Capítulo veintidós
Kate todavía seguía rumiando los comentarios de Annie sobre la que llamaríamos su supuesta previsibilidad. Había vuelto a su propia casa, no pensaba volver a la de Patrick de modo permanente hasta que estuviera segura de que ambos estaban preparados. No podía pasar por alto el hecho de que Pat prácticamente la hubiera mandado marcharse, y su orgullo no solo estaba herido sino que aún necesitaba una cura importante. Se consoló con el hecho de que por lo menos hubieran vuelto a hablarse. Como dicen los invitados americanos en las tertulias de televisión, las líneas de comunicación volvían a estar abiertas.
Pero seguía teniendo la impresión de que allí faltaba algo. Supuso que era porque por primera vez en la vida no habían hecho el amor. Se preguntó si Patrick pensaría lo mismo. ¿Se cuestionaría en secreto aquella falta de consumación de su recién recuperada unión? Ni siquiera la había acariciado sexualmente, y, aunque en ese momento no lo pensase, ahora al recordarlo se sintió ligeramente desairada de nuevo. Dio por hecho que con Eve habría follado sin reservas, y el hecho de que al parecer ya no lo desease empezaba a asentarse en su cabeza. Aquel cabrón con dos caras ni siquiera intentó besarla como es debido, se había limitado a estar allí parado y estrecharla entre sus brazos hasta que ella se liberó.
Fue rápidamente al cuarto de baño y se miró en el espejo. Seguía estando delgada, seguía atractiva, y aunque ya no era una chiquilla, tampoco era tan diferente de la mujer que conoció hacía tantos años. Se puso un poco de brillo en los labios y se cepilló el pelo e inmediatamente se sintió mucho mejor solo por hacerlo.
De vuelta a la sala, se sentó en el suelo y extendió todo el material sobre las prostitutas muertas en montones separados. Aceptó que tal vez hubiera un hombre por ahí suelto que simplemente elegía a las chicas al azar y no tenía ninguna otra razón de peso para hacer aquello que la de querer matar a alguien. Pero la crueldad de la muerte de aquellas jóvenes le decía que era por algo personal. Era alguien que quería cobrarse una deuda. Pero lo principal era que todavía no había descubierto por qué querían cobrarse esa deuda. Y tenía la sensación de que si lograba descubrir eso, estaría un paso más cerca de encontrar al responsable.
Habían hablado con muchísima gente, habían investigado a muchísimos hombres y sin embargo seguían sin estar más cerca de poder señalar a algún sospechoso concreto de lo que lo estaban al arrancar la investigación. Kate había pasado horas reflexionando sobre los detalles de los crímenes, releyendo las declaraciones de los testigos e intentando darle a todo un nuevo enfoque.
Cogió las fichas de Janie Moore, luego los papeles de Sandy Compton y los puso en el suelo junto a los de Janie. Se quedó un buen rato mirándolos y luego apoyó la espalda en el sofá y puso los papeles de Candy Cane en medio de los de las otras dos. Tomó el primer papel de cada montón y los leyó. Hizo exactamente lo mismo con cada uno de los papeles que tenía a mano. Los leyó todos de nuevo, como si nunca los hubiera leído antes. Fue tomando las fichas de las otras chicas y volvió a leerlas también, las colocó en distinto orden, dejándose los ojos para intentar ver algo, lo que fuera, que pudiera darle la sensación de que tenía una posibilidad de triunfo.
Sonó el teléfono y contestó a toda prisa, molesta por la interrupción. Era Patrick, que intentaba estar lo más afable y cordial posible. Eso le valió algunos puntos a su favor.
—¿Por qué no te vienes a cenar, Kate?
Kate negó con la cabeza, olvidándose de que no podía verla.
—No, Pat. Gracias por la invitación, pero tengo que trabajar, de verdad. En tu casa no puedo concentrarme, y tengo aquí todos los papeles.
