Capítulo catorce
—Esta es Jemimah Dawes, creo que deberías escuchar lo que tiene que decir.
La voz de Miriam no sonaba fuerte, pero sí con lo que Kate llamaría decisión. Era como si quisiera demostrar su valía ante todas, y Kate sabía que tenía buenas razones para sentirse como se sentía. Ninguna de las personas de la comisaría, policías o civiles, tenía mucho tiempo que dedicarle, y tampoco su marido tuvo más suerte. Como todos los meapilas, producían rechazo en la gente. Juzgaban a todos con su propia vara de medir, sin duda como muchas otras personas en el mundo, salvo que la vara de esas otras personas no estaba tan alta. Miriam y su marido habían sido exigentes desde el primer momento. Rezar y hablar de la fe está muy bien, pero cuando se convierte en un mantra permanente ante todo el que quiera escuchar, acaba agotando. No es que la gente lo creyera, era solo que consideraban que practicar o no practicar una religión era algo privado. Alec Salter no era tan pesado como su esposa, pero de todas maneras también era difícil de aguantar. Ese hombre muy feo, con un problema de hirsutismo, era un auténtico fanático religioso que había crecido en un orfanato, donde conoció a Miriam. No era de extrañar que se hubiera convertido en asistente social y dirigiera un centro de acogida antes de empezar a trabajar en Apoyo a las Víctimas. Eran una pareja compenetrada y, de no ser por su obsesión por hacer el bien, hubieran encajado. Pero aquella actitud de soy más santo que tú lograba repeler a cuantos les rodeaban. Y especialmente teniendo en cuenta que en una comisaría de policía se ve día tras día lo peor de la condición humana.
Kate sonrió a Miriam en una demostración de lo que esperó que fuera solidaridad, con un atisbo de disculpa y más de una pizca de humildad. Lo que hiciera falta para que reinara la armonía entre todos.
Kate centró luego su atención en la chica que sonreía tímidamente a todas. Parecía lo que era, y Kate vio que cuando se instalaron en un sofá bien tapizado Annie sacaba una libreta. Al fondo se podía oír a Miriam, que estaba en la cocina preparando té para todas.
Era tarde, pero a la chica se la veía animada. El maquillaje perfecto y la ropa bien planchada.
Miriam volvió a la sala y dijo en tono de autoridad:
—La joven Jemimah va a dejar la vida alegre y empezar de nuevo. Le he conseguido una subvención para ayudarla a empezar y mantenerse a flote hasta que encuentre un empleo. Tengo entendido que quiere iniciar su nueva vida en España, y creo que es lo mejor para ella. Alejada de todo lo que conoce, tengo la esperanza de que Jemimah encuentre en su interior el coraje que le permita pasar página. Le he dado unos cuantos números en España por si necesita ayuda. Bien, la joven Jemimah era buena amiga de dos de las chicas que murieron. La he consolado y aconsejado sobre la vida que llevaba hasta ahora, y me abrió su corazón sobre el lado más oscuro de su trabajo. Me contó que un hombre la atacó una noche y que se creyó afortunada por salir indemne. Resulta que ese mismo hombre también asustó a unas cuantas chicas más. Así que le dije que era preciso que hablara con vosotras.
Kate miró a Miriam a los ojos y vio que realmente trataba de ayudar. Por poco que le gustara, Kate comprendió que en un futuro inmediato tendría que humillarse en serio, y estaba dispuesta a hacerlo. Y al instante vio que Annie Carr pensaba exactamente lo mismo. Fue una experiencia aleccionadora.
Miriam les sirvió té e incluso sacó una bandeja de galletas Digesta, lo cual resultó un tanto surrealista. Instaló su enorme culo en una silla junto a la ventana y dijo en tono amable:
—Adelante, niña, cuéntales lo que me contaste a mí.
Jemimah se aclaró la garganta. La policía la ponía nerviosa, pero eso era natural. También le preocupaba que si decía demasiadas cosas esperasen de ella que presentase pruebas o algo parecido. Y no estaba dispuesta a que se registrasen su cara y su nombre si no era imprescindible.
—Bueno, mire, antes de decir nada, creo que deberían saber que no tengo ningún interés en formar parte de su investigación. Quiero decir, por lo menos públicamente. Solo quiero ayudar en la medida de lo posible.
