Capítulo 31

El nuevo palacio real comenzaba a asombrar al pueblo de Madrid. En el otoño de 1748, dos de sus plantas principales eran ya visibles. La elegante apariencia de su fachada blanquecina se imponía sin duda sobre el variopinto conjunto de edificios de color rojizo, que habían caracterizado a la anterior dinastía de los Austrias. En este estadio de la construcción, el enorme bloque palaciego se consolidaba como el orgulloso símbolo de los Borbones.

Fernando VI y Bárbara de Braganza deseaban habitarlo cuanto antes. No importaba que la edificación estuviera aún en plena actividad, que el inmenso solar donde se asentaba fuera un hormiguero de trabajadores de múltiples oficios, trajinando aquí y allá con enorme bullicio. El ruido de los carromatos transportando materiales, las poleas y pescantes subiendo losas de granito, el machaqueo sobre la cantería o el tintineo de los hierros era el sonido que a diario imperaba en la obra y el extenso barrio de su entorno. Por la proximidad de su casa, esos ruidos formaban parte de la vida cotidiana de Francisco Barranco desde hacía doce años. Acostumbrarse no había sido del todo fácil.

El cerrajero se espantó por ello al recibir la noticia de que los reyes ordenaban el arreglo de unas habitaciones en la planta baja, para residir allí algunos días y disfrutar de cerca del alzamiento del palacio. Fernando VI se ilusionó con la idea de poder inaugurar ya su nueva residencia regia. Y decidió encargar a Francisco Barranco la elaboración de dos llaves únicas, especiales y conmemorativas, para uso exclusivo de los reyes en estos aposentos. Dos llaves elaboradas en hierro y oro, recubiertas de ciento ochenta diamantes enmarcando los retratos de Fernando y Bárbara en su empuñadura. Eran las piezas más exquisitas que jamás se le habían solicitado; dos verdaderas joyas, como las muchas que al soberano le gustaba regalar a su esposa. Por extraño que pareciera el encargo, Francisco tuvo que introducir entre sus pesados quehaceres de fragua este refinado trabajo, que sólo podía salir de la delicadeza de sus manos, en conjunción con un joyero y un miniaturista de la real casa. Soñaba, como todo artista a las órdenes reales, con obtener el reconocimiento de los soberanos. En medio de este sueño, sin embargo, le iban a sorprender los sucesos más agrios de su vida.

Era ya cerca del mediodía, cuando Ensenada repasaba en su despacho la documentación de sus ministerios. Tras estudiar los fajos de informes y minutas oficiales, dedicaba tiempo a abrir con discreción la correspondencia cifrada que le llegaba, por vía secreta, de sus múltiples enviados a Europa en misiones de espionaje industrial. Tenía un secretario de confianza asignado a la prolija labor de ir descifrando los textos, con la hoja de claves a la vista. A veces se entretenía él mismo en esa tarea, por el mero placer de ejercitarse en códigos encriptados e ir desvelando la ansiada información que esperaba de sus comisionados.

Llamaron a la puerta, y tras camuflar algunos papeles comprometidos bajo los dosieres de gobierno, dio permiso para entrar a quien esperaba fuera. Asomó en la habitación Enrique Solís, otro de sus secretarios.

—Excelencia, me he encontrado perdidos por estos pasillos a dos señores extranjeros, dicen que recién llegados de Francia. Uno de ellos chapurrea español y he creído entenderle que su compañero viene contratado por el gobierno español. Pregunta por el señor Carvajal, pero su excelencia no está en el despacho… —explicó, un tanto aturdido.

Sorprendido por la extraña circunstancia de aquellos caballeros, Ensenada decidió aprovechar la ausencia de Carvajal para indagar sobre los detalles de ese supuesto contrato.

—Hazlos pasar, Solís. Los atenderé personalmente —ordenó el ministro, que estaba dispuesto a someterlos a un velado interrogatorio—. ¿Y bien? ¿A quién debo el honor de esta visita?

En un mediocre español, el primer caballero, un hombre grueso, de aspecto seboso y cansado, gran papada y ojos hinchados, inició las presentaciones. Se llamaba Antoine Berger y era natural de Lyon, aunque ejercía su profesión de comerciante en la ciudad de París. Era la primera vez que ponía pie en la corte española y no tenía el honor de conocer a los ministros de su gobierno, pero recordó a Ensenada que llevaba varios años ejerciendo de mediador entre París y Madrid, en las más variadas transacciones comerciales que el señor Carvajal le había encargado.

