Capítulo 7
Apareció en el taller de improviso. Desde la ventana, Francisco le observó acercarse por la calle. Su rostro le era familiar, le traía recuerdos de la infancia, pero no acertaba a determinar de quién se trataba.
Flores también le vio llegar y se apresuró a franquearle la entrada, antes de que llamara.
—Mi querido Churriguera, viejo amigo, ¿qué te trae por aquí? —saludó efusivamente el maestro a don José Benito, el arquitecto real, a cuya familia le unía una larga amistad.
Félix y Francisco se acercaron también a dar la bienvenida a aquel respetable caballero de pelo canoso y vestir austero y desfasado, cargado de planos enrollados bajo el brazo. Francisco lo reconoció de repente por su voz y ademanes. Se acordó de aquella escena en Nuevo Baztán que cambió el rumbo de su vida.
—Flores, traigo encargos y trabajo. Supongo que ya tienes noticias del nuevo palacio que los reyes construyen en los bosques de Segovia.
—Según he oído contar, se trata de un gran edificio —apostilló el cerrajero.
—Ya sabes que don Felipe, para que nos vamos a engañar… —dijo, bajando la voz mientras miraba de reojo alrededor para cerciorarse de que no hubiera oyentes indeseados—, anda mal de la mollera… Espero que estos zagales tuyos no se vayan de la lengua. El rey sufre de melancolía. Se siente encerrado entre los muros del alcázar y quiere huir de la corte. Necesita una nueva residencia que le recuerde a su adorada Francia.
—¿Serás tú el responsable de tal proyecto? —preguntó ufano Flores.
—Sólo en parte. El viejo Teodoro de Ardemans se ocupa de las trazas del palacio, y un francés, René Carlier, traído expresamente para la ocasión, ha dibujado los planos de los jardines, que, según he alcanzado a ver, habrán de ser fastuosos.
Francisco, fingiendo concentrarse en el silencioso trabajo de buril sobre una cerradura, escuchaba con extraordinaria atención.
—A mí se me han encomendado los diseños de balcones y grandes rejas para esos jardines. ¡Todo novedoso y monumental, Flores! Así es la reina Isabel. Le gusta el arte y quiere creación y magnificencia artística en su reinado.
Churriguera se acercó a la mesa donde trabajaba Francisco y comenzó a desplegar planos.
—¿Es este el muchacho que contrataste ante mis narices, hace ya tantos años? —inquirió a Flores, dirigiendo una mirada curiosa al oficial.
—Lo soy, señor —contestó Francisco con indisimulado orgullo.
—Cómo pasa el tiempo, vive Dios… Acércate. Mirad —dijo Churriguera, señalando sus bocetos—. He buscado grabados de los diseños que se estilan hoy en los grandes palacios franceses. No ha sido fácil.
—Este país anda tan corto de libros… —observó el maestro Flores.
—Aunque tenga que admitir la fuente de inspiración francesa, sé que he ideado algo inusual en nuestra arquitectura, a la par que diferente en vuestro oficio. Es el hierro transformado en arte. Nuevas figuras en los balcones, grandes y bellas rejas a modo de puertas que dividan el jardín en estancias, sin estorbar la perspectiva de sus parterres, laberintos, plazuelas, fuentes y cascadas de agua…
—Lo que viene a ser una reja de coro de iglesia sacada al exterior —comentó Francisco.
—¡Exacto! Aunque desacralizada y convertida en ornato civil. ¿Qué os parece? —preguntó Churriguera.
—La idea es interesante. ¿Son estos los diseños que habré de elaborar en mi taller? —preguntó el maestro.
—Flores, ya sabes la consideración que te tienen los reyes. Por supuesto, tú serás uno de los artífices.
—¿Uno… de los artífices?
—La reina ha querido que participe Sebastián de Flores, tu primo… Aunque pretendas sacarlo de tu vida e ignorar que existe, él también es un reputado cerrajero, un hombre inteligente. Ya conoces sus inventos para la Casa de la Moneda y goza además de grandes influencias en la corte. Entiéndelo, merece ser contratado igualmente y no puedo sustraerme a los deseos de su majestad. Tendréis el trabajo dividido y no estarás obligado a tratar con él, si así lo quieres.
