Capítulo 18
Makihara reparó en el semblante incrédulo de Chikako y estalló en carcajadas negando con la cabeza antes de volverse hacia la pared, de donde colgaba una lista con los números de las habitaciones.
—Lo que quiero decir es que Kaori Kurata está dotada de poderes piroquinéticos que, además, se articulan con varias habilidades psíquicas.
—¿Y uno de ellos es la psicometría?
—Exacto. Tiene la capacidad de leer los recuerdos de cualquiera solo con rozarlo. No lee el pensamiento, sino lo que ha quedado grabado en la memoria. Y no tiene por qué limitarse a las personas. También pueden funcionar con objetos. En occidente, los psicometristas ayudan a la policía en ciertas investigaciones criminales. Por decirlo de algún modo, es el tipo de habilidad psíquica más común.
—Pero…
Makihara dio con el número de habitación, y caminó a grandes zancadas por el pasillo. El dobladillo de su abrigo ondeaba a su paso. Chikako tuvo que darse prisa para alcanzarlo.
—A todo ello hay que sumarle capacidades telequinésicas, visto el episodio de las tazas que estallaron y que usted misma presenció.
Ahora era Chikako quien negaba con la cabeza.
Llegaron a la habitación de Kaori Kurata. Había un letrero de «Se prohíben las visitas» colgando de la puerta. Makihara hizo caso omiso y evitó tocarlo cuando llamó a la puerta. Sin esperar respuesta, entró en la habitación.
Por la manera en la que estaba amueblada, la habitación parecía más bien un salón. Un sofá de cuero quedaba dispuesto frente a una pequeña cama blanca, que había junto a la ventana. Kaori Kurata estaba sentada en ella, recostada sobre varias almohadas. Su madre aguardaba a su lado.
La niña reparó en los detectives con semblante asustado. Su madre se levantó de un salto para interceptarlos, pero antes de que pudiera decir nada, Makihara preguntó, con tono amistoso:
—Kaori, ¿cómo te encuentras?
La niña se concentró un momento en el detective, sin responder. Entonces, miró a su madre que fue quien intervino.
—Por favor, márchense. Mi hija aún no está recuperada para hablar con la policía. —Su voz fue apagándose a medida que formulaba su frase.
—Solo hemos venido a ver cómo se encuentra —repuso Chikako con tono conciliador—. Queríamos asegurarnos de que ni Kaori ni usted habían sufrido ningún daño.
Su dulce respuesta pareció confundir a la señora Kurata. Esta dejó caer la mirada y apretó los puños antes de pedirles de nuevo que se marchasen.
Makihara miró a la señora Kurata a los ojos.
—Hoy no hemos venido a hablar con su hija, sino con usted, señora —dijo sin rodeos.
Aquello pareció perturbar aún más a la señora Kurata. Retorció las muñecas como si estirara una toalla invisible.
—¿Conmigo? ¿Sobre qué?
Kaori tendió su delicada mano y acarició el brazo de su madre. La señora Kurata dejó de mover las manos, pero los dedos le temblaban.
—Mamá —dijo Kaori con tono bajo, pero sorprendentemente firme—. Mamá, puedes confiar en ellos. Es seguro hablarles.
Chikako se quedó sin aliento. Makihara no demostró ninguna reacción y permaneció inmóvil junto a la puerta.
—Él lo sabe. Puede sentirlo. He tenido una visión, así que puedes hablar con él. Mamá, tenemos que contárselo a alguien. No podemos seguir así para siempre.
No quedaba rastro de la princesita histérica que se aferró a Michiko mientras imprecaba a Chikako. La detective reparó en el brillo rebosante de salud que resplandecía en sus ojos, un detalle que descubría por primera vez en la niña.
—Kaori… —La señora Kurata apretó la mano de la pequeña. Era la hija quien daba fuerzas a la madre.
Kaori se volvió hacia Makihara. Su voz era la propia de una niña, pero destacaba por una determinación poco común en alguien de su edad.
—Detective, sabe que hay personas que pueden provocar incendios, ¿verdad?
Makihara asintió en silencio mientras Kaori clavo la mirada en Chikako quien, de súbito, sintió que se le secaba la boca.
—Esta detective cree que yo provoqué todos esos incendios. Y es cierto. Pero quiero que sepa que no lo hice a propósito ni tampoco por diversión. Esa es la razón por la que me enfadé tanto. Y también explica lo que ocurrió a continuación con el jarrón de flores.
Conforme Kaori hablaba, las palabras se enlazaban con más rapidez hasta confundirse en un potente caudal.