—Cierto. Ahora recuerdo. Estoy al tanto de todas ellas —mintió Ensenada, para que Berger siguiera hablando confiado.

El comerciante añadió que esta vez había querido acompañar en persona a Jean Baptiste Platón, el caballero que venía junto a él, afamado maestro cerrajero que el señor Carvajal, con tanto interés, había contratado. El mencionado Platón, enjuto, moreno y de rostro afilado, al escuchar su nombre, bajó la cabeza cortésmente en señal de respeto, pero su mirada aguda y desafiante desagradó sobremanera a Ensenada. El señor Carvajal, prosiguió Berger, le había prometido que cuando llegaran a Madrid les reintegraría de inmediato los catorce mil reales que había costado el viaje, y a su vez les adelantaría lo suficiente para que Platón pudiera ordenar el traslado de su mujer e hijos a esa corte. Era urgente cobrar lo pactado. Habían contraído deudas en las posadas del camino y el alquiler de carruajes. Tampoco sabían, al llegar a Madrid, dónde debían aposentarse. Por lo tanto, necesitaban ver al secretario de Estado cuanto antes.

—¿Así que el señor Platón piensa instalarse en Madrid por mucho tiempo? ¿Y por alguna razón en concreto? —preguntó sibilinamente Ensenada.

Algo hizo desconfiar a Berger de las preguntas, quizás porque venía advertido de que debía ser extremadamente discreto en su misión. Pensó que ya había hablado demasiado. Incómodo por la situación, pidió de forma cortante que le indicaran dónde podía encontrar al señor Carvajal.

—Está bien, no hay problema. Mi secretario Solís les acompañará a buscar a un ayudante del ministro, que seguro se hará cargo de su llegada. Supongo que nos volveremos a ver. Ha sido un placer, señores —les despidió Ensenada, que quedó en su despacho analizando la conversación.

Cuando el secretario Solís regresó al cabo de un rato, Ensenada era ya un volcán de ideas, preguntas y órdenes.

—No me gusta nada ese tal Platón; me da mala espina. ¿Para qué diantres habrá contratado Carvajal a un maestro cerrajero francés? ¿Por qué no se me ha informado de este asunto? Es necesario enterarse bien de quién es Platón. Solís, encárgate de que el maestro Barranco esté al corriente de esta circunstancia.

Antes de que Francisco tuviera tiempo de asimilar la noticia, Jean Baptiste Platón se había hecho dueño y señor de las obras de hierro y las reales fraguas de palacio. Su repentina aparición y la férrea protección del arquitecto Sacchetti y del secretario de Estado habían pillado desprevenidos a Barranco y sus promotores. Las piezas del puzle comenzaban a encajarle. Estaba claro que el acoso y las críticas a su gestión como director de fraguas que sufría desde hacía tiempo se debían a una meditada estrategia para minar su prestigio y justificar su relevo por otro maestro, que seguramente venía ya aleccionado y conchabado con la camarilla de Carvajal.

Con toda celeridad, Platón fue acomodado en una céntrica casa y se le facilitó el alquiler de un taller, bien surtido de oficiales, herramientas y hierro. Se esperaba que presentara cuanto antes nuevas ideas para las obras de palacio. Los bajos precios que empezó a presupuestar suponían una atroz competencia para Barranco.

—Es imposible que de esa forma obtenga beneficios. No debe quedarle margen ni para comprar el hierro que emplea en cada pieza —se quejaba amargamente Francisco ante Miguel de Goyeneche y Ensenada, con quienes se había reunido en casa del financiero para tratar con urgencia el asunto—. Desde intendencia me están obligando a presentar una comparativa de costes en directa rivalidad con este Platón. Estoy convencido de que el presupuesto que da es falso y de que le suministran información privilegiada para que sus cifras queden siempre por debajo de las mías.

—No es descabellado pensar que Carvajal le esté subvencionando bajo cuerda —apuntó Goyeneche.

