Capítulo 24

La belleza sublime de la música fue la única medicina capaz de sosegar la mente atormentada de Felipe V. Hacía tiempo que la reina buscaba con desesperación un entretenimiento que lograra sacarle de su crónico letargo. Ni los cambios de residencia, ni las actividades lúdicas propias de los reyes, la caza, la pesca o el teatro, ni las preocupaciones de gobierno, ni los sucesos impactantes como la quema del alcázar, le habían hecho reaccionar, sacudiéndole el cerebro. El rey padecía una severa melancolía; tenía doble personalidad. Sólo el sonido de una voz prodigiosa iba a lograr el milagro de volver a despertar su interés por la vida.

El famoso Carlo Broschi, alias Farinelli, gran divo de la ópera, llegó a España en el verano de 1737 para convertirse, aún más, en el personaje mimado por toda una corte. Su talento bien valía ese trato.

No había resultado fácil convencerle para que se trasladara a Madrid. El interés porque se sintiera cómodo desde el primer momento, admirado y honrado, fue patente incluso antes de su llegada. Se trataba de hacerle ver que era un personaje necesario para la Corona española, y que, como tal, ninguna otra en Europa podría igualar los privilegios que esta estaba dispuesta a otorgarle. Acostumbrado al protagonismo que en los últimos tiempos habían adoptado los italianos en el entorno de los reyes, Francisco pensó que el cantante Farinelli sería uno más en esa peculiar hueste de artistas extranjeros que venían a España a implantar un gusto cosmopolita y refinado. Pero en este caso se equivocaba. Farinelli iba a ser el favorito entre todos. No en vano se encargó al cerrajero fabricar llaves especiales para sus aposentos en palacio, grandes y doradas, iguales a las de gentilhombre, para poder lucirlas en el fajín como símbolo de sus honores y de su potestad para abrir las puertas de los cuartos regios. Farinelli se lo había ganado por méritos propios.

Vino directamente de cantar ante Luis XV en Versalles, adonde Isabel de Farnesio hizo llegarle sus halagos, súplicas y promesas de un gran contrato que cambiaría su vida. Y no era este para cantar en público, sino para hacerlo exclusivamente en privado. Farinelli tuvo que sopesar la oferta, antes de dar el sí definitivo. Planeó aceptar por un periodo de sólo unos meses, que acabaron convirtiéndose en un anticipado retiro dorado. Su carrera como cantante era una de las más brillantes de Europa. Procedente de una familia de la baja nobleza napolitana, había sido castrado de niño para que se dedicara a la música y conservara de adulto la tonalidad de soprano. Su voz, educada en el conservatorio, alcanzó un virtuosismo sublime; era poderosa, rica, modulada y vibrante. Abarcaba una extensión de notas inimaginable. Con ella, sumada a su buena apariencia física, había recorrido triunfante diversos teatros de Italia, Austria e Inglaterra, en cuya capital residió durante tres años rodeado de éxito y favores.

La familia real se hallaba en La Granja de San Ildefonso, adonde solía trasladarse durante los meses más calurosos del año, cuando la carroza que trasladaba a Farinelli desde París hizo su entrada. Isabel de Farnesio estaba exultante. Ese verano el rey se negaba de nuevo a salir de la cama, asearse, cambiarse de ropa y dejarse ver por sus ministros y cortesanos. El divo fue puesto en antecedentes sobre la situación del monarca. Se esperaba que su voz obrara el prodigio. Y así fue. Farinelli actuó en la habitación de Felipe V. Al escucharle, el rey, como hipnotizado por los maravillosos trinos, accedió a levantarse, adecentar su aspecto y participar en las actividades de la corte. No tardó en ofrecérsele una extraordinaria pensión, una vida de lujos en palacio, cargos y honores equiparables a los de primer ministro, con tal de garantizar su lealtad y permanencia junto a los soberanos españoles. Durante los siguientes años, Farinelli habría de cantar cada noche, mes tras mes, las mismas cuatro arias que insuflaban bríos al rey y deleitaban su ánimo. Con ello, su influencia sobre la voluntad de Felipe V fue creciendo hasta hacerse incluso mayor que la de Isabel de Farnesio.