Pat no estaba del todo seguro, pero tuvo la impresión de que su voz dejaba traslucir una nota de censura. Sin embargo, no era tan tonto como para subrayarla. Sabía que todavía estaba resentida por su fallo, y no se lo echaba en cara; él hubiera sentido lo mismo de estar en su lugar. Suspiró.
—Vale —dijo—. Pensé simplemente que tal vez te apeteciera cenar algo, eso era todo, amor. ¿Y cómo va eso, por cierto? ¿Estás más cerca de pillar a alguien? —se rió—. Una frase que nunca pensé que pudiera decir.
Kate se rió con él y se dio cuenta de que echaba en falta aquello, las charlas, la cercanía.
—Está difícil, Patrick —dijo—, no tenemos nada, literalmente nada.
Patrick suspiró. Se estrujó los sesos buscando algo interesante que decirle para que apartara la mente de aquello aunque fueran unos pocos minutos.
—Ah, Kate —dijo—, acabo de acordarme. El otro día vino por aquí Terry O’Leary y me preguntó si podía hacerle un favor. Quiere que le digas a esa mujer de Apoyo a las Víctimas que deje de andar dando vueltas por las casas. Las chicas le tienen aprecio, eso es cierto, pero me parece que a Terry le preocupa que le espante a los clientes. O que recabe demasiada información de lo que ocurre allí. En cualquier caso, quiere que vea a las chicas fuera de los locales. ¿No te importaría decirle unas palabras de mi parte? Al parecer, ha convencido a unas cuantas de las más jóvenes para dejar esa vida, pero, como ya le dije a Terrence, no puedes reprocharles nada por eso. Pero en cualquier caso no le gusta que ande por allí, y, leyendo entre líneas, me parece que si no capta la indirecta la sacará él mismo agarrándola del pescuezo.
Se produjo un largo silencio y Patrick lo rompió diciendo:
—¿Sigues ahí, Kate?
—¿Sabes los nombres de las chicas que dejaron el negocio?
Aquello a Patrick le molestó, pensó que lo había dicho con sarcasmo.
—¿Y cómo cojones voy a saber una cosa así, Kate? Yo no frecuento esos sitios, ¿sabes?
Kate se rió de buena gana.
—No quería decir eso, solo me preguntaba si Terry habría mencionado los nombres de las chicas, nada más.
—Bueno, pues no, pero hablando en plata: ¿por qué cojones iba a saber Terry O’Leary los nombres de dos de las putas que empleaba?
Kate notó la incredulidad en la voz de Pat y decidió que, por mucho que lo amara, Patrick todavía tenía que aprender un montón de cosas, y no solo sobre normas básicas de educación sino también sobre la seguridad de las personas que te han hecho ganar mucho dinero.
—Baja esos humos, Patrick. A mí me cae bien Terry, pero eso no cambia el hecho de que es un puto proxeneta, y el hecho de que no se relacione con sus chicas ni pase mucho tiempo en los locales en los que trabajan para él no lo hace menos proxeneta a mis ojos. Es un mangante, como dirían los importantes de antes, así que ahora, si no te importa, tengo que irme a un sitio. Ya hablaré contigo mañana.
Kate ya había colgado el teléfono antes de que Pat tuviera siquiera la oportunidad de decirle adiós.
A Terrence O’Leary no le impresionó ver a Kate plantada, imponente, sobre lo que generalmente llamaban su escalinata oficial. Pero su mujer, por otra parte, estaba emocionada.
—¿Cómo estás, Katie, cariño? Pasa, pareces helada hasta los huesos.
Kathleen O’Leary era una belleza, e incluso después de haber dado a luz seis hijos, cinco de ellos chicos, todavía lograba que se volvieran más de una o dos cabezas para mirarla. Tenía el pelo negro tupido y los ojos azul violeta de una auténtica irlandesa, junto con la complexión de huesos pequeños de un hada y un buen porte, y todas esas cosas juntas constituían una combinación ganadora. Era realmente hermosa, por dentro y por fuera, y Kate siempre había tenido cierta debilidad por ella.
—¿Es que ese idiota ha visto por fin lo equivocado de su conducta?