—La verdad es que lo tienes difícil, Barranco —añadió el ministro—. Es evidente que hay mucho interés en enfrentarte a Platón, convertiros en enemigos y competidores. Me consta que el francés tiene grandes conocimientos del mundo del hierro y que ha presentado a Carvajal los planos para la construcción de unas nuevas y extraordinarias fraguas en palacio, que han bautizado como el real martinete, que superarán con creces todo lo que hemos conocido hasta la fecha.

—¿Quieres decir, Zenón, que a Carvajal también le interesa hacernos la competencia en esto del hierro? —preguntó con asombro Goyeneche—. Siempre le creí un hombre honrado y carente de enrevesamientos políticos.

—Ya sabes que en política es difícil entrar honrado y no salir pervertido. Es la condición intrínseca de manejar poder y ostentar un cargo —contestó con sorna Ensenada—. De todas formas, no quiero criticar a Carvajal. Tenemos un acuerdo tácito de mutuo respeto, aunque nuestras ideas difieran. Es probable que en este asunto él crea estar actuando en beneficio del Estado. Pero es del propio Platón de quien no me fío. Conocemos poco acerca de él, y en estos tiempos es obligado saberlo todo de todos… y cuanto más, mejor.

Abrumado sobre su incierto futuro, Francisco pensó en acudir por iniciativa propia a la protección de la reina, a través de la mediación de la condesa de Valdeparaíso. No en vano él siempre había respondido fielmente a la llamada de las dos damas cuando habían necesitado sus servicios en cuestiones comprometidas. Pero la suerte parecía haberle dado repentinamente la espalda. Se decidió a acudir una tarde a casa de la condesa, con el fin de exponerle su problema, pero esta se hallaba ausente y no volvería, según le explicó la doncella, hasta ya entrada la noche. María Sancho Barona era asidua a la tertulia femenina de más prestigio en la corte: la llamada «Academia del buen gusto», recientemente fundada en casa de la condesa de Lemos, doña Josefa de Zúñiga. En sus salones se hacía realidad la máxima del pensador francés Montesquieu, de que la libertad de las mujeres medía el grado de desarrollo y libertad de una cultura. En aquel palacio, situado en la calle del Turco, rodeado de bellos jardines, decorado en su interior con pinturas de carácter mitológico y estatuas de musas y dioses de la Antigüedad, y presidido por una impresionante biblioteca, se daba cita la gente más culta de aquel tiempo, junto a la flor y nata de la aristocracia. Entre taza y taza de exquisito chocolate caliente, se hablaba fundamentalmente de poesía y literatura. La condesa de Lemos, que acababa de contraer segundo matrimonio con Nicolás de Carvajal, hermano del secretario de Estado, presidía las sesiones, dominaba la tertulia y se encargaba de levantar el acta correspondiente. Aunque la literatura no era su especialidad, la condesa de Valdeparaíso era muy valorada en estas veladas, tanto por su alta posición en la corte como por la aportación de sus ingeniosas opiniones.

Pasada una semana, Francisco insistió otro día en visitar a la condesa, pero también la halló ausente. Esta vez se había marchado por tiempo indefinido al palacio de Aranjuez, acompañando a Bárbara de Braganza. El viaje, surgido de forma intempestiva e inesperada, se debía a la creciente mala salud de la reina. Doña Bárbara había empezado a estar aquejada de continuas y agudas crisis asmáticas. Los ahogos la hacían sufrir mucho y le causaban una ansiedad insoportable. Los repentinos cambios de aires parecían beneficiarle. Fernando VI, que adoraba a su esposa por encima incluso del reinado, estaba a su vez muy angustiado. Había solicitado con urgencia una consulta generalizada a los mejores médicos de Europa. El diagnóstico coincidía en todos ellos: era indudable que la reina padecía asma, pero el tratamiento recomendado por unos y otros difería de tal modo que era imposible discernir cuál sería el más adecuado. Si el doctor Sera, de Salamanca, proponía sangrarla, aplicarle baños de pies y someterla a un estricto régimen vegetariano, los doctores Wilmot y Conell, de Holanda, le recetaban la ingesta de píldoras de amoniaco y sulfuro. Los médicos de Versalles, a quien también se había pedido opinión, por el contrario, eludían pronunciarse porque en el fondo se deseaba allí que Bárbara muriera cuanto antes, para que una Borbón francesa la sustituyera como consorte de Fernando VI en el trono de España.

