Capítulo veinticuatro
—Pero, Patrick, si lo que dices es verdad, ¿cómo voy a poder ayudar? Ese hombre me aborrece desde siempre.
Patrick iba enfadándose más por momentos, y comprendió que tenía que poner freno a su ira.
—Lo único que quiero es tu opinión, Kate. Tú sabes cuál es el mejor modo de tratar con chalados. Solo necesitamos consejo.
Kate notó el cabreo, lo miró a los ojos y dijo enfadada:
—Mi consejo es telefonear a la policía.
—Tú eres la policía, Kate, por eso te he telefoneado a ti.
—¿La chica está bien? ¿Crees que corre algún peligro?
Mientras hablaba, Lionel empezó otra vez a gritar desaforadamente y Kate alzó los ojos al cielo como si allí pudieran decirle algo que todavía no supiera.
—Es como con un exorcista, el tipo grita y nosotros escuchamos. Danny subió por una escalera, pero Lionel estaba allí plantado con una silla por encima de la cabeza y dispuesto a lanzársela. Como podrás comprender, Danny se retiró tan deprisa como pudo. Pero atisbó lo suficiente para ver que la chica no está herida. Está asustada, pero ilesa. Creo que Dart es un tipo débil e idiota y que no va a abrir la puerta, así que he arreglado las cosas para que venga Georgie Dosrejas y la abra por él.
Kate mostró su acuerdo y Annie se preguntó quién demonios sería Georgie Dosrejas.
—Buena idea, Pat. Pero asegúrate de que no va demasiado lejos, ya sabes cómo puede ponerse si se cree que trata con la bofia.
—Todo arreglado. Yo le pago y ya lo he llamado al orden. Él solo consigue que entremos y nosotros arreglamos el resto.
Mientras hablaba, un coche se detuvo en el camino de entrada. Simone abrió la puerta de la calle y apareció el individuo más grande sobre el que Annie había puesto jamás la vista. Era enorme, más de dos metros, y tenía un cuerpo al lado del cual Arnold Schwarzenegger parecía un alfeñique. Estaba calvo por completo, y tenía una cara de la que nunca se podría decir que fuera guapa, aunque la expresión era de afable amabilidad. Por lo menos, hasta que habló.
—¿Dónde está ese capullo? A las diez tengo que estar en el sur de Londres —dijo.
Subió los escalones con una rapidez sorprendente para un hombre de su tamaño, y todos lo siguieron. Le mostraron el dormitorio en el que Dart retenía a la chica como rehén y el hombre dijo con calma a Kate:
—De acuerdo. Una bonita y recia madera, cerrojo de ranura, una mierda. He echado abajo puertas de puto metal en dos trullos, Durham y en Highpoint. A mí me encantan las putas puertas atrancadas. Échate para atrás, cariño, deja que el perro vea al conejo.
A continuación, dio unos pocos pasos atrás y con un buen berrido pateó la puerta con la fuerza del pie. La puerta cayó rápido, ni siquiera las bisagras aguantaron la fuerza física de aquel hombre. La fuerza increíble de George, unido a su experiencia en derribar cualquier puerta que considerara un insulto a su sentido de la libertad, constituía su talento. En sus tiempos había arrancado las rejas de unas cuantas celdas, e incluso una vez se las arregló para derribar una puerta en el bloque de castigo de Parkhurst. De ahí su nombre, Georgie Dosrejas. Hacían falta dos puertas para poder tenerlo encerrado una cantidad razonable de tiempo, la primera para que él la derribase, y la segunda, para que los funcionarios implicados tuvieran alguna oportunidad de escapar de sus garras y conseguir que el enfermero de guardia le inyectase la droga más potente a la que tuviera acceso legal.
—Joder, cojones. Lo has hecho de primera —dijo Danny con la voz llena de asombro y admiración.
—Para eso estamos, tío —dijo Georgie con una reverencia burlona.
Lionel estaba de pie allí dentro, medio desnudo, con cara de loco. Kate vio que no estaba en condiciones de nada. Miraba todo cuanto le rodeaba como un animal acorralado, lo que en cierto modo era exactamente lo que era. Un animal agresivo, un maltratador de mujeres que finalmente había sido descubierto. La habitación estaba destrozada por completo, y la jovencita que mantenía retenida ya había salido corriendo hacia Simone con la cara cubierta de rímel por las lágrimas y el cuerpo envuelto en una sábana. Patrick entró, echó el brazo para atrás y dio un puñetazo a Lionel Dart con todas sus fuerzas. Cayó como un puto saco de patatas.
