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No debería haber caído en la tentación que representaba aquel hombre. Tendría que haber hecho caso a mi instinto de supervivencia que me decía que era demasiado pronto y que no podía volver a arriesgar mi pobre y destrozado corazón.

James Cavill era fascinante, su fuerza era contagiosa y el magnetismo animal que desprendía se metía por todos los poros de mi piel. Estando con él, tenías la intuición de que podías ponerte en sus manos y dejarte llevar. Era una sensación tranquilizadora y embriagadora.

Nunca me había considerado una mujer de esas que buscan que un hombre cuide de ellas, pero durante ese primer almuerzo con James, me di cuenta de que él sí era la clase de hombre que inspira que te dejes cuidar. Era decidido, sensual, seguro de sí mismo y tan misterioso que no sabías si era de verdad o un personaje creado por tu imaginación.

—Cuéntame por qué decidiste dedicarte al Derecho medioambiental —me dijo, mientras me servía un poco más de vino blanco.

Me había llevado a un restaurante del centro de la ciudad. Había insistido en ello.

Para ser un hombre que supuestamente no vivía en Londres, se lo conocía a la perfección y consiguió sorprenderme con su propuesta. El Berners Tavern estaba ubicado en un antiguo edificio con un techo tan alto que quitaba el aliento y la comida era absolutamente deliciosa.

—Mis padres son muy aficionados al arte y a mis dos hermanos y a mí siempre nos llevaban de viaje a ver museos y catedrales. Solíamos viajar en coche, porque mi madre decía que prefería discutir con nosotros en el coche que en un avión.

»Recuerdo que nos pasábamos horas en la carretera y que un día me di cuenta de que me gustaba más ver el paisaje que cruzábamos para llegar a nuestro destino que los cuadros o las esculturas de los museos.

—Supongo que tiene sentido, la naturaleza también es una obra de arte. ¿Qué? —Me miró con una sonrisa en los labios.

—Nada —le contesté—. Sólo es que me sorprendes.

Nada más.

—Ah, comprendo. Creías que porque trabajo en una gran multinacional quiero destruir el planeta —se burló.

—No —me sonrojé—, bueno, tal vez un poco.

James se rió y su risa me acarició la nuca y me erizó la piel. Él se dio cuenta y colocó una mano encima de la que yo tenía en la mesa.

—Me gusta mi trabajo, pero nunca he pensado que me definiera como persona. No es lo que soy.

—¿Y qué eres?

No aparté la mano, podía sentir el calor que desprendía su piel sobre la mía.

—Un hombre que se siente muy atraído por ti y que quiere averiguar por qué tienes los ojos tan tristes.

La mención de mi tristeza me llevó a recordar a Rafferty y se me encogió el corazón al pensar que estaba allí sentada, flirteando con otro hombre. No tuve más remedio que retirar la mano. James me permitió retroceder unos centímetros, hasta que me la capturó y entrelazó con cuidado los dedos con los míos.

—Me siento halagada.

—No te lo he dicho para halagarte, te lo he dicho porque es la verdad y porque hace mucho tiempo me prometí que siempre sería sincero conmigo mismo y con los demás.

Sonreí con tristeza.

—Es un gran consejo. Conozco a alguien que debería aprender de ti y no ocultar sus verdaderos sentimientos a los demás.

Me apretó ligeramente los dedos.

—Cuéntame por qué dices eso.

—No, no puedo. —Aparté la mano y en esta ocasión él accedió a dejarme ir—. No es mi historia. Pero puedo decirte que no estoy preparada para esto. Tú te irás dentro de unos días y yo…

—Yo no me voy a ninguna parte, Marina.

Volví a sonrojarme, esta vez de vergüenza, y aparté la vista.

—Lo siento, pero esta metedura de pata demuestra que no soy de la clase de mujer a la que estás acostumbrado.

—Debes saber una cosa de mí: no soy lo que te esperas. No tengo una clase de mujer, ni de persona.

Me sorprendió verlo enfadado, no entendía que mi comentario le hubiese molestado tanto.

—Yo sólo…

—No, no te disculpes —me interrumpió—. No has hecho nada malo. En realidad, soy yo el que debería disculparse. Es evidente que no quieres mantener esta clase de conversación ahora. No debería haberte presionado. —Relajé los hombros y él añadió—: Lo que no significa que no quiera mantenerla en otro momento. Te aseguro que esto sólo es una leve retirada, no una rendición.

—No merece la pena, créeme.

—Voy a contarte una cosa. Supongo que antes de la reunión de hoy, habrás buscado información sobre mí, ¿me equivoco?

—La buscó Amelia.

James asintió sin prácticamente inmutarse.

—Me crié en Japón, mi padre trabajaba en el cuerpo diplomático. De pequeño, soñaba con volver a Inglaterra y llevar una vida normal. Mis padres me prometieron que cuando cumpliera dieciocho años y tuviera que ir a la universidad, volveríamos a Londres, y utilicé esa excusa para no implicarme en nada de lo que sucedía a mi alrededor. Ellos murieron unos meses antes de que regresáramos.

