15

Llegó el viernes. Yo estaba tan nerviosa que me había pasado la mañana entera mirando el reloj y corrigiendo errores de mecanografía en los documentos que había intentado escribir. Al mediodía me di por vencida y le dije a Amelia que me iba a mi casa a descansar, porque tenía la sensación de que estaba cogiendo un resfriado.

No había vuelto a ver a Rafferty desde la cena con Daniel y Amelia, había hablado con él por teléfono varias veces, pero no nos habíamos vuelto a ver. Sabía que en el bufete donde trabajaba le habían adjudicado una cuenta muy importante y que requería toda su atención, y también que había quedado con su padre para comer y con su madre para tomar el té. En nuestras conversaciones telefónicas no me había preguntado por James directamente, pero en todas ellas se las había ingeniado para averiguar cómo estaba, y yo se lo había permitido.

En lo que se refería a James, sólo nos habíamos visto una vez, pero fue en una reunión con otros directivos de la petrolera y no pudimos besarnos ni hablar de nada personal, aunque él consiguió acariciarme la mano por debajo de la mesa durante unos segundos. Aparte de eso, también habíamos hablado por teléfono. Me había contado que su búsqueda de piso estaba siendo un verdadero fracaso y quedamos en que lo acompañaría en su próxima cita con el agente inmobiliario.

Él sí me había preguntado por Rafferty directamente y el día antes de la cena, los dos decidimos que sería mejor que llegásemos por separado a su casa, tal vez así Rafferty no empezase la noche a la defensiva.

El viernes, después de dudar más de media hora frente al armario, elegí un vestido que no recordaba haberme puesto ni con uno ni con otro, de fina lana verde.

Quería que esa noche fuese el principio de algo mágico, de nuestra historia, y no quería que nada, ni siquiera yo, les recordase el pasado.

Seguí el mismo criterio a la hora de elegir la ropa interior, a las medias no les di la misma importancia, y tampoco a las botas. Ya vestida, me sequé el pelo y me maquillé con suavidad: colores rosados en las mejillas, eyeliner y un ligero toque de pintalabios. En cuanto terminé de arreglarme, bajé a la calle y me subí al primer taxi que encontré.

No quería quedarme sentada en el sofá, dudando de todas y cada una de las decisiones que había tomado.

Miré el reloj del taxímetro y vi que sólo faltaban unos minutos para la hora acordada. Pagué al conductor y bajé frente al portal de la casa de Rafferty. Eché de menos la presencia reconfortante de James; en poco tiempo había llegado a ser vital para mí, y se me encogió el estómago al pensar que al cabo de unos minutos los vería a ambos de nuevo. Respiré hondo y subí decidida los escalones.

Llamé a la puerta, que se abrió en cuestión de segundos, como si hubiesen estado esperando detrás de la misma.

—Hola —suspiré al ver a Rafferty.

Por lo visto acababa de ducharse, pues todavía tenía el pelo de la nuca húmedo, llevaba vaqueros, botas y una camiseta negra. La casa olía a las mil maravillas, de la cocina salía un aroma exquisito que no lograba identificar.

—Hola —me respondió él con una sonrisa. Las conversaciones de esa semana nos habían ayudado a recuperar cierta normalidad—. Estás preciosa, como siempre.

Se inclinó y se detuvo a escasos milímetros de mis labios, como si me pidiera permiso. Tiré de él cogiéndolo de la camiseta y lo besé. No nos separamos hasta que se nos oyó gemir, poniendo en evidencia la intensidad y el deseo que había ido creciendo con el beso.

La puerta de la calle estaba cerrada a mi espalda y me apoyé en ella para recuperar el aliento. Rafferty me acarició la cara con los nudillos de una mano y carraspeó.

—Me alegro mucho de que hayas venido, tenía ganas de verte.

—Yo también.

Sonó una campanilla en la cocina y él se apartó para ir a vigilar la cena. Yo aproveché para quitarme el abrigo y colgarlo en el perchero junto con el bolso, y después fui a su encuentro.