—¿Y ahora qué hay que hacer, Kate?
Kate miró a Simone y dijo, socarrona:
—Yo personalmente quitaría los cerrojos de todas las puertas que usan las chicas cuando trabajan, lo que nos garantizaría que esto no vuelva a pasar. Y por lo que concierne a ese mierda, podéis hacer lo que os salga de los huevos. Yo llamaré al comisario jefe y le pondré al tanto de los últimos acontecimientos. Él te llamará, Pat, y te dirá lo que hay que hacer. Ya sabe que las cosas han ido demasiado lejos y se asegurará de que todo esto haga el menor ruido posible.
Kate miró a Annie, vio la perplejidad y el asombro en su cara y le dijo amable:
—Venga, vamos para allá.
—Gracias, Kate. No sabía a qué otra persona llamar —dijo Pat en voz baja.
Kate miró a Patrick como si fuera la primera vez que lo veía. Vio el pelo que encanecía y la cara agostada, y se acercó a él y lo besó dulcemente en los labios.
—Pues claro que no, Pat. Soy el único poli que tienes en marcación rápida.
—Bueno —sonrió Pat—, te tomaste tu tiempo para venir hasta aquí, si hay que decirlo todo.
Se miraron durante unos pocos segundos y finalmente Patrick dijo con voz suave:
—Entonces te veré más tarde, Kate, en casa.
Kate le hizo un gesto de asentimiento y por primera vez en lo que parecía para siempre tuvo la sensación de que las cosas podrían volver a estar bien de verdad.
—No puedo decirte a qué hora —dijo.
—¿Qué ha cambiado entonces?
Era lo que siempre le decía cuando la veía enfrascada en un caso. Era su manera de decirle que, por su parte, volvían a estar otra vez en armonía.
Georgie Dosrejas entró en el dormitorio, agarró del cogote a Lionel Dart, lo levantó y dijo con voz potente:
—Ha vuelto en sí, ¿dónde lo pongo?
David Floyd era un hombre alto, flaco hasta el punto de estar casi demacrado, con ojos castaños de expresión amable. Había abierto la puerta de la calle de par en par, un gesto que Kate sabía por experiencia que solía ser propio de un hombre inocente; eso, o responder la jactancia de un culpable. Pero siempre esperaba a haber hablado directamente con la persona para tenerlo claro.
—¿El señor Floyd?
El hombre sonrió con naturalidad y las miró a ambas expectante.
—Sí, ¿qué deseaban?
—Nos preguntábamos si podíamos charlar un poco con usted sobre Brookway House.
Las dos vieron cómo se le nublaba la expresión, cómo se ponía en guardia inmediatamente.
—¿Y ustedes son...? —preguntó.
Annie dio un paso adelante e hizo brillar su placa.
—Somos la policía.
El hombre emitió un suspiro fuerte y prolongado.
—Entonces será mejor que pasen.
Le siguieron hasta el vestíbulo, donde abrió una puerta que tenía a la izquierda y les indicó que pasaran a la sala con un gesto alambicado, como de cortesano de los viejos tiempos. Una vez estuvieron sentados, dijo con naturalidad:
—Bien, ¿en qué puedo ayudarlas?
—No se trata de una visita oficial —dijo Kate mirándole a los ojos—, solo necesitamos que nos informe un poco sobre Brookway House y, en particular, sobre Alec Salter. Ha salido su nombre en las investigaciones y le agradeceríamos mucho que nos ayudara.
—Alec murió, seguro que lo saben.
Kate y Annie asintieron a dúo.
—Lo sabemos. Doy por hecho que está usted al corriente de la reciente ola de asesinatos que ha habido aquí en Grantley.
David Floyd las miró con un asco bien disimulado antes de contestar:
—Dado que es lo único de lo que habla la prensa en estos momentos, me parece que podemos dar por sentado que he oído hablar de ellos. Lo que no entiendo es ¿de qué manera pueden tener que ver conmigo?
—Todas las chicas asesinadas estuvieron residiendo en Brookway House en algún momento.
