Capítulo 6
Los cambios que el devenir del tiempo introdujo en el taller de Flores se correspondieron con las transformaciones sufridas en la corte.
El maestro andaba descontento, como muchos súbditos de Felipe V, por el ambiente bélico que de nuevo se había instalado en la política del gobierno. El alza de los precios era fruto de ello. La palabra guerra predominaba ahora en los documentos diplomáticos españoles desde que Isabel de Farnesio inspirara las acciones de su principal ministro, el abate Alberoni, parmesano como ella y defensor de idénticos intereses.
Los cerrajeros encontraban dificultades en comprar carbón y hierro por los que no se pidiera un buen puñado más de maravedís que hacía unos años. El dinero de las arcas reales se destinaba últimamente a la financiación de los ejércitos que, bajo bandera de Felipe V, se batían en gran parte de Italia, tratando de conquistar el ducado de Parma y aquellas soberanías que el rey había cedido a Austria como consecuencia del tratado que puso fin a la contienda que lo aupó al trono. Las potencias más importantes de Europa se habían aliado para impedir las ansias de conquista de España, que no era sino la ambición maternal de la reina Isabel por poseer soberanías en las que pudieran reinar sus hijos. España se encontró pronto aislada y vencida por las armas. El abate Alberoni cargó con las culpas. Su cese y el nombramiento de José de Grimaldo como primer ministro iniciaron una nueva etapa de mayor inteligencia y concordia diplomática. Así lo creían también Flores y Francisco, que comenzaba a interesarse vivamente por las cuestiones políticas que se cocían en la corte.
Hacía meses que Francisco acompañaba al maestro y a Félix a los asuntos del oficio en los sitios reales. Sentía especial predilección por el real alcázar, tanto por ser lo primero que tuvo ante su vista de la grandeza de Madrid, como por la fascinación que provocaba en él, al igual que en los demás moradores y visitantes, la intrincada distribución de aposentos, despachos, salones, galerías, cocinas, pasillos, ocultos pasadizos y escaleras. Su origen medieval se notaba aún en el espacio interior y el paso de diferentes siglos y reinados se hacía patente en el mal estado de sus estancias y en el aire rancio de la decoración, que Felipe V trataba de renovar desde su llegada a España.
El real alcázar se había llenado de infantes en poco más de una década. Isabel de Farnesio era muy fértil y tenía extraordinaria facilidad para los partos. Tan pronto como cumplía la cuarentena recomendada por el médico de cámara, se sumaba al rey en su habitual jornada cinegética. Junto a los dos infantes que quedaban vivos de la fallecida María Luisa Gabriela de Saboya, Luis y Fernando, se criaban los tres hijos paridos hasta el momento por la reina: Carlos, María Ana y Felipe. Parecía evidente que la Farnesio, saludable y joven, no tendría problemas en aumentar su descendencia a lo largo de los próximos años.
Josefa escuchó de sus conocidas en palacio que en el seno de la familia real se esperaban cambios para los siguientes meses. Todavía mantenía la esperanza de encontrar un hueco entre la servidumbre femenina de la soberana. Terminadas las recientes hostilidades, Francia había firmado la paz con España, consolidando la reconciliación con un doble matrimonio entre parientes Borbón de las dos casas reinantes. El príncipe Luis, de catorce años, primogénito de Felipe V, iba a casar en breve con Luisa Isabel de Orleáns, de doce, hija del duque de Orleáns, todopoderoso regente de Francia. A su vez, la pequeña infanta María Ana, de tres años, sería trasladada a vivir a Francia para unirse en un futuro al joven rey Luis XV.
El maestro Flores, Nicolasa, Josefa y su hermana Manuela, junto a los dos oficiales Francisco y Félix, se acercaron hasta la plaza de Armas, frente al alcázar, para sumarse al gentío que contemplaba los fuegos artificiales que festejaban esa noche la firma del compromiso de bodas. Todos se habían arreglado con sus mejores atuendos. Josefa lucía una delicada y limpia figura. Francisco parecía haber seguido los consejos sobre el bien vestir de su amigo el cómico, y se sentía algo engolado, enfundado en su ropa de estreno. Félix, por el contrario, iba ataviado con la única chaquetilla que poseía, vieja y raída en los puños. A diferencia de su compañero, no había querido emplear el dinero de la oficialía en nuevas vestimentas por considerarlo un asunto frívolo e innecesario.
