Capítulo 21

Hacía rato que Francisco y Josefa se habían acostado cuando escucharon un insistente repique de campanas. Adormilados, pensaron que se trataba del toque a maitines de algún convento o la llamada a misa del gallo de cualquier parroquia cercana. La violencia y ritmo nervioso del sonido, sin embargo, lograron finalmente desvelarlos.

Después de festejar aquella Nochebuena de 1734, se habían metido en la cama, tristes y abatidos, sin ganas para entretenerse en deberes conyugales. Hacía ya cinco años que había fallecido Nicolasa, pero aún se la echaba mucho en falta en el hogar. El maestro Flores no lograba reponerse de su pérdida, que notaba de manera más acusada por estas fechas. Josefa había preparado una sabrosa cena al gusto de su padre: la típica olla podrida de los domingos, bien condimentada con garbanzos, verduras, vaca, carnero, gallina, liebre, pichones y tocino. Todo había estado a punto para la celebración, al compás del resto de las familias del barrio de palacio. Pero la tardanza de Félix en llegar a la reunión terminó por arruinar las ilusiones del momento. Vino tarde, cuando ya iban a empezar sin él, y se presentó de nuevo borracho. Traía las manos inexplicablemente sucias de tierra. Los improperios contra Manuela y el niño, extendidos de inmediato al resto de los presentes, se hicieron inaguantables. La exasperación de unos y otros hizo que la cena terminara antes de lo previsto. La cama y el «mañana será otro día» parecía a todos lo más inteligente para sacudirse de encima el conflicto. Deseaban dormirse cuanto antes y pasar página a esa aciaga noche.

Fue entonces cuando, junto al repique de campanas, se escucharon unos fuertes golpes aporreando la puerta de la casa. Alarmado, Francisco se incorporó en su lecho. Observó entonces que la habitación parecía iluminada por un fulgor rojizo que venía de fuera.

—¡Cerrajeros, cerrajeros! —oyó gritar desde el exterior.

—¡Barranco! ¡Flores! ¡Abrid, abrid! —volvió a escuchar, mientras trataba de colocarse la camisa y el calzón con celeridad.

Cuando Francisco logró descorrer el pasador y abrir el portón, asustado por la urgencia de la llamada y pensando en el acaecimiento de cualquier desgracia, una llamarada de luz le obligó a cerrar los párpados. El horror reflejado en su rostro fue el fiel espejo de lo que contemplaron sus ojos.

—Barranco, ¡corre! ¡Hay fuego en el alcázar! ¡Está ardiendo muy deprisa y me mandan avisaros porque en la confusión no aparecen las llaves! ¡Están todas las puertas cerradas! ¡No se puede acceder para apagarlo! —gritaba el emisario, un centinela vestido de uniforme, con la cara sudorosa y tiznada por efecto de algún rescoldo.

El espectáculo era dantesco. Francisco se quedó paralizado durante unos segundos ante la visión del monumental edificio envuelto en llamas que subían hacia el cielo por los balcones de varios pisos en la fachada principal y de poniente, mirando al río Manzanares. La densa humareda, el crepitar del fuego y el crujido lejano de maderas secas consumiéndose le dejó pasmado.

—¡Barranco, rápido, que se quema el palacio! —volvió a gritar el centinela, logrando que el cerrajero reaccionara.

Corrió hacia la fragua y como pudo recopiló en un capazo de mimbre algunas ganzúas y una llave maestra, la única que fue capaz de localizar con prisa entre los escondites de los cajones. Cuando se disponían a encaminarse hacia la plaza de palacio, se topó en la sala principal de la casa con el resto de la familia que, sobresaltada por las campanas y las voces, también se habían levantado. Josefa y Manuela miraban a través de las ventanas el pavoroso incendio. Temblaban de miedo; estaban demudadas. Parecía imposible ver aquella majestuosa construcción, símbolo de la monarquía española y testigo de tantos siglos de poderosa historia, indefensa ante el avance del fuego. Espantaba imaginar que las llamas pudieran extenderse a esa velocidad a los edificios contiguos, porque el taller de los Flores se hallaba a escasa distancia del arco que cerraba la plaza principal del palacio.

