16

A la mañana siguiente, me desperté con una insistente llamada a mi puerta. Tardé varios minutos en comprender exactamente de dónde provenía el ruido y qué significaba, y cuando lo hice me planteé no abrir. Pero lo hice. Salí de la cama y, tras ponerme la bata, abandoné el dormitorio.

—¿Quién es?

—Soy yo, Rafferty.

Le di al botón del interfono y esperé junto a la puerta a que subiera. Crucé los brazos; a pesar de que se había disculpado, seguía enfadada con él y Raff lo adivinó con sólo mirarme.

—Sé que estás furiosa conmigo —me dijo al entrar—. Y tienes razón.

Cerré la puerta y caminé hasta el sofá del salón. A juzgar por el sol que entraba por la ventana, ya era tarde, pero la noche anterior me había dejado exhausta y me habría gustado seguir durmiendo.

—¿A qué has venido, Rafferty?

—Quiero arreglar las cosas. —Se sentó abatido en el sofá.

—No es conmigo con quien deberías estar hablando.

—No tengo el teléfono de James —confesó, pero luego se apresuró a añadir—, y si de verdad estamos juntos en esto, creo que también tengo que arreglar las cosas contigo.

Refunfuñé porque estaba demasiado cansada para acertijos verbales y cogí el móvil para darle el número de James. Rafferty se anotó un punto cuando no lo llamó desde mi móvil, sino que copió el número en el suyo.

Se apretó el puente de la nariz varias veces, un tic que delataba que estaba nervioso, y esperó pacientemente a que contestasen.

—Soy yo, Rafferty. No me cuelgues. —Se puso en pie, buscando una vía de escape a sus nervios—. Sí, lo sé.

Lo siento.

No podía oír lo que decía James, pero me hice una idea.

—Marina me ha dado tu teléfono —siguió Rafferty—. Te he llamado porque quiero invitaros a salir, a ti y a ella. Sí. He visto que en el British Museum hay una exposición de arte japonés y he pensado que podría gustarte.

Vi que Rafferty se sonrojaba y que volvía a apretarse el puente de la nariz. Me acerqué a él y lo abracé por la cintura para comunicarle que se había ganado mi perdón.

Suspiró aliviado.

—Claro, a las cuatro en tu hotel. Sí, iré a buscarte.

No, ya pasaré yo antes a recoger también a Marina. Ah… —carraspeó—, gracias, James.

Colgó y jugueteó nervioso con el teléfono.

—Lo has hecho muy bien —le dije, dándole un beso en el pecho—. Muy bien.

—No estés tan segura, todavía no hay nada resuelto.

Le solté la cintura y lo miré.

—Acabarás de arreglarlo, ya lo verás. —Bostecé—. ¿Qué hora es?

—Las diez de la mañana —me contestó.

—¿Y no hemos quedado hasta las cuatro?

—James tiene cosas que hacer. —Era evidente que esa respuesta a Raff no le había gustado.

—Entonces ven a la cama conmigo —le dije, tras bostezar de nuevo—. Para dormir. Sólo para dormir. Seguro que no has pegado ojo en toda la noche y yo necesito descansar un poco más. Es agotador estar enamorada de dos hombres —bromeé.

—De acuerdo —accedió él—, yo también quiero dormir un rato.

Se quitó los zapatos y el jersey, pero se dejó los vaqueros y la camiseta. Yo me metí en la cama primero y él me siguió tras poner la alarma del móvil.

—Me alegro de que hayas venido, Raff —le confesé, antes de acurrucarme a su lado.

—Yo también, Marina, y creo que empiezo a entender eso de estar enamorado de dos personas al mismo tiempo.

Cuando nos despertamos, horas más tarde, Raff y yo nos besamos, pero nos separamos antes de que pudiese suceder algo más. Sin decirnos nada, los dos éramos conscientes de que faltaba James y nos sentimos impacientes por estar con él.