—Sebastián… Nuestros caminos vuelven a cruzarse… —musitó pensativo el maestro Flores, sin prestar ya atención a su amigo, que relataba a Francisco la buena etapa profesional por la que atravesaba, a pesar de sentir próximo su declive. Intuía que iban a ser sus últimos retazos de gloria. Recordando sus momentos en Nuevo Baztán, evocó a aquellos grandes patronos de la familia Goyeneche, que recientemente le habían encargado la construcción de otro magnífico palacio en la madrileña calle de Alcalá. Sus prósperos negocios les permitían invertir en adquisición de solares en el corazón de la villa y corte. Habló con entusiasmo del hijo menor del viejo Goyeneche, Miguel, un joven prometedor. Había ya alcanzado el cargo de tesorero de la reina, en sustitución de su padre, y comenzaba a brillar en la corte como intelectual. Era coleccionista de libros y el más interesado en continuar el negocio periodístico en La Gaceta de Madrid de su progenitor.
Francisco se extrañó de que participar en los proyectos de construcción de La Granja de San Ildefonso no causara en el maestro Flores el entusiasmo esperado en un artesano al cual se ofrece una espléndida ocasión para lucir sus talentos. Intuyó que se debía a la sola mención de ese pariente del cual él mismo jamás había oído hablar. «Sebastián de Flores, ¿quién será?». Sintió curiosidad, pero no se atrevió a hacer indagaciones de momento. Era evidente que el resurgir de un recuerdo inoportuno había perjudicado a Flores, cuyo persistente mal humor se acentuó en aquellos días y probablemente incidió en su salud, que comenzó a resentirse de molestos achaques en los riñones. El dolor empezaba a impedirle ejercer su actividad en la fragua con la intensidad necesaria y decidió, saltándose nuevamente la antigüedad de Félix Monsiono, depositar en Francisco el peso de los encargos del nuevo palacio. Él se haría responsable del trabajo duro y diario de esa brillante iniciativa.
Era invierno y Francisco tuvo que desplazarse hasta La Granja de San Ildefonso junto a otros artesanos. Flores le había encargado visitar la obra, tomar medidas, hacerse idea del conjunto y analizar sobre el terreno los diseños. El viaje en esa época del año se hacía duro. Había que recorrer veinte leguas en dos jornadas de marcha. La nieve arreciaba en la sierra de Guadarrama y el desfile de carretas y carrozas, una tras otra, se hacía penoso en extremo. No era raro toparse en los bordes del camino con acémilas abandonadas y muertas por el frío, cuyos cuerpos habían servido ya de festín a los hambrientos lobos.
El paraje que Francisco encontró en San Ildefonso lo dejó absorto. Una montaña de exuberantes bosques centenarios acogía en sus faldas la nueva construcción palaciega, que se levantaba sobre lo que había sido un viejo monasterio jerónimo. El ir y venir de maestros de todos los oficios asemejaba la obra a un hormiguero. En el entorno del edificio se preparaban desmontes, plantaciones y zanjas para albergar el jardín francés, que habría de prolongar la vegetación natural, confundida con la plantada por el hombre, hasta las mismas puertas del palacio. Se adivinaba la belleza que todo aquel refinado conjunto alcanzaría en un futuro cercano.
Francisco no quería perder el tiempo en contemplaciones. El arquitecto Churriguera le había cedido dos ayudantes para que le asistieran en localizar el emplazamiento de las obras de hierro, comprobar las mediciones y empezar a ensamblar ciertas piezas de balconaje que ya traía terminadas. Subido a los andamios de madera que cubrían parte de la fachada, repartiendo instrucciones a sus colaboradores ocasionales, por primera vez en su vida se sentía con capacidad de decisión y mando.