—Eso es prerrogativa tuya, Jemimah —le dijo Annie con una sonrisa tranquilizadora—. Tú solo cuéntanos lo que sabes.
Jemimah respiró profundamente. Les contaría la verdad. Al fin y al cabo, dentro de unos días se habría ido, y si con aquello ayudaba, todo sería para bien. Además, el cabrón aquel le había hecho daño, y quería que lo pagara. Si lo hubiera denunciado en la comisaría, se habrían reído de ella, por mucho que aquellas dos pensaran lo contrario. Las chicas como ella seguían siendo clasificadas como Intocables, especialmente entre los miembros masculinos de la bofia.
—Fue un sábado por la noche, yo estaba trabajando en un piso de la calle Merton. Es un sitio agradable, tranquilo, ¿saben?
Kate y Annie asintieron con la cabeza.
—Bueno, pues tuve una llamada un poco antes, sobre las seis y media, de ese tipo, que dijo que se llamaba James. Quedamos en que vendría a verme a las nueve y media. Bueno, pues cuando llegó, venía con muchas copas encima. No es que se cayera, o sea, no digo que estuviera tan ciego. Pero iba mal, si me entienden. Hay hombres que son agresivos. No todos, claro, de hecho la mayoría son unos benditos, pero de vez en cuando das con uno de esos que nosotras llamamos un peligro. Es curioso, pero son todos iguales. No por su pinta, sino por su actitud. Entran fanfarroneando como si fueran la hostia y siempre andan exigiendo un poco más de lo que tú les ofreces. Se piensan que tienen derecho a hacer lo que quieren porque te pagan. Bueno, pues este era de esos. Huele, apesta a cerveza y a tabaco, y encima es muy descuidado en lo referente a su aspecto personal. Lleva traje y todo eso, pero un traje que conoció tiempos mejores. También tiene ese aspecto extraño, como si sus gestos no cuadraran con su cuerpo. Parece que ha sufrido un derrame o algo así. Pero no es que se note inmediatamente, tardas un rato en darte cuenta de qué es lo que está mal.
Jemimah tomó la taza de té y fue dando sorbos cortos.
—Bueno —continuó—, este venía todo crecido. Brusco y gritón. Así que supe que iba a haber problemas. Ofrecemos una copa a los clientes, ¿sabe? si están nerviosos. Este insistió en que le preparara un lingotazo de vodka y también insistió en que me desnudara rápido, cuanto antes. Yo le dije que quería el dinero por adelantado, y se negó. Se negó en redondo. Me dijo que me pagaría cuando hubiera cumplido con mis deberes a su satisfacción. Esas fueron sus palabras exactas.
Volvió a dar unos tragos al té y, de pronto, al comprobar que lo estaba contando a personas que estaban realmente interesadas, a las que les importaba, se puso nerviosa y por primera vez desde hacía años se echó a llorar. En ese momento, con la policía y con Miriam allí sentadas, se le pasó por la cabeza que en realidad podrían haberla matado. Podrían haberla torturado y asesinado. Algo que te hace pensar. Hasta ese momento no había comprendido del todo el peligro al que estuvo expuesta. Su respuesta fue entonces salir corriendo, que era en realidad su respuesta para todo. Y siempre lo había sido. Primero de casa, luego de los servicios sociales, y hasta ese momento siempre le había ido bien. Pero no tenía ninguna intención de seguir mucho más tiempo por allí para que aquellas personas continuaran interrogándola; quién sabe, igual si lo descubría, el tipo aquel volviera a buscarla.
—Miriam dice que si se lo cuento a ustedes se podrá ayudar a otras chicas, y estoy de acuerdo. Creo que hace falta parar a ese hombre. Tiene una vena cruel, realmente disfruta con el miedo que provoca. A mí me dejó con la cara llena de moretones y una quemadura de cigarrillo en el brazo —y Jemimah alargó el brazo para enseñárselo.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
Jemimah se quedó pensando seria un momento.
—Hace unas pocas semanas. Encontró el número en el periódico. Ponemos anuncios en el periódico, ¿saben?, masajistas y etcétera. Pero es de aquí, eso lo sé.
