TERCERA PARTE

¡Así que tendría que ponerse a escribir!

Ya no podía echarse atrás. Apenas había dicho sí en la estación de Lyon-Perrache, Lyon Perrache tres minutos de parada, e Iris había murmurado: «Gracias, hermanita, me sacas de un auténtico atolladero, no puedes hacerte la idea. Mi vida es un fracaso, un auténtico fracaso, pero es demasiado tarde, no puedo dar marcha atrás, tengo que salvar lo que me queda, acomodarlo de forma más o menos vistosa, pero tengo que hacerme a la idea, sólo recupero los restos. Es poco glorioso, ciertamente, pero así estoy».

La había besado, después se había recuperado volviéndola a ahogar en sus ojos azules oscurecidos por negras sombras:

—Te estás volviendo guapa, Joséphine, cada día más guapa, te sientan muy bien esas mechas rubias, ¿estás enamorada? ¿No? No va a tardar, te predigo la belleza, el talento, la fortuna —había añadido chasqueando los dedos como si realizase un sortilegio—. Vas a tomar el relevo. Yo recibí mucho cuando nací, más que tú, es cierto, pero he exprimido la vida como a un limón y sólo me queda una vieja cascara a la que intento devolver el gusto. Hubo un tiempo en el que esperaba dirigir, escribir. Recuerdas, Jo… hace mucho tiempo, tenía talento… Decían, Iris está dotada, es una artista, llegará lejos, va a triunfar en Hollywood. ¡Hollywood! —hizo una mueca amarga—. ¡He caído hasta Bécon-les-Bruyères! Debo rendirme a la evidencia: quizás esté dotada, pero no tengo fuerzas. Entre la idea y la realización hay un foso que no puedo atravesar, me quedo atontada sobre el borde, la mirada fija en el vacío. Tengo ganas de escribir, unas ganas terribles, me vienen a la cabeza principios de relatos, pero cuando intento expresarlos con palabras, huyen sobre sus patitas pegajosas como cucarachas asquerosas. Sin embargo, tú sabrás atraparlas, alinearlas en hermosas frases sin que parezca que salen huyendo. Cuentas tan bien las historias… Recuerdo las cartas que me enviabas cuando pasabas las vacaciones en un campamento, se las leía a mis amigas. ¡Te habían bautizado Madame de Sévigné!

Emocionada por el abandono que sufría Iris, excitada por sus predicciones, Joséphine se sentía importante. Importante pero, no podía impedir pensarlo, amenazada. El tono grandilocuente de Iris la hacía dejarse llevar y, al mismo tiempo, hacía sonar la alarma: ¿sería lo bastante fuerte como para interpretar su papel de negro? Sabía escribir una tesis, conferencias, textos universitarios, le gustaba contar historias, pero había una gran diferencia entre las epopeyas que relataba a los pies de la cama de sus hijas y la novela histórica que Iris le había prometido a su editor. «Por la intendencia no te preocupes», había continuado Iris, sacándola de su estupor. «Te compraré un ordenador, haré que te instalen Internet». Jo había protestado: «No, no, no me des nada hasta que no haya hecho la prueba». Iris había insistido y Jo, una vez más, había cedido.

Y, ahora, había que pasar a los hechos.

Miró el ordenador, un bonito portátil blanco que esperaba con las fauces abiertas sobre la mesa de la cocina repleta de libros, facturas, rotuladores, bolis, hojas de papel, migas del desayuno; su mirada se clavó en el redondel amarillo dejado por la tetera, la tapa del bote de mermelada de albaricoque, una servilleta enrollada como una culebra blanca… Tendría que hacer sitio para escribir. Apartar su tesis. Harían falta tantas cosas, tantas, suspiró, cansada de repente ante la idea del esfuerzo que debía realizar. ¿Cómo decidir el tema de un libro? ¿Cómo crear los personajes? ¿Y el argumento? ¿Y la trama? ¿Debe proceder de los acontecimientos externos o de los personajes? ¿Cómo empezar un capítulo? ¿Cómo ordenarlo? ¿Debería hojear sus trabajos e investigaciones, convocar al elenco de Rollon, Guillermo el Conquistador, Ricardo Corazón de León, Enrique II, pedir al espíritu de Chrétien de Troyes que descienda sobre ella? ¿O inspirarse en Shirley, en Hortense, en Iris, en Philippe, Antoine y Mylène, vestirles con un yelmo, un capirote, un par de polainas o de zuecos y meterles dentro de una granja o de un castillo? El decorado cambia, los vaivenes del corazón perduran. El corazón late de la misma forma dentro de Leonor, de Escarlata o de Madonna. El corte de los vestidos y las cotas de malla se cubren de polvo, pero los sentimientos permanecen. ¿Por dónde empezar?, se repetía Joséphine observando la intensidad de la luz de ese mes de enero descender suavemente hasta la cocina, alumbrar con un pálido resplandor el borde de la pila y morir en el desagüe. ¿Existe un libro que ofrezca recetas para escribir? Medio kilo de amor, trescientos gramos de aventuras, seiscientos gramos de referencias históricas, un kilo de sudor… déjese cocer a fuego lento, en horno caliente, saltear, remover para que no se pegue, evítense los grumos, déjese reposar, tres meses, seis meses, un año. Stendhal, por lo que se dice, escribió La cartuja de Parma en tres semanas, Simenon finiquitaba sus novelas en diez días. ¿Pero cuánto tiempo antes habían pasado engendrándolas y nutriéndolas al levantarse, al ponerse los pantalones, bebiendo un café, recogiendo el correo, mirando la luz de la mañana posarse sobre la mesa del desayuno, contando las motas de polvo en un rayo de sol? Dejar el tiempo en infusión. Encontrar su propio modo de empleo. Beber café como Balzac. Escribir de pie como Hemingway. Aislada como Colette cuando Willy la encerraba. Investigar como Zola. Tomar opio, tintorro, hachís. Chillar como Flaubert. Correr, divagar, dormir. O no dormir, como Proust. ¿Y yo? El hule de la mesa de la cocina, el cara a cara con la pila, la tetera, el tictac del reloj, las migas del desayuno y las letras a pagar. Léautaud decía «escribid como si escribieseis una carta, no releáis, no me gusta la gran literatura, sólo me gusta la conversación escrita». ¿A quién podría enviarle una carta? No tengo amante que me espere en el parque. Ya no tengo marido. Mi mejor amiga vive en el mismo descansillo.

Escribir a un hombre de mi invención… Un hombre que me escuche. El ordenador tenía todavía las fauces abiertas. Iris lo había comprado al día siguiente de su llegada a Megève. Si coloco los dedos en el teclado, los devorará. Soltó una risa nerviosa y sintió un escalofrío.

«¿Lo has comprado con el dinero de las traducciones?», había murmurado Philippe al oído de Jo, que se había sonrojado violentamente. Iris estaba ocupada en encender el fuego de la chimenea. «Estoy encantado con mi nueva colaboradora —había añadido incorporándose—, nos has evitado una buena metedura de pata en el contrato Massipov». «Me estoy convirtiendo en la reina de la mentira y la disimulación», había pensado Jo. Traducir contratos para Philippe, pase, pero si la editorial de Audrey Hepburn le propusiese un libro para traducir, si su director de tesis le pidiese leer su informe, no se bastaría para afrontar tanta tarea, tendría que contratar un negro. Se había echado a reír. Iris se había vuelto. «¿Tan divertido es lo que te cuenta Philippe? Deberías compartirlo con todo el mundo…». Jo había tartamudeado una excusa. Joséphine se sentía cada vez más a gusto con Philippe. Todavía no eran íntimos y, probablemente, no lo serían nunca. Philippe no inspiraba ni el abandono ni la confidencia, pero se llevaban muy bien. Hay gente cuya mirada nos hace mejorar. Son escasos, pero cuando los encontramos, no hay que dejarlos pasar. Había, en Philippe, una extraña dulzura en su mirada que él posaba a veces sobre ella, una ternura sorprendida. Normalmente, pensó, cuando me miran, es para pedirme o para cogerme algo. Philippe, en cambio, da. Y bajo su mirada condescendiente, crezco. ¿Quizás se convierta un día en mi amigo?

El rayo de sol se había extinguido y el desagüe ya no relucía. La cocina estaba inmersa en una luz fría y triste de mes de enero. Joséphine suspiró, tendría que ordenar para instalar un espacio de trabajo. Pronto le faltaría sitio.

Al empujar la mesa de la cocina encontró el triángulo rojo. Se había caído detrás de la tostadora. Se inclinó, tomó la hoja de papel entre sus dedos, la giró y la giró, cerró los ojos y se remontó en el tiempo. A julio pasado.

Antoine viene a buscar a las niñas para llevárselas de vacaciones. Ella espera cruzada de brazos en el quicio de la puerta. Se muerde los labios para no demostrar su emoción. Grita «¡buenas vacaciones, niñas, divertíos mucho!». Se aprieta fuertemente los labios con los dedos para no llorar. Escucha los pasos que bajan las escaleras. De golpe, se lanza, se precipita sobre el balcón. Se inclina. Percibe un codo rojo que sobresale del coche. El codo rojo de Mylène… y Antoine coloca las maletas en el maletero, empuja una, desplaza otra con la atención de un buen padre de familia que se va de vacaciones. Un rayo cae sobre la cabeza de Jo, que comprende en una fracción de segundo que todo ha terminado. Un hombre coloca maletas en un maletero, un codo rojo sobresale, una mujer mira desde un balcón. Suena un golpe y la mujer sobre el balcón desea saltar al vacío.

Joséphine rompió en pedazos el triángulo rojo y lo tiró a la basura.

También es culpa mía. Le aburrí con mi amor. Vacié mi corazón en el suyo. Hasta la última gota. Le saturé. No sólo está el amor, también está la política del amor, decía Barbey d’Aurevilly.

Levantó la mirada hacia el reloj y exclamó: ¡las siete! Hacía cuatro horas que reflexionaba. Cuatro horas que habían pasado como si fuesen diez minutos. Las niñas iban a volver del colegio. El estudio terminaba a las seis y media.

No había preparado la cena.