Las ausencias de la condesa de Valdeparaíso, por todas estas razones, retrasaron fatalmente el que Francisco pudiera solicitar protección regia ante la evidente amenaza de su desplazamiento como cerrajero principal de palacio.

Pese a todo, Jean Baptiste Platón no iba a ser ni mucho menos el único extranjero que viniera, en este crucial momento, a perturbar la tranquilidad social de la corte. La neutralidad española suponía un inquietante problema en el estado de guerra latente entre algunos países, y Madrid se había convertido por ese motivo en objetivo diplomático de primer orden. Los más hábiles embajadores de cada nación comenzaron a hacer acto de presencia, y todos estaban enredados, consciente e inconscientemente, por los hilos de una misma trama.

Poco después del cerrajero francés, ponía pie en la capital uno de los más ilustres diplomáticos de la Gran Bretaña, sir Benjamin Keene, tras un largo viaje en barco y carroza. Keene había ocupado este mismo puesto con anterioridad durante el reinado de Felipe V y se encontraba en Madrid como en su propia casa. Galante, inteligente y buen conversador, pronto su residencia se llenó de recados de todas aquellas damas que se preciaban de ser sus amigas y confidentes —la marquesa de Ariza o las duquesas de Béjar, Alba y de Berwick— para venir a visitarle.

Keene tenía prisa en ser recibido por los reyes cuanto antes. Su principal misión era influir sobre ellos para decantar a España hacia la alianza con Inglaterra, al tiempo que vigilar, tomar nota y espiar todas las actividades del gobierno español que tenían que ver con el rearme, progreso industrial y relaciones con Francia. Sin esperar siquiera a la ceremonia oficial de presentación de credenciales, sir Benjamin se las arregló para ser recibido en audiencia por Fernando VI y Bárbara, a los tres días escasos de su llegada. Esa misma tarde ya estaba invitado a asistir a una extraordinaria representación de ópera en el coliseo del Buen Retiro. Farinelli había dispuesto para la ocasión las actuaciones de las divas Joyela, la Peluyera y una milanesa que se estrenaba en este escenario. El embajador británico encontró la corte española muy cambiada, especialmente por el despliegue de lujo que pudo apreciar entre la nobleza asistente al banquete y baile posterior, que se celebró en los salones del palacio. Entre danzas, refinados bufés con exquisitas viandas, aguas de sabores y vinos, la fiesta se alargó esa noche hasta las tres de la madrugada.

La condesa de Valdeparaíso, que también asistió a la ópera y al baile, estaba radiante, ataviada con un bellísimo vestido de brocado y encajes en blanco, a juego con el color de su cabello, recogido en bucles, y con los diamantes que lucía en broches sobre el corpiño y la cabeza. Su figura resultaba siempre llamativa. Pero María estaba más pendiente del resto de los invitados que de ella misma.

Por eso, tras ser presentada a sir Benjamin Keene, no quitó ojo en toda la noche a ese fascinante caballero. Se percató así del interés que Farinelli tenía en agradar al embajador y la buena disposición con que este tomaba a su vez las atenciones del cantante. Era evidente que por su estrecha intimidad con los reyes, el favorito regio podía ser el más preciado informador en cualquier red de espionaje. De hecho, en las instrucciones que tanto el embajador francés como el inglés tenían de sus respectivos gobiernos estaba la de comprobar si el ascendiente de Farinelli sobre Fernando y Bárbara era tal como se decía, y en caso de que así fuera, ofrecerle un sustancioso soborno a cambio de información privilegiada. En apariencia, Farinelli era ecuánime y firme en su lealtad a los soberanos, aunque en secreto se dejara tentar por unos y por otros. A decir verdad, ya había rechazado el ofrecimiento de Luis XV de Francia, de pagarle una pensión de diez mil escudos anuales a cambio de revelarle los entresijos de la corte española. El simple hecho de saberse tan valorado entre la diplomacia colmaba la vanidad y el orgullo del castrato.