José de Flores también estaba ya en pie, vestido y dispuesto a seguir a su yerno en el cumplimiento de sus funciones como cerrajero.

—¡Maestro, usted no debe venir! —le ordenó tajante Francisco—. Es una locura. Josefa, ocúpate de que tu padre permanezca aquí sentado o vuelva a la cama.

Flores, que con el funesto acontecimiento parecía haber resucitado, más erguido que nunca, se encaró con decisión a su discípulo y con las pupilas encendidas de indignación le dijo:

—El servicio al rey y el real alcázar son mi vida. Es mi obligación tratar de salvar ese edificio, y si al hacerlo perezco en el intento, daré por enaltecido mi honor y bien cumplido mi juramento de servicio. Y nadie va a impedirme que colabore en la extinción del incendio, ¿me oyes? ¡Nadie! Marchémonos ya y no perdamos el tiempo.

Era inútil entablar una discusión estéril en ese momento, así que Francisco dejó que José de Flores le acompañara. Ante las emocionadas palabras del maestro, cuyos ojos se aguaron al pronunciarlas, todos se percataron de la magnitud de la desgracia que suponía la pérdida del edificio y de las extraordinarias riquezas que atesoraba dentro, pero, sobre todo, del impacto emocional que tendría para personas como Flores, para quienes el alcázar era la encarnación de toda una existencia. Félix Monsiono iría tras sus pasos un buen rato después. Avergonzada por la desidia de su esposo, Manuela hubo de sacarlo a empellones de la cama, haciendo oídos sordos a sus maldiciones por la forma en que martilleaba sus sienes la resaca del vino. A pesar del aparente dolor de cabeza, se entretuvo en rebuscar en la fragua sus propias herramientas, empeñado en llevarlas hasta el incendio guardadas en los bolsillos.

Por suerte, la familia real se encontraba ausente. Los reyes habían pasado el mes de noviembre disfrutando de las novedades de su adorado palacio de La Granja de San Ildefonso. Regresaron a Madrid, esquivando ya las nieves del invierno, a principios de diciembre, para instalarse con los infantes en el palacio del Buen Retiro. En esos días habían sido magnánimos con los siempre aislados príncipes herederos, Fernando y Bárbara, a quienes llamaron para visitar las obras de decoración que Felipe V había encargado en algunas salas del alcázar madrileño. El pintor Jean Ranc, retratista favorito de la corte, se afanaba durante las últimas semanas, junto a sus oficiales, en la pintura de algunos cuartos con vistas al río, que el rey deseaba ocupar lo más pronto posible. Soberanos, príncipes e infantes habían presenciado al maestro francés en plena faena pictórica y alabado la luminosa belleza que estaba imprimiendo a esas paredes de aspecto anteriormente lúgubre y envejecido.

Ahora, el primer rumor que corría, entre quienes se arremolinaban en el exterior del alcázar, era sobre el posible origen del fuego. Algunos centinelas señalaban ya directamente a los mozos que ayudaban a Jean Ranc en su trabajo. Era en esos aposentos donde se habían detectado las primeras llamas. Al parecer, los ayudantes de Ranc, posiblemente acompañados por otros criados de palacio, habían celebrado esa tarde la Navidad bebiendo allí vino en demasía. Un guardia les había llamado la atención, pero hicieron caso omiso a la reprimenda. Descuidaron, al marcharse, apagar los rescoldos de la gran chimenea, necesaria para calentar ese espacio durante el frío invierno. Cualquier tronco al rojo vivo que rodara fuera del hogar habría prendido con facilidad en los pesados cortinajes de alguna ventana contigua. Muebles, maderas y telas propagaron con extrema rapidez el incendio. El hecho de que el alcázar estuviera en su mayor parte deshabitado en ese tiempo favoreció el que nadie corriera peligro de muerte, aunque hubo que desalojar a varias mujeres que habitaban en los cuartos de damas de los pisos superiores. De haber estado poblado el edificio con la servidumbre al completo, el incidente hubiera causado incontables muertos. Aunque fue esta misma circunstancia la que provocó que las llamas avanzaran devorándolo todo a sus anchas, sin que nadie se percatara hasta que fueron visibles desde el exterior. Y ya era demasiado tarde. La fuerza del viento, la falta de agua, de escaleras de mano y de instrucciones precisas, es decir, la imprevisión para atajar un suceso tan grave, hizo el resto.

