Capítulo 28

En otros tantos meses de trabajo, mientras Josefa recuperaba su salud lentamente y el pequeño empezaba a engordar como un niño sano, Francisco fue culminando los diferentes tramos de la escalera del palacio de Aranjuez. Bonavía quería hacer coincidir la inauguración de la obra con la próxima llegada de los soberanos para pasar en este real sitio su habitual temporada de primavera. Francisco había trasladado en carromatos desde Madrid los pesados paneles de la barandilla, que con el hierro reluciente y sus detalles recubiertos de bronce dorado, lucían tendidos sobre el suelo de los peldaños, a la espera de la orden definitiva de levantarlos y fijarlos en la cantería. No se hablaba de otra cosa en el ambiente artístico de la corte que de la esperada belleza de esta escalera y del éxito de su planificación y desarrollo. Los nombres de sus principales artífices, Giacomo Bonavía y Francisco Barranco, estaban en boca de todos. Se palpaba la expectación por comprobar in situ el resultado de tan comentado proyecto.

Francisco intuía que se iniciaba aquí la mejor etapa de su vida. Más de una vez había brindado con vino en Aranjuez, junto a Bonavía y su equipo de canteros y herreros por el éxito anticipado. Sólo esperaban ya la felicitación de los soberanos.

A dos semanas de la llegada de los reyes, cuando el remate final estaba a punto de llevarse a cabo, la orden de paralizar el ensamblaje de la barandilla cayó en Aranjuez como un jarro de agua fría. Todo quedaba repentinamente en suspenso, sin que se diera a Bonavía más explicaciones. Por el contrario, llegó la orden de retirar de inmediato los rastros de la obra y sellar con cemento los agujeros practicados en la cantería para sostener los paneles de hierro, de forma que la familia real pudiera transitar por ese espacio sin tropezar.

La desolación cundió entre los artistas que habían participado en este empeño. Bonavía trataba de atemperar la desilusión de Francisco, convenciéndole de que puesto que su obra ya estaba terminada, sería cuestión de tiempo el que volviera a darse contraorden para su instalación. De momento, era interesante tratar de averiguar a qué razones ocultas se había debido el drástico cambio de opinión.

Para Francisco, sin embargo, el desengaño por esta detención en seco de sus aspiraciones artísticas vino acompañado de una racha de infortunio, anunciadora indudablemente de la necesidad de estar alerta a futuros cambios.

Hacía días que había regresado a su trabajo en las reales fraguas de Madrid. Una mañana, recién levantados, Josefa y Francisco se encontraron de bruces con el triste suceso. Un buen rato después de la salida del sol, el maestro Flores no había bajado todavía a desayunar, tal como acostumbraba a hacer cada día cuando se encontraba con suficientes fuerzas. Josefa dejó al niño en la cuna y subió a despertar a su padre. Unos segundos después, sus llantos inundaron la casa. José de Flores había entregado su alma a Dios esa noche, de una forma silenciosa. Con los ojos cerrados y el semblante sereno, parecía estar aún dormido. Tocó a Josefa y Francisco consolarse mutuamente. Para ella era el segundo padre que se le iba en unos años; para Francisco suponía la pérdida de ese maestro al cual debía desde niño la forja de su propia vida. Josefa lamentaba más que nunca la ausencia de su hermana Manuela, a la cual, tras su tempestuosa marcha junto a Félix, no podía avisar sobre el fallecimiento. Dios sabría por dónde andaba con su indeseable marido. José de Flores no dejaba más herencia que su fragua y sus herramientas, dispuestas desde hacía tiempo en su testamento para ser heredadas por su admirado discípulo, Francisco Barranco. A él, precisamente, le había dejado escrita una nota, que apareció debajo de su almohada, donde debía estar escondida desde días atrás, como si el maestro hubiera barruntado su próxima muerte:

Francisco:

