Prólogo

Danielle Crosby era muy bonita, de eso no había duda, pero no era exactamente guapa. Y era, sobre todo, por aquel permanente ceño fruncido. Un hábito que había adquirido de niña, y ahora ya formaba parte de su maquillaje. Parecía desgraciada, y era desgraciada. Simplemente, lo llevaba en su naturaleza.

Su madre siempre le decía que parecía la huérfana de un naufragio, y de niña, gracias a la gandulería de su progenitora, daba perfectamente el papel. En la escuela le habían puesto el mote de «la Desastrada» y hasta ella lo había aceptado como verdad. Pero, como la mayoría de las verdades, le dolía.

Por fortuna, su actitud no interfería con la profesión que había escogido. A los hombres, según descubrió, no les interesaba demasiado cómo se sentía por dentro, les interesaba más su aspecto exterior. Tenía un cuerpo de morirse, como tantas veces le había dicho su madre en sus breves estancias con ella cuando salía del centro de menores. Había aprendido a muy temprana edad a mantener a raya a los hombres y a ahuyentar a otras mujeres. Junto con la bebida y las drogas, era bastante inmune a la mayor parte de las cosas. Tenía la sensación de haber vivido ya una vida completa, en comparación con la mayoría de la gente.

Ahora, a los diecinueve años, era una profesional, y aunque tal vez no disfrutara del trabajo, sí que le encantaba el dinero, de modo que en conjunto aquello era aceptable.

Se puso un poco más de lápiz de labios rojo oscuro, se retocó el colorete Bobbi Brown y quedó más que satisfecha de su aspecto. Tenía el pelo largo y tupido, de un caoba intenso con mechas rojas naturales, y sus ojos azules y separados le daban un atractivo exótico que parecía gustar especialmente a los hombres mayores. La piel no la tenía tan bonita, pero eso lo remediaba rápidamente una espesa capa de fondo de maquillaje. Sacaba el máximo partido de todo lo que Dios le había dado y lo utilizaba en beneficio de su carrera.

Se recolocó los grandes pechos, mostrándolos como más partido les podía sacar, que, en su caso, equivalía a dejar que desbordasen un poco del top ajustado, y dio un paso atrás para evaluar su labor.

Quedó contenta, aunque no se habría adivinado por su expresión: como de costumbre, parecía insatisfecha, del todo inmutable ante su apariencia. Pero conocía bien lo que valía, sabía que se merecía hasta el último penique que le pagaban, aun cuando siempre acababa dándoselo casi todo a Jimmy, su novio. Pero aunque estaba contenta con su aspecto, seguía pareciendo que todo el peso del mundo descansaba sobre sus hombros esbeltos. En muchos sentidos, su comportamiento acababa beneficiándola, porque le permitía hacer su trabajo sin pensar demasiado en ello y sin sentirse realmente implicada en lo más mínimo, requisitos principales de quien vende sus activos personales al mejor postor. Para ella el sexo no significaba nada, los hombres con los que se relacionaba quedaban fuera de su radio de acción y lo único que quería era ganarse su buen trozo de pastel. Nada más y nada menos. Jodía con ellos, se la chupaba y los olvidaba.

Danielle oyó sonar el timbre y suspiró, sabía que le tocaba hacer el juego de costumbre. Se calzó aquellos tacones de altura imposible, salió andando torpemente de la habitación y fue a abrir la puerta de entrada, con la seguridad de saber que sus piernas y su escote compensaban de sobra su falta de jovialidad, simpatía o interés por la persona a la que estaba a punto de recibir. Uno de esos tristes cabrones con unas pocas libras y decididos a echar un polvo. Los aborrecía a todos.

La inspectora jefe Kate Burrows, ya jubilada, entró sonriente en la comisaría de policía de Grantley. Le encantaba estar de vuelta, saborear la sensación de trabajar otra vez. Se suponía que iba solo dos días a la semana, pero le gustaba lo de seguir teniendo mano, seguir marcando una pequeña diferencia ante el mundo. Y la verdad era que normalmente trabajaba mucho más.

—Hola, Kate. —Annie Carr la saludó contenta de verdad al verla.

A pesar de la diferencia de edad, siendo como era la otra inspectora jefe, había entablado una buena amistad con Kate y recurría a ella a menudo en busca de consejo. Aunque ahora Kate solo trabajaba a tiempo parcial, seguía ejerciendo una notable influencia sobre sus colegas, y a pesar de que a eso contribuía bastante que se hubiera llevado a la cama a un conocido delincuente profesional, Patrick Kelly, al que aún más sorprendentemente, había sabido retener pese a no haber llegado a casarse nunca, contaba mucho también que hubiera trabajado en dos de los casos más famosos que se recordaban y que hubiera desmontado la mayor red de pedofilia de todos los tiempos en el Sudeste. Kate se había ganado su prestigio y lo sabía, y sabía asimismo que la mantenían allí porque conocía bien a todos y todo cuanto entraba en su órbita. Era parte de su naturaleza, y eso explicaba su excelencia en su trabajo. El gris que ahora salpicaba sus cabellos morenos y la mirada sabia de sus ojos eran testimonio visible de su experiencia.

