Capítulo cuatro
—Tengo la sensación de que estamos moviéndonos en círculo, no tenemos hilo del que tirar. O ese puto individuo es invisible o los que lo ven no se fijan en él.
Kate y Annie habían dado vueltas al asunto una y otra vez y no había ni un solo detalle que destacase, nada que ni siquiera resultara sospechoso.
—George Markham era así. Un hombrecito realmente gris. Pero, a pesar de todo, no dejaba de ser un cabrón pervertido. El problema con estas chicas es que entre y salga tanta gente de sus vidas a diario. Así que necesitamos ponernos a cotejar detalles de ellas y de sus clientes cuanto antes. Tenemos que hablar con ellas, con todas ellas, y en eso nos ayudará Jennifer James, le guste o no. Ella tiene que tener nombres, direcciones..., conociéndola, debe de tener hasta la talla de sus putos sostenes. Necesitamos saber si las chicas tienen alguna sospecha de quién puede ser. Y también si alguien las asustó, les metió miedo o las amenazó, eso hay que comprobarlo.
Annie estuvo un rato sin contestar a Kate.
—¿Quieres que vaya yo a hablar con Patrick? Aunque haya borrado del mapa cualquier implicación personal gracias al tonto del culo, sigue haciendo falta hablar con él, tenemos que descartarlo nosotras.
Kate comprendió que lo que decía Annie tenía sentido, solo que no quería ahondar en las responsabilidades de Patrick. Ya había recorrido ese camino antes.
—Sí, ocúpate tú, Annie, yo me encargué de Jennifer James. Bates no sirve de nada, como ya hemos descubierto. Puede estar hablando durante horas y no decir ni una palabra, ¿te has fijado? Un charlatán de nacimiento. Necesitamos conseguir la lista de todas las chicas que trabajaban para él, y también descubrir quién más tiene prostitutas alquiladas en casa. Como dijimos antes, tenemos que averiguar quiénes pueden ser las más vulnerables. Y por cierto, ¿cómo es que todavía no hemos oído nada sobre prostitución en esta localidad de labios de nuestros propios compañeros? Me resulta un poco sospechoso, ¿a ti no?
—Casi todo esto resulta sospechoso, pero hoy día la línea que separa a las fuerzas de policía de la gente que se supone que persiguen es tan fina... De todos modos, con los de Antivicio siempre es lo mismo, ninguno quiere saber nada. Solo cuando a una chica guapa la machacan los jefes al mando, se sientan y toman nota. Las dos sabemos que si a esas chicas no las hubieran masacrado tan brutalmente a nadie le importaría un bledo. Si las hubieran matado y tirado en cualquier sitio que no se viera, ¿quién se iba a fijar?
Kate comprendió que lo que decía Annie era verdad; con frecuencia se informaba de la desaparición de una prostituta, pero sus vidas eran tan precarias de todas formas que siempre se daba por hecho que habían hecho el petate y se habían largado a otra ciudad. Llevaban vidas nómadas y en consecuencia no se las consideraba una prioridad si se mudaban. Pero a estas las habían asesinado en pisos bonitos, y tenían una relación normal con sus familias. No eran personas cuya desaparición pasase desapercibida. Y sin embargo las habían asesinado y tenía que haber una razón para ello. Tenía que haber algún denominador común entre ellas, de modo que cuando descubrieran cuál era tendrían posibilidades de averiguar quién era el responsable. Pero de momento, era como mear al viento.
—Tienes muy mala cara, Kate.
Aquellas palabras, dichas con tanta sinceridad, hicieron sonreír a Kate. De una cosa no se podría acusar nunca a Jennifer James, y era de andarse con indirectas. Decía las cosas exactamente como las veía. Es decir, si no se trataba de su trabajo, de su puesto concreto dentro de ese trabajo o de su paradero en ciertas ocasiones. Jennifer era una persona muy cercana y se guardaba las cosas que consideraba innecesario sacar a relucir en las conversaciones. Era la empleada soñada de cualquier hampón importante.
—Es que me encuentro fatal, pero claro, estoy investigando dos asesinatos espantosos. Y eso te hace sentirte un poco inquieta, Jen, seguro que ya te lo imaginas. Después de todo, tú conocías a las chicas personalmente, así que supongo que todo esto también debe de resultarte muy duro.