Cuando leas estas palabras habrá llegado mi hora. Te las dirijo a ti porque te considero el hijo que nunca tuve y sé que sabrás cuidar bien de Josefa. Me arrepiento ahora de no haberte manifestado jamás el orgullo que siempre he sentido por ti. Durante tu aprendizaje, supe de inmediato que habías abierto aquel baúl de ingenios que mi familia ha atesorado a lo largo de generaciones, pero el mero hecho de que fueras capaz de abrirlo me hizo valorar tu temprana inteligencia, tu afán de conocimiento y los talentos de tus manos. Gracias a ello, salvaste tu vida en el alcázar. Doy gracias eternas a Dios por ello. Ahora eres tú el depositario de ese baúl, del cual desgraciadamente falta el manuscrito. Te encomiendo la guardia y custodia del primero, de cuyos secretos te hago legatario para que los transmitas en un futuro a tu hijo, mi nieto; del segundo, quiera el padre eterno que vuelvas a hallarlo. Cuida del legado de la familia Flores. Cuida de Josefa, a quien más he querido en el mundo, y de mi hija Manuela, si el destino la devolviera maltrecha a esta casa. Y a ti, Dios te alumbre y guarde como mereces.

La nota hizo emocionarse a Francisco. José de Flores había sido para él un buen maestro. Lo enterraron en la cripta de la iglesia de San Juan, donde habrían de decirse ochocientas misas por su alma, de acuerdo con el testamento.

Francisco pasó varios días ensimismado en sus propias ideas. Muchas noches, en la tranquilidad del hogar, cuando el cansancio le preparaba para acostarse, abría el baúl que guardaba aquellas valiosas cerraduras. Por primera vez en su vida, podía deleitarse en observarlas a plena luz y estudiar con detenimiento todos sus refinados detalles y mecanismos. Las desplegaba sobre la mesa principal de la sala, después de haber recogido los platos de la cena, e incluso sentía la necesidad de implicar a Josefa en ese disfrute. A ella, a pesar de haber convivido con esos artilugios, siempre le habían estado vedados, como a todas las mujeres de su familia. Era pues una novedad el poderlos contemplar fuera de su habitual escondite. Josefa agradeció mucho la confianza que le demostraba ahora su esposo. Y es que tras el nacimiento de su hijo, la relación entre ellos se había vuelto más cómplice y comprensiva. La dignidad de Francisco había sufrido un duro zarpazo en aquel último encuentro con la condesa de Valdeparaíso, en el que se hizo evidente la imposibilidad de esa pasión idílica. Aún la amaba, jamás dejaría de hacerlo, pero puesto que pasaba tiempo sin verla, su corazón le pedía reposo y le empujaba a buscar en Josefa el afecto que serenara su vida. Falta le iba a hacer a Francisco el apoyo moral de su mujer para superar los próximos acontecimientos que se avecinaban.

El enfrentamiento entre los clanes de los arquitectos Sacchetti y Bonavía, los intereses económicos ocultos, los recelos y envidias por el lucimiento del contrario, comenzaron a resultar peligrosos. Francisco se dio cuenta de que se había puesto en marcha contra él una bien orquestada campaña de desprestigio. Sin poder explicar de dónde venía esa animadversión, ni la procedencia de las órdenes envenenadas que le llegaban, el cerrajero del rey tuvo que soportar durante los siguientes meses la presión de ver puesta en entredicho su gestión de las reales fraguas. Se atrevió a preguntar al intendente de la obra, Baltasar Elgueta, pero este le remitió al mismísimo marqués de Villarías, de cuyo despacho salían firmadas en última instancia todas las órdenes que atañían a la obra. Francisco dudó sobre la conveniencia de presentarse ante el secretario de Estado con sus quejas; al fin y al cabo, le debía el cargo que ocupaba. Pero, finalmente, pudo más su indignación por las críticas que recibía a diario, que el pudor de molestar a aquel ministro que había sido tan solícito con él anteriormente. El marqués de Villarías no ocultó su sorpresa al verle aparecer por la secretaría. Estaba a todas luces muy ocupado con otros asuntos de gobierno, pero instó a Francisco a contarle qué asunto le traía a su gabinete.