—Siempre ha sucedido así. Yo… Yo nunca pretendí provocar un incendio. ¡Ocurre sin más! A veces pasa cuando una persona que no me gusta se acerca demasiado a mí, o alguien me dice algo cruel. Sin embargo, otras veces, no tiene por qué haber ningún detonante. Si hace mal tiempo, si un examen no me sale bien, o si me duele la tripa. Incluso por pequeños detalles como esos, estalla el incendio. ¡No puedo controlarlo!
La señora Kurata abrazó a Kaori y le acarició el pelo.
—No tienes por qué hablar de eso ahora. Deberías estar descansando.
La respiración de la niña era entrecortada, pero cerró la boca y hundió la cabeza entre los brazos de su madre. La señora Kurata le dio un fuerte abrazo y, a continuación, se volvió hacia Chikako y Makihara. Tenía los ojos enrojecidos y unas profundas líneas le surcaban las mejillas. Daba la impresión de haber envejecido diez años de repente.
—No podemos hablar aquí. Mi marido está de camino… Y también la empleada de la casa. Vayamos a otro sitio.
La señora Kurata parecía enormemente preocupada de que alguien los viera, hasta tal extremo que los detectives accedieron a bajar al aparcamiento del hospital y encerrarse en el coche de la señora Kurata en busca de algo de intimidad. El lujoso vehículo de importación, de un gris oscuro, aún despedía el olor a recién estrenado. Chikako se sentó en el asiento del conductor mientras que Makihara y la madre de Kaori se acomodaban en la parte de atrás.
—¿Le importaría conducir mi coche? —La señora Kurata seguía obsesionada con la idea de que alguien los viera—. Intente aparcar en un sitio que quede algo escondido, porque cuando mi marido llegue, aparcará en esta zona.
—¿Existe alguna razón por la que no quiere que su marido nos vea hablando? —La señora Kurata no respondió de inmediato a la pregunta de Makihara. Su mirada se perdió un momento, como si le preocupara algo bien distinto. No obstante, asintió lentamente.
—Mi marido… no entiende a Kaori.
—¿Se refiere a que no entiende sus sentimientos? ¿O sus poderes?
—Ambas cosas. Al fin y al cabo, lo uno es indisociable de lo otro —contestó esta, dejando caer la cabeza.
Mientras Chikako maniobraba muy despacio el coche nuevo —para zurdos, además— la señora Kurata sacó un pañuelo de su bolso y se enjugó los ojos.
—¿Qué le parece este sitio? —Chikako intentaba expresarse con la mayor afabilidad posible—. Pasaremos algo de frío hasta que la calefacción se haga notar. ¿Le apetece alguna bebida caliente mientras tanto?
—No, gracias. Pero, por casualidad ¿no tendría un cigarrillo?
Makihara sacó el paquete de tabaco del bolsillo de su abrigo y se lo ofreció. A la madre de Kaori le temblaban tanto las manos que le costó muchísimo extraer un cigarrillo y dejar que Makihara le ofreciera fuego después.
—Gracias. —Finalmente, dio una profunda calada, exhaló y tosió un poco—. En realidad, no he fumado nunca. Me dio por hacerlo cuando Kaori empezó a provocar todos esos incendios.
—Para fingir que una colilla mal apagada era la causa de todo, ¿no es así?
—Sí. —Se cubrió la boca y estalló en convulsivas carcajadas—. Debe de sonar estúpido. Mi hija deja un rastro de fuego tras ella, ya sea en la escuela, en la calle, en cualquier sitio. Pero al menos, quería que los incendios que se iniciaban en casa parecieran fruto de un descuido mío.
Chikako pudo sentir que la determinación de la mujer flaqueaba. Se la veía agotada y al límite. Estaba tan débil que se podía venir abajo en cualquier momento. Al mirarla, la detective quiso creer cada palabra que le dijera: que su hija era capaz de provocar un incendio solo con pensarlo, que podía quemar objetos y herir a las personas. Chikako quería creer de corazón que aquel poder estaba causando una gran pena y confusión tanto en la madre como en la hija, y que no tenían a nadie a quien recurrir.
Pero, por otro lado, la mente racional de la detective insistía en que una solo alimentaba las ilusiones de la otra, y que únicamente un médico especializado en ese tipo de trastorno podría prestarles ayuda. Sin embargo, en aquel preciso momento, Chikako era incapaz de posicionarse, y dado que no sabía fiarse o no de ese testimonio, le resultó imposible formular preguntas dignas de las técnicas de interrogatorio. Recordó la segunda regla del veterano policía que la instruyó en este campo: nunca plantees una pregunta cuya respuesta no puedas anticipar. Al no poder observar esta regla de oro del oficio, prefirió guardar silencio.
Con una precisión nerviosa, la señora Kurata dejó su cigarrillo, casi sin tocar, en el cenicero del coche. Makihara reparó en el gesto.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó con mucho tacto. Chikako nunca había presenciado un interrogatorio que empezara de esta forma—. ¿Cuándo se dio cuenta de que su hija poseía ese tipo de poder?