Me duché mientras Rafferty me preparaba una taza de té. A pesar de lo extraño de mi horario durante ese sábado, me apetecía un té antes de irnos. Me vestí y me maquillé y, tras tomarme la infusión, nos fuimos a buscar a James.

Éste se alojaba en el Clarendon, un viejo hotel que habían reformado y acondicionado con todos los lujos y que en ese momento era el más solicitado de la ciudad, probablemente de Inglaterra.

James nos esperaba en el vestíbulo. Llevaba vaqueros negros, jersey también negro y una cazadora de piel del mismo color. Era la primera vez que no lo veía con traje y ese aspecto tan oscuro le otorgaba aún más misterio y sensualidad. Nos acercamos a él y vi que estaba furioso, pero no con nosotros, ni siquiera con Rafferty.

—Hola, James —lo saludé—. ¿Sucede algo?

Él me rodeó por la cintura y se inclinó para darme un beso largo y sensual, sin importarle lo más mínimo quién pudiera vernos.

—Hola, princesa. Necesitaba besarte. —Me soltó—. Esta noche apenas he dormido y me he pasado la mañana visitando apartamentos absurdos y carísimos, en los que no me veo viviendo ni en un millón de años.

—¿Dónde te ves viviendo? —le preguntó Rafferty.

James se volvió hacia él antes de contestarle.

—En una casa.

—Seguro que la encontrarás —aseveró.

—Eso espero. —James me cogió de la mano—. ¿Nos vamos?

—Claro —contestó Raff—. Vosotros dos, seguidme.

James y yo así lo hicimos y él nos llevó hasta el British Museum, donde, efectivamente, había una exposición sobre arte japonés. James se fue relajando a medida que cruzaba las distintas salas repletas de pinturas, grabados, jarrones e incluso sables y espadas.

En esa última sala, los dos se pusieron a hablar frente a un antiguo sable.

Me acerqué sigilosamente para observarlos. No quería espiarlos, sólo quería asegurarme de que estaban bien. Era increíblemente hermoso verlos juntos, uno tan rubio y el otro tan moreno. Los dos altos y fuertes y al mismo tiempo capaces de infinita ternura.

—¿Fue un sable como éste el que te hizo la cicatriz que tienes en la espalda? —le preguntaba Rafferty a James.

—No exactamente, pero parecido. ¿Cómo sabes que tengo una cicatriz?

—Ayer la vi —reconoció Raff—, aunque lo intenté, no podía dejar de mirarte.

James tragó saliva y mantuvo la mirada fija en la espada encerrada en una vitrina.

—¿Por qué lo intentabas?

—Mi vida ya es lo bastante complicada, James.

—¿Fue sólo por eso, porque no quieres complicarte la vida?

—No, no fue sólo por eso, pero eso es lo único que puedo reconocer ahora. —Volvieron a quedarse en silencio y me planteé descubrir mi presencia, pero Rafferty habló de nuevo—: Lamento haberte pegado y lamento haberte pedido que no me tocases.

—¿De verdad? No juegues conmigo sólo porque quieras repetir lo de anoche; ni Marina ni yo nos lo merecemos.

—De verdad.

Vi que Rafferty alargaba una mano y cogía la de James para entrelazar los dedos con los suyos. James lo miró atónito, sorprendido, probablemente no sólo porque lo tocase, sino también porque lo estaba haciendo en un lugar público y muy concurrido.

Rafferty, que nunca hacía nada a medias y al parecer estaba arrepentido de verdad, levantó las manos de ambos entrelazadas y depositó un único beso en los nudillos de James. Fue muy breve, y quizá sus labios ni siquiera llegaron a tocarle la piel, pero el gesto dejó claro que sus intenciones eran sinceras.

Carraspeé y entonces vieron que estaba detrás de ellos. James me sonrió sin disimulo y Rafferty fue más discreto, pero también me mostró su felicidad y me cogió de la mano. Recorrimos juntos las otras salas. En una, James me cogió la otra mano y no me soltó, aunque bromeé diciendo que parecíamos niños pequeños en una visita con el colegio.