—¿Y cómo lo sabes? —dijo Annie con voz grave, y se echó hacia delante en la silla para escuchar con más atención.
—Porque para ir a verme utilizó un taxi, aunque se marchó andando. Y claro, la calle Merton no es un sitio que puedas encontrar por tu cuenta, está en las afueras. Pero se dejó la cartera en la mesa, y la dejó abierta. Tenía una tarjeta de la biblioteca de Grantley. Y otra de socio de un videoclub, un Blockbuster.
Tanto Kate como Annie sabían que Jemimah había registrado la cartera. Y también sabían que si el tipo la había pillado haciéndolo, esa habría sido fundamentalmente la causa del problema. No sería la primera vez que una chica se llevaba una buena tunda de un cliente rabioso ante un intento de robo.
—¿Te quedaste con el apellido?
—Era extranjero —dijo Jemimah negando con la cabeza—, no lo recuerdo. Ni siquiera sé pronunciarlo.
—¿Y dices que algunas de las chicas también fueron sus víctimas? —dijo Kate con una sonrisa compungida.
—Un par —asintió Jemimah—. Lo acabo de descubrir. Ninguna de nosotras había dicho nada. Es estúpido, la verdad, si lo piensas. No hablamos lo bastante, no hablamos lo bastante a menudo de con quién estás segura y de con quién no. Incluso cuando ocurre, te limitas a hablar con las chicas que conoces. Si se lo hace a otras chicas, a chicas que no conocemos, desconocidas, no nos enteramos.
Kate asintió.
—¿Puedes hacerme una descripción? ¿Color de pelo, estilo, ese tipo de cosas?
Esta vez Jemimah asintió solemnemente.
—Nunca lo olvidaré, póngalo así.
Kate sonrió a Lionel Dart aunque notaba las oleadas de aversión que sentía hacia él.
—Un poco pronto para ti, si no te importa que te lo diga, Lionel.
No soportaba que Kate Burrows lo llamase Lionel, no soportaba que se creyese mejor que él a pesar de que sabía que había muy buenas razones para pensar así. Bueno, por fin iba a poder marcar su ficha y echarla de su comisaría de una vez por todas. De modo que sonrió y Kate vio los dientes diminutos y puntiagudos de un predador. Era un predador en todos los sentidos. Kate casi estaba esperando aquello.
Se sentó frente a Lionel sin que la invitara, otra cosa que sabía que no le gustaba. Era abusón, y como todos los abusones se trataba fundamentalmente de un individuo débil. Lo aborrecía y sabía que era un sentimiento mutuo.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti, Lionel? Me imagino que se trata del nombre y la descripción que Annie y yo facilitamos anoche. Es evidente que no queremos que salga de la casa, no queremos que se entere la prensa. Por cierto, me parece que deberíamos trasladar a la prensa todavía más lejos de la comisaría. Porque no solo dificultan el acceso, sino que además creo que ahora todos los que vienen aquí para ser interrogados se ponen nerviosos porque no quieren que los cacen los periodistas o las cámaras de la tele. ¿Tú qué crees?
—Creo, Kate —dijo Lionel encogiéndose de hombros con indiferencia—, que deberías considerar abandonar este caso, a pesar de que trabajes como asesora. Después de todo, ya te has retirado. Y en cualquier caso, voy a traer un nuevo detective para llevarlo. —Lionel sonrió tratando de parecer un tío benévolo.
Kate siguió allí sentada impertérrita.
—No es que no apreciemos tu sabiduría, ni la valiosa aportación que siempre has hecho en esta comisaría y entre sus policías, hombres y mujeres, y en particular Annie Carr. Pero ahora ha salido a la luz que Patrick Kelly también tiene muchas conexiones con las mujeres involucradas y tengo la impresión de que no resulta demasiado apropiado que tú participes en la investigación. Estoy seguro de que lo comprendes; la verdad es que la prensa podría sacarle punta a eso y se nos esfumarían todas las líneas de trabajo. Me atrevería a decir que incluso podría sembrar dudas sobre cualquier detención que se produjera.
Kate sonrió. Una sonrisa desagradable tipo yo sé algo que tú no sabes.
—Por Dios, Lionel, joder, hay veces que no dices más que gilipolleces.