Desde fuera se veía, a través de las ventanas de palacio, el fulgor vacilante de cientos de velas que iluminaban los salones donde se celebraba el baile en honor del duque de Saint-Simon, embajador francés encargado de las negociaciones matrimoniales. Huyendo de Félix, que trataba a toda costa de pasarle la mano por la cintura, y empujada por la multitud, Josefa se pegó al costado de Francisco. Era otoño, la noche estaba fresca y temblaba de frío. Francisco se quitó su chaqueta nueva y arropó a la joven, poniéndole la prenda sobre los hombros. Para Josefa, cada detalle de cariño proveniente de Francisco significaba un mundo, y así procuraba hacérselo entender con la mirada, aunque el cerrajero no captara la mayor parte de las veces la profundidad de los sentimientos de la joven. Reconfortada aun así por el mero roce de sus cuerpos, Josefa miraba extasiada el brillo de las luces del alcázar.
—Francisco, ¿crees que algún día lograré estar ahí adentro?
—Confía en mí. Es probable que con los cambios que se avecinan, tu oportunidad se presente antes de lo que imaginas.
—Ojalá sea tal como dices. Lo deseo tanto como otras cosas… Dios te escuche y atienda también mis plegarias —terminó susurrando Josefa, teniendo en mente tanto su anhelo profesional como amoroso.
La princesa Luisa Isabel de Orleáns llegó a Madrid un trimestre después, en pleno invierno y el año comenzado. Aunque ya era la esposa del joven heredero, el príncipe Luis, los novios no iban a consumar el matrimonio hasta pasados al menos dieciocho meses. Mientras tanto, la nueva inquilina del alcázar fue instalada lejos de su marido, en los cuartos que había dejado libres la pequeña infanta María Ana, separados de los de su suegra, la reina Isabel de Farnesio, tan sólo por un estrecho pasillo. La servidumbre femenina necesitaba reorganizarse para atender a la damita francesa, que demostró desde el principio ser todo un carácter, enérgica y caprichosa. Josefa se mantenía al tanto, gracias a los chismorreos habituales que compartía con las criadas de palacio, de cuanto acontecía allí dentro, ansiosa por lograr esa oportunidad de entrar a servir en los cuartos reales, que tanto deseaba.
Una mañana, bien temprano, José de Flores fue reclamado para presentarse de inmediato en el edificio regio. Francisco se disponía a iniciar sus tareas, y al contemplar que el maestro se marchaba se ofreció a acompañarle. En los despachos del real alcázar fueron informados de que el aposentador mayor, Luis Valdés, había muerto hacía dos días de una extraña dolencia de estómago. Flores se santiguó, lamentándolo sinceramente. Se conocían de años atrás.
—Quién sabe si Valdés tenía asuntos turbios entre manos. Dios no quiera que haya sido un envenenamiento, pero es necesario que tomemos las medidas pertinentes —le explicó Juan Antonio Oviedo, el nuevo aposentador recién nombrado.
Según sus funciones, Valdés había estado durante años a cargo de la custodia de las llaves del alcázar y de las arcas donde se guardaban los patrones de estas, arcas que necesitaban a su vez de tres llaves diferentes para ser abiertas. Una de ellas estaba en manos del cerrajero real; las otras dos eran custodiadas por el aposentador y el mayordomo mayor. Era preciso, pues, que Flores trajera la llave que le correspondía en este asunto, y que además se hiciera cargo cuanto antes de la revisión de las doscientas sesenta y ocho restantes que estaban en posesión del fallecido. Se imponía un nuevo y laborioso proceso de recuento y control de la cerrajería palaciega, en el cual, por primera vez, Francisco se disponía a tomar parte.
—Déjeme hacerlo a mí, maestro. Usted sabe que estoy preparado para afrontar mayores responsabilidades —le suplicó cuando regresaban al taller en busca de la llave que le solicitaban.
—Está bien, Francisco. Puede que ya seas consciente de la relevancia que nuestra labor tiene en palacio.