Al terminar de ver la exposición, fuimos a cenar a un tranquilo restaurante italiano y James nos contó lo horribles que le habían parecido los pisos que había ido a visitar esa mañana.

—¿Cómo diablos conseguiste la casa donde vives? —le preguntó a Raff.

—Me temo que formaba parte del patrimonio familiar —contestó éste—, aunque nunca nadie de mi familia había vivido ahí. La encontré por casualidad, o ella me encontró a mí, todavía no lo sé, cuando volví de Francia. Sentí algo especial al entrar y ya no salí. Es demasiado grande para mí y todavía tengo que reformar demasiadas cosas, pero… —Levantó las manos.

—Te entiendo —dijo James—, si yo la hubiese visto, seguro que la habría comprado.

—Sí, es preciosa —convine yo.

—De acuerdo, podéis venir a tomar un café —propuso Rafferty en broma, pero James y yo aceptamos en serio.

Rafferty insistió en pagar la cuenta; al fin y al cabo, nos dijo, nos había invitado él, y después nos fuimos en su coche hasta su casa. Aparcó en el garaje y, cuando bajamos del vehículo, me quedé mirando cómo hablaban ellos dos sobre las distintas herramientas que había encima de una mesa.

Entré en la casa dejándolos solos en el garaje, porque sabía que habían arreglado sus desavenencias lo suficiente como para no discutir si yo no estaba presente, y me dirigí al salón. En la chimenea quedaban unas brasas y las avivé para encender fuego. Luego me acerqué al aparato de música y elegí un álbum con viejas canciones de jazz. Iba a sentarme en el sofá, cuando los vi entrar, todavía conversando.

Los dos me miraron, y fue Rafferty el primero en hablar:

—Siempre que te veo, me dejas sin aliento.

—A mí me sucede lo mismo —añadió James.

—Y a mí con vosotros dos.

Se acercaron al mismo tiempo, sincronizados como los felinos salvajes que sus miradas sugerían que eran. Un escalofrío me recorrió la espalda y se me aceleró el corazón.

Rafferty me besó en cuanto se detuvo frente a mí y James me apartó el pelo de la nuca para besarme el cuello mientras me rodeaba la cintura con las manos.

—Quiero una cama —dijo entonces James—, quiero veros a los dos en una cama.

Me estremecí y temí que Rafferty fuese a negarse, a ponerse de nuevo a la defensiva, pero interrumpió el beso y dijo:

—Sí, yo también. Cógela en brazos y llévala a mi dormitorio, yo te indico el camino.

James me levantó del sofá en volandas y miró a Rafferty.

—Tú mandas, Ra, yo te sigo.

Rafferty tragó saliva al oír ese diminutivo de su nombre. Nunca nadie lo había utilizado y en cuanto yo lo oí me pareció que era el que tenía más sentido. Ra era el dios del sol y Rafferty, con su pelo y su piel dorada, sin duda lo parecía.

Subió la escalera y James lo siguió conmigo en brazos. El dormitorio era tan increíble como el piso inferior y tenía una cama exageradamente grande. Idónea y única para nosotros. James no hizo el comentario que a mí me pasó por la cabeza, ninguno de los dos se atrevió a señalar que parecía que Rafferty nos hubiera estado esperando.

Una vez allí, me tumbó en el colchón y empezó a besarme. Yo levanté las manos para sujetarme de sus hombros y cuando toqué allí las de Rafferty, se me detuvo el corazón. Por fin.

—James… —susurré su nombre y él me recompensó con un beso más húmedo y ardiente, al mismo tiempo que me desabrochaba el vestido.

Se apartó de mis labios en cuanto terminó de hacerlo y me besó el cuello y el hueco entre los pechos. Antes de que pudiese gemir, otros labios cubrieron los míos y musité otro nombre:

—Raff…

Entre los dos me desnudaron y fueron llenando de besos la piel que descubrían.

