Capítulo 17
Al contrario que otras damas de alcurnia, María Sancho Barona era dada a compartir sin ambages su intimidad con la doncella que de forma tan entregada la atendía desde años atrás. Aquella inusual infancia, que la llevó a frecuentar la casa de una curandera en Madrid para sanarse de un herpes, aparte de despertar su curiosidad por alquimias, ciencias, artes y oficios, le había abierto el corazón al trato humano con personas de toda condición social. No consideraba a su criada, de nombre Teresa, como una mujer sometida a los antojos de su señora por unos pocos reales, sino como una persona digna de respeto y sincero afecto, por la utilidad del servicio que le prestaba. Teresa le devolvía el buen trato recibido con un apego y devoción que iba más allá de lo que el salario pudiera pagar.
—Mi señora… —empezó a contar Teresa a la condesa de Valdeparaíso, mientras la peinaba de buena mañana, en un momento especialmente favorable a las confidencias femeninas—. He conocido a un buen hombre, halagador y artista…
—Tal como lo describes, me temo lo peor… —interrumpió con pícara sonrisa la condesa, jugando con los encajes de su delicada bata de cama.
—Disculpe mi atrevimiento al contárselo, pero me consumen las dudas, y seguro que la señora sabrá darme consejo.
—Teresa, sabes que puedes confiarme tus cuitas.
—Me abordó hace unos días en el patio y resultó encantador. Después nos hemos hablado en varias ocasiones. Pretende mis favores, me propone matrimonio y marcharme con él a recorrer lugares… Pero no me fío de esos cómicos y artistas. Estoy segura de que en cada escenario, en cada ciudad, seducen a cuantas se dejan…
—¿Es un artista de la compañía teatral que representa en el alcázar?
—Así es. Asegura ser músico, trovador y no sé cuántas cosas más. Se llama Antonio Pelegrín.
Al escuchar la identidad del pretendiente de su doncella, la condesa dio un respingo. Hizo memoria de que tal era el nombre, Antonio Pelegrín, que figuraba como copista de Domenico Scarlatti en la partitura que Goyeneche parecía esconder en su aposento. Teresa se percató de la sorpresa de su señora e inquirió por la causa. Tras un momento de deliberación, María se dejó llevar por una mezcla de inquietud y entusiasmo. La posibilidad de desentrañar ciertas dudas que recientemente le roían en torno al hombre que amaba se le presentaba como una afortunada casualidad que no iba a desaprovechar. Sentó a Teresa en el taburete que ella misma ocupaba, otorgándole un honor repentino que dejó impresionada a la doncella. Con sus acostumbradas dotes de persuasión, le pidió que le hiciera un gran favor personal. De su respuesta dependían asuntos que podían entrañar una gravedad insospechada para la intimidad de su señora y quizás para la propia Corona. Teresa sólo se atrevió a asentir con la cabeza, aún incrédula de que ella pudiera llevar a cabo una acción tan valiosa. La condesa se lo explicó sin tapujos.
La doncella debía ceder a la seducción de ese tal Antonio Pelegrín; cuanto antes mejor. Y en el fragor de sus amores, procuraría sonsacarle los detalles relativos a la partitura y explicaciones precisas sobre un posible encargo realizado para el caballero Miguel de Goyeneche. Aunque no fuera informada del trasfondo del asunto, Teresa entendió a la primera cuál era el papel que debía jugar en este enredo. Y sin mayor dilema ético prometió a su señora que pondría los cinco sentidos en marcha para traerle pronto las noticias que deseaba.
La contestación a su carta llegó antes de lo esperado. El incremento de viajantes en los caminos entre Madrid y Sevilla desde que la ciudad andaluza era lugar de residencia de la corte facilitaba igualmente el traslado de correo y mercancías. Francisco sintió que se le encogía el estómago cuando un oficial de secretaría se la entregó a pie de fragua. Traía su nombre escrito como destinatario, «Francisco Barranco, cerrajero de cámara», y reconoció en el trazo la letra de Sebastián de Flores. Se trataba de un pliego doblado de cierto tamaño y supuso que la dimensión se correspondería con la extensión del contenido. Después de tanto tiempo ausente, era el primer contacto directo que mantenía con alguna de las personas queridas que había dejado en Madrid. Decidió abandonar por un momento el taller y marchar a su cuarto para asimilar allí tranquilo todos los pormenores que Flores pudiera contarle. Estaba nervioso al abrirla. Se sentó sobre el jergón de su cama y empezó a leer.