Los dos cerrajeros, maestro y discípulo, llegaron a la plaza principal de palacio. Los frailes del cercano convento de San Gil, de cuyo campanario salió el inicial repique de campanas a fuego, habían abandonado su clausura para acudir raudos a la extinción del incendio. Estos agustinos fueron los primeros en aventurarse a forzar un portón del alcázar, con el fin de entrar a despertar a los que dormían en su interior. Los monjes andaban agitados, revueltos en pequeños grupos junto a centinelas y algunos criados, tratando de ponerse de acuerdo en la estrategia a seguir. Vieron el cielo abierto con la aparición de Francisco Barranco y el maestro Flores, a los que instaron a abrir puertas de inmediato.

El espectáculo del fuego devorando ya el último piso de la llamada Torre Dorada, espléndida construcción de Felipe II, dejó a todos los presentes desolados. El humo y las llamas escapaban ya por las mansardas de su empinado chapitel de pizarra.

—¿No es ahí donde se ubica el archivo de papeles de la Corona? —preguntó angustiado Francisco a un secretario de despacho que se había sumado a los grupos de ayuda.

—Así es… —contestó con la congoja impresa en su cara—. Ahí se guardan los papeles de gobierno en su tránsito hacia el archivo de Simancas. Derechos reales de las Indias, bulas pontificias, papeles de todas las materias del Estado… Todo se quema… ¡Qué espanto!

—¿Y la biblioteca? ¿También está afectando a la biblioteca? —volvió a inquirir el cerrajero, temiendo la destrucción de la valiosa colección real de libros que hacía años le había propiciado el deseo de instruirse.

—No. A Dios gracias, la biblioteca está de momento a salvo. Desde la fachada principal parece que el fuego avanza hacia atrás, arrasando las cuatro alas del patio del rey y la capilla… —explicó con la misma agitación un centinela.

—Dios mío, ¡la capilla! ¡Por favor, entremos a salvarla! —rogó uno de los monjes de San Gil, dirigiendo la mirada suplicante al cielo.

Francisco empezó a hacer uso de ganzúas y llaves maestras para abrir las puertas exteriores. Un tropel de personas, dispuestas a ayudar, comenzó a entrar en el real alcázar. Poco iban a poder hacer. Sin medios para aplacar el fuego más que sus propias manos, su única intención era rescatar del interior el mayor número posible de tesoros y piezas artísticas de la Corona. Entre la densa humareda y el calor sofocante, era extremadamente difícil avanzar por los pasillos tortuosos, escalinatas y galerías, en las que los techos de yeso y madera habían comenzado a caer, haciendo imposible traspasar algunos tramos. Un guardia de alta graduación, por ende, decidió que tras dejar paso al primer grupo de ayudantes, básicamente monjes y criados, las puertas exteriores se cerrarían de nuevo, temiendo que en la confusión algunos avispados intentaran el saqueo de palacio. Es decir, que sólo unos pocos valientes habrían de intentar la heroicidad de salvar del fuego los miles de objetos que conformaban el ingente patrimonio histórico de la Corona.