Sacó una cacerola, la llenó de agua y metió unas patatas, ya las pelaré cuando estén cocidas, cogió una lechuga del frigorífico, la lavó, puso la mesa, entró en razón, que no te entre el pánico, vas a conseguirlo, un escritor no necesita ser inteligente, debe saber traducir lo que siente, encontrar las palabras que describan las emociones, ¿a quién me gustaría escribir una carta? Seducir escribiendo, seducir a un hombre, yo no quiero seducir a nadie, ese es mi problema, me veo fea, gorda, y sin embargo he perdido peso… Empezó a hacer una vinagreta, aceite de girasol o aceite de oliva, con el dinero del libro sólo compraré buen aceite de oliva, primera presión en frío, el que cuesta más caro, el que ha ganado muchos concursos, el dinero no me va a faltar ya, cincuenta mil euros, estos editores están locos, he adelgazado o me he equivocado al pesarme, volveré a pesarme mañana, Erec y Enide, qué hermosa historia, qué buena idea comenzar una novela con una boda y explorar después la supervivencia del deseo, lo contrario de lo que suele pasar en los cuentos de hadas, por qué habrá que estar delgada para gustar a los hombres, en el siglo XII las mujeres eran armarios roperos, tenían que estar grasas, mi protagonista será sólida o la crearé frágil, en todo caso, será hermosa y reluciente de tanto ungüento, cuidadosamente depilada con tiras de pez porque el vello estaba muy mal visto, y cómo voy a llamarla, no pongas demasiada mostaza en la vinagreta, a Hortense no le gusta, ¿habrá niños en mi historia? Cuando me casé con Antoine, queríamos cuatro, nos paramos en dos, hoy me arrepiento, qué caradura el haber solicitado ese préstamo sin decírmelo, ¡podría habérmelo contado! Y yo, tonta de mí, firmé con los ojos cerrados, ¡eso no le hará feliz! Y la otra, Mylène, apuesto lo que sea a que está gastándose mi dinero, la detesto, me gustaría que se le cayese el pelo, que perdiera los dientes, que perdiese su línea, que perdiese… ¿Y cómo encuentro los nombres y los apellidos? ¿Leonor? No… Demasiado manido… Emma, Adela, Rosa, Gertrudis, María, Godelive, Cecilia, Sibila, Florencia… ¿Y él? Ricardo, Roberto, Eustaquio, Balduino, Arnoud, Carlos, Thierry, Philippe, Enrique, Guibert… ¿Y por qué debería tener sólo un amante?, no es tan modosita como yo. O bien, es una modosita que lo consigue ¡a su pesar! Sería divertido, una chica que sólo aspira a la simple felicidad y que se ve trasladada al éxito, la gloria y la fortuna porque todo a lo que se acerca se transforma en oro. Cuando la historia empieza, quiere ser monja, pero sus padres se niegan… debe casarse. Con un noble rico, pues ella pertenece a una familia de pequeños nobles, arruinada por guerras locales, que no puede conservar sus tierras y es desposeída. Debe casarse con Guibert, el felón de barba horquillada, pero…

Una gota de agua hirviendo saltó de la cacerola y le quemó la mano, soltó un grito y dio un salto. Pinchó las patatas con la punta de un cuchillo, verificando que estaban cocidas.

—¡Mamá, mamá! Hemos vuelto con la señora Barthillet, ¡está delgada como un clavo! Mamá, si me convierto en una bola de sebo, ¿me harás hacer el régimen de la señora Barthillet?

—Hola, mamá —dijo Hortense—, nos han dicho que mañana no hay comedor, ¿puedes darme cinco euros para comprarme un bocadillo?

—Sí, cariño, dame la cartera… Está en mi bolso —añadió Jo mostrándole el bolso sobre el radiador de la cocina—. Y tú, Zoé, ¿no quieres comer un bocadillo mañana?

—Voy a comer en casa de Max. Me ha invitado. He sacado un seis y medio en el control de historia. Y mañana nos dan el de lengua, creo que voy a sacar una buena nota.

—¿Y cómo lo sabes si no te han devuelto el examen?

—Lo he visto en los ojos de la señora Portal, me ha mirado con cara de orgullo.

Joséphine contempló a su hija, tengo que meter sin falta una pequeña Zoé en mi historia; se la imaginó de campesina con unos buenos mofletes rojos aventando el heno o cocinando la sopa en una gran marmita colgada sobre el fuego de la chimenea. Cambiaré su nombre para que no se reconozca, conservaré su buen humor, su alegría de vivir, sus expresiones. ¿Y Hortense? De Hortense haré una princesa, muy hermosa, un poco altiva, que vive en el castillo, su padre ha partido a las cruzadas y…

—Eh, mamá, ¿dónde estás? Vuelve a la Tierra…

Hortense tendía el bolso a Joséphine.

—Mis cinco euros, ¿los has olvidado?

Joséphine cogió su cartera. La abrió, tomó un billete de cinco euros y se lo tendió a Hortense. Cayó un recorte de periódico. Jo se inclinó a recogerlo. Era la foto de la revista. El hombre de la parka. Acarició la foto. Ya sabía a quién escribiría la larga carta.

Esa noche, cuando se acostaron las niñas, se envolvió en el edredón de su cama y salió al balcón para hablar con las estrellas. Les pidió fuerzas para empezar el libro, les pidió que le mandasen ideas, les pidió también perdón, que no era lo mejor aceptar los manejos de Iris, pero no tenía otro medio de subsistir, ¿eh? ¿Es que me habéis dado elección? Miraba atentamente al cielo estrellado y particularmente a la última estrella al final de la Osa Mayor. Era su estrella cuando era pequeña. Su padre se la había regalado una noche que ella estaba apenada, había dicho: «Ves, Jo, esa pequeña estrella al final de la cacerola es como tú, si la quitas, la cacerola pierde el equilibrio, y tú, si te quitan de la familia, la familia se hunde porque tú eres la alegría personalizada, el buen humor, la generosidad… y sin embargo —había proseguido su padre—, esa estrella al final de la constelación tiene un aspecto bastante modesto, apenas la vemos… En cada familia hay gente semejante a pequeños tornillos insignificantes y, sin embargo, sin ellos no hay vida posible, no hay humor, no hay risas, no hay fiestas, no hay luz para alumbrar a los demás. Tú y yo somos pequeños tornillos de amor…». Desde entonces, cada vez que miraba el cielo estrellado, localizaba la pequeña estrella al final de la cacerola. Nunca parpadeaba. A Joséphine le hubiese gustado que parpadease de vez en cuando, se habría dicho que su padre le hacía una señal. Sería demasiado fácil, se dijo, hablarías con las estrellas, les harías una pregunta y la estrella te respondería en directo desde el cielo. ¿Y qué más? ¡Con acuse de recibo! En fin, pensó, gracias por haber hecho caer la foto del hombre de la parka de mi cartera, muchas gracias, porque ese hombre me gusta, me gusta pensar en él. No me importa si no me mira. Inventaré una historia para él, una hermosa historia…

Alzó el edredón, lo estrechó alrededor de sus hombros, se sopló los dedos y, echando una última mirada al cielo estrellado, se fue a acostar.

* * *

—¡Tú me estás ocultando algo!

Shirley había abierto la puerta del piso de Joséphine y estaba plantada en la puerta de la cocina con los brazos en jarras. Hacía una hora y media que Jo jugueteaba con su ordenador, esperando la inspiración. Nada. Ni el menor temblor narrativo. La foto del hombre de la parka, pegada con celo al lado del teclado, no bastaba. Se podría decir incluso que fracasaba completamente en su papel de musa. Inspiración, palabra del siglo XII, procedente del vocabulario cristiano, que incluye en ella nociones tan embriagadoras como el entusiasmo, el furor, el transporte, la exaltación, la elevación, el genio, lo sublime. Acababa de leer un magnífico libro de un tal señor Maulpoix sobre la inspiración poética y sólo podía constatar que era algo de lo que ella estaba completamente desprovista. Clavada en la realidad, asistía, impotente, a la inercia de su pensamiento. Ya podía apostrofarle, suplicarle, ordenarle que se pusiese en marcha, lanzarle un dardo para que se moviera, se agitara, se calentase, se desperezase, ofreciese imágenes y palabras, colisiones con otras imágenes, otras palabras, hiciese surgir al Bello, al Extraño, al Intrépido, pero el pensamiento se hacía de rogar y Joséphine, sentada en su silla de cocina, tamborileaba sobre la mesa con sus dedos impacientes. Ni la menor ascensión lírica, ni el principio de una idea creadora. Ayer había creído tener una, pero esta mañana, al despertarse, la idea se había desvanecido. Esperar, esperar. Hacerse muy pequeña ante ese azar fulminante que permanece a nuestros pies y que hemos buscado en vano durante horas. Ya le había pasado redactando trozos de su tesis, el choque entre dos ideas, dos palabras, como dos trozos de sílex que se encienden. ¡Ese resplandor glorioso existía! Sólo había que leer poemas de Rimbaud o de Eluard… ¡Existía en otros! Los intentos fallidos de su hermana invadían su mente y temía que la misma esterilidad se abatiese sobre ella. ¡Adiós, terneros, vacas, cerdos y euros por millares! El cuenco de leche amenazaba con volcar, y ella iba a encontrarse como en el cuento de la lechera. Tomó una decisión repentina, decidió vencer ese vértigo paralizante y escribir cualquier cosa, trabajar costase lo que costase, cortejar la obstinación e ignorar la inspiración con el fin de que esta última, despechada, se rindiese y librase sus primeras luces. Iba a lanzar sus dedos sobre el teclado… cuando Shirley había abierto la puerta y se había plantado delante de ella.

—Me estás esquivando, Joséphine, me esquivas.

—Shirley, llegas en mal momento… Estoy en pleno trabajo.

—Me das mucha pena, Joséphine. ¿Qué pasa para que me evites así? Sabes muy bien que entre nosotras podemos decirnos todo.

—Podemos decirnos todo, pero no estamos obligadas a decirnos todo durante todo el tiempo. Hay silencios que también forman parte de la amistad.

¡Justo en el momento en el que me iba a lanzar!, gruñó Joséphine, en el momento en el que había encontrado una solución, un subterfugio que me habría calmado ese dolor indecible que amenaza a los autores ante la hoja en blanco. Levantó la cabeza, miró fijamente a su amiga y encontró que la nariz de Shirley era demasiado respingona. ¡Demasiado corta! ¡Una nariz de plastilina! ¡Una nariz de opereta, una nariz de costurera, una nimiedad de nariz! Lárgate con tu nariz de trompetilla, se oyó pensar, horrorizada por la violencia que surgía de ella.

—Me estás evitando. Lo siento, me evitas. Desde que volviste de esquiar, hace tres semanas, ya no te veo…

Tendió la mano hacia las fauces abiertas del ordenador.

—¿Es el de Hortense?

—No, es el mío… —gruñó Jo entre dientes.

El ruido de un lápiz que acababa de partir entre sus dedos la sobresaltó; decidió calmarse. Respiró profundamente relajando la parte alta de su torso, volvió la cabeza a derecha e izquierda y exhaló toda su irritación en un largo y potente chorro de aire.

—¿Y desde cuándo tienes dos ordenadores? ¿Tienes acciones en Apple? ¿Una historia de amor con Steve Jobs? ¿Te envía computers como si fueran flores?

Joséphine bajó la guardia, sonrió y aceptó la idea de abandonar su trabajo. Shirley parecía verdaderamente enfadada.

—Me lo regaló Iris por Navidad… —soltó, reprochándose inmediatamente el haber hablado demasiado.

—Eso es sospechoso, esconde algo.

—¿Por qué dices eso?

—Tu hermana nunca da nada a cambio de nada. ¡Ni la hora! ¡La conozco bien! Ahora, venga, cuéntamelo todo.

—No puedo, es un secreto…

—¿Y crees que no soy capaz de guardar un secreto?

—Creo, sobre todo, que un secreto está hecho para permanecer en secreto.

Shirley levantó las cejas, se relajó y sonrió.

—No te falta razón, un punto para ti. ¿Me invitas a un café?

Joséphine lanzó una mirada de adiós a las teclas negras del ordenador.

—Voy a hacer una excepción por esta vez, pero es la última. Si no, no lo voy a conseguir.

—Déjame adivinar: estás escribiendo una carta, una carta oficial y difícil que ella no puede escribir.

Joséphine blandió un índice autoritario hacia Shirley, previniéndola de que era inútil insistir.

—No me pillarás así.

—Un café bien cargado con dos terrones de azúcar moreno…

—Sólo tengo azúcar blanco, no he tenido tiempo de hacer la compra.

—Demasiado ocupada trabajando, supongo.

Joséphine se mordió los labios, recordándose su resolución de permanecer muda.

—Así que no es una carta… Y, además, ¡no se regala un ordenador por una sola carta! Hasta la hermosa señora Dupin sabe eso…

—Shirley, para…

—¿No me preguntas qué tal he pasado las vacaciones?