—Señor marqués, estoy siendo víctima de una campaña de desprestigio que no pretende sino desbancarme de mi puesto de director de las reales fraguas. No alcanzo a entender a qué se debe y si es que existe ya otro candidato para sustituirme —inició Francisco su retahíla de reclamaciones—. Pensé que vuestra señoría, que tanto hizo por situarme en ese puesto, poseería alguna información al respecto que yo desconozco.

—¿Qué es exactamente lo que te preocupa de esa campaña, Francisco?

—Señor, me veo repentinamente sometido a la humillación de que el intendente me exija una relación exacta de las obras que estoy haciendo, dando a entender que en las fraguas, bajo mi dirección, se trabaja poco. Se me cambian repentinamente las condiciones de mi oficio, advirtiéndome que a partir de ahora no se me pagarán jornales ni sueldo, sino exclusivamente el precio de lo realizado, como cualquier maestro que trabajara por cuenta ajena.

—Vaya, parece que traes quejas razonables…

—Pero ahí no acaban las injusticias, señoría. Ahora me amenazan con que se estudiarán ofertas de otros cerrajeros externos, para que yo no tienda a subir los precios. Se me acusa de sobrevalorar la calidad de mis obras, del inflado de cuentas y hasta del robo de materiales del viejo almacén de hierros del alcázar, de cuya creación yo mismo fui responsable…

—Entiendo.

—Y por último, señoría, permitidme deciros, con todos mis respetos, que me consta que también Bonavía está siendo injustamente acusado de malversación de fondos en las obras del palacio de Aranjuez que dirige —se atrevió a apuntar Francisco—. Es fácil imaginar que se trata de una estrategia perfectamente orquestada contra la buena fama de nuestro trabajo conjunto.

—Barranco, no voy a negar que esta guerra entre arquitectos me está provocando serios quebraderos de cabeza, pero hay cuestiones que empiezan a trascender los meros celos artísticos, y yo tampoco alcanzo a entender determinados asuntos… —dijo el marqués de Villarías, denotando en su aguda mirada la preocupación porque se estuvieran produciendo a sus espaldas en la corte intrigas que escapaban a su conocimiento.

—Señoría, pero las órdenes traen el sello de vuestra secretaría…

—Así es Francisco. Me he visto en la obligación de hacerlo, puesto que a esta oficina han llegado informes negativos de tu gestión. No puedo ignorarlos. Pondría en entredicho mi propia honestidad en el cargo.

—Pero esos informes seguro que están sustentados sobre datos falsos… —se defendió el cerrajero.

—Creo fehacientemente en lo que dices, Francisco, pero mientras no encontremos al autor del falseo de tus cuentas, y la explicación de sus intereses espurios, poco puedo hacer al respecto. Tú debes saber mejor que nadie qué enemigos tienes en tu entorno.

—Confieso que en los últimos tiempos he estado demasiado ciego y confiado. La escalera de Aranjuez y la muerte de mi maestro han acaparado mi atención, y creí que la dirección de las fraguas estaba asegurada. Entiendo que no es así, pero sabe Dios que a partir de ahora defenderé mi cargo con uñas y dientes. No pararé hasta desentrañar quién mueve los hilos de esta conjura.

—Más te vale hacerlo, Francisco. El rey empeora por días. A mi entender, se avecinan cambios que nos afectarán a todos. Yo no puedo defender tu honor por ti; bastante tendré con mantener el mío y el de mi gobierno…

—Lo haré como decís, señor marqués. Gracias —se despidió Francisco, sintiendo el alivio de saber que aún contaba con la confianza de Villarías, aunque este eludiera implicarse directamente en su defensa.

Según desandaba el camino de vuelta a casa, el cerrajero iba pensando que efectivamente se presagiaban otra vez cambios, aire de nuevos tiempos. Faltaba por definir para quién serían beneficiosos y para quién, por el contrario, tendrían perjudiciales consecuencias.