Se dio cuenta en varias ocasiones de que un individuo lo observaba de lejos con persistencia. No tuvo más remedio que acabar fijándose a su vez en aquel caballero maduro, de rostro afilado, ojos grises y desafiantes. Delgado, aunque de complexión fuerte, vestido con cómoda casaca de trabajo y calzón negro, cubría su negra cabellera del frío con un oscuro bonete propio de artistas. Su cara le resultó a Francisco extrañamente familiar. Impartía órdenes con autoridad a otros oficiales, vestidos con peto de fragua, que se le acercaban solicitando indicaciones. Una mañana, por el rabillo del ojo, le vio llegarse pausadamente hasta él.
—Buenos días, joven. Ya me he informado. Sé que te llamas Francisco Barranco y eres oficial de José de Flores —le espetó el desconocido, esbozando una franca sonrisa—. Baja del andamiaje, siento curiosidad por conocerte. En este oficio nuestro, no es fácil encontrar artistas con el espíritu emprendedor que demuestras.
Francisco descendió con calculada parsimonia del entramado de maderas, intentando subrayar su dignidad ante el recién llegado.
—Si no conociera bien el carácter infernal de tu maestro, te diría que has aprendido en buena escuela. Aunque no creo que debas a él tus talentos —le dijo aquel hombre.
—Mis talentos, si es que los tengo, se los debo a la madre naturaleza, señor, pero a mi maestro debo algo más importante: rescatarme de la miseria y darme el conocimiento de un oficio que me permite progresar honradamente…
—Zarandajas. Mediocridades. Él jamás pasará de ser un artesano y contigo hará lo mismo. Se avecinan cambios económicos, descubrimientos científicos, nuevos negocios. Ser artesano, para gente ambiciosa como nosotros, ya no es suficiente —afirmó, interrumpiendo a Francisco con rotundidad—. Debo marcharme de inmediato de vuelta a la corte. Me esperan los carruajes ya cargados en la puerta del real sitio. Intuyo que también te habrás informado. Soy…
—¿Sebastián de Flores? —acertó a pronunciar tímidamente Francisco.
—Búscame en Madrid cuando regreses. Creo que tengo para ti perspectivas mejores. Te sorprenderá lo que he de contarte.
Durante la semana que aún permaneció alojado en las dependencias para oficios de San Ildefonso, soportando el frío, con los pies embarrados de los desmontes exteriores y encaramado a los balcones, bregando con hierros y herramientas, las palabras de Sebastián de Flores no dejaron de retumbar en la cabeza de Francisco, hasta convertirse en una obsesión. Se preguntaba una mil y veces qué sería lo que ese hombre buscaba en él y aquello tan relevante que pretendía comunicarle.
Regresó pocos días antes de que la corte se estremeciera con una extraordinaria noticia. Felipe V, sometido a la insoportable presión de sus propias paranoias mentales, había decidido abdicar en favor de su primogénito. El trono pasaba a manos de dos soberanos adolescentes e inexpertos: el príncipe Luis, de dieciséis años, y su esposa Luisa Isabel de Orleans, de sólo catorce. Desde ese momento, los reyes padres, Felipe V e Isabel de Farnesio, se apartarían de la primera línea del gobierno del Estado —aunque la experimentada soberana no pensaba abandonar jamás la actividad en la sombra—, y vivirían retirados en la placidez de su nueva residencia entre jardines y bosques de caza.
Josefa temió que tan drástico cambio afectara a su estatus en el servicio femenino de la princesa Luisa Isabel, que enviciada de frivolidad y caprichos, se encontraba inesperadamente como dueña y señora de la Corona de España. La nueva corte abandonaría el viejo alcázar para instalarse definitivamente en el cercano real sitio del Buen Retiro, que por su excepcional coliseo, la amplitud de sus estancias, patios, jardines y el gran estanque central de agua, donde era posible incluso navegar, se acomodaba mejor a las ansias de libertad y divertimento de los jóvenes reyes. Las damas de la reina madre se mantuvieron al servicio de la flamante soberana para servir de espías a su antigua señora sobre cuanto acontecía en ese entorno político alterado por la mudanza. Alguna joven dama española entró a formar parte, en cambio, del elenco de aristócratas que acompañaban a Luisa Isabel en sus ratos de ocio, tratando de compensar la mala influencia que ciertas camaristas francesas, demasiado libertinas, ejercían sobre la inmadura reina. La frivolidad se había convertido ya en su norma de conducta y el timorato rey Luis I no tuvo más remedio que recurrir, seis meses después de iniciar su mandato, a encerrar a su esposa en una habitación del abandonado real alcázar, para obligarla a reflexionar sobre la inconveniencia de ser una fuente continua de escándalos.
