9
Salí a cenar con James.
Me llevó a un local maravilloso, pequeño y de ambiente muy acogedor, y después fuimos a un íntimo concierto de jazz. Él me tocaba siempre que podía, me colocaba la mano en la espalda de una manera que dejaba claro ante cualquiera que nos viese que me consideraba suya. Y yo empezaba a sentirme así.
Cuando las notas del saxofón se desvanecieron en el aire, le hizo señas a un camarero para que le sirviese una copa. James era un hombre dispuesto a disfrutar de todos los placeres de la vida sin pedirle permiso ni perdón a nadie. El modo en que comía, bebía, escuchaba música, besaba… todo indicaba que sabía perfectamente lo que le daba placer, y que no iba a disculparse por ello.
Estar con él era abrumador. Me bastaba con mirarlo para que un cosquilleo de deseo me recorriese la espalda hasta instalarse entre mis piernas.
Además, James creía firmemente en la anticipación.
Decía que, a menudo, el placer perdía intensidad si se corría hacia él sin sentido, si se alcanzaba demasiado rápido o con demasiada facilidad.
Tuvimos esa conversación hablando de un cuadro, de El nacimiento de Venus, de Botticelli, pero yo me estremecí entera como si hubiéramos estado hablando de sexo. James me contó que mientras estaba en Japón se había obsesionado con ese cuadro, pero que, dadas las circunstancias que rodearon su regreso a Inglaterra, cuando volvió a Londres no pudo ir a Italia a visitarlo en la Galería de los Uffizi. Tardó años en hacerlo y cuando por fin lo vio, sintió que la espera había valido la pena.
Me dijo que si lo hubiera visto justo después de la muerte de sus padres, no habría sido capaz de apreciarlo, que el dolor le habría impedido disfrutar de su belleza.
No obstante, cuando lo pudo contemplar, se quedó prendado de ella. Me habló de lo que sintió al estar ante la obra, de la emoción que lo embargó y de cómo siempre perseguía esa sensación en todo lo que hacía.
No hablamos en ningún momento de trabajo. James ya me había dejado claro el día anterior que, para él, la atracción que sentíamos el uno por el otro no tenía nada que ver con nuestra relación profesional, y esa noche volvió a demostrarme que era verdad.
Nunca se me pasó por la cabeza que él pudiese estar utilizándome. Todavía no acababa de entender por qué Britania Oil estaba tan interesada en ese informe, pero sabía que si el que les entregásemos nosotros no les gustaba, encontrarían el modo de saltárselo o de sustituirlo. Y también sabía, para mi sorpresa, que James nunca me engañaría al respecto.
Él poseía una extraña honradez, una sinceridad que incluso podía llegar a ser brutal. Quizá otra persona se habría asustado, pero a mí, después de lo que me había sucedido, me parecía uno de sus rasgos más atractivos.
El concierto de jazz llegó a su fin y me acompañó a casa en su coche. Lo había comprado nada más llegar, me explicó, y el detalle, por pequeño que fuese, me demostró que también había dicho la verdad en lo de quedarse en Londres.
Condujo por la ciudad con la misma seguridad y confianza con que lo hacía todo, y como si su magnetismo consiguiese incluso dominar el tráfico, encontró un lugar para detener el Jaguar frente a la verja de mi casa.
—Gracias por la cena y por el concierto, James.
Me planteé la posibilidad de invitarlo a subir. Hacía meses que Amelia se había mudado a vivir con Daniel y volvía a tener el apartamento para mí sola.
James detuvo el motor, se giró hacia mí y me besó sujetándome la cara entre las manos. Deslizó la lengua en mi boca y no paró hasta que me arrancó un gemido.
—No me invites a subir —me dijo al apartarse—. Invítame mañana, ¿de acuerdo?
Lo miré confusa y por un segundo me dolió que no quisiera subir, porque pensé que tal vez no me deseaba, pero entonces vi lo mucho que le costaba respirar y lo excitado que estaba y tiré de él para volver a besarlo.
James gimió y me sentí la mujer más poderosa y sensual del mundo.
—Te deseo, James —le confesé. Aquel hombre me volvía loca.
—Deséame más mañana.
Tiró de mí y me levantó del asiento para sentarme en su regazo. La calle estaba desierta, pero algo dentro de mí me dijo que no me habría importado que nos vieran. Lo único que me importaba era besarlo y sentir de nuevo sus caricias.
