El gran baile en el castillo de Windsor se retransmitía ese sábado por la noche; estaban todos instalados frente al televisor de Shirley. Todos salvo Hortense, que había rechazado ir a ver a todas las casas reales desfilar con sus mejores galas. Gary les había abierto la puerta gruñendo «¿qué es esa estupidez que vais a ver? Yo me quedo en mi habitación…». Joséphine, Zoé, Max y Christine Barthillet se habían instalado en el suelo del salón delante de la televisión. Habían esparcido por el suelo bolsas de patatas fritas, coca-colas, gominolas, dos barras de pan y paté que extendían con sus dedos.

Joséphine se decía que hubiera hecho mejor quedándose en su casa y trabajar. ¡El segundo marido seguía todavía vivo! Le había cogido cariño, le costaba hacerle morir. Nunca terminaría a tiempo. El tercero va a tener que morir más rápido. Había ido a la biblioteca todos los días y no había avanzado nada. Tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza. Hortense ya no le dirigía la palabra, Zoé había faltado dos veces al colegio en una semana para seguir a Max en oscuras expediciones. «Pero si sólo hemos ido a recuperar el móvil que le robaron a una amiga de Max. Pero Max había dejado su cartera en casa de su amigo y fui con él a recuperarla…». «¿Y ahora necesitas ir pintada como un cuadro para ir al colegio?». La adorable Zoé se estaba metamorfoseando en una chiquilla salvaje. Se encerraba en el cuarto de baño. Salía en minifalda, los ojos negro carbón, la boca rojo vampiro. Joséphine se veía obligada a limpiarla con jabón y una manopla mientras que ella se debatía y gritaba que la estaban acosando. Hortense se encogía de hombros con aire de indiferencia. Había debido de hablar con su padre, porque Antoine había llamado preguntando: «¿Qué es esa cohabitación con los Barthillet? Joséphine, te tengo dicho que no te acerques a ellos, ¡son mala gente!».

—¿Y entonces? —había respondido Jo—, ¿qué querías que hiciese? ¿Que los dejase en el portal?

—Sí —había respondido Antoine—, debes pensar primero en tus hijas…

Christine Barthillet se pasaba los días en el sofá del salón, en chándal, navegando en su ordenador. Había encontrado una página de contactos y respondía a los correos de machos en celo. Cuando Jo volvía de la biblioteca, le contaba los encuentros que había hecho durante la jornada. «No se preocupe, señora Joséphine, voy a marcharme pronto. Voy a tirar de algunos hilos y me largo. Tengo dos bien calentitos que me proponen alojamiento. Un jovencito que refunfuña por culpa de Max, y otro más viejo, casado, cuatro hijos, pero que está dispuesto a pagarme un estudio para tener un poco de compañía por las tardes. Tiene una empresa de fontanería y de quitar la mierda de otros, eso da mucha pasta». Joséphine la escuchaba, aturdida. «Pero si no sabe nada de ellos, Christine, ¿no va usted a embarcarse en otro embrollo?».

—¿Y por qué no? —respondía Christine Barthillet—. Durante años he jugado limpio y mire a dónde me ha llevado eso… No tengo nada, ni techo ni dinero ni marido ni trabajo. Ahora me voy a aprovechar. Me voy a apuntar a todas las ayudas sociales, cobrar el salario mínimo interprofesional y sacarle la pasta a un viejo.

Cuando no estaba respondiendo a los correos de desconocidos, jugaba al póquer en Internet con su tarjeta de crédito.

—Con el stud poker, señora Joséphine, se puede ganar mucho dinero. Por el momento estoy aprendiendo, pero después me forraré.

Mientras esperaba que le tocase el gordo, multiplicaba los créditos rápidos y corría directamente a la bancarrota.

Joséphine estaba aterrada. Balbuceaba argumentos que hacían partirse de risa a Christine Barthillet. «Pero es usted una persona adulta, responsable, debe usted dar ejemplo a su hijo». Christine Barthillet replicaba: «¡Se acabaron esos tiempos! Muertos del todo. No se gana nada siendo honesta. ¡Viva la mala vida!».

—Pero no bajo mi techo —había protestado Joséphine.

La señora Barthillet había murmurado algo del tipo de «no se preocupe, Max y yo nos largaremos pronto» y había vuelto a su teclado. «Hay uno nuevo que me pregunta si tengo accesorios. ¿Qué entiende él por accesorios? ¿Está enfermo?».

Joséphine se iba a trabajar a la biblioteca con la garganta en un puño. Siempre vivía un momento de pánico cuando metía la llave en la cerradura, cuando volvía por la noche. Ni siquiera el hombre de la parka conseguía alegrarla.

—¿Hay algo que no va bien? Ya no deja caer usted nada —le había dicho el día anterior.

Le había invitado a tomar un café. Era un apasionado de la historia sagrada. Le había hablado largamente de lágrimas santas, de lágrimas profanas, de lágrimas de alegría, de lágrimas de ofrenda… y todas esas lágrimas habían llenado el corazón de Joséphine, que se echó a llorar.

—Yo tenía razón, hay algo que va muy mal… ¿Quiere otro café?

Joséphine había sonreído detrás de sus lágrimas.

—No es muy alegre lo que cuenta…, había dicho mientras se sorbía y buscaba un pañuelo en sus bolsillos.

—Pero debería conocer usted eso. El siglo XII es un siglo muy religioso, muy místico. Los conventos estaban en pleno auge. Los predicadores recorrían las campiñas anunciando el castigo eterno si no se limpiaba el mundo de pecado.

—Es cierto —había suspirado ella, tragándose las lágrimas porque no tenía pañuelo.

Él la observaba atento. A veces ella se decía que eso era lo que tenía de más duro su trabajo: el secreto. Toda la energía que gastaba, todas las ideas que le venían por la noche y la impedían dormir, todas las historias que inventaba no podía compartirlas. Tenía la impresión de ser una clandestina. Peor aún: una criminal; cuanto más hablaba Iris de su «plan», más se convencía ella de que estaba marchando por la senda del crimen. Todo esto va a acabar mal, sospechaba cuando no conseguía conciliar el sueño. Nos van a descubrir y acabaré como la señora Barthillet, arruinada y expulsada de mi casa.

—No debe usted dejarse impresionar así por lo que le cuento —había continuado el hombre de la parka—. Es usted demasiado sensible…

Fue en ese momento cuando ella balbuceó «no sé su nombre». Él había sonreído y contestado: «Luca, de origen italiano, treinta y seis años, todos mis dientes y un gran amor por los libros. Soy un ratón de biblioteca». Ella había sonreído, con un aspecto lamentable, pensando que él no estaba diciéndole todo, pensando también que con treinta y seis años era un poco mayor para hacer de modelo. En fin, yo, que estoy haciendo de negro con cuarenta años. No se atrevió a hablarle de las fotos de moda. No sabía por qué, pero le parecía descabellado que él pudiese ejercer esa profesión.

—Y su familia ¿está en Francia o en Italia? —se había atrevido a preguntar.

Tenía que saber si estaba casado.

—No tengo familia —había contestado sombrío.

Ella no había insistido.

Shirley no estaba allí para contárselo. Había llamado tres veces desde Londres. Pensaba volver el lunes. «Estaré allí el lunes, prometido, y te llevaré de juerga».

—No es una juerga lo que me hace falta, sino una cura de sueño. Estoy cansada, tan cansada…

El programa había empezado y Christine Barthillet se chupaba los dedos al comerse una nueva gominola. Se percibían las luces del castillo de Windsor, a Carlos y Camila en lo alto de la escalera, recibiendo a amigos y familia.

—¡Qué bonito! ¡Son una monada! Mire cómo brilla todo, ¿ha visto usted las flores, los músicos, la decoración? Qué bonito, un amor que espera todo ese tiempo. ¡Treinta y cinco años, señora Joséphine, treinta y cinco años! No todo el mundo puede decir lo mismo.

«¡Y mucho menos usted! —pensó Joséphine—. Treinta y cinco segundos en una Web y está dispuesta a instalarse con el primero que llega».

—¿Y cómo se llama el hombre casado con cuatro hijos? —susurró al oído de Christine Barthillet.

—Alberto… Es portugués…

—No se divorciará nunca. Los portugueses son muy creyentes.

Por qué le habré dicho eso si me importa un comino que se divorcie o no.

—Me da igual casarme o no. Sólo quiero un alojamiento, y después ya veremos.

—Entonces… claro…

—No todo el mundo es tan sentimental como usted.

Después de haber tomado un café, se habían dirigido con naturalidad a la parada del autobús y, con naturalidad, ella había subido con él. Cuando él bajó, le dijo adiós y añadió «hasta mañana», haciéndole un pequeño gesto con la mano. Ella había pensado en el camino que tenía que hacer para volver sobre sus pasos. Enfrentarse a las niñas, preparar la cena… La señora Barthillet se desentendía de la cocina. Sólo compraba sopas en polvo, verduras en lata, gambas en bolsa o pescado congelado. Se extrañaba cuando Joséphine preparaba la cena y la miraba mientras se pintaba las uñas. Zoé agarraba el pincel, Joséphine se lo quitaba de las manos. «Pero ¿por qué? ¡Es bonito!». «No, no a tu edad». «¡Pero si soy mayor!». «¡He dicho que no!». «Déjela, señora Joséphine, a los chicos les gusta». «¡Zoé no tiene edad para gustar a los chicos!». «Eso lo dice usted, una niña empieza pronto con sus coqueterías. Yo, a su edad, tenía ya dos pretendientes…». «Mamá siempre me dice que soy demasiado pequeña», gemía Zoé, mirando con avidez las uñas rojas de la señora Barthillet.

—¡Mire, señora Joséphine, mire! ¡Son la reina y el príncipe Felipe! ¡Qué guapo es! ¡Tiene el pecho musculoso y abombado! ¡Un auténtico príncipe de cuento de hadas!

—Un poco viejo, ¿no? —lanzó Joséphine molesta.

La reina Isabel avanzaba vestida con un largo traje de noche azul turquesa, un bolso negro le colgaba del brazo. Le seguía el príncipe Felipe vestido de chaqué.

—Pero, pero… —balbuceó Joséphine—, ¡justo detrás de la reina, allí, a tres pasos de ella, mirad, mirad!

Se incorporó señalando la pantalla con el índice, repitiendo «mirad, pero mirad», y, como nadie reaccionaba, se levantó y posó el dedo sobre la pantalla, sobre una joven que avanzaba con la cabeza gacha, vestida de rosa con una larga cola, cuya silueta se distinguía gracias a sus pendientes que brillaban como gotas de agua al sol.

—¿La habéis visto?

—No —respondieron al unísono.

—Ahí os digo, ¡ahí!

Joséphine martilleaba la pantalla con el dedo. «Ahí, la mujer del pelo corto». La joven avanzaba sosteniendo su cola. Evidentemente, buscaba quedar a la sombra de la reina, pero la seguía de cerca.

—Eh, sí… El bolso negro de la reina. No queda muy bien con el vestido turquesa.

—No, no la reina. Justo al lado. ¡Gary! —gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary—. ¡Gary, ven aquí!

La joven aparecía ahora en la pantalla, escondida a medias por la reina, que sonreía detrás de sus gafas.

—¡Ahí! ¡Justo detrás de la reina!

Gary entró en el salón y preguntó: «¿Qué pasa? ¿Por qué gritáis así?».

—¡Tu madre! ¡En el castillo de Windsor! ¡Al lado de la reina! —gritó Joséphine.

Gary se rascó la cabeza, se plantó ante la pantalla de televisión y murmuró «¡ah, sí! Mamá…», antes de volver a su habitación arrastrando los pies.

—Pero ¿qué hace ella allí? —gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary—. ¿Formáis parte de la familia real?

No obtuvo respuesta.

—¡La señora Shirley! —eructó Christine Barthillet, interrumpiendo la deglución de una gominola—. Es verdad, ¿qué demonios hace allí?

—Ya me gustaría saberlo… —dijo Joséphine siguiendo la larga silueta rosa que se fundía ahora entre la multitud de invitados.

—¡Qué cosas! —soltó Christine Barthillet—. Qué fuerte.

—Fuerte como la mostaza inglesa —emitió Zoé.

—Va a tener que explicármelo —murmuró Joséphine.

Localizó a Shirley entre la multitud de invitados, la vislumbró de nuevo siguiendo a la reina y permaneció estupefacta. ¿Era realmente posible que Shirley estuviera emparentada con la familia real? Pero, entonces, ¿qué hacía en un barrio de la periferia de París dando cursos de música, de inglés y cocinando pasteles?

Joséphine pasó la velada preguntándoselo, mientras Christine Barthillet, Max y Zoé terminaban las patatas fritas, las coca-colas y las gominolas cotilleando sobre la belleza del espectáculo y el desfile de príncipes y princesas. ¡Oh! ¡Guillermo ha engordado! ¡Parece ser que tiene novia y que Carlos va a invitarla a cenar! ¡Y Harry! ¡Qué mono es! ¿Qué edad tiene ahora? Está disponible y parece más divertido que Guillermo…

El lunes, Shirley no volvió. Ni el martes ni el miércoles ni el jueves. Gary iba a comer a casa de Joséphine. Cuando las niñas le asediaban a preguntas, respondía: «¡Habéis visto mal, os habéis equivocado!». «Pero, bueno, Gary, ¡si tú la viste también!». «He visto a una mujer que se le parecía, eso es todo. Hay muchas rubias con el pelo corto. ¿Qué pintaría ella allí?». «Es cierto eso, señora Joséphine, ¡trabaja usted demasiado! Se le está yendo la cabeza». «¡Pero si la habéis visto todos! No lo he soñado». «Gary tiene razón… Hemos visto a alguien que se le parecía, pero es posible que no fuera ella».

Joséphine no desistía: era Shirley, con un vestido largo rosa, a la sombra de la reina. Sintió una cólera terrible contra Shirley. Le cuento todo, me lo saca todo, y ella, ¡ella se calla! Ni siquiera tengo derecho a hacerle preguntas. Tenía la impresión de ser una ingenua, que todo el mundo la tomaba por una ingenua. Todo se mezclaba en su cabeza: Iris, Antoine, la señora Barthillet y sus amantes en la red, Shirley en el castillo de los Windsor, el desprecio de Hortense, Zoé desvergonzándose… ¡Todos la tomaban por tonta! Y, de hecho, eso era exactamente lo que era.

La cólera le dio alas. Puso fin a los días del gentil trovador, que murió envenenado tras haber sentido la inmensa alegría de asistir al nacimiento de su hijo. Florine no necesitaba ya luchar para existir: tenía un hijo legítimo, heredero de su señoría: Thibaut el Joven. Jo aprovechó también para hacer morir a la suegra, que comenzaba a ponerle de los nervios con sus perpetuos lloriqueos. Después hizo aparecer al tercer marido, Balduino, un caballero dulce y muy piadoso. Balduino tenía una hermosa figura, soñaba con cultivar sus tierras, ir a misa y hacer penitencia. Inmediatamente, tanta cursilería sacó de quicio a Joséphine, y Balduino sucumbió víctima de su furia. ¿Cómo haré morir a este? Es joven, tiene buena salud, no bebe, no se da grandes comilonas, practica el coito con compunción… Volvió a pensar en el baile de Carlos y Camila, en la silueta furtiva de Shirley, en una posible filiación con los Windsor, y su cólera se abatió sobre Balduino el dulce.