El aislamiento de la reina propició que Josefa recibiera licencia de la camarera mayor para marchar unos días al hogar familiar. Hacía meses que no dormía en casa, por lo que el reencuentro con sus padres y su hermana Manuela resultó reconfortante. El maestro permanecía aún aquejado de las dolencias que le atenazaban el cuerpo y le obligaban a guardar cama. Para tristeza de Josefa, la perrita Ganga hacía semanas que no pisaba por la casa, pues ante las prolongadas ausencias de aquellos que en su día la recogieron, parecía haber decidido retomar su vida callejera. Después del saludo a su familia, Josefa escuchó el tintineo del yunque en la fragua y supuso que se trataba de Francisco. Disculpándose ante sus padres, corrió al encuentro con él. Durante su larga ausencia en palacio le había echado mucho de menos.
Recién regresado de tierras de Segovia, Francisco seguía inmerso en cuerpo y alma, con su acostumbrada pasión, en el proyecto de rejas y balcones para La Granja de San Ildefonso. La aparición de Josefa, como había ocurrido otras veces, le pilló de improviso, pero se alegró enormemente de verla.
—¡Estás más bella que nunca! —le dijo, tomándola de una mano y obligándola a dar una vuelta sobre sí misma, para contemplarla en redondo.
Josefa esperaba con ansia recibir un beso de amor, pero cuando Francisco se dispuso a tomarla en sus brazos, comenzaron a saltar chispas del fuego que ardía en la fragua.
—¡Por Dios, olvidé que enterré entre las ascuas la voluta de una reja! A estas alturas, el hierro se habrá recocido y estará inservible —protestó enfadado consigo mismo, mientras corría a tomar en su mano unas tenazas con las que retirar la pieza, que desprendía ya una fea llamarada. La sacó con rabia y la tiró al suelo, criticando duramente su propia torpeza—. No he debido descuidarme. Tendré que repetir el trabajo.
—Veo que no he llegado en buen momento… —se lamentó Josefa, dolida por la destemplada reacción del oficial.
—Perdóname, Josefa. Con esta pieza estaba a punto de terminar una reja y no he podido evitar el enfado…
—Olvídalo, Francisco. Si hay una mujer en el mundo que entienda tu obsesión por el trabajo bien hecho, soy yo. Tengo buena escuela en la relación de mis padres, ¿no crees? Te dejaré volver a tu reja. Simplemente quiero que tengas en cuenta que estaré en casa por pocos días… —dijo comprensiva. Por amor a Francisco, Josefa comenzaba a resignarse a su papel secundario frente al oficio y a recibir con satisfacción, sin atreverse de momento a exigir más, la cantidad variable de cariño que el cerrajero le brindara, según el momento y circunstancias.
Por su parte, Félix, siempre huraño y vengativo, se dedicó a escrutar durante esos días todos los movimientos de Josefa, sin discernir bien si prefería toparse con ella o rehuirla. Su presencia incomodaba a la joven, que no podía evitar su repulsión por el oficial, cuyo constante mal humor parecía ya haberle desencajado el rostro.
—No podría explicaros con palabras el infierno que vive el joven rey —comenzó a relatar Josefa, un día, durante el almuerzo familiar—. Antes del encierro, doña Luisa Isabel apenas se interesaba por él. La sola idea de compartir su lecho de vez en cuando la ponía de mal humor. Únicamente se divierte en sus aposentos con esas francesas altivas y deslenguadas, que la hacen reírse a carcajadas tan histéricas, que a todas las criadas nos causa vergüenza cuando se escuchan a través de las puertas.