Astuto e inteligente, Farinelli advirtió enseguida que iba a toparse con dos problemas: las envidias que su fulgurante ascendente sobre el rey podrían despertar entre otros cortesanos y el monopolio que sobre él quería garantizarse la reina. Cualquier intento de acompañar a los Príncipes de Asturias en sus aposentos, de intercambiar su pasión musical con Bárbara de Braganza y Domenico Scarlatti, su compatriota, despertaba en la soberana celos irremediables, que se traslucían en impedimentos y recados con sutiles prohibiciones para que no se atreviera a hacerlo. Farinelli no quería sentirse cautivo de nadie, ni siquiera de la influyente soberana de España. Deseaba moverse con libertad y romper el cerco del absurdo exclusivismo que existía sobre su persona.

De nada había servido la decepción amorosa sufrida en el pasado. Habían transcurrido ya cuatro años desde su ruptura en Sevilla, un largo tiempo sin encontrase en la intimidad ni a solas. Cuatro años rehuyendo en lo posible su encuentro en la corte, sin verse más que de lejos, intercambiando un frío saludo de cortesía, luchando por olvidar los sentimientos que en otra época tanto les habían marcado. La condesa de Valdeparaíso, sin embargo, se encontraba aún prisionera de su atracción por Miguel de Goyeneche. Trataba de convencerse de que ya no era amor lo que sentía hacia ese hombre. La forma en que la había utilizado durante las terribles intrigas palaciegas ocurridas en Andalucía le había abierto los ojos. De esa relación íntima ya sólo quedaban los restos de una gran pasión y una actitud intelectual mutuamente desafiante, que aún les impulsaba a buscarse el uno al otro.

La desafección con su esposo dejaba caer a María en sus contradicciones espirituales. Sentía que todavía le faltaba por conocer el sentido del verdadero amor, ese que nada material busca, ni siquiera la propia felicidad, sino la felicidad del otro. Era una mujer sentimental, sensible, y su corazón se sentía vacío ante la falta de una pasión que llenara sus soledades. A veces pensaba en Francisco Barranco. Una emoción especial recorría entonces su delicado cuerpo. Él era diferente, atractivo y auténtico. A pesar de todo, aunque María procuraba alimentar siempre su espíritu libre, a veces el peso de los condicionamientos sociales se le venía encima. Deducía que su inclinación por Francisco no era más que una interesante amistad, un deseo de rebeldía frente a lo establecido, un capricho. Se resistía a considerar que pudiera tener sentimientos más profundos por un cerrajero. Era en ese instante cuando volvía a pensar en Miguel de Goyeneche. Y en esa confusión, sus defensas frente al amor se venían abajo.

Surgió la chispa y los dos se vieron encendidos como la dinamita. El conde de Valdeparaíso se había marchado de nuevo a sus tierras en La Mancha, dejando a María sola, como otras tantas veces, en su residencia madrileña. La casualidad quiso que durante una tarde musical, organizada en el teatro del Buen Retiro para el exclusivo lucimiento de la voz de Farinelli ante la corte, Miguel de Goyeneche y María Sancho Barona se sentaran en sillones contiguos. No lo habían deseado ni buscado, pero al hallarse irremediablemente juntos, ninguno de los dos rechazó el reencuentro. Miguel, habilidoso cortejador, volvió a embelesar a María como antaño. Y ella se dejó llevar por el extraño poder que el financiero ejercía sobre ella, rejuvenecida por sus halagos.

Esa noche, por primera vez después de tanto tiempo, volvieron a encontrarse. Esta vez fue en la pomposa cama de baldaquino y sedas de María, envueltos entre finas sábanas de hilo. Allí estaban los dos deseando, por lo menos una vez más, ser los mejores amantes.

Para su decepción, la cita no logró hacer resurgir lo que ya se había perdido entre ellos. Aún quedaban recovecos y sombras; resquicios de desconfianza, que a la mínima mutua incomprensión, parecían muros insalvables.

—No llevas hoy puesto el collar que te regalé —le dijo Miguel, bien entrada la noche, entre susurros y caricias sobre su piel desnuda—. Recuerda que era sólo para lucir conmigo en estas ocasiones…

—El collar… lo perdí en el viaje de Sevilla a Madrid —mintió María—. Alguien debió de abrir mis baúles en el traslado y, entre otras pertenencias, eché en falta esa joya. Lo lamenté sinceramente…

—Vas a salirme muy cara, entonces. ¿Tendré que obsequiarte con otra alhaja para que luzcas en nuestros encuentros?