—James…
Le besé el cuello y respiré hondo. Todo él era adictivo, empezando por el olor de su piel y terminando por el sabor de sus labios. Me tocó el pelo y buscó otra vez mis labios para besarme de nuevo. Levantó las caderas un segundo para dejarme sentir lo excitado que estaba y me mordió el labio inferior antes de soltarme.
—Deséame más mañana, Marina —repitió—. Por favor.
Lo miré y, con cuidado, me aparté y volví a mi asiento. Comprendí que James no quería que me acostase con él sólo para saciar mi cuerpo: quería que mi mente también se muriese por estar a su lado.
No se lo dije, pero ya lo había conseguido. No había pensado en Rafferty en toda la noche, y dudaba mucho de que lo hiciera al acostarme.
—Mañana —accedí abriendo la puerta.
Él se quedó en el coche unos segundos. De reojo, lo vi respirar despacio y flexionar los dedos, pero al final también abrió la puerta y bajó del vehículo. Me acompañó hasta el portal sin tocarme y esperó a que abriese, tras tres intentos fallidos por mi parte de acertar con la llave.
—Iré a tu despacho por la mañana, a las diez —me dijo entonces, con otro tono de voz—. Quiero enseñarte una cosa que he encontrado esta tarde en mi oficina.
—De acuerdo.
—Y por la noche iremos a cenar.
Volvió a cambiarle la voz y sonreí.
—De acuerdo.
—Buenas noches, Marina.
—Buenas noches, James.
Subí en el ascensor con el corazón acelerado y un agradable cosquilleo recorriéndome la piel. Entré en casa y no sentí que las paredes me abrumasen ni que la tristeza reapareciera. Estaba feliz, los besos de James todavía me tenían en una nube y me acosté pensando en él.
Al día siguiente lo desearía más.
Me desperté a la hora de siempre, pero con una sensación distinta. Había dado un paso adelante, había aparecido una persona nueva en mi vida que me había devuelto la ilusión y que además era increíblemente atractivo y sensual. No podía creerme que James hubiese aparecido justo cuando más lo necesitaba y que estuviese resultando ser tan perfecto.
De camino al trabajo, repasé mentalmente los casos que tenía que reasignarle a Amelia o a otro de mis compañeros para poder hacerme cargo del informe de la petrolera. No eran demasiados, pero había dos o tres temas urgentes de los que quería ocuparme personalmente.
Entré tan concentrada, que no me di cuenta de que Roger, uno de nuestros biólogos, me hacía señas. Lo vi moverse y mirarme de un modo extraño, pero no le di importancia. Roger estaba recién licenciado y lo habíamos contratado hacía unos meses. Se desenvolvía muy bien, pero de vez en cuando me hacía alguna consulta, así que pensé que se trataba de eso.
Cuando abrí la puerta de mi despacho, vi que me había equivocado y que el bueno de Roger intentaba advertirme de que había alguien esperándome.
Alguien que jamás habría adivinado.
—Rafferty. —Pronuncié su nombre en voz baja al reconocerlo, a pesar de que estaba de espaldas a la puerta.
A lo largo de los meses que estuvimos juntos, él visitó la ONG en distintas ocasiones, algunas solo y otras acompañado de Daniel cuando éste venía a recoger a Amelia. No habían sido muchas, pero las suficientes para que Roger o cualquiera de mis compañeros pudiese adivinar que entre él y yo existía una relación.
Se dio la vuelta despacio, y durante esos segundos lo vi respirar hondo. Cuando lo tuve frente a mí, el amor que había sentido por él, y que creía haber dejado atrás, resurgió con toda su fuerza en mi interior.
Habría gritado de rabia. No había derecho. Se suponía que Rafferty no iba a reaparecer nunca y que yo ya no lo quería, que ya no sentía nada por él.
Me había empezado a enamorar de James, esa última noche sólo había soñado con él y me había levantado impaciente y ansiosa por verlo y besarlo. Rafferty no podía estar allí, sencillamente, no podía.
—Hola, Marina.