La noche anterior estar con ellos había sido maravilloso y muy sensual, pero, en aquella cama, sentir que ambos buscaban mi cuerpo al mismo tiempo para darle placer fue mucho más. Si Raff me besaba y lamía los pechos, James me besaba y acariciaba las piernas; si Raff me besaba el estómago, James me besaba en los labios.

Y cuando se turnaron para besarme entre las piernas, y noté primero los labios de uno en mi sexo y después los labios del otro, perdí el control sobre mi voluntad, sobre mi cuerpo, y dejé de existir para ser sólo las reacciones y los sentimientos que aquellos dos hombres me arrancaban con sus manos y sus labios.

—No puedo más —gemí—. Os necesito.

—¿Lo has oído, Ra? Nos necesita. —James me mordió el cuello y, cuando sollocé desesperada, cubrió mis labios con los suyos.

—Lo he oído, James —contestó Rafferty, besándome la cintura y recorriéndome el ombligo con la lengua.

—Por favor… —Aparté los labios de los de James, a pesar de que jamás dejaría de besarlo—. Por favor. —Miré primero a uno y después al otro. Estaban despeinados por mis dedos, pero seguían completamente vestidos—. Desnudaos, por favor.

Me humedecí los labios y, con el corazón golpeándome las costillas, observé que James era el primero en reaccionar y apartarse. Se puso de rodillas en la cama, tan cerca que la tela de su pantalón me rozaba las costillas. Le temblaban los dedos, demasiado, y el botón superior de la camisa se le resistía.

El torso le subía y bajaba con movimientos bruscos y soltó el botón con una maldición.

—Déjame a mí —susurró Rafferty, acercándose a él.

También le temblaban las manos, pero en cuanto las posó en la camisa, dejaron de hacerlo. Inclinó la cabeza y fijó la vista en el botón; tenía la frente cubierta de una fina capa de sudor y era más que evidente que estaba excitado.

—Ya está —dijo en voz baja cuando lo desabrochó.

Ninguno de los dos se movió de donde estaba. James tenía los puños apretados a los costados y nos miraba alternativamente a Rafferty y a mí, buscando mi consejo y desesperado por que éste siguiese adelante y quisiera de verdad acercarse a él y completarnos.

Me tocaba a mí decir algo, pero seguía demasiado excitada por los besos y las caricias de antes, y verlos en ese instante empeoró mi estado. Cerré las piernas y las apreté, pero el gesto sólo consiguió recordarme lo mucho que los necesitaba. Gemí, y tanto uno como el otro me imitaron.

Entonces Rafferty levantó una mano y deslizó los nudillos por el esternón de James. Éste tembló de tal manera que pensé que iba a tener que tumbarse en la cama, pero consiguió mantenerse erguido.

—Ra…

—Chis, por favor, James —susurró Rafferty y después le desabrochó la camisa del todo. Cuando llegó al último botón, una gota de sudor resbalaba por el torso de James y yo estaba a punto de alcanzar el orgasmo sólo mirándolos. Raff llevó las manos hasta los hombros de él y le quitó la prenda, deslizándosela por los brazos.

James se dejó desnudar; tenía la cabeza gacha y observaba casi hipnotizado los movimientos del otro hombre.

La camisa cayó al suelo y Rafferty decidió que había llegado el momento de seguir adelante y destrozarnos por completo a los otros dos. O eso fue lo que sucedió cuando, con la cabeza bien alta, le preguntó a un James al límite:

—¿Y tú no vas a desnudarme a mí?

James parpadeó confuso, pero cuando la pregunta cruzó la niebla de deseo que con toda seguridad le enturbiaba la mente, apareció un brillo exquisito en sus ojos y me sonrió un instante antes de coger el borde del jersey y de la camiseta de Raff con los dedos. Los levantó despacio y aprovechó para deslizar las palmas por los abdominales y los pectorales que aparecieron ante sus ojos. Y cuando ambas prendas pasaron por la cabeza de Rafferty, las lanzó al suelo para poder acariciarle el pelo.