Francisco se quemaba con cada puerta que abría en los aposentos. Los herrajes estaban al rojo vivo. Tenía las palmas de las manos doloridas, pero inmerso en la agitación del peligro que le acechaba entre el fuego, ni siquiera sentía las dolorosas ampollas que empezaban a sobresalir en su piel. Había perdido de vista a José de Flores. Este pidió a Francisco la única llave maestra que habían traído, dejándole sólo en posesión de algunas ganzúas. Le oyó decir que iba a la capilla y le vio partir en esa dirección, seguido de algunos frailes de San Gil. Flores logró abrir la puerta de aquel imponente templo de los Austrias, y al entrar, los monjes contemplaron con horror cómo se consumían ya el retablo y cuantas maderas adornaban las paredes y el techo. Arriesgando sus vidas, rompieron la puertecilla del sagrario, del cual un religioso rescató el preciado copón. El maestro Flores, ayudado por otros criados, pudo salvar del altar candeleros y blandones de plata. La principal preocupación en el recinto sagrado, sin embargo, era el histórico relicario, aquel pequeño camarín, debajo de la capilla, que albergaba la colección de reliquias y ricas joyas de devoción, acumuladas durante siglos por el fervor de los reyes de España. Las paredes y suelos habían comenzado a agrietarse, al tiempo que la reja de cierre se deformaba y su cerradura no cedía a las llaves que manejaba Flores, impidiendo el paso al relicario. Empezaban a ahogarse con el humo. Se hacía imposible permanecer en aquel recinto. Cuando se quisieron dar cuenta, el techo del camarín se desplomó. Algunos cascotes alcanzaron al viejo cerrajero que, sangrando abundantemente por la cabeza, fue sacado a rastras por uno de los frailes más jóvenes.

Mientras tanto, la prioridad de Francisco y otros criados fue ocuparse de las estancias más ricas del alcázar; aquellos emblemáticos salones de recepción alineados en la fachada principal: la famosa sala ochavada, el salón de espejos o la pieza de las Furias, repletas por doquier de extraordinarias obras de arte, que comenzaban ya a sufrir los estragos del humo, el calor y el fuego. Al joven cerrajero le pareció ver merodeando entonces por las galerías a su odioso cuñado Félix, dando tumbos como ajeno a la tragedia; estorbando más que contribuyendo a la extinción del incendio. No quiso dedicarle más que unos segundos de desprecio, antes de volver a concentrarse en el salvamento de muebles, tapices y cuadros.

Era inútil intentar sacar al exterior las piezas, una a una, con cuidado de no causarles daño en el traslado. De este modo, sólo habría tiempo para salvar unas pocas obras de arte. En medio de la confusión, un monje asumió el liderazgo de lo inevitable. Abrió uno de los ventanales que daban a la plaza de palacio y, sin miramientos, comenzó a lanzar cuantas sillas y muebles tuvo a su alcance, sin entretenerse siquiera a observar si en la caída sufrían desperfectos. Todos los demás siguieron su ejemplo. Era la única opción. Francisco colaboró también en descolgar cuadros, espejos y tapices, que fueron arrojados por las ventanas, formando espantosas pilas de mobiliario y arte destrozados. Algunos lienzos y tapicerías de gran tamaño, y otros prisioneros en la pared de sus marcos de yeso, hubieron de ser rajados con cuchillas para poder enrollarlos y lanzarlos al vacío. Así fueron escapando del fuego algunos bellísimos cuadros de Velázquez, Rubens o Tiziano, entre otros muchos maestros. Gran número de ellos, no obstante, no pudieron ser rescatados a tiempo. Los monjes de San Gil, bien organizados tanto dentro como fuera del edificio, se desvivían por recoger de las pilas de objetos aquellos que merecía la pena salvar, llevándolos con diligencia hacia el claustro de su convento, con el fin de evitar el pillaje y poder hacer luego inventarios y recuentos.

Por suerte, fueron dos monjes agustinos quienes encontraron, en las estancias interiores de los reyes, arcones de rica plata labrada con gran cantidad de dinero dentro. La honestidad de sus votos religiosos hizo que no pensaran en llenar de monedas los bolsillos de sus hábitos, sino en lanzar por la ventana los cofres, que al caer con estrépito desparramaron por la plaza miles de piezas de todos los valores monetarios.