Encendió un cigarrillo, sin hacer caso de la política antitabaco y de la expresión ofendida del jefe. En ese momento disfrutó viendo pintarse el miedo en su cara. Sacó del bolso un sobre liso grueso en el que sabía que podría ver su nombre escrito en grandes letras negras.
—No puedes hablarme de ese modo.
Entonces Kate se rió, una carcajada áspera, ronca.
—Claro que puedo. Y ahora escúchame bien, jodido hipócrita. Sé todo lo que hay que saber sobre ti. Ya no estoy con Pat, y eso te hace pensar que tienes la sartén por el mango. Pero suponte que me pongo un poco pejillera, ¿eh? Yo también sé cosas sobre ti. Sé dónde están enterrados todos tus cadáveres.
Kate esperó a que sus palabras hiciesen efecto antes de continuar.
—También sé que tenías tratos con por lo menos dos de las chicas muertas, gracias a Peter Bates. Y tengo entendido que las disfrutabas gratis, por la cara. ¡Qué suerte tienes! Así que, por lo que respecta a asociaciones con unos u otros, me parece que podríamos mirar sin equivocarnos en tu dirección, ¿no crees? Nunca ha habido ninguna razón para cuestionar mi honestidad o mi integridad. ¿O estoy completamente equivocada? Solo que no me gustaría soltarle a tu jefe, que es amigo personal mío, y de Patrick, ya que estamos, como seguro que ya sabes, si piensas que todo son mentiras.
Lionel notaba que se le helaba la sangre al oír las revelaciones de Kate. Pero siempre había sido un hombre que ansiaba ser el número uno; esa había sido su prioridad a lo largo de los años y no iba a cambiar ahora. Odiaba a aquella mujer, pero su cólera tendría que esperar.
—Oh, además puedo demostrarlo, Lionel, si no no estaría aquí. Así que ahora escúchame, muchacho, y escúchame bien. Esta información me la dio alguien que la buscó en internet. A mí me parece que, a juzgar por los emails que tengo en este sobre, se ha hablado de ti con toda clase de detalles en más de una ocasión. Así que si yo fuera tú, me lo pensaría muy mucho antes de atreverme a dar ultimátums a nadie. También creo que podrías marcarte un tanto si dejaras a Patrick al margen de este asunto porque, al contrario que yo, Patrick puede ser un hijoputa muy vengativo. Tengo en mis manos tu carrera, tu pensión y una condena de cárcel, y no titubearé a la hora de usarlo. Ni tampoco la joven que lo descubrió todo. Así que hazme un favor: cállate la puta boca y déjanos a nosotras seguir con nuestro trabajo.
»Y guárdate estos para tus archivos personales, tengo copias —añadió Kate lanzando el sobre encima del escritorio.
Lionel se quedó mirando el sobre como si se lo hubiera entregado en mano un extraterrestre.
—Eres un mamón, Patrick siempre me lo decía. Un puto parásito que se cree inmune a cuanto lo rodea. Bueno, pues no lo eres. Eres un abusón, un cobarde y encima un puto hazmerreír, especialmente en esta comisaría. También te diré que el cuerpo de Desmond, tu socio, salió a la superficie a última hora de esta noche, así que si tienes la menor intención de involucrar a Pat en esto, yo personalmente te hundiré a golpes en el puto río. Todas las líneas de investigación acabarán conduciendo a ti, especialmente si yo intervengo. Así que recuérdalo, y recuerda que esta vez te has pasado de la raya conmigo.
Entonces Kate se puso de pie y se dirigió hacia la puerta, se volvió y se lo quedó mirando.
—Y ahora —le dijo—, aleja a la prensa de aquí, hace siglos que dejaron de fotografiarte a ti, y asegúrate de que asignas oficialmente a Margaret Dole a este caso, con Annie y conmigo. Esa chica no es como tú, tiene hechuras de agente de policía de las buenas.
Al salir por la puerta, Kate vio que Annie la esperaba. Se rieron en voz alta conscientes de que el tonto del culo, como todos llamaban a Lionel Dart nada afectuosamente, lo oía todo.