—No lo dude, por Dios.
—Dejaré que participes en este importante encargo. ¡Pobre Valdés! Aún me acuerdo de los primeros días en que ocupó su honroso puesto. Orondo como estaba, parecía incapaz de manejar los pesados manojos de llaves y acudir, escaleras arriba y abajo del alcázar, allá donde se le reclamaba para abrir y cerrar puertas. Era un buen hombre. Habrá muerto de una mera indigestión, espero.
—Entonces, ¿cuál será mi cometido, maestro?
—Tendrás que revisar cada llave y encontrar su correspondiente cerradura, anotando bien que no falte ninguna. Si percibieras cualquier manipulación en ellas, habrás de avisarme de inmediato. Quizás parezca un juego de niños, pero en ello va la seguridad de la familia real. Si me fallas, será la última vez que trabajes a mi lado.
—Puede estar seguro de que eso no ocurrirá —concluyó Francisco.
Estaba satisfecho de la interesante perspectiva que se le presentaba por fin de introducirse en los espacios privados de la corte. Y por qué no, de comprobar si aquel párrafo sobre mecanismos secretos de cerraduras de palacio, leído a escondidas en el viejo manuscrito de los Flores, era fruto de la imaginación de su autor o se correspondía con una inquietante realidad, ahora al alcance de su mano.
Al conocer la noticia, Félix reaccionó con la misma rabia contenida con que asumía siempre la rivalidad entre ellos.
Durante semanas, Francisco se entregó de lleno a la labor encomendada. Recogió de manos del nuevo aposentador el bolsón de fino cuero donde el anterior guardaba las llaves y se dedicó con extrema paciencia a clasificarlas. La numeración escrita en una pequeña cartela que cada una de ellas llevaba colgada fue de gran ayuda. Limpiarlas, revisar su estado y probar que correspondían a la cerradura y puerta indicada le ocupó infinitas horas. El trabajo le brindaba la oportunidad, sin embargo, de pasar el día encerrado en el alcázar, recorriendo palmo a palmo, puerta a puerta, sus estancias. Únicamente le fueron vetados los aposentos de los reyes, de los que habría de dar cuenta el propio Flores. Francisco se presentó a cuantas personas del servicio palaciego repararon en él, desde las covachuelas en la planta baja, donde trabajaban los ministros, hasta los cuartos de damas y servicio femenino en los pisos superiores. En el transcurso de los días, logró hacerse un personaje habitual entre criados reales de todos los rangos, que en su deambular por el regio edificio se habían acostumbrado a ver al joven cerrajero hurgando en las cerraduras y trajinando con manojos de llaves.
Algunas de las mozas y barrenderas de menos edad le buscaban ya con descaro, pretendiendo conversación y acercamiento al buen mozo en que se había convertido. Francisco se sentía halagado con la bulliciosa compañía de las jóvenes que, contraviniendo las estrictas etiquetas que prohibían a las criadas mantener en palacio contacto con hombres, ni dar ni tomar notas o recados de nadie, trataban además de convencerle para que llevara saludos y mensajes a sus familias. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para no dejarse distraer por las mujeres de lo que se traía entre manos.
Una mañana se aventuró a escabullirse por una de aquellas enrevesadas escaleras interiores, que le condujeron sin saberlo hasta el piso principal de la llamada torre del rey, donde se distribuían con desorden los aposentos masculinos de la familia real. Nadie se había percatado de su presencia en un esquinazo de la galería exterior que daba al patio. Se encontraba frente a una puerta de enormes cuarterones tallados en buena madera y supuso que se trataba de una estancia de media gala; de las de llaves de gentilhombre de dos o incluso tres vueltas. Nada se escuchaba en el interior. Comprobó con discreción que ningún guardia de corps merodeaba por allí en ese instante y decidió probar suerte. Le temblaban las manos y hacía esfuerzos por respirar acompasadamente.
De la cartuchera de cuero que le proporcionara el maestro, repleta de herramientas del oficio, extrajo una extraña ganzúa que hacía días había identificado entre la pila de hierros. La introdujo en la bocallave y siguió aquellas instrucciones reflejadas en el manuscrito.