Jennifer no reaccionó. A Kate no le sorprendió gran cosa, Patrick le había comentado una vez que Jennifer James era más dura que la bragueta de un monje.
—¿Qué quieres decir con que tú lo estás investigando? Creía que hacía tiempo que habías dejado el taller de la bofia. ¿O estaba mal informada?
—¿Vamos a andar con estas jodiendas toda la noche, Jen? —dijo Kate con un suspiro—. Es solo que, como tú, ya no soy tan joven para el trabajo que antes hacía, pero al mismo tiempo mi experiencia es muy valiosa. ¿Así que por qué no nos tomamos una copa y hablamos como personas mayores? Si no puedes decidirte a hacerlo así, entonces pásate por la comisaría y habla con otra persona, con alguien, añadiría yo, que no haga la vista gorda con respecto a tu responsabilidad en el asunto, que no es solo gestionar los burdeles sino también participar del dinero que se gana. A ti te gusta el dinero, Jen, siempre te ha gustado. Así que corta el rollo, no estoy de humor.
Jennifer meneó la cabeza con desesperación burlona. Seguía siendo un monumento, y Kate admiraba su prestancia. Como cualquier mujer en un mundo predominantemente masculino, tenía que ser más rápida, más astuta, y estar dispuesta a ocultar su talento hasta saber que estaba a salvo para mostrarse al descubierto.
—Patrick es como un perro sin rabo, ¿por qué no vas y hablas con él? Ya sabes que no se las arregla sin ti.
—Bueno —sonrió Kate—, pues será mejor que aprenda. Ahora, explícame cómo funcionan los pisos, quiénes son los habituales y cómo organizas a las chicas y sus ganancias. Y esta vez quiero la verdad, Bates y tú habéis estado mareando la perdiz con todos los demás, así que ahora quiero la verdad. Te puedo causar problemas serios aunque seas uña y carne con mi jefe. Todo el mundo tiene un superior al que si le hace falta puede recurrir, no lo olvides.
Jennifer cruzó la cocina. Era una cocina cara, y Kate se dio cuenta de que Jen estaba orgullosa de ella. Como el resto de su casa, la había comprado y pagado. Era moderna, estaba limpia como los chorros del oro y conseguía que Jennifer se sintiera reconfortada cada vez que entraba. Abrió un armario y dijo en tono suave:
—¿Te apetece whisky?
Kate asintió con una sonrisa. Aceptó el vaso que le ofrecía y esperó a que Jennifer se sentara ante la mesa de pino lavado. Jennifer se sentó en una silla al lado de Kate, no enfrente como sería de esperar. Encendió un pitillo y le dio una calada profunda antes de decir:
—Sinceramente, Kate, no creo que sea un cliente fijo. Las chicas hablan, ya sabes, y no he oído nada que me alertara sobre algún chiflado. Hoy en día es difícil. Ahora esos jodidos capullos tienen tantísimas oportunidades... Hace años, hubiéramos sido el único local del pueblo, pero ahora tenemos que anunciarnos en Internet y en los periódicos locales, y aun así seguimos achuchadas. Es un negocio duro de cojones, chica, y la gente a la que empleamos lo sabe. Hay algunas que trampean un poco y no lo dan todo, y yo se lo acepto si no es mucho y cierro los ojos. No se puede esperar de nadie que entregue siempre toda la puta pasta. O sea, quiero decir, no es como pagar impuestos, ¿no? Pero si hubiera cualquier cosa distinta, me hubiera enterado de algo, y te juro que nadie ha dicho ni palabra.
Kate dio un trago al whisky y dejó que las palabras de Jennifer se asentaran; la verdad es que tenían mucho sentido. Las chicas siempre se avisaban las unas a las otras si aparecía cualquier tarado. Incluso aunque se odiaran entre ellas, no permitirían que ninguna tuviera que vérselas con un cabrón peligroso. Era una ley no escrita: tenían que cuidarse las unas de las otras porque sabían que nadie más lo haría por ellas.
—Algunas chicas están pagándose los estudios en la universidad, otras lo hacen para conseguir la entrada de un piso o pagarse las drogas. La mayoría, para criar a sus hijos y mantenerse a flote. Te sabes el guión tan bien como yo.