Kate se rió y siguió a Kathleen hasta la cocina, grande y lujosa. Parecía sacada del Dr. Who, todo a base de acero inoxidable bruñido y aparatos caros. Kate comprendió que aquello debía de obedecer, a los gustos de Terry, no a los de Kathleen. Kate conocía a Terry lo bastante bien como para saber que necesitaba rodearse de cosas que fueran admiradas o deseadas. Ni siquiera consideraba que su casa fuera un lugar para relajarse, sino un lugar donde demostrar lo bien que le había ido en la vida.
Realmente era una lástima, pero Kate comprendía la necesidad de Terry de exhibir su riqueza y de demostrar que tenía un buen gusto caro pero elegante. Por desgracia, a él no se le veía nada cómodo en aquel entorno y esa era la mayor lástima. En vez de disfrutar de su hogar, se pasaba el tiempo preguntándose cómo cojones encajar en él.
—¿Quieres un café?
Kate asintió.
—He venido para hablar con Terry de Patrick.
Kathleen frunció el ceño. Una vez que dejó la taza de café delante de Kate, dijo a Terry con irritación:
—Ahora cuéntale todo lo que quiere saber.
Kate comprendió que Kathleen asumía que había ido hasta allí para preguntar por Eve, y sintió mucho que el desliz de Pat fuera conocido por propios y extraños.
—Está fatal, joder. Lo he pillado más de una vez, Kate.
Terrence O’Leary le tenía terror a su mujercita porque pese a todos sus alardes y su pose machista, sin ella se derrumbaría. Era toda su vida, aunque no dejase que nadie se percatase. Consideraba aquel enorme amor por ella como una debilidad, mientras que ella consideraba ese amor un premio. Tenían unos hijos guapos y fuertes, y la única chica era una belleza, una belleza que parecía que también había heredado el cerebro de toda la familia.
Kathleen sonrió a Kate y se marchó de la cocina a toda prisa. Como cualquier mujer, comprendía muy bien la necesidad de descubrir todo cuanto pudieras sobre tu rival, y, por lo que había visto, aquella Eve era una rival en varios sentidos.
A Terry se le veía al mismo tiempo avergonzado y poco entusiasmado.
—Lo que quiero es preguntarte por las chicas que dejaron el empleo por influencia de Miriam Salter.
Kate lo vio relajarse visiblemente y comprendió que no esperaba que fuera a preguntarle algo tan banal. Era evidente que, igual que su mujer, pensaba que había ido a sonsacarle detalles del devaneo de Patrick con Eve.
—¿Eso es todo? ¿Por qué te interesan? —Ahora Terry se sentía afectado de pronto y dijo con cara preocupada—: ¿No se habrán muerto, verdad?
—No sé —dijo Kate meneando la cabeza—, pero si me das los nombres podré averiguar su paradero.
—Llama a Jennifer o a Simone —le dijo con el ceño fruncido—, ellas saben mucho más que yo, Kate. Pero coño, Kate, ya te lo dije antes, es muy raro que yo ponga un pie por los locales —se lo dijo casi susurrando, preocupado por si su mujer les escuchaba detrás de la puerta.
—Si he de ser sincera, Terry, preferiría que hablaras tú con ellas. Solo necesito sus nombres, pero no quiero que nadie se entere de que ando inmiscuyéndome en sus vidas. Créeme, Terry, no estaría aquí si no fuera importante.
Terry notó la urgencia en su voz, la miró a los ojos y dijo en tono suave:
—¿Estás segura de que no están muertas?
—Que yo sepa no, pero justo lo que quiero es encontrarlas y peguntarles si se marcharon de la casa donde trabajaban porque alguien las asustó. Necesito preguntarles si alguna vez algún cliente les hizo daño o las amenazó.
—¿Y por qué no se lo preguntas a esa lunática que es la que las convenció de que lo dejaran? ¿Por qué no le preguntas a ella adónde se fueron?