La sentía con un aire malicioso que recordó a Joséphine que la partida iba a ser dura. Shirley no suelta su presa así como así. Había sido fácil esconderle la historia del préstamo de Antoine. Era Navidad, tenía la cabeza puesta en las guirnaldas, los regalos, el pavo relleno, el tronco. Pero pasadas las fiestas, Shirley había vuelto a la vida real con la intención de hacer funcionar su «radar de malicia». Así llamaba a su nariz, tocándosela con el dedo para demostrar hasta qué punto era eficaz.

—¿Qué tal has pasado las vacaciones? —preguntó Jo educadamente.

—Muy mal. Gary no ha dejado de poner cara de perro. Desde que tuvo a tu hija entre sus brazos, le han saltado los plomos. Suspira durante horas leyendo patéticos sonetos de amor. Erraba por los pasillos de la casa de mi amiga Mary declamando poesía siniestra y amenazando con colgarse con su jersey de cuello vuelto. Te voy a decir una cosa, Jo, hay que quitarle a esa chiquilla de la cabeza.

—Ya se le pasará, todos hemos tenido en la adolescencia un amor imposible. Y hemos sobrevivido.

—Soy yo la que no va a sobrevivir. He encontrado en su habitación veinticuatro borradores de cartas de amor tan tórridas como desesperadas. Algunas escritas en alejandrinos. No ha enviado ni una sola.

—Y con razón. Hortense es muy poco indulgente con los quejicas. Si se quiere conquistar su corazón, hay que convertirse en un marajá. Hortense tiene grandes necesidades, mayores exigencias y poca paciencia.

—Muchas gracias.

—Le gustan los vestidos bonitos, las bonitas joyas, los coches bonitos, su hombre ideal es Marión Brando en Un tranvía llamado deseo… Siempre puede empezar por hacer musculación y llevar una camiseta rota, no cuesta caro y quizás la impresione.

—Querida Joséphine, te encuentro deliciosamente sarcástica hoy. ¿Es tu nuevo secreto el que te da esa petulancia?

Hace hora y media que intento tener chispa por escrito y resulta que encuentro mi vena oralmente, pensó Joséphine despechada. Y tuvo unas imperiosas ganas de quedarse a solas.

—¡Marión Brando! Para mí era Robert Mitchum. Estaba loquita por él. Mira, ayer vi una película muy buena en el canal cine. Con Robert Mitchum, Paul Newman, Dean Martin, Gene Kelly y Shirley MacLaine. En la época en la que se rodaba esa película, ella vivía un amor tórrido con Mitchum.

—Ah… —dijo Joséphine, distraída, buscando una excusa para quitarse a Shirley de encima.

Es increíble, se dijo, es mi mejor amiga, la quiero con ternura y ahora, en este momento preciso, podría hacerla picadillo y congelarla para que se largase con viento fresco.

Shirley había terminado de recitar el nombre de todos los actores de la película, el de la responsable de vestuario, «Edith Head, muy conocida, sabes Jo, una gran dama del vestuario, vistió a las actrices más guapas de Hollywood y ninguna película elegante se habría hecho sin ella en aquella época». Estaba contando el argumento de la película cuando Joséphine aguzó el oído.

—… Y como no quería de ningún modo convertirse en rica, busca casarse con el hombre más modesto, el más discreto con el fin de llevar una vida muy tranquila, porque, según ella, el dinero no hace la felicidad, sino justo lo contrario. ¡Es tan divertido, Jo! Porque ya puede elegir al hombre más tierno, el más modesto, que gracias a ella llega a la cima, gana mucho dinero, se mata trabajando, y ella enviuda cada vez, lo que le confirma su idea de que el dinero no hace la felicidad.

—Espera —dijo Joséphine parando a Shirley en seco—. Vuelve a contarme la historia desde el principio. No estaba escuchando.

Había puesto la mano en el brazo de Shirley y la agarraba como si su vida dependiese de ello. Shirley contempló el aspecto ávido y apasionado de su amiga y dedujo que no estaba muy lejos de descubrir el secreto que escondía Jo. Todo iba a esclarecerse. Joséphine buscaba una historia que contar. ¿Para escribir un libro? ¿Un guión? La solución del enigma se le escapaba todavía, pero no desesperaba. Shirley aceptó volver a contar la historia de Ella y sus maridos, la película de Jack Lee Thompson que había visto en la televisión.

—¡Pero si es mi idea! ¡La idea que tuve ayer! La historia de una chica que no quiere ser ni rica ni poderosa, que se casa con hombres pobres que se vuelven grandes porque basta que ella se una a ellos para que triunfen. ¿Cómo se llama esa película?

Shirley repitió el título. Joséphine apretaba los puños de excitación.

—Nunca te he visto tan emocionada por un programa de televisión —soltó Shirley burlándose.

—¡Es que no es un programa de televisión cualquiera! Es la historia que quería contar yo en esa maldita novela.

Se mordió los labios y se dio cuenta de que había hablado demasiado. Shirley festejó en silencio su triunfo.

—Me he traicionado.

—No diré nada. Te lo prometo, te lo juro, por estas, ¡por el mismísimo Gary!

Shirley extendió una mano para jurar y cruzó los dedos de la otra mano a su espalda porque tenía la intención de contárselo a Gary. Se lo contaba todo a su hijo. Todo lo que era importante para entender la vida. Cómo la gente te utiliza, te culpabiliza, te martiriza. Para que se ponga en guardia y desconfíe. Le contaba también el talento, el amor, los encuentros, las hermosas fiestas. No formaba parte de esos adultos que afirman que no hay que hablar de «ciertas cosas» con los niños. Aseguraba que los niños lo saben todo antes que nosotros. Poseen una intuición diabólica o angélica, a elegir, pero saben. Saben antes que sus padres que estos van a separarse, que mamá bebe a escondidas, que papá se acuesta con la cajera del Shopi o que su abuelo no ha muerto de un ataque al corazón en su cama, sino que había expirado sobre el cuerpo de una stripper en Pigalle. Tomarles por ignorantes es ofenderles. En fin, resumía ella para terminar, pensad lo que queráis, pero yo no considero que mi hijo sea un simple.

—Desde el momento en que entré aquí, me olí el cotarro —siguió Shirley intentando que Jo se confiara con el fin de que contara más cosas.

No estaba segura de haberlo entendido todo. Le faltaban algunos elementos.

—Es culpa mía —balbuceó Joséphine—, te he subestimado…

—Soy muy buena, Jo, jugando a esos juegos de la vida; he sufrido demasiado. He desarrollado cierta sensibilidad para detectar fraudes.

—¡Pero no dirás nada!

—No diré nada…

—Se pondría furiosa si supiera que tú lo sabes…

«¿A quién se refería Joséphine? ¿A Iris?», Shirley puso cara de segura de sí misma y de que lo había comprendido todo con el fin de llevar a Joséphine al final de su confesión.

—Voy a tener que aprender a mentir.

—¡Y no vales mucho para eso, Joséphine!

—Cuando Iris me propuso escribir para ella, al principio lo rechacé, te lo aseguro…

«¡Bingo! —pensó Shirley—, es Iris el cerebro del fraude. Lo sabía, lo sabía, pero ¿a qué juega?».

—Escribir una novela para la que tú buscas la idea…

—Sí. Me propuso intercambiar mi supuesto talento de escritora por dinero contante y sonante. ¡Cincuenta mil euros, Shirley! Es mucho dinero.

—¿Y necesitas tanto dinero? —preguntó Shirley realmente extrañada.

—Hay otra cosa que no te he contado…

Shirley sostenía la mirada de Joséphine y la animaba a hablar. Joséphine se lo contó todo.

Shirley se cruzó de brazos y observó a Joséphine suspirando.

—No cambiarás nunca… Te vas a dejar devorar por el primer tiburón hipócrita que te encuentres. Lo que no entiendo muy bien es por qué Iris necesita hacerte escribir una novela.

—Para que ella la firme y se convierta, a ojos de todos, en una escritora. Está muy bien visto actualmente, sabes, todo el mundo quiere escribir, todo el mundo cree que puede escribir. Empezó presumiendo de ello una noche, en una cena, ante un editor…

—Sí, pero ¿por qué? ¿A quién quiere impresionar? ¿Qué va a ganar con ello?

Joséphine bajó la mirada.

—No ha querido decírmelo…

—¿Y tú has aceptado sin saber nada?

—Me dije que eso era cosa suya.

—Pero, bueno, Jo, ¿te conviertes en cómplice de un fraude y no quieres saber el porqué? ¡Me sorprenderás siempre!

Joséphine se mordía los dedos, desgarraba la pielecilla alrededor de sus uñas y lanzaba miradas atemorizadas a Shirley.

—Lo que me gustaría es que, la próxima vez, la próxima vez que la veas, le hagas la pregunta. Es importante. Va a poner su nombre en un libro que habrás escrito tú y con ello ¿qué va a ganar? ¿La gloria? Para eso vuestro libro tendría que ser un éxito. ¿La fortuna? Te va a dar todo el dinero. A menos que haya previsto robarte… No es imposible. Te promete el dinero, pero sólo te dará una pequeña parte. Con el resto se marchará a Venezuela con su amante…

—¡Shirley! Eres tú la que está escribiendo una novela. No me metas ideas así en la cabeza, ya estoy bastante angustiada…

—O bien escribe para obtener una coartada… Está planeando algo perverso a tus espaldas. Se encierra en una habitación, pretende que está trabajando, sale por la ventana y…

Joséphine miró a Shirley desamparada. Shirley se arrepintió de haber sembrado la duda y la angustia en la mente de Jo.

—He grabado la película de ayer, ¿quieres verla? —propuso para compensarlo.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo. Tengo mi clase en el conservatorio dentro de hora y media, si no ha acabado, te dejaré delante de la tele.

Mientras Shirley rebobinaba la película, Joséphine le contó todos los detalles: el préstamo de Antoine, la propuesta de Iris, su aprensión ante la idea de escribir, «tengo miedo de no conseguirlo, cuando entraste en la cocina, me encontraba en plena duda, buscaba la inspiración. Al final está bien habértelo contado, porque ya no estoy completamente sola. Podré confiar en ti cuando algo no vaya bien… Sobre todo, porque Iris tiene prisa, ¡debe enseñar veinte folios a su editor a finales de mes!».

Se sentaron en el sofá. Shirley pulsó la tecla del mando a distancia y gritó: «¡Motor!». Apareció entonces en la pantalla la resplandeciente, la deliciosa, la emotiva Shirley MacLaine vestida completamente de rosa, con un inmenso sombrero rosa, en una casa rosa de columnas rosas, tras un féretro rosa llevado por ocho hombres de negro. Joséphine se olvidó del libro, de su hermana, del editor, de las mensualidades del préstamo de Antoine y siguió la silueta larga, fina y rosa que descendía la escalera suspirando de pena.

—La foto del hombre de la parka, sobre el teclado, ¿la has visto? —murmuró a Shirley mientras desfilaban los títulos de crédito.

—Sí, y me dije que debías de estar haciendo algo importante para pegar su foto permanentemente bajo tus ojos, debía inspirarte…

—No ha funcionado. ¡No me ha inspirado nada!

—Conviértele en uno de los maridos y funcionará.

—Muchas gracias, me has dicho que morían todos.

—¡El último no!

—Ay… —soltó Joséphine en voz baja—. Es que yo no tengo ganas de que se muera.

Silly you! Ni siquiera sabes quién es.

—Me lo imagino y es maravilloso. Es casi mejor que vivir un amor en sueños, no hay riesgo de llevarse un chasco…

—¿Y hacer el amor en sueños, cómo es?

—No he llegado a eso —suspiró Joséphine— los ojos puestos en la pantalla, donde el ataúd del difunto marido se había resbalado de las manos de los portadores mientras que Shirley MacLaine, imperturbable, continuaba avanzando bajo su gran sombrero rosa.