—¿Por qué esas chicas hacían el turno de noche solas? Nunca había oído antes una cosa así. Cuantas más, menos peligro siempre fue el mantra del oficio. ¿Qué ha cambiado?
Jennifer se encogió de hombros y alzó al cielo aquellos ojos tan maquillados.
—¿Sabes qué, Kate? —dijo—. Las chicas de hoy son una raza diferente. Quieren ganar su dinerito sin tener competencia. Les gusta trabajar solas, es un mundo diferente. Conciertan las citas ellas mismas, intercambian correos con los capullos y responden los putos mensajes de texto. Algunas hasta tienen un perfil en Facebook, se exponen allí como si fueran dibujitos. Avatares. Yo no consigo ir a su ritmo, hace mucho tiempo que dejé de intentarlo. Lo único que puedo hacer es advertirlas y, créeme, lo hago. Pero mira a Danielle, tenía tres móviles distintos. Y uno era una Blackberry, Danni estaba conectada todo el rato, hacía cantidad de negocio en el ciberespacio. Ahora lo hacen muchas de las chicas. ¿Puedes decirme con toda sinceridad cómo coño controlo eso?
Kate notó cierto tono de impotencia en la voz de Jennifer. Comprendió que en lo que respectaba a las chicas, todo aquello iba más allá de sus entendederas. Había renunciado a intentar estar al día, ¿quién podía reprochárselo? Aquellas chicas sabían de ordenadores, formaban parte de la cibergeneración. Para ellas era algo normal, estaban acostumbradas a eso y a su comodidad. Pero a Kate y Jennifer, como a muchas de su generación, les inquietaba, no se fiaban, no entendían muy bien cómo podía estar tan integrado en la vida. Tenían la impresión de que se trataba de algo fantástico pero también peligroso, porque era a la vez de fácil acceso y de fácil abuso.
—En algún sitio he leído, Jen, que en China hay niños que nunca se han relacionado físicamente con otros niños: el único contacto entre ellos es a través de Internet. ¡Eso da mucho miedo!
—Janie también se conectaba —dijo Jennifer rellenando los vasos—. Yo creo que se sentían más seguras, por disparatado que suene. Creo también que les gustaba el anonimato del ordenador. Les resultaba menos personal. ¿Te parece que tiene sentido, Kate?
Kate comprendía lo que Jennifer quería decir, pero seguía sin entender cómo las chicas reunían sus ganancias y pagaban sus porcentajes. Y, si Jennifer James era la que las vigilaba, eso era exactamente lo que se esperaba que hicieran, y que lo hicieran con el mínimo alboroto. Así que tenía que haber algún tipo de norma: Jennifer no era de las que permiten que algo se le escape.
—Entonces, ¿cómo te las arreglabas para llevarte una parte de sus ganancias? ¿Cómo sabías qué promedio ganaban? Les cargabas un tanto por ciento por utilizar el local y también un sabroso porcentaje de la tarifa total. Así que ¿cómo podías hacerlo, cómo podías saber cuántos clientes promediaban por Internet o fuera?
Jennifer se quedó callada unos momentos y Kate se dio cuenta de que estaba luchando consigo misma para decidir qué y cuánto podía decir exactamente. Kate comprendía que, después de todo, ella era el enemigo bajo cualquier circunstancia. Sin embargo, esta vez, las dos iban en busca de un objetivo común. Así que le dijo:
—En realidad, me importa un puto carajo cuánto va a manos de Bates o a manos de quien sea. Lo único que quiero saber es cómo calculabais el montante total.
—Calculaba la media de horas. Era imposible saberlo con toda seguridad, así que hacía la media. Y como te he dicho, también a veces cerraba los ojos, es parte del juego. Sería impensable un recuento de todos los que entran por la puerta. Pero te lo digo yo, Kate, ahora las chicas se cuidan mucho entre ellas. Yo me limito a establecer esa media, y es todo lo que puedo hacer dadas las circunstancias. Si el cliente llama a la puerta, puedo darlo por seguro. Si mandan mensajes de texto a uno de los móviles que las chicas tienen en casa, también puedo localizarlo, igual que las reservas on-line que entran por la página web. Pero si las chicas les dan a esos capullos su número particular, o su correo, estoy jodida. No puedo demostrar nada, y ellas lo saben.