—La llevo hasta el fondo, giro cuarto de vuelta a la derecha… descorro una tapita… —iba susurrando según hacía memoria, notando con emoción que los resortes, aunque duros por la falta de uso y engrase, cedían a sus acciones—, aprieto con la ganzúa el botón que debería existir detrás y…
Los pestillos de la puerta se retranquearon, dejándola abierta. Estaba tan intranquilo que hasta ese sonido, habitual para él, le puso el corazón en un puño. Se quedó paralizado durante unos segundos, entre demudado y satisfecho. Jamás había sido miedoso, pero entendió el valor de lo que acababa de descubrir y su gravedad a efectos legales. Poseía un secreto que no podría compartir con nadie. Si lo hiciera, estaba seguro de que sería carne de horca o de galeras. Cerró la puerta deprisa y regresó con disimulo adonde ya se le esperaba para poner fin al conteo de llaves.
El recuento no fue en balde, pues Francisco descubrió la falta de una de esas grandes cerraduras con copete de corona real, existentes en el acceso a los jardines. La pieza en cuestión había sido desencajada cuidadosamente de una puerta de poco tránsito. Cabía la sospecha de que se tratara, como otras veces, de un robo a escala menor, ladronzuelos en busca de objetos de palacio fáciles de revender como extravagantes curiosidades en el mercado de trastos viejos. La habilidad con que se había elegido una cerradura que apenas se utilizaba, con el fin de que su desaparición tardara tiempo en detectarse, junto con la precisión con que había sida arrancada de su sitio, hizo sospechar de otros fines delictivos. El asunto pasó entonces a considerarse de extraordinaria importancia. La denuncia del posible robo tramitada en la sala de los alcaldes de casa y corte, encargados de los delitos públicos en la capital, dio lugar a registros policiales en todos los talleres de cerrajería de Madrid, barajando la hipótesis de que a alguno de ellos podría haber ido a parar la pieza sustraída.
Francisco sintió preocupación por la dimensión que tomaba el asunto y la posibilidad de verse implicado de algún modo en las investigaciones, por el mero hecho de haber sido el primer denunciante del caso. Decidió seguir los consejos del maestro, que le persuadió de que permaneciera al margen de las pesquisas y siguiera despachando su trabajo.
Cierto día le correspondía revisar y recontar las llaves en las galerías del patio de la reina. Tocaba cautelosamente con los nudillos en cada puerta, asegurándose de no abrir sin haber recibido la venia desde el interior. Saludó con cortesía a varias criadas que se encaminaban hacia un pequeño aposento, dentro del cual una dama mayor, vestida con el preceptivo luto de viuda, recibía sentada tras una mesa de trabajo y repartía indicaciones sobre los quehaceres diarios en los cuartos de la reina y la princesa. Por la autoridad que imprimía a sus órdenes intuyó que se trataba de la camarera mayor, Ángela Folch de Aragón, condesa de Altamira, por cuyos intereses patrimoniales su padre había sacrificado la vida. «He de aprovechar mi oportunidad», pensó nervioso Francisco, acercándose cauteloso hacia el despacho de la dama, cargado con sus herramientas del oficio y llaves en las manos.
—Mi señora condesa… —tanteó con respeto.
—¿Qué se te ofrece, muchacho? ¿No eres tú el mismo cerrajero que lleva semanas husmeando por todas las estancias de palacio? Tu cometido se sale de mi jurisdicción —contestó, sin apenas levantar la mirada de los pliegos de papeles que se desparramaban sobre la mesa.
—Señora, perdonad mi atrevimiento. Soy Francisco Barranco y sólo pido que me escuchéis un instante.
Doña Ángela dejó su lectura, sorprendida, y examinó al joven con reparo. Francisco se hincó de rodillas en señal de sumisión y comenzó a hablar deprisa, sin dar ocasión a que el azoramiento de la condesa, temerosa de la intrusión del joven en la estancia, interrumpiera lo que había pensado decirle. Le recordó que su padre, Felipe Barranco, había sido fiel servidor de la casa de Altamira en Morata de Tajuña y que fue muerto en la Guerra de Sucesión por defender el señorío. Relató el fallecimiento de su madre, Teresa Salado, su llegada a Madrid y la consecución de este oficio honesto gracias al cerrajero José de Flores, que le permitía vivir en la corte. Ahora se atrevía a pedirle una gracia, no para él, puesto que con sus manos y sus ganas de aprender ya tenía suficiente, sino para la hija de su maestro: Josefa, una muchacha honrada y fina, que ansiaba servir con lealtad a la reina, como lo había hecho siempre su familia.