—A Dios debe su corona, y será el propio Dios quien se la quite por su mal comportamiento… —sentenció Nicolasa, con su habitual templanza, removiendo el potaje frente al fuego de la chimenea.
—Pobrecilla —prosiguió Josefa—. Sospecho que nadie la ha querido nunca sinceramente. Causa lástima ver cómo se expone a las críticas de la corte. Sólo hay una dama, María Sancho Barona, de las que recientemente han entrado en palacio, que hace lo posible por aconsejarla y atemperar el lamentable criterio que los cortesanos españoles se están formando de su reina.
El nombre retumbó como un trueno en la mente de Francisco.
—¿Doña María Sancho Barona? —preguntó.
—Sí. Una mujer bonita, por cierto. Va contraer matrimonio dentro de unos días —anunció Josefa, sin adivinar el vuelco al corazón que su comentario había provocado en Francisco.
María Sancho Barona, a sus diecinueve años, se casaba con el hombre elegido a conveniencia de su familia. Se trataba de Juan Francisco Gaona Portocarrero, conde de Valdeparaíso, diez años mayor que ella y dueño de un inmenso patrimonio en tierras de Almagro, colindantes con las de su prometida. El padre de Juan Francisco había sido ennoblecido por Felipe V en gratitud a su lealtad a la causa borbónica y desde entonces los Valdeparaíso gozaban del afecto regio. Juan Francisco, ilustre, honrado y trabajador, estaba llamado a ocupar importantes cargos administrativos en futuros gobiernos. Un caballero poderoso, titulado y rico era la suma de todo cuanto una dama de alta alcurnia podía aspirar a tener como marido. Sin embargo, Francisco albergaba la duda de que esa mujer de enigmáticos ojos verdes y despierta curiosidad intelectual fuera a encontrar en ese hombre al compañero ideal. Algo le hacía intuir que María no sería feliz en su unión con ese conde. Desde que escuchara la noticia de boca de Josefa, esta idea, que en nada le competía a él, ocupaba pese a todo de forma obsesiva su pensamiento. Quizás era el utópico y absurdo deseo de que María no fuera propiedad de otros hombres, lo que traicionaba una y otra vez su subconsciente. Pasaba el tiempo desde que la viera por primera vez, pero su recuerdo pertinaz por ella apenas se desvanecía.
La dificultad de conseguir la ligereza deseada en una voluta de hierro, adornada con rocallas y follajes, que habría de decorar aquellas rejas que ahora componía por encargo regio, le exasperó profundamente una tarde. Francisco se resistía a molestar al maestro en su enfermedad con consultas sobre el procedimiento más adecuado para logar lo que artísticamente buscaba. En los últimos días se había hecho llagas y quemaduras en las manos, más propias de su impaciencia que de su ya reconocida pericia. La presencia de Félix a su alrededor, escrutando con gesto agrio cada uno de sus movimientos, se le hizo insoportable. Estaba harto de la sensación de sentirse siempre espiado por el envidioso oficial. Soltó el mazo con desesperación, se puso encima su chaquetilla y decidió salir a la calle a tomar el aire. Había perdido la cuenta de las horas que llevaba ese día encerrado en la fragua. Comenzó a caminar sin rumbo fijo, pero se acordó repentinamente de aquella cita pendiente con Sebastián de Flores y decidió probar suerte.
Le costó poco localizar su fragua. En el barrio del alcázar, no había persona a quien preguntase que no supiera donde moraba Sebastián de Flores. En la calle de Segovia, junto a la plazuela de la Cruz Verde, habitaba una gran casa, exenta por privilegio real de hospedar cortesanos, como era obligación de aquellas fincas de la villa que derrochaban el espacio que le faltaba al alcázar para aposentar a todos los criados y administradores de la Corona. La vivienda había pertenecido antes a Nicolás Bis, el prestigioso arcabucero real, fabricante de armas insuperables en Europa por la calidad de sus cañones. A Bis se atribuía el descubrimiento, mitad casualidad, mitad experimentación y buen ojo, de que las viejas herraduras de caballos, sometidas al machaqueo propiciado por el andar del animal, era el metal más resistente con que podían fabricarse arcabuces. Sebastián de Flores, emparentado con Bis por vía materna, había comprado esta casa a su viuda y con ella el ansia de seguir penetrando en los secretos del hierro.