—¿De cuántos pisos estamos hablando en estos momentos, solo con tus chicas?
—Veinte solo en Grantley, y eso sin contar los que están desperdigados por todo el sudeste. De dueños diferentes. No conseguimos abastecer toda la demanda, y no solo de clientes, tampoco de chicas que piden que las empleemos.
—Necesitaré toda la información que tengas, ¿lo comprendes, no?
—Te la tengo preparada —dijo Jennifer tomándose el whisky—, la tengo en el recibidor. Y puedo mandarte por email los archivos de ordenador. Los nombres y direcciones de las chicas, los sitios donde trabajamos, todo. Espero que encuentres a ese cabrón, porque sea quien sea hace falta trincarlo, y cuanto antes mejor.
—Si tengo que serte completamente sincera, no tenemos nada de nada, Jen. Ni una puta pista. Ese individuo va y viene sin que nadie se entere. Pero en fin, eso sí que es parte del juego, ¿verdad? Nadie quiere dar publicidad al hecho de que ha pagado favores sexuales. No importa lo estupendas que sean las chicas ni lo elegantes que sean los pisos en los que trabajan. Son hombres que compran el tiempo de las chicas, y eso no es una cosa que quieran proclamar ante toda la nación.
En ese momento Jennifer sonrió y cambió todo su semblante. Parecía más joven, más brillante, y Kate reconoció a la jovencita que había sido.
—Bueno, todos los habituales están en el archivo, y también están sus números de teléfono, o sus registros on-line. También he anotado los datos de los esporádicos. Pero te advierto que la mayoría de ellos llaman desde cabinas, o desde cibercafés. Aunque también te digo que hay muchos que utilizan su propio teléfono, incluso líneas fijas o números del trabajo. Para ser justos, la mayor parte son inofensivos, y ni por un instante se les ocurre que vayan a tener un susto. Pero, como te dije antes, todas las chicas tienen sus arreglillos, y en eso no te puedo ayudar. Nuestro negocio se basa en el anonimato de todos, no solo de los puteros, también en el de las chicas involucradas. Así que más vale que comprendas lo difícil que va a ser que las chicas te cuenten algo.
* * *
Lisa Blare era pequeñita en todos los sentidos de la palabra. Superaba apenas el metro y medio, pero estaba bien proporcionada. El pelo muy largo, por debajo de la cintura, y con una raya en medio que enmarcaba perfectamente su rostro en forma de corazón. Tenía los ojos de un azul muy claro y llevaba muy poco maquillaje. Tenía veintidós años pero sabía que parecía mucho más joven. Usaba el vestuario adecuado al papel, desde la falda de colegiala comprada en Marks & Spencer hasta los calcetines blancos largos, cortesía de Asda. Combinados con una camisa blanca que apenas si cubría sus grandes pechos y una corbata azul marino, sabía que cumplía hasta el último detalle con la imagen de lolita que sus clientes deseaban. Sabía también que le venía mejor no trabajar en tándem, a las otras chicas no les gustaba porque era demasiado mona y demasiado infantil. Comparadas con ella, a la mayoría de las otras se las veía ajadas. Lisa sabía bien lo que valía y sabía exactamente cómo conseguir que sus parroquianos pagaran el precio.
Contra todo pronóstico, y a pesar de haber crecido en un centro de menores, Lisa iba a la universidad y confiaba obtener un buen título en literatura inglesa en un futuro próximo. Entre tanto, necesitaba dinero, y quería llenar la hucha, una buena hucha. No quería volver a ser pobre nunca más. Sabía mejor que nadie lo importante que era el dinero, que sin dinero no eras nada. Sin dinero no tenías independencia.
Se quitó el uniforme y lo colgó con cuidado en el pequeño ropero. Alquilaba aquella habitación para trabajar. Servía a sus propósitos, y sabía que el resto de la casa lo ocupaban individuos de mentalidad semejante. Pero ella se lo montaba por su cuenta para poder mantener su personalidad y su trabajo lo más en privado posible. Había decidido que estaba mucho mejor sola, y había acertado. Ahora se quedaba la mayor parte del dinero que ganaba y decidía sus propios horarios.