—Tus palabras parecen sinceras, Francisco —dijo la condesa ya sin recelo, posando su mano sobre el hombro del joven—. Reconforta comprobar que personas con viejos vínculos de servicio a mi saga han sabido sobreponerse a las dificultades pasadas. Sabe Dios que lamenté lo de tu padre, de cuya muerte, como la de tantos otros por la guerra en nuestras tierras, tuve noticias. Te honra no guardar rencor hacia el pasado. En fin, veré qué puedo hacer en eso que con tanto arrojo me pides. Pero levanta y conserva esas buenas maneras para cuando estés en presencia regia.
—Señora, no sabría como agradecéroslo…
—Basta con que esa muchacha sea como prometes y preste buen servicio. Dale recado de que se presente ante mí pasado mañana.
La entrada de Josefa en palacio causó gran alegría en la familia Flores. El maestro aún mostraba sus reticencias respecto a la atrevida mediación de Francisco, pero en el fondo le estaba agradecido por el interés mostrado hacia el bien de su hija. Nicolasa, aunque perdía en el hogar la ayuda de su primogénita, manifestaba también profundo reconocimiento hacia el joven cerrajero. Lo abrazó, como siempre, con extraordinaria ternura.
—Gracias, Francisco. Siempre he sabido que tu noble corazón traería bendiciones a esta casa —le dijo, conmovida, en una de aquellas ocasiones en que lo abordaba, como una madre a un hijo, para prodigarle afecto, sin importarle la envidia que despertaba con ello en Félix.
Manuela, la hija menor y tullida de los Flores, iba a echar de menos los cuidados de su hermana, pero su carácter bobalicón y deficiente le hacía pensar ilusamente que quizás, por primera vez y en ausencia de Josefa, la atención de los aprendices se volcara sobre su persona. Al fin y al cabo, también era hija del maestro y un matrimonio con ella reportaría las mismas ventajas.
Josefa buscó el encuentro a solas con Francisco, aprovechando que su padre le había encomendado a este ordenar los hierros del almacén por categorías, calidades y grosores. La joven le sorprendió allí por la espalda y henchida de gratitud, se abrazó así al cuerpo del cerrajero, musitando emocionada:
—Es lo más importante que nadie ha hecho por mí hasta ahora, ¿cómo podré compensártelo?
Francisco soltó sobre una pila de hierros la pesada barra que tenía entre manos y que a punto había estado de dejar caer por el intempestivo gesto de amor que inesperadamente recibía. Trató de darse la vuelta, sin atreverse a corresponder al abrazo, por no manchar de hollín el pulcro vestido de Josefa.
—No tienes nada que agradecerme. Era mi obligación moral intentarlo. Ya sabes que me lo propuse hace tiempo —comenzó a explicar el cerrajero—. Tengo sucias las manos y no quiero mancharte…
—Olvídate de la limpieza y abrázame, por favor, Francisco —rogó la joven.
Se fundieron así en un abrazo, mientras sus bocas se encontraban de nuevo en un beso tierno y apasionado, que hubo de ser necesariamente breve, puesto que afuera, en el patio, se escuchaba ya el trajinar de Nicolasa y Manuela, sacando con el cubo agua del pozo, preguntándose por el paradero de Josefa. Sobresaltados, hubieron de separarse y disimular. Al verla salir por la puerta del almacén, Francisco pensó lo mucho que apreciaba el cariño y serenidad que ella insuflaba siempre a su alma. Nada que ver, si bien era verdad, con la emocionada excitación que recordaba insistentemente haber experimentado cuando conoció en el teatro a aquella joven aristócrata, que seguía obsesionándole.