—Oh, lo siento. No lo sabía.

Levantó una mano para detenerme y, aunque con el gesto le quitó importancia a esa última información, no terminé de creérmelo.

—Fue hace mucho tiempo. En cualquier caso, me enseñó que la vida desaparece así de rápido —chasqueó los dedos—, y que cuando quieres algo, tienes que luchar para conseguirlo. A cualquier precio.

Hablaba con tanta pasión, con tanta intensidad, que resultaba hipnótico. No sabía qué decirle. A pesar de la atracción que sentía por él, acababa de conocerlo y no podía contarle que meses atrás me había enamorado de un hombre al que había dejado porque quería hacer un trío.

Pero James me miraba expectante.

—Hay veces —empecé tras carraspear— en que el precio es demasiado alto.

—Nunca.

Fue una frase tan rotunda que no pude evitar reírme.

—Tiene que ser maravilloso estar tan seguro de uno mismo —le dije, sintiéndome más cómoda.

Flirtear con un ligón, que era lo que me había parecido James con ese último comentario, sí que sabía hacerlo.

Pero me salió el tiro por la culata.

—Tienes una risa preciosa, Marina. Ahora no sólo querré saber qué te ha pasado para que estés triste y asustada, sino que también querré hacerte reír.

—¿Siempre eres tan directo?

—Siempre, ya te he dicho que no quiero tener más remordimientos.

—¿Y crees que yo sería un remordimiento?

—Sé que lo serías. Mira, no pienses en eso ahora.

Llegué a Londres hace una semana y tengo intención de quedarme aquí. He viajado durante mucho tiempo, tal vez demasiado, ahora quiero algo completamente distinto. Tú y yo vamos a vernos muy a menudo para confeccionar el informe de la petrolera y voy a invitarte a cenar, a comer o a salir conmigo todas y cada una de las veces.

—No voy a aceptar.

—Sí, sí aceptarás. Ya lo verás.

Luego volvió a cambiar de tema de conversación y consiguió relajarme de nuevo. Me resultaba muy difícil mantener las distancias y si hubiese insistido un poco más, quizá le habría contado por qué no estaba dispuesta a salir con nadie, pero no lo hizo.

Me invitó al almuerzo y después insistió en acompañarme de regreso a la oficina. Durante el paseo, me contó algunas anécdotas de su vida en Japón como si fuéramos viejos amigos y el tiempo pasó tan rápido que cuando nos detuvimos frente a la puerta de la ONG deseé que ésta estuviese todavía muy lejos.

—Gracias, James —le dije sinceramente.

—De nada, Marina. —Me sonrió porque adivinó a qué me refería—. ¿Te va bien que nos reunamos mañana a las diez en Britania Oil? Esta tarde pediré que me preparen la información que me habéis solicitado y así podremos ponernos a trabajar de inmediato.

—Sí, allí estaré.

—Te estaré esperando, señorita Coffi.

Se inclinó antes de que pudiera adivinar que iba a hacerlo y me besó en la mejilla izquierda. Se apartó con una sonrisa en los labios y se marchó sin decirme nada.

Yo me quedé allí plantada, mirándolo mientras se alejaba. El corazón me latía muy deprisa y se me había encogido el estómago. Era una sensación agradable que creía que no volvería a sentir en mucho tiempo y me permití saborearla.

Cuando entré en la oficina, saludé a mis compañeros y fui a mi despacho para organizar los casos en los que estaba trabajando. Aceptar el encargo de la petrolera podía significar un gran cambio para nosotros, pero no por ello íbamos a dejar de lado los otros temas de los que nos estábamos ocupando. Amelia me había dicho antes que ella se ocuparía de los que pudiera, yo podía hacerme cargo de otros, y del resto alguno de los abogados con los que trabajábamos.

Estaba tan contenta que me resultó muy fácil concentrarme, era como si me hubiesen quitado un peso de encima. Igual que tras un período de luto por la pérdida de un ser querido, sentí que por fin me estaba despidiendo de Rafferty. Me dio pena y se me encogió el corazón un segundo. Siempre había soñado que el día que me enamorase de verdad sería para siempre, y de Raff me había enamorado mucho, de esa manera loca e instantánea y apasionada que sólo sucede la primera vez.

No había salido bien, Raff y yo no éramos lo que el otro necesitaba. Tal vez yo jamás entendería ni respetaría lo que él me había pedido y probablemente él no entendería que yo me hubiese negado a dárselo, pero la conclusión final era la misma: no podíamos estar juntos.

Si nos hubiéramos mentido y hubiésemos seguido adelante, nos habríamos hecho muy infelices. Él me habría engañado y quizá yo también.

Era un alivio asumir que, a pesar del dolor, había dado el paso correcto. El tiempo lo curaba todo y acababa de conocer a un hombre increíble que había reconocido sentirse muy atraído por mí.