David resopló, se sacó un pañuelo y tosió con fuerza en él antes de decir con tono de superioridad:
—Sí, algunas sí. Reconocí los nombres, pero lo que no sabía era que todas hubieran pasado por allí en algún momento. Las otras deberieron de estar después de que me marchara.
—¿Alguna vez ha visto a cualquiera de las chicas de Brookway por Grantley? ¿Alguna vez ha tenido algún tipo de contacto con ellas?
—Oh, Dios mío, no. Si las hubiera visto me habría cambiado de acera. Quiero decir que la verdad es que esas pobres chicas no quieren que les recuerden su vida anterior. Si hubiera salido de ellas hablar conmigo, hubiera sido distinto, pero a mí nunca se me ocurriría acercarme a ellas.
Kate miró a Annie. Annie alzó las cejas como diciendo ¿y qué hacemos ahora? Había veces que la ponía de los nervios.
—Me dieron a entender que usted coincidió allí con Alec Salter, ¿acaso entendí mal? ¿Me informaron erróneamente?
David asintió, y Kate se dio cuenta de que el hombre no estaba bien; las muñecas eran puro hueso, y cuando se llevó otra vez el pañuelo a la boca, vio que le temblaban las manos. No que le temblaban de miedo, sino el temblor de una medicación fuerte o una enfermedad.
—Pues lo entendió usted mal, querida. Alec me sustituyó a mí.
Kate tuvo la sensación de que les ocultaba algo.
—No quiero traer a colación nada desagradable de su pasado, pero tengo que informarle de que nos han explicado que se presentaron ciertas acusaciones contra usted referentes a Brookway House y las chicas que vivían allí. ¿Por eso se marchó usted?
David Floyd se puso pálido de rabia. También tenía dificultades para controlar la respiración. Finalmente, dijo en un susurro:
—¿Sería usted tan amable de pasarme esa botella de coñac que está encima del aparador? Necesito un traguito antes de seguir.
Annie se acercó a la cómoda, le sirvió generosamente, luego le llevó el vaso y esperó a que se lo tragase de un golpe.
—Gracias. Por favor, sírvanse.
Tosió otra vez, solo que con menos fuerza. Ahora solo se aclaraba la garganta, preparado para hablar.
—Alec no me acusó de nada, fue su compañera, Miriam —dijo—, que no era precisamente lo que podríamos decir una persona de trato fácil. Ambos habían llegado juntos procedentes del sistema de atención social y estaban tan unidos que algunas veces era incómodo observarlos. Ella era muy poco agraciada y estaba celosa de Alec. Yo me llevaba bien con él, y luego apareció ella como voluntaria. Estoy seguro de que saben que eran muy religiosos, y ella tenía una relación buena con las chicas, lo que, en cierto modo, resultaba sorprendente. Era muy distinta de ellas en todos los sentidos, pero parecía tener un don para lograr ganarse su confianza.
En ese momento miró a Kate y a Annie y luego hizo un gesto para pedir otra copa. Annie se levantó, y estaba sirviéndosela cuando Floyd continuó:
—La verdad es que no sé qué pasó entre ella y yo. Me pareció simplemente que un día la tomó conmigo. Pero yo nunca entendí por qué.
—Tengo entendido que decía que usted trataba con demasiada familiaridad a las chicas de Brookway House.
Aceptó la nueva copa que le ofrecía Annie, pero esta vez le dio sorbitos cortos.
—Oh, sí. De hecho me acusó de mucho más que eso. Pero nadie se tomó en serio las imputaciones, sabían que estaba equivocada.
—¿Y cómo lo sabían? —preguntó Annie con voz tranquila.
Kate se rió cordialmente.
—Porque me parece, Annie, que acabarás concluyendo que el señor Floyd es gay.
David asintió y rió con ella.
—Buena observación. ¿Qué me ha delatado, todas esas fotos que hay por aquí con mi compañero, o el hecho de que esté en la fase terminal de sida?
—¿Por eso dejó el trabajo de Brookway House?
—En parte. Mi pareja de entonces, que se contagió primero, estaba muy enfermo, así que pedí media jornada para poder cuidarle. Y eso hice. Alec me sustituyó, yo lo recomendé. Mi pareja y yo compramos esta casa hace años como una inversión y la alquilábamos. Así que al retirarme me instalé aquí. Era más pequeña que la otra y no guardaba recuerdos. Todavía colaboro un poco con la organización juvenil. Ayudo a recaudar fondos, etcétera. Nada demasiado agotador, solo para no perder la práctica.