Félix, por su parte, aprovechó una tarde en que vio salir sola a Josefa, para abordarla en la calle, camino de la Puerta del Sol. Pretendía convencerla de que emplearse en la corte sería pernicioso para sus intereses, de que su libertad y juventud quedarían embargadas por el servicio esclavo a la reina, y que ya no tendría potestad sobre su propia existencia.
—Josefa, ¡mírame! —le gritó, deteniéndose frente a ella en medio del trajín de paseantes que circulaban por la calle del Arenal—. Nos conocemos desde hace muchos años y jamás he dejado de pensar que algún día te haría mi mujer…
—¡Aléjate de mí, Félix! Nunca te he dado razones para que creyeras eso. No tengo intención de casarme contigo. Aparta de tu cabeza esa absurda obsesión por mí y, por favor, deja de perseguirme —le rogó con brusquedad Josefa, tratando de ocultar el temor que los broncos modales del oficial le causaban.
Félix estaba dispuesto a continuar con la discusión, pero se detuvo en seco al observar el revuelo formado en la vecina calle de Herradores, ante la tienda de hierros viejos de José Arias, que salía escoltado por dos alguaciles. Reconoció entre la muchedumbre a un cerrajero de la calle de la Inclusa, y se acercó con Josefa a preguntarle sobre lo que allí acontecía.
Al parecer, el asunto de la cerradura robada en palacio, destapado por Francisco, se estaba resolviendo con varias detenciones. Los registros en las cerrajerías habían sido efectivos. La pieza había sido localizada escondida en una espuerta cargada de carbón en la fragua del maestro Antonio Martínez. El cerrajero, detenido y amenazado con la condena a galeras, había confesado los detalles del caso.
Declaró su participación en el plan urdido por un criado de la reina, uno de esos maestresalas que se ocupan del comedor y el servicio de cocina de las damas. El sujeto había supuesto que podría sustraer un cierre de palacio con el fin de adecuarle una llave maestra que facilitara el acceso al resto de las puertas interiores, sin otro fin que dejarse llevar por la seducción de la pequeña delincuencia. Pensaba utilizar esa falsa llave para acceder a los aposentos de las damas, en los pisos altos del alcázar, cuando estas estuvieran entretenidas en la hora de la comida. De todos era sabido que en esas estancias las señoras guardaban joyas y algunos reales cuando se quedaban a dormir en la corte. Imaginaba incluso poder ceder el uso de su ingenio, a cambio de dinero, a caballeros aventados que quisieran encontrarse furtivamente con sus amadas. Al cerrajero cómplice le había prometido compartir los beneficios de los hurtos, con la seguridad de que no serían descubiertos si eran capaces de devolver la cerradura a su sitio, antes de que su desaparición fuese descubierta.
La maniobra se vio inesperadamente abocada al fracaso cuando el orondo aposentador Valdés sorprendió al maestresala merodeando por el pasillo de los aposentos de damas, cuyo restringido acceso era bien conocido para cualquier criado del servicio regio. El encuentro se saldó con una fuerte discusión, en la cual Valdés amenazó con denunciarle si su explicación no era convincente. Esa misma noche, el pobre aposentador murió en su casa, después de haber cenado en el alcázar. A nadie se le ocurrió investigar entonces por qué manos habían pasado sus platos. Tras esta muerte, sin embargo, su cauteloso sucesor había extremado la vigilancia sobre los accesos a palacio, haciendo imposible que los malhechores culminaran el plan de reponer sin riesgo la cerradura robada.
El hallazgo de Francisco había precipitado el desenlace de la trama, que ahora iba a llevar al maestresala y al cerrajero al calabozo por unos cuantos años y aun bendiciendo la suerte de no haber sido encausados por un posible asesinato.
El caso sirvió de lección al oficial, que vio en el ejemplo de otros lo que con mayor gravedad podría pasarle a él si traicionaba la lealtad que se esperaba de un cerrajero real. Aunque no puso reparos a la fama inesperada que le proporcionó y que venía a confirmar su incipiente renombre tanto entre los artesanos de su propio gremio como en palacio.
—Ese maldito Francisco, siempre entrometiéndose en todo… —mascullaba Félix entre dientes, al regresar a casa solo. Josefa se había apartado ya de él, harta de escuchar sus improperios.