La señora Kurata miraba el cigarrillo roto en el cenicero, con gesto atormentado.
—Siempre temí que tuviera algo —repuso finalmente.
—¿A qué se refiere con «siempre»?
—Desde que Kaori era un bebé. No, en realidad, empecé a temerlo cuando todavía estaba embarazada.
Chikako apartó la mirada de la señora Kurata y se concentró en Makihara. No sabía qué quería decir, pero estaba segura de que el detective sí lo había comprendido bien. ¿Cuando estaba embarazada? ¿Antes de que Kaori naciera? ¿Acaso insinuaba que un niño podía prender fuego a las cortinas desde el vientre de su madre?
La señora Kurata levantó la cabeza y se dirigió a Makihara. Ambos tenían los ojos entrecerrados y estudiaban la expresión del otro, como si buscaran algo.
—Kaori afirma haber visto algo en usted. El recuerdo de un niño pequeño que, ardía. Que otra niña le había prendido fuego. Y también que usted era demasiado joven, y estaba gritando.
Chikako recordó el ataque de Kaori y las palabras que había pronunciado, una por una.
«¿Quién es? ¿Quién es ese chico?».
«¿Lo conoces?».
«¡Dímelo, dímelo!».
—¿Murió ese niño? —preguntó la señora Kurata.
—Sí —contestó a secas Makihara.
—¿Era pariente suyo?
—Mi hermano pequeño. Ocurrió hace dos décadas. Tenía ocho años.
—Entiendo. —La mujer se llevó la mano a la cara—. Lo siento mucho. Supongo que ese día quedó grabado a fuego en su memoria, ¿verdad? Eso explicaría por qué Kaori pudo leerlo con tanta facilidad. No es una capacidad que mi hija controle del todo. Un complemento… Eso es. Puede que reaccionara con tanta violencia al ser un recuerdo que la afectaba directamente.
—¿Se refiere a sus poderes piroquinéticos?
La señora Kurata no parecía capaz de responder a una pregunta tan directa. Se llevó la mano hacia la frente, ocultándose parcialmente la cara.
—Kaori dice que cree en su poder, que está asustado, y que por esa misma razón podemos confiar en usted —prosiguió—. Según ella, tal vez pueda ayudarnos y, al menos, no pretende utilizarnos. Por eso afirmó que no corríamos peligro al sincerarnos con usted. Y no ha ocurrido nunca antes.
Chikako, acomodada en el asiento del conductor, era consciente de que ella no encajaba en el concepto de Kaori Kurata de «alguien en el que podemos confiar». La única razón por la que estaba presente era porque se había encontrado junto a Makihara en el momento oportuno, y se sintió algo incómoda escuchando los delirios de la señora Kurata. No obstante, también era consciente de que era la única en todo aquello que podía mirar la situación desde un punto de vista objetivo, al margen, por lo que se obligó a prestar atención.
—Yo… confío en mi hija. Y esa es la razón por la que voy a contarles algo —explicó la señora Kurata que suspiró y se frotó la frente con la palma de la mano. Entonces, levantó la cabeza, tal y como lo hace un niño valiente, decidido a dar la cara—. Yo también tengo ciertos poderes.
Chikako se quedó atónita, pero Makihara ni pestañeó.
—Así como mi madre. Quizás sepan que esos poderes son hereditarios. Ignoro si solo pasan de mujer a mujer, pero en mi familia, ocurre así.
—¿De qué tipo de poder estamos hablando? —preguntó Makihara, obviamente estimulado por aquella revelación.
—Mi madre podía mover objetos de vez en cuando, pero no era su principal capacidad. Podía leer a las personas con una precisión pasmosa. O sus recuerdos —sonrió, dándole algo de calor a su expresión—. La abuela de Kaori era enfermera de urgencias. Era muy buena en su trabajo. Incluso cuando sus pacientes eran traslados inconscientes, le bastaba con rozarlos para saber lo que les había sucedido. Recuerdo muy bien una anécdota. Mi padre la relataba una y otra vez, cargado de orgullo. Un día, trajeron a un niño pequeño en ambulancia. Había perdido el conocimiento, apenas respiraba y estaba empapado en sudor. Antes de desmayarse, había estado vomitando y quejándose de fuertes dolores estomacales. El médico le diagnosticó infección gastrointestinal. Es un tipo de dolencia bastante frecuente en niños de esa edad. Sin embargo, mi madre vio lo que realmente había pasado en cuanto levantó al pequeño de la camilla. Se había intoxicado al tomar un frasco de aspirinas infantiles que confundió con golosinas.
