo demás del coche?

Junko sacó el elegante trasportín del asiento trasero donde aguardaba la preciada gata de Koichi. Empezó a maullar en cuanto vio la cara de Junko.

—Está acostumbrada a hacer viajes tan largos conmigo, así que creo que, después de todo, te tiene celos. —Koichi entró en la casa, encendió la luz y la calefacción. Metieron sus maletas, guardaron sus cosas, y Koichi enseñó la casa a su invitada que reaccionó con asombro ante cada puerta que iba abriendo. Eran como sueños hechos realidad. Cuando dieron por concluida la visita y regresaron al salón, ya hacía calor suficiente como para quitarse el abrigo e incluso el jersey. A Junko le encantó el lugar y se sentía como en casa, lo cual era una prueba más de lo bien que iba su relación con Koichi Kido. Aquella casa era como una extensión de su persona.

Una vez acomodados, se les abrió el apetito. Prepararon una simple sopa de pasta y una ensalada. Como en el apartamento de Koichi, la cocina estaba perfectamente equipada. Incluso disponía de una enorme marmita de arcilla. Koichi estalló en carcajadas.

—Siempre quise comer un estofado en esa marmita tan grande.

—Pero es demasiado para una persona, ¿no?

—Pues claro. Cocinar con eso para uno solo sería muy aburrido, únicamente te complicaría las cosas. ¡Utilicémosla mañana por la noche!

Junko estuvo a punto de darle voz a su pregunta, la de si alguna vez había cocinado un estofado en esa marmita para otra mujer. Y de ser así, con cuántas mujeres. Sin embargo, enmudeció. Sentir celos del pasado era una pérdida de tiempo. Y no importaba cuántas mujeres habían estado ahí con él, sino que ella era diferente del resto. Solo ella podía entenderle.

Contra una de las paredes del espacioso salón, asomaba una pantalla de televisión del tamaño de la bañera de Junko. Le apetecía oír algo de música tranquila y no ver la televisión, pero quería comprobar las previsiones meteorológicas, y preguntó a Koichi si podía encenderla. Él estaba en la cocina preparando café pero le dio permiso a gritos. Junko se dispuso a encenderla cuando se percató de que no sabía cómo hacerlo. Intentó averiguarlo por sí misma, pero al final Koichi se acercó y se lo mostró.

De repente, estridentes voces y chillones colores ocuparon la pantalla. Debía de haber varios altavoces, porque Junko pudo sentir que el sonido le venía tanto desde detrás como desde arriba.

—¿Qué sueles ver en esta televisión? ¿Películas?

—No. En realidad, casi nunca la veo.

—Qué pena…

—Bueno, veo un canal que retransmite obras de teatro, me gusta.

—No me extraña. Apuesto a que actuabas cuando eras más crío.

—¿Cómo lo sabes? También escribí alguna que otra obra. Aunque solo para practicar. No me llevó a ningún sitio.

—Podrías seguir escribiendo si quisieses.

Junko echó un vistazo a la interminable lista de canales, pero ninguno retransmitía ni informativos ni el tiempo. Había noticias en la CNN, pero no hablaban de Japón. Eran las nueve y media, y el telediario ya había terminado, así que Junko se acomodó en un sillón, levantó los pies y decidió buscar alguna otra cosa. Koichi se sentó junto a ella y le explicó qué retransmitían los distintos canales, pero acabó bostezando y se marchó a tomar un baño. Visión se acercó a ella. Junko la cogió y la acarició hasta que la gata se acomodó en su regazo. Entonces, volvió a concentrarse en la televisión y fue pasando de un canal a otro hasta que dio con un programa musical. Se recostó en el sillón, desvió la mirada hacia el techo, y saboreó la lujosa sensación de la música cayendo sobre ella como una fina nevada.

Debió de quedarse dormida. Cuando se despertó de un sobresalto, Visión se asustó y se quedó paralizada en su regazo. Junko echó un vistazo al reloj que descansaba sobre la chimenea y vio que tan solo habían pasado veinte minutos. El concierto ya había acabado y, ahora, en un giro discordante, el canal retransmitía un programa de actualidad: «El Top Ten de los sucesos del año».