—¿Ha vuelto a ver a Miriam desde entonces?
David se rió y Annie comprendió las dificultades que tenía incluso para hablar un rato largo. Estaba muy débil, muy frágil.
—Una vez. Me vio hace algún tiempo en la consulta del doctor. Como pueden imaginar, paso bastante tiempo allí. Intenté decirle que había sentido mucho lo de Alec, pero me cortó en seco. Ni siquiera me dio las gracias.
Frunció el ceño y Kate se dio cuenta de que quería decir algo más.
—Si puede contarnos alguna otra cosa, señor Floyd, por insignificante que pueda parecerle, le estaríamos muy agradecidas.
Se llevó la mano a la boca, tapándose los labios como si ese acto pudiera impedirle decir una palabra.
—Hubo veces que pensé que Alec no era tan bueno como creía todo el mundo. No es que viera alguna vez nada improcedente, desde luego. Pero miraba mucho a las chicas, quiero decir, que las miraba en serio. Y a veces hasta me ponía incómodo. Pero no era más que una sensación, no tenía nada en que apoyarme. Como les dije, nunca fue siquiera sospechoso de nada, y tampoco ninguna de las chicas presentó ninguna queja, que yo sepa. Siempre se esforzaba al máximo por ellas, eso no se lo puedo negar.
—¿A qué se refiere con lo de esforzarse?
David sonrió, y eso le hizo parecer más joven, le borraba las arrugas de dolor. Kate vio entonces al hombre que había sido en otro tiempo. Aquel hombre guapo y sonriente de todas las fotografías que había por la habitación.
—Era muy bueno. Tenía un contacto al que recurría, una mujer que trabajaba en la oficina de empleo, me parece, y que se portaba muy bien con las chicas. Les encontraba trabajo, cosa que no era fácil, se lo aseguro, con aquellos historiales. Era una mujer maravillosa. Nunca la vi en persona, ¿saben?, solo hablaba con ella por teléfono. Se apellidaba James. Me parece que Alec la llamaba Jenny.
Patrick sonrió ampliamente aliviado de que por fin todo hubiera terminado. El jefe de policía había resultado una joya. Después de que Kate lo llamara, había telefoneado a Patrick, que le había explicado toda aquella lamentable novela y había arreglado las cosas para que a Lionel lo ingresaran en una institución privada. Era asombroso lo que se podía hacer con dinero y poder.
Mientras la ambulancia salía por la entrada, Patrick y Danny se miraron y se echaron a reír. Eran los nervios, lo sabían. La risa es una respuesta Giológica para aliviar la tensión. Volvieron a entrar en la casa y Simone les tendió una copa a cada uno.
—¡Gracias a Dios que se acabó todo! ¿Quién hubiera pensado que estaba loco de atar?
—Pues el simple hecho de que viniera por aquí, joder —dijo Danny medio en broma con una risita—. Aceptémoslo, esto no es exactamente un balneario, ¿o sí?
A Simone no le impresionaron ni sus palabras ni su tono.
—A ver, escúchame bien. Este es un establecimiento de primera clase, y no es culpa de las chicas que algunos de los hombres que vienen estén un poco tocados. Aquí damos un servicio y eso es todo. —Luego miró a Pat y dijo—: Díselo tú, ¿quieres? Le hace falta una lección sobre el mundo real.
Patrick no le contestó, estaba contemplando el suntuoso decorado que le rodeaba, y se dio cuenta de que librarse de su implicación personal en las casas y los pisos era lo mejor que había hecho en su vida.
—Oh, no te preocupes, Simone —le dijo—. Creo que aprenderá todo lo que tiene que aprender más que deprisa.
—Hola, Kate. No te esperaba. —La voz de Jennifer sonó un tanto nerviosa.
Kate la empujó a un lado y pasó sin decir una palabra. Jennifer cerró con suavidad la puerta de la calle y esperó con paciencia a que Kate dijera algo, cualquier cosa.
—¿Cómo has podido, Jenny? ¿Cómo has podido ocultarnos el nombre del que te suministraba las jovencitas? ¿Pensabas que no lo íbamos a descubrir?