Balduino y Florine son invitados a un gran baile ofrecido por el rey de Francia, que caza en tierras vecinas a Castelnau. El rey, entre la multitud de invitados de vestimentas tornasoladas, percibe a Balduino. Palidece y suelta su cetro, que rueda bajo el trono. Después, con una señal de su mano enguantada, convida a la joven pareja a sentarse cerca de él para beber una copa de vino. Balduino se ruboriza, deposita su espada a los pies del soberano. Florine se inquieta: teme un nuevo ascenso. ¿Va a conocer de nuevo un golpe de buena suerte que la alejará del sexto escalón donde permanece desde hace tiempo? ¡De eso nada! Al final de la velada, la joven pareja, extrañada por tantos honores, vuelve a los aposentos que el rey ha puesto a su disposición. Balduino es degollado en el rincón de un pasillo ante los ojos de su joven esposa, horrorizada. Tres brutos se le echan encima, le apresan y le cortan el cuello. La sangre fluye a borbotones. Florine pierde el sentido y cae a los pies del cuerpo sin vida de su esposo. Más tarde se sabrá que era un hijo bastardo del rey de Francia y podría pretender la corona. Por miedo a que se declarase sucesor, el rey ha preferido hacerle asesinar. Para consolar a la joven viuda, la cubre de oro, de armiño, de piedras preciosas, la devuelve al castillo de Castelnau, escoltada por cuatro caballeros encargados de vigilarla. Florine, viuda de nuevo, suplica al cielo que aleje de ella su ira con el fin de que pueda ascender con tranquilidad los últimos escalones.

¡Y van tres!, suspiró Joséphine, convertida en escritora sanguinaria. ¡Ah!, se alegró contando el número de páginas escritas en unos días, la cólera es una buena musa y llena la página en blanco con miles de signos.

—Parece que va mejor —constató Luca en la cafetería de la biblioteca.

—¡Estoy enfadada y eso me da alas!

Él la miró con atención. Algo rebelde y ardiente se había posado en su rostro y le daba un aspecto de adolescente en pie de guerra.

—Tiene usted un aspecto… ¡un aspecto de pícaro travieso!

—Es cierto, sienta bien soltarse un poco. ¡Soy siempre tan correcta! Buena amiga, buena hermana, buena madre…

—¿Tiene usted hijos?

—Dos hijas… ¡Pero sin marido! No debía de ser buena esposa. Se fue con otra.

Rio tontamente y se ruborizó. Acababa de dejar escapar una confidencia.

Habían tomado por costumbre encontrarse en la cafetería. Él le hablaba de su manuscrito. «Quiero escribir una historia de las lágrimas para mis contemporáneos, que confunden sensibilidad con sensiblería, que lloran para exhibirse, para venderse, para parecer sacrificados, para vivir emociones que no sienten. Quiero devolver a las lágrimas su nobleza tal y como la entendió en su momento Jules Michelet; ¿sabe usted lo que escribió? “El misterio de la Edad Media, el secreto de sus lágrimas inagotables y de su genio profundo. Lágrimas preciosas, que brotaron en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose hacia el cielo, se cristalizaron en gigantescas catedrales que querían subir hasta el Señor”». Citaba con los ojos cerrados y la miel brotaba de sus labios. Citaba a Michelet, a Roland Barthes y a los Padres del desierto cruzando los dedos como si dijera una plegaria.

Una tarde, se volvió hacia ella y preguntó:

—¿Le parecería bien venir al cine el sábado por la noche? Ponen una vieja película de Kazan que nunca echan en Francia, Río salvaje, en un cine de la calle des Écoles. Me preguntaba si…

—De acuerdo —dijo Joséphine—. Totalmente de acuerdo.

Él la miró extrañado por su entusiasmo.

Acababa de comprender algo muy importante: cuando se escribe, hay que abrir completamente las puertas a la vida con el fin de que se mezcle con las palabras y alimente la imaginación.

* * *

El sábado por la noche, Luca y Joséphine fueron al cine. Habían quedado delante de la sala. Joséphine llegó antes de la hora. Deseaba tener tiempo de recuperar la compostura antes de que apareciese Luca. No podía evitar enrojecer cuando la miraba y si, por ventura, sus manos se rozaban, su corazón parecía que iba a salir de su pecho. Él la turbaba físicamente y eso la inquietaba mucho. Hasta el presente su experiencia sexual había sido bastante sosa. Antoine se había mostrado dulce y solícito, pero no hacía subir en ella la ola de calor que una sola mirada de Luca le provocaba. Eso la atormentaba. No quería que nada la distrajese de la escritura del libro, pero, al mismo tiempo, no podía resistir las ganas de estar cerca de él en una sala oscura. ¿Y si pasaba su brazo alrededor de sus hombros? ¿Y si la besaba? No había que emocionarse demasiado rápido, tenía que mantener la cabeza fría. Me queda todavía un mes largo de trabajo encarnizado y no debo retrasarme en el camino, ni desviarme a causa de un enamoramiento. Florine me necesita.

Joséphine estaba extrañada de la facilidad con la que escribía. Del placer que sentía construyendo sus historias. Del lugar que se estaba haciendo el libro en su vida. Su pensamiento pasaba el tiempo con sus personajes, y le costaba mucho interesarse por la vida real. Hacía el paripé, decía sí, decía no, pero habría sido incapaz de repetir lo que acababan de decirle o preguntarle. Miraba a sus hijas, a Max y a la señora Barthillet con ojos distraídos mientras reescribía una frase o decidía una nueva peripecia. De hecho, al aceptar la invitación de Luca, ¿no se había dicho que podría utilizar su propia turbación para expresar la emoción amorosa de Florine, aspecto que hasta entonces había dejado un poco de lado? Florine era mujer y señora, una perpulchra devota y valiente, pero no por ello era menos mujer. Va a tener que enamorarse de uno de sus cinco maridos, pensó Jo dando vueltas y vueltas frente al cine, realmente enamorada, enamorada hasta perder la cabeza, hasta quedarse sin aliento… No puede contentarse con la escala de san Benito y su Divino Esposo. La tentación carnal debe morderle en las entrañas. ¿Y cómo es cuando se está enamorada hasta perder la cabeza? Podía adivinarlo viéndose actuar frente a Luca.

Sacó un cuadernillo para anotar su idea. Ya no salía de casa sin su cuaderno y su bolígrafo.

Acababa de cerrar su cuaderno cuando, al levantar la cabeza, se encontró a Luca inclinado sobre ella. La miraba con seguridad indolente, con la afectuosa indiferencia que caracterizaba su relación. Ella dio un salto, su bolso se derramó y los dos se agacharon para recoger el contenido.

—¡Ah! Al fin la encuentro tal y como la conocí —dijo él maliciosamente.

—Me había distraído con mi libro…

—¿Escribe usted un libro? ¡No me lo había dicho!

—Esto… No… quiero decir mi tesis y yo…

—No se excuse. Es usted muy trabajadora. No se avergüence de ello.

Se situaron en la cola para sacar las entradas. En el momento de pagar, Joséphine abrió su monedero, pero Luca le señaló que la invitaba. Ella se sonrojó y volvió la cabeza.

—¿Prefiere usted sentarse en el fondo, en el medio o delante?

—Me da completamente igual…

—¿Vamos, pues, un poco delante? Me gusta que la pantalla inunde mi mirada.

Se quitó su parka y la dejó sobre la butaca vacía al lado de Joséphine. Se sintió emocionada viendo la prenda doblada cerca de ella, sintió ganas de tocarla, de respirar su olor, el calor de Luca, de hundir sus manos en las mangas abandonadas y colgantes.

—Ya verá, es una historia de agua…

—¿De lágrimas?

—No, de una presa… Tiene usted derecho a llorar si es sincera. Nada de lágrimas de cocodrilo, ¡auténticas lágrimas de emoción!

Él sonrió con esa sonrisa que parecía surgir de una inmensa soledad. Le parecía que si ella podía verle sonreír, aunque sólo fuera durante unos minutos cada día, sería la mujer más feliz. Todo en aquel hombre era único y escaso. Nada era mecánico ni previsible. Seguía sin atreverse a preguntarle sobre su actividad de modelo. Dejaría eso para más tarde.

Las luces de la sala se apagaron y empezó la película. Enseguida apareció el agua, un agua amarilla, un agua poderosa, un agua embarrada que le hizo pensar en los estanques de los cocodrilos. Lianas que colgaban, arbustos secados por el sol y Antoine que surgía ante ella. Sin que hubiese sido invitado. Ella creía oír su voz, volvía a ver su espalda curvada como cuando se había sentado en la cocina, su mano que había cogido la suya, su invitación a venir a cenar con las niñas. Guiñó los ojos para hacerle desaparecer.

La película era tan hermosa que Joséphine se vio transportada inmediatamente a la isla con los granjeros. Llevada por la belleza herida de Montgomery Clift, con ojos llenos de una resolución dulce y salvaje. Cuando los granjeros le rompieron la cara, estrechó el brazo de Luca, que le acarició la cabeza… «Saldrá de esta, saldrá de esta», murmuró en la oscuridad… ella olvidó todo para no retener más que ese instante, su mano en su cabeza, su tono tranquilizador. Esperaba, suspendida en la oscuridad, esa mano, esperaba que él la alargase hacia ella, pasase su brazo alrededor de sus hombros, mezclase su aliento con el suyo. Esperaba, esperaba… Él había vuelto a colocar su mano a lo largo de su cuerpo. Ella volvió a incorporarse, derecha, y las lágrimas inundaron sus ojos. Estar tan cerca de él y no poder dejarse llevar. Su codo tocaba su codo, sus hombros se rozaban, pero él parecía refugiado tras la muralla china.

Puedo llorar, él creerá que es el agua de la película. No sabrá que es por culpa de ese pequeño instante de suspense, esos segundos en los que yo esperaba que me atrajese hacia él, que me besara quizás, ese pequeñísimo instante se ha roto, indicándome que yo era sólo una buena amiga, una medievalista con la que hablar de lágrimas, de la Edad Media, de lo sagrado y de los caballeros.

Lloró. Lloró de tristeza por no ser una mujer que uno atrae hacia sí en la oscuridad. Lloró de decepción. Lloró de cansancio. Lloró en silencio, lloró completamente recta sin que su cuerpo temblara. Se extrañó de llorar tan dignamente, atrapando con la punta de la lengua el agua que corría por sus mejillas, probándola como un gran reserva salado, como el agua que circulaba por la pantalla, que iba a llevarse la casa de los granjeros. Que se llevaría a la vieja Joséphine, la que nunca habría imaginado llorar al lado de otro chico que Antoine en la oscuridad de un cine. Ella le decía adiós; lloraba por decirle adiós. Esa Joséphine buena, razonable, dulce, que se había casado de blanco, había criado a dos hijas, que trataba de hacerlo lo mejor posible, siempre justa, siempre razonable. Se eclipsaba frente a la nueva. La que escribía un libro, iba al cine con un chico y esperaba que él la besase. Ya no sabía si reír o llorar.

Caminaron por las calles de París. Ella miraba los viejos edificios, los portales majestuosos, los árboles centenarios, las luces de los cafés, la gente que entraba y salía, la energía de la gente que se empujaba, se enfrentaba, se reía. Los nervios de la vida nocturna. Antoine volvía como una sobreimpresión. Habían soñado durante mucho tiempo vivir en París; sus sueños parecían alejarse cada vez más, como un engaño. Había en toda esa gente con la que se cruzaba unas ganas de vivir, de divertirse, de enamorarse que la empujaban a participar en el baile. Ella, la nueva Joséphine. ¿Tendría la suficiente energía para tender la mano o se contentaría con permanecer allí, al borde de la pista, como un niño que tiene miedo de meterse en el mar? Levantó el rostro hacia Luca. Parecía de nuevo una torre solitaria y salvaje, que avanzaba encerrada en su silencio.

¿A cuántas vidas tenemos derecho durante nuestro paso por la Tierra? Se dice que los gatos tienen siete vidas. Florine tiene cinco maridos. ¿Por qué no tendría yo derecho a un segundo amor? ¿He explicado ya cómo funcionaba el comercio en aquella época? He olvidado hablar de finanzas. Se pagaba en moneda o en especie: trigo, avena, vino, capones, gallinas, huevos. Cada ciudad importante acuñaba su moneda, algunas monedas tenían más valor que otras según la ciudad de donde procedieran.

Sintió que Luca la agarraba por el brazo.

—¡Oh! —se sobresaltó como si la despertase.

—Si no la hubiese detenido, ese coche la hubiera atropellado. Es usted realmente despistada… Tengo la impresión de caminar al lado de un fantasma.

—Lo siento… Estaba pensando en la película.

—¿Me dejará leer su libro cuando lo haya terminado?

Ella balbuceó «pero yo no, pero yo no…», él sonrió, añadiendo: «Es un misterio, siempre es un misterio la escritura de un libro, tiene usted mucha razón en no hablar de ello, puede desfigurarse exponiéndolo cuando no está terminado, y además cambia todo el tiempo, nos creemos que estamos escribiendo una historia y luego resulta que escribimos otra, nadie puede saber nada hasta que no se ha escrito la última frase. Sé todo eso y lo respeto. ¡Sobre todo no me responda!».

Él la acompañó hasta su puerta. Echó una mirada al edificio, le dijo «lo repetiremos, ¿verdad?». Le tendió la mano, la estrechó suavemente, ¿largamente?, como si le pareciese de mala educación soltarla demasiado rápido.

—Bueno pues, buenas noches…

—Buenas noches y mil gracias. La película era muy bonita, de veras…

Se fue con paso firme como un hombre contento de haber escapado a la trampa de la despedida ante la puerta del edificio. Ella le vio alejarse. Una sensación horrible de vacío creció en su interior. Ahora sabía lo que significaba «estar sola». No «estar sola» para pagar las facturas o criar niños, sino «estar sola» porque un hombre del que se esperaba que la cogiese en sus brazos se alejaba dándole la espalda. Prefiero la soledad con las facturas, suspiró pulsando el botón del ascensor; al menos sé en qué punto estoy.

Las luces del salón estaban encendidas. Las niñas, Max y Christine Barthillet, alrededor del ordenador, soltaban gritos, se partían de risa, gritaban «¡Y este! ¡Y aquel!», apuntando la pantalla con el dedo.

—¿No estáis acostados? ¡Es la una de la mañana!

Apenas levantaron la cabeza, subyugados por lo que veían en la pantalla.

—¡Ven a ver, mamá! —gritó Zoé haciendo una señal a Joséphine para que se acercara.

No estaba segura de querer participar en la excitación general. Se sentía aún perturbada por la dulzura triste de su velada. Desató el cinturón de su impermeable, se dejó caer sobre el sofá y se quitó los zapatos.

—¿Qué pasa exactamente? ¡Parecéis a punto de estallar!

—Pero, bueno, mamá, ven a ver. No podemos decírtelo, tienes que verlo con tus propios ojos —declaró Zoé con gran seriedad.

Joséphine se acercó al ordenador puesto sobre la mesa.

—¿Estás lista? —preguntó Zoé.

Joséphine asintió. El dedo de Christine Barthillet pulsó sobre la pantalla.

—Haría usted mejor si se sentara en una silla, señora Joséphine, va a llevarse una buena sorpresa.

—¿No serán fotos porno? —preguntó Jo, poniendo en duda el sentido común de Christine Barthillet.

—¡Que no, mamá! —dijo Hortense—. Es mucho más interesante.

La señora Barthillet pulsó sobre un icono y las fotos de unos niños aparecieron en la pantalla.

—Había dicho que nada de pornografía pero tampoco nada de pedofilia —gruñó Joséphine—. ¡Y no bromeo!

—Espere —dijo Max—, mire detenidamente.

Joséphine se inclinó sobre la pantalla. Aparecían dos niños, muy rubios, y otro, más joven, de pelo castaño oscuro. Jugaban en un parque, en una piscina, iban a esquiar, montaban a caballo, cortaban una tarta de cumpleaños, se les veía en pijama, comiendo helados…

—¿Y bien? —preguntó Joséphine.

—¿No los reconoces? —se rio Zoé.

Joséphine miró con más atención.

—Son Guillermo y Harry…

—Sí, ¿y el tercero?