Las historias sobre las que se basaba el reportaje no eran otras que la serie de incendios provocados por la misma Junko. La fábrica abandonada de Tayama. El Café Currant en la intersección de Aoto. Licores Sakurai en Yoyogi Uehara. Y las fotografías de Fujikawa y Natsuko ocupaban ahora la pantalla.

Junko entrecerró los ojos ante la escena, pero se obligó a mirar. Seguía sin tener ni idea de cómo emprender la búsqueda del asesino de Natsuko, pero era su deber hacerlo, así que tenía que prestar atención. No se permitiría dejarse llevar por su propia felicidad.

Oyó la puerta del baño cerrarse, y el sonido de las pisadas de Koichi hacia la cocina. Dijo algo, pero Junko no lo escuchaba con claridad.

—¿Qué has dicho?

—Digo que te sentirás mejor después de un baño. —Oyó que se abría la puerta del frigorífico y lo que parecía la pestaña de una lata de cerveza—. ¿Qué estás viendo?

—Hablan de mi enfrentamiento con la banda de Asaba.

Koichi vino corriendo de la cocina y se sentó cerca de ella en el sofá. Llevaba un albornoz y una toalla alrededor del cuello. Sin embargo, más que concentrarse en la televisión, miró fijamente a Junko.

—¿Por qué quieres ver esto? —Koichi intentó arrebatarle el mando a distancia, pero Junko fue más rápida. No apartó la vista de la pantalla ni un momento—. Venga, estamos de vacaciones. ¿Por qué seguir pensando en el trabajo?

Junko no lo escuchaba. Él añadió algo más, pero ella le puso el dedo en los labios para hacerlo callar. Estaban mostrando una especie de despacho. Según el rótulo de la pantalla, se trataba de la oficina de una organización privada llamada Stalker Hotline. Justo antes de ser secuestrada, la aterrada Natsuko Mita acudió allí para asesorarse sobre cómo lidiar con sus acosadores. Tras las mesas que enfocaba la cámara, pudo distinguir una hilera de puertas que debían conducir a las salas privadas para consultas confidenciales.

Sin embargo, Junko no estaba mirando realmente la pantalla, sino escuchando la voz en off que explicaba el papel de Stalker Hotline en el caso de Natsuko Mita.

«Parecía tan inquieta que el consejero que la atendió quedó sumamente preocupado. Desde entonces, ninguno de nosotros puede conciliar el sueño. Sufrió muchísimo y no pudimos hacer nada para salvarla».

Un nuevo rótulo apareció en pantalla: «Shiro Izaki, vicepresidente de Stalker Hotline, filial de Kanto, Servicios Integrales para la Seguridad de las Personas».

Esa voz…

«… Huelga decir que lo fundamental para nosotros es proteger a las mujeres que acuden a nuestras oficinas, evitar que sean atacadas o asesinadas».

Junko ya había oído esa voz antes.

«La vigilancia es lo mejor que sabe hacer un antiguo detective como yo.

»Fui detective, pero estoy jubilado».

Era la voz del Capitán. Conocía a Natsuko Mita. Incluso si no hubiese sido él su consejero, seguro que lo había visto en Stalker Hotline.

«Oh, ¡eres tú!».

Y, entonces, el disparo.

La escena de la azotea de Licores Sakurai invadió su mente. El pálido rostro de Natsuko. Sus temblorosos hombros. La sangre seca en sus muslos. Sus labios, partidos por los golpes. Sus párpados amoratados.

Y… esparcidas en el suelo junto al tanque de agua, las briznas de tabaco.

El recuerdo la impactó con fuerza.

—¡Fue el Capitán!

—¿Cómo dices? —preguntó Koichi.

—¡El Capitán asesinó a Natsuko Mita!