—No necesito dádivas que compren mis favores —contestó la condesa, algo molesta por el comentario de Miguel, al cual no tuvo reparos en responder con igual ironía, mientras hacía ademán de colocarse su bata y salir de la cama—. Puedo costearme mis propios lujos. Si comparto el lecho contigo no es por cuestiones materiales, sino porque mi espíritu aún, inexplicablemente, te desea.

Goyeneche la asió del brazo, y logró retenerla entre las sábanas.

—¿Es eso nada más lo que tú y yo compartimos? ¿Deseo? —volvió a ironizar el caballero, con su sonrisa burlona impresa en el rostro—. Vamos, María, eso es cosa de pobres. No te engañes, nosotros compartimos intereses, como los buenos amantes. ¿Piensas que únicamente te trae hasta mí el afán de pasar un buen rato…? No lo creo, y se me hace que tú tampoco. Dime, ¿qué necesitas de mí?

—Tantos años hace que nos conocemos, y aún me sorprendes. Observo con lástima que tu cargo al lado de la reina sigue endureciendo en exceso tu corazón. Siempre te creí más sentimental.

—Querida… no divaguemos. Insisto, ¿qué necesitas de mí esta vez?

—Bien, pues ya que preguntas, te diré que puedes hacerme un gran favor.

—Veo que estaba en lo cierto…

—Tú has insistido, y ahora vas a escucharme —dijo con firmeza la condesa—. Doña Bárbara se muere por conversar con Farinelli, de hacerle escuchar las sonatas de Scarlatti, de tocar su clavicordio para él y que él cante para ella. ¿Puedes convencerle de que venga a visitarla, a pesar de los obstáculos que ponga la reina?

—Me consta que doña Isabel le ha enviado recado oral de que no debe poner pie en los aposentos de los príncipes, pero ese cantante altivo ha osado enviar por respuesta que no se dará por enterado si no recibe la orden de su propia voz. Y ella no se atreverá a hacer tal cosa. Teme demasiado que Farinelli, ante cualquier contrariedad, se marche de España. Su estancia aquí se ha convertido en una cuestión de Estado. Es el único capaz de sonsacar al rey una sonrisa.

—¿Harás por mí ese favor, Miguel? —rogó la condesa, reconociendo en el fondo que no tenía reparos, como él, en aprovechar esos ratos íntimos para algo más pragmático que el simple divertimento amoroso. Aunque se dio cuenta de que el trato frívolo que Goyeneche le dispensaba la hartaba de inmediato.

—María, soy afortunado por estar aquí. Cualquier hombre desearía amarte. Aunque te cueste creerlo, por ti haría cosas que ni te imaginas…

—Miguel, creo que es hora de que marches a tu casa —dijo fríamente María, ya instalada en su tocador, peinando su cabello a la luz de la vela—. Tus besos me hacen feliz, pero preferiría amanecer sola…

Fuera como fuere, los príncipes Fernando y Bárbara tuvieron pronto el placer de contar con Farinelli entre los habituales asistentes a sus tertulias y placeres musicales. De inmediato se estableció entre ellos una relación de mutuo afecto y confianza. Lejos de tenerle envidias y celos, Domenico Scarlatti había acogido bien la presencia de su compatriota en esos aposentos. La actitud de ambos era bien diferente. Farinelli era un divo de la ópera, acostumbrado a la pompa. Vestía siempre buenas camisas de puños y lazadas de encaje; casaca y calzón de seda y peluca rociada con los mejores polvos de arroz. Scarlatti, en cambio, se había acostumbrado a la moderación en sus atuendos y a estar siempre a la sombra de la princesa, su mecenas. Doña Bárbara se dio cuenta, pese a todo, de que tras el aparente divismo del cantante, se ocultaba una persona más discreta de lo que cabría pensar a primera vista. Se interesó por su vida y su carrera. Supo de sus peripecias en otras cortes y de las personas que en ellas había conocido. Se percató, en definitiva, de que Farinelli podía ser un personaje poderoso, por su historial de contactos en las más altas esferas y su costumbre de ser mimado por reyes. Poseía información confidencial de varias casas soberanas. Si accediera a ello, Farinelli sería un espía perfecto. Ante la arrolladora personalidad del cantante, la princesa había optado, de momento, por proteger aún más a su propio músico, Scarlatti, que por su mediación recibió las órdenes de la iglesia madrileña de San Antonio de El Pardo y de caballero portugués de Santiago, con derecho a ataviarse con vestidos y joyas de mayor rango.