Echó una mirada al reloj, su próximo cliente llegaría en cualquier momento; comprobó el maquillaje y el pelo antes de ponerse el pichi gris y medias negras de seda. Encajó los pies en unos zapatos negros de tacón imposible, encendió un cigarrillo y puso un disco compacto de jazz en el reproductor que tenía junto a la cama. Luego, después de esnifar una buena raya bien gorda de cocaína, se sentó y esperó pacientemente la última visita del día.
Kate estaba tumbada en la bañera con un vaso de vino en una mano y un cigarrillo en la otra. Estaba molida y sabía que necesitaba dormir un poco.
Patrick le había ido dejando mensajes por todas partes, pero no había contestado a ninguno. Necesitaba tiempo para sí misma. Necesitaba ser capaz de concentrarse en lo que hacía.
Seguía enfadada con él, enfadada porque no comprendiera lo que había hecho mal. Pat se regía por sus propias leyes, y se había sentido atraída por ese rasgo suyo, pero, con el correr de los años, había acabado por molestarle aquella actitud de displicencia con el mundo y sus habitantes. Sabía que se reía de ella por ser tan recta, como él diría. Pero era su forma de ser, y Pat sabía tan bien como ella que era incapaz de ser recto aunque su vida dependiera de ello.
Pero lo que le molestaba era el uso que hacían de las mujeres. Las chicas habían muerto, y si habían muerto era por culpa de gente como él y Peter Bates. Entonces ¿por qué tenía la impresión de estar siendo injusta con él? ¿Por qué lo echaba tanto de menos? Kate cerró los ojos e intentó apartarlo de sus pensamientos.
Annie entró y le rellenó el vaso.
—Gracias, lo necesitaba.
—Bienvenida al club —asintió Annie—. Le he dejado todo el material que te dio Jennifer a Margaret, que es una maga de los ordenadores. Pero para serte sincera, no creo que saquemos nada de ahí, ¿y tú?
—No —dijo Kate negando con la cabeza—. Creo que sea quien sea es un cabrón demasiado astuto para dejar cualquier clase de rastro. Los escenarios de los crímenes están casi impolutos, y eso exige un montón de planificación y muchas agallas. Pero eso no significa que tengamos que desecharlo todo o a todos. Por cierto, hablando de eso, ¿cómo fue tu entrevista con Patrick?
—¡Exactamente como me dijiste! —se rió Annie—. Estaba más interesado en hacerme él preguntas sobre ti.
Kate se encogió de hombros.
—Entonces, ¿a quién estamos buscando? Jennifer piensa que no es un habitual, pero yo apostaría todo a que es alguien con el que ya hemos tenido trato antes de ahora. Esa persona está metida en el mundillo de alguna forma, incluso aunque no sea aquí en Grantley. Tiene que haber actuado antes de esto, y eso es lo que necesitamos ir mirando. Tenemos que ver qué podemos desenterrar de los últimos diez años, hombres cuyo objetivo específico fueran prostitutas. Ha tenido que perfeccionarse en el oficio en alguna parte, lo único que tenemos que descubrir es dónde cojones fue.
—¿Y qué necesitamos?
—Necesitamos pedir todo lo que haya referente a ataques a prostitutas a todas las fuerzas de policía de las Islas Británicas. Pero como creo que se conoce esta área, me concentraría en alguien que nació aquí, vivió aquí o fue a la escuela aquí. Ha escogido Grantley por algún motivo, mata aquí por algún motivo. Y, como te decía, lo que tenemos que hacer es descubrir cuál es ese motivo.
—Mira, Kate —suspiró Annie—, el tonto del culo quiere traer a otro detective jefe. Dice que es para que me ayude, pero yo creo que no se fía de que nosotras lo resolvamos lo bastante deprisa. Ni siquiera tiene los huevos de decírnoslo a la cara, joder. Me lo dijo por teléfono.
Kate se rió con una risa fuerte, socarrona.
—Ya esperaba que hiciera algo así. No te preocupes, todavía tengo unos pocos amigos de los que me puedo fiar. Nunca cometí el error de enemistarme con mis propios colegas, como él.