Joséphine se concentró y reconoció al tercer niño. ¡Gary! Gary de vacaciones con los principitos, Gary de la mano de Diana, Gary sobre un poni sostenido de lejos por el príncipe Carlos, Gary jugando al fútbol en un gran parque…

—¿Gary? —murmuró Joséphine.

—¡En persona! —exclamó Zoé—. ¿Te das cuenta? ¡Gary tiene sangre real!

—¿Gary? —repitió Jo—. ¿Estáis seguros de que no es un montaje?

—Las hemos encontrado navegando por las fotos de familia puestas en la Red por un criado malintencionado…

—¡Es lo menos que se puede decir de él! —dijo Joséphine.

—Para caerse de culo, ¿verdad? —remarcó la señora Barthillet.

Joséphine miró la pantalla, pulsando en una foto y después, en otra.

—¿Y Shirley? ¿No hay fotos de Shirley?

—No —replicó Hortense—. Pero, en cambio, ha vuelto. Llegó hace un rato, cuando estabas en el cine… ¿Ha estado bien el cine?

Joséphine no respondió.

—¿Ha estado bien el cine con Luca?

—¡Hortense!

—Ha llamado, acababas de marcharte. Para decir que llegaría un poco tarde. Pobre mamá, ¡has llegado pronto! Nunca hay que llegar pronto. Apuesto a que ni siquiera te ha besado. ¡No se besa a las mujeres que llegan a la hora!

Se puso la mano delante de la boca para ocultar un bostezo y señalar lo mucho que le aburría el poco savoir faire de su madre.

—¡Y no hay que arreglarse mucho de forma tan evidente! Hay que jugar sutilmente. Maquillarse sin maquillarse. Vestirse sin vestirse. Son cosas que una sabe o no, y tú, aparentemente, no estás muy dotada para eso.

Al humillarla delante de la señora Barthillet, Hortense sabía que Joséphine no podría reaccionar violentamente. Estaría obligada a aguantarse. Joséphine apretó los dientes, buscando contenerse.

—Tiene un bonito nombre… Luca Giambelli. ¿Es tan guapo como su nombre?

Bostezó y, levantando su pelo como una pesada cortina, añadió:

—No sé por qué te pregunto eso. ¡Como si me interesara! Debe de ser una de esas ratas de biblioteca que te gustan tanto… ¿Tiene caspa y los dientes amarillos?

Se había echado a reír haciendo cómplice con la mirada a Christine Barthillet, que intentaba permanecer al margen un poco molesta.

—¡Hortense, vas a ir a acostarte! —gritó Joséphine, perdiendo la calma—. ¡Y vosotros, también! Tengo sueño. Es tarde.

Abandonaron el salón. Joséphine abrió el sofá cama con un gesto brutal y se dobló una uña. Se dejó caer sobre la cama abierta.

Esa noche había sido un fracaso. Me falta tanta seguridad que no impresiono a nadie. Ni para bien ni para mal. Soy la mujer invisible. Me ha tratado como una buena amiga, no se le ha pasado por la cabeza que yo pudiera ser otra cosa. Hortense se ha dado cuenta enseguida, en cuanto he entrado en la habitación. Ha detectado mi olor a perdedora. Se hizo una bola sobre el sofá y fijó la mirada en un hilo rojo sobre la moqueta.

* * *

A la mañana siguiente, después de que Max y las niñas saliesen a visitar un mercadillo instalado en las cercanías, Joséphine recogió la cocina e hizo una lista de lo que le faltaba: mantequilla, mermelada, pan, huevos, jamón, queso, lechuga, manzanas, fresas, un pollo, tomates, judías verdes, patatas, coliflor, alcachofas… Era día de mercado. Estaba escribiendo, cuando Christine Barthillet entró arrastrando los pies.

—Qué resaca que tengo —murmuró agarrándose la cabeza—. Ayer bebimos demasiado.

Sostenía su radio y buscaba su emisora preferida llevándosela a la oreja. «Y, sin embargo, no es sorda», se dijo Jo.

—Cuando dice usted «bebimos», espero que no incluya usted a mis hijas.

—Qué graciosa es usted, señora Joséphine.

—¿No puede usted llamarme Joséphine a secas?

—Usted me intimida. No pertenecemos al mismo mundo.

—Inténtelo.

—No, ya lo he pensado, no lo conseguiría…

Joséphine soltó un suspiro.

—Señora Joséphine suena a madame de burdel.

—¿Sabe usted algo de putas y de burdeles?

Joséphine tuvo una sospecha y miró fijamente a la señora Barthillet. Había colocado la radio sobre la mesa y escuchaba una música sudamericana, moviendo los hombros.

—¿Acaso usted sí que sabe?

Christine Barthillet se ajustó las solapas de su bata sobre el pecho con la solemnidad de la acusada que se cubre con su dignidad.

—De vez en cuando, para sacarme algún ingreso extra.

Joséphine tragó y dijo:

—Pues entonces…

—No soy la única, sabe usted…

—Ahora entiendo mejor la historia de Alberto…

—¡Oh! Es muy amable. Hoy es nuestra primera cita, nos vamos a ver en la Défense para tomar un café. ¡Tengo que vestirme bien! Hortense prometió echarme una mano…

—¡Tiene usted suerte! Hortense se interesa muy poco por los demás.

—Al principio, seguro, yo no le gustaba; ahora me soporta. Yo sé cómo tratarla: a su hija, hay que halagarla, acariciarle el cuello como a un perrito, decirle que es guapa, inteligente y…

Joséphine iba a responderle cuando sonó el teléfono.

Era Shirley. Invitaba a Joséphine a ir a su casa.

—Entiéndelo… con la señora Barthillet pululando por ahí, no podríamos hablar tranquilamente.

Joséphine aceptó. Entregó la lista de la compra a Christine Barthillet, le dio dinero y la urgió a vestirse y salir. La señora Barthillet masculló que era domingo por la mañana, que con Joséphine no podía una relajarse, que siempre tenía prisa. Joséphine la cortó asegurándole que el mercado cerraba a las doce y media.

—¡No es verdad! —protestó Christine Barthillet contemplando la lista.

—¡Y no cambie las frutas y verduras por chucherías! —rugió Joséphine al salir—. Son malas para los dientes, para la tez y para el trasero.

—A mí me da igual, yo me como una patata todas las noches.

Se encogió de hombros y se puso a leer la lista de la compra como si descifrara unas instrucciones de montaje. Joséphine la miró, quiso decir algo y cambió de opinión.

Cuando Shirley abrió la puerta, estaba hablando por teléfono. En inglés. Encolerizada. Decía «no, no, nevermore! I’through with you…». Joséphine le hizo una señal de que volvería más tarde, pero Shirley, tras una última retahíla de insultos, colgó.

Ante el aspecto deshecho de Shirley y sus grandes ojeras, toda la cólera que había acumulado durante la semana se esfumó.

—Qué alegría me da verte. ¿Te las has arreglado bien con Gary?

—Tu hijo es un encanto. Bueno, guapo, inteligente. Lo tiene todo para gustar.

—Muchas gracias. ¿Quieres un té?

Joséphine asintió y contempló a Shirley como si no la hubiese visto nunca antes. Como si haberla visto al lado de una reina hiciese de ella una perfecta extraña.

—Jo… ¿por qué me miras así?

—Te vi en la tele, la otra noche. Al lado de la reina de Inglaterra. Con Carlos y Camila. Y no me digas que no eras tú porque si no…

Joséphine buscó algo que decir, golpeó el aire con las manos como si se ahogara. Tenía claro lo que quería decir pero no sabía cómo formularlo. Si me dices que no eras tú, cuando te reconocí perfectamente, sabré que me mientes y no lo soportaré. Eres mi única amiga, la única persona en la que confío, no querría poner esta amistad, esta confianza, en duda. Así que dime que no lo he soñado. No me mientas, por favor, no me mientas.

—Era yo, Joséphine. Por eso me fui en el último minuto. Yo no quería ir…

—¿Fuiste obligada a presentarte en un baile con la reina de Inglaterra? —articuló Joséphine estupefacta.

—Obligada…

—¿Conoces a Carlos, a Camila, a Guillermo, a Harry y a toda la familia?

Shirley asintió con una señal de la cabeza.

—¿Y a Diana?

—La conocí muy bien. Gary creció con ellos, con ella…

—Pero, Shirley… ¡Me lo tienes que contar!

—No puedo, Jo.

—¿Cómo que no?

—No puedo.

—¿Incluso si te prometo no contárselo a nadie?

—Es por tu seguridad, Jo. La tuya y la de tus hijas. No debes saberlo.

—No te creo.

—Y, sin embargo…

Shirley la miró con ternura y una gran tristeza.

—Nos conocemos desde hace años, nos contamos todo, te he contado mi único secreto, lees en mi cara como en un libro abierto y la única cosa que se te ocurre decirme es que no puedes contarme nada bajo pena de… —Joséphine se asfixiaba de cólera—. ¡Te he odiado toda la semana, Shirley! Toda la semana he tenido la impresión de que me habías robado algo, de que me habías traicionado, y no quieres decirme nada. ¡La amistad, Shirley, funciona en dos direcciones!

—Es para protegerte. Cuando no se sabe, no se habla…

Joséphine soltó una risa de decepción.

—Como si me fuesen a torturar por eso.

—Puede ser peligroso. Como lo es para mí. Pero yo estoy obligada a vivir con ello, no tú…

Shirley hablaba con voz tranquila. Constataba algo. Joséphine no observó ningún énfasis, ningún fraude en su voz. Enunciaba un hecho, un hecho terrorífico, sin que la emoción turbase su voz. Joséphine quedó conmovida por su sinceridad e hizo un movimiento hacia atrás.

—¿Hasta ese punto?

Shirley vino a sentarse al lado de Jo. Le pasó el brazo alrededor de sus hombros y, en un susurro, se confió a ella.

—¿No te has preguntado nunca por qué he venido a instalarme aquí? ¿En este barrio? ¿En este edificio? ¿Completamente sola, sin familia en Francia, sin marido, sin amigos, sin una auténtica profesión?

Joséphine negó con la cabeza.

—Por eso te quiero, Joséphine.

—¿Porque soy una estúpida? ¿Porque nunca veo más allá de mis narices?

—¡Porque no ves el mal en ninguna parte! Yo vine aquí a refugiarme. En un sitio donde estaría segura de no ser reconocida, buscada, acosada. Allí vivía, tenía una gran y hermosa vida hasta que… hasta que pasó aquello. Aquí hago pequeños trabajos, sobrevivo…

—¿Esperando qué?

—Esperando no sé qué. Esperando a que eso se arregle allí, en mi país… A que pueda volver y retomar una vida normal. He olvidado todo al instalarme aquí. He cambiado de personalidad, he cambiado de nombre, he cambiado de vida. Puedo educar a Gary sin temblar de miedo si llega con retraso del colegio, puedo salir sin mirar si me están siguiendo, puedo dormir sin temor a que echen la puerta abajo…

—¿Por eso te has cortado el pelo muy corto? ¿Por eso andas como un chico? ¿Por eso luchas como un hombre?

Shirley asintió con la cabeza.

—Lo he aprendido todo. He aprendido a luchar, a protegerme, a vivir sola…

—¿Lo sabe Gary?

—Se lo dije. No tuve elección. Había deducido muchas cosas y tenía que tranquilizarle. Decirle que no se equivocaba. Eso le ha hecho madurar mucho, crecer mucho… Aguantó el golpe. A veces tengo la impresión de que me protege.

Shirley estrechó su brazo en torno a Joséphine.

—En medio de toda esa desgracia, he encontrado algo de felicidad aquí. Una felicidad tranquila, sin cursilería ni miedos. Sin hombre…

Sintió un escalofrío. Habría querido decir sin «ese» hombre. Le había vuelto a ver. Por su culpa tuvo que prolongar su estancia en Londres. Le había telefoneado, le había dado el número de su habitación en el Park Lane Hotel y le había dicho «te espero, habitación 616». Había colgado sin esperar respuesta. Ella había mirado el teléfono diciéndose «no iré, no iré, no iré». Había corrido hasta el Park Lane Hotel, en la esquina de Piccadilly y Green Park. Justo detrás de Buckingham Palace. El gran hall beige y rosado, con lámparas en forma de racimos venecianos. Los sofás donde los hombres de negocios toman el té hablando en voz baja. Los enormes ramos de flores. El bar. El ascensor. El largo pasillo de paredes beiges, de gruesa moqueta, de apliques adornados con pequeñas pantallas con colgaduras. La habitación 616… El decorado desfilaba como en una película. Siempre se citaba con ella en hoteles cercanos a parques. «Dejas al pequeño jugando en la hierba y subes conmigo. Él mirará a los enamorados y a las ardillas grises, eso le enseñará la vida». Un día, ella le había esperado todo el día. En Hyde Park. Gary era pequeño. Corría detrás de las ardillas. «Me gustan de lejos, mummy, de cerca parecen ratas». «A mí me pasa lo contrario, me gusta de cerca, de lejos lo tomo por lo que es: una rata». Ese día, no había venido. Habían ido a Fortnum and Mason. Habían comido helados y pasteles. Ella había bebido su té humeante cerrando los ojos. Gary se mantenía recto en su sillón y probaba los pasteles como un experto con la punta de su tenedor. «Tiene el porte de un príncipe», había dicho la camarera. Shirley había palidecido. «Ha estado bien esta tarde en el parque —había proseguido Gary cogiéndola de la mano—, Green Park es mi preferido». Conocía todos los parques de Londres.

Otra vez, cuando subió a la habitación del hotel, Gary había ido a hablar con los oradores de Marble Arch. Debía de tener once años.

Decía «tómate el tiempo que quieras, mummy, no te preocupes por mí, así practico el inglés, no quiero olvidar mi lengua natal». Había disertado sobre la existencia de Dios con un individuo taciturno que, encaramado a un taburete, esperaba a que viniesen a hablarle. Había preguntado a Gary: «Si Dios existe, ¿por qué ha hundido al hombre en el sufrimiento?». «¿Y tú qué le respondiste?», había preguntado Shirley levantando el cuello de su chaqueta para esconder la marca de un chupetón. «Le hablé de la película La noche del cazador, del bien y del mal, de que el hombre debe hacer una elección y de que cómo puede elegir si no conoce el sufrimiento y el mal…». «¿Le dijiste eso?», había respondido Shirley maravillada.

Háblame, cariño, háblame más para que olvide esa habitación y a ese hombre, que olvide el asco de mí misma cuando salgo de los brazos de ese hombre. Él esperaba en la habitación. Echado en la cama con los zapatos puestos. Leyendo el periódico. La había mirado sin decir nada. Había dejado el periódico. Puesto una mano sobre sus caderas, levantado su falda y…

Siempre era lo mismo. Esta vez, ella era libre de ser su prisionera: Gary no esperaba en el parque. No había visto pasar las horas. Ni los días. Los platos se acumulaban al pie de la cama. Las camareras eran despedidas cuando llamaban a la puerta.

Nunca más, nunca más. ¡Esto tenía que acabar!

Tenía que permanecer lejos de él. Siempre la encontraba. El nunca venía a Francia, le buscaban y tenía miedo de pasar la frontera. En Francia ella estaba protegida. Allí estaba a su merced. Por culpa suya. No conseguía resistirse a él. Sentía vergüenza cuando volvía con su hijo. Él la esperaba, confiado, delante del hotel. Cuando llovía, se refugiaba en el interior y esperaba. Volvían los dos a pie atravesando el parque. «¿Tú crees en Dios?», había preguntado Gary, un día, tras haber pasado la tarde hablando con un nuevo orador de Hyde Park. Le había cogido gusto a eso. «No lo sé —había respondido Shirley—, me gustaría tanto creer…».

—¿Crees en Dios? —preguntó Shirley a Joséphine.