Francisco llamó a la puerta con decisión. Sebastián estaba solo y se alegró de que el oficial se hubiera decidido por fin a visitarle. Le invitó a cruzar por las estancias de la casa, digna y acomodada, en la cual todos los enseres, incluidos numerosos libros de diferentes tamaños y antigüedad, respondían a un exquisito orden, propio de la personalidad metódica y perfeccionista de su dueño. Francisco intuyó que vivía sin más compañía que la de ayudantes y oficiales que acudían allí a diario a trabajar. Ni rastro de la existencia de hijos o una mujer que lo cuidara.
Pasaron después a la zona de taller y fragua, cuya amplitud y limpieza dejaron a Francisco boquiabierto. Varias salas de altos techos acogían artilugios, maquinarias y herramientas destinadas a diferentes facetas de la metalurgia. En una de ellas, dedicada a cerrajería, la fragua estaba encendida y los rescoldos del carbón desprendían un agradable calor. En la siguiente, contempló absorto unas curiosas máquinas, cuyo uso no acertaba a imaginar. Ante su curiosidad, Sebastián se detuvo a contarle que se trataba de tornos de su propia invención, a los que debía gran parte de su fama como artífice. Le explicó que con ellos era posible tornear cualquier objeto de hierro de hasta cien arrobas como si fuera de cera, necesitándose únicamente dos oficiales para su manejo. En un día de trabajo lograba con esta máquina lo que otras hacían en diez, y lo que un avezado artesano acabaría a mano en cuatro meses. No era de extrañar, pues, el reconocimiento que se le debía como inventor y el buen dinero que la máquina le reportaba.
Pero nada asombró más al oficial que la última estancia, dominada por grandes hornos de ladrillo que la hacían parecer angosta a pesar de su anchura, que junto a alambiques metálicos, tarros con extraños polvos y moldes de caprichosas formas apilados en el suelo, hablaban del ingenioso trabajo de fundición de hierro con el cual Sebastián de Flores estaba experimentando. Francisco fue consciente en ese instante de su gran desconocimiento. Todo aquello parecía ajeno a lo que hasta ahora había aprendido del oficio. El maestro se percató del impacto que la visita estaba ejerciendo en el joven.
—Es el futuro —aseveró Sebastián de Flores, sin más preámbulos, señalando hacia donde se concentraba la mirada de Francisco.
—¿Perdón…?
—Los hornos. Son el futuro del hierro. Aunque nada más unos pocos sepamos intuir lo que sobrevendrá con el devenir del tiempo. Conozco lo suficiente a este endiablado metal para saber que a pesar de los siglos que el hombre lleva domeñándolo, aún esconde algo en sus entrañas que hará rico a quien descubra el secreto…
—Si no es indiscreción, ¿a qué secreto se refiere?
—La respuesta a tu pregunta valdría mucho dinero, Francisco. ¿Por qué habría de desvelártela a ti?
—Le recuerdo que he venido aquí respondiendo a su invitación.
—Tienes razón… y eres sagaz. El caso es que no sé por qué razón oculta siento la tentación de hacerte partícipe de mis inquietudes. Por lo que he sabido de ti en la corte, me consta que además eres trabajador y honrado, con cualidades innatas y ambición creciente. Yo soy hombre solitario, aunque no me quejo. Mi soledad es intencionadamente buscada. Pero sé que está mal que no comparta conocimientos de los cuales soy legatario. Podría llevármelos a la tumba, pero aunque artesano de origen, soy persona de estudios y moriría con mala conciencia si entierro conmigo mis experimentos.