Junko tuvo nauseas. Era demasiado horrible, demasiado repugnante. Escupió las palabras y explicó a Koichi lo que acababa de comprender.

—Cuando fui a Licores Sakurai para rescatar a Natsuko Mita, el Capitán también estaba allí. Quizá fuera a rescatarla o puede que intentara averiguar lo que tramaban Asaba y sus compinches, no lo sé. Trabajó como detective y se enorgullece de su sistema de vigilancia, de modo que no tuvo que resultarle difícil irrumpir y desaparecer después.

Koichi soltó las manos de Junko y se dio una palmada en la rodilla, molesto.

—¡Te has vuelto loca! ¿Por qué haría algo así el Capitán?

Junko lo fulminó con la mirada.

—Porque es un Guardián. Los Guardianes también andaban tras la banda de Asaba. Probablemente fueran tras ellos mucho antes de que yo lo hiciera.

El encuentro de Junko con Asaba en la fábrica fue fruto de la casualidad. Ella había presenciado lo que Asaba y su banda estaban haciendo, y después, les había dado caza. Sin embargo, otro infortunio la aguardaba en Licores Sakurai: Shiro Izaki, el Capitán, miembro de los Guardianes, ya estaba allí.

—No debió saber cómo actuar cuando yo empecé a ejecutarlos a todos. Se arriesgaba a interponerse en mi camino. Pero al mismo tiempo, no podía marcharse sin averiguar qué estaba haciendo yo. De modo que subió a la azotea, y se escondió.

Y mientras observaba y esperaba, desmenuzó sus cigarrillos, nervioso.

—Vio que Asaba subía a la azotea y se escondía en el cuarto del ascensor, así que le disparó. O quizá ya estuviera escondido en el mismo sitio, esperando la oportunidad de escapar, pero sin poder anticipar mis movimientos. Entonces, conduje a Natsuko hacia allí y reparé en el cadáver de Asaba. El vio la oportunidad de escapar pero Natsuko lo divisó.

«Oh, ¡eres tú!».

De modo que la mató.

Lo más importante para los Guardianes era no dejar rastro alguno. No solo tenían que evitar quedar expuestos, sino que toda la organización debía mantenerse en secreto a su alrededor. Por esa razón Shiro Izaki no podía dejar que Natsuko siguiese viva, sabía su nombre y lo que hacía.

No tenía sentido. Sacrificar una víctima inocente para acabar con un criminal.

«Los inocentes caen a veces en el fuego cruzado».

¿Era razonable sacrificar una víctima para salvar a cientos de otras? Algo inevitable en medio de una guerra. Victimas colaterales. Junko sabía que había hecho lo mismo. Asesinó a la novia de Hitoshi Kano. Y también a los testigos del Café Currant. Sus manos estaban tan manchadas de sangre como las de Izaki.

De eso trataba la guerra. Y esta era una guerra que no se libraba en primera línea ni en la retaguardia. Con la muerte de Natsuko, Izaki quedaba a salvo y los Guardianes cubiertos. Estos seguirían dedicándose a su tarea de exterminar a los peores criminales.

Junko apretó con fuerza sus temblorosos puños y sintió que le ardía el interior de los párpados. ¿Tenía razón? ¿Era eso la verdadera justicia?

De repente, Junko se dio cuenta de que Koichi ya no estaba a su lado. Echó un vistazo a su alrededor, pero no lo encontraba. Junko apagó la televisión, empujó con poca delicadeza a Visión de su regazo y se puso en pie.

Tenía que regresar a Tokio. No podía quedarse cruzada de brazos. Iría a ver al Capitán y averiguaría la verdad. Quería saber lo que pensaba al respecto, si lo había hecho contra su voluntad, y si cargaba o no con la culpabilidad de haber asesinado a Natsuko.

Eso también destaparía la verdad sobre sí misma.

Koichi bajó corriendo por la escalera. Estaba vestido y llevaba bajo el brazo los abrigos de ambos. Se había recogido el pelo mojado en una cola de caballo y tenía los ojos entrecerrados, cual hendeduras que se le abrían en el rostro.

