Capítulo 3
La carta que jamás hubiera querido leer llegó a sus manos inesperadamente una mañana. Aunque el texto le competía sólo a Francisco, la misiva fue traída desde Nuevo Baztán, por un emisario de Goyeneche, a nombre de José de Flores. El maestro la abrió confiadamente a la hora del desayuno ante sus aprendices. Su rostro se tornó serio según iba leyendo. Nicolasa, que conocía bien a su esposo, intuyó el contenido y pidió a su vez leer el documento. Al llegar a la última línea, la compasión que destilaron sus ojos, vueltos ahora hacia Francisco, le anunciaron sin remedio la mala noticia. El aprendiz miraba con inquietud al maestro y su esposa, temeroso de que el mal augurio que presentía fuera cierto.
—Creo que debes decírselo de palabra… —susurró con delicadeza Nicolasa a Flores, doblando el papel en cuatro, mientras deseaba que su marido estuviera a la altura afectiva que las circunstancias requerían.
—Francisco… —dijo Flores, alargando el silencio.
—Sí, maestro. ¿Qué pasa? —preguntó el aprendiz, ya con nerviosismo.
—Chico… Tu madre ha muerto —espetó sin miramientos.
El muchacho se alzó de un brinco de la silla, pero quedó de pie, petrificado, como anclado al suelo. Sus labios se fruncieron. Tenía miedo a que Félix se mofara de él si daba rienda suelta a su pena, aun cuando se tratara de la pérdida de su madre. Decidió tragarse de sopetón el disgusto, que notó bajando áspero por la garganta y encogiéndole el estómago, hasta hacerle sentirse mal. Ni una lágrima, sin embargo, asomó en sus pupilas ante los demás. Nicolasa lo abrazó con ternura y le hizo sentarse de nuevo para relatarle, con palabras de consuelo, lo que la carta expresaba. Una cruel tuberculosis, padecida a lo largo de varios meses, había acabado con la vida de Teresa Salado. La encontraron muerta en el almacén de hilos. Ante la falta de familiares que reclamaran su cuerpo, ya la habían enterrado unas semanas atrás en aquel lugar. En apariencia, no dejaba más herencia que sus escasas pertenencias en Nuevo Baztán, que habían sido quemadas como se hacía habitualmente con los que morían por enfermedad. Francisco ignoraba que su madre había dejado en Morata de Tajuña, a recaudo de un contable, ciertos caudales que jamás llegarían a su posesión. Hacía tiempo que se había acostumbrado a no añorarla. De todas formas, durante muchos días lloró su pérdida en soledad y silencio, haciéndose a la idea de que nunca la volvería a ver.
A partir de entonces, solo en la vida, Francisco encontró en Nicolasa de Burgos, la mujer del maestro, una segunda madre. Aquella figura capaz de llenar las carencias afectivas que arrastraba como huérfano, de hacer que confiara en sí mismo y entreviera el futuro prometedor que tenía por delante si se aplicaba en el oficio. Se apegó a ella. La apreciaba por su gran corazón y temperamento de acero.
Durante su juventud, Nicolasa había brillado con luz propia entre las familias de artesanos de Madrid, por su rara belleza e inteligencia. Se había criado en el exquisito mundo de los arcabuceros. Su padre era maestro del oficio y su madre, Margarita Asquembrens, descendiente de uno de aquellos reputados armeros traídos por Felipe II desde Flandes. De su ascendencia flamenca, Nicolasa había heredado el color rojizo del cabello y la tez blanca, que junto a sus ojos castaños, la habían dotado de un gran atractivo físico, no siempre valorado por los españoles, que consideraban el pelo rojo como signo de mal fario. Ahora, cumplidos los treinta y tres, era su fuerte personalidad la que sobresalía sobre su apariencia externa.
Se decía que aprendió a leer en viejos libros y manuscritos heredados de su familia materna, de ahí que fuera capaz de entender la escritura en varios idiomas, el flamenco, el francés y el alemán, hecho extraordinario, dada la precaria educación que recibían entonces las niñas. La mayoría de las mujeres de su entorno eran analfabetas. Nicolasa aún guardaba de aquellas precoces lecturas ciertos conocimientos e historias sobre metales, que la habían aupado como inusual referente entre las esposas de los artesanos madrileños.