Patrick abrió los ojos, eran más de las diez. Oyó correr la ducha y suspiró con fastidio. Para cuando Eve llegó, él ya estaba medio borracho y había sido casi incapaz de cualquier actividad física. La chica le preparó una tortilla y estuvo hablándole hasta que se durmió. Recordaba vagamente haberse arrastrado escaleras arriba hasta la cama y, para ser sincero, ni siquiera se dio cuenta de que Eve estaba con él. En su fuero interno se preguntaba si aquel comportamiento podría haberla molestado como para no volver a verlo. Pero pronto comprendió lo equivocado que estaba. Entró en el dormitorio envuelta provocativamente en una toalla, la verdad es que era una chica muy guapa.
—Hoy tienes mejor aspecto —dijo con una media sonrisa.
—Bueno, pues no me siento mejor, joder. ¿Por qué no te vas a tu casa?
Pat vio la mirada dolida en su rostro y se arrepintió de sus palabras. Pero lo último que necesitaba con aquella resaca de campeonato era a aquella joven plantada a los pies de su cama y con pinta de salir de un semanario porno. Le hacía sentirse viejo, y le hacía sentirse vulnerable. No quería tener que levantarse delante de ella, no quería que lo viera a la cruda luz de la mañana.
—Mira, amor. Estas horas de la mañana no son mi mejor momento, y si a eso le añades una resaca del quince, creo que podrás entender que no resulte el tipo más cordial del planeta en este preciso momento.
Eve sonrió, y Pat quedó impresionado de lo fácil que se había recuperado: la vio serena otra vez, con su habitual halo de misterio.
—Yo te veo perfectamente, Patrick. En realidad, te veo más que preparado para comer algo.
No quería decirlo como le había salido, y se arrepintió inmediatamente de sus palabras. Por primera vez en la vida, había perdido la reserva, la frialdad. Aquel hombre le gustaba de veras, y no solo por lo que podía hacer por ella. Lo respetaba, le tenía afecto, y era la primera vez en su vida que un hombre la había hecho sentir que quería algo más que una simple aventura sexual. Comprendió, sin embargo, que Patrick Kelly no era un hombre que fuera a compartir sus mismos intereses en un futuro inmediato. Se preguntó cómo le había sucedido aquello. Nunca bajaba la guardia, ¿por qué demonios lo había hecho con aquel hombre?
—Mira, Patrick...
Patrick levantó una mano en un gesto de calma.
—No hay nada que decir, cariño. Y ahora, si no te importa, me gustaría levantarme.
Contempló con tristeza el culito apretado que se bamboleaba camino del cuarto de baño. Ascendió mucho en su estima por no haberse enfadado, una mujer menos importante ya le hubiera dado un bofetón y él no se lo habría reprochado. Aquella chica se le había ofrecido como era y él la había rechazado de un golpe, tal cual, pensándolo bien. Se puso la bata y se sintió mareado, de modo que tuvo que aceptar que de una vez por todas sus días a base de Rémy Martin se habían acabado.
Bajó las escaleras titubeante y se miró de reojo en el gran espejo veneciano del vestíbulo de entrada. Se vio viejo, viejo y libertino, de hecho. No estaba orgulloso de sí mismo, se vio como un pobre tonto, y encima un pobre tonto viejo. Sabía que Kate acabaría volviendo, todo lo que necesitaba era pedírselo. Lo que realmente la había incomodado fue que no la dejara participar del gran secreto. Sonó el teléfono y lo descolgó malhumorado.
—¿Diga?
—Soy yo, Pat.
Oír la voz de Kate lo dejó paralizado unos segundos.
—Hola, Kate.
Kate notó la inseguridad de su voz y se dio cuenta de que era la última persona a la que esperaba oír. Saberlo la entristeció.
—Es solo una llamada rápida, Patrick. El cuerpo de Desmond apareció flotando anoche. Ya he arreglado las cosas con Lionel, así que nadie te preguntará demasiado por el asunto. Se ha acabado. Asunto muerto y enterrado.
Patrick comprendió lo difícil que debía de ser aquella llamada para Kate, y también lo difícil que le habría resultado nadar a contracorriente y ayudarlo en una situación delicada como aquella. Los O’Leary estarían eternamente agradecidos también, darían por hecho que el asunto se había zanjado gracias a él. Naturalmente, estaba más que dispuesto a dejar que lo creyeran. Como siempre, Patrick era por encima de todo un hombre de negocios.