—Vamos —se apresuró a decir—. Encontraremos al Capitán y haremos que confiese. De lo contrario, no podrás vivir en paz.

Junko accedió con un asentimiento de cabeza.

—Traeré el coche. El interruptor del calentador está en el patio. ¿Te importaría apagarlo?

—¿El patio?

Koichi señaló hacia el pasillo.

—Está detrás de esa cristalera.

Mientras se ponía el abrigo que Koichi le había lanzado, Junko corrió por el pasillo y abrió la cristalera. El frío aire la golpeó en la cara. Las puertas se abrían al lago y una enorme extensión cubierta de nieve descendía suavemente hacia la orilla. No había nada que bloqueara la vista.

Tenía las uñas, los dedos, y los lóbulos de las orejas tan fríos que le dolían. Al mirar tras las puertas, no encontró el interruptor que Koichi había mencionado. Acuciada por la prisa, Junko salió hacia afuera y pisó la nieve con sus zapatillas. El suelo estaba congelado de modo que los pies no se le hundieron como había imaginado.

Regresó al interior de la casa y miró en las ventanas y la pared. No parecía haber una caja de fusibles ni ningún tipo de interruptor. El viento que soplaba del lago la atravesaba como pequeñas agujas de hielo. Estaba helando. Cuando volvió la vista hacia el lago, una ráfaga de aire la hizo llorar. Intentó protegerse con sus propios brazos y cerrar la cristalera. Le diría a Koichi que no había logrado dar con el interruptor.

Justo entonces, vio algo reflejado en el cristal de las puertas entreabiertas. Y parecía una silueta humana. Junko se dio la vuelta en un acto reflejo.

Koichi estaba ahí. No llevaba abrigo. Estaba plantado firmemente con las piernas abiertas de espaldas al lago. Llevaba algo en la mano derecha. Se oyó un disparo.

Junko fue propulsada hacia atrás y aterrizó sobre la helada nieve que emitió un crujido. Tenía la cabeza junto a la cristalera, las piernas extendidas hacia el lago y los brazos abiertos. Podía ver el cielo.

«Cómo duele».

Tuvo calor. Intentó incorporarse, pero ni siquiera podía levantar la cabeza. ¿Dónde le habría dado? ¿En el pecho? ¿En el estómago? Podía sentir la sangre manar de su interior, pero no sabía de qué lugar.

Distinguió el sonido de una respiración entrecortada, la suya propia. El sonido de la vida escapándose. Sus bocanadas de aire se alzaban blancas y desaparecían en la brisa de la noche. Su vida abandonaba su cuerpo. De nada serviría intentar atraparla con las manos.

Oyó pasos que hacían crujir la nieve. Mientras yacía ahí, se percató de que las nubes habían desaparecido y una centellante alfombra de estrellas se extendía en el cielo. Era lo único que podía ver, estrellas. Desde alguna parte que no podía abarcar con la vista, oyó que alguien le hablaba.

—Tenías razón. El Capitán no es otro que Shiro Izaki. Fue él quien disparó a Natsuko Mita. —Era Koichi. Nada en su voz había cambiado.

Junko abrió la boca para responder, pero no lograba dar voz a sus palabras. Únicamente sentía la sangre brotar de sus labios.

—Y supiste averiguar la razón de semejante infortunio. Eres muy inteligente. —Entonces, Koichi se dirigió a alguien más—. No es cierto, ¿señor Izaki? —Junko oyó pisadas acercándose sobre la nieve.

Junko cerró los ojos. Así que el Capitán Izaki, también estaba allí. Había venido a ayudar a Koichi. A ayudar a despacharla. «No, ellos no lo consideran un asesinato, sino más bien “cumplir una misión”», pensó Junko.