Llegó el primer carnaval después de la instalación definitiva de Farinelli y su influencia ya fue visible en esa exuberante primavera. Con él, la ópera italiana se puso de moda en Madrid y los reyes le confiaron la dirección musical y escénica de la corte. La remodelación del teatro de los Caños del Peral, cercano al viejo alcázar, y del magnífico coliseo del Buen Retiro se llevaron a cabo al mismo tiempo, con entusiasmo y deseo de nuevos rumbos musicales. Felipe V e Isabel de Farnesio no repararon en gastos para convertir la villa y corte en la capital de la ópera europea. Farinelli contrató a los mejores artistas y estrenó aquí las obras del gran maestro Metastasio. Logró que reconocidos compositores italianos trabajaran en exclusiva para los teatros madrileños y se convirtieran en profesores de música de los pequeños infantes María Teresa, Luis y María Antonia.

Esta repentina moda propició, además, novedades constructivas y cantidad ingente de labor entre los oficios más variados. Giacomo Bonavía, en su faceta de pintor y escenógrafo, y Francisco Barranco, encargado de proveer a los escenarios de cerrajería y herrajes variados, habían dedicado juntos muchas jornadas a estos proyectos. Francisco volvía a verse envuelto por el fascinante mundo del teatro. Hasta Farinelli aprendió su nombre, al saber que era cerrajero de palacio y quien había fabricado esa llave de gentilhombre que lucía con orgullo a la cintura. El cantante le reclamó después con frecuencia para garantizar la seguridad de las tramoyas a fuerza de hierros, resortes y anclajes. Escondido entre bambalinas, Francisco logró contemplar el espectáculo de esas óperas, en las que la belleza envolvente de la música y las voces, acompañada de la majestuosidad y el lujo en los escenarios, lograban realmente elevar el espíritu y deleitar los sentidos. Tuvo suerte de ver así la puesta en escena de Farnace, una de las mejores óperas jamás representadas en Europa, por el elenco de voces y la espectacular escenografía. Algunos días, al término de la función, con asistencia de la familia real y la corte, seguía una fiesta de fuegos artificiales en los jardines del Buen Retiro.

Entre los artistas que acudieron a la llamada de Farinelli en Madrid, Francisco escuchó nombrar a aquella Joyela Fanfani que recordaba del relato contado en Sevilla por Luis de Rubielos. Se trataba de la bella mujer que el empresario teatral ayudó a salir de un difícil trance personal, empujándola a triunfar en los escenarios de Europa como merecía. Desde entonces, siempre le había sido fiel, esperando su regreso. Francisco se alegró de saber que ya estaba de vuelta en España y quiso indagar en qué situación había quedado esa historia. Se acercó hasta el teatro del Príncipe, en la recoleta plaza de Santa de Ana, en busca de Pedro Castro. Hacía tiempo que no se veían. Esa tarde se representaba allí la comedia de magia titulada Don Juan de Espina en Milán del prolífico autor José Cañizares, que estaba alcanzando la más alta recaudación del año. El pueblo de Madrid, imitando a la corte, y aunque no tenía acceso a las grandes galas de ópera, parecía también dispuesto a solazarse en fiestas y espectáculos.

Encontró a Pedro en el exterior del teatro, junto a los actores, y este se empeñó en hacerle pasar a ver la función entre el público que llenaba la cazuela. Sintió remordimientos por no avisar a Josefa de sus planes, pero el ambiente de farándula volvió a engancharle y pensó que la ocasión merecía la pena. Ya daría más tarde explicaciones. Al terminar la representación, Pedro se ofreció para acompañarle andando hasta la fragua. Ya de camino, charlando de las cosas que les unían, Francisco no pudo contener las ansias de saber qué había ocurrido con Luis de Rubielos y la famosa cantante Joyela.

—Ay, el amor, amigo. ¡Qué extraños empeños tiene! —le dijo Pedro, iniciando jovialmente el relato—. La paciencia y el tesón los ha premiado. La paciencia a él, por esperarla fielmente, convencido siempre de que después de su periplo por Europa, esa mujer a la que tanto amaba, volvería a su lado; y el tesón a ella, porque por fin ha logrado triunfar como merecían sus talentos.