Le temblaron las manos cuando las acercó al rostro del otro hombre y las apartó un momento inseguro antes de tocarlo.

La noche anterior nos había dejado a los dos, a James y a mí, un poco inseguros respecto a Rafferty.

Éste lo notó, notó la duda de James y el dolor que nos causaba a ambos y le cogió una mano para acercársela a la cara. Se la apoyó en la mejilla y me miró a los ojos antes de cerrarlos y soltar el aliento.

La caricia desprendía tanta emoción que gemí sin poder evitarlo y los dos se volvieron hacia mí.

—¿Qué necesitas, princesa? Dilo. Sin ti, nada de esto tendría sentido. —James siguió acariciando el rostro de Raff, pero alargó una mano para tocarme los pechos.

Arqueé la espalda y separé las piernas.

—Hacedme el amor —pedí—. Quiero que me hagáis el amor.

Raff gimió y lo vi levantar las caderas y James volvió a hablar.

—Desnúdate, Ra, quítate los pantalones y hazle el amor a Marina. Los tres lo necesitamos.

Raff se mordió el labio inferior y, al cabo de unos segundos, se levantó de la cama para quitarse los vaqueros y los calzoncillos. James se quedó donde estaba, acariciándome los pechos y observando a Rafferty. Una vez desnudo, éste volvió a colocarse de rodillas en la cama, pero se inclinó hacia mí y buscó mis labios. Los suyos estaban ardiendo.

—Sí, Ra, hazle el amor a Marina. No la hagas esperar más. —La voz de James nos excitaba a los dos, lo supe porque a Rafferty se le escapó un gemido.

Entonces, me separó las piernas con cuidado y me penetró justo cuando más lo necesitaba, cuando estaba a punto de terminar sólo con verlos y oírlos. Me sujetó las caderas y me las levantó para entrar hasta donde los dos queríamos. Seguía besándome al mismo tiempo y su torso quedaba pegado al mío.

Era casi perfecto, sólo nos faltaba James. Aparté los labios de los de Rafferty y lo busqué con la mirada.

—James… a ti también te necesitamos. Por favor.

—Estoy aquí, princesa. Yo también os necesito.

Se había desnudado y estaba de pie detrás de Rafferty, que se incorporó lentamente al sentirlo, mientras seguía entrando y saliendo despacio de mi cuerpo. Él estaba de rodillas y con las manos me sujetaba de la cintura. Lo vi humedecerse el labio; los ojos se le dilataron y entonces susurró:

—James, por favor.

Éste rugió, no sabría definirlo de otra manera, y entonces se puso de rodillas detrás de Rafferty y lo abrazó por la cintura de tal modo que sus manos quedaban sobre la erección de Raff y de mi sexo.

—Gracias —dijo en voz muy baja, pegado al oído de él, y vi que se atrevía a darle un beso en el cuello.

Rafferty gimió y echó la cabeza hacia atrás, dándole acceso a su piel al mismo tiempo que empezaba a mover las caderas desesperado, penetrándome con brutal intensidad.

Abrí los ojos, el placer era tal que me obligaba a cerrarlos, pero quería ver a aquellos dos hombres enamorándose. Era el motivo de mi vida, amarlos y que me amasen. Amarnos.

James le siguió besando el cuello con suavidad, besos delicados que contradecían el modo en que sus manos lo tocaban y le presionaban el miembro y a mí los labios del sexo, buscando llevarnos al límite. Le besó también los hombros y le lamió el cuello.

Rafferty se estremeció y su erección creció hasta casi dolerme; entonces, James me capturó el clítoris entre los dedos y me llevó a un orgasmo que ni siquiera sabía que pudiera existir. Tuve que cerrar los ojos, pero oí que James le susurraba a Rafferty:

—Córrete, Ra, necesito verlo.