—Ya lo intenté, pero no me contesta. Y en cualquier caso, lo primero que necesito saber es el nombre de las chicas porque quiero investigarlas. Saber de sus vidas, de dónde procedían y demás. No es más que un presentimiento, y probablemente no conduzca a nada. Pero si pudieras darme los nombres sin que se sepa que he sido yo la que te los ha preguntado, te deberé un favor hasta el día de mi muerte.
Kate había apelado a la vertiente ilegal del carácter de Terry, y él se dio cuenta. Le gustó la idea de que pretendiera involucrarlo en su teoría de la conspiración, o lo que fuera. Le gustó que no quisiera involucrar a nadie más, ni siquiera a sus colegas de la pasma.
—Déjame hacer una llamada. Tómate el café. Volveré en cinco minutos.
Hayley Dart tenía miedo. Sabía que la joven policía que Miriam había traído para que la contemplase en todo su esplendor traumático solo serviría para que su marido se pusiera diez veces más violento. Le pegaba desde el mismo día en que se casaron, y durante las últimas semanas la rabia y la frustración que sentía habían originado una escalada de violencia que lo habían dejado para entonces ya casi fuera de control. Miriam montaba vigilia junto a su cama, pero, aunque Hayley apreciaba mucho su interés, ansiaba que se marchase de allí y la dejase sola. Sabía que de un momento a otro volvería a aparecer junto a su cama con la Biblia en una mano y un crucifijo en la otra.
Lionel recuperaría pronto el control de sus actos. Se sumiría en un estado de aflicción de las lamentaciones, se comportaría como un niño pequeño que pide que le perdones y le aseguraría que nunca más volvería a pasar. Se mortificaría al comprobar lo que era capaz de hacer y le aterraría que algún conocido lo descubriera. Cuando le dio una patada en la cara fue cuando Hayley se dio cuenta de que estaba totalmente fuera de control. En el pasado, siempre había tenido mucho cuidado para pegarle en sitios donde no se vieran los moratones. Anteriormente, solo otra vez le había roto los dedos, y la explicación que le había dado a todo el mundo era que le había aplastado la mano al cerrar la puerta del coche. Esta vez, sin embargo, no había sido capaz de controlarse y le había dado una paliza realmente brutal. Comprendió que el personal del hospital hacía mucho tiempo que supondrían que realmente no podía ser todo torpezas suyas. Pero él era el comisario jefe de la pasma de Grantley y tenía poder. Eso aseguraba que no iban a husmear más de la cuenta en las circunstancias de los accidentes que sufría su mujer.
Hayley sabía que su mandíbula iba a tardar mucho tiempo en curar y que la tendrían ingresada todo el tiempo que las enfermeras pudieran alargar. Les agradecía su amabilidad, pero sabía que su marido tenía siempre todas las cartas en la mano. Deambulaba por allí, bromeaba con todo el mundo, traía bombones a las enfermeras, le llenaba la mesita de noche con arreglos florales caros y le hablaba como si estuvieran viviendo un amor juvenil. Había visto cómo lo miraban las otras mujeres de la sala, cómo lo veían preocuparse por ella y cómo deseaban que sus maridos fueran así de atentos. Sabía que la miraban y se preguntaban cómo habría hecho para que su marido siguiera tratándola como una recién casada después de tantos años.
Era un bruto y un cobarde, incapaz de pelear como un hombre pero más que capaz de amenazar e intimidar a una mujer o a un niño. Le lanzaba toda clase de obscenidades y ella se daba cuenta de que disfrutaba haciéndolo, de que era tan pusilánime y tan débil emocionalmente que lo único que podía hacer para sentirse poderoso era volcar su odio sobre quienes sabía que no podrían ofrecer resistencia. También maltrataba a las hijas, pero, al contrario que ella, ellas se escaparon en cuanto pudieron. Le avergonzaba no haber sido capaz de hacerle frente por ellas, le avergonzaba haber sentido demasiado terror, haber sido demasiado débil para defenderlas de su tiranía. Lionel sabía cómo conseguir que ella sintiera que todo era culpa suya, que pensara que las chicas no servían para nada porque ella no había sabido educarlas adecuadamente. Incluso había maltratado a su propia madre. Y, igual que ella, se había sentido débil y asustada del hijo que había engendrado y había acabado por aborrecer.