—¿Quieres decir que Joyela ha vuelto a él?

—Así es. Ha vuelto a él y a Madrid para quedarse. Con sus actuaciones en los teatros de Francia, Italia y Austria, ha aumentado su fortuna considerablemente. Pero con Farinelli entre nosotros tampoco le faltarán aquí éxito y contratos. Forma una hermosa pareja con el empresario, que desea mimarla y hacerla feliz para que siga triunfando.

—¿La conoces?

—Bueno, la he visto una vez, acompañando en el carruaje al maestro. Puedo decirte que es… muy hermosa. He visto muchas mujeres en mi vida, y puedo asegurarte que de esta emana una luz especial.

—¿Más que la condesa de Valdeparaíso? —preguntó Francisco, sin ocultar a su amigo los sentimientos que brotaban de su corazón.

—Vaya, vaya con Francisco… El hombre enamorado de quien no debe —bromeó Pedro—. Bueno, digamos que la luz de la condesa equipara al sol, y la de Joyela a las estrellas.

Un carruaje pasó a su lado en ese momento por la calle Mayor, en dirección a palacio. Los dos amigos no pudieron evitar mancharse con los goterones de barro que volaron al pisar las ruedas un sucio charco de agua. Pedro gritó al cochero cuantas blasfemias sabía. En ese momento, el carruaje detuvo su paso. El hombre al mando de las riendas, ceñudo y mal encarado, iba a descender para responder a Pedro con los puños, cuando la portezuela del coche se abrió repentinamente. Por curiosa casualidad, quien viajaba dentro era Luis de Rubielos, de camino a su casa en el barrio de palacio.

—Creí que la literatura habría conseguido moderar tu lenguaje, querido Pedro. Bien hallado, Francisco —les dijo con chanza el empresario teatral—. Esas palabras que acabas de pronunciar no son dignas de un actor de prestigio como tú… No te responderé como mereces porque voy junto a una dama. En compensación al desaguisado de vuestra ropa, ¿puedo llevaros a algún sitio?

Contestaron que se dirigían hacia el taller de los Flores y, puesto que estaba cercano a su propia casa, el empresario se ofreció a llevarles. Al subir al carruaje, se encontraron cara a cara frente a la mujer de la cual venían hablando; la mismísima Joyela Fanfani, una dama de sofisticada apariencia y sonrisa encantadora, que iba envuelta en una capa de terciopelo granate. Esa noche había ensayado en el coliseo del Buen Retiro, y Luis de Rubielos había ido a recogerla. Llegando a la calle del Rebeque, el empresario invitó a los dos amigos a conocer su casa y la Fanfani se unió a la petición. Aceptaron de buen agrado. En realidad, el cerrajero siempre había tenido curiosidad de ver esa morada por dentro y conocer el llamativo palomar de donde salía cada noche el sonido de doce campanadas de carillón por dos veces.

La visita no le defraudó. El hogar de Luis de Rubielos era original, artístico y abigarrado. Los muebles y objetos acumulados se apilaban sin orden por doquier. El conjunto resultaba fascinante. Se notaba la ausencia de una mujer en su vida durante tanto tiempo, aunque ni siquiera Joyela se iba a atrever a cambiar de sitio los muebles, por no restar un ápice de magia a esa casa. De todas formas, Francisco se sintió pasmado por la visión de algo inesperado. Allí, en el rellano de la estrecha escalera que ascendía a la parte alta de la casa y el palomar, lucía colgado un cuadro, que al momento se le hizo familiar. Se trataba de aquel lienzo de la Inmaculada de manto violáceo que él mismo puso a salvo, jugándose la vida, en el pavoroso incendio del alcázar. Aquel que pertenecía al oratorio de Bárbara de Braganza y que la princesa trató después de encontrar. El cerrajero quedó absorto por la coincidencia. ¿Cómo era posible que aquella obra hubiera llegado hasta allí? El empresario se dio cuenta de la extrañeza que reflejaba el rostro de Francisco ante la imagen de aquella Virgen.

—¿Te gusta el cuadro, Francisco? Por tu cara se diría que has visto al mismo diablo en él —preguntó Pedro Castro a su amigo.