»Mi madre era inteligente, así que escogió con sumo cuidado sus palabras cuando le tocó explicar al médico su error de diagnóstico. Este ordenó de inmediato que se le practicara un lavado de estómago. El niño estaba recuperado a la mañana siguiente. Por aquel entonces, mi padre trabajaba como médico en el mismo hospital y cuando oyó que el médico de urgencias se deshacía en elogios por la sosegada reacción de mi madre, le trajo a casa un bonito ramo de rosas. Y a mí, me dijo que era la mejor madre de todo Japón.
Aquellos dulces recuerdos acabaron de borrar los signos de fatiga del rostro de la señora Kurata.
—¿Su familia es propietaria de un hospital, verdad? —preguntó Makihara.
—Sí. Mi padre dirigía una pequeña clínica que heredó de mi abuelo. Mi madre y él la ampliaron y, hoy en día, es una prestigiosa residencia. No hay duda de que el don de mi madre tuvo que ser una gran baza para conseguir ese resultado.
—¿Cómo están sus padres ahora?
La señora Kurata negó con la cabeza, en un gesto melancólico.
—Ambos fallecieron. Sucedió antes de que Kaori naciera. Mi hermano tomó el mando de la clínica, y yo entré a formar parte del equipo directivo.
—Según nos cuenta, poseer poderes no impidió que su madre tuviera una vida feliz.
La señora Kurata asintió.
—Será la excepción que confirma la regla. En realidad, tuvo que ocultarlo a su propia familia.
—¿Su padre no estaba al tanto?
—No. Y yo tampoco supe nada. Por lo menos hasta que mi comportamiento dejó presagiar que también poseía poderes. Fue entonces cuando me lo contó todo. Mi hermano pequeño sigue sin saber nada del don que poseemos las mujeres de la familia. Ha tenido dos hijos, así que quizá viva tranquilamente sin llegar a enterarse nunca. Disculpe, ¿le importaría darme otro cigarrillo?
Las manos de la señora Kurata ya no temblaban con tanta intensidad como antes.
—Mis padres salieron adelante sin ningún problema. Jamás he conocido a un matrimonio que se profesara tanta devoción y confianza. Estoy segura de que a mi madre le costó horrores ocultar algo tan importante al hombre de su vida. Pero estaba asustada.
—¿Asustada?
—Sí. Estoy convencida de que la mortificaba pensar que los sentimientos de mi padre hacia ella cambiarían de saber lo que era capaz de hacer. En fin, mi madre podía leer los recuerdos de la gente. ¿Está usted casado, detective Makihara?
—No.
Se volvió hacia Chikako, y le lanzó una mirada cargada de disculpas por haberla ignorado hasta ese momento.
—¿Y usted?
—Sí, casada y con un hijo que va a la universidad.
—Entonces, estoy segura de que podrá entenderme. No importa lo unida que esté una pareja, siempre hay cosas que uno se guarda para sí mismo. Respetar los secretos del otro puede suponer uno de los pilares básicos de la confianza. A mi madre le inquietaba que si un día, sin quererlo, salía a la luz algo relacionado con sus poderes, pudiera alzar una barrera entre ellos. No podía decirle la verdad porque lo amaba demasiado.
Chikako no dijo nada, aunque la señora Kurata tampoco parecía esperar respuesta alguna de la detective.
—¿Cuándo se dio cuenta de que usted también era especial? —preguntó Makihara.
—A los trece años. La misma edad que tiene Kaori ahora.
—¿Y qué tipo de poder posee?
La señora Kurata los miró a ambos antes de responder.
—Puedo… mover cosas… un poco.
—Telequinesia. Su madre también la tenía, ¿cierto?
—Sí, pero el poder de mi madre era más potente. Lo mío no es muy trascendente: cuando siento una emoción muy fuerte, como tristeza, rabia o conmoción, las cosas pueden caer de la mesa. Las sillas se vuelcan, los cristales se agrietan. Eso es todo.
—Espere un momento —interrumpió Chikako por primera vez—. En su casa, cuando Kaori tuvo ese ataque, las tazas de la mesa quedaron hechas añicos. ¿Fue…?
—Sí, fui yo. Todo me pilló por sorpresa —reconoció la señora Kurata antes de agachar la cabeza, algo avergonzada.
Chikako miró a Makihara que parecía no dar crédito.
—Yo también pensaba que había sido Kaori.
—No, solía hacerlo, pero ya no. De vez en cuando, puede leer los recuerdos de las personas, pero como ya he dicho antes, le cuesta mucho hacerlo. —La señora Kurata enmudeció un momento y, cuando habló de nuevo, bajó todo lo que pudo la voz—. Gran parte de su poder consiste en concentrar su energía hasta generar incendios.