—Pues, sí… —respondió Joséphine, extrañada por la pregunta de Shirley—. Le hablo por las noches. Salgo al balcón, miro las estrellas y le hablo. Me ayuda mucho…

Poor you!

—Lo sé. Cuando digo eso, la gente me toma por tonta. Así que no hablo de ello.

—No tengo fe, Joséphine… No intentes convertirme.

—No lo intentaré, Shirley. Si tú no crees, es por despecho, porque el mundo no está hecho como tú quisieras. Pero es como el amor, hay que ser valiente para amar. Dar, dar, sin pensar, sin contar… Con Dios, hay que decirse «creo» y todo se vuelve entonces perfecto, lógico, todo tiene un sentido, todo se explica.

—No en mi caso —rio Shirley con amargura—. Mi vida es una serie de cosas imperfectas, ilógicas… Si fuera una novela, sería un melodrama para llorar a mares, y me horroriza inspirar piedad.

Se detuvo como si ya hubiese hablado demasiado.

—Y con la señora Barthillet, ¿cómo van las cosas?

—¿Eso quiere decir que ya no puedes hablar de nada? —suspiró Joséphine—. Cambias de tema. Se acabó la discusión.

—Estoy cansada, Jo. Tengo ganas de respirar… Estoy feliz de haber vuelto, créeme.

—Eso no impide que todos te hayan visto en la televisión. ¿Qué vas a decir si las niñas o Max te preguntan?

—Que hay alguien que se me parece en la corte inglesa.

—No van a creerte: han encontrado fotos de Gary en Internet con Guillermo y Harry. Un antiguo criado que…

—No las ha podido vender a la prensa, así que las ha puesto en Internet. Pero yo lo negaré, diré que nada se parece más a un niño que otro niño. Confía en mí, sabré arreglármelas. Las he pasado peores. ¡Mucho peores!

—Debes de pensar que mi vida es bastante aburrida…

—Tu vida va a complicarse con esa historia del libro. Cuando se empieza a hacer trampas, a mentir, se embarca uno en extrañas aventuras…

—Lo sé. A veces me da miedo…

El hervidor había empezado a silbar y la tapa, a bailar por la fuerza del vapor. Shirley se levantó, dispuesta a hacer té.

—He traído un Lapsang Souchong de Fortnum and Mason. Ya me dirás qué te parece…

Joséphine la observó realizar la ceremonia del té: calentar la tetera, contar las cucharadas de té, verter el agua hirviendo, dejar reposar, con la seriedad de una auténtica inglesa.

—¿Se hace el té de la misma forma en Escocia y en Inglaterra?

—Yo no soy escocesa, Jo. Soy una auténtica lady inglesa…

—Pero si me habías dicho…

—Me pareció más romántico…

Joséphine estuvo a punto de preguntarle cuáles eran las otras mentiras, pero se aguantó. Saborearon su té hablando de los niños, de la señora Barthillet, de sus citas por Internet.

—¿Te ayuda económicamente?

—Está sin blanca.

—¿Quieres decir que compras la comida para todo el mundo?

—Pues… sí.

—Eres realmente demasiado buena —dijo Shirley golpeándole cariñosamente la nariz—. ¿Hace la casa? ¿Cocina? ¿Plancha?

—Ni siquiera eso.

Shirley se encogió de hombros y los dejó caer soltando un profundo suspiro.

—Me paso el tiempo en la biblioteca. He ido al cine con el hombre de la parka. Es italiano, se llama Luca. Siempre tan taciturno. Eso, en cierto modo, me viene bien. Debo terminar primero el libro.

—¿Hasta dónde has llegado?

—Hasta el cuarto marido.

—¿Y ese quién es?

—Todavía no lo sé. Me gustaría que ella viviese una pasión tórrida. Una pasión física…

—¡Como Shelley Winters y Robert Mitchum en La noche del cazador! Ella lo desea como una loca y él la rechaza… así que ella lo desea aún más. Él se hace pasar por un pastor y se sirve de la Biblia para enmascarar su avidez. Cuando ella intenta seducirle, él la sermonea y le vuelve la espalda. Acaba asesinándola. Es el mal encarnado…

—Eso es… —prosiguió Joséphine apretando su taza de té entre las manos—. Sería predicador, recorrería las campiñas, ella le encontraría, se enamoraría perdidamente de él, la esposaría, ambicionaría su castillo y su oro e intentaría matarla. Temería por su vida, él cogería a su hijo como rehén… Pero ese no podrá hacerla rica.

—¿Y por qué no? Podrías inventar que ya había estafado a muchas viudas, que había escondido el botín en alguna parte y que ella lo heredaría…

—Luca me habló precisamente el otro día de los predicadores de la época…

—¿Le has dicho que escribías un libro? —preguntó Shirley, inquieta.

—No… pero metí la pata.

Joséphine contó cómo había evocado el libro cuando habían ido al cine. Se preguntó en voz alta si no habría descubierto su secreto.

—Eres la última persona a la que confiaría un secreto —dijo Shirley sonriendo—. ¿Ves cómo tengo razón para no decirte nada?

Joséphine bajó los ojos confusa.

—Tendré que andarme con cuidado cuando el libro haya salido…

—Iris se las arreglará para que toda la atención se concentre en ella. No te dejará ni una migaja. A propósito, ¿qué tal le va a Iris?

—Está ensayando para el gran día… Viene a leer de vez en cuando lo que escribo, hojea todos los libros que le he recomendado. A veces me da ideas. Quería que escribiese una escena en la que estudiantes parisinos provocaran a un auténtico motín, blandiendo sus cuchillos y sus cráneos afeitados; los estudiantes eran clérigos y pertenecían al clero, lo que les ponía al abrigo de la justicia seglar. El rey no podía hacer nada contra ellos, dependían de la justicia de Dios y abusaban de ello, lo que complicaba mucho el mantenimiento del orden en París. ¡Cometían crímenes con toda impunidad! Robaban, mataban. Nadie podía juzgarlos o castigarlos.

—¿Y entonces?

—Tengo la impresión de ser un embudo, lo escucho todo, recojo anécdotas, pequeños detalles de la vida y los vierto en el libro. Ya no seré la misma después de este libro. Estoy cambiando, Shirley, estoy cambiando mucho, ¡aunque no se note!

—Descubres la vida contando esa historia; te lleva por territorios en los que nunca habías estado…

—Sobre todo, Shirley, ya no tengo miedo. Antes tenía miedo de todo. Me escondía detrás de Antoine. Detrás de mi tesis. Detrás de mi sombra. Hoy me permito cosas que antes me prohibía, subo más a la red.

Soltó una risita de niña y se escondió detrás de su mano.

—Sólo necesito ser paciente, dejar que la nueva Jo crezca y, un día, lo invadirá todo, me dará toda su fuerza. Por el momento estoy aprendiendo… He comprendido que la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer errores ni moverse. La felicidad es aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar, avanzar franqueando cada obstáculo. Antes no avanzaba, dormía. Me dejaba llevar por una rutina tranquila: mi marido, mis hijas, mis estudios, mi comodidad. Ahora he aprendido a luchar, a encontrar soluciones, desesperar un momento para rehacerme después y avanzar, Shirley. ¡Sola! Me las arreglo. Cuando era pequeña, repetía lo que decía mamá; su visión de la vida era la mía; después escuché a Iris. Me parecía tan inteligente, tan brillante… Después apareció Antoine: firmaba todo lo que él quería, amoldaba mi vida a la suya. Incluso tú, Shirley… El hecho de saber que eras mi amiga me daba seguridad, me decía que yo era alguien bueno porque tú me querías. Pues bien, todo eso se acabó. He aprendido a pensar por mí misma, a caminar por mí misma, a luchar sola…

Shirley escuchaba a Joséphine y pensaba en la niña que había sido ella. Tan segura de sí. Insolente, casi arrogante. Un día que su nanny la había llevado a pasear por el parque, le soltó de la mano y se fue. Debía de tener cinco años. Había deambulado saboreando la deliciosa sensación de ser libre, de correr sin que miss Barton le dijera que no estaba bien, que una niña bien educada debía caminar con paso regular. Un policía le había preguntado si se había extraviado. Ella había respondido «no, pero debería usted buscar a mi nanny, se ha perdido». Nunca tenía miedo. Me mantenía de pie sola. Fue después cuando todo se estropeó. He recorrido el camino inverso de Jo.

* * *

—No son difíciles de entender ese tipo de tíos. Babeaba de avidez hasta formar un charco.

—Pues yo estoy harta de ser pequeña, nadie me mira —gruñó Zoé.

—Ya vendrá, mi niña, ya vendrá… ¿Has olvidado que habías prometido vestirme para mi cita? —preguntó Christine Barthillet a Hortense.

Hortense la miró de arriba abajo analizándola.

—¿Qué ropa tiene usted que se pueda poner?

La señora Barthillet suspiró «no gran cosa, no compro nada de marca, yo lleno mis armarios a base de catálogos».

—Vamos a tener que vestirla con aire desenfadado entonces… —declaró Hortense con voz profesional—. ¿Tiene usted una sahariana?

La señora Barthillet asintió con la cabeza.

—Un modelo de La Redoute. De este año…

—¿Un chándal?

La señora Barthillet asintió.

—Bueno… ¡Vaya a buscarlos!

La señora Barthillet volvió con la ropa echa una bola. Hortense la levantó con la punta de los dedos, la extendió sobre el sofá y la observó durante un momento. Max y Zoé la miraban subyugados.

—Bueno, bueno…

Frunció la nariz, torció la boca, cogió un jersey, un chaleco, extendió una camisa blanca, la volvió a dejar.

—¿Tiene usted accesorios?

La señora Barthillet levantó la cabeza sorprendida.

—Collares, brazaletes, una bufanda, unas gafas…

—Tengo algunas baratijas de Monoprix…

Fue a buscarlas a la habitación.

Zoé empujó a Max con el codo y susurró «vas a ver, ¡fíjate bien! Va a transformar a tu madre en bomba sexual». La señora Barthillet depositó un montón de colgantes al lado de la ropa desplegada, que parecía esperar el golpe de varita mágica de Hortense. Esta reflexionó y, después, con tono docto, declaró:

—¡Desnúdese!

La señora Barthillet puso cara de sorpresa.

—¿Quiere usted que la vista o no?

Christine Barthillet asintió. Se encontró en bragas y sujetador delante de Max y las niñas. Se tapó los senos con las manos y carraspeó molesta. Max y Zoé estallaron en un ataque de risa.

—Lo importante: la sahariana. Regla número uno: acompañada de un pantalón de jogging Adidas con bandas blancas es lo correcto. Empezamos bien, tiene usted uno. De hecho, es la única forma de tener un aspecto chic en chándal.

—¿Con una sahariana?

—Efectivamente. Regla número dos: bajo la sahariana, poner un jersey con cuello en V y una camiseta que se vea bajo el jersey…

Hizo una señal a la señora Barthillet para que se pusiese la ropa que le tendía.

—No está mal, no está mal —dijo Hortense sopesándola con la mirada—. Regla número tres: adornar todo con algunos accesorios baratos, vamos a coger sus collares y sus brazaletes de Monoprix.

La decoró como a un maniquí de escaparate. Dio un paso atrás. Echó una manga hacia atrás. Volvió a dar un paso atrás. Arregló el cuello del jersey. Añadió un último collar y un par de gafas de aviador en el pelo.

—Y en los pies, playeras… ¡Y todo listo! —declaró, satisfecha.

—¿Playeras? —protestó Christine Barthillet—. Eso no es muy femenino.

—¿Quiere usted parecer del montón o una profesional del estilo? Hay que elegir, Christine, hay que elegir. Usted me ha pedido que la ayude, yo la ayudo; si no le gusta, póngase tacón de aguja y estará usted vulgar.

La señora Barthillet se calló y se puso las playeras.

—Ya está… —dijo Hortense, tirando del jersey y haciendo aparecer el tirante de la camiseta. Vaya a mirarse en el espejo.

La señora Barthillet se fue a la habitación de Joséphine y volvió con una gran sonrisa.

—¡Genial! No me reconozco. Gracias, Hortense, gracias.

Dio unas vueltas por el salón y después se sentó en el sofá golpeándose los muslos de alegría.

—¡Es increíble lo que se puede hacer con tres trapos cuando se tiene gusto! ¿Y de dónde te viene todo eso?

—Siempre he sabido que valía para eso.

—Un auténtico truco de magia. Como si hubieses visto a otra persona dentro de mí. Como si supiese por fin quién soy yo.

Zoé se hizo una bola sobre la alfombra y, jugando con sus cordones, murmuró:

—A mí me gustaría también saber quién soy yo. Me lo haces, di, Hortense…

—¿Hacerte qué? —preguntó Hortense, distraída, observando un último detalle en la vestimenta de Christine Barthillet.

—Lo que le has hecho a la señora Barthillet…

—Te lo prometo.

Zoé dio un salto de alegría y se colgó del cuello de Hortense, que se soltó de golpe.

—Aprende primero a comportarte, Zoé. No hay que demostrar nunca tus emociones. Mantén las distancias. Es la regla número uno para tener clase. El desdén… Mira a la gente desde arriba y te respetarán. Si no entiendes eso, no merece la pena salir.

Zoé se calmó y dio tres pasos atrás, interpretando el papel de orgullosa e indiferente.

—¿Así? ¿Está bien?

—Tiene que ser natural, Zoé. Tienes que ser naturalmente desdeñosa. Es una actitud de dura.

Había pronunciado «actitud» articulando la palabra cuidadosamente.

—La actitud debe ser natural…

Zoé se tiró del pelo y soltó un suspiro rascándose el vientre.

—Es muy difícil…

—Exige trabajo, eso seguro —replicó Hortense con la punta de los labios.

Su mirada se cruzó con Christine Barthillet y le preguntó:

—¿Sabe usted qué aspecto tiene su Alberto?

—Ni idea. Llevará Le Journal Du Dimanche bajo el brazo. Ya os contaré… Venga, me voy. ¡Hasta luego!

Cogió su bolso y se dispuso a salir. Hortense la atrapó y le señaló que su bolso no iba para nada con su vestimenta.

—Qué le vamos a hacer —dijo Christine Barthillet—. Ya sé que hay que llegar con retraso, pero si me duermo, ¡ya no habrá Alberto!

Ya bajaba las escaleras cuando Max y Zoé le gritaron que hiciese una foto para saber qué aspecto tenía Alberto.

—Imagínate —silbó Zoé preocupada—, quizás se convierta en tu padrastro…

* * *

En la cocina, con las persianas cerradas para protegerla del calor, Joséphine escribía. El día en el que debía entregar su manuscrito se acercaba. Sólo le quedaban tres semanas para terminar. Iris venía cada día para llevarse a los niños al cine, a pasear por París o por el Jardín Botánico. Ella comía helados mientras les pagaba vueltas en los coches de choque y partidas de tiro al plato. Como el colegio de los chicos era un centro de exámenes de selectividad, Max y Zoé habían sido liberados de toda obligación. Joséphine le había explicado a Iris que no conseguiría terminar la novela si no se sentía completamente libre de toda presencia en su casa y de la preocupación de saber qué hacían todo el día. «No puedo dejar que Zoé y Max Barthillet campen a sus anchas, ¡ella terminaría dedicándose al tráfico de móviles robados o a la venta de cannabis!». A Iris no le había gustado la idea. «Pero ¿qué voy a hacer?». «Te las arreglas como puedas —había respondido Jo—, eso o dejo de escribir». Hortense hacía sus prácticas con Chef y vivía su vida, pero había que ocuparse de Zoé y de Max.