Ahora entendía por qué había tardado tanto Koichi en regresar a su apartamento por la tarde: habían planeado lo que acababa de ocurrir. Cuando volvieron de las tiendas y encontraron a Izaki esperando, Junko reparó en los cigarrillos rotos. Tanto Izaki como Koichi se dieron cuenta de que existía el riesgo de que ese detalle pudiera hacer que la farsa se viniese abajo.

Por suerte o por desgracia, Junko no había hecho la conexión inmediata entre los cigarrillos rotos y la licorería Sakurai. Sin embargo, Koichi e Izaki sí se dieron cuenta de que tarde o temprano lo averiguaría. Ahora que lo pensaba, Junko recordó que Koichi había actuado con recelo al encontrarse con Izaki en el Tower Hotel.

«Nadie me ha dicho que ibas a participar… ¿Por qué estás aquí?».

Koichi había mostrado una hostilidad poco propia de él. E Izaki la había mirado como si no fuera la primera vez que la viera. Claro. La había visto en Licores Sakurai.

Pero ¿por qué se involucraría Izaki cuando existía el riesgo de que ella lo descubriera? ¿Estarían tan faltos de personal esos Guardianes? ¿O ya habían decidido que no importaba que ella lo averiguara todo?

Koichi habló como si estuviese respondiendo a su pregunta.

—Pero ¿sabes? —Junko abrió los ojos pero no pudo encontrarlo. Daba la impresión de haberse desplazado algo más a la derecha; su voz era más distante—. No voy a matarte porque hayas descubierto el descuido de Izaki.

¿Descuido? ¿Acaso era así como consideraban la muerte de Natsuko? ¿Un descuido? ¿Algo que puedes redimir con una disculpa?

Junko recordó que a Natsuko se le iluminó la mirada cuando escuchó que Fujikawa la enviaba a buscarla, recordó sus ojos llenos de lágrimas, sus mejillas veteadas de tanto llorar.

—Lo siento. —Koichi seguía hablando con tono indiferente—. Los Guardianes planeaban matarte desde el principio. Y me asignaron a mí esa misión. Desde el primer instante, no he sido más que un asesino a sueldo.

Junko observó el cielo estrellado y exhaló. Su aliento se condensó momentáneamente en una nube blanca antes de disiparse. Junto con su amor. Y ya no podía verlo. Se había marchado.

Y solo le quedó una pregunta. «¿Por qué?».

—Se te fue de las manos. Tantos asesinatos son demasiado peligrosos para los Guardianes. Jamás podrías habernos sido de utilidad. Ya te dije lo importante que era no dejar pruebas, ¿no?

—Es demasiado indiscreta cuando asesina a alguien. —Ahora era Izaki quien hablaba—. Ni siquiera se molesta en borrar sus huellas.

—Kaori Kurata aún es joven. Si la formamos como es debido, existe una gran probabilidad de que aprenda exactamente lo que nosotros queremos. La piroquinesis sí nos será provechosa entonces. Sin embargo, tú eres ya adulta, un producto acabado. Eres tan fuerte que si algo va mal, todos corremos peligro.

Junko cerró los ojos de nuevo. Intentó concentrarse en el lugar donde ambos se encontraban, pero sentía las lágrimas caerle por el rabillo de los ojos. «Quizá solo me apetezca llorar», pensó.

Junko dejó escapar su energía sin tan siquiera saber hacia dónde se dirigía. Le sorprendió que se encontrara tan débil. Manó hacia la noche, pero fue absorbida por la fría brisa y el agua del lago. Ahora entendía por qué habían elegido ese lugar para acabar con su vida. Querían asegurarse de que no tenía posibilidades de contraatacar.

—Era cuestión de tiempo que tus objetivos llegaran a coincidir con los que perseguimos. Masaki Kogure fue uno de ellos. Ya lo teníamos arrinconado y solo intentábamos dar con el modo de acabar con él y hacer que pareciese una muerte natural o un accidente. Entonces, apareciste tú y arrasaste con él, consiguiendo llenar las portadas de todos los periódicos.