Sebastián de Flores manifestaba su alegría por saber de Francisco y comprobar que no perdía el tiempo en Sevilla. Por el contrario, se quejaba, Madrid parecía una ciudad moribunda desde que la corte se había marchado. Únicamente los que gozaban de la soledad para cultivar sus ideas, como él, apreciaban el valor de ese momentáneo abandono que para otros, por el contrario, suponía la ruina. Él se encontraba bien de salud, progresando con lentitud en sus experimentos sobre el hierro, puesto que no podía contar con su ayuda. Cuando Francisco regresara, cosa que deseaba ocurriera pronto, todo estaría listo por su parte para adelantar en el proyecto común. Respecto a lo que le preguntaba sobre ese conde de Salvagnac, tal como sospechaba Goyeneche, tenía noticias fundadas de que se trataba de un conocido profesor de química, convertido por ambición y necesidad de supervivencia en un estafador. Lo había averiguado gracias al padre Feijoo, con quien se había carteado, seguro de que por su lectura periódica de las Memorias de Trevoux estaría al cabo de la actualidad científica francesa.
Por Feijoo había sabido que el tal Salvagnac había gozado durante unos años de la protección del duque de Orleáns para llevar a cabo en la Academia de Ciencias de París diferentes experimentos en química. Muerto su protector y escaso de dinero, convenció a algunos ilusos de que había hallado un supuesto secreto de transmutación del hierro en cobre, de forma que prometía hacerse rico él y enriquecer a otros, convirtiendo un metal pobre en otro de mayor valor, gracias a un sencillo y barato procedimiento. Ante reputadas personalidades llevó a cabo tres demostraciones públicas, que acabaron con las dudas generadas en torno a lo que prometía y le granjeó la financiación del gobierno para levantar una fábrica que explotara su invento, acompañada de una patente de exclusividad por veinte años. Después de la extraordinaria inversión realizada y varios meses de funcionamiento, se descubrió la farsa, que no era sino un procedimiento químico empleado con malicia. Hervía trozos de hierro en grandes cubetas, a las que añadía polvos de un componente llamado vitriolo azul, rico en cobre, que cubría el hierro por precipitación, tiñéndolo de rojo. El resultado de la operación era el mismo hierro convertido por tintura en falso cobre. «Salvagnac ha estado en prisión, pero se sabe de forma confidencial que el gobierno, tratando de evitar el ridículo, lo ha sacado fuera del país para que engañe igualmente a otros. Por eso ha llegado a España. A algunos ministros franceses les encantaría saber que sus homónimos españoles comprometen tiempo y dinero en esta estafa», escribía Sebastián de Flores.
La historia del conde de Salvagnac fascinó a Francisco. El tiempo de lectura de la carta se le había pasado volando. Debía informar cuanto antes a Miguel de Goyeneche acerca de su contenido. Se sentía orgulloso de poder anunciarle que había cumplido con su cometido y de contribuir a que un impostor no lograra perjudicar las buenas perspectivas de su común proyecto metalúrgico.
Lo buscó en sus aposentos, pero allí no estaba más que un criado, que le dio instrucciones para encontrarle en las estancias regias. Hacía ellas se dirigía, cuando oyó cerca la voz de Goyeneche. Procedía de uno de los viejos patios moriscos. Iba decidido a saludarle, cuando, a punto de entrar en la galería de arcos, se percató de que el caballero estaba acompañado por la reina. Hablaban los dos solos. No le habían visto. Era impensable interrumpirles, así que se apartó a esperar en una esquina, detrás de una ancha columna. Goyeneche y doña Isabel dieron la vuelta al patio y avanzaban hacia dónde él se ocultaba. Escuchó entonces claramente al financiero referirse a ciertos asuntos sobre la condesa de Valdeparaíso. La reina la criticaba con dureza y él no hacía nada por defenderla. Francisco sintió que la indignación le quemaba por dentro, pero no tenía más remedio que tragarse el orgullo y disimular. Vio que la reina se despedía y se marchaba. Entonces salió del escondite, simulando que acababa de llegar en busca del financiero. Inquieto, enseguida le habló de las noticias que acababa de recibir desde Madrid.
Goyeneche quedó igualmente asombrado ante la historia que relataba la carta de Sebastián de Flores. Se le ocurrió de repente una idea extraordinaria. Quería que Francisco se presentara junto a él ante Isabel de Farnesio para informarle acerca de las circunstancias de la pretendida invención del químico francés. Era su forma de recompensarle esta vez con honores que fueran más allá de lo meramente económico.
El disfrute de la naturaleza era un placer profundamente arraigado en la sensibilidad de Isabel de Farnesio. Añoraba en Sevilla no tener a la vista la magnífica perspectiva del jardín recientemente diseñado y plantado en el palacio segoviano de La Granja de San Ildefonso. Lo imaginaba creciendo y poblándose de verde en su ausencia. Le sobrecogía pensar en aquel colosal telón de fondo natural que aportaba la sierra de Guadarrama al hermoso escenario que eran sus parterres a pie de suelo. A pesar de todo, del jardín del real alcázar andaluz apreciaba la variedad de formas, colores, texturas y aromas, desde las flores perfumadas a los árboles frutales, todo pensado para satisfacer los sentidos. Reservaba por ello algunas tardes, cuando el rey se negaba a salir de su habitación y podía quedar a buen recaudo, para aliviar sus preocupaciones paseando. El espacio conocido desde antiguo como jardín de las damas, con sus setos bajos recortados en formas geométricas, era uno de sus favoritos. Hacia aquel lugar se encaminaron Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco, a sabiendas de que la encontrarían en un momento distendido, propicio para que el oficial pudiera hablar con la soberana, algo difícil de lograr si no era fuera de todo protocolo.