Pero ahora Hayley supo que tenía que hacer algo. En su interior comprendió que si continuaba mucho más tiempo con él acabaría por matarla de verdad. Estaba contenta de tener rota la mandíbula. Porque eso significaba que no tenía que hablar con él, que no tenía que seguirle el juego, que no tenía que fingir que no le dolía todo el cuerpo. No tenía que actuar como si amase a su esposo hasta el punto de que los demás, incluso los desconocidos, se creyeran que eran la pareja perfecta.
Hayley oyó abrirse la puerta y vio que Miriam se dirigía hacia la silla junto a la cama. Se sentó de modo que su corpachón pareció derrumbarse sin más. Miriam siempre se sentaba con los hombros inclinados y el cuerpo encorvado hacia delante, parecía que fuera a caerse de la silla al suelo en cualquier momento. Pero tenía buena voluntad, y Hayley le estaba agradecida porque mientras Miriam estuviera sentada a su lado, Lionel no podría escapar lo bastante deprisa. Lionel sabía que Miriam era más que consciente de lo que sucedía, y sabía también que era una metomentodo. Y eso le asustaba porque dependía de personas que tenían un buen concepto de él, necesitaba que la gente pensase que era un buen hombre, una buena persona.
Al ver a Miriam sonreírle, Hayley intentó con todas sus fuerzas devolverle la sonrisa, pero con aquellos alambres en la mandíbula era realmente difícil.
Kate miró la pantalla del ordenador como si aquello fuera a darle la información que quería solo por pura fuerza de voluntad.
Margaret Dole se rió de ella.
—Vete a tomarte un café, Kate, tardaré un rato en conseguir los detalles de las chicas.
—Me sorprende que sus nombres no nos hayan dado ningún resultado.
—Puede que nunca hayan sido fichadas —dijo Margaret encogiéndose de hombros—, ¿eso no se te ha ocurrido? Oh, venga, sí que tengo algo. Todas han sido residentes en la misma casa de acogida.
Kate sintió que una emoción agitaba su pecho.
—Nicky Marr, de diecisiete años.
—Brookway House.
—¿Cómo has sabido eso?
—Por algo que dijo Simone —sonrió Kate—. Ahora mira si Donna Turner aparece ahí y todo lo demás.
—Guau, me has impresionado, Kate. Las dos estuvieron en Brook-way, pero no al mismo tiempo. Pero, ¿te imaginas quién más estuvo allí con Nicky Marr?
Kate miró a Margaret unos cuantos segundos antes de decir:
—¿Terry; Garston?
—¡Premio para la señora! ¿Crees que esa será la conexión entre todas? ¿Brookway House?
—No lo sé —dijo Kate encogiéndose de hombros—. Nicky y Donna habían dejado el oficio las dos, Miriam se ocupó de eso. Me pregunto si Miriam se habría relacionado con las chicas en la casa de acogida que llevaba su marido. Mira si puedes comprobar cuál era, Margaret, igual puede servirnos de ayuda. También necesitamos determinar si alguna de las chicas muertas residió en algún momento en Brookway. Me parece a mí que muchas de ellas acababan recalando allí cuando terminaban la estancia en los servicios sociales o, en algunos casos, después de salir de la cárcel. Hay que tener en cuenta que todas las chicas se ayudan unas a otras, y creo que las derivaron hacia Grantley con la promesa de que tendrían una buena casa en la que vivir y dinero fácil. Quienquiera que matara a esas chicas las conocía lo bastante bien como para estar seguro de que le abrirían la puerta sin pensárselo dos veces. Así que, una vez sepamos seguro que todas las chicas pasaron por Brookway en uno u otro momento, lo que tenemos que hacer es comprobar quiénes trabajaron allí.