La señora Barthillet proseguía su romance con Alberto. Se citaban en terrazas de café, pero todavía no habían consumado. «Hay algo que falla —decía Christine Barthillet—, hay algo que falla en algún sitio. ¿Por qué no me lleva a un hotel? Me besa, me toquetea, me hace regalos, pero nada más. ¡Yo lo único que quiero es que concluya! En lugar de darnos el revolcón, nos pasamos las horas hablando, sentados, bebiendo café. Voy a terminar conociendo todos los bares de París. Llega siempre puntual, siempre está el primero y su placer más grande es verme andar. Dice que mi caminar le inspira, que adora verme llegar, verme marchar. Seguro que este hombre es impotente. O tullido. Sueña con tener una relación, pero no consigue pasar al acto. ¡Menuda suerte la mía! En fin, tengo la impresión de estar con un hombre-tronco. Nunca lo he visto levantado». «No mujer —había dicho Zoé—, es un romántico, se toma su tiempo». «No tengo tiempo que perder. No voy a echar raíces en esta casa. Tengo ganas de instalarme y, en eso, perdemos tiempo, perdemos tiempo. Ni siquiera sé su apellido. ¡Os digo que esto es muy sospechoso!».

Joséphine, en cambio, no tenía tiempo que perder. El cuarto marido acabada de expirar, quemado en la hoguera de los herejes. ¡Uf!, pensó secándose la frente con la mano, ¡ya era hora! ¡Qué hombre malsano y malhechor! Había llegado al castillo montado en un gran caballo de batalla negro y llevando con él los Santos Evangelios. Había pedido asilo y Florine le había acogido. La primera noche, no quiso dormir en una cama sino en el suelo, bajo las estrellas, envuelto en su gran capa negra. Guibert el Piadoso era un hombre magnífico. El cabello largo y moreno, el torso poderoso, los brazos de leñador, hermosos dientes blancos, una sonrisa carnívora, penetrantes ojos azules… Florine había sentido el fuego quemarle las entrañas. Hablaba citando versículos del Evangelio, recitaba el texto del Decretum que conocía de memoria y combatía el pecado en todas sus formas. Se había instalado en el castillo y reglamentaba la vida de todos. Exigía a Florine que portara vestimentas austeras, sin color. El Maligno se aloja en el seno de cada mujer, profesaba levantando el dedo hacia el cielo. Las mujeres son frívolas, habladoras, infanticidas, abortivas, lujuriosas, lúbricas, prostitutas. La prueba: no hay mujeres en el Paraíso. Había hecho retirar los tapices y los cuadros de las paredes del castillo, había confiscado las pieles y vaciado los joyeros. Con su hermosa voz de macho poderoso, lanzaba anatemas. Los maquillajes son bermellones para adúlteras, las chicas feas son vómitos de la tierra y de las hermosas hay que desconfiar, pues no son más que apariencia disimulando un saco de basura. ¿Pretendes querer seguir la regla de san Benito y tiemblas cuando te ordeno dormir en el suelo, en camisa? ¿Acaso no ves que es el diablo el que te encierra en ese bienestar de reina, el diablo el que ha llenado tus cofres de oro y piedras preciosas, el diablo que te murmura que cuides tu belleza y la suavidad de tu piel para alejarte de tu Esposo divino? Florine escuchaba y se decía que este hombre le había sido enviado para llevarla por el buen camino. Se había desviado por culpa de sus precedentes maridos. Había olvidado su vocación. Su voz la embrujaba, su estatura la turbaba, su mirada la atravesaba. Temblaba tan fuerte de deseo por él que le consintió todo. Isabeau, su fiel servidora, aterrorizada por el fanatismo de Guibert, huyó una noche llevándose al joven conde. Florine permaneció sola, entre criados aterrorizados. Los que no obedecían eran encerrados en las mazmorras del castillo. Nadie se atrevía a oponerse a él. Una noche, sin embargo, pasa el brazo alrededor de los hombros de Florine y le pide que se case con él. Radiante de alegría, Florine da gracias a Dios y acepta. Será una boda triste y austera. La novia lleva los pies descalzos, el novio la mantiene a distancia. Durante la noche de bodas, mientras Florine se desliza en el lecho conyugal temblando de alegría, él se envuelve en su capa y se aleja de su lado. No pretende consumar el matrimonio. Sería ceder al pecado de lujuria. Florine llora, pero aprieta los dientes para que él no lo oiga. Tiene que repetir como un rezo no soy nada, soy menos que nada, soy una mala mujer, peor que la peor de las bestias. He encontrado a mi Salvador tomando a este hombre por esposo y debo obedecerle en todo. Ella cede. Al día siguiente, él corta sus largos cabellos dorados con su puñal y le marca la frente con dos grandes trazos de ceniza. Polvo eres y en polvo te convertirás, enuncia él deslizando el pulgar sobre su frente. Florine desfallece de placer al sentir su dedo sobre su piel desnuda. Ella confiesa su placer y él redobla su crueldad. La agota trabajando, le inflige un ayuno perpetuo, le ordena hacer ella misma todas las tareas de la casa y beber el agua sucia de lavar. Despide uno por uno a todos los criados cubriéndoles de regalos para que no hablen. Ordena que le entregue todo su dinero y que le indique dónde ha escondido su oro, el oro que te ha dado el rey de Francia tras haber asesinado a tu marido, y que tú has escondido. Ese oro está maldito, debes dármelo para que yo lo tire al río. Florine se resiste. No es su dinero, sino el de su hijo. No quiere desheredar a Thibaut el Joven. Guibert la somete entonces a una verdadera tortura, la encadena en una celda hasta que hable. A veces, para ablandarla, la toma en sus brazos y rezan juntos. Dios me ha enviado a ti para purificarte. Ella se lo agradece, agradece a Dios que la conduce por la vía de la sumisión y la obediencia.

A punto está de renunciar a todo, de perder su fortuna, cuando la fiel Isabeau vuelve con una tropa de caballeros para liberarla. Al registrar el castillo para socorrerla, Isabeau descubre un verdadero tesoro: el de Guibert y todas las viudas que ha embrujado antes de encontrar a Florine. Se lo entrega a Florine que ha recobrado la cordura. Florine decide entonces dejar de perseguir la perfección y retomar una vida normal, sin esperar la santidad en la tierra, pues es pecado de orgullo creerse igual a Dios en pureza. Mira cómo Guibert arde en la hoguera y no puede evitar llorar al ver a ese hombre que tanto ha amado convertirse en antorcha ardiente sin gritar ni pedir perdón. ¡Irá derecho al infierno y lo tendrá bien merecido!, declara Thibaut el Joven. Y ella quedará viuda de nuevo y aún más rica que antes.

Un poco como yo, pensó Joséphine levantándose para estirarse. Pronto me pagarán veinticinco mil euros más y no tengo hombre en mi vida. Cuanto mejor me va, más rica y sola estoy. Luca había desaparecido otra vez. No tenía noticias suyas desde hacía diez días. Ya no venía a la biblioteca. Ha debido de marcharse a hacer fotos al otro lado del mundo. Suspiró, se masajeó los riñones y volvió a sentarse delante de su ordenador. Sólo le quedaba un marido para Florine… El último. Este, decidió, será el bueno. Quiero un final feliz. Ya tenía alguna idea. Se llama Tancredo de Hauteville. Florine lo conoce desde hace mucho tiempo. Es un señor vecino. Un desaliñado, sin fe ni ley, codicioso. Formaba parte del complot urdido contra ella por Etienne el Negro en el momento de la muerte de su primer marido. Intentó secuestrarla para quedarse con su castillo y sus tierras. Está muy arrepentido de aquel episodio, vuelve de las cruzadas, y quiere vivir como un buen cristiano, lejos de las tentaciones terrenales. Viene a pedirle a Florine perdón por su crimen de antaño. Florine se casa con él, deja el castillo a su hijo, que se ha hecho mayor, y se va a vivir con Tancredo a sus tierras. Por el camino, se refugian en un bosque de Poitou, en la región de Melle, encuentran una cabaña, se instalan allí y viven rezando, comiendo los frutos que cultivan, bebiendo agua de lluvia, vestidos con pieles y durmiendo al lado del fuego. Son felices, se aman con un amor sereno hasta el día en que Tancredo, yendo a buscar agua, descubre galena de plata. ¡Un enorme yacimiento de plata!, con la que fabricar muchos denarios, moneda acuñada por Carlomagno. Van a ser inmensamente ricos. Florine se muestra primero desolada y después ve una señal de Dios en la repetición de su destino. Debe aceptar su suerte y ese dinero. Acepta por fin su nueva riqueza, abre un hospicio para los desheredados y los que no tienen casa, que dirigirá con Tancredo, a quien dará muchos hijos. FIN.

Sólo faltaba escribirlo. Al menos vislumbro el final. Un último esfuerzo y habré terminado. Y entonces… entonces tendré que entregar el libro a Iris. Eso será duro. No debo pensar en ello, no debo pensar en ello. Lo acepté. Por razones equivocadas, es cierto, pero lo acepté. Debo separarme de este libro y no preocuparme más de él.

Temía ese momento. El libro se había convertido en un amigo, los personajes del libro llenaban su vida, les hablaba, les escuchaba, les acompañaba. ¿Cómo voy a aceptar separarme de ellos?

Para no pensar más, fue a consultar sus correos. Había uno de Antoine. La última vez que habían hablado casi se habían peleado. Por culpa de la señora Barthillet.

Mi querida Jo:

Sólo unas palabras para darte noticias. Te sentirás contenta de saber que seguí finalmente tus consejos y me puse en huelga. ¡Aquello fue un desastre! Lee no podía con todo el trabajo. Corría por todos lados, los ojos desorbitados. Los cocodrilos, hambrientos, demolieron las barreras y devoraron a dos obreros. Hubo que matarlos, a ellos y a todos los que escaparon. No es fácil disparar a los cocodrilos. Las balas rebotan por todos lados y hubo varios heridos. Los obreros han estado a punto de amotinarse. Todo el mundo hablaba de ello, fue la noticia principal del periódico local, y míster Wei me envió un suculento cheque, pagándome por fin todo lo que me debía.

Dicho esto, me di cuenta de que Lee estaba del lado de Wei. Cuando declaré que ya no quería trabajar, no me creyó. Me observaba con sus ojitos amarillos preguntándose si creerme o no. Me seguía por todos lados, surgía detrás de mí cuando no me lo esperaba, me seguía cuando iba a la tienda de Mylène y le sorprendí varias veces hablando por teléfono, hablando en voz baja como un conspirador. Escondía algo. Si no, ¿por qué murmuraba si no entiendo una palabra de chino? Desde entonces, desconfío de él. He adoptado un perro y le hago probar discretamente bajo la mesa un bocado de todo lo que como. Me dirás que estoy paranoico, pero tengo la impresión de ver cocodrilos por todos lados.

Mientras estaba en huelga, eché una mano a Mylène. Es una chica estupenda, sabes. Con muchos recursos. Se mata trabajando, pasa doce horas seguidas diarias dedicada a ello, incluso los domingos. Su tienda está siempre llena. Gana dinero a raudales. La apertura fue un triunfo y, desde entonces, el éxito no ha disminuido. Las chinas se gastan todo su dinero para volverse tan guapas como las occidentales. Realiza tratamientos y vende productos de belleza. Tuvo que volver dos veces a Francia para abastecerse. Mientras estaba ausente, me ocupé de la tienda y, oye, eso me ha dado algunas ideas. No te sorprendas si me hago rico e importante y, si es necesario, me vaya a vivir a China. Pues es evidente que si los chinos nos inundan de productos fabricados a bajo precio, podemos devolverles la jugada vendiéndoles nuestro savoir faire.

¡Ya está!, se dijo Joséphine desolada. Otra vez con sus aspiraciones demasiado grandes, demasiado rápidas. No ha entendido nada.

Ya casi no bebo. Sólo un whisky por la noche cuando se pone el sol. Pero eso es todo, te lo prometo… En fin, soy un hombre feliz y ya veo la luz al final del túnel. De hecho pienso que vamos a tener que divorciarnos. Sería más práctico si voy a lanzarme en nuevas actividades…

¡Divorciarse! La palabra golpeó a Joséphine. Divorciarse… Nunca se lo había planteado. «Pero tú eres mi marido», dijo en voz alta mirando la pantalla. «Nos hemos unido para lo bueno y para lo malo».

Hablo con las niñas regularmente y parece que les va muy bien. Estoy muy contento. Espero que los Barthillet se hayan marchado y que vas a dejar de jugar a los san bernardos. Esa gente parasitá la sociedad. Y son muy mal ejemplo para nuestras hijas…

¿Pero quién se cree que es? Ahora que su chica se hace rica quitando espinillas y vendiendo maquillaje, ¡me da lecciones!

Tendremos que hablar de las vacaciones de este verano. Todavía no sé cómo me voy a organizar. No creo que pueda alejarme de los cocodrilos. Pronto deberían producirse los nuevos nacimientos. Dime lo que tengas previsto y me adaptaré. Un beso muy fuerte, Antoine.

P. D.: Ahora que gano dinero, voy a poder pagar el préstamo. Ya no tienes de qué preocuparte. Voy a llamar a Faugeron. Va a tener que hablarme en otro tono.

P. D.: Ayer, en la tele, he descubierto que podía ver Cuestión para un campeón. Lo retransmiten con un día de retraso. ¿No es genial?

Joséphine se encogió de hombros. La lectura del correo de Antoine le producía sentimientos tan contradictorios que permaneció anonadada delante de la pantalla.

Miró la hora. Iris traería pronto a los niños. La señora Barthillet estaba a punto de volver de su cita con Alberto. Hortense de su jornada de trabajo en la empresa de Chef. ¡Se acabó la tranquilidad! Mañana volvería al trabajo. Estaba deseando retomarlo.

Cerró el ordenador y se levantó para preparar la cena. Sonó el teléfono. Era Hortense.

—Voy a volver un poco tarde. Han organizado una fiesta en el taller…

—¿Qué entiendes tú por «un poco tarde»?

—No lo sé… No me esperéis para cenar. No tendré hambre.

—Hortense, ¿cómo vas a volver?

—Alguien me acompañará.

—¿Y quién es ese «alguien»?

—No lo sé. Ya encontraré a alguien. ¡Mamaíta, por favor… No me lo estropees! Estoy tan contenta de trabajar, todo el mundo parece encantado conmigo. Me hacen muchos halagos.

Joséphine miró su reloj. Eran las siete de la tarde.

—De acuerdo, pero no vuelvas más tarde de las…

Dudó un instante. Era la primera vez que su hija le pedía autorización para salir, no sabía qué convenía decir.

—¿De las diez? De acuerdo, mamaíta, estaré ahí a las diez, no te preocupes. ¿Ves? Si tuviese un móvil, sería más práctico. Podrías tenerme localizada siempre y estarías más tranquila. En fin…

Su voz había bajado un tono y Joséphine podía imaginar la mueca que estaba haciendo. Hortense colgó. Joséphine se quedó aturdida. ¿Debía llamar a Chef para pedirle que cuidara de que Hortense volviese en taxi? Hortense se pondría furiosa de que ella pusiese una carabina a sus espaldas. Además, no había hablado con Chef desde la pelea con su madre…

Permaneció cerca del teléfono mordiéndose los dedos. Intuyó surgir un nuevo peligro: controlar la libertad de Hortense. Dibujó una pequeña sonrisa; dos palabras que no riman para nada, «controlar» y «Hortense». Nunca había sabido «controlar» a Hortense. Siempre se extrañaba cuando su hija la obedecía.

Oyó una llave girar en la cerradura de la puerta de entrada, la señora Barthillet entró en la cocina y se sentó en una silla.

—¡Ya está!

—¿Ya está qué?

—Se llama Alberto Modesto y tiene un pie deforme.

—Es bonito, Alberto Modesto…

—Sí, pero tiene un pie deforme, eso no es nada bonito. Menuda suerte que tengo. Voy a caer sobre un tullido.