Se acercaban por los caminillos de tierra que conducían al jardín, acordando la información que cada cual daría a la reina, cuando observaron una escena que, según se rumoreaba entre la servidumbre, se repetía cada vez con mayor frecuencia en el recinto del real alcázar. Isabel de Farnesio y su cortejo, formado por la camarera mayor, las damas de compañía, varios caballeros de alta servidumbre y algún que otro ministro y embajador, pasaban por delante del lugar donde casualmente se hallaba Bárbara de Braganza, paseando al aire libre junto a las condesas de Montellano y Valdeparaíso. La princesa y sus acompañantes se inclinaban al paso de la reina, pero esta hacía ostensible intención de no reparar en el saludo, obligando igualmente a damas, caballeros, ministros y embajadores a esquivar a la heredera consorte. Era más que un desaire, una humillación en toda regla. Por desgracia, doña Isabel tenía ya acostumbrada a su nuera a los desplantes. Goyeneche sabía incluso de otros, que relató en el momento a Francisco. Desde algunas semanas atrás, a la princesa no se le permitía estar junto al resto de los infantes y visitar con ellos al rey en su cama. A veces incluso se retrasaba intencionadamente el pago de jornales a su servidumbre y de vez en cuando se le retiraba el servicio de flores y frutas frescas en sus aposentos. El menosprecio se había alargado incluso hasta la memoria de la reina María Luisa Gabriela de Saboya, su antecesora y madre del príncipe Fernando, por cuyo último aniversario de muerte doña Isabel había prohibido celebrar luto en la corte. Pagaba con este desdén las supuestas traiciones de doña Bárbara y los celos que el creciente protagonismo de esta le despertaban.
Ante esta situación, Francisco sintió preocupación y dolor de corazón, más que nada por los desplantes que a su vez sufría la condesa de Valdeparaíso ante el resto de la corte. Se había jurado a sí mismo no contarle que había sorprendido a Goyeneche hablando mal de ella con la reina. Pensó que no debía entrometerse de un modo tan burdo en esa relación, porque no quería causarle a ella ningún daño. Pero a la vista de que los desaires proliferaban, ahora dudaba de su decisión. Quizás debería alertarla, si es que ella misma no se percataba de los riesgos.
La existencia de dos facciones rivales en torno a dos caracteres femeninos contrapuestos y dos formas de entender el futuro político del reino, estaban envenenando el ambiente sevillano. Siempre que le era posible, Francisco observaba a la condesa con arrebato y admiración, y por ello pudo ver claramente en su hermoso rostro la rabia contenida que le había provocado el agrio encuentro en los jardines entre ambos cortejos reales. Por su conciencia, hubiera querido acercarse a brindar, en desagravio a tamaño desaire, justos honores y reconocimiento a la princesa y sus damas, pero entendió que él no era nadie para enmendar la actitud de una poderosa soberana. Además, sin saber lo que él pensaba en su fuero interno, Miguel de Goyeneche se encargó de volverle a la realidad, recordándole la misión que les había traído hasta la reina.
Isabel de Farnesio se acordaba del rostro de Francisco por la ocasión que este tuvo de ofrecer explicaciones sobre su oficio ante la presentación de las llaves de la ciudad de Sevilla, aquel primer día en que habían llegado. Esta vez, nuevamente, le cayó en gracia el cerrajero. Goyeneche volvió a hacerle el favor de introducirle, valorar sus talentos y solicitar a la reina que le escuchara. A partir de ahí, fue Francisco quien se explayó con la historia recién sabida de la estafa de la transmutación del hierro en cobre. Ofreció los detalles con aplomo y conocimiento sobre lo que hablaba. El ministro que acompañaba al cortejo tomó buena nota de las medidas a tomar contra el conde de Salvagnac, antes de que apareciera por Sevilla. Se daría orden de detenerle por el camino y acompañarle preso hasta la frontera francesa. La soberana se mostró satisfecha con el resultado. Hasta el presente, su galante y sagaz tesorero nunca la había defraudado. Y ahora le sorprendía con la inusual colaboración del cerrajero.
Terminado su discurso, Francisco hizo una profunda reverencia a la reina, que lo contempló, como a todos sus criados, de forma altiva y condescendiente.
—Goyeneche, recuérdame que a este cerrajero se le tenga siempre bien considerado entre mi servidumbre. Francamente, se lo merece. Preséntate mañana en mi saleta con el libro de tesorería. Necesito revisar contigo ciertas cuentas —concluyó la reina a modo de despedida, dedicando una última mueca de agrado y aprobación a Barranco, al cual, por la parquedad de elogios que doña Isabel solía prodigar, pareció como si hubiera recibido el nombramiento de un alto cargo.