* * *

Por la noche, ya no podía descansar. El dedo amenazador de Faugeron le sacaba de su sueño; se despertaba sudando, con la almohada y las sábanas empapadas. Se ahogaba, perdía el aliento, sentía estertores, se retorcía, se asfixiaba hasta que el nudo de su garganta se deshacía y por su nariz entraba el aire fresco de la noche. Se levantaba, iba a ducharse, se vestía con un pantalón de pijama limpio y seco, escuchaba el ruido de la noche africana entrar por la ventana completamente abierta de la habitación. El graznido de los loros refugiados sobre el techo de la casa, el chillido de los monos persiguiéndose de rama en rama en las altas acacias, la rápida carrera de un impala entre las altas hierbas, todo le parecía extraño, amenazante. Durante el día, se sentía un intruso en aquellas tierras, pero por la noche era como si toda la naturaleza le gritara que se fuese, que volviese al país de los blancos, esos hombrecillos enclenques y sudorosos que no soportaban el calor de África y se atiborraban a quinina.

Escuchaba el aliento tranquilo de Mylène a su lado y no conseguía dormirse. Entonces se levantaba, bajaba al salón, se servía un whisky y salía a la terraza de madera que rodeaba la casa. Sentado en los escalones, bebía un sorbo de alcohol y después, otro y otro; sus ojos se habituaban a la oscuridad. Poco a poco, iban destacando entre las sombras unas manchas amarillas, vacilantes, alumbrándose una tras otra y que parecían converger en él: la amarillenta mirada de los cocodrilos. Afloraban a ras del agua, posadas como luciérnagas sobre la superficie muaré y negra de los estanques, mirándole. Escuchaba cómo sus colas agitaban el agua, sus cuerpos se movían lenta, pesadamente, se aproximaban a la orilla a esperar. Frente a la casa. Uno, luego dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho… Atravesaban la oscuridad como buceadores silenciosos. A veces uno de ellos abría sus grandes fauces y una fila de dientes blancos cortaba la negra noche. Después la boca se cerraba con un golpe seco y sólo percibía las rasgaduras amarillas mirándole fijamente. Hace veinte millones de años que viven en la Tierra, pensaba, que resisten a todas las catástrofes naturales, la Tierra que se agrieta, se dobla, se rompe, arde y se licúa, se hiela y se solidifica. Han visto pasar a los dinosaurios, a los primates, a los hombres a cuatro patas, a los hombres inclinados, a los hombres erguidos, a los hombres apaleados y siguen aquí, al acecho. No doy la talla frente a ellos. Me encuentro solo. Nadie con quien hablar. Y todavía sin noticias de míster Wei. Sin noticias, sin cheque, sin explicación. Su secretaria me responde siempre que sí, sí, míster Wei is going to cali you back, pero nunca le devuelve las llamadas. Don’t worry, míster Tonio, he’ll call you, he’ll call you, everything’s all right[4], ¡pero no! Nada era all right, no había visto un céntimo desde su llegada. Vivía de los ahorros de Mylène. Cuando llamaba a las niñas a Francia, se inventaba historias, hablaba de beneficios monumentales, prometía hacerlas venir pronto, ahora sólo era cuestión de días. Debían de sentir la tensión en su voz porque sólo respondían con monosílabos para no molestarle. ¿Y Jo? Murmuró siguiendo a un cocodrilo que venía para unirse al grupo, añadiendo dos candiles amarillos al conjunto de luces que le contemplaban. Faugeron debía de haberla puesto al corriente. Ella no había llamado. No le había dirigido el menor reproche. Sintió vergüenza. Volvió la mirada hacia las manchas amarillas y le entraron ganas de llorar. Se sentía tan cobarde. Más fuerte que la vergüenza, sentía crecer en él un miedo frío y tenaz que no le soltaba. El miedo había reemplazado a la gran seguridad de antaño, cuando se pavoneaba, por la noche, después de los safaris, bajo las tiendas de tela, bebiendo whisky. No tenía nadie a quien decir que sentía miedo. Los cocodrilos sí lo sabían. Sienten mi miedo desde el fondo del estanque y vienen a agruparse frente a mí para alimentarse de él. Esperan. Tienen todo el tiempo del mundo, todo el tiempo, no importa que les maten, saben que al final vencerán, que la fuerza bruta vence siempre. Esperan clavando sobre él su mirada amarilla.

Para aumentar su miedo. Su miedo… grande como una caverna que le devoraba.

Joséphine. Mylène. Ellas se han endurecido mientras yo me reblandezco, ellas tienen la cabeza bien colocada sobre los hombros mientras que la mía gira como una peonza. Mylène mostraba calma y serenidad cuando Pong traía el correo. No decía nada, ni siquiera necesitaba preguntar si había llegado el cheque, le miraba recoger los sobres sobre el plato de madera que le presentaba Pong, y después cortaba su filete de búfalo rayando el plato. Antoine sentía escalofríos en la espalda. Ella preguntaba: «¿Está bueno? ¿Te gusta?». Había aprendido a cocinar el búfalo haciéndolo marinar en una salsa a la menta y a la verbena salvajes, que le daba un gusto delicioso. Era un cambio después de tanto pollo.

Ella hacía proyectos porque no tenía intención de permanecer ociosa. Aprender chino, cocina china, hacer brazaletes, collares como las mujeres del mercado, venderlos quizás en Francia, fabricar productos de maquillaje con semillas y colorantes locales, abrir un cineclub, un taller de dibujo. Cada día tenía una idea nueva. Joséphine no se había molestado siquiera en descolgar el teléfono para insultarle, llamarle cobarde, ladrón. Dos mujeres en una coraza. Una piel de cocodrilo, pensó sonriendo por el atrevimiento de la comparación. Las mujeres han aprendido tan bien a ser fuertes que se han acorazado. A veces son crueles de tanto parecer impías. Tienen razón, hoy no hay que tener piedad. Él veía las orillas, los bloques de piedra que delimitaban los estanques, las alambradas que impedían vagabundear a los cocodrilos. Sintió levantarse una pequeña brisa y se echó hacia atrás el pelo sobre la frente. Un cocodrilo intentaba salir fuera del agua. Había sacado su cuerpo del estanque y avanzaba sobre sus patas macizas y cortas, patas de inválido, pensó Antoine. El cocodrilo permaneció un momento con su hocico pegado al alambre de espino, intentó retorcerlo, lanzó un grito sordo y mordió varias veces la alambrada con sus fauces. Después se tumbó y cerró sus ojos amarillos como persianas que se bajan con pesar.

Ayer noche, Mylène había dicho que le gustaría volar a París. Durante una semana. «Así podrías ver a tus hijas». Y un gran agujero se había abierto en su estómago, llenándose de miedo. Se puso a sudar, a sentir arcadas; enfrentarse a Joséphine y a sus hijas, confesarles que se había equivocado, que no había sido tan buena la idea de criar cocodrilos. Que le habían engañado una vez más…

Miró ante él la hierba alta y las grandes acacias que se mecían con la brisa matinal. Me gustan el amanecer y el rocío que brilla sobre la hierba todavía húmeda, antes de que el sol la reseque. Me gustan el olor a verbena, los troncos de árbol que se dibujan en el día naciente, la bruma húmeda que se evapora con los primeros rayos de sol. ¿Soy realmente yo, Antoine Cortès, el que se sienta sobre los escalones del porche? El cocodrilo volvía a golpear la alambrada. No renunciaba. Sus grandes ojos amarillos parecían empequeñecidos por la cólera y sus garras arañaban el suelo como si quisiera excavar un subterráneo para escapar. Debe de ser un macho, pensó Antoine, ¡un buen macho! Este me dará docenas de crías. Tiene que darme crías. ¡Este maldito criadero tiene que funcionar! Tengo cuarenta años, joder, si no lo consigo ahora, estaré acabado. Nadie confiará en mí, formaré parte de los viejos, de los perdedores, ¡y de eso nada, joder! Se puso a soltar tacos para aumentar el odio que sentía crecer dentro de él, odio hacia míster Wei, odio hacia los cocodrilos, odio hacia este mundo que consideraba que si no se tenía éxito a su edad, uno sólo servía para ir a la basura, odio hacia sus dos hembras a las que nada era capaz de abatir. Asco de sí mismo, también. Sólo hace seis meses que estás aquí y ya estás dispuesto a rendirte…

Se levantó para servirse una copa, decidió coger la botella y beber directamente de ella. Si viajaba a París, pensaría un plan con Faugeron para que le pagasen. Faugeron siempre le había tratado bien. Seguramente gracias al dinero de Chef y sus relaciones con Philippe, se dijo acercando una vez más la botella a sus labios, eso no impide que sea amable, hablaré con él y encontraremos un medio para hacer pagar a ese viejo chino. ¿Quién se cree ese? ¿El emperador de China? ¡Esos tiempos terminaron!

Había pensado que al nombrar a míster Wei, el miedo se habría anudado nuevamente a su estómago, pero no pasó nada. No sólo no tenía miedo, sino que se sentía exultante. Lleno de una loca alegría, la alegría de un hombre que sabe exactamente cómo va a romperle la cara al tío que le toma el pelo desde hace meses. Sabía exactamente lo que iba a hacer: ir a París, hablar con Faugeron, poner a punto un plan y hacerse pagar. Seguramente habría un medio de sacar pasta de este Croco Park de las pelotas. ¿Quién ha puesto en marcha esta plantación de mierda? Yo, Tonio Cortès… Y nadie más. Y no un chiquillo en pantalón corto que tiene miedo de soltar la mano de su mamá, ¡no! ¡Un hombre de verdad con un buen par! Un hombre que podría incluso ir a dar un beso a ese cocodrilo sarnoso… Se echó a reír y levantó la botella a la salud del cocodrilo.

La luz del amanecer había borrado las manchas amarillas de los cocodrilos. El sol se elevaba tras el tejado de la casa con una lentitud majestuosa que llenó a Antoine de un emocionado respeto. Se inclinó mucho, simuló una reverencia y después otra, perdió el equilibrio y cayó sobre el polvo.

Se levantó, bebió un trago de la botella y después, fijándose en cada par de ojos amarillos, abrió su bragueta y soltó un chorro caliente, dorado, sonoro frente a los reptiles. Iba a demostrarles que no sólo no sentía vergüenza, sino que ya no tenía miedo y que les convenía mantenerse quietecitos.

—¿Quieres demostrar algo orinando de esa forma frente a esas bestias asquerosas? —preguntó una voz adormilada a sus espaldas.

Se volvió y vio a Mylène que bajaba los escalones ajustándose una tela de algodón a las caderas. La miró alelado:

—¡Qué aspecto! —soltó ella.

Se preguntó si soñaba o no había un punto de desprecio en su voz. Lanzó una carcajada que quería ser natural y se inclinó de nuevo, diciendo:

The new Tonio is facing you![5].

—Habla en cristiano, por favor. Me gustaría entender lo que dices…

—No te preocupes. Yo sé lo que sé y sé que esto no va a quedarse así…

—Es exactamente lo que me temía —suspiró Mylène ajustándose el paño a su cadera—. Vamos, ven, vamos a desayunar, Pong ya está en la cocina…

Y como Antoine caminaba titubeando hacia la casa, ella elevó la voz lo bastante como para que la escuchase y soltó con tono seco:

—Me gustaría que fueses tan valiente y determinado frente a ese ladrón de Wei. Cuando pienso que estamos gastando todos mis ahorros, se me hace un nudo en la garganta.