Se me aceleró el corazón al ver la mesa del comedor elegantemente preparada, con tres cubiertos y dos velas blancas encendidas en el centro. Era un ambiente elegante y discretamente romántico.

Entré en la cocina sin hacer mención de la mesa y me quedé sin habla durante unos segundos al ver lo cuidadoso que había sido Rafferty al preparar esa velada. A él le gustaba cocinar, eso lo había visto durante los meses que habíamos estado juntos, pero una parte de mí había temido que para esa noche adoptase una postura más distante y hubiese elegido encargar la cena a un restaurante. Que hubiese decidido prepararla él probablemente significaba mucho más de lo que el propio Rafferty estaría dispuesto a reconocer.

—¿Cómo puedo ayudar? —me ofrecí en cuanto recuperé la voz.

Él apartó la vista del horno un segundo —deduje que de allí había salido el aviso— y me miró como si fuera a rechazar mi ofrecimiento, pero entonces repiqueteó la tapa de un cazo que había en el fuego.

—Levanta la tapa y remueve la salsa con una cuchara, por favor.

—Claro.

Cogí una cuchara de madera y un paño para no quemarme. Levanté la tapa y el aroma de la salsa se me coló en la nariz.

—Huele muy bien.

Removí y de reojo vi que Rafferty cerraba el horno y se volvía hacia la encimera para cortar unas verduras que después colocó con cuidado en la bandeja que se estaba horneando. Volvió a apartarse y en ese preciso instante sonó el timbre de la puerta.

Se tensó, lo vi claramente, pero soltó despacio el aliento y echó los hombros hacia atrás varias veces. Pensé que iba a ir a abrir, pero antes se dirigió a mí y bajó el fuego del cazo.

—Puedes dejar de remover —me dijo, luego se dio media vuelta y salió de la cocina.

Con cuidado, dejé la cuchara apoyada en el cazo y fui tras él. No quería estar lejos de ninguno de ellos mientras Rafferty siguiera sintiendo aquella animosidad hacia James. Llegué al pasillo justo en el momento en que abría la puerta.

—Buenas noches, he traído unas botellas de vino.

La voz de James se coló en el silencio que Rafferty tardó en romper.

—Gracias, pasa, adelante.

Se apartó y James entró, pero no echó a andar, sino que esperó frente a Raff a que éste cerrase la puerta.

—¿Has cocinado tú? —le preguntó cuando volvieron a quedar de frente—. Huele muy bien.

—Sí, he cocinado yo.

Vi que Rafferty se sonrojaba y apartaba la mirada de la de James. Éste, sin embargo, sonreía satisfecho.

—Gracias, es todo un detalle. —Entonces me vio y la sonrisa se le ensanchó—. Hola, preciosa. Te he echado de menos estos días. —Se acercó a mí y se inclinó para darme un beso en los labios.

No dudé en devolvérselo. No me planteé si Rafferty nos estaba mirando o no, aunque deseé que fuese lo primero.

—Hola —saludé a James cuando se apartó—, yo también te he echado de menos.

Rafferty pasó por mi lado. No me miró, pero en su rostro no vi nada que pudiese ofenderme, sino todo lo contrario. Igual que aquel día en mi despacho, no le había molestado que James me besara delante de él. Entró en la cocina y nosotros dos lo seguimos.

Tras un par de minutos algo tensos, Raff accedió a que James también lo ayudase a acabar de preparar la cena y, cuando estuvo lista, entre los tres sacamos las bandejas y el vino al comedor.

James llevaba las botellas que había traído y un sacacorchos; yo me ocupaba de una cesta con pan recién hecho y una ensalada maravillosa, y Rafferty llevaba el pescado que acababa de sacar del horno.

—Dejadlo todo en la mesa —nos dijo.

James se quedó de pie y empezó a descorchar el vino; mientras, yo contemplé la disposición de los cubiertos. Rafferty había colocado unos en la presidencia de la mesa rectangular y los otros dos a ambos lados.

Quizá conscientemente, James se había detenido justo en la presidencia y yo opté por retirar la silla que quedaba a su izquierda, sin dejar de mirar de Rafferty, dándole la posibilidad de detenerme y corregirme si así lo deseaba.