La corta distancia que mediaba entre los dos séquitos fue suficiente para que la condesa de Valdeparaíso pudiera contemplar la escena de la conversación de Goyeneche y Francisco con Isabel de Farnesio. Se sentía furiosa y decepcionada. Hasta la reverencia del cerrajero a la soberana le pareció desmesurada y excesivamente servil. El motivo de su enfado, sin embargo, iba más allá del amargo trance de verse esquivada por esa parte de la corte que, en el fondo por cobardía, lo que trataba de eludir era meterse en problemas. Su disgusto tenía más que ver con el descubrimiento de que Miguel de Goyeneche la estaba traicionando. De nada había servido la pasión amorosa compartida, los sentimientos entregados, las ilusiones de imaginar circunstancias que en un futuro les permitieran contraer matrimonio. El hombre a quien entregaba su honor de mujer ya casada había antepuesto el papel de leal cortesano, la ambición de pujanza económica y ascenso político al compromiso de amor que tantas veces le había prometido. Se había dejado pervertir por las intrigas insoportables que estaban contaminando a la Corona en Sevilla. Y lo que era más grave, lo hacía perjudicando y poniendo en riesgo a la persona a la cual María debía su propia lealtad y honores en la corte.
Esa tarde, poco antes de sumarse a la comitiva de doña Bárbara, María acababa de saber por boca de su doncella, convertida en amante del músico Antonio Pelegrín en interés de su señora, la verdad de la partitura que ocultaba Goyeneche en su cuarto. Supo que este, acompañado del cómico Pedro Castro y de otro hombre, al que luego le pareció reconocer como oficial en la fragua, se le habían presentado intempestivamente para que interpretara una partitura de Scarlatti, que resultó no ser música. Pelegrín tampoco tenía explicación para este detalle, y confesó que se limitó a copiar la partitura, tal como el caballero le había encargado. Los modales autoritarios del financiero, sin embargo, no le habían gustado. Él no se consideraba un artista de segunda fila, aunque todavía nadie le hubiera reconocido sus verdaderos méritos, y tampoco un mero copista de música ni colaborador en extraños trapicheos, así que había decidido, por dignidad, dejar en la copia impreso el testigo de su nombre, aunque fuera en minúsculo tamaño.
De vuelta a la intimidad de sus aposentos, la princesa Bárbara, alumbrada por esa regia parsimonia que jamás perdía a pesar de los contratiempos, provocó discretamente quedarse a solas con la condesa de Valdeparaíso.
—María, tu rostro desprende últimamente un halo de tristeza y preocupación al que no me tienes acostumbrada —le dijo, agarrándola con delicadeza de las manos, en un gesto de afecto capaz de derribar de inmediato las barreras de rango entre ellas—. ¿Se trata de asuntos personales? La llegada de tu esposo no te ha alegrado, ¿verdad?
—Sí, alteza. Cómo no habría de alegrarme la presencia del conde… —contestó rauda, incapaz de disimular la verdad de su alma.
—El príncipe Fernando me ha propuesto el futuro nombramiento del conde de Valdeparaíso como mi primer caballerizo, y me ha parecido magnífica idea. Se merece el cargo y con ello deseo igualmente halagarte y reconocer el esfuerzo de lealtad que haces conmigo, especialmente en estos difíciles tiempos…
—Gracias, alteza. El honor de estar a vuestro lado y formar parte de vuestra casa no es un esfuerzo, es un privilegio —contestó con sincera emoción la condesa.
—Entonces, dime, ¿qué te causa tanta tribulación? No necesitas mentirme. Compartimos la suficiente intimidad como para darme cuenta de que algo importante te ocurre —insistió doña Bárbara.
—Creedme, señora, que lo que me ocurre a mí no es tan importante como… lo que podría afectar a vuestra alteza —se atrevió por fin a confesar María, dispuesta a avisar a la princesa de los riesgos derivados de algunas intrigas que ella misma acababa de conocer.
La mención de la supuesta partitura del maestro Scarlatti, que al parecer no tenía ni un solo acorde que pudiera interpretarse, cuya copia obraba en manos del caballero Goyeneche, dejó lívida por un momento a Bárbara de Braganza. Tanto, que pasó por alto todos los pormenores de la relación amorosa entre su dama y el financiero. Su cara de espanto era el signo claro de la gravedad de lo que escuchaba. María entendió de inmediato que era asunto de mayor trascendencia de lo que suponía, y se alegró de haberlo confesado.
—¡Ven conmigo, María! Y vigila que no nos vea ni siga nadie… —rogó un tanto agitada la princesa, encaminándose a buen paso hacia la saleta donde tocaba el clavicordio y recibía sus clases de música.
Se precipitó sobre el cajón de madera donde solía guardar las composiciones que con mayor frecuencia interpretaba. Extrajo la mayor parte de ellas, depositándolas en desorden sobre el suelo, hasta que llegó al fondo. Allí estaba lo que parecía estar buscando.