Antoine no lo escuchó. Había tropezado con el escalón de la entrada y se había caído sobre el suelo del porche. La botella de whisky rodó por la escalera, bajó hasta el último escalón, donde terminó por verter sobre el suelo un charco de líquido ámbar que reflejó los rayos más altos del sol.

* * *

—Entonces le he dicho que os deberíais volver a ver, que era estúpido que ya no os hablaseis y ella me ha dicho que no, no mientras no se disculpe, disculpas sinceras, disculpas que vengan del corazón, no disculpas a lo tonto, fue ella la que me agredió, es mi hija, me debe un respeto. Le dije que te daría el recado y…

—Ya está todo dicho, no voy a disculparme.

—Así que de momento no vais a volver a veros…

—Estoy muy bien sin ella. No necesito ni sus consejos ni su dinero ni el amor que ella cree dar y que no es más que abuso de autoridad. ¿Te crees que mi querida madre me quiere? ¿Lo crees de verdad? Yo no lo creo, creo que ha cumplido con su deber criándonos, pero que no nos quiere. Sólo se quiere a ella misma y al dinero. A ti te respeta porque te casaste bien, porque se pavonea hablando de su maravilloso yerno, de tu gran piso, de tus amigos, de tu tren de vida, pero a mí… a mí me desprecia.

—Jo, hace casi ocho meses que no la has visto. Imagínate que le pasa algo… ¡Después de todo es tu madre!

—No le pasará nada: mala hierba nunca muere. Papá murió con cuarenta de un ataque al corazón, ella llegará a los cien.

—Ahí estás siendo mala.

—No, no soy mala, ¡estoy viva! Desde que no la veo me siento de maravilla.

Iris no respondió. Apuñaló con la mirada a una despampanante rubia que acababa de entrar riéndose a carcajadas.

—Estás cambiando, Jo, estás cambiando. Te estás endureciendo… ¡ten cuidado!

—Dime, Iris, no me has citado en este café de la puerta de Asniéres para hablarme de nuestra madre y sermonearme, ¿verdad?

Iris se encogió de hombros y suspiró.

—He pasado por la empresa de Chef antes de venir, Hortense estaba en su despacho, busca unas prácticas en el mes de junio para su escuela, puedo decirte que a los chicos del almacén les hervía la sangre. La vida se ha detenido con la llegada de Hortense…

—Lo sé, provoca ese mismo efecto en todo el mundo…

En el interior del Café des Carrefours, Jo e Iris almorzaban. Los camiones hacían temblar las vitrinas del establecimiento al frenar justo antes de girar y de meterse en la circunvalación; los clientes habituales entraban haciendo batir la puerta. Jóvenes, en su mayoría, que debían de trabajar en los despachos vecinos. Llegaban empujándose, gritaban que tenían hambre y elegían el menú de diez euros, cuarto de vino incluido. Iris había pedido huevos fritos con jamón, Joséphine una ensalada y un yogur.

—He visto a Serrurier, el editor —empezó Iris—. Lo ha leído y…

—¿Y? —dijo Joséphine, presa de la angustia.

—Y… le ha encantado tu idea, está encantado con las veinte páginas que me has dado, me ha colmado de felicitaciones y… y…

Cogió su bolso, lo abrió y sacó un sobre que agitó en el aire.

—Me ha dado un primer anticipo. La mitad de los cincuenta mil euros… el resto me lo dará cuando le entregue la totalidad del manuscrito. Te he firmado inmediatamente un cheque de veinticinco mil euros, así, visto y no visto, para ti.

Tendió el sobre a Joséphine, que lo tomó con infinito respeto. De pronto, cuando cerraba su bolso, una pregunta le atormentó:

—¿Cómo vas a hacer con los impuestos? —preguntó a Iris.

—Tienes lechuga en los dientes —la interrumpió Iris haciendo el gesto de limpiarse los dientes.

Joséphine asintió y planteó de nuevo la pregunta.

—No te preocupes, Philippe no se dará cuenta. De todas formas, no es él el que hace la declaración sino un contable, y paga tantos impuestos que no es eso lo que cambiará mucho las cosas.

—¿Estás segura? ¿Y yo? ¿Y si me preguntan de dónde viene ese dinero?

—Dirás que es un regalo de tu hermana que está forrada.

Joséphine hizo una mueca de duda.

—Deja de preocuparte, Jo. Aprovéchate, aprovecha… ¿No es maravilloso? Nuestro proyecto ha sido aceptado, con las felicitaciones del jurado.

—No me lo puedo creer. ¡Y tú me hablas de nuestra venenosa madre! ¿Te das cuenta, Iris? ¡Le ha gustado! ¡Le ha gustado mi idea! ¡Ha firmado un cheque de veinticinco mil euros sólo por mi idea!

—Y por los veinte folios que has escrito… Muy astuto, tu plan. Dan ganas de leer lo que sigue.

Joséphine, durante un instante, tuvo la tentación de pedir un chucrut para celebrar el acontecimiento, pero se resistió.

—¿No es genial, hermanita? —preguntó Iris, con un reflejo azul en sus ojos abiertos como platos—. ¡Vamos a ser ricas y famosas!

—La riqueza para mí, la fama para ti.

—¿Te molesta?

—No. Al contrario. Así puedo escribir lo que quiera: nadie sabrá que soy yo. Me quita algo de angustia, ¡te lo juro! ¡Y además sería totalmente incapaz! Cuando veo lo que hay que hacer y decir para salir en la tele, me dan ganas de meterme en la cama.

—Pues para mí va a ser divertido. Estoy harta de mi imagen de mujer correcta, Jo, ya no puedo más…

Iris permaneció un momento ensimismada, compartiendo el silencio de Joséphine, que miraba amorosamente su bolso. Después su mandíbula siguió masticando y se golpeó la frente con la mano.

—Casi me olvido. Quería enseñarte un artículo de prensa que he recortado para ti.

Introdujo la mano en su bolso y sacó un periódico doblado en dos, que abrió delicadamente, buscando el artículo que le interesaba.

—Aquí está. Es un retrato de Juliette Lewis, ya sabes, la antigua actriz de cine… en fin, cuando digo antigua, debe de tener poco más de treinta años, pero ya no le ofrecen papeles, así que se ha reconvertido a la canción. Escucha bien lo que dice el artículo. «Juliette Lewis lidera ahora un grupo de rock, Juliette and the Licks, Juliette y los Lametones, un nombre que incita a la provocación por sí mismo, sobre todo cuando el joven que se ocupa de las relaciones con la prensa de los Lametones confirma que Juliette Lewis aparece en el escenario con esas bragas bastante escuetas que bien podemos llamar tangas. “Sí, a veces enseña buena parte del trasero”, afirma el tal Chris en el mismo instante en el que Juliette viene hacia nosotros diciendo Here we go, man, con esa voz ronca que todos conocemos…».

—Me parece una tontería…

—¡Pues yo estoy dispuesta a jugar a eso!

—¿A enseñar el tanga?

—A fabricar imágenes como esas para vender el libro.

Joséphine miró a su hermana y se preguntó si no estaría cometiendo una enorme estupidez al convertirse en su cómplice.

—Iris, ¿estás hablando en serio?

—Pues claro, zoquete. Voy a montar un show… Un auténtico show que planearé hasta el mínimo detalle, y tengo la intención de reventar la pantalla. Él, Serrurier, no para de decírmelo, «con sus ojos, sus relaciones, su belleza…». Todo eso es mejor que tus deditos sobre tu teclado y toda tu erudición. Para vender, quiero decir, para vender…

Se echó su larga cabellera negra hacia atrás, extendió los brazos al cielo como si abriese un camino real y suspiró:

—Me aburro tanto, Jo, me aburro tanto…

—¿Por eso lo haces? —preguntó Jo tímidamente.

Iris abrió los ojos de par en par y pareció no comprender.

—Pues, sí. ¿Qué otra razón habría?

—Precisamente me gustaría saberlo. El otro día, en el tren, me dijiste que te sacaba de un apuro… Incluso empleaste la palabra «atolladero», así que me preguntaba…

—¡Ah! Te dije eso.

Hizo una mueca como si Joséphine acabase de traerle un mal recuerdo.

—Me dijiste eso exactamente, y creo que tengo derecho a saber.

—Pero, qué dices, Jo. ¡Derecho a saber!

—Pues, sí… Me embarco contigo en una galera y me parece justo tener las mismas cartas que tú en la mano.

Iris sopesó a su hermana pequeña con la mirada. Joséphine estaba cambiando. Más luchadora, más audaz. Comprendió que no podía callar, lanzó un largo suspiro y lo soltó, sin mirar a Jo:

—Es por culpa de Philippe. Tengo la impresión de que se aleja de mí, que ya no soy la última maravilla del mundo. Tengo miedo, que me abandone y pienso que, escribiendo este libro, le seduciría de nuevo.

—¿Porque lo amas? —preguntó Joséphine, con esperanza en su voz.

Iris le lanzó una mirada mezcla de piedad y exasperación.

—Podemos llamarlo así. No quiero que me deje. Tengo cuarenta y cuatro años, Jo, no encontraré otro como él. Mi piel se va a arrugar, mis senos van a caer, los dientes van a amarillear, el pelo se va a aclarar. Él me ofrece una vida de oro, quiero conservar mi casa, mi chalet en Megève, los viajes, el lujo, la tarjeta Oro, el estatus de señora Dupin. Ya ves, soy honesta contigo. No soportaría caer en una vida banal, sin dinero ni relaciones ni evasión… Y, además, quizás le ame después de todo.

Había apartado su plato y encendido un cigarrillo.

—¿Ahora fumas? —preguntó Joséphine.

—¡Es por mi personaje! Me estoy entrenando. Josiane, la secretaria de Chef…, tenía un paquete guardado, ha dejado de fumar, y me lo ha dado.

Joséphine recordó la escena que vio en el andén de la estación: Chef besando a su secretaria, instalándola en el tren como si llevara el santo sacramento. No había hablado de ello con nadie. Sintió un escalofrío y pensó en su madre: ¿qué pasaría con ella si Chef la abandonaba para rehacer su vida?

—¿Tienes miedo de que te deje? —preguntó suavemente a Iris.

—Nunca había pensado en ello… pero desde hace algún tiempo, sí, tengo miedo. Siento que está alejándose de mí, que ya no me mira con los mismos ojos. He tenido celos incluso de vuestra complicidad en Navidad. Te habla con más afecto y consideración que a mí…

—¡Qué tonterías dices!

—Pues, no. Soy extremadamente lúcida. Tengo muchos defectos, pero no estoy ciega. Siento cuándo intereso a los demás o no. Y no soporto provocar indiferencia.

Siguió las volutas de humo de su cigarrillo y pensó en su encuentro con Serrurier. En el pequeño despacho donde la había recibido. La boca desbordando alabanzas, los ojos brillantes de interés. Se sentía revivir. Él se mostraba a la vez impaciente y respetuoso. Fumaba su gran cigarro cuya áspera humareda invadía el despacho e imaginaba la trama del relato inventado por Joséphine. «Muy buena la idea de esa chica que quiere retirarse en un convento y a la que obligan a casarse. Muy buena la idea de que la chica anime a sus maridos, se encuentre cubierta de oro y de gloria y enviude cada vez. Muy buena la idea de la humildad que ella persigue con obstinación y que se le escapa, muy buena la de hacerla cambiar de entorno, enfrentarla a un caballero, a un trovador, a un predicador, a un príncipe de Francia…». Caminaba de un lado a otro del despacho dando vueltas. «Es moderno, deliciosamente anticuado, cómico, ingenuo, mezquino, ¡popular! Debería añadir un punto de misterio y sería perfecto. A la gente le vuelven locas las intrigas que mezclan la historia de Francia, religión, asesinatos, amor, Dios y el diablo… pero usted lo hará bien, ¡no quiero influirla! Lo que he leído me ha encantado. Para ser honesto, no pensaba que una cabeza tan bonita encerrara tanto saber y tanto talento… ¿Y dónde ha encontrado esa historia de los grados de humildad? ¡Es magnífico! ¡Magnífico! Transformar a una mujer que se martiriza para ser humilde en protagonista a su pesar. ¡Qué idea genial!». Entusiasmado, le había estrechado la mano de forma calurosa y vibrante. Después le había dado el cheque, añadiendo que estaba listo para darle el resto cuando quisiera. Iris había preferido ocultar ese detalle a Joséphine. Había salido del despacho de Serrurier con el corazón latiendo con fuerza y las piernas temblorosas.