Durante las horas que ya duraba el incendio, habían acudido a la plaza algunos caballeros de la alta servidumbre, muy preocupados por lo que acontecía y con ánimo de ayudar y dar instrucciones a los subalternos. Entre la muchedumbre, madrileños de a pie que observaban el dantesco espectáculo de lejos, cundió el rumor de que el propio Felipe V se había levantado de la cama esa noche para acercarse a ver el fuego. La noticia, aunque incierta, llegó a oídos de los que hora tras hora arriesgaban su vida dentro del alcázar, sirviendo de acicate para que aún quisieran prestar ayuda a la Corona con más ahínco. El marqués de Villena, mayordomo mayor del rey, junto al marqués de la Torrecilla, regidor de la villa, fueron los más visibles entre el tumulto. Pero también hizo acto de presencia Miguel de Goyeneche, que, como tesorero de Isabel de Farnesio, traía encargo especial de velar expresamente por algunas importantes pertenencias. De hecho, Goyeneche ya había reconocido, para su espanto, los cofres que recientemente habían volado por la ventana como propiedad del patrimonio contable de la soberana. A partir de ahí, toda su obsesión fue salvar otros tantos arcones de dinero que sabía guardados a ciencia cierta dentro de los aposentos regios. Y lo que era aún más importante, rescatar de las llamas las históricas alhajas de la Corona, aquellas que lucía la reina con mayor orgullo: las célebres perlas Peregrina y Margarita, además del gran diamante conocido como El Estanque, que, sumados a la colección de exuberantes aderezos de piedras preciosas, se conservaban en el habitáculo de guardajoyas. Un recado, transmitido de boca en boca, llegó desde Miguel de Goyeneche, apostado en el exterior del alcázar, hasta Francisco Barranco, que aún trajinaba en el interior del edificio, para que alentara entre sus compañeros la búsqueda de esas joyas que tanto valor tenían para Isabel de Farnesio. Como por milagro, aunque no fue hasta el anochecer del día siguiente, se liberó enteramente del fuego el contenido del guardajoyas, que salió por la puerta del Tesoro, al mismo tiempo que lo hacían cinco grandes carruajes, tirados por siete mulas cada uno, conteniendo los baúles de dinero salvados de los cuartos de los infantes.

Francisco, como muchos otros, llevaba ya una noche y un día, sin interrupción, en la extinción del fuego, que poco a poco se iba consumiendo, alimentándose ya de sus propias ascuas. Apenas se detenían más que para beber unos sorbos de agua de las cántaras que les pasaban de fuera. En el transcurso de este tiempo, se había dado de bruces varias veces con Félix, siempre incómodamente merodeando a sus espaldas. Saltando entre las vigas humeantes de una techumbre caída que obstaculizaba un pasillo, Francisco reparó en la existencia de una puerta que aún no había abierto. Se trataba de un pequeño oratorio utilizado por las mujeres de la familia real, decorado con un refinado retablo, cuadros y tallas de santos, en el cual Bárbara de Braganza había depositado sus más preciados objetos de culto, algunos de devoción exclusivamente portuguesa. En los costados, varios cuadros con escenas religiosas, entre los cuales sobresalía una bella Inmaculada. El manto de la Virgen, de un intenso azul violeta, y su rostro aniñado, parecido al de su madre, le llamaron poderosamente la atención, tanto como una preciosa colección de rosarios colgados de una barra de madera bajo el cuadro. A los pies del lienzo, un altarcito y dos preciosos reclinatorios de terciopelo bordado parecían invitar a la oración. Francisco sintió la tentación de arrodillarse en ellos, casi más por el cansancio acumulado que por el fervor religioso, pero el olor a humo cada vez más pegado a su nariz le empujó a apremiarse. Con decisión, abrió la ventana que aireaba este espacio y comenzó a lanzar al exterior, sin miramientos, todos los enseres de culto, empezando por los rosarios. El cuadro de la Inmaculada que tanto le había encandilado, aun ignorando que se trataba de un Murillo adquirido por la princesa durante su estancia en Sevilla, voló hasta caer a la plaza de palacio, junto a todo lo demás. Fue la única pieza que se detuvo a mirar con verdadera lástima, al ver cómo golpeaba contra el suelo.