—María, haz memoria, te lo ruego. El papel que viste en el aposento de Goyeneche, ¿era igual a este? ¿Te fijaste si los primeros acordes del pentagrama eran en do?
—Dejadme pensar, alteza… —contestó María, ya contagiada del nerviosismo de la princesa—. Sí. Ahora que lo mencionáis, efectivamente era un acorde en do, el único que fui capaz de leer…
—Dios mío… Tenemos que hacer algo —dijo Bárbara de Braganza, con la angustia reflejada en el rostro.
Era imprescindible que María la ayudara, comenzó a explicar la princesa. Ese papel era una comunicación secreta con la corte de Portugal. El propio maestro Scarlatti, dispuesto siempre a colaborar con su adorada alumna, había ideado el sistema de falsas notas en presuntas composiciones, que llegaban desde Lisboa siempre anexas a una carta del rey de Portugal, padre de la princesa, en la que se argumentaba el envío de aquellas partituras que tocaba de niña y habían quedado allí guardadas. Se trataba en realidad de comunicaciones de alto valor político. En alguna de ellas iban transcritos los nombres de los posibles ministros que los príncipes deseaban para su primer gobierno, que, dada la enfermedad de Felipe V, veían llegar pronto. Se ofrecían incluso detalles sobre las conversaciones secretas mantenidas ya con algunos de ellos y su tácita aceptación de los futuros cargos. Si esos papeles llegaban a descifrarse, habría represalias en la corte no sólo para los príncipes, sino para otros personajes de la más alta condición en el engranaje de la Corona. Bárbara había logrado esconder en lugares insospechados otros tantos documentos similares, junto a la clave para descifrarlos, igualmente oculta entre legajos y libros de difícil localización. Pero temía seriamente que el espionaje a que estaban sometidos fuera a más, y que las mismas personas que ya habían logrado sustraer la partitura con indudable ingenio, volvieran a intentarlo.
En ese momento en que realmente aterraba pensar en las consecuencias de que los papeles secretos de los herederos fueran descifrados, María supo transmitir a la princesa palabras de sosiego. Era necesario mantener la calma y actuar con la misma sagacidad que sus enemigos. Después de todo, creía poder brindarle una posible solución.
Teresa, la doncella de la condesa de Valdeparaíso, estaba absorta ante los extraños encargos que su señora se atrevía a pedirle últimamente. Después de que el conde, su esposo, hubiera abandonado esa mañana el aposento para marchar a una jornada de caza, la vio apresurarse a coger papel y pluma, y redactar una breve nota. La condesa aún no se había vestido ni peinado, así que Teresa pensó que la misiva tendría carácter urgente. Se sorprendió al saber que sería ella quien la entregaría en mano al destinatario. Por un momento, dada la identidad y condición del mismo, llegó a pensar que también tendría que sonsacarle información con las consabidas artimañas amorosas. Pero no fue así, pues sólo debía acercarse hasta la fragua, preguntar por el cerrajero Francisco Barranco y pasarle la nota sin mayores explicaciones.
Aún tiznado de carbón, el oficial atendió a la muchacha con simpatía y halagos. De repente se dio cuenta de que la fatiga del abundante trabajo y la zozobra de las intrigas de las que se había hecho cómplice le habían hecho olvidar la soledad íntima y la vida casi ascética que experimentaba en la ciudad andaluza. El gesto serio con que Teresa le entregó el papel, echó por tierra cualquier atisbo de flirteo. Francisco pensó que se trataría de algún recado de Miguel de Goyeneche, y se limitó a desdoblar el papel con parsimonia. La caligrafía femenina con que estaba escrito el texto, sin embargo, le llamó poderosamente la atención. Puso toda la atención en su lectura:
Barranco:
Te extrañará que una dama de la reina contacte contigo por esta vía. Es urgente y confío en tu discreción. Me presentaré en la fragua cuando las campanas de la catedral toquen las seis. Asegúrate de que para entonces esté desierta. Me acompañará mi doncella.
C. de V.
Percibió entonces cómo las palpitaciones de su corazón se aceleraban según fue reconociendo la identidad de la dama que le solicitaba el encuentro y por un momento se olvidó de que la doncella estaba allí frente a él, esperando respuesta.
—Dile a tu señora que aquí estaré a la hora convenida —le dijo por fin, asegurándose después de quemar el papel en el fuego que chisporroteaba en la fragua.
A Francisco le pareció que sonaban más graves y profundas que nunca. Las seis campanadas, tañidas desde la torre de la Giralda, se escucharon con claridad en la ciudad de Sevilla. El cerrajero no había salido del taller en todo el día; ni siquiera para reponer fuerzas con un merecido almuerzo. Se cercioró de que ningún otro oficial quedaba allí a esas horas, y trató de adecentar algún espacio libre de trastos y hierros. De repente le molestaba la suciedad imperante, algo en lo que hacía mucho tiempo no había reparado. Parecía inevitable que el hollín acumulado en el suelo fuera a manchar los bajos del vestido de la elegante dama. Intentó barrer con la dura escoba de ramas de brezo, pero aún era peor el polvo negruzco que levantaba. Inquieto ante la proximidad de la reunión, se entretuvo en alimentar el fuego con una carga de carbón y alinear en las barras de la pared las diferentes clases de tenazas y agarraderas.