Desde su matrimonio con el maestro Flores, Nicolasa inspiraba en el gremio de cerrajeros, aquel órgano tirano que velaba por el monopolio del oficio, algunas de las reglas que atañían a las mujeres de sus miembros. José, que por su condición de criado real tenía el privilegio de ser veedor perpetuo de la institución, respetaba en este aspecto las opiniones de su compañera. Él se encargaba después de proponerlas como si fueran suyas en las reuniones gremiales. En este sentido, se dictaron normas favorables a las esposas de los cerrajeros. Las viudas podrían conservar la licencia de los talleres de sus difuntos maridos y mantener abiertas las cerrajerías, gobernando ellas mismas a los oficiales. Estarían capacitadas de este modo para salir adelante sin estar obligadas a traspasar sus negocios, ni a casarse con otros maestros. Algunas, aunque pocas, se atrevían así a subsistir de forma independiente en un ámbito masculino.
Nicolasa de Burgos era su ejemplo, pues ella misma quedaba muchas veces al frente de la cerrajería real cuando José de Flores se ausentaba de la capital por necesidades del oficio. Así había ocurrido con ocasión del viaje a Guadalajara.
Francisco pasaba mucho tiempo solo en el taller durante esos días. El maestro le había encargado que no dejara apagar el fuego de la fragua, obligándole a interesarse concienzudamente en el manejo de los fuelles, la acción de las corrientes de aire insufladas sobre el carbón y las diferentes tonalidades de color que este adquiría según la temperatura alcanzada. «El carbón es un diamante negro —le había explicado José de Flores—. Sin él no podría trabajarse el hierro, y el hierro es el metal más importante para el hombre, porque con él se fabrican las armas y las herramientas, imprescindibles para su supervivencia».
Francisco transportaba a diario, en una carretilla de madera, desde el almacén contiguo al taller, la suficiente carga de carbón para reponer en la fragua el que ya se había consumido. Se obligaba incluso a levantarse a medianoche para vigilar que las ascuas permanecieran candentes bajo la capa de cenizas. Se podría decir que andaba obsesionado por mantener el olor del carbón pegado a su nariz.
Había algo más, sin embargo, que en la soledad nocturna empezó a desvelarle. Aquel baúl esquinado, tapado y escondido, que guardaba los secretos del maestro, parecía reclamar su atención constantemente. Pensó que se trataba del recuerdo que despertaban en él aquellos otros arcones de libros que tanto le habían vinculado a su padre. A ratos echaba de menos aquellas lecturas en el viejo caserón de su infancia. No se atrevió a tocar el mueble durante varios días, pero la curiosidad pudo finalmente más que su compromiso de honestidad con José de Flores.
Una noche, a la luz de la vela, volvió al taller con el máximo sigilo, procurando no hacer ruido. Buscó punzones y ganzúas entre las herramientas ordenadas sobre el banco de trabajo, retiró el tapete que cubría el baúl y se afanó en intentar forzar con tiento sus dos cerraduras, una a cada lado del frente. «Puede que sea difícil la primera vez, pero lo acabaré logrando», musitó decidido. Iluminaba el hueco de la bocallave con la vela para atisbar el mecanismo interior, pero no conseguía más que quemarse las pestañas al acercar demasiado su rostro a la llama. Le costó varias noches lograr identificar el sonido correcto de la ganzúa levantando el resorte que abría la cerradura. Las manos le temblaban; el corazón le palpitaba fuertemente. Se sintió satisfecho por haber sido capaz de descerrajar el misterioso cofre por sí mismo. Al abrir la pesada tapa, la sensación de estar robando la intimidad del maestro lo mortificó durante unos instantes, aunque la fascinación por aquellos objetos que aparecieron a su vista vino a compensar el cargo de conciencia que ya le atenazaba.
Era un privilegio tocar y estudiar aquellas cerraduras, algunas pesadas y de gran tamaño, muy variadas en sus formas. Las había repletas de grabados al aguafuerte; algunas incluso firmadas a buril «Flores fecit», junto a otras de evidente aspecto foráneo, con inscripciones, fechas centenarias, iniciales y nombres de artesanos extranjeros. Todas conservaban su correspondiente llave, unida por una cinta a cada artilugio para evitar extravíos. Estas eran hermosas, muy decoradas y de complejas guardas. Francisco se entretuvo en introducir cada cual en su bocallave, comprobando cómo al girar y accionar los resortes de la cerradura, al encajar al milímetro sus engranajes, emitían un impactante y seco sonido metálico, como el de una pesada puerta de mazmorra que se cerrara de golpe.
Así pasó muchas horas robadas al sueño, noche tras noche, procurando colocar en cada ocasión el arca y su contenido en el mismo estado en que el maestro lo había dejado.