Jennifer asintió, la cara tensa de rabia.
—Sí, esa es exactamente la razón. Alec está muerto. Así que, ¿qué coño importa ya? Me estuvo proporcionando cantidad de chicas durante años, y muchas de ellas siguen vivitas y coleando.
—¿Miriam supo eso alguna vez? ¿Estaba involucrada?
—Por supuesto que no —se rió Jennifer—. Por cada chica que me pasaba, yo le daba a Alec un par de cientos de libras.
—¿Y cómo lo conociste? ¿Cómo demonios llegasteis a conoceros él y tú?
Jennifer entró en la sala y Kate la siguió.
—Es una larga historia, pero, puesto que estás aquí, ¿puedo invitarte a una copa? Yo estoy tomando whisky, ¿te sirvo uno?
—La puta verdad es que lo necesito —asintió Kate.
Jennifer puso dos vasos y una botella de Grant’s en la mesita de café. Sirvió dos copas generosas y luego encendió un cigarrillo. Se arrellanó en su sillón de cuero blanco y dijo con desenfado:
—Lo conocí una vez que vino a un piso que tuve hace años. Era un jodido cabrón y todo eso. Se hizo cliente fijo, le gustaba una chica en particular, que resultaba que había estado en la dichosa Brookway House. Se había puesto en contacto con él por alguna puta razón y por eso apareció por el piso. La cosa es que empezamos a hablar y yo le dije en broma si tenía alguna más como aquella en su casa. Y me dijo que sí. Lo demás es historia, como dicen.
Kate se quedó escandalizada y asqueada por lo que oía.
—¿Y eso fue todo? ¿Así de fácil?
Jennifer se encogió de hombros, abrió ampliamente los brazos en un gesto de desconcierto y dijo:
—Sí, así de fácil, tal cual. El jodido tenía un flujo constante de chicas dispuestas a trabajar para la persona adecuada. Él las sondeaba, y si le parecían agradables, me las pasaba a mí. Todas habían alcanzado la edad de consentimiento, y lo hacían voluntariamente.
—¿Y en serio que no pensaste que esa información era relevante para nosotros? Tú conocías a las chicas muertas y sabías cómo murieron. Las reclutaste tú, y a pesar de eso, ¿me dices sinceramente que no se te ocurrió pensar que merecía la pena contármelo? Murieron sintiendo un terror absoluto, estaban paralizadas pero seguían dándose cuenta de lo que les sucedía. ¿Es que eso no te importa?
Jennifer se rió de nuevo, pero esta vez era una risa falsa, ahora estaba avergonzada, abochornada. Se daba cuenta de que la había cogido en falta alguien que le caía bien de verdad. Alguien que siempre la había tratado con respeto. Comprendió que cualquier amistad que tuvieran, por débil que fuera, se había acabado. Le preocupó también la reacción de Patrick cuando se enterara de todo. Sabía que no le parecería nada inteligente su reserva. Querría, igual que Kate, saber por qué no les había contado todo lo que sabía. Trató de justificar su conducta.
—Alec está muerto, Kate. ¿Por qué iba a pensar que tenía algo que ver y, ya que estamos, por qué ibas a pensarlo tú? Está muerto y enterrado, colega. Siguió proporcionándome chicas justo hasta que se murió. Eran las chicas a las que atendía por medio de su iglesia. Sabía muy bien el perfil que se buscaba. Era un puto carroñero, era capaz de detectar a kilómetros a una chica con problemas. Pero como estaba muerto, no pensé que pudiera ser sospechoso. La propia palabra «muerto» lo dice todo, ¿no?
—Qué mujer más estúpida, pero qué estúpida. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿Que habrías podido detener todo esto si me lo hubieras contado?
Kate, de pie en medio de la oscuridad y el aire frío de la noche, se preguntaba cuánto tiempo tardaría Annie en recogerla. Se sentía enferma de aprensión mientras esperaba que llegara la orden judicial. Sabía que tenía que asegurarse de que todo fuera legal y transparente. No podía quedar ningún resquicio para que un abogado astuto les echara el caso abajo.
Annie llegó en un coche patrulla pequeño, se paró y Kate saludó con la cabeza a los agentes que tenía alrededor. Todos ellos estaban colocados fuera del campo visual de la puerta de entrada de manera que pareciese que las dos iban solas. Kate llamó al timbre y esperaron pacientemente a que abrieran la puerta.