—Pero, bueno, Christine, eso no tiene importancia.

—No es usted la que está obligada a caminar por la calle al lado de un zapato gigante. ¿Qué cara voy a poner?

Joséphine la observó estupefacta.

—Y encima, me he dado cuenta porque he desconfiado. Si no, me la habría pegado otra vez. Cuando llegué al café, estaba allí, perfectamente vestido, perfectamente perfumado, sentado en su silla, con el cuello de su camisa abierta y un paquetito de regalo… ¡Mire!

Tendió la mano, exhibiendo lo que parecía un pequeño diamante en su anular.

—Nos besamos, me suelta un par de agasajos sobre mi indumentaria, pide un vaso de agua con sirope de menta para él y un café para mí, y hablamos, hablamos… Me dice que le gusto cada vez más, que lo ha pensado bien, que va a alquilarme ese apartamento que tanto necesito. Entonces le beso con cariño, me agarro a su cuello, doy palmitas, en fin, ¡hago el ridículo! A él se le cae la baba y sigue sin proponerme ir al hotel. El tiempo pasa, empiezo a decirme que no es normal y pretexto una cita para largarme. Entonces Alberto me besa la mano y me dice: la próxima vez, compramos el periódico y leemos los anuncios por palabras juntos. Me levanto y me escondo detrás de la esquina esperando a que él se largue. Así fue como le vi pasar. ¡Con su pie cojo! Se diría que ha metido el pie en una caja de herramientas. Cojea, señora Joséphine, cojea. Está completamente tullido.

—¿Y bien? Tiene derecho a vivir, ¿no?

Joséphine expresaba su disgusto.

—Tiene derecho a tener un pie deforme lo mismo que tiene usted derecho a sacarle el dinero.

Christine Barthillet escuchaba a Joséphine con la boca abierta.

—Pero, bueno, señora Joséphine… No hace falta que se enfade.

—¿Quiere que le diga algo? ¡Me da usted asco! Si no fuera por Max, la echaría a la calle. Vive en mi casa, sin hacer nada, absolutamente nada, se pasa el tiempo tonteando en Internet o mascando chicle delante de la tele y se queja de que su amigo no se adapta a la idea que se ha hecho usted de él. Es usted lamentable… No tiene usted ni corazón ni dignidad.

—Pero, bueno… —gruñó Christine Barthillet—. Si ya no se puede ni hablar.

—Debería usted buscar trabajo, levantarse pronto, vestirse, ocuparse de su hijo y echarme una mano. ¿No se le ha pasado eso nunca por la cabeza?

—Creía que a usted le gustaba ocuparse de la gente. Yo la dejaba hacer…

Joséphine se calmó y, poniendo los codos sobre la mesa como si se dispusiera a entablar negociaciones, prosiguió:

—Escúcheme… Estoy desbordada de trabajo, usted no es mi única preocupación. Estamos a 10 de junio, quiero que a finales de mes se haya ido usted. ¡Con o sin Alberto! No me importa, porque soy demasiado buena, ocuparme de Max el tiempo que encuentre usted una auténtica solución, pero no quiero nunca más, escúcheme bien, nunca más, tener que ocuparme de usted.

—Creo que lo he entendido… —murmuró Christine Barthillet soltando un suspiro de incomprendida.

—Pues bien, me alegro mucho porque no tenía ganas de hacerle un croquis. La bondad tiene sus límites y, francamente, creo que ya he llegado a los míos.

* * *

Josiane vio llegar a la pequeña Cortès. Puntual como cada mañana. Entraba en la empresa con sus andares sinuosos, una cadera a la derecha, una cadera a la izquierda, desplazándose con la elegancia y el porte de un figurín de moda. Cada gesto era preciso y estudiado. Daba los buenos días a cada uno de los empleados, sonreía, ponía cara de atención y se acordaba de cada uno de sus nombres. Cada día cambiaba un detalle de su vestimenta, pero, cada día, no se podía hacer otra cosa que admirar sus largas piernas, su talle fino, sus senos altos como si hubiese aprendido a revalorizar cada parte de su cuerpo sin que pudiese acusársele de hacerlo conscientemente. Para trabajar, se ataba sus largos cabellos morenos y los soltaba con un gesto teatral cuando terminaba la jornada, colocándose mechones detrás de las orejas para marcar el grácil óvalo de su rostro, el brillo nacarado de su piel y la delicadeza de sus rasgos. ¡Pero trabajaba! No se podía decir que no se ganaba el sueldo, eso estaba claro.

Ginette la había recogido bajo sus alas y le había enseñado la gestión de stocks. La pequeña sabía utilizar un ordenador y había comprendido enseguida su tarea. Tenía ganas de pasar a otra cosa y revoloteaba en torno a Josiane.

—¿Quién se ocupa de las compras aquí? —le preguntó ella con una gran sonrisa que desmentía el brillo metálico de su mirada.

—Chaval —respondió Josiane abanicándose.

Hacía un calor sofocante y Marcel no había instalado todavía el aire acondicionado en los despachos. Este calor me va a bloquear la ovulación.

—Creo que voy a trabajar con él… He comprendido lo de los stocks, es apasionante, pero me gustaría aprender otra cosa.

Y siempre con esa sonrisa artificial tomándome por tonta, gruñó Josiane. Hasta Ginette y René habían caído en sus redes. En cuanto a los mozos, sus lenguas se arrastraban por el suelo de deseo.

—No tienes más que preguntarle… Estoy segura de que estará encantado de tener una becaria como tú.

—Porque a mí, lo que me interesa, es conocer el gusto de la gente y trabajarlo. Se puede vender barato y vender bonito.

—¿Porque lo que vendemos aquí es feo? —no pudo contenerse Josiane, irritada por la condescendencia de la chiquilla.

—Oh, no, Josiane… no he dicho eso.

—No, pero lo has dado a entender. Ve a ver a Chaval, seguramente te aceptará, pero date prisa, se va a finales de mes. Su despacho está en el piso de arriba.

Hortense le dio las gracias ofreciéndole una última sonrisa tan artificial que dejó fría a Josiane. Va a ser interesante el choque entre esos dos, pensó. Me pregunto quién se comerá a quién.

Miró por la ventana para ver si el coche de Chaval estaba en el patio. Estaba. Aparcado como el jueves, en medio. Los otros, que se las arreglaran para encontrar un sitio.

Se encendió la luz del teléfono y lo descolgó. Era Henriette Grobz que buscaba a su marido.

—Todavía no ha llegado —respondió Josiane—. Tenía una cita en Batignolles y debía estar allí a las diez…

En realidad estaba haciendo jogging como cada mañana. Llegaba cubierto de sudor al despacho, se duchaba en casa de René, se tragaba unas vitaminas, se cambiaba y emprendía la jornada con la energía de un jovencito.

Henriette Grobz exigió que la llamara en cuanto llegase. Josiane prometió darle el recado. Henriette colgó sin despedirse ni dar las gracias y Josiane sintió una punzada en el corazón. Ya tendría que estar acostumbrada después de tantos años, pero no se hacía a ello. Hay pequeñas humillaciones que marcan mucho más que un guantazo en la cara, y ella, ella me humilla desde hace demasiado tiempo. ¡Ay!, pronto todo cambiará y entonces… Entonces nada de nada, se calmó, me importa un comino la Escoba, lo que le pase se lo habrá buscado ella.

Mientras Hortense hacía sus pinitos en la empresa de Chef, Zoé, Alexandre y Max paseaban por las salas del Museo de Orsay. Iris les había llevado allí, temprano, con la esperanza de que las obras de arte impresionistas calmasen la turbulencia de los niños. Ya no soportaba más el Jardín Botánico, las colas delante de las atracciones, los gritos, el polvo, los peluches horribles con los que había que cargar porque los habían ganado y los exhibían como trofeos. Ya es hora de que Jo termine y yo vuelva a mi vida de antes. ¡Ya no puedo aguantar más tiempo a estos adolescentes calenturientos! Alexandre pase todavía, pero los otros dos ¡qué mal educados están! La pequeña Zoé, antes encantadora, se ha convertido en un monstruo. Debe de ser la influencia de Max. Después de la visita al museo, los llevaría a comer al café Marly y les interrogaría sobre lo que habían visto. Les había pedido que eligiesen cada uno de ellos tres cuadros para comentar. El que se expresase mejor ganaría un regalo. Así yo también podré ir un poco de compras. Eso me relajará. Fue Philippe el que había tenido la idea del museo. Ayer noche, al acostarse, le había dicho: «¿Por qué no les llevas a Orsay? He estado con Alexandre y le gustó mucho». Algo más tarde, antes de apagar, había añadido: «¿Y tu libro, avanza?».

—A paso de gigante.

—¿Me lo dejarás leer?

—Prometido, en cuanto lo haya terminado.

—¡Muy bien! Termínalo pronto y así tendré algo que leer este verano.

Ella había creído escuchar un punto de ironía en la voz de Philippe.

Mientras tanto, deambulaban por las salas del Museo de Orsay. Alexandre miraba los cuadros, avanzando, retrocediendo, para hacerse una idea, Max arrastraba los pies arañando la punta de sus playeras en el parqué y Zoé dudaba entre imitar a su amigo o a su primo.

—Desde que Max vive con vosotros, ya no me hablas —se quejaba Alexandre a Zoé, que acababa de colocarse a su lado mientras que miraba una tela de Manet.

—No es verdad… Te quiero igual que antes.

—No. Has cambiado… No me gusta ese verde que te pones en los ojos… Me parece vulgar. Te hace más vieja. ¡Es horroroso!

—¿Qué cuadros vas a elegir?

—Todavía no lo sé.

—A mí me gustaría ganar. Ya sé lo que le pediría a tu madre como regalo.

—¿Qué le pedirías?

—Un montón de bártulos para ponerme guapa. Como Hortense.

—¡Pero si ya eres guapa!

—No, no como Hortense.

—¡No tienes personalidad! Lo quieres hacer todo como Hortense.

—Y tú no tienes personalidad, lo quieres hacer todo como tu padre. ¿Te crees que no me he dado cuenta?

Se separaron, molestos, y Zoé fue al encuentro de Max, que miraba impresionado una mujer desnuda de Renoir.

—¡Vaya tía en pelotas! No sabía que existían cosas así en los museos.

Zoé rio y le dio un codazo.

—No le digas eso a mi tía, se va a desmayar.

—Me da igual. ¡Yo ya he marcado tres cuadros!

—¿Dónde los has marcado?

—Aquí…

Le enseñó la palma de la mano donde había anotado tres cuadros de Renoir.

—No puedes elegir tres cuadros del mismo pintor, eso es trampa.

—A mí me gustan las chávalas de ese tío. Son acogedoras y parecen buenas y felices de estar vivas.

Durante la comida, a Iris le costó mucho hacer hablar a Max.

—No tienes mucho vocabulario, querido —no pudo evitar comentar—. No es culpa tuya, ¡es una cuestión de educación!

—Sí, pero yo sé cosas que usted no sabe. Cosas para las que no se necesita vocabulario. ¿Para qué sirve el vocabulario?

—Sirve para ayudarte en tu pensamiento. Para expresar con palabras las emociones, las sensaciones… Clarificas tu cabeza sabiendo poner la palabra correcta en la cosa justa. Y al clarificarte la cabeza, te forjas una personalidad, aprendes a pensar, te conviertes en alguien.

—¡Yo no tengo miedo! ¡A mí me respetan! ¡Nadie se me sube a la chepa!

—No es eso lo que quería decir… —empezó a decir Iris, que decidió abandonar la conversación.

Había un abismo entre ese chico y ella, y no estaba segura de querer salvarlo. Para no provocar celos, decidió conceder a los tres niños la elección de un regalo, y fueron hasta el Marais de tiendas. A ver cuándo se acaba esta tarea, termina Jo el libro, se lo llevo a Serrurier y nos reencontramos, en familia, en Deauville. Esperaremos juntas a que lo haya leído y dé su opinión. Allí estarán Carmen o Babette y yo no tendré que soportar el humor de estos niñatos todos los días. Había conseguido convencer a Joséphine de que pasase el mes de julio con ellos. «Si hay que hacer algún cambio, estarás conmigo, será más práctico». Joséphine había aceptado con reticencias. «¿No te gusta nuestra casa?».

—Sí, sí —había respondido Joséphine—, es sólo que me gustaría no pasar todas mis vacaciones con vosotros. Me da la impresión de ser una niña subnormal.

Deambulando por las calles del Marais, Zoé, presa de remordimientos, se acercó de nuevo a Alexandre y le cogió suavemente de la mano.

—¿Qué quieres? —refunfuñó Alexandre.

—Voy a contarte un secreto…

—¡Me dan igual tus secretos!

—No, porque este es un secreto enorme.

Alexandre cedió. Le entristecía el tener que compartir a su prima con ese Max Barthillet, que le imponían cada vez que salían. No puedo aguantar a ese tío; además, hace como si yo no existiera. Todo porque vive en las afueras y yo, en París. Me toma por un pijo y me desprecia. Era mucho mejor cuando estábamos solos Zoé y yo.

—¿Cuál es tu secreto?

—Ah, veo que te interesa. Pero no se lo digas a nadie, ¿me lo prometes?

—De acuerdo…

—Entonces, venga… Gary el hijo de Shirley es un «royal».

Zoé se lo contó todo: la velada ante la tele, las fotos de Internet, Guillermo, Harry, Diana, el príncipe Carlos. Alexandre se encogió de hombros diciendo que no eran más que tonterías.

—No son tonterías, es cierto Alex, te lo juro. De hecho, hay algo que prueba que es verdad: Hortense se lo cree. Se ha vuelto muy amable con Gary desde entonces. Ya no le habla con altanería, lo acepta… Antes, no lo podía tragar.

—Ahora hablas tan mal como él.

—No está bien estar celoso.

—No está bien contar mentiras.

—No son mentiras —gritó Zoé—, es la verdad…

Fue a buscar a Max y le pidió que corroborara su versión. Max aseguró a Alexandre que todo era verdad.

—Pero él, Gary, ¿qué dice? —preguntó Alexandre.

—No dice nada. Dice que nos hemos equivocado. Dice lo que su madre, que alguien se le parece, pero nosotros no nos creemos lo del parecido ¿eh, Max?

Max asintió con aire serio.

—Y tú, ¿crees que es verdad? —preguntó Alexandre a Max.

—Pues, sí, porque les he visto. En la tele y en Internet. ¡Puede que no tenga vocabulario, pero tengo ojos!

Alexandre sonrió.

—¿Te ha molestado mi madre?

—Pues, sí, mogollón… ¡Porque cague en un tigre de oro no tiene que joder a los que no lo tienen!

—Está claro que eso no es culpa tuya.

—Tampoco es culpa de mi madre. Me toca los huevos con sus discursitos de pija, ¡payasa!

—¡Eh! Tranquilo, que si fuese tu madre…

—¡Eh! No vayáis a pelearos… Venga, haced las paces.

Alexandre y Max se dieron una palmada en la espalda. Caminaron un rato los tres juntos. Iris les llamó para pedirles que la esperasen, había visto una blusa en un escaparate. Se detuvieron y Max preguntó a Alexandre:

—¿Qué móvil tienes tú?

Alexandre sacó su móvil y Max soltó un grito.

—¡El mismo que el mío, colega! ¡El mismo! ¿Y qué tono utilizas?

—Tengo varios. Depende de quién me llama…

—¿Me los dejas escuchar? Podríamos cambiárnoslos…

Los dos chicos se pusieron a hacer sonar sus móviles, dejando a Zoé a un lado.

—Yo ya sé lo que quiero —murmuró Zoé—. Quiero un móvil. Iré al mercado negro de Colombes y robaré uno.