—¿De dónde has sacado esa historia de los grados de humildad? —preguntó intentando ocultar su admiración.

—De la regla de san Benito… pensé que estaría bien para una chica que sueña consagrarse a Dios. Ella se dedica a no ser más que una pobre sirvienta al servicio de los hombres, franquea humildemente cada grado…

—¿Y en qué consiste exactamente esa regla? Tendrás que explicármelo.

—Según san Benito existen varios grados de abnegación para llegar a la perfección y a Dios. Es lo que él llama la escala de la humildad. La Biblia dice: «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado». En los primeros escalones, se te pide que vigiles tus deseos, tu egoísmo, y que obedezcas a Dios en todo. Luego aprendes a dar, a amar a quien te reprende o te calumnia, a ser paciente y bueno. El sexto escalón es estar contento con la condición más ordinaria y la más baja. En lo que se le ordena hacer, el monje piensa que es un mal obrero e incapaz. Repite en acto de contrición: «No soy nada de nada y no sé nada. Soy como un animal ante Ti, mi Señor. Sin embargo, siempre estoy a tu lado». El séptimo escalón no es sólo decir: soy el último y el más miserable, también debe creerse de corazón. Y así, seguidamente… hasta el decimosegundo escalón, hasta que no eres más que una miserable cucaracha al servicio de Dios y de los hombres y que sólo creces convirtiéndote en nada. Mi protagonista, al principio del libro, antes de que sus padres intervengan, sueña con poner en práctica la regla de san Benito…

—Pues bien, ¡él ha encontrado esa idea genial!

—Charles de Foucault, por ejemplo, se humilló toda su vida. Santa Teresa de Lisieux también…

—Dime, Jo, ¿no te estarás volviendo un poco mística tú también? Ten cuidado, ¡vas a terminar en un convento!

Joséphine decidió no responder.

—Dime… —retomó Iris al cabo de un largo instante de silencio—, si has decidido seguir los caminos de la santidad, ¿por qué no perdonas a nuestra madre?

—Porque sólo estoy en el primer escalón. No soy más que una humilde aprendiz. Y, además, te recuerdo que no soy yo, sino mi protagonista. ¡No te confundas!

Iris sacudió la cabeza riéndose.

—Tienes razón. Lo mezclo todo. En todo caso le ha gustado, es lo principal. El nombre de tu protagonista también: Florine. Es bonito Florine. ¿Bebemos una copita de champán a la salud de Florine?

—No, gracias. Debo mantener la cabeza fría para trabajar esta tarde. ¿Y cuándo quiere publicar mi libro?

—Nuestro libro, Joséphine, no lo olvides. Y cuando se ponga a la venta, será MI libro. No vayas a meter la pata.

Joséphine sintió un pinchazo en el corazón. Ya se había encariñado con su historia, con Florine, con sus padres, sus maridos. Se dormía por las noches eligiendo sus nombres, el color de su pelo, de sus ojos, definiendo su carácter, inventándoles una vida, un pasado, un presente, dibujando una granja, un castillo, un molino, una tienda, caracoleaba con los caballeros, aprendía a hacer el pan, comenzaba un enorme tapiz, vivía sus vidas y le costaba dormirse. Es mi historia, eso tenía ganas de decirle a su hermana.

—Estamos en febrero… Creo que lo sacará en octubre o noviembre próximo. En septiembre salen todas las novedades, demasiado lío. Tendrás que entregar el manuscrito en julio. Eso te deja seis, siete meses para escribirlo… es suficiente, ¿no?

—No lo sé —respondió Joséphine, molesta de que su hermana le hablase como a una secretaria.

—Te las vas a arreglar muy bien. Deja de preocuparte. Pero sobre todo, Jo, sobre todo, ¡ni una palabra a nadie! Si queremos que nuestro plan funcione, no hay que decírselo a nadie, absolutamente a nadie. Lo comprendes…

—Sí —suspiró Jo con una vocecita débil.

Hubiese querido responder a su hermana que no era un «plan», estás hablando de mi libro, mi libro… Dios, se dijo, soy demasiado sensible, me afecta todo, me siento herida por cualquier cosita.

Iris tendió su brazo hacia el camarero y pidió una copa de champán. «¿Una sola?», preguntó extrañado. «Sí, soy la única que va a celebrar algo». «A mí me gustaría celebrarlo con usted», declaró él, hinchando el torso. Iris posó sobre él sus grandes ojos azules llenos de confusión y el camarero se alejó canturreando una estrofa de Carmen: «El amor es hijo de la bohemia, no conoce ley alguna… Si tú no me quieres, yo te quiero, y si te quiero, ten cuidado».

* * *

—Y bien, ¿todavía nada?

—Nada de nada… ¡estoy desesperada!

—No te preocupes, es normal. Tomas la píldora desde hace años y esperas que, ¡chas!, con un chasquido de tus dedos se forme el embrión. Paciencia, paciencia. Ya llegará el niño divino, pero a su hora.

—Quizás soy demasiado vieja, Ginette… pronto treinta y nueve años. ¡Y Marcel volviéndose loco!

—Me hacéis gracia vosotros dos, parecéis una pareja de recién casados. ¡Ni siquiera hace tres meses que lo intentáis!

—Me ha obligado a hacerme análisis para verificar que todo funciona bien. ¡Y eso que a mí basta con mirarme para quedarme embarazada!

—¿Ya has estado embarazada?

Josiane asintió con aire contrito.

—¡Y he abortado tres veces! Así que…

—Entonces quizás tema que te hayas dañado.

—¡Estás loca! No le he dicho nada. ¡Chitón!

—¿Has abortado a un pequeño Grobz? —preguntó Ginette, estupefacta.

—¿Y tú qué te crees? ¿Que iba a jugar a la Virgen María? Yo no tengo un José. Y Marcel, que se caga delante de la Escoba, no inspiraba seguridad… Frente a ella no es un hombre, es un puñado de polvo. Incluso ahora tengo dudas. ¿Quién me dice a mí que va a reconocerlo, a mi pequeño, una vez me haya hecho el bombo?

—Te lo ha prometido.

—Sabes bien que las promesas sólo comprometen a los que las reciben.

—Oh, ahí te pasas, Josiane. ¡No esta vez! Está que no vive, no habla más que de eso, se ha puesto a régimen, va en bicicleta, come cosas bio, ha dejado de fumar, se toma la tensión mañana y noche, se sabe de memoria todos los catálogos para bebés, a punto está de ponerse a probar pijamitas.

Josiane la miró dubitativa.

—Bueno… En fin, eso se verá cuando haya plantado la semillita. Pero te prevengo, si se arrodilla otra vez delante de la Escoba, yo me desentiendo y lo mando todo a paseo, al padre y al hijo.

—¡Atención! Que viene.

Marcel subía por las escaleras, seguido por un hombre corpulento que resoplaba en cada escalón. Entraron en el despacho de Josiane. Marcel presentó al señor Bougalkhoviev, un hombre de negocios ucraniano, a Ginette y a Josiane. Las dos mujeres se inclinaron sonriendo. Marcel lanzó una mirada tierna a Josiane y le rozó la base del cráneo con un beso una vez que el ucraniano entró en su despacho.

—¿Qué tal, bomboncito?

Había posado la mano sobre su vientre y Josiane la retiró gruñendo.

—Deja de escudriñarme como a una gallina, voy a terminar poniendo un huevo.

—¿Todavía nada?

—¿Desde esta mañana? —respondió ella con una sonrisa irónica—. No nada de nada, nadie en el horizonte.

—No te burles, bomboncito.

—No me burlo, me canso, exactamente.

—¿Queda whisky en mi despacho?

—Sí, y hielo en el minibar. ¿Esperas emborrachar al ucraniano?

—Si quiero que firme mis condiciones, habrá que pasar por eso.

Se incorporó, entró en su despacho y, antes de cerrar la puerta, susurró a Josiane:

—¡Ah! Que nadie nos moleste hasta que no me lo haya camelado.

—De acuerdo… ¿ni siquiera teléfono?

—Salvo si es urgente. Te quiero, bomboncito. Soy el más feliz de los hombres.

Desapareció y Josiane lanzó una mirada de impotencia a Ginette. ¿Qué quieres que haga con un hombre así?, parecían decir sus ojos. Desde que Marcel le había propuesto tener un bebé, no le reconocía. En Navidad la había enviado a una estación de esquí. La llamaba todos los días para saber si respiraba correctamente, se inquietaba cuando tosía, la instaba a consultar a un médico inmediatamente, le ordenaba comer carne roja, tomar vitaminas, dormir diez horas diarias, beber zumo de naranja y de zanahoria. Leía y releía Espero un hijo, tomaba notas, las comentaba por teléfono, se informaba de las distintas formas de dar a luz, «y sentada, ¿te lo has pensado? Es como se daba a luz antes y para el bebé es menos fatigoso, baja suavemente, no necesita luchar para encontrar la salida, podríamos encontrar una matrona que estuviese de acuerdo, ¿no?». Ella caminaba durante horas sobre la nieve pensando en ese hijo. Se preguntaba si sería una buena madre. Con la madre que he tenido… ¿se nace madre o se hace una después? ¿Y por qué mi propia madre nunca fue maternal? ¿Y si, a mi pesar, repito su comportamiento? Sentía un escalofrío, se ajustaba el cuello de su abrigo y retomaba su camino. Volvía exhausta al hotel cuatro estrellas que le había reservado Marcel, pedía un potaje y un yogur en su habitación, encendía la televisión y se metía entre las sábanas suaves y cálidas de la inmensa cama. A veces pensaba en Chaval. En el cuerpo delgado y nervioso de Chaval, en sus manos sobre sus senos, en su boca que la mordisqueaba hasta que ella suplicaba que parase. Sacudía la cabeza para alejarlo de su mente.

—¡Me voy a volver loca! —suspiró Josiane en voz alta.

—Dime, ¿sueño o se ha puesto implantes Marcel?

—No sueñas. Y una vez a la semana, se hace una limpieza de cutis en un instituto de belleza. Quiere ser el papá más guapo del mundo.

—¡Qué bonito!

—No, Ginette. ¡Qué angustioso!

—Bueno, suelta el albarán de entrega que te he pedido. Tengo una mercancía que acaba de llegar y René me ha pedido que la compruebe…

Josiane buscó entre los papeles apilados en su bandeja, encontró el que le pedía Ginette y se lo tendió. Al salir del despacho de Josiane, Ginette se cruzó con Chaval.

—¿Está ella dentro?

—«Ella» tiene nombre, te recuerdo.

—Bueno, ya vale… No me voy a comer a tu amiguita.

—Ten cuidado Chaval, ¡ten cuidado!

Él la empujó con el hombro y entró en el despacho de Josiane.

—Y bien, guapita, ¿seguimos todavía con el Viejo?