Sebastián se tomó un respiro para pensar y prosiguió.
—De todas formas, te confieso que yo tampoco conozco la respuesta a ese secreto sobre el cual me preguntas: se trata de la conversión del hierro en acero. Mis antepasados poseyeron ese valioso conocimiento, incluso en forma de escrito; al parecer, un valioso libro manuscrito que por raras circunstancias de la vida yo no pude conservar, aunque lo tuve en mis manos cuando era un chiquillo —dijo meditabundo—. Da igual, me creo capaz de volver a obtener-lo por mí mismo…
Sin entender el calado personal de las palabras del maestro, Francisco se interesó más por aquellas cuestiones técnicas que rehuían su comprensión:
—Perdone mi ignorancia. Hasta donde yo sé, el acero es hierro de gran pureza, maleable y resistente, refinado a golpe de martillo, calor al rojo vivo y súbito enfriamiento en agua. ¿No es así como se trabajan las espadas y cuchillos? Pero eso no es ningún descubrimiento…
—No lo es en pequeños fragmentos, aunque nos falta mucho por saber, por ejemplo, de la fórmula de los míticos aceros de Damasco. Yo hablo de la fabricación del acero a gran escala, en hornos de fundición. Está por hallar la manera de lograr ingentes cantidades de acero, útil para fabricar armas y objetos civiles que hoy ni imaginamos. La temperatura y tiempo del fuego, los fundentes, la calidad del carbón, la forma de los hornos, quizás la suma de un ingrediente desconocido… todavía está por comprobar la fórmula perfecta.
—Fascinante… —contestó Francisco, absorto con la explicación.
—El hierro español es de excelente calidad y el mineral abundante, ¿sabes?, pero aquí todo está confinado a procedimientos antiguos. En este país que se despereza de la ruina, apenas han existido hasta ahora probaturas en nada útiles. En el resto de Europa, sin embargo, andan despiertos y no malgastan su tiempo. Me consta que en otros lugares la búsqueda de la conversión del hierro en acero es una prioridad para reforzar ejércitos y atraer prosperidad económica.
Sebastián de Flores se acercó hasta un alto armario de nogal, arrimado contra la pared del taller. Abrió de par en par sus puertas y de una caja guardada en su interior extrajo una carta. La desdobló y entregó a Francisco, con la intención de que comprobara por sí mismo la veracidad de lo que iba a contarle. Al comprobar que la misiva se extendía en varias hojas de apretada caligrafía, el oficial respiró profundamente y comenzó a leer con parsimonia.
—Está escrita por un viejo amigo, comerciante vizcaíno de hierro, que hace unos meses ha viajado hasta París. Maneja buenos tratos comerciales e información de primera mano —comentó Sebastián, interrumpiendo la lectura y señalando a los papeles con insistencia.
—¿Y cuenta algo nuevo de Francia? Empiezo a pensar que todo lo que últimamente hacemos o dejamos de hacer nos viene impuesto por nuestros vecinos.
—Escucha —dijo Sebastián de Flores, arrebatándole impaciente la carta de las manos—. El duque de Orleáns, recientemente fallecido, padre de nuestra reina Luisa Isabel, regente de Luis XV y todopoderoso amo de Francia durante la última década, andaba también obsesionado con el secreto del acero. Fue el benefactor de un joven científico llamado Réaumur, que asegura haberlo encontrado durante sus ensayos de laboratorio, bien pagados por cierto por la academia de ciencias parisina a la que pertenece. Convenció de tal manera al duque de la certeza de su descubrimiento, que este puso en marcha una real fábrica de acero y financió la edición de un tratado en el que Réaumur despliega sus conocimientos al respecto.
—Entonces, aquí se podrán aprovechar ya los hallazgos de ese francés para instalar nuestras propias manufacturas —afirmó ufano Francisco.