* * *

Joséphine se despertó la primera y bajó a prepararse el desayuno. Le gustaban esas mañanas en las que estaba sola en la gran cocina cuyo ventanal daba a la playa. Ponía las rebanadas de pan en el tostador, calentaba agua para el té, sacaba la mantequilla salada y las mermeladas. A veces se hacía un huevo frito con una salchicha o beicon y desayunaba mirando al mar.

Echaba de menos a sus personajes. Florine, Guillermo, Thibaut, Balduino, Guibert, Tancredo, Isabeau y los demás. He sido injusta con el pobre Balduino. Lo ejecuté apenas entró en escena. Y todo porque estaba enfadada con Shirley. Guibert le producía un estremecimiento. Se sentía como Florine: subyugada. A veces, por las noches, soñaba que venía a besarla, sentía su olor, sus labios cálidos y suaves sobre los suyos, ella respondía a su beso y él le colocaba un puñal en la garganta. Se despertaba con un escalofrío. ¡Los hombres eran tan violentos en aquella época! Recordaba una escena leída en un antiguo manuscrito. Un marido que asiste al parto de su mujer. «Más de cien kilos de carne, sangre e irascibilidad. En una mano un largo y grueso atizador, en la otra una enorme cafetera llena de líquido hirviendo. El bebé era un varón y el padre se relajó, se puso a llorar, a rezar y a reír». Las mujeres sólo servían para dar a luz. Isabeau canta una nana que dice: «Mi madre pretende que me ha dado a un hombre de corazón. ¿Qué corazón es ese? Me clava su dardo en el vientre y me pega como a su mula». Había entregado el manuscrito a Iris, que se lo había llevado a Serrurier. Cada vez que sonaba el teléfono, las dos hermanas se sobresaltaban.

Esa mañana, Philippe se unió a ella en la cocina. También él se levantaba pronto. Iba a buscar el periódico y los cruasanes, tomaba un primer café fuera y volvía a terminar su desayuno en casa. Sólo iba los fines de semana. Llegaba el viernes por la noche y se iba el domingo. Se cogía las vacaciones el mes de agosto. Llevaba a los niños a pescar. Salvo a Hortense, que prefería quedarse en la playa con sus amigos. Debería conocerlos, pensó Jo. No se atrevía a pedirle que se los presentara. Hortense salía a menudo por la noche. Decía: «¡Oh, mamá! Estoy de vacaciones, he trabajado todo el año, ya no soy un bebé, ya puedo salir…». «Pero, como Cenicienta, vuelves a medianoche», había decretado, con un tono de broma que escondía mal su ansiedad. Temía que Hortense se rebelara. Pero Hortense estaba de acuerdo. Joséphine, aliviada, no había vuelto a plantear el tema, y Hortense volvía, puntual, a medianoche. Después de la cena, se escuchaba el ruido breve de un claxon, Hortense terminaba rápidamente el postre y abandonaba la mesa. Los primeros días, Joséphine la había esperado hasta medianoche, aguardando el ruido de los pasos de Hortense en la escalera. Después, aliviada por la actitud de Hortense, cedió al sueño. ¡Era la única forma de estar en paz! No tengo el valor de enfrentarme a ella todas las noches. Si su padre estuviese aquí, nos repartiríamos los papeles, pero, sola, no me siento con fuerzas para luchar, y ella lo sabe.

El mes de agosto las niñas viajarían a Kenia con su padre y sería Antoine el que haría de carabina. Por el momento, lo que más deseaba Joséphine era no agotarse en interminables disputas con su hija.

—¿Quieres un cruasán caliente? —preguntó Philippe dejando los periódicos y la bolsa del pan sobre la mesa.

—Sí, con mucho gusto.

—¿En qué pensabas cuando entré?

—En Hortense y sus salidas nocturnas…

—Es dura tu hija. Necesitaría un padre con puño de hierro…

Joséphine suspiró.

—Es cierto… Al mismo tiempo, es tan dura que no me preocupo por ella. No creo que se deje embarcar en historias turbias. Sabe exactamente lo que quiere.

—¿Tú eras como ella a su edad?

Joséphine estuvo a punto de atragantarse con su té.

—Estás de broma, supongo. ¿Ves cómo soy ahora? Pues bien, era la misma pero aún más torpe.

Se detuvo, arrepintiéndose de sus palabras; tenía la impresión de estar mendigando piedad.

—¿Qué te faltó de niña?

Ella reflexionó un instante y le agradeció que le hiciese esa pregunta. Nunca se la había planteado y, sin embargo, desde que escribía, había retazos de su infancia que volvían a su memoria y le llenaban los ojos de lágrimas. Como aquella escena en brazos de su padre gritando a su madre «¡eres una criminal!». El final de una tarde con un cielo cubierto de nubes negras y el ruido estrepitoso de las olas. Está creciendo en mí una sensibilidad un poco tonta, tengo que recobrarme. Intentó describirlo sin sensiblería.

—No me faltó de nada. Recibí una buena educación, tenía casa, un padre y una madre, un auténtico equilibrio. Incluso me di cuenta varias veces del amor que mi padre sentía por mí. Pero me faltó… Era como si yo no existiera. No se me tenía en cuenta. No se me escuchaba, no me decían que era guapa, inteligente, graciosa. Eso no se hacía en aquella época.

—Pero se lo decían a Iris…

—Iris era mucho más guapa que yo. Pronto me eclipsó. Mamá la citaba siempre como ejemplo. Yo me daba cuenta de que estaba orgullosa de ella y no de mí…

—Y eso dura todavía, ¿verdad?

Enrojeció, dio un mordisco a su cruasán y esperó a que se deshiciese en la boca.

—No hemos seguido el mismo camino. Pero es verdad que ella es más…

—Pero ¿y ahora, Jo? —interrumpió Philippe—. Ahora…

—Mis hijas me dan un sentido, un objetivo en la vida, pero no me hacen existir, es cierto. Escribir da cierto sentido a mi existencia. Cuando estoy escribiendo, porque cuando me releo… ¡no! Podría tirarlo todo.

—¿Escribir tu informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación?

—Sí… —balbuceó, comprendiendo que acababa, una vez más, de meter la pata—. Sabes, yo soy uno de esos seres que se desarrollan lentamente. Me pregunto si no me voy a despertar demasiado tarde, si no voy a dejar pasar mi oportunidad y, al mismo tiempo, no sé qué puede ser esa oportunidad que deseo con todas mis fuerzas…

Philippe sintió el deseo de tranquilizarla, de decirle que se tomaba las cosas demasiado a pecho, que se hacía reproches sin razón. Su actitud rígida, sus ojos fijos expresaban algo demasiado intenso y añadió como si leyera el pensamiento:

—¿Así que crees que has dejado pasar tu oportunidad, que tu vida se ha acabado?

Ella le miró con aire grave y después sonrió para disculparse por estar tan seria.

—En cierto sentido, sí… Pero, sabes, no importa. No será una renuncia desgarradora, sólo un pequeño paso hacia la nada absoluta. El deseo de vivir se va deshaciendo y, un día, nos damos cuenta de que se reduce a casi nada. Tú no sabes nada de eso. Tú has cogido la vida por los cuernos. Nunca has dejado que nadie te imponga su ley.

—Nadie es realmente libre, Joséphine. Y yo no más que cualquiera. Y quizás, en cierto sentido, tú eres más libre que yo… Pero lo ignoras, eso es todo. Un día podrás tocar con tus propias manos tu libertad y, ese día, sentirás pena de mí.

—Como tú la sientes por mí en este momento…

Él sonrió y no quiso mentir.

—Es cierto, he sentido pena por ti e incluso, a veces, desagrado. Pero has cambiado. Estás cambiando. Te darás cuenta de tu metamorfosis cuando se haya completado. Siempre somos los últimos en darnos cuenta del camino que hemos recorrido. Pero estoy seguro de que un día, tendrás el tipo de vida que te gusta y, esa vida, la habrás construido tú sola.

—¿Lo crees de veras?

Ella esbozó una sonrisa breve y triste.

—Eres tu enemiga más temible, Jo.

Philippe cogió el periódico, su taza de café y preguntó:

—¿Te molesta si me voy a leer a la terraza?

—En absoluto. Así podré retomar mi ensoñación. ¡Sin Sherlock Holmes a mi lado!

Él abrió el Herald Tribune pensando en el día anterior. Es tan fácil hablar con Jo. Hablar de verdad. Con Iris, me cierro como una ostra. Ella había propuesto ir a tomar una copa al bar del Royal. Él no había querido contrariarla y había aceptado. En realidad, no tenía más que un deseo: volver a ver a Alexandre. Había terminado de escribir su carta. ¡Qué alegría la de Alexandre cuando la recibió! Fue a Babette a la que se lo había contado. ¡Había que verlo! Estaba que parecía que iba a estallar. Se precipitó en la cocina diciéndole: «¡He recibido una carta de mi papá! ¡Una carta en la que me dice que me quiere y que me va a dedicar todo su tiempo! ¿Te das cuenta, Babette? ¿No es genial?». Agitaba la carta en el aire hasta marear. Desde entonces, Philippe había cumplido su palabra. Había prometido a Alexandre enseñarle a conducir, y todos los sábados y domingos por la mañana le llevaba a algún camino poco transitado, le sentaba sobre sus rodillas y le enseñaba a coger el volante.

Iris había pedido dos copas de champán. Una joven vestida de largo tocaba el arpa con sus largos y afilados dedos.

—¿Qué has hecho esta mañana en París?

—He estado trabajando…

—Cuéntame…

—Venga Iris, no es interesante y, además, cuando estoy aquí, no tengo ganas de hablar de mi trabajo.

Se habían situado al borde de la terraza. Philippe observaba un pájaro: intentaba transportar un trozo de pan de molde que había debido de caer del plato que el camarero había depositado al traer las copas de champán.

—¿Y cómo está el hermoso abogado Bleuet?

—Siempre tan eficaz.

¡Y cada vez más pagado de sí mismo! El otro día, en el avión que le llevaba a Nueva York en primera clase, descontento con la cocción de su filete, había redactado un mensaje de protesta que metió en el sobre de Air France para los comentarios sobre el viaje. Antes de cerrar el sobre, había adjuntado su tarjeta de visita y… ¡el filete! Air France dobló sus puntos de fidelidad.

—¿Te importa que me quite la chaqueta y me afloje la corbata?

Ella le había sonreído y le había acariciado suavemente la mejilla con la mano. Una caricia que denotaba cierta costumbre conyugal. Afección, en verdad ternura, pero también una forma de relegarle al rango de niño impaciente. No soportaba que ella le tratase como a un niño. Sí, lo sé, eres muy guapa, eres magnífica, tienes los ojos del azul más profundo del mundo, ojos que son ejemplares únicos, un porte de sultana anoréxica, tu belleza no peligra por ninguna preocupación, reinas, soberana y serena, sobre mi amor y verificas con una palmadita en mi mejilla que todavía te pertenezco. Todo eso, en otro tiempo, pudo emocionarme, embrujarme, tomaba tu condescendencia afectuosa por una muestra de amor pero, ya ves, Iris, ahora me aburro contigo, me aburro porque toda esa belleza está construida sobre mentiras. Te conocí por culpa de una mentira y no has dejado de mentirme desde entonces. Creí, al principio, que iba a cambiarte, pero no cambiarás nunca porque estás satisfecha con lo que eres.

Sonrió ligeramente mordiéndose el labio e Iris interpretó mal su gesto:

—Nunca me dices nada…

—¿Qué quieres que te diga? —preguntó siguiendo los progresos del pájaro, que se había empeñado en el trozo de pan e intentaba cogerlo con su pico.

Iris lanzó un hueso de aceituna sobre el pájaro, que intentó volar llevándose el botín. Sus esfuerzos por despegar eran patéticos.

—¡Qué mala eres! Quizás sea la cena de toda su familia.

—¡Eres tú el malo! Ya no me hablas.

Refunfuñó, se enrabietó, se enfurruñó, pero él le dio la espalda y sus ojos volvieron al pájaro, que, constatando que ya no le atacaban, había depositado su fardo y trataba de cortarlo en dos con pequeños picotazos. Philippe sonrió, se relajó y estiró los brazos soltando un suspiro de alivio.

—¡Ay! ¡Por fin lejos de París!

Ella observó con el rabillo del ojo: seguía enfurruñada. Ya conocía esa actitud que gritaba: ocúpate de mí, mírame, soy el centro de la Tierra. Ya no es el centro de la Tierra. Me he cansado. Me canso de todo: de mis negocios, de mis compañeros de trabajo, del matrimonio. El abogado Bleuet me ha presentado un asunto formidable y apenas le he escuchado. Ya no me gusta la pareja que formamos. Estos últimos meses han sido particularmente tristes y vacíos. ¿Soy yo el que ha cambiado o ha sido ella? ¿Soy yo el que ya no se contenta con las sobras que ella tiene a bien concederme? En todo caso, hay que constatar que ya no pasa nada. Y, sin embargo, continúa. Pasamos el verano juntos, en familia. ¿Estaremos juntos todavía el verano que viene? ¿Habré pasado página? Sin embargo, no tengo nada que reprocharle. Muchos hombres deben envidiarme. Algunos matrimonios segregan un suave aburrimiento que se vuelve una especie de anestesia. Seguimos porque no tenemos la fuerza ni la energía para marcharnos. Hace algunos meses, no sé por qué, me desperté. ¿A causa de mi encuentro con John Goodfellow? ¿O lo encontré precisamente porque me había despertado?

El pájaro había conseguido dividir su comida en dos y voló tan veloz que desapareció del suelo rápidamente. Philippe miró la mitad que había dejado en tierra: volverá, volverá, siempre se vuelve a donde está el botín.

* * *

—¡Papá, papá! ¿Me dejarás conducir hoy? —gritó Alexandre al ver a su padre en la terraza.

—Te lo prometo, hijo. Iremos cuando quieras.

—¡Y nos llevamos a Zoé! No se cree que sé conducir.

—Pregunta a Jo si está de acuerdo.

Alexandre volvió a la cocina y pidió autorización a Joséphine, que se la concedió con alegría. Desde que no estaba permanentemente con Max, Zoé se había convertido en la niñita de antes. Había vuelto a su edad, ya no hablaba de maquillaje ni de chicos. Había vuelto a sus antiguas costumbres con Alexandre; habían inventado un lenguaje secreto que sólo era secreto para ellos. The dog is barking significaba atención peligro, the dog is sleeping, todo va bien, the dog is running away, ¿y si vamos de paseo? Los padres hacían como que no lo entendían y los niños adoptaban un aire misterioso.

Joséphine había recibido una postal de la señora Barthillet. Alberto le había encontrado un apartamento amueblado en la calle Martyrs, cerca de su empresa. Le daba su nueva dirección. «Todo va bien. Hace bueno. Max pasa el verano con su padre, que hace queso de cabra en el Macizo Central con su novia. Le gusta mucho trabajar con los animales y su padre habla de quedárselo, lo que me vendría bien. Le deseo lo mejor, Christine Barthillet».

—¿A qué día estamos hoy? —preguntó Joséphine a Babette, que entraba en la cocina.

—A 11 de julio. Todavía es un poco pronto para tirar petardos.

«Todavía es un poco pronto para tirar petardos». Dos días después sería el aniversario de la muerte de su padre. No olvidaba nunca esa fecha.

—¿Qué hacemos hoy para comer? ¿Tiene usted alguna idea? —preguntó Babette.

—Ninguna. ¿Quiere usted que vaya al mercado?

—No. Ya iré yo, estoy acostumbrada. Era sólo por saber si había algo que le gustase.

Carmen se tomaba las vacaciones en julio. En París. Se ocupaba de su anciana madre, una señora irascible que sufría un enfisema pero que conservaba su cabeza perfectamente. Había reducido a su hija a la esclavitud, le había impedido hacer su vida. Joséphine estaba más a gusto con Babette. Carmen la intimidaba. Sus maneras de gobernanta estilizada la paralizaban. Tenía siempre la impresión de tener la espalda encorvada o un dedo en la nariz en su presencia.