La señora Kurata pidió a Chikako que moviera el coche de nuevo. Llevaban hablando un rato, y casi tenía la voz afónica. Makihara salió a buscar algo de café. Mientras estuvo ausente, ambas madres quedaron divididas por la tangible barrera de los asientos delanteros. Otra frontera, menos tangible esta vez, las alejaba la una de la otra, una barrera dibujada entre los confines de lo factible y lo inverosímil. Sea como fuere, evitaron sus miradas, y enmudecieron. Fue la señora Kurata quien rompió el silencio.
—¿Ha dicho que se apellida Ishizu?
—Eso es. —Chikako estaba nerviosa. Esa hermosa mujer vivía en un mundo muy distinto del suyo. Para ella, la señora Kurata venía de otro planeta.
—Kaori me ha dicho que no es como el detective Makihara.
—Si se refiere a que no tengo una fe incondicional en que provocar fuegos de modo espontáneo sea algo real, y que, por qué no, leer en las mentes ajenas también resulte creíble, entonces supongo que su hija tiene toda la razón.
—Pues ha de pensar que Kaori y yo somos una madre e hija bastante singulares —apuntó entre risas esta.
Chikako no sabía qué decir, pero se obligó a esbozar una sonrisa.
—Lo que si comprendo es que Kaori y usted necesitan ayuda.
—Gracias, detective —dijo la señora Kurata.
Aquellas simples palabras calaron hondo en Chikako. La atormentada mujer bajó la mirada, su esbelta silueta quedó inmóvil como si de una estatua se tratase.
Makihara regresó. Se subió al coche y cerró la puerta tras de sí.
—¿Su marido conduce un BMW azul marino? —preguntó.
—Sí —aseveró la señora Kurata con una mueca de sorpresa.
—Un hombre que conducía un coche de esas características acaba de aparcar en la entrada del hospital. Ha preguntado por el número de habitación de Kaori en el mostrador de recepción.
—Sí, es él. —De repente, se la veía algo inquieta.
—Señora Kurata. —Chikako puso la mano en el asiento y se inclinó hacia ella—. ¿Le asusta su marido?
Makihara abrió la boca para mediar en la conversación, pero la señora Kurata se le adelantó.
—No solo me asusta. Me aterra. Estoy convencida de que ha intentado abandonarme y llevarse consigo a Kaori en más de una ocasión.
—¿Por qué?
Ella no parecía muy segura de cómo contestar a la pregunta. Sus pensamientos más profundos encontraban por fin una vía de escape, e intentaban aflorar todos a la vez, en una erupción de sinceridad.
Sin embargo, fue Makihara quien intervino.
—Antes de que diga nada, retrocedamos un poco en el tiempo. Su madre le ocultó sus habilidades psíquicas a su marido. La primera vez que habló con usted fue cuando se dio cuenta de que también tenía poderes. ¿Qué le contó de esta particular genealogía? Quiero decir, ¿qué sabía su madre acerca de esos poderes y cómo supo que en su familia se transmitían de una mujer a otra?
—Lo supo por su propia madre, la cual, sin embargo, no tenía poder alguno.
—¿Ninguno?
—No, ninguno. Ni mi abuela ni su madre. La bisabuela contaba que una tía suya era lo que se solía llamar una miko, una médium. Se veía poseída por un espíritu y profetizaba lo que iba a suceder en el futuro. Al parecer, era así como intentaba ganarse la vida. Sin embargo, era demasiado excéntrica, y muy poca gente acudía a ella. De modo que apenas ganaba lo suficiente como para subsistir. Mencionar su nombre era tabú en mi familia, pero mi bisabuela tuvo ocasión de conocerla. En una ocasión su padre, mi tatarabuelo, la llevó a conocerla, al fin y al cabo era su hermana mayor y la ayudaba en secreto.
—Así que una miko. Predecía el futuro.
—Supongo que poseía la capacidad de leer los recuerdos de las personas. Pasó los diez últimos años de su desdichada vida en un manicomio. Murió allí, sola.
La señora Kurata dejó escapar un suspiro y prosiguió:
—Mi bisabuela oyó decir a su padre que, una vez cada cierto tiempo, nacía en su familia una mujer con ese tipo de poderes. Le advirtió que se anduviera con mucho cuidado cuando se casara y tuviera hijas. Cuando le preguntó a qué se refería con «una mujer con ese tipo de poderes», él se limitó a contestar con evasivas. Lo único que dijo fue que la particularidad de esas niñas se manifestaba cuando entraban en la adolescencia, por lo que la exhortó a vigilar a sus hijas muy de cerca. También le contó que la vio crecer con mucha preocupación pero que, por suerte, nunca mostró señales de poseer ningún poder. Mi bisabuela recordaba el grave semblante que adoptó su padre el día que tuvieron aquella conversación.
—Entiendo —asintió Makihara—. Su bisabuela no había heredado ese don, y su abuela tampoco. ¿Es correcto?
—Sí.