—Tú me pusiste sobre la pista porque en las fichas a las que conseguiste acceder aparecían algunas de las chicas que vivían allí. Y ahora tanto tú como yo sabemos que algunas veces el sistema de acogida social es bastante laxo, y sabemos también que esas casas de acogida son un buen caldo de cultivo de chicas que saldrán preparadas para ejercer la prostitución.
—¿Lo que quieres decir en realidad es que crees que alguien que trabajaba allí iba seleccionando a las chicas para darles los contactos detallados de las casas y pisos de aquí? ¿En Grantley? ¿Que esa persona las iba preparando para la prostitución?
—Creo que sí —asintió Kate—. Creo que era alguien de quien se fiaban, y creo que esa persona es la que las encaminaba en la dirección correcta. Tengo que decir, sin embargo, que no creo que les pagasen por cada chica que consiguiesen. Creo que solo querían tenerlas aquí para tener acceso a ellas.
Margaret levantó la vista del ordenador. Estaba atónita.
—No te lo vas a creer, Kate, pero todas ellas estuvieron alojadas allí en un momento u otro.
—¡Lo sabía! Ese es el problema con estos pisos de acogida, que sus archivos siempre son más bien escasos. Pero siempre se aseguran de poner bien todos los nombres completos de las residentes. Muy bien, ponte a buscar los registros del personal a ver qué aparece. Consigue nombres, direcciones y números de teléfono y rebusca hasta dar con los números de la seguridad social. Y luego veamos qué, o mejor dicho, quién, nos aparece en Grantley.
—Su puta madre, Kate. Esto es la leche. O sea, quiero decir, ¿si no nos hubiéramos colado en todos esos archivos no tendríamos la menor idea de todo esto, verdad?
—¡No des voces! —se rió Kate—. No solo hemos cometido un delito serio, como bien sabes, es que nosotras, y más concretamente tú, no solo hemos violado la intimidad de varias personas, sino que también las hemos espiado cibernéticamente, y eso sin tener en cuenta que además hemos accedido ilegalmente a bases de datos oficiales, y eso solo para empezar. Además, lo hemos hecho todo sin pensárnoslo dos veces.
Margaret se echó a reír con ella y Kate se dio cuenta de que la joven experimentaba esa descarga de adrenalina que siempre se produce después de un descubrimiento importante. No hay nada en el mundo mejor que eso.
—Pero recuerda, Margaret, si alguien descubre lo que has hecho, nos veremos hasta arriba de mierda. Y no tanto yo, cariño, que ahora solo estoy aquí a tiempo parcial. Sois Annie y tú, sois vosotras, las que tenéis toda una carrera por delante. Así que asegúrate de que nadie puede seguirte la pista o demostrar que obtuvimos toda esa información con malas artes.
Margaret asintió con gesto solemne, comprendía la importancia de las palabras de Kate mejor que nadie.
—Escucha, Kate, podría colarme en el ordenador del puto Pentágono y no tendrían ninguna posibilidad de seguir mi rastro.
Lionel estaba asustado. Comprendió que esa vez había ido demasiado lejos, y también que ahora que ya había pedido la jubilación anticipada estaba acabado a todos los efectos. Había dedicado su vida a la policía, que contemplaba como una plataforma para lograr cosas más importantes y mejores. Había aprendido, ya desde muy pronto, que esa podría ser una profesión lucrativa si sabía jugar sus cartas correctamente. Y como había jugado bien sus cartas, le habían proporcionado unas pequeñas actividades lucrativas. Siempre había deseado forzar la ley por una buena causa, y el dinero era una causa tan buena como cualquier otra.