Sentía la necesidad de desfogarse con alguien que comprendiera sus razones, y fue en busca de Pedro Castro. Todos progresaban con los años y el cómico había asumido recientemente responsabilidades de ayudante en la organización escénica del coliseo de los Caños del Peral, el de las funciones elegantes para la corte. Pedro parecía también más maduro. Había sentado por fin la cabeza y, aunque sin pasar por la vicaría, vivía amancebado con una joven actriz que había abandonado su mundo itinerante y a un esposo por permanecer a su lado. Su conversación era siempre para Francisco un alivio, una ráfaga de aire fresco, porque al margen de su sempiterno optimismo, poseía información variopinta sobre cualquier asunto. Su agudeza en este sentido era asombrosa.

Caminaron juntos un trecho por las callejuelas cercanas hacia el edificio de la biblioteca real y la Casa del Tesoro, junto a la tapia de las obras del nuevo palacio real. Encontraron por allí una gran losa de granito abandonada y decidieron sentarse a hablar, contemplando la magnífica puesta de sol que ofrecía el edificio por detrás de su silueta. Francisco relató a Pedro los detalles del agrio cariz que estaban tomando las rencillas entre los clanes artísticos y políticos de la corte. Aunque no era pieza principal de las mismas, el hecho de haberse asociado a Bonavía y beneficiado de su ascenso artístico, le convertía en blanco a derribar en esta incómoda guerra oculta. Le había costado muchos años de trabajo e influencias llegar hasta donde estaba y no pensaba ceder a las presiones.

—Si alguien busca el enfrentamiento conmigo, ten por seguro que voy a plantar cara. Sólo necesito identificar bien al enemigo, y en eso, la verdad, estoy desconcertado —reconoció Francisco.

—Prepárate para lo peor, amigo. Por lo que se escucha en las tabernas, algo grave va a ocurrir pronto en la obra del palacio. Alguien está agitando a los canteros para que protesten contra sus inhumanas condiciones de trabajo y los bajos jornales que están percibiendo.

—Es cierto que edificar esta mole se está tragando a espuertas un ingente presupuesto. Dicen que va a ser necesario hacer serios recortes. Lo estoy sufriendo ya en mis propias carnes —añadió Francisco—. Pero, ¿qué sabes de ese movimiento?, ¿quién lo promueve?

—Imagínatelo. Gente de tu clan, el de Bonavía, por supuesto. Cualquiera que trate de perjudicar seriamente a Sacchetti. Nada le podía hacer más daño que la paralización de la obra por falta de entendimiento con los obreros.

—Si te soy sincero, no me gusta la deriva que está tomando este asunto —confesó Francisco—. Creo que la intensidad del trabajo nos está haciendo perder la cabeza a todos. Participar en la construcción de este palacio, que pasará a la historia con nuestro esfuerzo y nuestros nombres grabados a fuego, debería ser motivo de orgullo, pero veo que también se va a llevar por delante el prestigio y la vida de otros —sentenció con emoción el cerrajero.

—Si quieres un consejo, sé egoísta, abre bien los ojos, y mira por tus propios intereses. Es la única manera de salir indemne cuando las intrigas en una corte se ponen feas…

—Me conoces bien, Pedro. Sabes que trato de no pisotear a nadie. Te diré, sin embargo, que esa recomendación la escuchan últimamente con frecuencia mis oídos…

Meses después, se había adentrado ya el caluroso verano del año 1746 y el estado de ánimo en los salones del Buen Retiro pasaba por grandes altibajos. A la crispación por algunas derrotas en las guerras españolas de Italia y el desencuentro diplomático con Francia, a costa del asalto del infante Felipe al trono del ducado de Parma, había seguido la euforia por las recientes victorias. El matrimonio real había traspasado ya la frontera de la vejez. Isabel de Farnesio, a sus cincuenta y tres años, se encontraba repleta de energía y pasión por la política, pero no así su esposo, Felipe V, que a los sesenta y dos, desencajado por su enfermedad mental, había engordado mucho y apenas tenía voluntad de moverse. La familia real había pasado una temporada en el palacio de Aranjuez, donde la frescura de las aguas del Tajo convertía sus frondosos jardines en un delicioso vergel, y se hallaba de vuelta para el mes de julio en Madrid. No se esperaba de momento ningún acontecimiento de especial trascendencia.