—Entonces, ellas eran meras portadoras. Los poderes aparecieron más tarde en su madre. Y luego en usted, que también heredó ese tipo de aptitudes aunque de manera residual.
—Sí…
—Su madre debió de preocuparse mucho cuando usted contrajo matrimonio y se encontró con el mismo problema.
—Cierto, estaba muy preocupada.
—Pero usted decidió casarse de todos modos.
—Eso es. Por aquel entonces, me pareció lo más correcto. —La señora Kurata frunció el ceño ante una excusa tan poco entusiasta—. Y, como ya sabe, mi poder era poco relevante. Supuse que no tendría ningún problema.
La señora Kurata empezaba a abrir todos los cajones de su cofre de los secretos. Aún quedaba uno cerrado, y se disponía a desvelar lo que encerraba.
—Se lo conté a mi marido… todo. Le hablé de mi poder. Ocurrió poco después de que llevásemos un año saliendo, cuando empezamos a hablar de matrimonio. Mi marido reaccionó con… sumo interés. Ocupaba un puesto importante en el banco donde trabajaba y aunque apenas tenía tiempo libre, encontró un hueco para ir a hablar con mi madre. Quería saber más. Entonces, empezó a obsesionarse. Quería confirmar la veracidad de esa historia. Incluso llegó a contratar a un detective privado para que investigara aspectos que él no podía averiguar por sí solo.
La mirada de la señora Kurata se desvió distraídamente hacia la ventanilla del coche.
—Por entonces, yo lo tomé como un gesto de sinceridad por su parte. Él me dijo que me amaba y que por ello necesitaba comprender la situación. Que solo pretendía entenderme mejor. Añadió que no ponía en tela de juicio nuestra relación y que quería casarse conmigo. Yo… —La señora Kurata no podía continuar. Tenía los ojos llenos de lágrimas—. Le creí.
«Creí». Hablaba en pasado.
—Era feliz. —Levantó la cabeza, y continuó con su relato—: No tenía que preocuparme por las cosas que atormentaban a mi madre. Estaba segura de que todo sería perfecto. Mi madre también estaba muy contenta por mí.
»Poco después de que nos casásemos, mi madre se puso enferma. Sabíamos que no duraría mucho. En su lecho de muerte, me llamó y me pidió que cuidase de mi hermano pequeño. Dijo que si se casaba y tenía una hija, quería que Kurata y yo estuviésemos pendientes de lo que pasara con la niña. Imagine lo mucho que confiaba en mi marido. Murió en paz. Cuarenta y nueve días después de que acabara el luto, me di cuenta de que estaba embarazada. Kaori venía de camino.
Una única lágrima se deslizó por su mejilla y se la enjugó con la yema del dedo.
—Estaba preocupada. Cuando me dijeron que el bebé que llevaba en mi vientre era una niña, me inquieté tanto que se me quitó el apetito. Yo había tenido mucha suerte al encontrar la felicidad a pesar de mi peculiaridad. Claro que mis capacidades eran demasiado insignificantes como para suponer un obstáculo. En cambio, no sabía qué pasaría con mi hija. Quizá heredase todo el poder que no me había sido transmitido. Cuando pensé en ello, me planteé seriamente abortar.
»Mi marido me reprendió por ello y me aseguró que nos las arreglaríamos pasara lo que pasase. Cuando nació Kaori, mi marido no cabía en sí de alegría. Era hermosa, ya de bebé. Las enfermeras del hospital se reían de él porque se le caía la baba con su hija.
Kaori vino al mundo en perfectas condiciones. La señora Kurata seguía preocupada, pero el crecimiento de un niño era algo que había de disfrutarse sin reservas, y el apoyo de su marido resultó tranquilizador para ella.
—Sin embargo, resultó que Kaori sí tenía poderes.
Sin pensarlo dos veces, Chikako tomó las manos de la señora Kurata entre las suyas.
—La primera señal apareció cuando empezó a utilizar el tacatá. Estaba acostada en la cama y, de repente, el andador se movía de un extremo a otro de la habitación. Tenía un conejo de juguete que funcionaba con pilas y que tocaba unos platillos. Pues bien, un día nos dimos cuenta de que el conejito se movía sin pilas. También tenía una pequeña caja llena de juguetes que yo nunca encontraba en el sitio donde la había dejado. Todo aquello eran obvias señales de aptitudes telequinésicas. Yo estaba muy decepcionada, pero mi marido, no. Decía que el hecho de que poseyera un poder no significaba ningún hándicap en la vida de nuestra niña. Cuando formuló su deseo de tener otro hijo, me opuse rotundamente. Asegurarme de que Kaori tuviera una vida normal ocuparía todo mi tiempo y energía.
»Mi marido la vigilaba de cerca. Parecía más interesado que preocupado. Debí haber sospechado algo entonces. Una señal de cariño, pensé yo. Y no busqué ninguna otra explicación.