Le pareció escuchar entonces el sonido de una llave entrando en la cerradura de la puerta del oratorio. Se apresuró a girar el picaporte para salir, pero ya era imposible abrir. Alguien se había ocupado de encerrarle dentro. Sólo podía haber sido una persona en posesión de una llave maestra. De inmediato se le vinieron a la cabeza las ansias de venganza de Félix. Pasados unos segundos, una intensa llamarada azul, con un reconocible olor a azufre se coló por debajo de la puerta, prendiendo fácilmente en los tablones de su marco. La fuerza de las llamas empujó a Francisco hacia atrás, haciéndole caer al suelo. Si no actuaba deprisa, iba a ahogarse, a quemarse vivo. Ofuscado, pidió a gritos auxilio por la ventana. Intentó después derribar la puerta a patadas, pero las fuerzas le flaqueaban. Trató de serenarse. Se acordó entonces de la ganzúa que llevaba en el bolsillo. Se tapó la boca y la nariz con su chaquetilla, y aguantando el insoportable calor que invadía la estrecha habitación, hizo uso de su conocimiento sobre los secretos de la cerrajería de palacio. Giró con habilidad para derecha e izquierda, apretó la herramienta hasta el fondo y consiguió que la puerta abriera. En el trance, sus manos habían sufrido aún más quemaduras y tenía parte de la ropa chamuscada. Tiznado de negro de pies a cabeza, con los ojos medio cegados por el humo y ahogado por la tos, logró salir al pasillo a tiempo para reconocer por la espalda a su cuñado Félix, que huía a la carrera de donde había pretendido provocar su muerte.

El joven cerrajero recorrió pasillos y bajó escaleras entre rescoldos hasta lograr salir a la plaza de palacio. Mareado, se dejó caer al suelo y creyó morir de asfixia hasta que consiguió escupir toda la ceniza que había tragado. Así lo encontró José de Flores, que un rato antes le había escuchado con desesperación los gritos de auxilio desde aquella ventana del oratorio, por la cual ya salían las llamas. Pensaba que su querido discípulo se había abrasado. No pudo reprimir el llanto al comprobar que estaba bien y lo abrazó con emoción incontenida, como nunca antes lo había hecho. Francisco prefirió de momento ahorrarle los detalles de lo sucedido. Con volver a casa vivo esa noche tenía suficiente. Sintió de golpe el cansancio físico y mental de tantas horas acosado por el fuego. Convenció al maestro Flores para retirarse a descansar y, agarrados el uno al otro, llegaron maltrechos al hogar donde Josefa y Manuela parecían igualmente enfermas por la incertidumbre vivida, hora tras hora, tras los primeros repiques de campanas. Con mimo y ternura, Josefa fue limpiando las quemaduras de su esposo, hasta que este cayó rendido por el sueño, plagado de terribles pesadillas. Félix no regresó esa noche. Tampoco lo hizo en otras muchas jornadas. Y aunque Manuela evidenciaba su congoja por ello, nadie mostró el más mínimo interés en buscarlo.

—Está mal desearle la muerte, pero si quisiera Dios que desapareciera en el incendio, sin quedar ni rastro de sus huesos, nos haría un favor a todos… —dijo en confidencia Francisco a Josefa, sin atisbo de arrepentimiento por la dureza de sus palabras contra Félix.

Las llamas fueron apagándose poco a poco durante los siguientes cinco días, dejando un aterrador escenario de desolación y ruina. Quedaba aún mucho trabajo por hacer. Tanto el maestro Flores como Francisco, a pesar del vendaje de sus manos, volvieron a sumarse a los grupos de criados de palacio comprometidos hasta la extenuación con el alcázar. Muros y techos se derrumbaban solos y con el fin de evitar indeseados accidentes, fue necesario comenzar a derribar intencionadamente el edificio. Se repartieron a destajo entre los trabajadores, ya organizados, piquetas, azadones, espuertas, maromas y palas de hierro. El grado de destrucción era tal, que se hacía evidente la imposibilidad de reconstruir el viejo palacio. Los monjes de San Gil fueron encargados de revisar las ruinas de la capilla, entre cuyos escombros rescataron no sólo espuertas de oro, plata y bronce en candeleros rotos, fuentes, cálices, ángeles y adornos de sacristía, sino que llenaron hasta cuatro cofres con las piedras preciosas, diamantes, rubíes y esmeraldas, que fueron encontrando entre retazos de metales fundidos. El momento culmen de este rescate se produjo cuando lograron acceder a lo que quedaba del preciado relicario. Entre montones de huesos de santos, revueltos con materiales quemados, aparecieron intactas algunas de las más preciadas reliquias: una cabeza en madera de Santa Ana que había pertenecido a Mariana de Austria; el lignum crucis, el santo pedacito de madera, junto a un clavo de la cruz de Cristo, en sus cajitas; y parte del famoso adorno de la flor de lis, símbolo de los Borbones, que, según la tradición, había caído del cielo. Al comprobar la salvación de esas piezas, tanto los frailes como los obreros que ayudaban en el desescombro, creyeron que era obra de un milagro divino y juntos se arrodillaron entre los cascotes para adorar las santas reliquias. Esa misma tarde, el tesoro rescatado fue presentado a los reyes en el palacio de El Pardo.