La abrió Miriam, que al ver la cara seria de Kate le preguntó en voz baja:
—¿Es Hayley? ¿Está bien?
—Está estupendamente, la verdad. Me pregunto si podría pasar. Es que tendría que tener una pequeña conversación contigo.
—¿Sobre qué? ¿De qué quieres hablar conmigo? —La voz de Miriam sonó lastimera, temerosa—. ¿Es que no puede esperar hasta mañana?
Salió del recibidor a la calle y atisbó entre la oscuridad que las rodeaba. Vio los coches patrulla aparcados en las proximidades, vio a los agentes de uniforme esperando en silencio la orden de intervenir. Vio a Annie avanzar hacia ella con una orden judicial.
—Se acabó, Miriam. Se acabó todo.
Miriam retrocedió al interior de su casa y se dirigió pesadamente hacia la sala, con Kate y Annie detrás. Con un gesto indicaron a los agentes que esperaran a que los necesitaran.
Danny y Patrick estaban sentados en la cocina de Pat bebiendo coñac caro y fumando puros caros.
—Quiero tener todo esto, Pat. Quiero una choza agradable como esta y una vida agradable.
—Pues claro que sí, hijo —asintió Pat—. ¿Y quién no? Pero todo esto —hizo un gesto con el brazo para abarcar su vida entera— no te garantiza la felicidad. Es la familia, los buenos amigos, alguien con quien compartir las noches. Eso es lo que hace que una vida sea auténticamente feliz. Yo daría con gusto todo lo que poseo para recuperar a mi Mandy. Aunque fuera solo un día, una hora. Para poder estrecharla entre mis brazos, decirle lo mucho que la echo de menos, lo mucho que la quiero. Las cosas se pueden sustituir, hijo, pero las personas no se sustituyen.
—Eso ya lo sé, Pat. Aunque yo nunca he perdido a nadie tan cercano, ¿sabes? Eve y yo siempre nos hemos tenido el uno al otro, cuidamos el uno del otro. Qué remedio, no tenemos a nadie más.
Patrick sonrió, comprensivo.
—Yo tengo a Kate. He recuperado a mi Kate. Hay veces que es muy puñetera la tía, y además discute mucho. Pero también es inteligente, divertida, y es la única persona de este mundo que consigue que me olvide de lo que he perdido. Que consigue que me olvide por un rato de mi dolor.
Danny notó la cruda tristeza de la voz de Patrick y comprendió que su pérdida era tan cruel, tan destructora, que nunca llegaría a cicatrizar de verdad. Una hija asesinada siempre dejaría abierta esta pregunta: ¿por qué mi niña? ¿Por qué mi hija? Una pregunta que, naturalmente, nunca podría contestarse de verdad. Danny alzó su vaso para brindar.
—Por Mandy, siempre en tu corazón.
Patrick chocó el vaso. Luego sonrió al recordar aquella cara encantadora.
—Por mi niña.
Sentada ante la mesa pequeña de la cocina, a Miriam se la veía en calma, demasiado en calma. Kate se había sentado frente a ella y Annie estaba de pie junto a la puerta trasera. La casa estaba sucia y el olor era agobiante.
—Sabes por qué estamos aquí, ¿verdad, Miriam?
Asintió ligeramente, con cara resignada, como si ya supiera que aquello acabaría por suceder.
—Queréis preguntarme por las chicas.
—¿Qué pasa con las chicas, Miriam? ¿Qué puedes contarnos de ellas?
Miriam se puso de pie rápidamente y la silla raspó el suelo cuando su enorme cuerpo la apartó. Tanto Annie como Kate se quedaron esperando a ver lo que hacía a continuación. Fue al hervidor, lo llenó de agua y se volvió para ponerlo en la cocina de gas.
Cuando se volvía a sentar, Annie le dijo en tono suave:
—Yo haré el té, ¿te parece?