La pila de pesados herrajes, cuidadosamente amontonados, apenas le había permitido llegar al fondo del baúl durante todas esas ocasiones. Por ello la sorpresa fue extrema cuando una noche entrevió entre las últimas piezas que iba a admirar lo que parecía un libro manuscrito. Sus viejas tapas de pergamino arrugado y polvoriento, rodeadas por el cordón de cuero ya cuarteado, hacían evidente su antigüedad. Lo sacó con cuidado y comenzó a hojearlo a la luz de la vela. Las páginas estaban rígidas, hacían ruido al pasarlas y algunas desprendían polvos secantes para la tinta, lo cual dificultaba a Francisco su manejo. Pudo ver que se trataba de anotaciones a mano, textos escritos por diversas personas en diferentes tiempos. Se entremezclaban variadas caligrafías y tonos de tinta, párrafos en castellano y otros idiomas, junto a extraños dibujos y croquis, entre los que reconoció diseños para piezas de cerrajería.
La llama se consumía y se apresuró a leer al menos el contenido de algún apunte. Reparó en uno de fácil lectura que decía Mecanismo secreto para puertas de palacio, acompañado del boceto interior de un artilugio de cierre, con todos sus componentes explicados al margen. Leyó así los detalles de una ingeniosa cerradura con resortes ocultos que permitían su apertura sin necesidad de llaves ni violencia. Bastaba con introducir una ganzúa maestra, invención propia de los Flores, hasta el fondo de la bocallave, girarla un cuarto de vuelta hacia la derecha para descorrer una falsa tapa de chapa que ocultaba tras de sí un botón que, al ser presionado por la propia ganzúa, liberaba automáticamente el resorte de los pestillos, abriendo finalmente la puerta.
Sintió una gran excitación al comprobar la información que acaba de sustraer al manuscrito. Sobrecogido, sólo discurría para hacer cábalas sobre si el apunte se referiría a un palacio en concreto o se trataba solamente del esbozo inventado por un cerrajero imaginativo. Le pareció ver que entre los tornillos dibujados se escondían dos letras: T y F. «¿Tomás de Flores, el padre de mi maestro?», «¿Puede ser posible que este mecanismo secreto se utilizara en su tiempo… o quizás todavía hoy?», fueron las preguntas que cruzaron su mente como estrellas fugaces. Se apresuró a revisar más páginas, ávido por descubrir nuevas revelaciones en otros tantos bocetos, algunos con paisajes, objetos y figuraciones humanas que no acertaba a comprender, pero la vela tocaba a su fin, desparramándose por la palmatoria, y no tuvo más remedio que guardar todo precipitadamente y regresar sigiloso a la cama.
Al alba estaba ya listo en la habitación central de la vivienda, sentado a la mesa junto al hogar donde se cocinaba, esperando a que Nicolasa se levantara y le sirviera su ración de pan con tocino para empezar el día con el estómago lleno. Le gustaba aprovechar las horas de sol, aunque apenas llegase su luz adonde él ahora trabajaba, el lugar más sombrío de la fragua, donde la oscuridad es necesaria para juzgar correctamente el colorido de las llamas y del hierro al tornarse candente.
Apenas descansaba y la huella de la fatiga empezó a hacer mella en su rostro, formando en pocos días profundos surcos violáceos bajo sus ojos.
Una tarde sintió los pasos de su ama acercándose al taller, mientras él persistía, a martillazos sobre el yunque, en intentar doblar y redondear barras cuadradas de hierro al rojo vivo, tal como le había exigido el maestro que practicara durante su ausencia.
—Francisco, creo que debes aligerar la carga de trabajo, si es que quieres sobrevivir al tiempo de aprendizaje —dijo Nicolasa, posando delicadamente su mano sobre el hombro del chico.
—¿No es fascinante el modo en que el hierro se moldea como el barro cuando está caliente, y se vuelve duro como roca cuando se enfría? —contestó Francisco, todavía absorto en la faena.
—Ya, hijo, ya, pero es que retumba más el martillo en esta casa cuando estás solo, que cuando trabaja una cuadrilla de oficiales al completo. Anda, acércate al hogar y comparte en la mesa con nosotras un rato de labores y charla.
—Si usted lo manda, Nicolasa, obedezco —contestó reticente Francisco.
Soltó las herramientas con cuidado y dejó la tarea pendiente para retomarla en otro momento.
En el fondo estaba contento de poder participar en ese mundo femenino que siempre resonaba alegre y bullicioso en aquella zona, luminosa y abierta a la calle, de la casa.