La señora Kurata suspiró profundamente.
—Pero al cumplir once años, Kaori tuvo el primer periodo. Poco después, empezó a provocar incendios.
«Las flores ardiendo en el jarrón».
—Al principio, los fuegos no tenían mayor trascendencia. La punta de un mantel que se chamusca, el papel de pared que se ennegrece, los bigotes de un animal de plástico que se derriten. Pero poco a poco ganaron en intensidad y Kaori empezó a prender cosas ante nosotros.
»Conforme sus poderes piroquinéticos se hacían más pronunciados, su telequinesia desaparecía por completo. Yo sabía que los poderes psíquicos no se manifestaban igual en todas las personas. Sin embargo, era la primera vez que oía que alguien podía provocar incendios. Jamás pensé que existiera algo parecido. Un día, finalmente, le pregunté, y ella tuvo el valor de contarme lo que estaba sucediendo. No daba la impresión de que actuara conscientemente. Empezó a sentir miedo de ella misma. En cuanto experimentaba algún tipo de emoción intensa, provocaba un incendio. Es una niña muy lista y siempre procura hacerme caso. Pero eso no quita que tenga que vivir con un arma cargada que puede dispararse en cualquier momento. Fue desconfiando cada vez más y más de ella misma, y ahora apenas sale a la calle.
La señora Kurata cerró los ojos con fuerza. Cuando los abrió, miró a Makihara y después a Chikako.
—Deben de pensar que es una niña muy problemática. —Sus palabras iban dirigidas principalmente a la detective—. Cuando una persona le agrada, no se despega de su lado. Pero si alguien le inspira desconfianza, rechazará cualquier contacto por miedo a acabar provocando un fuego. De modo que, desde el principio, mantiene las distancias.
—Hoy, Kaori se puso pálida cuando usted admitió haber sufragado los gastos médicos de su compañero de clase, herido en el incendio. ¿Por qué motivo? —preguntó Chikako.
La señora Kurata se presionó las mejillas con ambas manos, y dejó caer la cabeza.
—Le dije a Kaori que si provocaba un incendio fuera de casa, no era culpa suya, puesto que no era su intención. Insistí en que no se lo contara a nadie. Puede que le haya costado seguir mis recomendaciones, pero hizo lo que le dije. A pesar de ello, fui a presentar mis disculpas ante el niño que resultó herido. Estaba convencida de que eso supondría un duro golpe para ella. No quería que se sintiera avergonzada, así que decidí ocultárselo.
—Debió de ser muy duro —reconoció Makihara.
—Dudo que reaccionara así por miedo a quedar mal delante de nadie —añadió Chikako—. Creo que la niña quedó impactada por el hecho de que usted no se lo hubiese contado. Desde mi punto de vista, dudo que ocultarle algo a la pequeña a estas alturas sea buena idea.
La señora Kurata alzó la mirada. En cuanto sus ojos se encontraron, Chikako se dio cuenta de que por mucho que la conversación sobre poderes extraordinarios la alejara de esa mujer, había algo que las dos tenían en común. Algo en lo que Makihara quedaba fuera de juego. Ambas eran madres.
Makihara carraspeó.
—¿Quién fue la primera persona que contactó con la policía para informar sobre esos incendios sospechosos?
—Nuestra ama de llaves, Fusako Eguchi. Yo me opuse, pero tampoco podía ofrecer demasiada resistencia sin enseñar mis cartas. En cualquier caso, los incendios ya estaban sucediéndose en la escuela. Mi marido, por supuesto, se puso hecho una fiera.
Makihara lanzó a Chikako una mirada cargada de complicidad. Antes de que el detective pudiera hacer cualquier comentario, Chikako preguntó:
—Señora Kurata, ha mencionado que teme a su marido. Y por lo que ha dicho, ha perdido la confianza en él. ¿A qué se debe ese temor?
—Él… Ve la maldición que planea sobre mi hija como un regalo. Está eufórico.
—¿Por qué?
—Porque ahora tiene un valor especial para él. Puede utilizar a Kaori como arma. —Frunció el ceño mientras intentaba dar con las palabras exactas para explicarse—. Pertenece a un tipo de organización. Se trata de una especie de policía alternativa. No, no es exactamente eso… —Entonces, un rayo de luz iluminó su rostro—. Ya sé. Es un grupo de «protectores». Esa fue la palabra que utilizó cuando me lo comentó.
—¿Y a quién protegen? ¿Y de qué?
La señora Kurata se encogió de hombros y respondió despectivamente:
—Alegan compensar la imperfección de la justicia; reequilibrar la balanza. Persiguen y ejecutan a criminales que han escapado de las garras de la ley. ¿Puede creerlo?
—¿Está diciendo que las personas que poseen poderes especiales, como Kaori, son útiles para su organización? —preguntó Makihara, suspicaz.