Kate se bebió el vino de un trago y tendió el vaso para que volviera a llenárselo.
—Esta noche dormiré como un tronco, Annie. Mañana empezaré a pedir favores. Te quedarás sorprendida de la cantidad de ellos que me deben.
Patrick miró a su alrededor con interés desacostumbrado. Se preguntaba cómo es que había acabado estando tan jodidamente domesticado, e intentaba descubrir cuándo había empezado esa domesticación. Si hasta había utilizado un posavasos, aunque no hubiera nadie por allí para recordárselo.
Su madre había dirigido aquella casa con una disciplina casi militar. Tras la muerte de su esposa, se había quedado desamparado y necesitaba la presencia de una mujer. Necesitaba normalidad en un mundo que había destruido la normalidad. Su hija fue entonces su única preocupación. Había sido como un faro para él, lanzando su haz para recordarle que la vida continuaba, que había alguien que lo necesitaba, alguien a quien podía amar de corazón. Como tantas personas hechas a sí mismas, Pat había ido aprendiendo gradualmente cómo separar el trigo de la cizaña, y se había librado de colgados y gorrones. Había aprendido pronto que a alguien de su reputación no siempre le decían la verdad, ni siquiera cuando se exigía. Solo Willy Gabney, su colega de siempre, había tenido las agallas de mostrarse en desacuerdo con él. Hacía mucho que se había muerto y Pat seguía añorándolo.
Entonces había aparecido Kate. Sintió admiración por ella, por la fuerza de su carácter. Había hecho despertar algo en él y él se sintió atraído por ella casi desde el principio. Pero esa misma fuerza de carácter ahora le sacaba de quicio. Algunas veces era puñeteramente buena, demasiado, lo veía todo en blanco y negro. Bueno, eso no funcionaba para todos, y especialmente para la gente de su círculo.
Le había entrado pavor de que descubriera que él era propietario de los pisos y las casas, pero ¿por qué le preocupaba tanto? No había hecho nada ilegal, al menos a ojos de la ley. Era socio de un negocio, ni más ni menos. No estaba por la labor de que le dieran ninguna clase de sustos, así que arregló las cosas para que ella quedara a salvo de cualquier adversidad. En realidad, ya no pertenecía oficialmente a la bofia, así que ¿por qué coño se preocupaba tanto?
La necesitaban desesperadamente en un caso como aquel, tenía mucha experiencia y todos la respetaban. La mayoría del personal de la pasma de Grantley era incapaz de encontrarse el culo ni con dos sherpas y un mapa bien detallado. La necesitaban en aquel puto asunto, y así sería aunque estuviera en libertad condicional por el robo de un banco.
Ahora, sin embargo, estaba decidido a demostrarle que ya no la necesitaba, ni a ella ni sus escrúpulos. Era un hombre de negocios, y si sus negocios a veces rodaban por el lado oscuro de la autopista moral, pues a la mierda. Seguía siendo lo bastante legal como para tener la garantía de que nadie iba a aporrear su puerta en mitad de la noche. Y si eso era lo bastante bueno para él, tendría que haberlo sido también para ella.
Entonces, ¿por qué la echaba de menos?
Se sirvió otro whisky y puso el reproductor de música. Últimamente le gustaban los discos antiguos, Dionne Warwick, Dusty Springfield, bálsamo para los oídos. Le recordaban días mejores, cuando la vida brindaba expectativas, cuando todavía peleaba por hacer algo de sí mismo. Luego, cada día había sido un comienzo en su aventura de conquistar el mundo. ¿Realmente se había despertado cada mañana con la urgencia de levantarse y comerse el mundo, alguna vez se había sentido de verdad tan vivo? ¿Siempre había disfrutado del desafío que planteaba un nuevo día? Lo único que experimentaba recientemente era descontento, la sensación de haber desperdiciado tanto tiempo, tanta vida, en nada.