Estaba tan atractivo como antes, tal vez más. Tenía el pelo un poco más largo y una barba de dos días le oscurecía las mejillas. Parecía cansado, no físicamente, pero sí en el alma. Llevaba unos vaqueros, un jersey de pico azul marino del que sobresalía una camiseta blanca, y encima su cazadora de cuero marrón. El casco de la moto estaba encima de mi mesa como si nunca se hubiese alejado de ella.
Le habría abrazado, así que cerré los puños con fuerza para contenerme y planté los pies con firmeza en el suelo para no acercarme a él.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—He vuelto, te echaba de menos.
—No —farfullé—, no puedes hacerme esto.
—¿Tú no me has echado de menos?
Me aparté de la puerta y me acerqué a él, que tampoco se había movido de donde estaba. Me detuve sin llegar a tocarlo y lo miré a los ojos. Sí, estaba cansado, y triste. Pero no tenía derecho a estarlo, igual que tampoco tenía derecho a reaparecer así sin avisar.
—¿Qué quieres, Rafferty? —Me crucé de brazos, un gesto de protección y para mantener las distancias.
—Quiero recuperarte.
—¿Acaso han cambiado las cosas? ¿Ya no sientes esa necesidad de acostarte con un hombre y una mujer al mismo tiempo? —Con cada palabra, el dolor que había sentido en aquella plaza de Siena volvía a hundirse en mi pecho y mi humor empeoraba—. ¿Acaso ahora tendrás suficiente conmigo?
Habría podido mentirme, lo sé, pero no lo hizo.
—No, pero voy a intentarlo. —Levantó las manos, que le temblaban, y me sujetó por los antebrazos—. Tengo que intentarlo, Marina. No puedo estar sin ti, voy a volverme loco de lo mucho que te necesito.
—Yo…
—Dime que tú también me necesitas, por favor.
Si Rafferty me hubiese mentido, si hubiese afirmado que se había olvidado de lo que me había pedido en Italia, habría podido rechazarlo. Me habría sentido insultada y me habría apartado de él sin dudarlo. Pero no lo había hecho, había sido sincero y me había enseñado la descarnada desesperación que ardía en su interior. Tuve que besarlo, tuve que hacerlo porque no podía soportar verlo sufrir de esa manera.
Aflojé los brazos y, con una mano, le acaricié la barba mientras me ponía de puntillas. Cuando separó los labios bajo los míos, soltó el aliento y respiró como si llevase todos esos meses que habíamos estado separados sin hacerlo. Introduje la lengua en el interior de su boca y su sabor se extendió por mis venas y me anudó el estómago.
Rafferty me soltó los antebrazos y me rodeó por la cintura para atraerme hacia él y eliminar la distancia que nos separaba. Movió las manos por mi espalda y tomó el control del beso. Los movimientos de su lengua y de sus labios también estaban marcados por la rabia y el deseo, igual que los míos; los dos estábamos furiosos con el otro por lo que había sucedido y los dos nos estábamos resarciendo de los meses que habíamos estado separados.
Estaba tan aturdida por tener de nuevo a Rafferty conmigo, por sentir su sabor y su olor tan cerca, que no oí que la puerta se abría.
—Hola, Marina.
Solté a Rafferty y, avergonzada, me volví hacia la voz de James. Deseé que la tierra se me tragase y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas.
¿Cómo había sido capaz de besar a Rafferty de esa manera después de lo que había sucedido el día anterior con James? ¿Acaso no tenía moral ni principios y sólo me dejaba guiar por el deseo? ¿Acaso mi corazón era incapaz de serle fiel a uno de esos dos hombres?
La angustia me revolvió el estómago e intenté apartarme de Rafferty, pero él apretó los brazos alrededor de mi cintura y no me lo permitió. Yo tenía la cabeza gacha y podía ver cómo su pecho subía y bajaba. Raff no era un hombre violento y, sin embargo, la tensión que lo dominaba en esos momentos era incluso palpable.
Me tocaba a mí hacer algo, pedirle a uno de los dos que se fuera y disculparme con el otro. Dar alguna clase de explicación.
Estaba intentando encontrar el valor necesario para levantar la cabeza, cuando noté unos dedos bajo el mentón levantándomela con suavidad. James.
—Chis, tranquila —me dijo, cuando nuestras miradas se encontraron—, no pasa nada.