Kate acudía dos veces por semana en calidad de asesora. Ayudaba en todo lo necesario, que podía ser cualquier cosa, desde dar su opinión sobre casos pendientes hasta despejar una pila de papeles para archivar. En ese aspecto no se le caían los anillos. En estos días había tal cantidad de papeleo en el trabajo que era asombroso que alguien tuviera tiempo de dedicarse a investigar delitos reales. A Kate le pasmaba y perturbaba que el trabajo policial al viejo estilo se estuviera convirtiendo tan rápidamente en algo obsoleto.

Kate sabía que, en muchos aspectos, la consideraban un dinosaurio, puesto que ahora la mayor parte del trabajo policial se hacía con ordenador. Ella personalmente pensaba que esa era la mitad del problema, pero tenía la astucia suficiente como para reservarse su opinión. Al fin y al cabo, lo que le gustaba era precisamente no perder la práctica.

—Hola. Tengo un frío tremendo, ¿pongo la tetera en marcha?

La verdad es que Annie no lograba entender del todo cómo era posible que Kate fuese tan normal. Era una verdadera leyenda allí dentro, pero ella nunca alardeaba de nada, razón por la cual caía tan bien a todos. Puede que a algunos de los hombres de la comisaría les costase aceptar su éxito, pero ninguno de ellos valía un pimiento y Kate no dejaba que aquello la afectase. Pero Annie se percataba de que Kate echaba de menos la rutina diaria y sabía también que solo alguien con su misma forma de sentir entendería cabalmente el atractivo que podía ejercer un agujero como la comisaría de Grantley. Ella sí lo sentía, y sabía que Kate se daba cuenta de ello, lo que explicaba que se llevaran tan bien.

—Siéntate, Kate, iré a por el café. Esto está tan tranquilo que me siento como de más.

—No lo digas muy alto, Annie —dijo Kate con una sonrisa—. Una cosa que hay que concederle a Grantley es que cuando por fin pasa algo, pasa a lo grande. Eso te lo garantizo.

Las dos se echaron a reír. Hacía tanto tiempo que en Grantley no se producía un delito serio que no había nadie en las fuerzas de policía que creyera que la cosa fuera a cambiar en un futuro próximo. Era un sitio agradable para vivir; la gente venía a instalarse por eso y nadie quería que cambiase. Únicamente se daban los brotes habituales de gamberrismo los fines de semana y las broncas domésticas habituales. Alguna vez se producía un altercado en un pub después de un partido de fútbol y se tenía noticia de algunos robos con violencia. Pero en el orden general de las cosas, Grantley en aquel tiempo parecía inmune a los grandes pecados del mundo. En los últimos años había quedado encerrado en un bucle del tiempo, de prosaica normalidad.

—Ah, Kate, eso me recuerda que el viernes es el funeral de Alec Salter. Miriam, su mujer, querrá que vayamos.

Kate asintió. Estaba esperando oír aquello en cualquier momento. Soltó un profundo suspiro.

—La verdad es que no sé si podré soportarlo. ¿Cómo está Miriam? Estaban tan unidos... demasiado unidos, creo yo. ¿Entonces volverá a trabajar aquí? Le resultará difícil sin él. Y encima andaban juntos en todos esos rollos de iglesia.

Annie asintió, se sacudió su rubio y corto pelo y dijo en un susurro:

—Que Dios me perdone, Kate, pero es tan terriblemente pesada. Ya sé que parezco un mal bicho, pero es tan inaguantable...

Kate sabía bien cómo se sentía, pero también se daba cuenta de que eran las Miriam de este mundo las que hacían que su trabajo fuera más fácil.

—No necesitas convencerme, pero la verdad es que, para ser justa, es buena en lo suyo. Dios sabe por qué, pero la verdad es que parece que la gente a la que ayuda la adora. Aunque, para serte sincera, si yo fuera víctima de un delito, ella sería la última persona que querría tener a mi lado.

A Annie le encantó que Kate le dijera aquello; de Miriam todos los demás hablaban bajando mucho el tono. Era terrible que acabara de perder a su marido, pero no se podía obviar el hecho de que fuera puñeteramente difícil tenerla cerca.

—Siento mucho encontrarla tan coñazo, pero es que no puedo evitarlo.

—Mira, Annie —dijo Kate con una sonrisa—, si alguien se mete en tu casa y te roba, o si te atracan, Ayuda a las Víctimas te viene de perlas, ya sé lo que quieres decir, que no es la alegría de la huerta. Pero ha perdido a su marido y forma parte del equipo, así que me temo que no tenemos más remedio que ser amables con ella. Tiene buena intención, que Dios la bendiga.

—Que es más de lo que se puede decir de mí, Kate —dijo Annie alzando los ojos al cielo, fastidiada—. Me pone frenética. El problema está en que es como un capellán, que parece que te está juzgando todo el tiempo, ¿no crees?

—Bueno, es que eso es lo que hace. Yo nunca le he caído bien por lo de Patrick. Es incapaz de verlo con objetividad.

—Entonces, ¿por qué crees que a mí me mira con malos ojos? —preguntó Annie con una sonrisa.

Kate meneó la cabeza fingiendo desesperación.

—Creo que porque estás soltera. Apenas superas la treintena, pero ya te has casado con tu trabajo. Lo entiendo, yo era como tú, y en muchos aspectos lo sigo siendo. Por eso no dejo de venir por aquí. En cambio ella es como tantas mujeres. Su vida y su persona se definían a través de su marido. Él lo era todo para ella, y ella, todo para él. Las mujeres como tú y yo le resultamos incomprensibles, nos considera un par de brujas. Aunque ella nunca diría una cosa así, es demasiado considerada. Y ahora que se ha quedado viuda, va a tener que vivir en el mundo real, y eso le resultará duro.