Pat siempre había mirado por encima del hombro a los de su edad que se volvían a casar y tenían más hijos, unos niños muchas veces más jóvenes que los nietos. Quizás él también hubiera debido hacerlo, hubiera debido casarse otra vez, formar otra familia mientras estaba a tiempo. Ningún hijo hubiera podido sustituir nunca a su Mandy, pero sí que podía haberlos querido, sí que podía haberlos criado y cuidado. Ahora podría tenerlos a su alrededor y luego disfrutar de los hijos de sus hijos cuando vinieran. Y entonces hubiera sido abuelo, hubiera tenido algo, alguien que una vez muerto hubiese testimoniado que él había vivido en este mundo.
Tendría que haber estado abierto a esa clase de posibilidad. Después de todo, estaba rodeado de mujeres deseosas de disfrutar de un estilo de vida decente y un hogar agradable. Él hubiera cuidado de ellas, incluso las habría amado en cierto modo, pero por encima de todo ellas le hubieran dado una familia nueva y a cambio él les hubiera dado el mundo entero.
Hasta ahora, Kate le había bastado. Sentía su presencia como una fuerza casi física; tenerla al lado siempre le había tranquilizado, le había hecho sentir un grado de felicidad del que estaba agradecido. Él la había amado profundamente y le había dado algo que nunca había otorgado antes a ninguna mujer: a sí mismo. Pero que lo abandonara de aquel modo, sin el menor titubeo, le había hecho replantearse su relación. Kate siempre había amado y necesitado su trabajo, y él se lo respetaba, incluso la admiraba por ello. Pero ahora lo veía de otra manera, sentía que necesitaba un poco más que mera compañía y conversaciones interesantes.
Solo en aquella casa magnífica y enorme, Pat pensó que en realidad lo que hacía era esperar la muerte. No era un pensamiento muy alegre, pero era la verdad, lo único a lo que se dedicaba era a jugar con el tiempo. Ya no era ningún jovenzuelo, pero tampoco estaba decrépito. Veía a Danny Foster y se veía a sí mismo como era antes. Ahora se miraba en el espejo y veía en qué se había convertido. Era viejo, mucho más viejo de lo que jamás pensó que llegaría a ser. Y lo único que tenía para ilustrar aquella vida larga y llena de acontecimientos era dinero, sus negocios y nada más. Saber aquello le asustó, despertó en él algo que no sabía que llevara dentro. Que estaba solo.
Era como si al abandonarlo Kate se le hubieran abierto los ojos para ver lo que le quedaba de vida, de futuro. Tenía más dinero del que necesitaría nunca, tenía más amigos de los que hubiera podido imaginar, y sin embargo no tenía nada que mostrar de sus años de lucha, nada sustancioso, en cualquier caso. Necesitaba sentir que todavía le quedaba algo que hacer en adelante, sentir que se valorarían su trabajo duro y su ambición, que tendrían alguna utilidad cuando ya se hubiera ido. Quería algo que testificase que había vivido, quería sentir que podía continuar vivo incluso después de la muerte. Quería un hijo.
La marcha de Kate había sacado a la luz todos esos sentimientos, pero Pat se dio cuenta de que llevaban mucho tiempo bullendo en su interior. Los había negado, había sentido que contenían un paso de deslealtad no solo respecto a Kate sino también a Mandy, e incluso a su esposa muerta hacía tanto.
Que Kate se negara a responder sus llamadas, incluso a aceptarlo de alguna manera, le demostró lo frágil que había sido el lazo que los unía a ambos. Ella hubiera podido ponerse de su parte, tendría que haber sabido que él no permitiría nunca que la implicaran en nada deshonroso. Las muertes de las chicas no eran culpa suya, y ella lo sabía tan bien como él. Si no hubieran trabajado para Bates, habrían trabajado para cualquier otro. Comprendió que Kate había aprovechado la coyuntura para hacer lo que de verdad deseaba: abandonarlo, y ahora se daba cuenta de que probablemente fuera lo mejor. Pero no por eso dejaba de doler.
Jennifer James bebía un lingotazo de vodka con coca-cola mientras oía el sonsonete de Peter Bates fingiendo un interés que no tenía.
—Lo que Danny Foster pretende es ampliar el negocio expandiendo las páginas web, se piensa que es el Bill Gates de Essex. No entiendo por qué eso te parece un problema. Es un tipo sensato, y nos puede traer un montón de pasta. Por todos los santos, Pete, ¿cuál es tu problema?