—Gracias, Kate.
Kate oyó el afecto en la voz de Pat, y para ella fue demasiado. Después de tanto tiempo sin hablar con él, oírle ahora podía con ella.
—¿Para qué están los amigos?
Cuando iba a contestar, Eve bajó a saltos las escaleras anunciando jovialmente:
—¿Está ya listo ese café?
Si Patrick hubiera tenido una pistola, en ese preciso momento la hubiera apuntado hacia Eve y disparado sin pensárselo dos veces. Solo para que se callara.
Pat miró el auricular que tenía en la mano y, al darse cuenta de que Kate había colgado, se volvió hacia Eve y dijo:
—¿Es que nadie te ha enseñado a ser educada, joder? Estaba hablando por teléfono. Estaba hablando con una persona importante.
Eve se quedó perpleja, pero sin saber muy bien qué había hecho exactamente para granjearse la ira de Pat.
Patrick vio la expresión afligida en la preciosa cara de Eve e inmediatamente se avergonzó de su exabrupto. Comprendió que había sido rudo, desagradable, todas las cosas que despreciaba en la gente inferior. Colgó el teléfono, sonrió tristemente y dijo con brutal sinceridad:
—Mira, cariño, ha sido fantástico y todo eso, pero no puedo seguir con esto. Tú eres demasiado joven y tienes demasiada vitalidad y eres demasiado guapa, joder, para alguien como yo. Y si no te importa, prefiero tomarme solo el café por las mañanas.
Eve se dio cuenta de que la estaban echando olímpicamente y le molestó la manera de hacerlo. La arrogancia de Patrick era legendaria, y ahora veía por qué era una leyenda hasta a la hora de almorzar.
—Mira, Pat. Eres un tipo estupendo, pero, para ser sincera, eres mayor para mí. Nos hemos divertido un rato y ya está. Estoy segura de que dentro de unas horas me habré recuperado del golpe. Y si no te importa, puedes meterte el café por el culo.
Cuando Eve cruzaba taconeando las losas de mármol del vestíbulo, Pat sintió ganas de llorar. Kate había hecho todo aquello por él, y sabía muy bien lo difícil que le habría resultado enfrentarse a Dart y a su sonrisa de superioridad. Y ahora pensaría que la había sustituido por otra. Comprendió que tenía que verla, y enseguida. Probablemente lo mandase a paseo más deprisa que un misil nuclear, pero por lo menos intentaría explicarle la situación. Solo confiaba en encontrar las palabras apropiadas para que ella se decidiese a escucharlo.
Jemimah hacía las maletas consciente de que había hecho su contribucioncita a la sociedad y consciente también de que en realidad estaba considerando abandonar aquella vida.
Había escuchado a Miriam, y sabía que lo que le decía era sensato, y que solo intentaba ayudarla a entender que, si no se andaba con cuidado, cualquier día aquello podía ser la causa de su propia desaparición. Como le dijo Miriam, era una chica preciosa que se merecía tener un hogar y una familia. Nunca nadie le había dicho algo así antes, siempre había creído que no era lo bastante buena para desear esas cosas. Que no se merecía nada ni siquiera remotamente bueno, sincero o limpio.
Miriam le habló de otras chicas a las que ella y su marido habían ayudado, de lo orgullosos que se habían sentido de ellas y de que las querían como si fueran sus hijas. Le explicó que habían mantenido el contacto con ellas para seguir ayudándolas después de cambiar de vida. Le explicó que estaban encantados de que ahora ya todas se hubieran asentado, algunas incluso como madres y esposas. Miriam recordó a Jemimah que las prostitutas envejecían prematuramente, y que les resultaba difícil encajar con el resto de la sociedad. Le contó historias de jóvenes que morían de sida o por haber recibido un golpe más de la cuenta. Le habló de cómo muchas mujeres caían a menudo en la bebida y las drogas para sobrellevar la cruz en que se había convertido su vida. De querer sacarle los cuartos a Miriam, Jemimah había pasado a desear que se sintiera orgullosa de ella. Cuando llegase a España, iba a pasar página de verdad, ya lo creo.