Annie asintió para demostrar su acuerdo.

—Sí, pero me sigue tocando las narices.

—Bueno, pues supéralo. Es una trabajadora social que procura arreglar las cosas cuando alguien es víctima de un delito. Y nos quita esa responsabilidad de encima para que podamos seguir con nuestro trabajo.

Rieron a dúo, conspiradoras unidas. Nunca hubieran dicho nada de eso a uno de fuera. En esos días Ayuda a las Víctimas se había convertido en una parte fundamental del trabajo, aunque las dos creían que era más importante atrapar a los culpables. Así que las Miriams y sus buenas acciones equilibraban la balanza porque dejaban a la policía hacer su trabajo.

Kate era consciente de que su presencia suponía una bendición para los demás detectives porque era capaz de hacer caso omiso de las nuevas prácticas y no tenía que inclinarse ante nadie. Estaba allí para dar su valiosa opinión y dejarles aprovechar su sabiduría. Pero la verdad es que era de risa lo mucho que habían cambiado los tiempos. No soportaba ver que ahora el trabajo de la policía consistía más en tener contenta a la ciudadanía que en ir a la caza de los delincuentes. Y no soportaba que los delincuentes que atrapaban tuvieran tantos derechos. No soportaba que los trataran con guante de seda. Comprobaba lo difícil que les resultaba a los miembros del servicio hacer un trabajo sin preocuparse de si iban a acusarlos de Dios sabe qué. A los delincuentes los trataban como si fueran miembros de la familia real de visita..., la brigada políticamente correcta ya se ocupaba de eso. Kate creía en el juego limpio y en mantenerse dentro de la ley. Pero eso ahora se había ido al garete. Annie era como ella, solo quería hacer su trabajo. Pero ya no era fácil. La gente veía demasiado la televisión, conocía demasiado el sistema, exigía demasiado a la policía y esperaba que lo hicieran deprisa, demasiado deprisa. La confianza se había perdido. La prensa y los nuevos canales se habían ocupado de ello. Era como trabajar en el vacío. Pero, a pesar de todo, a Kate le seguía gustando, lo seguía necesitando. Ya no era joven, había luchado durante mucho tiempo y muy duro hasta hacerse un nombre, ser una cara conocida en su mundo. Y había tenido que trabajar más duro y más tiempo que sus compañeros varones para ganarse los ascensos. Siempre se había sentido orgullosa de eso, orgullosa de haber sido mejor que todos los hombres que la rodeaban, y sin embargo tenía la sensación de que todo había sido inútil.

A Annie y a las de su clase las habían colocado en sus puestos porque eran mujeres, y en consecuencia tenían que demostrar que estaban a la altura del cargo en vez de habérselo merecido antes. Así que se trataba de mover el culo sin parar y ver si el mundo les ponía buena cara. A ciertas personas les daban trabajos clave, ascensos clave por razones injustificadas.

Para Kate era difícil de admitir, pero realmente tenía la impresión de que los viejos tiempos, cuando a las mujeres no les quedaba más remedio que reventarse a trabajar para progresar, eran mejores para las implicadas. Por lo menos entonces sabías que estabas allí porque eras capaz de hacer el trabajo, no porque hubiese que llenar una cuota. O porque temieran que los demandases. Entonces era difícil hasta conseguir que alguien escuchase tus quejas, y no digamos que tomara cartas en el asunto. Kate amaba la ley, sentía la necesidad de comprobar que a las personas se les hacía justicia, de ver que obtenían algún tipo de reparación al daño sufrido. Kate sabía que cuando la gente era víctima de algún crimen, cuando les arrebataban su autoestima, cuando les hacían sentir asustados y vulnerables era cuando más necesitaban el amparo de la ley. Era entonces cuando necesitaban sentir que existía algo más grande que ellos, algo más fuerte que ellos.

Annie era como Kate en sus buenos tiempos, y por eso le encantaba. Era una buena policía. Además, Annie respetaba la experiencia, y no solo estaba abierta a los consejos de Kate, sino también deseosa de absorber todo cuanto ella le explicase de sus propias vivencias, deseaba conocer cada cosa y cada detalle que le sirvieran de ayuda para lograr sus objetivos. Kate valoraba su interés, lo necesitaba en muchos aspectos, estaba muy agradecida de que Annie quisiera contar con ella y con sus conocimientos, era un honor tomar parte en la carrera de Annie. Estaba segura de que, sin duda, aquella chica dejaría huella. Llegaría lejos, y tendría la suerte suficiente para alcanzar el éxito más joven, lo que resultaría, más impresionante. No era tan ingenua como lo había sido Kate. Era muy espabilada. Era consciente de lo corrupto y peligroso que era el mundo para una mujer policía. Y sabía también de los escollos y las ventajas que se le presentaban a quien tuviera la suficiente inteligencia. Así que Kate se sentía todavía dentro del círculo, todavía útil, y, para alguien como ella, para alguien cuyo trabajo había formado una parte tan fundamental de la vida, que había definido su propia esencia, eso tenía en sí mismo muchísima importancia. Annie Carr era su protegida y Kate pensaba asegurarse personalmente de que recibiera toda la ayuda necesaria para llegar a lo más alto.