La jornada había transcurrido tranquila para Francisco, ocupado con más interés que nunca en la puntual gestión de sus talleres. Ese día regresó a su casa al mediodía, cuando el tórrido y soleado aire matutino había hecho irrespirable la atmósfera de la fragua, a cuya temperatura exterior se sumaba la del fuego en su interior, siempre encendido. Escuchó de repente el pesado repique de unas lejanas campanas. Josefa, que también las había oído, sugirió que por la cadencia de su ritmo, parecía un tañido a muerto.

—Qué extraño… —musitó Francisco, con la preocupación ya reflejada en el rostro.

Salió a la calle para tratar de identificar la procedencia del tañido. Por la distancia y la dirección, le pareció que venía del paseo del Prado. Un vecino cercano, criado de la casa real, se asomó igualmente a la puerta.

—Parecen las campanas de San Jerónimo —comentó este, refiriéndose al monasterio de San Jerónimo el Real, el viejo y monumental conjunto religioso que servía de escenario en el recinto del Buen Retiro a las más solemnes ceremonias del trono español.

—Me da mala espina… —contestó Francisco—. Me acercaré hasta el palacio a enterarme.

Para cuando Francisco había cruzado desde su casa hasta el otro extremo de la capital, la noticia circulaba ya de boca en boca por las calles, dejando a los madrileños profundamente impactados.

Después de cuarenta y cinco años de reinado, Felipe V había fallecido repentinamente a las dos de la tarde. La reina estaba entretenida en ordenar su preciosa colección de abanicos, cuando escuchó la voz del rey llamándola angustiosamente. Felipe V se ahogaba; le faltaba el aire. Angustiada, Isabel abrió la puerta de la habitación y comenzó a pedir auxilio al grito de «¡El rey se muere!». Por curiosa coincidencia del destino, sólo alcanzaron a oír sus súplicas el príncipe Fernando y un gentilhombre que transitaba por la galería junto a él. Fue así que el primogénito del soberano, que a lo largo de tantos años había sufrido el castigo de estar apartado de su padre, era ahora quien lo tomaba moribundo del suelo y lo llevaba a la cama, donde unos minutos después expiraba en su presencia. Fernando se vio sacudido por la más profunda desolación ante la muerte de su progenitor. Ni siquiera el dramatismo del momento atemperó la gélida relación existente entre su madrastra y él. Isabel de Farnesio, embargada a su vez por un profundo dolor, apenas tuvo tiempo de despedirse de su esposo, entre lágrimas, abrazada a su cuerpo. El luctuoso suceso se propaló rápidamente entre la servidumbre de palacio y el rígido protocolo de la Corona española, aún más específico para estas funestas eventualidades, se puso en marcha de inmediato, imponiendo sus desalmadas normas sobre la familia real. El conde de Montijo, mayordomo mayor, apareció para acompañar a la reina viuda a sus habitaciones, donde permanecería durante los siguientes días aislada de la corte, rezando por el alma del difunto. Se resolvía, mientras tanto, la capilla ardiente y el entierro del rey en la colegiata de La Granja de San Ildefonso, lugar que había elegido expresamente para su entierro, desdeñando el frío panteón de reyes de El Escorial. A Isabel dolía tanto más que su viudez, el tener que retirarse bruscamente de la esfera de poder, de las reuniones con los ministros, justo en un momento de incertidumbre en la política internacional que mandaba sobre el destino de sus hijos.

La condesa de Valdeparaíso, que se hallaba en su residencia, fue avisada para que acudiera de inmediato a palacio. Bárbara de Braganza, convertida en reina tras dieciocho años de ostracismo e ingrato papel secundario, la requería a su lado. Al enterarse de la noticia, supo que debía presentarse ya vestida de luto, al igual que hizo la familia real y el resto de la servidumbre, siguiendo los preceptos fúnebres.