En realidad Lionel nunca había hecho una ronda, nunca había trincado de verdad a un delincuente. Había entrado en las fuerzas del orden con un título de la universidad de Hull con una buena nota media y con deseos de llegar a alguna parte. Era un chupatintas innato, lo que siempre le había gustado era sentarse detrás de una mesa. Había brujuleado entre las filas policiales a velocidad del rayo, y aunque sabía que así no lo conseguiría todo, también conocía sus limitaciones; pero también sabía que los hombres como él tenían su utilidad. Corredores de despacho, como los llamaban los agentes de uniforme. Bobos arrogantes, si escuchabas a los de Investigación Criminal. Pero, con todo y con eso, él era el jefe. Él era el que mandaba. Pero ni siquiera le había leído nunca a nadie sus derechos; ni siquiera se había visto involucrado jamás en un altercado. Siempre había hecho lo que mejor sabía hacer: estar bien sentadito en su silla y rellenar papeles. Había procurado librar siempre de todo a los jefazos de arriba, desde denuncias por conducir bebido hasta multas por exceso de velocidad, e incluso una vez había conseguido evitar que un funcionario importante tuviera que responder de la acusación de conducta obscena en unos urinarios públicos con un menor. El chico tenía catorce años, y el importante caballero en cuestión había invitado de inmediato a Lionel a la fiesta del veintiún cumpleaños de su hija. Y tres meses más tarde le habían dado un ascenso en señal de agradecimiento. Cuando había que hacer algún trabajo realmente sucio, era el hombre al que llamaban, y Lionel se enorgullecía de su capacidad para resolver cualquier crisis por muy complicada que pudiera parecer.
Entonces, un día, aparece Kate Burrows y en unos minutos le obliga no solo a dejar el trabajo sino a hacerlo tan deprisa que se dio cuenta de que todos pensarían que se trataba de evitar alguna clase de escándalo. Después de todo, había disfrutado de los servicios de esas jóvenes no solo con sus colegas superiores, sino también con la mayoría de las autoridades locales.
Ahora se sentía acorralado, y debido a su rabia y lo injusto de la situación, había cometido otra equivocación. Sin darse cuenta del todo esta vez había dado a su esposa Hayley una paliza más que seria, y Miriam había descubierto la verdad. Como aquel mamón de marido que tenía, esa mujer consideraba su deber andar metiendo aquel puto hocico espantoso en la vida de todo el mundo. Alec era igual, y cuando murió, Lionel tuvo que hacer gala de un tremendo dominio de sí para no desternillarse de risa. Ay, si Miriam hubiera sabido la verdad sobre su amado Alec... Bueno, todavía estaban a tiempo.
Miriam pensaba que, estando sentada día y noche junto al lecho de su esposa, la protegía de él y de su ira. Pues bueno, si Miriam usase aquella jodida cabeza espantosa que tenía, se podría percatar de que él no era tan tonto como para zurrarle la badana a aquella puñetera imbécil con la que se había casado estando en un edificio público. Se limitaría a esperar el momento oportuno y a darle de hostias cuando ya estuvieran en la intimidad y el confort de su hogar. Pero con todo y con eso, allí seguía Miriam sentada, vigilando a Hayley como un rottweiler retrasado, así que comprendió que tenía que ser amable con ella hasta el momento en que pudiese llevarse a casa a su mujer.
Miriam se puso de pie y Lionel le sonrió. No reaccionó, siguió allí de pie mirándolo con ojos inexpresivos y con aquel cuerpo enorme emanando como siempre aquel olor a sudor. Era ácido y empalagoso, y si permanecías lo bastante cerca de ella parecía permear toda tu piel y casi notabas el sabor. Aquella mujer era lo que su padre habría descrito como «necesitada de jabón». No había duda de que escapaba del agua, y estaba claro que no entendía la utilidad de un buen desodorante. Hasta el pelo era una mata grasienta. Y sin embargo se las apañaba estar siempre ocupada. Se las apañaba para encontrar personas de las que cuidar. Lionel se alejó de ella porque el olor de sus efluvios corporales le estaba dando ganas de vomitar.
Hayley se lo quedó mirando torvamente con sus ojos hinchados y Lionel decidió dejar las cosas por hoy, ya estaba hasta las narices de aquellas dos. Le tiró un beso a Hayley y salió de la sala lo más deprisa que pudo. Al notar el aire fresco de la noche, decidió ir a hacerle una visita a Simone. No estaría en disposición de seguir haciéndolo mucho más, o al menos no gratis, así que más valía sacar todo el beneficio posible mientras todavía tuviera la oportunidad.