Entonces, como si aquél no fuese ya el momento más difícil de mi vida, se inclinó y me besó. No fue un beso breve, primero posó los labios sobre los míos con suavidad y me los separó despacio con la lengua. Acto seguido, me los recorrió de un lado a otro, capturando mi sabor y mis temblores.
Yo eché la cabeza hacia atrás, pero James me acarició la nuca y me empujó delicadamente hacia delante para seguir besándome. Tenía una mano en mi pelo, reteniéndome sin apenas intentarlo, y la otra en mi mejilla, acariciándome el pómulo y deteniendo las lágrimas.
—Tranquila —volvió a susurrar, mirándome a los ojos—, todo va salir bien. Bésame.
Volvió a acercar sus labios a los míos. Sentí de nuevo su lengua y no pude evitar cerrar los ojos y rendirme al beso. Notaba los brazos de Rafferty sujetándome por la cintura y las manos de James en mi cara y mi nuca.
Una voz en mi cerebro me decía que no podía besar a James delante de Rafferty, pero la presión que hasta entonces me había estado asfixiando desapareció con su beso. Sentí la lengua de James seduciéndome despacio, recorriendo el interior de mi boca con dulzura, eliminando la tristeza que antes me había producido el beso de Rafferty.
Yo tenía ambas manos en el pecho de éste y noté que se le aceleraba el corazón. Dejé una allí y llevé la otra al torso de James, porque también necesitaba tocarlo.
Cuando la posé en los botones de su camisa, sentí que se le alteraba la respiración y un ronquido le subió por la garganta hasta perderse en mis labios y deslizarse por la mía.
Suspiré y separé los labios para que James pudiese besarme como ambos necesitábamos. Y, durante ese instante, con la boca de él en la mía, con sus manos en mi rostro y los brazos de Rafferty en la cintura, no pensé en nada y sentí que allí era exactamente donde debía estar.
Hasta que oí que Rafferty respiraba entre los dientes, un sonido mezcla de deseo, dolor y emociones, que en aquel instante no fui capaz de comprender, y me aparté de James para que dejase de besarme.
James me miró a los ojos, el brillo que vi en los suyos, la satisfacción que los iluminaba, me reconfortó tanto que evitó que me asustase por lo que acababa de suceder. Me dio un último beso en los labios, breve e incluso casto, y, acariciándome el pelo, se incorporó y miró a Rafferty.
—Tú debes de ser Rafferty —le dijo y el modo en que lo miró a los ojos me hizo entrar en calor.
Lo contemplaba con una intensidad parecida a como me miraba a mí. No era exactamente igual, pero nunca había visto a un hombre mirar así a otro. La reacción que causó en mi cuerpo ver esa mirada me dejó tan aturdida que tardé varios minutos en asimilarla.
No me molestó que James mirase a Rafferty; no era una mirada lasciva ni sensual. Lo estaba mirando como si ese otro hombre le importase.
Rafferty entrecerró los ojos un segundo y apretó los labios con fuerza. Habría dado lo que fuera por saber qué pensaba. El corazón le latía tan rápido que incluso me asusté e, inconscientemente, le acaricié el pecho. Al sentir la caricia, me soltó como si le hubiese hecho daño y nos miró a James y a mí como un león acorralado.
—Tengo que salir de aquí.
Fue lo único que dijo antes de coger el casco y abandonar muy alterado el despacho. Yo sacudí la cabeza para quitarme de encima el estupor de los besos y la confusión. Tenía que ir tras él, no podía coger la moto en ese estado. Tendría un accidente.
Di un paso adelante, pero James me sujetó por la cintura y me detuvo. Antes de que pudiera decirle que me soltase, me preguntó:
—¿Confías en mí?
—Sí —le contesté de inmediato, sorprendiéndonos a ambos.
—Entonces deja que vaya yo tras él.
—Tú no conoces a Rafferty.
—Deja que vaya yo tras él, Marina —repitió—. Te prometo que después volveré a buscarte.
—Yo no… —Me mordí el labio inferior.
—Hace unos minutos has confiado en mí, has dejado que te besara delante de él porque sabías que yo me ocuparía de todo. Deja que vuelva a hacerlo.
Me sonrojé y entré en calor. Todavía no podía creerme que hubiese hecho eso.
—Está bien.
—Gracias.
Se inclinó y, tras darme otro beso en los labios, salió corriendo en busca de Rafferty.