Francisco sentía enorme respeto por esa habitación. Era el lugar donde se desarrollaba la vida doméstica de la familia Flores, de la cual empezaba a considerarse miembro de pleno derecho, puesto que ya no tenía en el mundo más relaciones de parentesco que el establecido por su contrato vinculante al maestro.
Sobre sus paredes, encaladas en blanco, resaltaban los objetos de uso cotidiano. Dispuestos en estantes de madera, se ordenaban platos y jarras de estaño, cuencos de loza para cocinar, botes de barro vidriado de diferentes tamaños y sartenes redondas de cobre con su largo mango. Varios grabados con personajes bíblicos compartían pared junto a otro, amarillento y viejo, colgado al inicio de la escalera que subía a los dormitorios del piso superior. Este representaba una escena de La fragua de Vulcano y era obra de un grabador del siglo anterior. El maestro Flores lo apreciaba porque era herencia de su padre y se asemejaba a algún cuadro colgado en los aposentos reales.
Los suelos de la casa, de barro rojizo, relucían siempre bien pulidos y limpios. En el centro, la mesa alargada de madera, acompañada de taburetes y sillas de enea, en torno a la cual se desarrollaba la rutina diaria. Arrimados a las paredes, completaban el mobiliario un sobrio escritorio de nogal, jalonado de cajoncillos para guardar papeles y dos arcones donde se apilaban diferentes enseres. Presidiendo la estancia, la gran chimenea, con su placa de buen hierro y morillos, protegiendo del fuego los pucheros de comida, por cuyo intenso olor, los aprendices habían aprendido a distinguir cuándo estaba a punto el almuerzo.
Sentadas en corro junto a Nicolasa, dedicadas a remendar las costuras de camisas y calzones, se encontraban la anciana madre del maestro Flores, María Martínez, y sus dos hijas solteras, Ignacia y Tomasa de Flores. Cuando los caudales escaseaban para sostener el hogar propio, estas se acogían a la hospitalidad de Nicolasa durante alguna temporada. A su lado, atentas a la conversación de las mujeres adultas, deambulaban las dos jovencitas: Josefa y Manuela, hijas del matrimonio Flores, que no había logrado engendrar el hijo varón que el maestro ansiaba.
Josefa, la mayor, tenía la misma edad que Francisco y era la preferida de sus padres. Una mujercita dulce y parsimoniosa, de una belleza singular, siempre ponderada por José de Flores que hacía chanzas sobre la evidente mejora de la estirpe que suponía el físico de su primogénita. Josefa tenía el pelo oscuro, siempre recogido y bien peinado, la tez pálida y unos rasgados ojos grises, que se decía provenían de la rama extranjera de su madre. Emanaba de ella una deliciosa femineidad, una personalidad sutil y bondadosa. Siempre atenta a los deseos de su progenitor, cuidaba también con mimo de su hermana Manuela, tres años menor, nacida con un defecto en el brazo derecho que le impedía valerse por sí misma y atormentaba su carácter.
Francisco se había fijado en ambas muchachas desde los primeros días de su llegada a Madrid, a pesar de que bastante tenía con acomodarse a su nueva existencia. Reparó enseguida en los encantos de Josefa. De hecho, su evidente atracción por ella había sido la causa recurrente de otras tantas agrias discusiones con Félix. El bronco aprendiz aspiraba ilusoriamente a seducirla y convertirla en un futuro en su esposa. No soportaba que Francisco, con su afectuosa relación con Nicolasa y sus buenos modales, hubiera puesto sus ojos en Josefa y que esta le correspondiera con inocentes sonrisas y miradas. Eran todos muy jóvenes para hablar de compromiso, aunque esa edad había sido siempre más que suficiente para urdir matrimonios en la familia real que habitaba el alcázar. Era inevitable, sin embargo, que el roce de la vida cotidiana despertara mutuo interés en unos y otras. Las uniones entre las hijas de los maestros y sus discípulos, venía a ser el acontecimiento inevitablemente esperado en la familia de cualquier artesano. Todos salían ganando con ello. El maestro se aseguraba un colaborador de por vida, que heredaría su taller y sus secretos, y el discípulo un ascenso más rápido en su profesión y un futuro económico más halagüeño.