Patrick Kelly estaba agotado, y eso le molestaba. Ya sabía que no estaba en la flor de la juventud pero, de todas formas, tampoco decrépito. Últimamente las cosas estaban tranquilas. Seguía teniendo mano para los negocios, que en estos momentos eran más o menos legales. Había ido dejando las riendas a hombres más jóvenes, sobre todo desde la muerte de su amigo Willy Gabney. La verdad es que se aburría. Necesitaba una válvula de escape. Necesitaba tener algo que hacer, igual que Kate. Algo nuevo. El problema era que no sabía qué podría ser.

Se sirvió un buen whisky escocés, aunque sabía que era demasiado temprano y miró a su alrededor mientras le iba dando sorbos. Tenía una casa magnífica pero, en realidad, ya ni la veía. Ya no le interesaba gran cosa, ya no le producía orgullo ni satisfacción. Se limitaba a vivir en ella, y, a pesar de que le encantaba saberse tan bien instalado, de disfrutar de su hogar como refugio, hacía mucho tiempo que no la miraba detenidamente. Y ahora que la miraba, la veía como si fuera la primera vez. Era maravillosa, algo de lo que la mayoría de la gente se sentiría orgullosa. La mayoría de la gente la vería como un éxito, como algo que podía considerar el pináculo de su triunfo. Pero Pat se limitaba a considerarla un cobijo agradable, y el hogar que compartía con Kate. Nada más. Aunque ella le había dado su toque, de lo cual él también se alegraba. Era una maniática de las fotos, las había por todas partes, y aunque fingiera indiferencia, también a él le encantaban. Veía a su hija en todo su esplendor, su breve vida aparecía por cualquier parte que mirase. Se la veía sonriendo, se la veía feliz, era feliz de verdad. Había sido muy feliz.

Eso era algo que ahora ya podía aceptar y disfrutar aun cuando la echaba de menos con todas las fibras de su ser. Mandy había sido su mundo, y su muerte le demostró que nadie era inmune al dolor. Daba igual el dinero que tuvieras, lo respetado y reverenciado que fueras. La mierda te caía encima desde bien arriba y en cualquier momento, y especialmente cuando menos te lo esperabas. No fue la primera vez que la vida se mostró dispuesta a meársele encima, y tenía la impresión de que tampoco sería la última. Pero había encontrado a su Kate y por eso siempre se sentiría agradecido.

Patrick se vio en una de las fotos, rodeando a Kate con el brazo con una sonrisa auténtica y el dolor por fin contenido. Kate había construido un hogar para los dos, y Patrick reconocía que si era un hombre feliz era gracias a eso. Sabía que ya estaba un tanto desconchado por los bordes, que su pelo estaba más gris de lo que pensaba y la ropa le apretaba un poco más, pero también sabía que básicamente estaba contento y que eso se lo debía a Kate.

Muchos de sus coetáneos seguían todavía en la brecha, de ligue, formando nuevas familias que eran incluso más jóvenes que sus nietos, pero Patrick no sentía esas urgencias. Sabía que iban a la caza de algo que jamás podrían recuperar por muchas jovencitas que se follaran. Los hijos lo eran todo, pero tenían que ser engendrados por la mujer adecuada. Tenían que existir porque fueran deseados. No para demostrar algo.

Era triste ver a algunos viejos persiguiendo esos sueños, algo que solo hacían para que se viera que todavía valían para ligar, para demostrar que seguían activos. Pero todo lo que parecían demostrar era lo capullos y ridículos que eran y al acabar con otro cargamento de críos a los que solo con mucha suerte lograrían ver crecer y hacerse adultos. Él no quería nada de aquello, había sido bendecido con su hija Mandy y nunca jamás pretendería sustituirla. Mandy había desaparecido, y él aceptó ese hecho, definitivo e irrevocable. Fue duro, pero en última instancia también fue un paso natural. Después de todo, sabía que no se puede sentir dolor eternamente. La vida continuaba tal cual era.

Pat se veía asentado al fin, y aunque había veces que Kate le provocaba hasta hacerle considerar muy seriamente la posibilidad de machacarle los sesos, era incapaz de hacerle daño. Esos sesos eran lo que los mantenía juntos. Era tan brillante, tan jodidamente cabezota. Sabía mantenerlo en ascuas, y para él eso valía más que todas las jovencitas y todos los críos juntos. No quería una nueva familia, no quería sustituir a su chica. Deseaba a su Kate, aunque algunas veces ya no fuera tan fogosa en la cama y empezaran a notársele los años. Pero eso no significaba que no la deseara, que no la amara.

La respetaba demasiado, y ese era el pilar principal de su relación. Puede que nunca hubieran encontrado el momento de comprometerse de verdad, pero Kate había sido su salvavidas. Para ser sincero, su opinión era lo único que realmente le importaba. Porque la amaba, le importaba de veras. Todavía tenía ojos en la cara, y últimamente había sentido un fuerte impulso por algún cuerpo más joven, su firmeza, su suavidad, pero no porque empeorara su concepto de Kate. Solo porque era un hombre y a veces anhelaba sentir la juventud.

Algunas veces Patrick echaba de menos un polvo con una desconocida, acostarse con una chica sin implicaciones emocionales. Había tenido algún que otro escarceo a lo largo de los años y eso le había hecho volver a sentirse joven. Le había hecho sentirse viril, sentir que todavía tenía lo que hay que tener. Que todavía tenía el poder de atraer a una chica guapa. También, admitía para sus adentros, el poder de su dinero, de su posición en el mundo, eran el verdadero atractivo. Y sabía que eso lo hacía parecer igual que aquellos hombres a los que despreciaba. Pero aun así seguía echando de menos un polvo así. Sabía que estaba mal, que ponía en peligro todo lo que tenía con Kate.