A Peter Bates le gustaba Jennifer James. Era sagaz para los negocios, a las chicas les gustaba y todo el mundo, él incluido, se fiaba de ella. Así que comprendió que tenía que ser sincero con ella, sabía que si intentaba liarla lo calaría enseguida.
—No me gusta.
Jennifer soltó una carcajada y luego se atragantó con la bebida. Mientras tosía y escupía, y se limpiaba las lágrimas de los ojos, pensó en lo absolutamente estúpidos que eran los hombres.
—¿Que no te gusta? ¿Me estás diciendo que esa es la razón por la que pones en duda su capacidad para hacernos ganar más dinero? Lo que quiere es acelerar el negocio, llevarlo a otra puta dimensión, ¿y a ti solo se te ocurre decir que no te gusta? A mí no me gusta un montón de gente con la que trabajo, y eso te incluye a ti algunas veces, pero no dejo que eso interfiera en mi trabajo. Eso se llama hacerse adulto, Pete, deberías intentarlo alguna vez.
El tono desdeñoso de Jen le picó, pero comprendió que en sus palabras había algo que no podía discutir. Danny no había hecho nada para merecer la desconfianza de Peter. Pero no podía soportarlo en absoluto, lo aborrecía con una intensidad sorprendente. Era algo irracional y sin ninguna base.
—De todas formas, a Patrick le gusta, y eso es lo único que cuenta. Sigue mi consejo, Pete, no te metas en líos y busca una forma de trabajar con él. No necesitamos más problemas.
Peter asintió y sonrió con sonrisa de borracho.
—Ya sé que tienes razón, pero es un puto engreído. Me gustaría partirle la cara, sobre todo cuando pone esa voz. Me habla como si yo ya estuviera para el asilo.
Jennifer le sonrió dejando ver las carísimas fundas de sus dientes.
—Bueno, para él lo estás, solo anda por los treinta y tantos. Todavía está en la edad en que quiere exhibir su fuerza, demostrar que vale. Apostaría a que a su edad tú eras igual.
Peter sonrió ante la verdad de las palabras de Jen. Sonó un móvil y al oír la musiquita sonrió: era Always Look at the Bright Side of Life, de Monty Python.
Jennifer respondió:
—Ah, hola, Jill, ¿cómo estás?
Peter la observó escuchar con atención.
—¿Estás segura? —Ahora la voz de Jen sonaba preocupada—. ¿Y por qué me llamas a mí, su madre no sabe adónde fue?
Volvió a escuchar y Peter vio que asentía lentamente con la cabeza.
—¿Sabes dónde estaba trabajando? —preguntó.
Peter volvió a llenarle el vaso y se lo tendió cuando ella colgaba el teléfono.
—¿De qué iba eso? —preguntó.
Jennifer cogió el vaso y se tragó el contenido rápidamente.
—Una chica que trabaja con nosotros, se llama Lisa Blare, una chica agradable pero nerviosa. Con pinta de muy joven, una piel fantástica. Bueno, el caso es que su madre llamó a Jillian Barber para preguntarle si estaba con ella, parece que no ha vuelto a casa. Jill le dijo que no la había visto pero que pensó en llamarme por si acaso yo sabía dónde estaba. Estoy segura de haber oído que tenía una habitación alquilada a la vieja Maggie Dinage; es un tanto solitaria, de todas formas. No le gusta trabajar con las otras chicas. Pero con todo lo que ha pasado creo que voy a llamar a Maggie solo por quedarme tranquila. Lisa tiene el móvil desconectado, así que no hay otro modo de ponerse en contacto con ella.
Peter asintió.
—¿Pero Maggie todavía anda por ahí? Creía que estaba muerta y enterrada.
—Ni hablar, está tan vivaracha como una bailarina, todavía le gusta beberse una copa y todavía le gustan los chistes verdes. Aunque ahora tiende más bien a encerrarse en casa. Tiene que tener por lo menos setenta.
Peter se dejó caer en el asiento y encendió un cigarrillo. Se acordaba de Lisa perfectamente, era como una diosa. Tenía la cara de una madonna y el cuerpo de una reina del porno. Confió en que se encontrara perfectamente y se estuvieran preocupando sin motivo.