Se entreabrió la puerta y asomó la cara la joven doncella de la condesa. Se miraron, buscando sin necesidad de palabras la confirmación de que la cita podía desarrollarse según lo convenido. Breves instantes después, se colaba dentro de la fragua, con delicado misterio, María Sancho Barona, vestida para no llamar la atención, con un sencillo traje de chaquetilla entallada y voluminosa falda de grueso lino, y un ligero mantón sobre hombros y cabeza para ocultar, si fuera necesario, la identidad de su rostro. Teresa quedó fuera, discretamente apostada, vigilando la puerta.
Frente a frente, la condesa y el cerrajero se sintieron igualmente incómodos. A ninguno de los dos se le había olvidado que él la había visto una vez semidesnuda. Francisco estaba paralizado, anonadado ante la belleza de esa mujer, refinada aristócrata, que tanto admiraba. María, por el contrario, se debatía entre disimular la creciente atracción que sentía hacia el oficial, un criado en la escala de los artesanos, y poner obstáculos a cualquier confidencia, o sacar a relucir su elocuencia y simpatía para lograr de él lo que venía buscando. Optó de forma inconsciente por una mezcla entre ambos. Situados en la penumbra de la fragua, comenzó a hablar la condesa:
—Barranco, creo que no necesito recordarte la larga y peculiar relación que nos une, especialmente desde que aquel proyecto industrial que surgió en la tertulia de Goyeneche nos ató a un mismo objetivo —dijo con sincera emotividad en su voz—. Por desgracia, este traslado a Sevilla y las novedades en la familia real nos han estropeado las ilusiones y, por qué negarlo, el buen comportamiento, a todos. Yo misma he sido víctima del engaño más doloroso, el que afecta al corazón.
Se quedó pensativa durante un momento, sopesando el grado de intimidad que estaba dispuesta a alcanzar en su narración. Por una extraña razón, se sentía comprendida por aquel cerrajero de ojos profundos, que la escuchaba sin desviar un segundo de su cara la mirada franca. Comenzaba a sentirse cómoda ante él y continuó hablando de una forma inspirada.
—Sé que Miguel de Goyeneche me traiciona.
—Os sorprenderá, pero yo también lo sé. Me alegro de que os hayáis dado cuenta.
—¿Y cómo es eso? ¿Soy la última en enterarme?
—Entended mis razones… es mi mentor y no debo criticarle, aunque no esté siempre de acuerdo con sus actitudes personales. Por casualidad, escuché a la reina criticaros injustamente y él no salió en vuestra defensa…
—Es triste, Francisco. Las dos facciones de esta corte nos han separado. Él debe lealtad a una parte, y yo a la contraria. Es irremediable. Pero él ha caído más bajo que yo, puesto que ha pretendido utilizarme para obtener información que pueda servir a su señora en bandeja de plata. No me consuela el que lo haga en beneficio de ese común proyecto que nos animaba, si en el camino pisotea el amor que le he entregado. Más pronto que tarde se dará cuenta de lo que pierde. Pero no puedo luchar con las mismas armas de una soberana, así que sólo me queda la esperanza de encontrar personas que aún conserven nobleza, y no me refiero a la de los títulos, sino a la nobleza de espíritu. Y creo que tú, Francisco Barranco, tienes la honestidad del hombre sencillo, la conciencia limpia de alguien no pervertido por las bajezas del poder y la ambición desmedida…
En este punto, Francisco se sintió intimidado y descubierto. Sintió súbitamente el peso de la mentira como una losa y un arrepentimiento profundo se apoderó de él, curiosamente no tanto por haber faltado al código ético de su profesión, sino por haber perjudicado con ello a la dama que ahora, de forma privilegiada, tenía frente a sí. María se percató de la repentina tribulación de Francisco y fue capaz igualmente de entender la razón.
—Condesa, creo que sobrevaloráis mi actitud en relación a lo que está ocurriendo en esta corte. La rudeza de mi trabajo en la fragua me hace ser consciente de quién soy y a qué mundo pertenezco. El fuego quema a veces también los sueños y hace ver la realidad de la vida. Pero no quiero ceder más al engaño…, debéis saber que yo he colaborado en todo cuanto don Miguel ha necesitado de mí. Y admito que ahora siento remordimientos.
—No necesito tus explicaciones. Ya lo sabía. Únicamente quiero que entiendas la justicia de lo que vengo a pedirte…
La condesa de Valdeparaíso le confesó algunas cuestiones políticas sobre la lucha oculta que los príncipes herederos fomentaban desde sus cuartos contra el vacío de poder que provocaba la enfermedad del rey, incapaz de gobernar, al cual sin embargo se impedía abdicar. Le habló también del abuso de autoridad de Isabel de Farnesio, que estaba imponiendo una política belicista causante de la ruina del reino. Todo ello eran pretensiones justas, inspiradas por el sentido común y el amor a los súbditos, soportadas en secreto gracias al apoyo internacional.