Aunque, naturalmente, eso no le impedía hacerlo. Sentía que algunas veces le hacía falta. Le encantaba no tener que esforzarse, ni hablar, ni engatusar, ni preocuparse. Ahora sentía de nuevo el impulso, pero una vez más buscó razones para justificar lo que quería hacer. No estaba orgulloso de sí mismo, pero tampoco le preocupaba gran cosa.

Descolgó el teléfono al tercer timbrazo.

—Hola, Peter. Cuánto tiempo sin saber de ti. —Estaba realmente contento de oír a su viejo camarada. Y Peter Bates era un viejo camarada y socio desde hacía mucho tiempo—. ¿Qué puedo hacer por ti? —La voz de Patrick sonaba preñada de cordialidad, pero, al oír las palabras de su amigo, aquella sonrisa relajada se le borró de la cara.

—¿Oye, pero tú estás de broma? ¡Joder, Pete, dime que esto es un chiste!

—Eso quisiera yo, Pat —dijo Pete con una voz que sonaba tan hecha polvo como lo estaba él—. Pero es la verdad, y, dado que no he sido nunca eso que se podría llamar un cómico, me molesta que cuestiones mi interpretación de los acontecimientos.

Patrick suspiró, y sabiendo que Peter Bates era famoso no solo por su falta de humor sino también por su tendencia a decir obviedades, se tragó la réplica que se le vino a los labios y en vez de eso le dijo con calma:

—Bueno, es tu puto problema, ¿no? Yo no sabía lo que andabas haciendo a mis espaldas, así que más te vale que lo arregles tú mismo, joder. ¿Qué cojones esperas que haga yo?

Peter Bates se sintió molesto. No era de los que esconden sus sentimientos, así que colgó el teléfono tan pronto como pudo hacerlo sin ofender y le pegó un grito a su última conquista, una bailarina de lap-dance de veinticinco años que no solo era más joven que su hija sino que había sido también su mejor amiga.

—¡Baja esa puta tele! ¡Es como vivir metido en un cine, joder! ¿Cuántas veces más tendré que repetírtelo?

Veronica Lamper lo miró con franco desprecio y apagó el televisor. Era muchas cosas, pero no tonta. Empezaba a ir cediendo en su apogeo y eso la predisponía a pasar por alto algún berrinche que otro. No dejaban de fastidiarla, especialmente porque sabía que era de las que podían escoger. Tener a quien quisiese. Pero Pete era un trampolín. Le daría un hijo y lo tendría jodido para el resto de sus días. El gobierno se ocuparía del tema, pero ella sabía que él cuidaría de ella porque, a su modo, era un hombre de lo más decente. Y además estaba podrido de dinero, tenía que estarlo. Porque si no, y en primer lugar, ella no andaría jodiendo por allí.

—Vale, Pete, cálmate. ¿Qué carajo te pasa?

Pero no le contestó, lo que hizo fue salir muy enfadado de la sala, y Veronica, meneando la cabeza con fastidio, encendió otra vez la tele. Le encantaba Trato hecho, el programa de concursos, y se instaló de nuevo para verlo con una relativa paz y tranquilidad. Pete era un rufián y un ordinario, y además tenía edad para ser su padre, pero cuando le daba la vena era generoso hasta la exageración. Era mucho más fácil pasar por alto sus defectos y concentrarse en sus puntos buenos.

Estaba forrado de dinero, y eso a ella le bastaba. Después de todo, si estaba allí no era precisamente por su chispeante personalidad. Encima, follaba fatal; hacía mucho tiempo que se le había pasado el arroz y lo hacía con demasiada precipitación. Pero formaba parte del plan trazado, una chica tiene que mirar por sí misma y ella estaba totalmente dispuesta a hacerlo.

Se acomodó para ver el programa, le gustaba Noel Edmonds, tenía un aspecto muy simpático y conservaba todo el pelo, cosa que por lo que a ella respectaba era un punto muy positivo. Poseía además una bonita voz, y se podía pasar horas escuchándolo.

Oyó a Peter cerrar la nevera de un portazo vociferando y despotricando y decidió acabar ya con eso. Ya había cumplido con su parte y consideraba que se había ganado una pensión. Era hora de concebir esa criatura. Su bonificación, el sobre de la paga.

La puerta de la calle se cerró de un gran portazo y al oír que Pete se había marchado se sintió más relajada. Era un viejo tramposo y duro de pelar, pero ella sabía cómo jugar.

* * *

Terri Garston se sintió mal, físicamente mal. Nunca en su vida se había encontrado con algo así. Ni remotamente. Era una chica alta y siempre se había esperado de ella que se cuidara de sí misma, pero en realidad era de corazón blando. Lloraba con las películas de Disney y seguía convencida de que algún día se presentaría su príncipe azul. Aunque de cómo podía reconocerlo en medio de su desmadre no estaba muy segura. Era una buena chica que se había visto metida en aquel trabajo igual que en el resto de aspectos de su vida: por casualidad.

Danielle Crosby la había introducido en esa vida y Terri quedó gratamente sorprendida de lo fácil que le resultó adaptarse. Perezosa por naturaleza, le gustó lo de las escasas horas de trabajo y las abundantes cantidades de dinero. Era un estilo de vida seductor, así que se entregó a él en cuerpo y alma y pronto se hizo con una gran clientela y una adicción a la cocaína todavía mayor.