Éste gritó mi nombre una y otra vez y eyaculó con tanta fuerza que su cuerpo cayó sobre mí y sus labios me buscaron para retener parte de su cordura. Nos besamos, su boca no paraba de moverse, de temblar, de gemir, de morderme, y la mía tampoco.

Cuando por fin pude abrir los ojos, vi que James estaba a nuestro lado, completamente erecto, y mirándonos con tanto amor que una lágrima resbaló por mi mejilla.

No haato. Sois mi corazón —tradujo del japonés en voz baja—. En tan poco tiempo y ya sois mi corazón.

—James, vosotros también sois el mío. Bésame, por favor.

Rafferty seguía encima de mí; tenía el rostro escondido en mi cuello y podía sentir su erección estremeciéndose en mi interior. Los labios de James en los míos fueron la perfección, por fin los tenía a ambos.

James se tumbó en la cama y un segundo más tarde intentó abrazarnos a ambos. Moví una mano en busca de su cuerpo. Quería tocarlo y devolverle parte del placer que había sentido gracias a él, pero cuando mis dedos alcanzaron su erección, tropezaron con otros.

Abrí los ojos. James interrumpió el beso y se apartó para poder respirar y gemir de placer. Rafferty me miró y dijo:

—Ayúdame, por favor.

Sus dedos acariciando el miembro de James eran firmes e inseguros al mismo tiempo, porque nunca habían tocado así a otro hombre. Sin embargo, estaba decidido a hacerlo y el hecho lo excitaba muchísimo, como evidenciaba la reacción de su pene, que yo todavía podía sentir en mi interior.

—No hace falta, Ra —susurró James, generoso como siempre—. Me basta con Marina, puedo esperar a que tú también quieras tocarme. —Gimió y apretó los dientes para poder continuar—. Has dejado que yo te tocara, no tienes que devolverme…

—Cállate, James. Quiero hacerlo —lo interrumpió Rafferty, empezando a mover los dedos que tenía entrelazados con los míos.

James dejó caer entonces la cabeza en el hueco de mi cuello y gimió con todas sus fuerzas. Movió las caderas al mismo ritmo que nosotros movíamos los dedos, su torso fuerte vibraba pegado a mi costado y su lengua se deslizaba por mi piel en busca de mi sabor.

—Más, necesito más —suplicó, abandonando la actitud de control y serenidad que probablemente había mantenido para Rafferty y para mí—. Más, Marina.

Bésame.

Busqué sus labios y no dejé de besarlo ni un segundo. Le mordí el labio inferior porque sabía que le gustaba y después le recorrí la boca con la lengua, me tragué sus gemidos y sus gritos, y cuando su cuerpo se tensó y arqueó la espalda hacia atrás al llegar al clímax, aparté la boca de la suya porque quería besarle el cuello, el torso, los hombros, todo su cuerpo.

Rafferty también se había excitado, y cuando James eyaculó, él también volvió a hacerlo dentro de mí. Yo perdí el control y me estremecí, perdida en ese deseo que nos envolvía a los tres. Besé a James de nuevo, necesitaba tenerlo cerca, más cerca. Rafferty me besó a mí el cuello y los pechos, sin dejar de mover la mano en la erección de James.

Al terminar, éste me abrazó y me besó con la dulzura que lo embargaba al terminar. Lo miré a los ojos al apartarnos y supe que también quería besar a Rafferty, pero articuló sin palabras:

—Esperaré.

Asentí. Raff estaba tumbado sobre mí y no oyó nada, pero alargó la mano para coger una de las de James y se la llevó a los labios para darle un beso. No fue un beso en los labios, pero suspiró al tocar la piel del otro hombre.

Los tres nos quedamos dormidos y cuando nos despertamos la mañana del domingo, sólo estábamos James y yo en la cama. Durante unos segundos me asusté, temí que Rafferty se hubiese despertado y, avergonzado de nuestro encuentro, se hubiese ido, pero entonces le oí cantar en la cocina y adiviné que nos estaba preparando el desayuno.

Fue una de las mejores mañanas de mi vida.