—Francisco, te lo ruego. Debes ayudar a la princesa Bárbara. No sólo encontrarás la recompensa en ella, sino que te lo agradecerá todo el país —suplicó la condesa, poniendo tal pasión e intensidad a sus palabras, que no pudo evitar agarrar de las manos a Francisco, en un gesto rogatorio. Retuvieron sus manos juntas durante unos segundos, suficientes para darse cuenta del calor de su piel y de los nervios que uno y otro sentían.
Uno de los fuelles, cediendo al peso de su estructura de madera, insufló una ligera corriente de aire que avivó el fuego que mantenía encendidas las ascuas del carbón. El ruido les hizo soltarse las manos. La inesperada llamarada coloreó la penumbra de un cálido tono rojizo. La visión de sus rostros iluminados dejó a ambos, frente a frente, paralizados. Por primera vez en su vida, Francisco maldijo internamente su condición de artesano. Era el principal obstáculo que le impedía manifestar su amor abiertamente a María Sancho Barona. La encontraba tan superior a sí mismo, que no se atrevía a hacerlo. Ignoraba cuál podría ser la reacción de una dama noble ante la declaración amorosa de un hombre de más baja condición social. Ni siquiera el hecho de ser una mujer casada suponía una mayor barrera. Tener de amante a Miguel de Goyeneche, a espaldas de su marido, era la prueba. Si él hubiera podido heredar la hidalguía y los caudales de su padre, si fuera caballero, pensaba Francisco, sin duda había cortejado a la condesa, la habría amado sin tapujos, habría intentado hacerla suya. De momento, se mordía la lengua y trataba de contener su obsesión por ella. Desconcertado, trató de calmar la opresión que sentía por dentro, tomando el atizador para remover los rescoldos, que de nuevo desprendieron un fuerte resplandor.
En un alarde de irónico romanticismo, la condesa llevaba últimamente colocado al cuello el collar de perlas que Goyeneche le había regalado. Con el mantón que traía sobre los hombros, Francisco no había reparado en ello hasta que la vio sacárselo por la cabeza. Sin atreverse a coger otra vez las manos del cerrajero, María le pidió que las extendiera juntas. El cerrajero obedeció, expectante y ella depositó el collar con delicadeza entre sus palmas.
—Este adorno no tiene ya valor para mí —dijo con tono seductoramente firme—. Imagino que tienes compromiso con esa linda muchacha que servía en palacio, la hija de tu maestro, Josefa, ¿no es así?
—Bueno, realmente no es un compromiso… —comenzó a titubear Francisco.
—Quién fuera ella… Las mujeres de su condición tienen el verdadero privilegio de casarse por amor, con el hombre que quieren.
—Condesa… —musitó Francisco, casi dispuesto a liberar sus ganas de pronunciar palabras que le brotaban del alma.
—¡Regálaselo! —interrumpió María—. Lucirá en su cuello como una bonita joya que le trajo su prometido de Sevilla.
—No puedo aceptarlo. Ese collar es un regalo de cierto valor, que yo no podría permitirme comprar y ha sido adquisición de un conocido caballero… Pensarán que lo he robado —contestó el cerrajero tajante, tratando de devolvérselo a la condesa, que esta vez tomó de la mano a Francisco, cerrándole el puño con el collar dentro.
—Por favor, quédatelo —rogó la dama de una forma que hacía difícil contrariarla—. Tómalo como pago por adelantado del arriesgado cometido que en nombre de doña Bárbara vas a realizar.
—De acuerdo. Así lo aceptaré. Os aseguro que aprecio el collar más por la dama a quien adornaba, que por su valor material —dijo Francisco, de una forma que a la condesa le sonó a música celestial.
La doncella entreabrió de repente la puerta, para advertir a su señora del peligro de ser descubierta. Había visto al conde encaminarse hacia los aposentos y de inmediato preguntaría por su paradero. Abreviaron necesariamente la despedida más de lo que hubieran deseado. Un escueto «Hasta pronto», con la mirada fija uno en otro, hubo de ser suficiente. En ella fue patente, sin embargo, el mutuo interés y un fuerte deseo de ser al menos cómplices.
Decididamente, ese hombre tenía la virtud de cautivarla de una manera diferente a los caballeros a los que estaba acostumbrada, pensó María al marchar de la fragua.