—Gracias —sonrió Miriam—. Sería un detalle. Una agradable taza de ánimo, así es como lo llamaba siempre Alec. Una taza de ánimo. Era igual que yo, le encantaba el té. Puede que tuviéramos que escatimar en algunas cosas, como le ocurre a todo el mundo alguna vez, pero nunca en el té. Nuestro favorito era el Lipton’s. No es que fuera un té caro, fíjate. Pero nunca comprábamos las marcas blancas del supermercado. Ese era nuestro favorito, ¿sabes? Ahora que Alec se ha ido, parece que eso nos vuelve a juntar. Nuestra taza de ánimo.
—Lo entiendo —asintió Kate con una sonrisa—. Pero escucha, Miriam, ¿qué puedes contarme de las chicas? Las chicas a las que solía ayudar Alec.
Miriam se sentó muy derecha en la silla y sacudió la cabeza enfadada.
—Todas unas jodidas putas. Él era un buen hombre, era un buen hombre, Kate.
Se frotaba la cara con las manos como si tratara de borrar alguna clase de mancha.
—Ya sé que lo era, Miriam. ¿Cómo conoció a las chicas?
—¿Sabes?, en tantos años como estuvimos juntos, todos esos años, nunca hicimos nada que no debiéramos. Habíamos decidido permanecer puros toda la vida. Como la Biblia, la gente de la Biblia. Estábamos por encima de los pecados de la carne. Porque es un pecado, aunque estés casada. Es un pecado. Pero él fue tentado, como tantos hombres buenos antes que él, fue tentado. Y yo vi los resultados de su pecado, ¿sabes? Lo vi todo.
Hirvió el agua y Annie empezó a preparar el té. Miriam se quedó callada unos instantes, estaba muy nerviosa, y Kate le permitió serenarse una vez más. Annie le puso una taza de té delante y Miriam sonrió para darle las gracias.
—¿Cómo viste sus pecados, Miriam? No logro entender cómo pudiste ver nada.
—Encontré sus álbumes poco después de morirse —dijo Miriam dando un sorbito al té—. Los tenía escondidos arriba. Tenía una pequeña fortuna en una libreta de ahorro, ¿lo sabíais? Y tenía fotos de las chicas, de las chicas y él. Todas con la cabeza en su regazo mirándole. Basura. Eran basura. Una basura completa y absoluta. Duras de corazón, malas; todas esas puñeteras chicas eran muy malas. —Sonrió otra vez con tristeza—. Comprendí que tenía que hacer algo, así que lo hice —dio un buen sorbo al té caliente y se lo tragó a toda prisa—. Me acuerdo de que cuando era pequeña, si soltaba una palabrota, me lavaban la boca con jabón. Así que eso hice. Las fui encontrando y las limpié bien limpias. Les expliqué a todas que estaba mal, muy mal lo que habían hecho con mi marido. El mío. Mi Alec. Era mío, ¿sabes? Me amaba a mí. Nunca quiso hacer cosas de esas conmigo, ¿entiendes adónde quiero ir a parar, Kate? Nunca hizo cosas de esas conmigo porque me amaba.
Kate asintió como si comprendiera perfectamente lo que Miriam decía, como si lo que decía fuera perfectamente normal.
—Venid arriba, quiero enseñaros algo. —Soltó una risita—. Y vosotras sin enteraros de que era yo. Fui muy lista. Como sabía las cosas que buscaríais, las escondía y lo limpiaba bien todo.
Kate y Annie la siguieron escaleras arriba, donde el olor era aún más penetrante. Al llegar al rellano, señaló una puerta y dijo feliz:
—Están ahí dentro, las otras.
Kate se sintió físicamente enferma. El hedor era envolvente. Conocía aquel olor, y se llevó la mano a la boca al decir:
—¿De qué me estás hablando, Miriam, qué otras?
Annie abrió la puerta poco a poco y cuando encendió la luz Kate oyó las arcadas de su amiga. Pasaron unos instantes antes de oír el susurro:
—Dios santo, Kate. Dios santo.
Kate se acercó al hueco de la puerta y oyó que Miriam le decía jovialmente:
—Ahí tenéis a Nicky Marr y Donna Turner.
Kate miró aquellos dos cuerpos en descomposición, los rostros aún reconocibles como seres humanos. Se volvió hacia Annie, casi doblada del todo por la cintura, la sujetó con fuerza por el brazo y la llevó abajo, a la puerta de la calle. Una vez fuera, absorbiendo a grandes bocanadas el aire fresco y frío de la noche, le dijo en tono triste:
—Se acabó, Annie.