A su edad, Francisco no había estado nunca enamorado, ni estaba seguro del calado de sus sentimientos por Josefa, aunque no podía evitar reconocerse a ratos ofuscado por su agradable apariencia. La joven tenía desde niña la obsesión de lucir sus ropas pulcras en todo momento, una manía que se diría similar a la de su padre, algo difícil de lograr en un hogar donde resultaba habitual el tiznarse de hollín, por muy limpio que las mujeres procuraran tener el mobiliario. El fácil acceso al agua que dotaba el privilegiado pozo de la cerrajería permitía a Josefa lavarse y poner sus vestimentas a remojo con frecuencia. Tenía el don de mostrarse siempre delicada y bonita. Parecía destinada a ambientes más refinados.
—Josefa, ¿dónde has andado esta mañana? —preguntó Nicolasa a su hija, enhebrando la aguja.
—Bajé a la plaza de palacio, madre. La hija de Luisa Sánchez, la moza de cámara, me ha prometido que un día de estos, cuando haga la guardia un oficial que conoce bien, hará que entre con ella al interior del edificio. Va a enseñarme las cocinas, las escaleras y pasadizos de la servidumbre, y los cuartos de los altillos, donde duermen las criadas de la reina.
—Tú siempre soñando con servir en la corte —sentenció su tía Ignacia de Flores.
—Si la reina que ahora llega supiera que tiene entre sus súbditas una joven que ansía de esa forma servirla, seguro que no dudaría en emplearte —apostilló su otra tía Tomasa.
—Ojalá fuera tan fácil, tía.
—Si ese es tu deseo, ¿acaso no puede tu padre hacer uso de sus amistades para interceder por tu colocación en palacio? —se atrevió a intervenir Francisco, conversando con libertad entre las mujeres de la casa.
—Mi padre es cauteloso con la petición de favores. Tiene tanto respeto por la corte, que jamás recomendaría a nadie que lo no mereciera.
—¿Y acaso no lo mereces? —preguntó Francisco.
—Bueno, creo que prefiere esperar a que yo demuestre que así es.
—Estoy seguro de que no habría muchas criadas en palacio como tú. Siempre me ha parecido que posees ademanes de verdadera señorita —dijo Francisco, reteniendo por unos segundos la mirada fija en los ojos de la joven.
Josefa, turbada, se levantó del asiento.
—Yo lo que sé a ciencia cierta es que Josefa jamás podría ser la esposa de un cerrajero o un herrero. Odia las manos ennegrecidas que deja el carbón —comentó riéndose Ignacia de Flores, al percatarse del rubor que había encendido las mejillas de su sobrina.
—Qué tonterías dices, Ignacia. Lo hará si algún día llega a querer a uno de ellos, como me pasó a mí y a muchas de mis comadres —intervino Nicolasa, desviando por un momento la atención fijada en su hija—. Sé por experiencia que el oficio del hierro, uno de los más antiguos de la humanidad, es como un veneno que se introduce en la sangre y contamina a las familias durante generaciones. Es difícil sustraerse a su influjo. Con Josefa, Dios dirá.
—Siempre me han gustado sus historias sobre el oficio, Nicolasa —intervino de nuevo Francisco, que no se hartaba de escuchar de su boca los curiosos relatos que en ocasiones le contaba a él y en otras oía a través de las ventanas del taller, cuando hablaba con sus hijas, mientras faenaban con ropas y cacharros en el patio.
—En realidad —continuó Nicolasa—, son cosas que aprendí de mi abuelo, que aparte de a Dios nuestro padre redentor y a su santa madre Iglesia, veneraba a un descendiente del maldito Adán, llamado Tubalcaín. La Biblia le atribuye el honor de ser el primer herrero, unos setecientos años antes del Diluvio Universal. Todos los pueblos de la Antigüedad tuvieron sus dioses forjadores; Hefestos fue el de los griegos y Vulcano el de los romanos. No es raro que los consideraran dioses, puesto que el primer hierro que conocían era el que caía del cielo, piedras negras que dicen proceden de las estrellas…
—Nicolasa, cada vez me sorprendes más —interrumpió Ignacia de Flores—. Cualquier día habremos de rendir cuentas a la Inquisición por tu rara sapiencia.
Esa noche, tras despedirse de la parentela femenina después de la cena y retirarse a su cuarto a dormir y a mantener la vigilancia en la fragua, Francisco se sintió contento. Se había percatado de que la mirada con que le correspondía Josefa, antes recatada y siempre de soslayo, era cada vez más directa e intensa. Notaba su corazón latir con fuerza por ella. Pensativo, tumbado sobre el jergón, escuchando el rodar de un tardío carruaje en la lejanía, entendió que empezaba a revivir esa parte de su alma adormecida durante los últimos años por el sufrimiento.