Paseando entre escombros, haciendo de tripas corazón ante la tristeza de ver vencido a aquel majestuoso edificio, Francisco iba recorriendo las estancias calcinadas. Algunas mantenían sus paredes intactas. Reconoció entre ellas los aposentos que el pintor Jean Ranc estaba decorando en las últimas semanas, en las que todas las habladurías situaban el origen del fuego. Se adentró en uno de ellos, curioso ante la acumulación de botellas de vino vacías y picheles abandonados, enseres extrañamente indignos e inusuales para aparecer en los cuartos reales. Al acercarse a la chimenea, le llamó la atención algo, que inmediatamente le sobrecogió el corazón. Las páginas arrancadas de un libro estaban allí a medio quemar. No eran hojas impresas, sino manuscritas, con una letra y dibujos que al momento identificó. Se trataba sin duda de papeles arrancados al viejo manuscrito de metalurgia del maestro Flores. La presencia de aquellos restos en el lugar del incendio le revolvió el estómago.

No pudo parar de pensar en ello y decidió actuar con prontitud y decisión. Francisco buscó a su amigo Pedro Castro en el entorno del teatro del Príncipe, en la plaza de Santa Ana, donde la compañía de Luis de Rubielos había vuelto a trabajar. Sentados ya en una taberna próxima, fue la única persona a quien quiso sincerarse y confiarle la inaguantable situación que había alcanzado su enemistad con Félix Monsiono, su rival y cuñado. A nadie había contado hasta ahora los arrebatos asesinos de ese desgraciado, que primero procuró envenenar al maestro y últimamente había intentado quemarle vivo. Se sentía verdaderamente amenazado.

—Necesito tu ayuda, Pedro. Es un asunto muy serio.

—Tú dirás… —contestó preocupado el cómico.

—Sabes manejarte bien entre todo tipo de gente, incluso la menos recomendable. Conoces a fondo los tugurios. Quiero que recopiles información, rumores, datos sobre lo que pasó en las habitaciones donde trabajaban los ayudantes del pintor Ranc en la noche que se declaró el incendio.

—¿Nada más? —preguntó fanfarroneando Pedro—. Pues si sólo me pides eso, es fácil. Esa gente son artistas, pintores, algunos de ellos extranjeros, y conozco qué lugares frecuentan en Madrid y dónde puedo encontrarlos. Te avisaré cuando me entere de algo.

Cinco días después, Pedro Castro se presentó en la puerta de la fragua real, buscando a Francisco. A pesar de que en la calle reinaba un intenso frío traído por el desapacible invierno, prefirieron salir a hablar fuera, donde nadie pudiera escucharles. Por la seriedad de los gestos de su amigo, Francisco se percató de que la información que poseía el cómico era importante.