Él no dijo nada, aunque tenía los hombros tan tensos que parecía estar a punto de estallar.

James sirvió tres copas de vino y levantó la suya.

—Por nosotros, por esta cena.

Era un brindis sencillo, directo, no prometía ni ocultaba nada. Me pareció una magnífica elección y levanté mi copa para brindar con una sonrisa.

—Por nosotros, por esta cena —repetí.

James y yo esperamos a Rafferty. Vi que arrugaba las cejas antes de coger por fin la copa y también levantarla.

—Por nosotros, por esta cena.

Las copas de cristal chocaron y, tras beber un sorbo, los tres nos sentamos y empezamos a cenar. La comida era deliciosa y al principio nos sirvió de excusa para encontrar un tema de conversación neutro y relajado. Poco a poco nos fuimos atreviendo a ser más honestos y empezamos a hablar de nuestro trabajo y de lo que habíamos hecho durante esos días que no nos habíamos visto.

Ninguno de los tres confesó secretos o traumas de infancia, fue agradable y sencillo. Íntimo. Me recordó las cenas con mis padres y mis hermanos, durante las cuales nos contábamos qué habíamos hecho y nos recordábamos que éramos una familia y estábamos los unos al lado de los otros.

Rafferty seguía dirigiendo la totalidad de sus preguntas hacia mí, pero James sabía colarse en las conversaciones, hasta que por fin logró captar su atención.

Quizá fuese la música que sonaba de fondo, o la comida, o el buen vino, pero llegó el momento en que Rafferty le hizo una pregunta. Y no fue una pregunta cualquiera.

—¿Cómo fue crecer en Japón siendo el hijo de un cónsul británico?

James lo miró a los ojos y, antes de contestar, bebió un poco más de vino. Yo los estaba observando y vi que Rafferty seguía el movimiento de la nuez del cuello de James y tragaba saliva imitándolo. Cuando empezó a hablar, a contar parte de la historia que yo ya había oído, Rafferty lo escuchó con atención.

—Debió de ser muy duro perder a tus padres tan joven —señaló.

—Lo fue, pero me sirvió para aprender que la vida es un regalo y que no debemos posponer nuestra felicidad.

Es demasiado excepcional como para dejarla para más tarde, ¿no estás de acuerdo?

Rafferty buscó su copa y se la terminó.

—Sí, estoy de acuerdo. El problema es que a veces esa felicidad de la que hablas es sólo una farsa, y cuando lo arriesgas todo por una farsa, pueden hacerte mucho daño.

—Oh, Raff, ¿por qué dices eso? —le pregunté yo.

Pero en cuanto las palabras salieron de mi boca, me arrepentí, porque él sacudió la cabeza confuso y al verme recordó que los tres estábamos allí.

—Por nada —me contestó tras carraspear. Apartó la silla de la mesa y se puso en pie—. Iré a por el postre.

Iba a levantarme para ayudarlo, pero noté que James me miraba indicándome que permaneciese sentada. Tras la metedura de pata, decidí hacerle caso y esperé.

Rafferty apareció dos minutos más tarde con tres trozos de pastel y completamente recompuesto. Dejó primero un plato frente a James, que le dio las gracias, después otro frente a mí, y también se las di. Luego se sentó y nos comimos el delicioso pastel de chocolate.

—Si me dices que lo has hecho tú, intentaré convencerte para que a partir de ahora siempre nos cocines tú —le dijo James.

Rafferty se sonrojó, incómodo. Me sorprendía ver a ese hombre que siempre había considerado tan fuerte (y que lo era) sonrojándose por un cumplido.

—No, no lo he hecho yo —contestó.

—Es de una pastelería que nos recomendó Amelia el otro día —le expliqué yo a James.

Terminamos, y cuando Rafferty se levantó para retirar los platos, James se levantó también y le dijo que se quedase sentado, que ya lo haría él. Rafferty intentó negarse, pero James lo sujetó por una muñeca e insistió:

—Deja que me ocupe yo, por favor. Tú ya has hecho bastante.