—Es usted muy amable, Babette. ¿Qué tal está su hija?

—¿Marilyn? Está bien. Va a terminar una formación de secretaria de dirección. Tiene el cerebro bien colocado. No como yo.

—Está usted orgullosa de ella…

—¡Todavía no me creo que tenga una hija inteligente! Y buena. Me ha tocado la lotería. Nunca se sabe antes de tenerlos, ¿verdad?

Había abierto el frigorífico para comprobar lo que faltaba. Volvió a sentarse para hacer una lista de la compra, buscó un lápiz, tanteando entre los objetos que había sobre la mesa, de repente recordó que tenía uno con el que se recogía el pelo y lo cogió echándose a reír.

—¡Qué tonta puedo llegar a ser! Me olvido de todo. Anda, eso me recuerda a algo: he encontrado esto en el bolsillo de los vaqueros de su hija. ¡He estado a punto de meterlo en la lavadora!

Exhibía un teléfono móvil que colocó sobre la mesa.

—No deberían llamarse móviles sino «perdibles». Yo ya he tirado dos al agua mientras limpiaba los váteres.

—Debe usted de equivocarse, Babette, mis hijas no tienen móvil.

—No quiero contradecirla, pero este pertenece sin duda a Hortense. Estaba en el bolsillo de sus vaqueros.

Joséphine contempló el móvil extrañada.

—Hágame un favor, Babette, no diga usted nada. Vamos a ver cómo reacciona.

Cogió el teléfono y se lo guardó en el bolsillo. Babette la miró con una sonrisa cómplice.

—No sabe usted de dónde viene, ¿verdad?

—Verdad. Y como no tengo ganas de disparar la primera, voy a esperar a que se descubra.

* * *

El 13 de julio, al final de la mañana, Joséphine volvía de correr por el bosque. La brisa procedente del mar levantaba sus cabellos, que caían en finas colas sobre la punta de su nariz, y su camiseta naranja se le pegaba a la piel, dibujando unas feas manchas de transpiración. El sudor le turbaba la vista y le picaba en los ojos.

Harta de pensar «hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá, hace treinta años que murió papá», se había calzado sus playeras y se había ido a correr. ¡Cuarenta y cinco minutos! ¡Había aguantado cuarenta y cinco minutos! Miró su reloj y se felicitó. Correr le ayudaba a pensar. Sus pensamientos se desplegaban a medida que sus zancadas se amplificaban. Había llovido durante la noche. Sentía el olor a tierra mojada, el olor que intensifica todos los olores, los que exhalan el helecho, la madreselva, el musgo, las setas, las hojas muertas en un abanico de aromas y, por encima de todo, una bruma vaporizada en el aire, el olor salado a mar que venía a posarse sobre su rostro y que ella lamía sacando la lengua. Corría escuchando al pájaro que gritaba «fiu, fiu, fiu», y ella escuchaba «deprisa, deprisa, deprisa» y aceleraba el paso. O el que le decía «que sí, que sí, que sí…», y hablaba con su padre. Papá, papaíto, estás ahí, hazme una señal… «que sí, que sí, que sí». ¿Va a responder pronto el editor? ¿Qué está haciendo? Hace quince días que lo ha recibido. «Que sí, que sí…», respondía el pájaro. Estaría bien que diera su respuesta hoy, eso querría decir que velas sobre el manuscrito. Ayer, su madre había llamado y hablado con Iris durante mucho tiempo. «Mamá piensa que Chef tiene una amante», había susurrado Iris a Jo. «¿Te imaginas a Chef en la cama?». Ella se había puesto el dedo en la boca para no hablar delante de los niños y habían conversado las dos en la cocina, cuando todo el mundo se había acostado. «Le encuentra cambiado, excitado, rejuvenecido. Parece ser que se pone cremas de belleza, se tiñe el pelo, ha perdido barriga y duerme fuera de casa. Mamá presiente a la rival. Ha encontrado una foto de Chef abrazando a una mujer. Una morena voluptuosa con escote generoso y largos cabellos negros. Una jovencita. Detrás de la foto, había garabateado un nombre, Natacha, y un corazón. La foto provenía de una cena en el Lido. Parece ser que se arruina con ella y hace pasar las facturas como gastos de representación. ¡A su edad! ¡Te das cuenta!». «¿Qué va a hacer ella?», había preguntado Joséphine, recordando la escena entrevista en el andén de la estación.

Josiane era rubia, regordeta y había pasado la edad de ser llamada jovencita. Así que tiene varias amantes, pensó casi con admiración. ¡Qué naturaleza!

«¡Pretende tener un misil contra él! Le da igual que le engañe, pero si quiere divorciarse, le lanzará su misil». «¿Un misil? —Había preguntado Joséphine—. ¿De qué puede tratarse?». «Un asunto de abuso de bien social. Ha encontrado unos papeles muy comprometedores. Es cierto que pueden hacer daño este tipo de cosas. Más le vale tener cuidado si no quiere acabar arruinado y en la primera página de los periódicos».

¡Pobre Chef!, pensaba Joséphine mirando el poste rojo que marcaba la entrada de la propiedad de los Dupin, tiene derecho a enamorarse, ¡no ha debido de tener muchas ocasiones de divertirse con nuestra madre! En el cielo flotaban algodonosas nubes que dibujaban manchas blancas y redondas sobre el azul.

Iris la esperaba triunfante, al pie de la escalera de la casa, vestida con el último modelo de polo Lacoste y un pantalón corto blanco. Sus inmensos ojos azules parecían aún más grandes cuando estaba bronceada. Lanzó una mirada piadosa hacia la indumentaria de Joséphine y anunció con orgullo:

—¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!

Joséphine se dejó caer en los escalones y, secándose la frente con su camiseta, preguntó:

—¿Has conseguido por fin hacer un suflé?

—Frío.

—¿Alexandre ha conducido por primera vez solo alrededor de la casa?

—Aún más frío.

—¿Esperas un bebé?

—¿A mi edad? ¡Estás loca!

De pronto, levantó la cabeza hacia su hermana y comprendió.

—Serrurier ha llamado.

—¡Bingo! ¡Y LE ENCANTA!

Joséphine rodó por tierra y se quedó tumbada, con los brazos en cruz, mirando las nubes dibujar en el cielo. Dibujó las letras «¡Y LE ENCANTA!». ¡Lo había conseguido! Florine iba a nacer por segunda vez. Y Guillermo y Thibaut y Balduino y Guibert y Tancredo. Hasta ahora eran sólo figurines guardados en una caja, envueltos en papel de seda, esperando el golpe de varita mágica… Iban a poder animarse y posarse en los estantes de las librerías y bibliotecas.

Iris se plantó delante de ella, firmemente colocada a sus pies. Sus largas piernas bronceadas y finas dibujaban una V invertida, la V de la victoria.

—Le encanta. Ninguna corrección. Todo perfecto. Salida en octubre. Gran tirada. Éxito para las fiestas. Gran campaña publicitaria. Anuncios en la radio. Anuncios en la tele. Anuncios en los periódicos. Carteles. Autobuses. ¡Publicidad por todas partes!

Levantó los brazos al cielo y, dejándose caer al lado de Jo, rodó por tierra.

—¡Lo has conseguido, Jo! ¡Lo has conseguido! ¡Se ha caído de culo! ¡Anonadado! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Eres magnífica, eres maravillosa, eres increíble!

—Hace justo treinta años moría papá. «Los petardos del 14 de julio…». Es a él a quien hay que darle las gracias.

—¿Ah, sí? ¿Hace treinta años?

—Hoy.

—Sí, ¡pero eres tú la que ha escrito el libro! Esta noche, nos vamos de juerga. Vamos al restaurante. Bebemos champán, comemos caviar a cucharadas, cangrejos y profiteroles con chocolate.

—He corrido pensando en él, le he pedido que me echara una mano para el libro y…

—¡Para! ¡Eres tú la que ha escrito el libro, no él! —dijo Iris con un tono de molestia en su voz.

Pobre Jo. Triste Jo. Presa de sentimientos e ilusiones de pacotilla. Jo y su insaciable necesidad de amar, de compartir con otra persona. Jo que nunca se reconocía ningún mérito. Iris se encogió de hombros y su mente volvió al libro. Ahora era su turno. Ella cogía el testigo.

Se apoyó sobre los codos y declaró:

—A partir de ahora, soy una escritora. Voy a tener que pensar como una escritora, comer como una escritora, dormir como una escritora, peinarme como una escritora, vestirme como una escritora.

—¡Hacer pis como una escritora!

Iris no lo escuchó. Perdida en sus pensamientos, esbozaba planes de carrera. Se detuvo bruscamente y pensó.

—¿Cómo voy a hacer todo eso?

—Ni idea. Dijimos que nos repartíamos los papeles. ¡Es tu turno!

Intentaba hablar de forma desenvuelta, pero el corazón no le seguía.

Esa misma noche, Philippe, Iris y Jo fueron a cenar al Cirro’s. Philippe aparcó su enorme berlina entre dos coches frente al mar. Iris y Joséphine tuvieron que retorcerse para salir. Iris rozó con la mano la carrocería de un coche rojo descapotable. Un hombre moreno, con chaqueta de ante beige y bigotito fino rugió: «¡Tenga cuidado! ¡Es mi coche!».

Iris le miró con altivez y no respondió.

—¡Menudo imbécil! —murmuró alejándose—. Por poco nos exige hacer un parte. Qué quisquillosos son los hombres con su coche. Te apuesto a que va a cenar sobre el capó para que nadie se le acerque.

Se alejó haciendo palmear sus sandalias Prada y Joséphine la siguió encorvada. Luca cogía el autobús. Luca llevaba una vieja parka. Luca se afeitaba cada tres días. Luca no rugía. Había vuelto a la biblioteca a finales de junio y habían retomado sus largas pausas en la cafetería.

«¿Qué hace usted este verano?», había preguntado hundiendo sus tristes ojos en los suyos. «Voy a casa de mi hermana en el mes de julio, en Deauville. En el mes de agosto, no lo sé. Las niñas estarán en casa de su padre…». «Entonces la esperaré. Me quedo aquí todo el verano. Voy a poder trabajar en paz. Me gusta el verano en París. Parece una ciudad extranjera. Y, además, la biblioteca está vacía, no hay que esperar para coger los libros…».

Habían quedado a primeros de agosto, y Joséphine se había ido feliz con la idea de volver a verle.

Iris pidió champán y levantó el vaso a la salud del libro.

—Esta noche me siento como la madrina de un barco que va a ser botado —manifestó pomposa—. Deseo al libro larga vida y prosperidad…

Philippe y Joséphine brindaron con ella. Probaron en silencio sus copas de champán rosado. Un ligero vaho empañaba el borde de los vasos, ornándolo con un color irisado. El teléfono de Philippe sonó. Miró el número y declaró «tengo que cogerlo». Se levantó y fue a hablar al porche. Iris metió la mano en su bolso y sacó un hermoso sobre blanco acartonado.

—Para ti, Jo. Para que, para ti también, esta noche sea una fiesta.

—¿Qué es? —preguntó Joséphine extrañada.

—Un regalito… que te hará la vida más fácil.

Joséphine cogió el sobre, lo abrió, sacó una tarjeta adornada de rosa en la que se leía en letras doradas la gran caligrafía de Iris: «Happy you! Happy book! Happy life!». Había un cheque plegado en el interior de la tarjeta. Veinticinco mil euros. Joséphine enrojeció y lo metió todo en el sobre mortificada. El precio de mi silencio. Se mordió los labios para no llorar.

No tuvo agallas para balbucear un agradecimiento. Percibió a Philippe que la observaba de lejos; había terminado su conversación y volvía con ellas. Se obligó a sonreír.

Iris se levantó e hizo grandes gestos en dirección a una chica que se dirigía a una mesa al borde de la playa.

—¡Eh! ¡Pero si es Hortense! ¿Qué hace aquí?

—¿Hortense? —preguntó Joséphine.

—Claro… mira.

Gritó en dirección de Hortense. Hortense se detuvo y caminó hacia ellos.

—¿Qué estás haciendo aquí, querida? —preguntó Iris.

—He venido a saludaros. Babette me dijo que cenabais aquí y no quería quedarme sola con los dos pequeños…

—Siéntate con nosotros —dijo Iris señalándole un sillón.

—No, gracias. Voy a ir a ver a mis amigos, que están en el bar de al lado.

Dio la vuelta a la mesa, besó a su tía, a su madre, a su tío, y preguntó a Joséphine:

—¿Me das permiso, mamaíta? ¡Estás muy guapa esta noche!

—¿Tú crees? —dijo Joséphine—. Y, sin embargo, no tengo nada especial. Sí, he corrido esta mañana, quizás sea eso…

—Debe de ser eso. Venga… ¡Hasta luego! Divertíos mucho.

Joséphine la vio desaparecer intrigada. Me está escondiendo algo. No es normal que Hortense me haga un cumplido.

—Vamos —dijo Philippe—. ¡A la salud del libro!

Levantaron sus copas. El camarero trajo las cartas para que pidiesen.

—Les recomiendo los langostinos, esta noche están deliciosos…

—De hecho —preguntó Philippe—, ¿cómo se llama ese libro?

Joséphine e Iris se miraron estupefactas. No habían pensado en el título.

—¡Dios! —dijo Jo—. Eso es cierto, ¡no he pensado en el título!

—Y, sin embargo, ¡anda que no te he preguntado! —la cortó Iris—. ¡Siempre me dijiste que eras muy buena con los títulos y no me has encontrado uno!

Intentó borrar la metedura de pata de Joséphine. Insistió y dijo:

—Mira que hace tiempo que te pasé el manuscrito suplicándote que me hicieses sugerencias, ¡y nada!, ¡nada de nada! Me lo habías prometido Jo, no está nada bien.

Joséphine, con la nariz hundida en la carta, no se atrevía a mirar a Philippe. Él la miraba sin decir nada, la mirada llena de cólera. Esa escena le recordaba otra de hace quince años. La ambición es una pasión devastadora, pensó. El avaro se alimenta de oro, el libertino de carne, el orgulloso de vanidad, pero el ambicioso que no ha triunfado ¿de qué se nutre si no es de sí mismo? Se pudre, se destruye lentamente, nada puede apagar su sed de brillar, de triunfar. Está dispuesto a venderse o a apoyarse en el alma o el talento de otros para alzarse hasta el éxito. Lo que no conseguía hacer ella misma, Iris se lo mandaba hacer a otros y se apropiaba de una gloria obtenida por procuración. Había estado a punto de lograrlo una vez. Volvía a la carga y esta vez, la víctima consentía. Su mirada cayó sobre Joséphine, que disimulaba detrás de la carta.

—Tienes la carta equivocada, Jo. Esa es la de vinos…

Ella balbuceó, murmuró «lo siento, me he equivocado».

Philippe salió en su ayuda.

—¡No importa! No vamos a aguar tu fiesta, ¿verdad, querida? —dijo volviéndose a Iris.

Había dado un ligero énfasis a «tú», y después su voz había ascendido en suave ironía para terminar en ese «querida» suave y cortante.

—Vamos, Jo —prosiguió—, ¡sonríe! Ya encontraremos ese título.

Brindaron de nuevo mientras el camarero volvía a ponerse a su lado para anotar su comanda. Se levantó una ligera brisa, los toldos de los parasoles temblaron, la arena se desplazó estremeciéndose. Se respiraba el olor del mar que disimulaban los setos plantados en grandes jardineras de madera blanca. Un fresco súbito descendió sobre los comensales. Iris tembló y se ajustó el chal sobre los hombros.

—Hemos venido a festejar, ¿no? Entonces, ¡por el éxito del libro y por el de nosotros tres!