—¿Y a ti qué te importa dónde pongo el culo?

—Calma, calma. ¿Está dentro? ¿Puedo verle?

—Ha pedido que no se le moleste bajo ningún concepto.

—¿Incluso si tengo algo importante que decirle?

—Exacto.

—¿Muy importante?

—Es un gran cliente. No das la talla, fideo.

—Eso es lo que tú te crees.

—¡Y con razón! Ya volverás cuando quiera recibirte.

—Entonces será demasiado tarde…

Hizo ademán de marcharse, esperando a que Josiane le llamara. Como no se movió, se volvió, molesto, y preguntó:

—¿No tienes ganas de saber de qué se trata?

—Ya no me interesas nada, Chaval. Levantar una ceja para mirarte me cuesta un esfuerzo sobrehumano. Hace dos minutos que estás aquí y ya tengo agujetas.

—¡Oh! ¡Cómo se pone el pichoncito! Desde que se ha vuelto a meter en la cama del gran jefe, arrulla de suficiencia, eyacula de pretensión.

—Y sobre todo, está en paz. Y eso, pequeño, vale por todas las canas al aire del mundo. Gorgojeo de placer.

—Es una de las alegrías de la vejez.

—¡Eh tú, Ben Hur, para el carro! No porque tengas tres años menos que yo vas a presumir de ser un jovencito. Los achaques te acechan a ti también.

Él sonrió con aire de suficiencia; el fino bigote dibujado con maquinilla de afeitar formó un sombrerito puntiagudo y dejó caer, despreocupado:

—Me es igual decírtelo a ti porque él te lo dice todo: ¡me largo de aquí! Me han propuesto la dirección de Ikea Francia y he dicho que sí…

—Y te han venido a buscar, a ti. ¿Tienen pensado hundir la empresa?

—Sí, tú ríete. Eras la primera en querer ponerme en la cima. No debo de ser tan malo. ¡Me han llamado ellos, viejita! No he tenido que levantar un dedo meñique, han venido a contratarme ellos. Doble salario, ventajas varias, me han cubierto de oro y he dicho que sí. Como soy un tío correcto, he venido a prevenir al Viejo. Pero se lo dirás tú cuando tengáis un momento de reposo sobre la almohada… Y hablaremos para arreglarlo todo. Cuanto antes mejor, no tengo ganas de enmohecer aquí. Ya me están creciendo hongos y eso me irrita… Voy a acribillaros a los dos, a quemarropa, cariño. ¡A quemarropa!

—Hay que ver el miedo que me das, Chaval, me pones la carne de gallina.

Y le miró de arriba abajo.

—Mira, ya que hablamos de carne… he conocido a la señorita Hortense esta mañana. Un buen lotecito esa chiquilla. Tiene un movimiento de caderas que derretiría a Juana de Arco…

—Tiene quince años.

—Ah, pues parece que tenga veinte bien llevados. Debe de hundirte la moral. Tú que estás cercana a la menopausia.

—Lárgate, Chaval, lárgate. Le daré el recado y él te llamará.

—Como usted desee, mi buena señora y… ¡ten cuidado con el Viagra!

Soltó una risa malvada y se fue.

Josiane se encogió de hombros y escribió una nota para Marcel: «Citar a Chaval. Ikea le ha hecho una propuesta. La ha aceptado…». Recordó que hace menos de un año ella rodaba entre los brazos de Chaval. Ese hombre tiene algo de malvado, de vicioso que atrae y vuelve loca. ¿Por qué la virtud no me hace el mismo efecto? Debo de estar viciada yo también…

El problema de la desubicación, pensó Marcel contemplando los ojos rasgados del ucraniano sentado frente a él, cubierto con un abrigo de pata de gallo, es que hay que deslocalizar todo el tiempo. Apenas se ha encontrado un país jugoso en el que la hora de trabajo es barata, las cargas sociales inexistentes y la mano de obra moldeable a merced entra en Europa o en otra maquinaria de esas y deja de ser rentable. Pasaba su tiempo cambiando sus fábricas de sitio, buscando intermediarios que le vendiesen locales y personal llave en mano, pagando sobornos a diestro y siniestro, aprendiendo los usos y costumbres locales, y apenas se había instalado había que mudarse. Siempre más al este. Hacía el camino inverso al sol. Tras Polonia y Hungría, le llegaba el turno a Ucrania y abrirse y ofrecerse. Sería mejor ir directamente a China. Pero China estaba lejos. Y era difícil. Ya había instalado allí varias fábricas. Le haría falta un brazo derecho. ¡Y Marcel Júnior se hacía de rogar! No aguantaría hasta su mayoría de edad…

Suspiró y volvió a la conversación del ucraniano. Le volvió a servir un vaso de whisky, añadió dos cubitos, se lo tendió con una gran sonrisa empujando el contrato hacia él. El hombre levantó una nalga para atrapar el vaso, sacó un bolígrafo, le quitó la capucha, ya está, se dijo Marcel, ¡ya está! Va a firmar. Pero el hombre dudó… sacó un grueso sobre del bolsillo de su chaqueta, se la tendió a Marcel diciendo: «Son mis gastos de este viaje, ¿podría ponerlos en su cuenta?». «No hay problema», afirmó Marcel que lo abrió, echó un vistazo al montón de papeles arrugados, tiques de restaurante, una factura exorbitante de hotel, facturas de grandes boutiques, una caja de champán, perfumes de Yves Saint Laurent, un anillo y un brazalete Mauboussin. Todas las facturas habían sido libradas a nombre de Marcel Grobz. ¡Listillo, el ucraniano! Sólo le quedaba pagar y abonar las locuras de ese cerdo grasiento. «No hay problema», aseguró haciendo un guiño al ucraniano que esperaba con el bolígrafo levantado, «no hay problema», repitió. «Lo paso a contabilidad y me encargo de todo», amplió su sonrisa para hacer comprender al hombre inmóvil que todo estaba arreglado, ¿a qué espera para firmar, qué quiere este todavía? El hombre esperaba y sus ojitos brillaban con rabiosa impaciencia, «sin problema, es usted mi amigo y… cada vez que venga a París, será usted mi invitado».

El hombre sonrió, se relajó, sus ojos se convirtieron en dos fisuras sin luz, dejó caer el bolígrafo sobre el contrato y firmó.

* * *

Philippe Dupin apoyó los pies sobre la mesa de su despacho y comenzó la lectura de un caso que le había dado Caroline Vibert. La nota decía: «Estamos en un callejón sin salida, no encontramos solución, hay que aconsejar al cliente que compre pero se resiste a invertir, sin embargo aparentemente sólo la fusión salvaría el negocio, ya no hay sitio para dos rivales de esa categoría en el mercado francés…». Suspiró y retomó el caso desde el principio. Era el final del negocio textil en Francia, eso seguro, pero un negocio como Labonal sobrevivía y obtenía beneficios porque se había especializado en el calcetín de gama alta. Las empresas francesas deberían especializarse en el lujo y la calidad, y dejar a los chinos la gama baja. Sería necesario que cada país europeo se especializara en lo que mejor sabía hacer para afrontar la globalización. Para eso hacía falta dinero: comprar maquinaria nueva, registrar patentes, invertir en investigación, en publicidad. ¿Cómo hacer que el cliente entienda eso? Contaban, pues, con él para encontrar los argumentos necesarios. Dejó caer sus zapatos, agitó los dedos de los pies en sus calcetines. Labonal, remarcó. Los ingleses lo han entendido desde hace mucho tiempo. Ya no tienen industria pesada, sólo servicios, y su país funciona como la seda. Suspiró. Quería a su viejo país, quería a Francia, pero asistía, impotente, al naufragio de sus más hermosas empresas por falta de movilidad, de imaginación, de audacia. Habría que cambiar las mentalidades, explicar, hacer pedagogía, pero ningún dirigente quería arriesgarse. El riesgo de ser impopular un cuarto de hora para salvar el futuro. Sonó el teléfono. La línea directa con su secretaria.

—Un tal míster Goodfellow quiere hablar con usted, ha dicho que es importante… Insiste.

Philippe se incorporó y frunció el ceño.

—Lo cogeré. Pásemelo.

Escuchó un clic y la voz de Johnny Goodfellow rápida, entrecortada, mitad en inglés, mitad en francés.

Hello, Johnny! How are you?

Fine, fine. Nos han descubierto, Philippe…

—¿Cómo? ¿Descubierto?

—Me siguen, estoy seguro… Han puesto un detective siguiendo mis pasos.

—¿Estás seguro?

—Lo he comprobado… El hombre es un detective privado. Lo he hecho seguir a mi vez. No es muy bueno. Un aficionado. Tengo su nombre, la dirección de su agencia, una agencia de París, sólo queda identificarlo… ¿qué hacemos?

Wait and see! —dijo Philippe—. Just give me his name and the number where I can reach him and I’ll take care of him[6]

—¿Seguimos o lo dejamos? —preguntó Johnny Goodfellow.

—Por supuesto que seguimos, Johnny.

Hubo un silencio al otro lado del teléfono y Philippe prosiguió:

—Seguimos, Johnny. ¿OK? Yo me encargo del resto. El lunes que viene, en Roissy, como habíamos previsto.

—OK…

Un nuevo clic y Philippe colgó. Así que le seguían. ¿Quién tenía interés en seguirle? Ni él ni Goodfellow hacían mal a nadie. Era un asunto privado. Privado al cien por cien. ¿Un cliente que buscaba inmiscuirse en su vida para chantajearle? Todo era posible. Algunos casos de la agencia eran muy importantes. A veces su arbitraje decidía la suerte de cientos de empleados. Miró el trozo de papel en el que había escrito el nombre del detective y el teléfono de su agencia y decidió llamar más tarde. No temía nada.