Rafferty fijó la vista en la mano de James, cuyos dedos le rodeaban la muñeca sin llegar a apretársela.

Aguanté la respiración.

—De acuerdo —concedió.

James le soltó entonces la muñeca y se llevó los platos a la cocina. Rafferty se pasó los dedos por la zona que le había tocado, pero cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, detuvo el movimiento y se terminó el agua que le quedaba en el vaso.

—¿Qué te parece si tú y yo vamos al salón? —me ofreció—. Antes he encendido la chimenea y me apetece tomar una copa.

—Claro. —Ambos nos levantamos—. Se lo diré a James.

Rafferty abandonó la mesa y oí que la música subía de volumen: había llegado al salón. Entré en la cocina sólo un segundo para decirle a James que lo esperábamos allí y él me contestó con un guiño. Envidiaba la seguridad que mostraba en sí mismo y en nosotros, aunque no sabía si la sentía de verdad o lo fingía por mí.

Llegué al salón, donde la melodía de jazz flotaba en el aire. La estancia sólo estaba iluminada por la luz del fuego y vi a Rafferty sujetando un vaso que probablemente contenía whisky. Estaba de pie frente a la chimenea, dándome la espalda. Me acerqué a él y le rodeé la cintura con los brazos.

—Gracias por la cena.

Lo besé por encima de la ropa y él se volvió despacio. Bebió un poco de whisky y dejó el vaso medio lleno en la repisa. Pensé que iba a apartarse, pero me rodeó también por la cintura y me besó apasionadamente.

Sus labios sabían al whisky que se acababa de beber y a chocolate. Movía la lengua despacio en el interior de mi boca, recorriendo cada rincón, mientras me entrechaba contra él, pegándome a su torso.

Lo oí gemir, el sonido fue creciendo en su garganta y se coló en la mía con el beso. Su boca era cada vez más posesiva, más sensual, y su erección se apretaba contra mi abdomen.

Me notaba la piel ardiendo, pero no por culpa del fuego de la chimenea que teníamos delante, sino por los besos de Rafferty. La cena, las miradas, la conversación, los días que me había pasado lejos de ellos, todo fue demasiado y mi piel parecía incapaz de contener el deseo que invadía mi cuerpo.

Entonces, noté a James pegado a mi espalda y me fallaron las rodillas. Me había imaginado qué sentiría cuando estuviese con los dos, pero nunca habría podido imaginarme ese asalto a mis sentidos. Esa sensación de perfección tan abrumadora, de bienestar.

Tenía que estar allí con aquellos dos hombres, por eso antes nunca había sido feliz con nadie, ni siquiera con Rafferty, porque faltaba una parte de mí: faltaba James.

—Tranquila, te tengo —me susurró éste al oído.

Rafferty interrumpió el beso, tensó los hombros y noté que se le aceleraban los latidos. Si se apartaba, me rompería el corazón. Le sujeté el rostro entre las manos y abrí los ojos para mirarlo.

—No, por favor —musité—. Por favor.

Él mantuvo los ojos fijos en los míos; vi que los iris le cambiaban de color justo antes de que los levantara y mirase a James. No sé qué le dijo con esa mirada, sólo sé que volvió a inclinar la cabeza y me siguió besando. Y en ese instante me bastó con eso.

Luego empezó a desabrocharme el vestido muy despacio, podía sentir sus nudillos acariciándome la piel.

Cuando terminó, James tiró de la prenda por mi espalda y también me acarició la piel, y me besó el cuello y los hombros antes de agacharse y recorrerme la columna vertebral con la lengua.

Yo también quería tocarlos, así que tiré del jersey y de la camiseta que llevaba Rafferty para quitárselos por la cabeza. Como él era mucho más alto que yo, fue James, desde mi espalda, quien terminó de hacerlo.

—Gracias —murmuré, levantando la cabeza.

—De nada —me contestó él, inclinándose para besarme.

Entonces me sujetó la mandíbula entre las manos y acunó mi rostro, mientras sus labios me poseían igual que habían hecho antes los de Rafferty, quien, por su parte, se dedicó a besarme el cuello y a bajar la lengua hasta mis pechos.