Sin embargo, no esperaba encontrarse a su amiga muerta y más que muerta y a su patrón trajinando y rezongando. Cualquiera creería que había asesinado ella a Danielle, oyendo a Peter Bates machacar con su tema.

—¿Quieres dejar el piso bien limpio de cualquier droga que pueda haber por aquí, por favor? Y luego tienes que llamar a la bofia, así que mueve ese culo. Lo último que querrás será que te trinquen por tenencia, ¿no? Y si te preguntan, tú no sabes nada de ella ni de sus clientes, ¿vale?

Terri asintió, pero ahora ya tenía miedo. Peter estaba limpiando el piso de todo lo que pudiera incriminarlos a él o a las chicas, y mientras rebuscaba se notaba que hacía un esfuerzo considerable para no mirar a la chica muerta del suelo. Era consciente de que probablemente estuviera haciendo desaparecer pruebas, pero eso era solo una puta mala suerte, no tenía intención de que nadie le complicara la vida, y no digamos ya una jodida furcia.

En lo que a él concernía, era una raza aparte. Podía tener una trifulcas de vez en cuando con una jovencita, pero se jactaba de no meterse nunca en los asuntos del personal, y a pesar de que sabía que le afectaba la responsabilidad del fallecimiento de aquella joven, no pensaba permitir que interfiriera en su vida cotidiana. Él se limitaba a proporcionarles un techo bajo el que despachar sus asuntos, llevarse sus ganancias y no pensar para nada en ellas. Le molestó que Patrick se desentendiese. Puede que fuera un socio en la sombra, pero no era un jodido comatoso. Le sentó mal la reacción de Patrick, que no pensara echarle una mano. Pero, aun así, seguía considerando que la cosa no iba con él. La chica estaba muerta, pero él no tenía la culpa. Ya sabía lo que había, conocía los riesgos. Al final, si no le hubiera dado él la oportunidad de trabajar, se la habría dado cualquier otro. Y hasta ahora había garantizado a las chicas un nivel de seguridad que nunca hubieran tenido en la calle.

Y, después de todo, fue ella la que escogió ser una furcia, él no la había obligado, se limitaba a proporcionarle la oportunidad de desplegar sus encantos. Como todas las chicas que tenía, fue ella la que acudió a él, y él le proporcionó un bonito piso en el que trabajar. Así que se veía a sí mismo como un patrón generoso, alguien que les echaba una mano a esas chicas.

Llevaba años haciéndolo sin ninguna clase de contratiempo. Y ahora tenía una muerta, y bien muerta, pero tampoco estaba nada impresionado.

No tengo remordimientos de conciencia, se decía una y otra vez para sus adentros. Pero la imagen de aquella joven allí muerta, mutilada y desnuda le acompañaría hasta el fin de sus días. La habían machacado a conciencia: quienquiera que lo hubiese hecho se había esforzado a fondo. Satisfecho de haber desmantelado cualquier clase de prueba que lo pudiera incriminar, se marchó precipitadamente. Había sido una buena chica, y la vergüenza se iba apoderando de él pese a estar tan decidido a salvar su propio pellejo.

Dejó sola a Terri, que esperaba a la policía muy nerviosa, ahora que por fin se percataba plenamente del horror de la situación. Ver el cadáver de su amiga, la sangre por todas partes, la expresión de terror absoluto en su cara, le hizo comprender por fin que alguien la había asesinado de verdad. Que alguien le había arrebatado deliberadamente su joven vida.

De repente, Terri se dio cuenta de que muy bien hubiera podido ser ella la que yaciera allí. Los hombres con los que tenían trato establecían contacto a través de los anuncios en el periódico local, y al final del día no sabían en realidad nada importante de sus clientes. Los que frecuentaban sus establecimientos mentían al darles sus nombres, igual que hacían ellas. Tenían relaciones sexuales con ellos, tenían intimidad con ellos, pero sin embargo ni Danni ni ella sabían nada de ellos. Literalmente. Incluso algunos concertaban las citas con mensajes de texto. Hasta entonces la idea de peligro no había pasado por su cabeza.

Hacía más de cinco horas que había encontrado el cadáver de su amiga y ni se le ocurrió que para que la policía descubriera al culpable debería contarles la verdad. En vez de eso, cuando llamaron a la puerta seguía ensayando su historia.

—¿Te encuentras bien, Pat? Esta noche estás terriblemente callado.

Patrick se encogió de hombros.

—Solo cansado, Kate, nada más.

La estaba mirando mientras cocinaba para los dos. Era buena cocinera, y él disfrutaba con su comida. Pero esa noche la veía como si fuera la primera vez. Para él seguía siendo un bombón, era la única mujer que había logrado mantener vivo su interés. Había envejecido, por supuesto, pero la verdad es que ni se daba cuenta, porque seguía siendo su Kate. Y ahora, viéndola trocear verduras y saltear la ternera, se maravilló de lo mucho que la quería. El miedo a perderla le había hecho darse cuenta de lo mucho que le importaba. Seguía dando vueltas en la cabeza a la llamada de Peter Bates. Seguía tratando de aclararse con lo que había sucedido.