—Es un valioso regalo de Joyela —se adelantó a explicar Luis de Rubielos.

—Al detenerme en Guadalajara, durante mi viaje de regreso a Madrid —comenzó a explicar ella—, un anticuario me lo ofreció por un buen precio. Estaba ajado, polvoriento y enrollado, pero me enamoré de él. La imagen tiene un rostro bonito y me atrajo el extraño colorido de su manto azul. Podría asegurar que se trata de la obra de un maestro de buen taller. Es indudable que a la luz de las velas inspira bondad y devoción.

—Francisco, te has quedado mudo —volvió a bromear el cómico.

—Es, simplemente, que he visto ese cuadro antes y sé bien que fue sustraído a la colección real —respondió el cerrajero, ante la estupefacción de todos.

Fue entonces cuando Francisco relató las vicisitudes que rodearon al lienzo durante la destrucción del viejo palacio y cómo había llegado a saber que era propiedad de la princesa heredera.

—Sé que se trata, por ello, con toda seguridad, de una obra del genial pintor Murillo —dijo emocionado por esta singular casualidad—. Me alegro, en cualquier caso, de que el cuadro saliera finalmente indemne de la tragedia, como yo mismo, y hayamos vuelto a encontrarnos. Después de todo, no puede haber caído en mejores manos, así que descuiden… —se dirigió a Luis de Rubielos y a la cantante—. Juro que de mi boca nadie conocerá el paradero de esta Inmaculada.

—¡Cuántos trastos con siglos de historia, lanzados por las ventanas del alcázar, estarán sirviendo hoy para dar sustento a trapicheros de toda España! —concluyó Pedro, con su buen humor habitual.

Unos meses después, las ruinas del alcázar volvían a tomar protagonismo. Una inusual e histórica ceremonia iba a celebrarse sobre aquella planicie desierta que hacía de frontera entre Madrid y el río Manzanares, abierta a los fríos vientos del Guadarrama. El solar del desaparecido alcázar esperaba ahora a otro magnífico inquilino, porque Juan Bautista Sacchetti, el arquitecto real, había decidido finalmente situar su proyecto en aquel emplazamiento histórico.

Era el 7 de abril de 1738. En la real fragua, José de Flores se había preparado para vivir un día emocionante. No quería perdérselo bajo ningún concepto y se empeñó en vestir sus mejores galas para presenciar, junto a Francisco y otros muchos oficiales de palacio, aquel evento. Por fin se iba a colocar la piedra fundacional del nuevo palacio real que asombraría al mundo. Un bloque de granito, hundido a cuarenta metros de profundidad, en el centro de la fachada sur, suponía la fundación del colosal edificio.

En esa fecha concreta, sin embargo, los reyes iban a estar ausentes de una efemérides que para algunos, como José de Flores y Francisco Barranco, tenía un significado sentimental inigualable. La familia real estaba demasiado abstraída en las celebraciones por el futuro matrimonio del infante Carlos, el primogénito de Isabel de Farnesio, que ya había sido coronado como rey de Nápoles y a sus veintidós años iba a casarse con una princesa de Sajonia.

Ante su sorprendente ausencia, el marqués de Villena, mayordomo mayor, el marqués de Villarías, secretario de Estado, y el patriarca de las Indias encabezaron la procesión religiosa que iba a acompañar al acto, junto a ilustres personalidades de la corte, entre las cuales no faltó Miguel de Goyeneche. Para advertir a la población de la ceremonia que tenía lugar, se lanzaron cohetes, se hizo sonar el reloj rescatado de la torre del alcázar y que ahora sonaba desde el convento de San Gil, mientras en la cercana iglesia de San Juan repicaban sus campanas al unísono.

El emocionante estruendo excitó el entusiasmo de los madrileños, que celebraron con alegría esos tañidos, por fortuna muy diferentes a los que anunciaron tan desesperadamente el gran incendio. El patriarca, vestido de pontifical, bendijo los contornos del futuro edificio, recorriendo la línea que el arquitecto había designado para su magno volumen. Roció después de agua bendita la cavidad preparada para depositar la piedra fundacional en los cimientos. Junto a ella descendieron una caja de plomo que contenía dos ejemplares de cada una de las monedas en circulación vigente, con la efigie de Felipe V como soberano que propiciaba la construcción de un palacio que nacía con vocación de ser eterno.