Me temblaba todo el cuerpo, estaba tan al límite del orgasmo que dudaba que pudiese seguir conteniéndome.

La lengua de James seguía entrando y saliendo de mi boca y Rafferty me besaba y acariciaba los pechos. Levanté las manos y las coloqué en los hombros de éste y, al hacerlo, me di cuenta de que se había arrodillado delante de mí y que me estaba desnudando.

Las emociones se agolpaban de tal manera en mi mente que me costaba discernirlas; lo único que sabía con certeza era que los dos hombres que amaba me estaban besando.

—James —suspiré—, quítate la camisa.

Él volvió a capturar mis labios con los suyos, pero noté que sus manos dejaban de tocarme y supuse que estaba haciendo lo que le había pedido. Segundos más tarde, mi espalda desnuda se apoyaba contra su torso y respiré más calmada. Tocarlos a ambos los hacía más reales, los alejaba del reino de las fantasías y los convertía en los hombres que de verdad estaban allí conmigo.

Estaba descalza sobre la alfombra, mientras las manos de Raff subían cuidadosas por mis muslos, seguidas de sus labios.

—Raff, cariño —sollocé.

Entonces, acercó los labios a mi sexo y empezó a hacerme el amor de esa manera tan íntima. James volvió a besarme y capturó todos y cada uno de mis gemidos, mientras me acariciaba los pechos con las manos, me los acunaba, los pellizcaba; sabía exactamente cuándo ser dulce y cuándo no, cuándo utilizar la fuerza y cuándo la ternura.

Ellos dos iban perfectamente sincronizados entre sí y con mi deseo. Apreté los dedos en los hombros de Rafferty al notar que iba a llegar al clímax. James me besó entonces con más fuerza, imitando con la lengua los movimientos que hacía la de Raff dentro de mí, y estallé en mil pedazos en sus brazos.

No podía dejar de temblar. Rafferty seguía lamiéndome, con los brazos alrededor de mi cintura, prácticamente manteniéndome en pie. Yo tenía la espalda apoyada en el torso desnudo de James, su calor me quemaba la piel y sus labios me poseían y me robaban el aliento, mientras sus manos me apretaban los pechos.

Fue tan intenso que pensé que iba a desmayarme. La lengua de Rafferty se movía cada vez más despacio, hasta que sus caricias se convirtieron en besos y subió lentamente por mi abdomen y mis costillas. Esquivó los pechos, que seguían cubiertos por las manos de James, y continuó por mi cuello. Cuando llegó a mi rostro, James se apartó y al instante su lugar lo ocupó Rafferty, con un beso cargado de deseo.

James siguió tocándome los pechos, ahora con suavidad, y me besó el cuello y la clavícula. Estaba completamente pegado a mí, podía sentir su erección presionándome las nalgas y la de Rafferty el estómago.

Ninguno de los dos había terminado, pero los dos estaban a punto.

De repente, la necesidad de darles el mismo placer que ellos me habían dado a mí fue abrumadora y deslicé las manos hacia la cintura de Rafferty para quitarle los vaqueros. Él se estremeció al notar mis dedos en la piel desnuda del abdomen, y me detuvo un segundo, sujetándome las muñecas. Creía que iba a apartarme, pero me las soltó y me besó con más fuerza.

Le desabroché los vaqueros y cuando iba a empujar hacia abajo, me resultó imposible. Estaba demasiado excitado y su erección me entorpecía el camino.

—Deja que te ayude —me susurró entonces James al oído—, tú ocúpate de Rafferty y yo me ocuparé del pantalón, ¿de acuerdo?

Interrumpí el beso para contestarle y entonces vi que el rostro de Rafferty estaba a escasos milímetros del de James. Sus miradas se encontraron y me quemaron. James se lamió los labios y con la lengua me acarició la oreja, pero Rafferty apartó la vista y volvió a besarme a mí.

James se limitó a reír en voz muy baja y a susurrarme:

—Sujétale, princesa.