Tal como el cerrajero sospechaba, Félix Monsiono se había sumado, la tarde que precedió a la Nochebuena, a la juerga irresponsable de los pintores. Hacía algún tiempo que el oficial había entablado amistad con uno de los ayudantes de Ranc, a cuenta de trabajar ambos en el entorno de la familia real. Fue este quien le invitó casualmente, aprovechando el momentáneo vacío de personal en el alcázar, a darse el gusto de beber vino con ellos en los aposentos reales. Los pintores habían contado a Pedro que Félix apareció llevando un hatillo de tela colgado al hombro, cuyo interior se negaba en todo momento a mostrarles. Después de varias rondas y brindis, cuando el tono de las chanzas comenzó a ser violento y pesado, alguien logró sacar del hatillo un libro, que empezaron a lanzarse entre torpes risotadas unos a otros, mientras el oficial de cerrajero, furioso, gritaba que se lo devolvieran. El forcejeo entre Félix y uno de los pintores, por efecto de la borrachera, tomó mal cariz. El cerrajero atacaba como un perro rabioso, pero el pintor, que no le iba a la zaga, alcanzó a desgarrar algunas páginas del manuscrito, que terminó por caer de pleno en la chimenea encendida. Félix comenzó a dar patadas a los troncos que ardían con viveza. Rescató de entre ellos el libro, que parecía haber sufrido severas quemazones en sus esquinas, y salió del cuarto blasfemando y maldiciendo a sus nuevos camaradas de vino. Algunas ascuas, sin embargo, rodaron hasta alcanzar los bajos de las amplias cortinas. Y allí quedaron cuando los ayudantes de Jean Ranc dieron por terminada la juerga tras la desagradable pelea y salieron del alcázar, siguiendo los pasos de Félix.

Se contaba además en Madrid, siguió relatando Pedro, que Jean Ranc, el brillante pintor de corte, estaba moralmente hundido por la pesada carga que suponía para su conciencia el ser responsable de tamaña desgracia. No acababa de creer en la culpabilidad de sus operarios y, para lavar su imagen y prestigio, se había ofrecido a reparar todos los lienzos que hubieran sufrido desperfectos. Él mismo hubo de padecer la particular tortura de ser el encargado de inventariar todos los cuadros rescatados del alcázar, identificar los salvados y apuntar los destruidos. El saldo fue desolador. De las más de mil quinientas obras que conformaban la colección real de pintura, quinientas treinta y siete se echaban en falta, a todas luces engullidas por el fuego. El disgusto había enfermado al maestro, cuyo mal color de cara parecía vaticinar pronto un fatal desenlace. Jean Ranc moriría tan sólo seis meses después.

La revelación de estos datos provocó la tormenta deseada por Francisco desde hacía tanto tiempo. Reunió a Flores y a Josefa en la fragua, y decidió entonces contar todos los detalles que venía sumando sobre las aviesas intenciones de Félix contra ellos, desde el azufre hasta el incendio, concluyendo con el robo del manuscrito, que a punto había estado de desaparecer en la chimenea de los cuartos de Felipe V y ahora se hallaba en paradero desconocido, como el propio oficial, que no había vuelto a pisar por la fragua a partir del fallido intento de asesinato de Francisco.

Jamás había visto al maestro Flores tan furioso. Los estragos del incendio y, por último, el descubrimiento a bocajarro de la cruda verdad de cuanto rodeaba a Félix, le llenaron primero de rabia, suficiente para adoptar determinadas decisiones, pero después le desplomaron al abismo de una profunda tristeza, que agudizó los síntomas de su enfermedad. José de Flores optó por soluciones determinantes y crueles para su familia. Félix Monsiono sería expulsado para siempre de la fragua. Renegaba de él como oficial y como yerno. Haría todo lo posible para impedir que en el futuro pudiera optar al examen de maestro. No quería volver a verle jamás, ni pensar que pudiera poner el pie en casa de los Flores. Con la misma crudeza con que lo sentía, fue capaz de transmitírselo a su hija Manuela, condenando ese maldito momento en que se había quedado preñada de ese hombre ruin y se había empeñado en contraer matrimonio. Maldecía igualmente su ceguera, al consentirle sus desmanes durante tantos años, y no haber sido capaz, por lástima, de haberlo echado antes. Manuela, agitada y compungida por las palabras de su padre, había optado por desaparecer de la casa, llevando consigo a su hijo. Con su poca inteligencia, anunció a gritos que iba en busca de su esposo y que jamás volvería a verlos.

Cuando la desagradable escena familiar concluyó, a Francisco le pareció que el fuego del alcázar había quemado algo más que un mero edificio. Las llamas habían puesto punto final también a una parte de su vida y tras los escombros de esta, como iba a ocurrir con la histórica construcción, anhelaba que resurgieran los muros de una nueva y mejor existencia.