—Estoy seguro de que resultarían un fracaso. No he podido consultar aún el tratado en cuestión y será difícil que llegue a hacerlo, puesto que sólo un milagro haría que llegara aquí en breve a algún comerciante de libros. De ser así, es probable que un torpe censor de la Inquisición lo incluya en la lista de textos prohibidos. Me basta con lo que me dice la carta. Parece ser que Réaumur ha logrado establecer la forma de convertir hierro en acero de una forma científica, desvelando lo que desde hace siglos los artesanos procuran empíricamente, según fórmulas de trabajo mantenidas en secreto. Si mezclamos un trozo de hierro con carbón vegetal molido y polvo de huesos calcinados, y lo sometemos al fuego infernal de un horno, lo habremos convertido en acero. Así de sencillo. O al menos eso dice ese francés, en términos más elevados, claro está.
—¿Y…? —preguntó curioso Francisco.
—Estoy convencido de que esa fórmula no es adecuada. La fábrica de Orleáns aún funciona, pero a la larga se percatarán de que sólo produce un mal acero, quebradizo e inútil. Lo sé con seguridad, soy perro viejo y desciendo de metalúrgicos… Sin embargo, me preocupa que este invento, por influencia de la reina Luisa Isabel, pueda desembarcar en España. Esta nueva dinastía de los Borbones quiere que el pueblo trabaje; que haya fábricas y dinero que colme a la real Hacienda. Algún avispado francés convencerá a nuestro Luis I de la idoneidad de seguir los pasos del regente, conseguirá el privilegio real, el monopolio del acero en nuestro país… qué digo, de este mal acero, y entretendrá a España en el camino equivocado, impidiéndonos experimentar con la fórmula correcta de producirlo.
Francisco escuchaba con atención, pero no acababa de entender la causa por la cual Sebastián de Flores había decidido revelarle precisamente a él tan importante información.
—¿Y qué puedo aportaros yo, por mucho que sea maestro de cerrajero en ciernes, en todo esto? Intuyo que solicitáis algo de mí, que no sé si podré garantizaros… —se atrevió a inquirir.
—Necesito una persona joven y con aspiraciones que me ayude. Sé que posees capacidad para ello. Hay fases del trabajo manual que no puedo hacer solo y no me sirve cualquier patán o indiscreto oficial. Créeme, estoy en el camino adecuado del gran negocio del acero. Lo único que me hace falta son los socios pertinentes. Déjame aconsejarte… Alcanza la maestría pronto, pero no olvides formarte como artista. Adquiere conocimientos mecánicos y científicos. Estudia diseño, cálculo… Si quieres progresar, no basta la fatiga corporal. Cultiva tu mente.
—Vuestra proposición suena bien, pero sabéis que es harto difícil. La erudición es cara. No está pensada para los artesanos y no poseo dinero para adquirir libros, ni pagar maestros. El gremio de cerrajeros ni siquiera provee a sus miembros de conocimientos científicos…
—Francisco, emplea tus monedas en sabiduría y el tiempo te demostrará que no las has derrochado. No hace falta que gastes tu hacienda en comprar textos impresos. ¿Acaso no trabajas para el rey? ¡Accede a la biblioteca real, aunque sea por las noches, como las ratas! Necesito que lo hagas. Debes estar alerta de la entrada en esa colección de cualquier tratado sobre metalurgia e informarme de todo movimiento que se produzca en la corte sobre este asunto.
—Pero yo no puedo abandonar a mi maestro. Y menos en este momento en que está enfermo. Sería una traición imperdonable por mi parte —se excusó preocupado Francisco.
—Ni yo te lo pido. Querría evitar otra ofensa a ese malquisto primo. Ya nos infligimos suficientes en el pasado.
Las palabras de Sebastián dejaron nuevamente meditabundo a Francisco durante un instante.
—¿Otra ofensa…? —preguntó con exacerbada curiosidad, recordando que ya había sido testigo con anterioridad de la inquina que el recuerdo de las rencillas entre los dos parientes causaba también en José de Flores.
—Comienza a caer la noche —contestó tajante Sebastián—, y estoy demasiado cansado para evocar tortuosos recuerdos. Márchate ahora y medita sobre lo que me has escuchado esta tarde.