Ante los obstáculos que se veían venir para el desarrollo de una fábrica de acero en el entorno más próximo a la corte, el marqués de la Ensenada empezó a contemplar diferentes alternativas. Su proyecto de refuerzo de la Marina y la consiguiente necesidad de una nueva industria metalúrgica que fabricara mejor artillería y cañones eran un objetivo primordial en su política. Se fijó entonces en los informes favorables que apuntaban hacia la gestión de un brillante empresario, al estilo de los Goyeneche. Era este Juan Fernández de Isla, un hidalgo cántabro, poseedor de un espíritu intelectual inquieto y curioso. No había acudido a escuelas ni universidades para adquirir formación y cultura, pero era una de esas personalidades emergentes, convencidas de la necesidad de crear en España nuevas manufacturas para fomentar el trabajo y la riqueza interior, y poder prescindir de costosas importaciones. Su familia poseía en Cantabria numerosas ferrerías, para las cuales andaba buscando expansión del negocio. De momento, sin embargo, su valía en la gestión de empresas se había hecho patente al obtener la contrata de provisión de toda la madera necesaria para abastecer a los astilleros que iniciaban la construcción de los navíos propuestos por Ensenada, un negocio boyante y bien llevado. La valía de Fernández de Isla llamó la atención del ministro, que inmediatamente pretendió captarle como colaborador fundamental de su programa industrial.

Era el mediodía de una mañana fría y luminosa del invierno madrileño. Las campanas de la iglesia de San Juan tocaban las doce. Francisco había salido al exterior de las reales fraguas a tomar el fresco. Un revoco de aire le había llenado los ojos de humo, impidiéndole trabajar hasta que se le aclarara la vista. Había decidido tomarse un respiro, mientras sus oficiales se mantenían bajo sus indicaciones en el tajo. Caminando por los extensos terrenos de la obra de palacio, entre muros que se alzaban y montañas de bloques de granito, observó a lo lejos un grupo de cuatro hombres, con planos desplegados entre sus manos, que parecían discutir sobre la construcción de un edificio aledaño. Reconoció entre ellos al intendente de la obra, Baltasar Elgueta, pero ignoraba la identidad de los otros. Avanzó hacia ellos disimuladamente, atraído por la intuición y la curiosidad. Justo en ese momento, Elgueta abandonaba el grupo, como si ya lo tuviera todo hablado. Francisco hizo lo posible por toparse con él, aparentando un encuentro fortuito.

—Buenos días, Barranco. ¡Qué extraño encontrarte en actitud ociosa! ¿No hay suficiente trabajo hoy? —saludó Baltasar Elgueta, que siempre trataba al cerrajero con respeto y consideración.

Francisco le explicó las torpes razones de su casual paseo, aunque de inmediato se atrevió a transmitirle la inquietud que en este momento le quemaba.

—Oye, Elgueta, puedo preguntarte en confianza… ¿Quiénes son esos caballeros con los que hablabas? ¿Se va a levantar otro edificio en esa parte de los desmontes?

—¿No los conoces? —preguntó extrañado el intendente de obras—. Aquel hombre enjuto y moreno es el cerrajero que ha llegado de Francia, Jean Baptiste Platón, un hombre raro, orgulloso y parco en palabras; el que está a su lado es el secretario que el señor Carvajal le ha asignado para traducirle y cuidar de su cómoda instalación en Madrid; y el tercero es el joven arquitecto Ventura Rodríguez, el que toma medidas y dibuja los planos para Sacchetti…

—Ya. Pero no me has contestado a la segunda pregunta… —interrumpió nervioso Francisco, que temía comprobar cómo su intuición estaba fatalmente en lo cierto.

—Sí. Carvajal ha dado las órdenes pertinentes para iniciar la construcción del real martinete, un edificio espacioso que va a albergar fraguas, grandes hornos y máquinas extraordinarias para labrar el hierro. Al parecer, es todo invención de ese francés, Platón.

—¿Quiere eso decir que van a cerrar las reales fraguas que yo dirijo?

—No puedo asegurártelo, Francisco, porque en realidad desconozco esos planes. Pero sí te diré, por el aprecio que te tengo, que se presumen para ti malos tiempos. Carvajal ha decidido aumentarle el sueldo a Platón, de los doce reales iniciales que tenía acordados, a dieciocho reales por jornada; por encima de tu sueldo. Además, hay órdenes de altas instancias para que se le proteja y proporcione lo que sea necesario para poner en marcha el real martinete. También se le ha dado libertad para que elija el paraje más conveniente a esa construcción y para que aleccione al arquitecto en el diseño de las estancias y la forma en que deben conducirse hasta aquí las aguas necesarias.