—Exacto. Lo había planeado todo desde el principio. Por eso se casó conmigo. ¡Jamás sintió ni una pizca de amor por mí!
—Serénese, todo irá bien. —En un gesto de consuelo, Chikako tendió el brazo hacia ella, pero la señora Kurata volvió a taparse la cara con las manos.
—Se emocionó mucho cuando Kaori empezó a provocar incendios y dijo que la espera había merecido la pena. Aseguró que siempre había deseado tener una hija como ella, y que estaba destinada a impartir justicia. Kaori podría quemar a cien personas de una vez y jamás dejar rastro alguno tras ella. Hablaba de bendición, de la misión que se le había encomendado a nuestra hija: quitar de la faz de la tierra a la escoria que envilece nuestro mundo. Era su destino. ¿Qué tipo de padre nutriría semejantes planes para la vida de su propia hija? Kaori es un ser humano. ¡No es un lanzallamas ni tampoco el azote de la justicia! Quiere convertirla en una asesina. ¡Pretende entrenarla hasta que domine su poder con el fin de ponerlo al servicio de esta dichosa organización!
»¡No lo permitiré jamás!
—Señora Kurata, por favor. Intente calmarse.
La madre de Kaori se derrumbó y sollozó contra el asiento del coche. Chikako y Makihara guardaron silencio. Makihara esperó a que sus lágrimas remitiesen antes de hablar de nuevo.
—¿Le ha contado su marido algo sobre esa organización? ¿Cómo está estructurada? ¿Dónde se encuentra? ¿O quiénes son sus miembros?
La señora Kurata se enjugó los ojos, y alzó la mirada hacia Makihara.
—No sé nada más. Él insistía en que no había nada inmoral en ella. Sus miembros son personajes reputados de la sociedad. Algunos son políticos conocidos y líderes de la industria.
—¿Y de dónde sacan los fondos para financiar sus actividades?
La señora Kurata negó de nuevo con la cabeza.
—¿Sabe cuando entró su marido en este círculo? ¿Mencionó algo al respecto?
—Su propio padre formaba parte de esta sociedad secreta. Todo empezó tras la Segunda Guerra Mundial. El propósito inicial era impartir justicia, siempre en la sombra, para castigar las tropelías cometidas por las fuerzas de ocupación. No era más que un grupúsculo.
Aquella página de la Historia del siglo XX había quedado casi oculta. Japón capituló y se rindió sin condiciones, y el ejército estadounidense invadió el país. A pesar de la inquebrantable voluntad del general MacArthur en cuanto a la conducta de sus tropas en suelo ocupado, algunos soldados cometieron crímenes que quedaban fuera del alcance de la justicia nipona. Pues ahí habían de encontrarse los fundamentos de tal organización: nació con el objetivo de castigar a los que quedaban impunes a ojos de la ley.
—¿Conoce el nombre de la citada organización?
La señora Kurata reflexionó unos momentos.
—Lo siento. Puede que alguna vez lo oyera, pero me ponía histérica cada vez que sacaba a colación el tema. Mi marido casi se volvía amenazante; repetía una y otra vez que no sería inteligente contrariarlos. Nadie creería una palabra acerca de la existencia de esta institución que actuaba en una total clandestinidad. Me dio a entender que si les permitía usar a Kaori sin armar ningún escándalo, nunca pondrían en entredicho mi papel de madre. Es más, incluso aludió que si accedía a tener otro bebé, la organización se sentiría eternamente agradecida puesto que quizás fuera otra niña y también naciera con poderes.
—¡Cómo se atreve a tratarla como una máquina de bebés! —espetó Chikako, indignada.
—Pues eso es lo que había planeado desde el principio. No veía en mí más que a la procreadora de todas las combatientes que necesitara. Desde el momento en el que nos casamos, se buscó una amante —rio tristemente—. Y en cuanto la niña empezó a provocar los incendios, le aseguró: «No te preocupes. Estoy muy orgulloso de ti. Te quiero más que a nada en el mundo». Le dijo que haría cualquier cosa por ella. Supongo que ese es su concepto de buen padre. A mí más bien me recordó a un soldado que promete solemnemente cuidar de su arma como si de su amada se tratase.
Chikako asintió en un gesto de simpatía. Entonces, se percató de un ligero brillo en los ojos de la señora Kurata.
—Ahora que lo dice…
—¿Qué?
—Algo que mencionó. Le dijo a Kaori que era su protector o algo por el estilo. Y que, algún día, ella le tomaría el relevo. Que se convertiría en…
—… ¿Una protectora?
—Quizás debamos buscar por ahí el nombre de la organización —concluyó Chikako.
—Guardián —masculló Makihara—. Lo que quiso decir es que Kaori se convertiría en una guardiana.