Un cosquilleo me recorrió todo el cuerpo. Sujeté la erección de Rafferty con cuidado, mientras James le tiraba del pantalón hacia abajo. Me habría gustado abrir los ojos y ver sus manos en las piernas de Raff, pero el beso de éste me lo impidió; aun así, me estremecí al imaginármelo.

Rafferty y yo estábamos completamente desnudos.

Podía sentir el vello de sus muslos haciendo cosquillas en los míos, mientras su erección seguía temblando en mi mano. James, en cambio, todavía llevaba los pantalones puestos. Después de desnudar a Raff, había subido las manos por mis piernas y mi cintura y ahora volvía a acariciarme y pellizcarme los pechos, aunque de vez en cuando me pasaba las manos por el abdomen y dibujaba círculos que se iban acercando a mi entrepierna.

Quería que él también estuviese desnudo, pero no quería soltar a Rafferty, no quería que el deseo que dominaba cada una de sus reacciones se diluyese y se arrepintiera de estar allí con nosotros.

Empecé a mover la mano despacio, a tocarlo como sabía que le gustaba, a recorrer la diminuta apertura del prepucio con el pulgar.

—Marina —gimió entonces él, liberando mis labios un segundo.

—Me gusta tocarte —le susurré, besándole en el pecho al mismo tiempo que movía la mano. Al acercarme a él, sin proponérmelo hice que los nudillos de James le rozasen el torso y Rafferty respiró entre los dientes—. Raff, cariño, quítale los pantalones a James. —Se tensó un segundo, pero le lamí el pecho y seguí masturbándolo—. Por favor.

Lo vi morderse el labio inferior, pero cuando gemí empezó a besarme con desesperación y segundos más tarde noté que retiraba las manos de mi cintura y las deslizaba hasta mi espalda para desabrochar el cinturón de James. El pantalón cayó al suelo por su propio peso.

Rafferty no se agachó para desnudarlo, igual que James había hecho con él, pero sus manos no volvieron a mi cintura, sino que se quedaron en la de James, atrapándome a mí entre los dos.

Entonces me besó frenético, buscando perderse en mis besos de un modo que no había buscado nunca, moviendo las caderas para que su erección se deslizase entre mis dedos. Los apreté y le di la presión que buscaba.

A mi espalda, James seguía besándome la nuca y los hombros y tenía una mano atrapada entre mis pechos y el torso de Rafferty; con los dedos me acariciaba los pechos y me pellizcaba los pezones, pero también acariciaba el torso de Raff. Con cuidado, deslizó la otra mano entre los dos, evitando la erección de Raff, debió de pensar que para ser la primera vez no podíamos pedirle tanto, y detuvo los dedos en mi sexo para acariciarlo despacio, hasta que gemí y separé ligeramente las piernas para sentirlo más.

Lo necesitaba dentro.

—James —murmuré—, Raff…

Los dos gimieron y siguieron atormentándome. James metió unos dedos en mi interior con cuidado y los movió al mismo ritmo con que adelantaba las caderas. Tenía su miembro entre las nalgas y lo podía sentir subiendo y bajando, temblando y excitándose. La punta me acariciaba la espalda y estaba húmeda, casi tanto como la que tenía en mi mano.

Intenté imaginarme en medio de los dos, perdida en sus brazos y recibiendo sus besos y sus caricias, y la imagen fue tan poderosa que llegué al orgasmo en aquel preciso instante. Y ellos también. Rafferty eyaculó en mi mano sin dejar de besarme ni de sujetar a James contra mi espalda. Me imaginé sus dedos en la fuerte cintura de éste, apretándolo.

James también terminó; me hundió los dientes en un hombro un instante, para después lamerme la marca y besármela con desesperación y arrepentimiento. El semen caliente resbaló por mi espalda y nos pegó la piel del uno contra la del otro, mientras mi sexo seguía apretando sus dedos en mi interior.

No podía dejar de temblar, el beso de Rafferty, las caricias de James… En aquel instante me entregué a ellos y, en el fondo de mi corazón, supe que siempre les pertenecería y que jamás podría vivir sin ellos.