La vida era maravillosa.

La puerta de mi despacho se abrió y apareció Amelia.

—Estás sonriendo —me dijo, desprendiendo felicidad.

—Sí, supongo que sí.

—Me alegro. —Apartó la silla que había frente a mi escritorio y se sentó—. Vamos, cuéntame qué tal ha ido con James.

Durante media hora nos permitimos comportarnos como adolescentes, hablamos de lo guapísimo que era el señor Cavill y de sus impresionantes ojos grises. Sin embargo, mi amiga no fue capaz de ocultar que en el fondo seguía preocupada por mí y por el tiempo que me había llevado recuperarme de mi ruptura con Rafferty.

—Prométeme que esta vez intentarás ir más despacio.

—Tú sabes perfectamente que estas cosas no pueden controlarse.

No quería discutir con Amelia, había tenido un día increíble y no quería estropearlo. Además, aunque su preocupación fuese lógica y se basase en el cariño que nos teníamos, ella también se había enamorado en cuestión de días y en circunstancias todavía más rocambolescas que las mías.

—Lo sé —reconoció—, pero al menos prométeme que tendrás cuidado.

—Te lo prometo. Yo tampoco quiero que vuelvan a romperme el corazón.

Amelia asintió y me contó que Daniel y ella habían almorzado cerca del bufete de él, Mercer & Bond, porque Daniel estaba ejerciendo de asesor en la fusión de dos bancos escoceses. Esa clase de negocios siempre me habían parecido aburridos; sin embargo, me produjo gran satisfacción oír que Daniel volvía a trabajar después del accidente.

Y al pensar en él y en las semanas que había pasado en coma en la cama del Royal Hospital, el rostro de Rafferty se materializó en mi mente.

—¿Te sucede algo, Marina?

Sacudí la cabeza y vi que Amelia me miraba con una ceja en alto. Al parecer, me había quedado más tiempo del que creía perdida en mis recuerdos.

—¿Sabes algo de Rafferty?

La pregunta la pilló por sorpresa, eso fue más que evidente. Las dos habíamos decidido tácitamente que no volveríamos a mencionar su nombre. Yo me imaginaba que Amelia lo había visto en alguna ocasión; al fin y al cabo, él era el mejor amigo de Daniel, pero nunca me lo había mencionado.

—Sí.

—¿Cómo está?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí, de verdad. —Vi que no se decidía y añadí—: Me siento culpable, Amelia.

—¿Por qué? ¿De qué?

—De sentirme atraída por James, de haber ido a comer con él, de haberme reído con él. De haber tenido ganas de que me besara —confesé—. Siento como si le estuviese siendo infiel a Rafferty.

—No digas tonterías, Marina. Rafferty y tú ya no estáis juntos, no le estás siendo infiel.

—Lo sé y cuando consigo pensar con la cabeza —me la toqué con dos dedos—, lo entiendo así. Pero hay momentos en los que no puedo evitar pensar que no estamos juntos por mi culpa y que si yo hubiese accedido a lo que me pedía habríamos salido adelante. Le dejé y él me dijo que me quería.

—Y me gusta pensar que te dijo la verdad, Marina, pero si ese día viste claro que él y tú no podíais estar juntos, no sigas torturándote con eso.

—Sí, tienes razón.

—Ya verás cómo dentro de nada dejas de sentirte culpable, no te preocupes.

—No me has contestado. ¿Cómo está Rafferty?

Amelia cogió aire antes de volver a hablar, resignada a decirme la verdad.

—Está bien, en Francia. Daniel habló con él el otro día y me dijo que lo había oído cansado y distante. Sí, creo que ésas fueron las palabras que utilizó.

—¿Sabes si va a quedarse allí mucho tiempo?

Recordé lo que Rafferty me había contado sobre aquella pareja de París con la que formó un trío durante años y me hirvió la sangre.

—Creo que de momento no tiene previsto volver, ¿por qué lo preguntas? ¿Cambiarían algo las cosas si volviera mañana?

—No, por nada. Y no, aunque Rafferty Jones apareciera mañana, las cosas no cambiarían. Lo nuestro acabó en Italia y es mejor que los dos sigamos nuestro camino por separado.

—Supongo que sí, pero aunque no me lo has pedido, deja que te dé un consejo. A veces hay caminos que da mucho miedo seguir, pero cuando los emprendes, sabes que tu vida no habría valido la pena si no los hubieras elegido.

—¿Desde cuándo eres tan profunda? —intenté bromear.

—Desde que me atreví a estar con Daniel y descubrí de lo que soy capaz por amor y lo mucho que vale la pena arriesgarse a sentirlo.

El modo en que me miró me inquietó e impidió que hiciese ningún otro comentario a la ligera. Carraspeé nerviosa y desvié la vista hacia la pantalla del ordenador, que se me había bloqueado. No me gustaba sentirme una cobarde.