—¿Nuevas canalizaciones de agua para la fragua? Sabes que eso es algo que yo reclamé hace tiempo…

—Bien, pues a él se lo han concedido. Se construirá un gran estanque, en forma de gigantesco y elevado cubo, cuyas aguas caerán con fuerza desde la zona de los Caños del Peral hasta unos molinos que harán mover fuelles, insuflarán de aire los hornos y levantarán el pesado martinete que machaca el hierro. Es más, se le ha dado permiso para comprar en el extranjero las herramientas de mayor calidad que necesite. Me asusta decirlo, pero para llevar a cabo esas instalaciones tiene aprobado un presupuesto que supera los dos millones de reales, y la contratación de cincuenta oficiales de herreros y cerrajeros.

—Siento preguntar tanto, Elgueta, pero necesito una explicación para lo que está pasando. Dime tú qué motivaciones hay detrás de eso. Estoy seguro de que sabes algo de ese tal Platón.

—Conozco de él lo que se cuenta. Dicen que es un afamado maestro cerrajero en Francia. No sólo ha construido bellísimas obras de rejería, sino que aparte tiene amplios conocimientos sobre la fabricación industrial de hierro y acero. Al parecer se vio inmerso en un feo asunto de estafa a un aristócrata relacionado con el gobierno, de la cual se le acusó injustamente y fue encarcelado y maltratado. Logró escapar de prisión y, renegando de Francia, decidió vender sus secretos del oficio al mejor postor. A Carvajal le ofrecieron contratar a Platón, y el ministro accedió a cambio de que el cerrajero francés trajera a España su secreto industrial —relató Baltasar Elgueta.

—Podría ser una historia convincente, pero ¿tú te la crees? —preguntó escamado Francisco—. No sé, hay algo que no me gusta en ese hombre.

Llegó a Madrid casualmente al mismo tiempo que la familia de su compatriota Jean Baptiste Platón. Un nuevo embajador de Francia irrumpía en la corte española, con aire versallesco y petulante. Emmanuel Felicité Dufort, duque de Duras, era joven, impetuoso y fanfarrón. Emparentado con lo más granado de la aristocracia francesa, su carrera diplomática estaba auspiciada por madame de Pompadour, la amante oficial del rey Luis XV. Duras se había tomado muy en serio su destino como diplomático en España. Desde hacía meses aprendía castellano y había procurado recabar la máxima información posible sobre las personalidades que iba a encontrar en la villa y corte. Le habían aconsejado, ante todo, prudencia y discreción, hasta que supiera manejarse bien entre los españoles y tuviera claro quiénes podían ser sus apoyos. De todos modos, Duras se podía preciar de talentos como la inteligencia o la capacidad de acción, pero no precisamente de la prudencia que se le recomendaba. Tenía prisa por triunfar en Madrid y desde el primer día se aplicó sin disimulo a trabajar a favor de la alianza de España con Francia, al igual que sir Benjamin Keene, embajador inglés, lo hacía a favor de Inglaterra. Con su tren de vida fastuoso y sus modales refinados y altaneros, trató de ganarse el favor de los reyes, cortejar alternativamente a Carvajal y Ensenada, y embaucar a cualquiera en la administración de gobierno y en la corte que fuera interesante para su causa.

Gracias sobre todo a la duquesa de Duras, una mujer culta y elegante, capaz de mantener el tono de una buena tertulia aristocrática, los nuevos embajadores de Francia lograron ser admitidos en la intimidad de la corte, aunque sin lograr de momento grandes confidencias. Bárbara de Braganza hacía gala de su aversión hacia lo afrancesado y no se fiaba jamás de los vínculos y los ofrecimientos que llegaran de la parentela Borbón. Para acercarse a ella era fundamental participar en los actos rutinarios de la corte que se organizaban a su gusto. La asistencia diaria a la ópera por la tarde era casi obligatoria. Pero el grado máximo de amistad sólo se alcanzaba cuando invitaba a escucharla en privado tocar el clavicordio o incluso cantar duetos con Farinelli, en sus ya consolidadas tardes musicales. A ellas se dedicaba con obligado gusto la embajadora, mientras el duque de Duras ingeniaba la fórmula más eficaz de establecer su propia red de espionaje.