No importaba lo poderosos que fueran los Guardianes, no importaba cuántos agentes de la policía estuvieran involucrados, y tampoco importaba su capacidad para borrar cualquier evidencia, su potestad tenía límites. Los detectives que se encargaban de investigar la carnicería perpetrada por Junko podrían cruzarse accidentalmente con un Guardián que fuera tras el mismo objetivo.

—Y esa era la razón por la que debíamos encontrarte y acabar contigo.

Junko exhaló de nuevo. Empezaba a dolerle el pecho, pero aquella sensación pareció borrar lo que fuera que la impedía hablar.

—Entonces, ¿por qué tanto empeño en que me gustases?

Koichi no contestó en seguida. Ella sabía que estaba moviéndose, cambiando de posición sobre la nieve.

—No quise matarte tan pronto —reconoció finalmente, con el tono despreocupado de siempre—. En realidad, esperábamos que pudieras ayudarnos con Kaori Kurata. La hubiésemos traído aquí de no ser por esa ridícula cámara. Tú hubieses estado contentísima de tener a esa niña en tus brazos. La hermanita que nunca tuviste. Una pena.

Junko podía oír que Koichi se movía de nuevo. Dejó escapar otro rayo de energía que se evaporó en la inmensidad invernal.

—Pero ya te lo he dicho. La organización acordó que, si mostrabas la más mínima intención de atacarnos o si dudabas de algún miembro de los Guardianes, incluso si te rebelabas o nos cuestionabas, me deshiciera inmediatamente de ti. Y eso es lo que ha ocurrido. —Se disculpó de nuevo—. Pensé que si te unías a nosotros y no dabas problemas, podrías quedarte y así estaríamos juntos. Por eso quise gustarte. No hemos tenido mucho tiempo, pero ha sido divertido. Ya sabes, yo… yo…

«Estaba solo». Junko sabía que era lo que pretendía decir.

Alguien había empezado a llorar. Podía oír sus ahogados sollozos.

«¿Soy yo? ¿Soy yo quien llora?».

No, era Izaki. El Capitán.

Junko habló de nuevo, hacia las estrellas.

—Pensé… Pensé que tú y yo… nos entendíamos.

«Sé que te sientes solo», quiso gritar.

—Pues ha sido un triste malentendido, Junko —dijo Koichi—. No hay nada en mi interior que pueda entender otro ser humano.

«Yo entendí tu soledad, porque también me sentía sola».

—Ya te hablé de esa chica a la que obligué a acudir a una cita conmigo cuando tenía catorce años —prosiguió Koichi.

—Sí —respondió Junko en un tono tan débil que solo las estrellas pudieron oír.

—Murió hace dos años.

Junko oyó la desesperada bocanada de aire de Izaki en el breve intervalo de silencio.

—Se volvió loca a causa de lo que yo hice con su mente.

«Yo estaré a tu lado», le había prometido Junko.

—Dijiste que solo podías entregar tu corazón a alguien cuando ambos os ensuciarais las manos con la misma sangre.

Sí, eso era cierto.

—Cuando supe que mi primer amor había muerto por mi culpa, me deshice del despojo de ese sentimiento humano. Así que no tengo corazón que entregar. Sé que alguien como yo no puede permitirse amar a nadie.

Así que, ella había creído que se entendían, pero ni siquiera compartían eso. Sí, escribía obras de teatro. También sabía actuar. Y había sido una interpretación brillante. Junko casi anheló la ausencia de público.

Junko pudo ver que las estrellas parpadeaban y le susurraban algo. «Has cometido un error, has tomado la decisión equivocada, Junko. Un error de juicio. Deberías haberte aferrado a tus principios».

Junko las escuchaba, pero por alguna razón no le importaba lo que decían. Se preguntó por qué.

—¡Ya basta! —interrumpió bruscamente Izaki—. Acaba con su sufrimiento. No necesita saber nada más. Ten piedad.

Koichi enmudeció. Junko lo oyó caminar a su alrededor, y colocarse en posición. Cerró los ojos e intentó concentrarse en el sonido.