—Raff, te quiero —sollocé, apartándome un segundo. Él respondió a mi declaración con otro beso—. James, te quiero —gemí, interrumpiendo el beso.

Entonces éste volvió la cara hacia mí y capturó mis labios con un beso idéntico al que antes me había dado Raff, que no me soltó, sino que me besó el cuello.

James tardó mucho en apartarse, se resarció por los besos que no había podido darme antes y no quitó sus dedos del interior de mi cuerpo hasta que yo le sujeté la muñeca y le pedí que lo hiciera, porque ya no podía seguir. Entonces llevó las manos a la cintura de Rafferty.

Lo supe porque éste me soltó de repente y se apartó de nosotros. La ausencia fue tan repentina, tan dolorosa y tan cruel que sollocé, y si James no me hubiese estado sujetando, me habría caído de rodillas al suelo. Él me dio un último beso en los labios y se retiró despacio. Me rodeó la cintura, sentí temblar sus dedos y le puse una mano encima. Él suspiró cansado a mi espalda y los dos abrimos los ojos y miramos a Rafferty.

—No me toques —farfulló éste—. Nunca.

—Raff, ¿cómo puedes hablarle así a James después de lo que acaba de suceder entre nosotros?

—A ti puede tocarte, joder, es evidente que me excita y me encanta, pero que mantenga las manos y los labios alejados de mí, ¿entendido? —Y se señaló a sí mismo con cara de asco.

—Puedes decírmelo a mí directamente —intervino James a mi espalda—, no hace falta que utilices a Marina como mensajera.

—De acuerdo —replicó Raff furioso—. No me toques, no te acerques a mí.

—¿Por qué? —preguntó James.

—¿Cómo que por qué? Porque no quiero.

—No es verdad. Te he sentido temblar cuando te he rozado y cuando nos hemos mirado después de besar a Marina querías que te besara, me has mirado los labios.

—¡No! Son imaginaciones tuyas. Entiendo que nuestros cuerpos tienen que rozarse de vez en cuando, es prácticamente imposible que no lo hagan, pero nada más.

—Ah, es verdad, se me olvidaba. Para ti, todo esto —abrió las manos y nos abarcó a los tres— es sólo un juego sexual. Tendrás que perdonarme por no ser un robot, como tú.

—Yo no soy un robot.

—Pues claro que lo eres.

James me soltó y se agachó para coger su camisa del suelo. Luego me secó con cuidado la espalda con ella.

Noté que le temblaban las manos y fue tan delicado conmigo que los ojos se me llenaron de lágrimas. Cuando terminó, me dio la vuelta y depositó un beso muy lento y muy romántico en mis labios.

—Lo siento, Marina. Has estado maravillosa.

—Tú también, James —le dije, acariciándole la mejilla.

Odiaba que aquel hombre tan fuerte y generoso se sintiese herido por culpa de los miedos de Rafferty.

—Te quiero —me dijo entonces—, pero ahora mismo debo irme de aquí. Si me quedo, haré o diré algo de lo que luego me arrepentiré. Lo entiendes, ¿verdad?

—Yo no soy un robot —repitió entonces Rafferty, buscando la confrontación que James le acababa de negar.

—Lo eres. —En esta ocasión, James lo complació—. Has cocinado para mí, me has dejado sentarme a tu mesa, te has interesado por mí y te he contado detalles de mí que nunca le había contado a nadie, excepto a Marina, porque me has mirado como si de verdad te importase. Me has sonreído y me has mirado durante toda la noche. —James iba subiendo el tono de voz e iba acercándose a Rafferty—. Le hemos hecho el amor juntos a Marina, he tenido tus manos sobre mi piel cuando los tres hemos alcanzado el orgasmo, y cuando por fin me atrevo a tocarte, me dices que no puedo. Eso, Rafferty, es ser un robot o un hijo de puta. Tú eliges.

Raff echó un brazo hacia atrás y le dio un puñetazo.

James no cayó al suelo, pero se tambaleó hacia atrás.