Kate le sonrió, abarcando con la vista cuanto la rodeaba. Veía más ella con una mirada que la mayoría de las personas en toda su vida. Era una de las poquísimas mujeres que había conocido capaz de sentirse feliz sin hablar. Le encantaba que no tuviera la necesidad de llenar cualquier silencio con parloteos estúpidos. Abrió una botella de vino tinto y sirvió un vaso para cada uno. Mientras bebía, Kate le hizo un guiño pícaro y él volvió a sentir que la deseaba. Sabía que ella lo aceptaba como era, lo mismo que él la había aceptado tal como era. El día y la noche, en realidad: ella era más recta que la madre de un levantador de pesas, y él, tan retorcido como el proverbial sacacorchos. Y, sin embargo, la relación entre los dos funcionaba.

Mientras cenaban, Patrick pensó maravillado lo bien que se entendían. Incluso después de todos esos años Kate todavía conseguía mantener su interés. No es que no se pusiera un poco rarillo de vez en cuando, pero, como decía su madre, ojos que no ven, corazón que no siente. Y hasta el momento, había salido muy bien. Sus antiguas ideas de salir de caza enseguida quedaron obsoletas. Ahora tenía que mantener a Kate bien cerca, no darle ninguna razón para dudar de él. Le daba terror que pudiera pillarlo en un renuncio.

La llamada del viejo Peter Bates le seguía rondando, y, aunque desconocía la historia completa y él solo era propietario del piso, sabía que era cuestión de tiempo que Kate fuera a pedirle explicaciones. Tened por seguro que vuestros pecados os alcanzarán. Bueno, al menos el suyo. Pero no podía contárselo, no sabía cómo hacerlo. Ella lo descubriría pronto. Era más que perspicaz. Pat sentía la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza. Una vez más sabía algo que ella no sabía, solo que esta vez se temía que cuando lo descubriera haría falta algo más que un ramo de flores para calmarla; a decir verdad, ni una mina de diamantes. Estaría eso que vulgarmente se conoce como encabronada, y eso era decirlo con suavidad.

Annie Carr se quedó impresionada al verla. Que a la chica la habían asesinado era evidente, pero lo verdaderamente impresionante era el hecho de que antes la habían violado brutalmente. La habían desgarrado literalmente por dentro, y junto al cuerpo de la chica se veía lo que parecía la pata de una silla. Fuera quien fuese, el asesino había actuado con una furia tremenda. La pobre muchacha debía de haber sufrido una agonía espantosa.

El piso era agradable, Annie lo descubrió en cuanto entró, todo de paredes blancas y sofás de cuero. Era obvio que se trataba del lugar de trabajo de una prostituta, pero eso de momento no era importante. Eso solo significaba que tendrían que emplear un radio de acción más amplio porque al fin y al cabo las busconas lo eran porque buscaban a cualquier Tom, Dick o Harry para acostarse con ellos. Annie tuvo la esperanza de encontrar algún objeto que sirviera a los del departamento forense. Lo que más le cabreaba era que la muchacha fuera tan joven. Había sufrido una muerte horrible, y todo por el aliciente de unos billetes. Era una forma de morir sin sentido, un final muy brusco para una mujer joven que debería tener toda una vida por delante. Annie no soportaba tener que decirle a alguien que a su hija la habían matado tan salvajemente.

Se veía que a la chica la habían torturado: tenía quemaduras por todo el cuerpo y le habían hecho tragar algo que olía como a sosa cáustica, de modo que no se trataba de un crimen al azar, un encuentro sexual que se había salido de madre. Era un acto de violencia deliberado contra una mujer joven que al parecer no presentó ningún tipo de resistencia. Eso ya era de por sí un misterio: no había señales de lucha. Tenía las uñas con la manicura perfecta, esmalte rojo granate sin una marca ni la pintura saltada. Tenía la cara retorcida por la agonía, pero eso muy bien podía deberse a la sosa cáustica, tenía que haberla sentido entrar, y no había señales de que la hubieran atado. Así que las quemaduras se las habían infligido ya inconsciente, nadie habría podido soportar tantísimo dolor sin resistirse. Las tenía por los pechos, los genitales y las nalgas. Y encima, el criminal la dejó con las piernas bien abiertas y con el objeto utilizado para violarla a su lado.

Todo estaba mal, nada de aquello tenía el menor sentido. Annie oyó en su cabeza el tintineo de los timbres de alarma. Aquello no era lo habitual. De hecho, estaba tan escenificado que daba la impresión de que la persona responsable quería que quien encontrase a Danielle reviviese la impresión una y otra vez. Primero, la impresión del cuerpo muerto; luego, la de la garganta quemada, las quemaduras en los pechos y los genitales, y finalmente los cortes, que eran profundos y abiertos. Había sangre por todas partes. Habían dejado que se desangrara por todo el suelo. La cantidad de sangre le indicó a Annie que estaba viva cuando le hicieron los cortes. Así que había seguido bombeando sangre hasta que su vida se apagó en medio de una terrible agonía.

Annie se arrodilló de nuevo junto al cadáver y observó los cortes de cerca. Profundos y abiertos. Estaba atónita por la pura brutalidad del crimen, alguien se había divertido con aquella barbaridad y había invertido una gran dosis de esfuerzo en la muerte de la pobre chica. El responsable sabía que no le iban a interrumpir. Y en el fondo de su alma Annie estuvo segura de que aquello no era un crimen al azar, un caso aislado. Era algo planeado con precisión y, fuera quien fuese, volvería a hacerlo. En muchos aspectos, era un asesinato de manual.