La hija del maestro fue destinada a los aposentos de Luisa Isabel de Orleáns, esposa del heredero, como moza de cámara. Se acostumbró pronto a sus funciones en palacio, que no eran otras que ayudar en la limpieza del cuarto real y ocuparse a diario de la cama de la princesa, reponer sábanas, atusar colchones y desempolvar las cortinas del dosel. El quehacer cotidiano le permitía estar al tanto de la intimidad regia, y por ello hubo de aceptar el estricto régimen de vigilancia, a las órdenes de la camarera mayor, que se imponía sobre el servicio femenino palaciego. Damas, dueñas de honor, guardamayores, mozas de retrete, lavanderas de cuerpo, barrenderas, y mozas de cámara, componían un pulcro ejército de mujeres bajo la autoridad de la condesa de Altamira. Josefa no podía ya salir del alcázar para visitar a su familia sin licencia expresa de su señora.
En el hogar de los Flores se la echaba mucho en falta, sobre todo cuando, por primavera, se trasladó con la familia real al palacio del Buen Retiro, aquel destartalado edificio del siglo XVII, situado en las afueras de la villa y cercano a la iglesia de Atocha, que hacía las delicias de la corte por sus esplendorosos jardines. Aunque se hacía difícil acceder a Josefa, su padre aprovechaba los encargos del oficio para visitarla con cierta frecuencia. Por su parte, Francisco se dejaba caer algunas tardes por las tapias del Buen Retiro y, por mediación de aquellos criados con los que había entablado reciente amistad, se interesaba por su bienestar y le hacía llegar afectuosos recados.
Josefa se sentía feliz. La condesa de Altamira le había tomado aprecio y la requería con frecuencia para mantener el orden en la cámara de la princesa. La camarera mayor tenía encomendada la difícil misión de educar a la jovencísima Luisa Isabel con el fin de inculcar en ella actitudes y ademanes de verdadera soberana, pero el frívolo carácter de esta no le facilitaba las cosas. Aprendía las etiquetas propias de la casa real española al mismo tiempo que el idioma, aunque prefería dedicarse a los divertimentos con las damas francesas que le habían acompañado desde Francia. Pasear a caballo, danzar y leer entre sus íntimas eran sus pasatiempos favoritos. Sentía nostalgia de su país, un sentimiento alimentado por los frecuentes regalos que desde Versalles le enviaba su padre. Josefa ayudaba a veces a colocar y limpiar ropajes, ungüentos, libros y delicados objetos a la última moda parisina, que se iban acumulando caprichosamente en el guardarropa de la princesa cuando esta perdía el interés en ellos. Por desgracia, Luisa Isabel se comportaba igual de tornadiza con su esposo, Luis, a quien apenas trataba, a pesar de que la consumación de su matrimonio la había obligado oficialmente a compartir con él algunas horas del día y el lecho conyugal por las noches. La intimidad de los príncipes y la conducta escandalosa de Luisa Isabel, demasiado aficionada a la bebida y a los juegos eróticos con sus damas, alimentaban los chismorreos, sin que la condesa de Altamira pudiera hacer nada al respecto. Josefa recordaba las advertencias de su padre sobre el mantenerse al margen de comadreos cortesanos, pero se le hacía bien difícil sustraerse a ese ambiente.
Últimamente se rumoreaba en corrillos bien informados que se avecinaban drásticas alteraciones. La reina Isabel de Farnesio ponía demasiado empeño en que la condesa de Altamira preparara seriamente y con urgencia a la extravagante princesa Luisa Isabel para su futuro papel de reina. Por ende, los reyes habían adquirido e iniciado, en una extensa propiedad en los bosques de Segovia, la construcción de un bellísimo palacio, que iba a ser conocido como La Granja de San Ildefonso. Al igual que su nuera, Felipe V añoraba también los escenarios de su adolescencia en Francia y deseaba a toda costa recrear en esta nueva residencia el entorno placentero de los jardines versallescos.
La añoranza del rey significaba para Francisco un camino abierto a nuevas oportunidades de progreso, que desde luego iba a intentar aprovechar, si la fortuna le acompañaba.