María encontró a Bárbara extraordinariamente serena.

—Sé que la corte espera con ansiedad mi reacción hacia la reina viuda —le confesó a la condesa en privado, cuando esta se sumó al plantel de sus damas—. Desean contemplar cómo la humillo en público, ahora que ostento la autoridad. Pero pronto se percatarán de que no soy como ella. Si he de darle una lección de humildad a mi suegra, lo haré de modo más sutil de lo que imaginan.

—Hacéis bien, majestad —contestó María Sancho Barona, que estaba realmente emocionada de tratar de majestad a esa princesa a la que ella misma había tenido que salvaguardar, en otros tiempos, como a una jovencita indefensa—. A partir de ahora, vuestros súbditos os juzgarán por cada pequeño detalle que mostréis en el trato hacia los demás.

—María, quiero que sepas, que pase lo que pase a partir de ahora en este reinado, te agradezco profundamente sus desvelos por mí durante estos difíciles años pasados… —dijo la ya nueva soberana, emocionada.

—Majestad, todo cuanto he hecho ha sido, no tanto por mi obligación como dama a vuestro servicio, sino porque me lo pedía el corazón y lo encontraba justo. De sobra conocéis mi lealtad y mi afecto a vuestra persona. No me cabe duda de que seréis una gran reina.

—Dios te lo pague, en lo primero, y te oiga en lo segundo…

Fernando y Bárbara actuaron en los primeros momentos con inusitada indulgencia respecto a Isabel de Farnesio, a la cual visitaron en su cuarto para ofrecerle públicas muestras de consuelo. Todo cambió, sin embargo, cuando las ceremonias fúnebres por Felipe V concluyeron y se dio por iniciado el siguiente reinado. Entre las primeras órdenes dictadas por Fernando VI figuró la obligación de que la reina viuda y los dos hijos que le quedaban en España, los infantes Luis y María Antonia, abandonaran de inmediato el palacio del Buen Retiro. Fueron alojados durante una corta temporada en casa de los duques de Osuna, para marchar después al exilio en el real sitio de La Granja de San Ildefonso. Isabel de Farnesio no volvería a pisar la capital durante los siguientes diez años, en los que, condenada por su salud a una progresiva ceguera, fue envejeciendo miserablemente, aunque sin perder un ápice de interés por la política.

A pesar de las buenas intenciones que Bárbara había manifestado a su dama, la realidad es que guardó en su corazón un pequeño hueco para la venganza. Era como si necesitara resarcirse, de un solo plumazo, de tanto desaire acumulado. Isabel imaginaba escenificar una ceremonia digna de su rango para su despedida de la corte y su salida de palacio, pero Bárbara dispuso que la reina viuda abandonara el Buen Retiro por una puerta lateral, sin dar lugar a solemnidades. Por ende, la servidumbre de Isabel de Farnesio fue cesada y la mayor parte de sus criados pasaron a servir a Bárbara de Braganza. Sólo un escueto plantel de criados leales y selectos la acompañó hasta el particular destierro segoviano. Lo más humillante para la poderosa soberana fue la traición de ciertos servidores que creía firmemente atados a ella. El primero, Farinelli, el portentoso cantante, que lejos de condenarse al ostracismo junto a su antigua protectora, tal como ella deseaba, optó por quedarse, siempre mimado como favorito, en la nueva corte de Fernando y Bárbara.

La flamante reina asumió, como era de esperar, un gran protagonismo. Bárbara era inteligente, altiva y orgullosa, pero de corazón noble y cautivadora conversación. Con ella adquiría igualmente relevancia, como su dama favorita, la condesa de Valdeparaíso. Desde el primer momento, embajadores y ministros se dieron cuenta de que los monarcas iban a trabajar en común y que era necesario dirigirse a ellos por igual. Traían ansias de reformas y las mejores intenciones de lograr el bien para sus súbditos. Prometieron mantener intacto el personal de gobierno del anterior reinado, hasta ir formándose su propio criterio sobre los personajes que les parecían de mayor confianza y lealtad. A pesar de la apariencia de comedimiento, Bárbara estaba deseando prescindir de todos aquellos que considerara rémoras de su suegra o que se hubieran comportado mal con ella en el pasado. Bajo la simulada serenidad impuesta en la transición entre reinados, se movía la gruesa marea de las intrigas políticas, en tre aquellos que no deseaban abandonar sus cargos de gobierno y esos otros que empezaban a postularse ante los reyes como candidatos para sustituir a los anteriores.