Había dado a la policía una descripción detallada de James, y confiaba en que lo cogieran. Pese a lo que los demás pensasen de las fulanas y de su modo de vida, seguían siendo personas, y se merecían que las trataran con respeto. Jemimah iba canturreando mientras preparaba la maleta, iba a hacer un último chanchullo. El alquiler de aquel local vencía dentro de diez días, y ya llevaba un mes de retraso, así que lo dejaría sin pagar. Ese sería su último delito, decidió. Solo que en realidad no era un delito, ¿o sí? No realmente. Después de todo, quienquiera que fuese el propietario de aquella choza estaba forrado, y ella necesitaba tanto dinero como pudiera conseguir para empezar esa nueva vida, legal y ojalá que feliz en la Costa del Sol.
Bendita Miriam. Era un vejestorio, y muy rara, pero tenía un corazón enorme. E incluso había conseguido algo que nadie hasta entonces había conseguido: infundirle un poco de sensatez.
A Kate se la veía bastante mal, y Annie no cometió la imprudencia de preguntarle, ya hablaría del tema cuando quisiera y si sentía la necesidad.
Por el contrario, Margaret Dole estaba a sus anchas, pero, pese a lo mucho que la irritaba, Annie tuvo que admitir que la chica intentaba con todas sus fuerzas no sacar de quicio a nadie. Mientras se dirigían en coche a la biblioteca de Grantley, todas iban nerviosas. Al parecer, el sospechoso, James Delacroix, se pasaba allí gran parte del día. De hecho, se pasaba el día entero, todos los días. Según la bibliotecaria jefe, trabajaba en un libro, y por el tono de su voz no era una persona a la que tuviera mucho cariño. Lo había descrito como un personaje bastante pintoresco (loco de atar en lenguaje bibliotecario), según parece. Prometió que les avisaría si el tipo se marchaba del edificio antes de que llegasen. De momento no habían tenido noticias de ella, así que debía de continuar allí haciendo lo que fuera que hiciese todo el día, todos los días.
La biblioteca era un hermoso edificio antiguo, se parecía mucho a un tribunal norteamericano, todo a base de columnas y estatuas. Los escalones que conducían a la entrada eran empinados, y cuando llegó arriba Kate jadeaba.
—Si hay que hacer alguna persecución, me parece que será mejor que la hagáis vosotras dos...
Las tres se rieron, pero estaban nerviosas. Aquel hombre podía ser peligroso y estaban a punto de encontrarse con él precisamente allí, en su territorio. Kate observó rápidamente la calle y los edificios de alrededor. Había fuerte presencia policial, pero muy disimulada. El interior estaba lleno de agentes de paisano y confió en que hubieran sacado del edificio a la mayor cantidad de civiles posible.
Al entrar en el recibidor, la bibliotecaria jefe, una mujer alta, mediada la treintena, les indicó que la siguieran. Caminaron hasta una gran sala de lectura en el segundo piso y allí les indicó quién era James Delacroix. Estaba despatarrado en una silla, con los pies sobre una mesa, y leía un ejemplar de El cuervo de Edgar Allan Poe. Tenía cara de loco, incluso estando relajado y absorto en el relato. Hasta los cabellos eran de loco, disparados en todas direcciones porque evidentemente no paraba de pasarse los dedos por ellos. Le hacía falta afeitarse, y el cuerpo, grandote, estaba embutido en un traje sucio que tenía parches verdes brillantes por el uso y el desgaste y cuyas numerosas arrugas proclamaban bien a las claras que dormía con él. Kate se fijó en que sus zapatos estaban tan desastrados como todo él, con la suela de uno de ellos despegada.
Kate y Margaret se quedaron de pie mientras Annie se acercaba a él.
—¿James Delacroix?
Entonces se volvió. Miró a Annie de arriba abajo con interés, sus ojos parecían percatarse de todo lo que sucedía. Vio entonces a Kate y Margaret, a los agentes de uniforme de la puerta y a la bibliotecaria, que lo observaba todo sin disimular su interés.
Entonces, Delacroix puso el libro sobre la mesa, despegó el cuerpo para levantarse de la silla, hizo una reverencia muy cortés y dijo:
—Buenas tardes, señoras. Las estaba esperando. ¿Salimos a tomar el té?
Y entonces se desataron todos los demonios.