Días después, Francisco se veía de nuevo aplicando la ganzúa a la cerradura de un aposento. Esta vez se trataba del cuarto de Miguel de Goyeneche, y no sentía atisbo de remordimiento. La condesa le había dado instrucciones precisas. Ella lo entretendría en el suyo propio, en ausencia de su esposo, que iba a salir de caza, y él revisaría, sin alterar su orden ni sustraerlos, los documentos que el financiero archivaba sin excesivo cuidado en una caja de papeles, junto a los libros de cuentas. Seguro como estaba Goyeneche de que la única persona en la corte capaz de descerrajar puertas estaba de su lado, apenas se había molestado en esconderlos. Pudiera ser que, simplemente, no hubiera nada en ellos que resultara comprometedor. Pero para estupefacción de Francisco, ante sus ojos apareció una carta anónima en la que claramente se aludía a una ingeniosa treta: la expansión intencionada del rumor de haberse descubierto una conspiración para envenenar a los príncipes, con el único fin de atemorizarlos, acrecentar su aislamiento y obligarles a suspender, por miedo a la muerte, su propios complots. Una refinada intriga, digna de una mente astutamente enrevesada. Nada de ello extrañó a la condesa de Valdeparaíso ni a Bárbara de Braganza, cuando el modesto cerrajero les hizo llegar las noticias, por vía de la discreta doncella Teresa. A la mañana siguiente de su arriesgada acción, cuando Francisco se encaminaba hacia la fragua, salió a su encuentro un joven ataviado con refinada librea de comedor. Por el escudo grabado en sus botones de latón, se dio cuenta de que pertenecía al servicio de los príncipes. Le hizo entrega de una bolsita de tela, cuyo pesado tintineo anunciaba el contenido que cualquier hombre de modesta economía podía desear. De momento, no supo ni a quién, ni a qué se debía esta entrega. Cuando la abrió, en la intimidad del taller, quedó absorto al encontrar la generosa cantidad de quince mil reales, en monedas de plata de nuevo cuño, una cantidad correspondiente a la mitad del sueldo anual de un maestro artesano. Al fondo encontró una nota, con una regia caligrafía femenina que anunciaba:
En adelanto al salario debido al futuro cerrajero de cámara de los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza. Agradecida por tu lealtad.
Conmovido por un cúmulo de sentimientos contrapuestos y acuciado esa noche por la soledad, Francisco buscó en el patio de la Montería a Pedro el cómico. Necesitaba la cercanía de ese verdadero amigo, a quien tenía acostumbrado ya a las parrafadas sobre su amor imposible hacia la condesa. Próximamente, la compañía de Luis de Rubielos estrenaba nueva obra y los actores, cansados de ensayar, habían improvisado una reunión, sentados en círculo sobre taburetes, para brindar con una botella de modesto vino. El cerrajero, siempre bien recibido en este ambiente, se sumó al brindis y la charla. Algunos contaron venturas y desventuras de su profesión. Convencieron finalmente al empresario, Luis de Rubielos, para que, una vez más, contara aquella peculiar historia de amor, que hizo pensar a Francisco en las infinitas posibilidades de toda relación entre un hombre y una mujer.
En su juventud, cuando se iniciaba como empresario teatral, Luis de Rubielos había conocido en Madrid a una extraordinaria dama. La encontró una fría noche de invierno, llorando con desesperación, sola, sentada en el portal del convento de las Descalzas Reales. Se acercó a indagar qué le ocurría y a prestarle, si estaba en su mano, alguna ayuda. La mujer vestía un bello traje de escenario, que lucía no obstante sucio y desgarrado. Le contó que esperaba a escuchar el canto de maitines, para saber que las monjas estaban despiertas y buscar en ellas consuelo. Se planteaba abandonar su mundo, el de la farándula, y pasar a la vida ascética. Procedía de Italia y respondía al nombre artístico de Joyela. A España había llegado de la mano de la famosa compañía de los Trufaldines, especializados en la comedia del arte, que cada noche actuaban ante la corte en el elegante teatro de los Caños del Peral. Era una excelente actriz y cantante. Su bella voz le hacía aspirar a convertirse en diva de la incipiente ópera, si no fuera porque un desafortunado matrimonio destruía día a día sus aspiraciones. Su esposo, también actor, recelaba del creciente éxito de su compañera, de forma que cuantos más aplausos recibía ella en el escenario, peor maltrato le esperaba de él al salir del teatro. Era una ecuación maldita, capaz de hacer que empezara a aborrecer su propio talento. Luis de Rubielos se enamoró de ella. Le ofreció cobijo y, ante todo, respaldo y confianza. En su primer encuentro carnal, la hizo ascender al último piso de su casa por una escalera iluminada ex profeso con cincuenta y dos velas, tantas como escalones había. El fin era hacerla sentirse la mujer más bella y deseada, la reina de su corazón, una emperatriz de la escena. Todo había ocurrido a las doce y doce minutos de la noche. Henchida de afecto, Joyela se sintió fuerte para abandonar a su esposo y marchar a triunfar por los teatros de Europa. Su relación con Luis de Rubielos se había convertido en epistolar, pero eternamente profunda y emocionante. El empresario la esperaba siempre. Sabía que volvería a él, en su retiro, después de haber sido una diva triunfante.
Mientras tanto, en el palomar de su casa madrileña, aquel ingenio de relojería seguía tocando doce campanadas dos veces, cada noche, por ella.