Cuando recuperó el equilibrio, lo miró sin decirle nada y terminó de vestirse en silencio. No se puso la camisa manchada, que lanzó furioso al suelo y recogió de inmediato, sino un jersey que se había quitado al entrar, los calzoncillos, los calcetines y los pantalones y, finalmente, los zapatos.

—Espérame, James. Me voy contigo.

El puñetazo me había dejado sin habla. La reacción de Rafferty no tenía sentido; él no era un hombre violento, y James tenía razón: lo había mirado con interés e incluso deseo durante toda la noche.

—Lo siento —masculló entonces Rafferty—. Iré a la cocina a por hielo.

Me puse el vestido y los zapatos; las medias y la ropa interior las arrugué y me las guardé en el puño.

Luego me acerqué a James.

—¿Estás bien?

—No, no demasiado. —Se sujetaba la mandíbula—. Pero el puñetazo no ha sido nada. Tengo que irme de aquí.

Asentí y le cogí la mano. Salimos al vestíbulo, donde él recogió su abrigo, en el que guardó la camisa mientras yo me ponía el mío y guardaba la ropa interior y las medías en el bolso. Raff apareció con un trapo con hielo y, sin decir nada, lo acercó al rostro de James y se lo colocó encima de la zona enrojecida.

—Lo siento —repitió, pero esta vez mirándolo a los ojos—. Lo siento.

Llevaba puesta la camiseta, los vaqueros desabrochados e iba descalzo. James se mantuvo en silencio, tenía los hombros completamente tensos y los puños cerrados.

—Será mejor que nos vayamos, Raff. Tal vez todo esto ha sido un error y deberíamos olvidarlo —le dije yo con tristeza.

—No —masculló él—, el error ha sido mío. Lo siento.

Me miró para que viese lo arrepentido que estaba y al comprobar que le brillaban los ojos, me quedé sin aliento. Después, se volvió de nuevo hacia James y le sostuvo la mirada. La de James seguía desprendiendo dolor y rabia.

Suspiré, y me disponía a abrir la puerta, cuando vi que Raff cogía una mano de James y le abría los dedos uno a uno, luego se acercó la palma al rostro y se la puso sobre la mejilla.

—Lo siento —repitió, apoyando la cara en la palma de James, dejando que lo tocase de esa manera tan íntima.

Éste apartó la mano y cerró los dedos con fuerza, y, tras mirar a Rafferty una última vez, pasó por mi lado y salió de la casa. Fui tras él después de despedirme de Rafferty, pero éste tenía la cabeza gacha.

Atrapé a James en la calle y le pedí que me acompañase a casa. Sabía que no se negaría, que su caballerosidad podría más que él.

Durante el trayecto, permanecí en silencio, le di la privacidad que tanto parecía necesitar, pero cuando se detuvo frente a la verja de mi apartamento, dije:

—Me pediste que confiara en ti, ¿te acuerdas? Ahora soy yo la que te pide que confíes tú en mí. Rafferty necesita tiempo, y lo que ha hecho al marcharnos tiene que haberle costado mucho. Dale otra oportunidad, por favor.

—Me ha dado un puñetazo, Marina. Ha reaccionado como si le diese asco que lo tocase, como si lo que queremos que exista entre los tres fuera algo vergonzoso o repugnante. —Apretaba el volante con fuerza y le temblaba la mandíbula.

—No lo cree de verdad, sólo está asustado. Tú mismo lo dijiste. No renuncies a nosotros tan pronto, no renuncies a mí tan pronto.

Soltó el aliento despacio y volvió a coger aire.

—Tienes razón, lo siento —dijo al fin, y noté que la opresión que sentía en el pecho se aligeraba—. Pero lo que hemos compartido ha sido tan bonito, tan intenso, que cuando me ha rechazado tan tajantemente he perdido la cabeza.

Me acerqué a él y le di un beso donde Rafferty le había golpeado.

—No te disculpes. Me alegro de haberte ayudado, tú siempre lo haces por mí. Ve a descansar, James. Nos vemos mañana.

—Tú siempre me ayudas, Marina. Recuerda que te quiero.

—Yo también te quiero.