Esta incertidumbre latente fue sin duda el detonante para que estallara finalmente, a los pocos días de morir Felipe V, aquella dura y anunciada huelga de canteros. Sus reivindicaciones sobre salarios y condiciones de trabajo escondían las presiones de algún grupo político, interesado en hacer fracasar momentáneamente la obra de palacio. La intransigencia con que se negaron a negociar sus peticiones y a evitar que los trabajos de cantería se detuvieran, hicieron pensar a muchos que el interés oculto de este movimiento no era la guerra entre clanes artísticos, sino la intención de defenestrar a un ministro.

Tocaba al marqués de Villarías, todavía secretario de Estado, resolver el conflicto. Y a cualquiera de los aspirantes a ocupar su sillón interesaba que sus diligencias fueran un fracaso. La huelga se alargaba, sin aparente solución, por semanas. Se formaron dos bandos: los que deseaban llevar sus reivindicaciones hasta las últimas consecuencias, y los que pretendían seguir en sus puestos, atemorizados ante la perspectiva de perder su jornal y ser despedidos. Los que optaban por lo segundo e intentaban acudir a palacio se veían amenazados, insultados y agredidos.

Así encontró Francisco a dos canteros, una calurosa noche del mes de julio, cuando la corte permanecía conmovida y confusa entre el luto riguroso por la muerte del anterior rey y la expectación por el que llegaba. Regresaba hacia su casa, cuando pudo observar en el llamado «pretil de palacio» donde se levantaba la fragua de los Flores, a un grupo de seis individuos, propinando patadas y golpes a un par de hombres, que se defendían de la brutal paliza encogidos sobre sí mismos en el suelo. Por los gritos que unos y otros proferían, se dio cuenta de que se trataba de una refriega entre huelguistas y dos canteros que habían acudido a trabajar ese día a palacio. Indignado como estaba con esta situación que ya afectaba a la labor de todos y sin pensarlo, reaccionó acaloradamente. Entró en la fragua corriendo y ante la atónita mirada de Josefa, tomó en sus manos un enorme atizador de chimenea. Pidió a su esposa que saliera corriendo a avisar a los centinelas, mientras él se dirigió raudo hacia el meollo de la pelea. A gritos, avisó de que la guardia estaba por venir y amenazó con separarlos a golpes de atizador si no detenían la reyerta de inmediato. Varios centinelas llegaron instantes después, justo en el momento de sorprender in fraganti a los atacantes y prenderlos para llevarlos detenidos a los calabozos. Los dos canteros embestidos, aunque molidos a golpes, daban gracias a Dios y al cerrajero Francisco Barranco, que les habían librado de una más que probable muerte.

El incidente supuso un antes y un después en la huelga. Todos los implicados se dieron cuenta de que la crispación acumulada en el conflicto había llegado demasiado lejos. El marqués de Villarías, auspiciado por el equipo director de la obra, entre los que se encontraba el propio arquitecto Sacchetti, avaló las órdenes de despido masivo de todos aquellos obreros que no acudieran al día siguiente a su puesto de trabajo. Los huelguistas, sin dar su brazo a torcer ante las medidas autoritarias, exigieron que fuera el propio rey Fernando quien solucionara el problema. Y así tuvo que resolverse la cuestión. Villarías rogó al soberano que aprobara indultos y pagos a los huelguistas, para que se avinieran de momento a reanudar la actividad, bajo promesa de futuras negociaciones. El viejo secretario de Estado vizcaíno, tal como alguien muy astuto había pretendido, comenzaba a tener en el gobierno del nuevo reinado los días contados.