Annie sabía que aquello superaba sus competencias porque era la primera vez que se enfrentaba a una cosa tan atroz. Y confió en que fuera la última. Se incorporó.

—Mira, Terri —le dijo—, que tú estés en el negocio nos da lo mismo, lo único que queremos saber es quién mató a Danielle, y solo lo podremos descubrir si nos cuentas cómo era vuestro trabajo. Te juro que no me interesa lo más mínimo tu vida privada, que solo quiero averiguar quién mató a Danielle. Así que, por favor, deja de fingir que las dos vivíais la gran vida. ¿Vivíais en un bloque de apartamentos de lo más pijo y ninguna de las dos tenía un trabajo legal? Corta ese rollo y pasemos a la vida real, ¿de acuerdo? Que ya se me están hinchando las glándulas con tanta mentira de mierda.

Terri sabía que tenía que contarle la verdad a aquella mujer, pero estaba asustada. Peter Bates le había dicho que callase como una muerta, y sus avisos no eran una broma. Pero a Danielle la habían asesinado y Terri comprendía que no le quedaba más remedio que contar al menos algo de sus vidas.

—Ocupábamos el piso a horas diferentes. No teníamos ningún sistema fijo, trabajábamos según las citas. Nos anunciábamos en el periódico local, los hombres nos llamaban por teléfono y nosotras... ya sabe, les dábamos diversión. Y siempre nos dejábamos un buen margen la una a la otra. Ella tenía algunos fijos, igual que yo, pero también contábamos con un montón de negocio ocasional, ¿sabe? Hombres que trabajan en la zona y quieren disfrutar de un poco de compañía, hombres de pueblos de por aquí cerca que miran el periódico para buscar algo de emoción. Usted sabe tan bien como yo que en nuestro oficio nunca sabemos quién va a aparecer, y que si traen el dinero que hace falta tienen garantizada una cálida acogida. O sea, quiero decir, no somos baratas, un parroquiano cada vez, sexo normal, nada de besos y el sexo oral con suplemento. No somos tontitas, nos lo ganamos. Pero no se me ocurre nadie que pudiera hacer una cosa así. La mayoría no son más que unos putos idiotas de los que hay tantos y que tienen que pagar por una chica de buen ver. Seamos realistas, si fueran más espabilados, no tendrían que pagar, ¿verdad? —Empezó a llorar otra vez y Annie extendió instintivamente los brazos, acogió cariñosa a la muchacha y la dejó desahogarse.

Deseó que Kate se diese prisa, en aquel momento necesitaba su experiencia, ella nunca se había visto metida en algo así. Era el tipo de asesinato que sale en los periódicos, y por la mañana el lugar estaría atestado de periodistas. Era la clase de crimen que hacía que los focos se dirigieran a los policías involucrados y les complicaran todavía más la faena. Necesitaba la experiencia de Kate y su equilibrado enfoque de la vida. Necesitaba que viniera y la guiase porque Annie tenía delante algo a lo que nunca se había enfrentado antes.

Mientras Terri descargaba en llanto su susto y su miedo, Annie se preguntó qué encontrarían los forenses en el cuerpo de la chica. Sabía que era fundamental quitarse de en medio cuanto antes el trámite de la autopsia. Se abrió la puerta y un joven agente de uniforme dijo en voz alta:

—Ha llegado la señora Crosby, inspectora.

Annie vio a Kate, que hablaba con los hombres de fuera. Empezaba a tomar las riendas, y Annie se lo agradecía. Significaba que tenía el apoyo de Kate desde el pistoletazo de salida, y eso era algo que necesitaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.

* * *

—¿Me estás diciendo que un cabrito asesinó a la chica en mi propiedad?

A Peter Bates le gustaba Pat Kelly, pero había veces que de buena gana le daría una paliza. El detalle de que Pat Kelly midiera un palmo más y le superara en diez kilos era la principal razón por la que no ponía en práctica ese deseo.

—Sí, Pat, pero yo no podía saber que iba a pasar eso, ¿no? Las chicas llevan siglos trabajando allí. ¿Cómo va a predecir alguien que un jodido majara va a hacer pedazos a una por dentro y por fuera? ¡A mí también me parece un puto atrevimiento, joder!

—¿Ah, sí? ¿Te lo parece? ¿Y qué me dices de que yo pensase que esos pisos solo eran para alquilar?, y perdona que sea tan obtuso, pero ¿por qué no se me pagaba la tarifa en vigor si tenía que ceder mis putas propiedades para que las utilizasen de burdel? ¡Kate me va a montar la de Dios es Cristo por una cosa así, muchacho! No se creerá que yo no sabía nada del tema...

Peter Bates era bajo y fornido y, cuando le daba por ahí, de lo más discutidor. Era conocido por su genio súbito y sus salidas fulgurantes. En especial si pensaba que abusaban de su hospitalidad. Era incapaz de resistirse a una trampa provechosa, y ahora, en su asociación con Patrick Kelly, habían quedado al descubierto las suyas, de modo que, de pronto, sus jugosas ganancias se mostraban de lo más precario. Tenía de qué preocuparse: no había soltado prenda sobre el verdadero uso que daba a los pisos. No pensaba que tuviera que hacerlo. Hasta entonces la cosa había sido pan comido, un dinero fácil. Pero ahora, sin embargo, se había caído con todo el equipo. Y en más de un sentido.