Retomó su caso pero le costó concentrarse. A menudo tenía la tentación de dejarlo todo. Con cuarenta y ocho años, ya no tenía nada que demostrar. Había ganado mucho dinero, se había asegurado el futuro, podría alimentar a varias generaciones de Dupin. Soñaba cada vez más con vender su negocio y conservar un estatus de consultor. Retirarse y dedicarse a lo que amaba. Quería estar en compañía de su hijo. Alexandre crecía, y su hijo se convertía en un extraño. «Hola, papá, ¿qué tal, papá?». Y desaparecía en su habitación, largo, delgado y desgarbado con unos cascos en las orejas. Si Philippe intentaba empezar una conversación, no la oía. ¿Cómo reprochárselo? Volvía a su casa la mayor parte de las veces con casos debajo del brazo. Se encerraba en su despacho tras una comida rápida y sólo salía cuando Alexandre estaba acostado. Sin contar con las noches en las que Iris y él salían. No quiero dejar pasar a mi hijo, articuló en voz alta mirándose la punta de sus calcetines Labonal de costura perfecta. Fue Iris la que me los compró. Los compraba por docenas: azules, grises, negros. Altos. Bien ajustados a la pantorrilla. No se ensanchan tras el lavado. El otro día había tenido una idea: iba a escribir una larga carta a su hijo. Todo lo que no podía decirle en voz alta, lo pondría por escrito. No está bien que ese chico no vea más que mujeres. Su madre, Carmen, Babette, sus primas Hortense y Zoé… ¡Está rodeado de mujeres! Va a cumplir once años, ya es hora de que lo saque de ese gineceo. Ir juntos a ver el fútbol, el rugby, al museo. ¡Nunca lo he llevado a ver el Louvre! Y no va a ser su madre la que piense en ello… Se había dicho voy a escribirle una larga carta en la que le diré que le quiero, que no se enfade conmigo por no tener tiempo para ocuparme de él, le contaré mi infancia, cómo era yo a su edad, las chicas y las canicas, todavía jugábamos a las canicas en mi época, ¿a qué juega él? Ni siquiera lo sé. Philippe había comprado un ordenador portátil para su uso personal. Quería aprender a escribir sin mirar las teclas. Había contratado una mecanógrafa para que le enseñase lo esencial del método y, después, se las arreglaría solo. Siempre quería hacerlo todo a la perfección. «Carta a mi hijo». Sería una hermosa carta. Metería en ella todo su amor. Se disculparía como ningún padre ha hecho nunca con su hijo. Le propondría volver a empezar de cero. Se despeinó, quitándose la raya demasiado recta. Sonrió pensando en Alexandre. Retomó su caso. Ante todo habría que encontrar el dinero. ¿Ofrecer la compra de la empresa a los empleados para implicarlos en su recuperación? ¿Cómo empezaría su carta? ¿Alex, Alexandre, hijo mío? Podría preguntárselo a Joséphine. Ella lo sabría. Cada vez se dirigía más a Joséphine. Le gustaba hablar con ella. Me gusta su sensibilidad. Siempre tiene buenas ideas. Es brillante y no lo sabe. ¡Y tan discreta! Siempre en el quicio de la puerta como si tuviera miedo de molestar. «Creo que voy a liquidar la empresa y retirarme —había soltado el otro día delante de ella—, me aburro, esta profesión es cada vez más dura, mis colaboradores me aburren». Ella había protestado: «¡Pero si sois los mejores de todo París!». «Sí, son buenos, pero se están resecando y, desde el punto de vista humano, ya no tienen demasiado interés, ¿sabes lo que me gustaría, Jo?». Ella había negado con la cabeza. «Me encantaría convertirme en consultor… Dar mi opinión de vez en cuando y tener tiempo para mí». «¿Y a qué te dedicarías entonces?». Él la había mirado y había contestado: «¡Buena pregunta! Tendría que empezar de cero, encontrar algo nuevo». Ella había sonreído y dicho: «Qué gracioso que digas siempre “de cero”, ¡tú, que ganas tantos ceros!».

Él le había hablado de Alexandre y ella había añadido: «Se siente inquieto, te necesita, necesita que pases tiempo con él. Estás ahí pero, al mismo tiempo, no estás… La gente se cree que lo importante es la calidad del tiempo que pasan con sus hijos, pero también es importante la cantidad, porque un niño no habla bajo pedido. A veces podemos pasar todo el día con él y es por la noche, en el coche, cuando vuelves a casa que, de golpe, se decide a revelar un secreto, una confidencia, una angustia. Piensas que has esperado todo este tiempo, todo este tiempo que creías perdido y que finalmente no lo era… —Se había sonrojado y había dicho—: No sé si me explico». Se había marchado, un poco encogida, llevándose tres nuevos contratos para traducir. Parecía cansada. Iba a subirle la tarifa de las traducciones.

La había vuelto a llamar y le había preguntado: «¿No necesitas nada, Jo? ¿Estás segura de que te las vas a arreglar?». Ella había respondido: «Sí, sí». Se lo había pensado un instante y había añadido:

—Sabes, Iris sabe que trabajo para ti…

—¿Cómo lo ha sabido?

—Por la abogada Vibert… Tomaron el té juntas. Está algo molesta porque no le hayas dicho nada, así que quizás deberías…

—Lo haré, prometido. No me gusta mezclar familia y trabajo… Tienes razón. Resulta idiota por mi parte. Sobre todo, porque no es un terrible secreto, ¿eh? ¡Los dos somos unos conspiradores de pena! No sabemos mentir bien…

Ella parecía terriblemente incómoda por ese último comentario.

—¡No te sonrojes así, Jo! Hablaré con ella, te lo prometo. ¡Debo hacerlo si quiero empezar de cero!

Y se había echado a reír. Ella, le había mirado, incómoda, y había salido de su despacho andando hacia atrás.

Qué mujer tan extraña, se había dicho. Tan diferente de su hermana. Es para pensar que fue cambiada en la maternidad y que los Plissonnier se fueron con el bebé equivocado. No me extrañaría enterarme un día. Qué cara pondría Henriette si descubriese eso. Se le caería su eterno sombrero.

Caroline Vibert abrió la puerta de su despacho.

—Y bien, ¿has encontrado alguna estrategia para el caso que te pasé?

—No, no hago más que soñar despierto. No tengo ganas de trabajar. Creo que voy a invitar a mi hijo a comer, ¡hoy es miércoles!

Caroline Vibert le miró, con la boca abierta, y vio cómo llamaba al móvil de Alexandre, que gritó de alegría ante la idea de ir con su padre a comer a su restaurante preferido. Philippe Dupin puso el altavoz del teléfono para que la alegría de su hijo resonara en el despacho.

—Y después, hijo, te llevaré al cine y tú elegirás la película.

—No —gritó Alexandre—, vamos al parque y practicamos tiros a puerta.

—¿Con este tiempo? ¡Nos vamos a llenar de barro!

—¡Sí, papá, sí! Tiramos penaltis y, si los paro, tú me dices bravo.

—De acuerdo, tú decides.

—Yes! Yes!

La señora Vibert se llevó un dedo a la sien y lo hizo girar, haciendo entender a Philippe que estaba completamente loco.

—Los calcetines franceses tendrán que esperar… Me largo, tengo cita con mi hijo.

* * *

Primero escuchó el ruido de sus pasos en el portal. Las paredes alicatadas de loza amarillo pálido, el friso azul, el gran espejo para mirarse de arriba abajo, el buzón, todavía con la tarjeta de visita con sus nombres, señor y señora Cortès, Joséphine no la había cambiado. Después el olor en el ascensor. Un olor a cigarrillo, a vieja moqueta y a amoniaco. Finalmente escuchó el ruido de sus pasos en el pasillo de su planta. No tenía sus llaves. Levantó el índice para llamar. Creía recordar que el timbre no funcionaba cuando se fue. Quizás ella lo había arreglado. Sintió ganas de llamar para comprobarlo, pero Joséphine había abierto ya la puerta.

Allí estaban, frente a frente. Casi un año, parecían decir sus miradas que contemplaban el rostro de uno y otro. Hace apenas un año éramos la pareja perfecta. Casados, dos niñas. ¿Qué sucedió para que todo saltara en pedazos? Una y otra parte se hacían la misma pregunta discreta y extrañada. Y, sin embargo, cómo ha cambiado todo en un año, se decía Joséphine escrutando la piel reseca y arrugada bajo los ojos de Antoine, las venillas azuladas en el rostro, las arrugas que se marcaban en su frente. Ha empezado a beber, es eso, la piel hinchada, escarlata en algunas zonas… Y, sin embargo, nada ha cambiado, pensaba Antoine queriendo acariciar las mechas rubias que enmarcaban el rostro más firme, más delgado de Joséphine. Estás muy guapa, querida, le hubiese gustado murmurar. Tienes aspecto cansado, amigo mío, se contuvo ella.

De la cocina provenía un olor tenaz a cebolla frita.

—Estoy preparando un pollo encebollado para las niñas esta noche, les encanta.

—Precisamente, esta noche, me preguntaba si no podría llevarlas al restaurante, hace tanto tiempo que…

—Se pondrán muy contentas. No les he dicho nada, no sabía si…

Si estabas solo, si estabas libre para cenar, si la otra no venía contigo… Se calló.

—¡Tienen que estar muy cambiadas! ¿Se encuentran bien?

—Al principio fue un poco duro…

—¿Y en el colegio?

—¿No has recibido sus notas? Te las envié…

—No. Debieron de perderse…

Sintió ganas de sentarse y callar. Mirarla cómo preparaba el pollo con cebolla. Joséphine producía siempre ese efecto sobre él, le calmaba. Tenía ese don, como algunos tienen el don de curar imponiendo las manos. Le hubiera gustado desconectar del giro amenazador que tomaba su vida. Tenía la impresión de que estaba deshaciéndose. Sentía cómo su ser flotaba y se repartía en mil identidades que no controlaba. En mil responsabilidades demasiado pesadas para él. Acababa de ver a Faugeron. Le había recibido durante apenas diez minutos y había respondido a tres llamadas telefónicas. «Debe excusarme, señor Cortès, pero es muy importante…». Porque yo, ¡yo no soy importante!, había estado a punto de gritar en un último intento de rebelarse. Se había aguantado. Había esperado a que Faugeron colgase para retomar el hilo de su discusión. «¡Pero si su mujer se las arregla muy bien! No tengo ningún problema con sus cuentas; lo mejor sería que hablase usted de esto con ella… Porque, al fin y al cabo, es una cosa de familia y parecen ustedes una familia muy unida». Después había sido interrumpido por otra llamada telefónica, ¿me permite? A la segunda, no se excusó. A la tercera, había descolgado sin decir nada. Al final, se había levantado y estrechado la mano repitiendo: «No hay problema señor Cortès, mientras su mujer esté ahí…», Antoine se había marchado sin poder exponerle su problema con el señor Wei.

—¿Todavía es invierno en París?

—Sí —dijo Joséphine—. Estamos en marzo, es normal.

Era la hora en la que caía la noche, las luces de la avenida se alumbraban, una luminosidad blanca e impalpable subía hacia el cielo negro. En frente, por la ventana de la cocina, se percibían las luces de París. Cuando se habían instalado allí, miraban hacia la gran ciudad y hacían proyectos. Cuando vivamos en París, iremos al cine, al restaurante… Cuando vivamos en París, tomaremos el metro o el autobús, dejaremos el coche en el garaje… Cuando vivamos en París, iremos a tomar café a los bares llenos de humo… París se había convertido en una tarjeta postal, en el receptáculo de todos sus sueños.

—Al final nunca nos fuimos a vivir a París —murmuró Antoine con una voz tan triste que Joséphine se apiadó de él.

—Estoy bien aquí. Siempre he estado bien aquí…

—¿Has cambiado algo en la cocina?

—No.

—No sé… La encuentro distinta.

—Hay aún más libros, eso es todo… ¡Y el ordenador! Me he montado un lugar de trabajo, he cambiado la tostadora, el hervidor y la cafetera de sitio.

—Debe de ser eso…

Permaneció todavía un momento en silencio, ligeramente encorvado. Tocó el mantel de hule con los dedos, apartó algunas migas de pan. Ella percibió canas en su nuca y pensó que, normalmente, eran las sienes las que se volvían grises en primer lugar.

—Antoine… ¿por qué pediste ese préstamo sin avisarme? No está bien.

—Lo sé. Todo lo que hago desde hace algún tiempo no está bien… No tengo nada que decir en mi defensa. Pero ya ves, cuando me fui, pensaba…

Tragó como si fuese a decir algo demasiado duro para él. Continuó.

—Pensaba que iba a tener éxito, ganar mucho dinero, devolvértelo con creces, incluso indemnizarte. Tenía grandes proyectos, me imaginaba que todo iba a ir sobre ruedas y luego…

—No está acabado, todo puede arreglarse.

—¡África, Jo! ¡África! Se come un hombre blanco en menos de dos minutos, te pudre lenta pero inexorablemente… Sólo las grandes fieras resisten en África. Las grandes fieras y los cocodrilos…

—No digas eso.

—Me sienta bien contártelo, Jo. Nunca debí abandonarte, no lo deseaba de verdad. De hecho, nunca quise que me pasara todo esto… Esa es mi mayor debilidad.

Joséphine comprendió que le invadía la melancolía. Las niñas no debían verle en ese estado. Entonces le asaltó una terrible sospecha.

—Has bebido… ¿Has bebido antes de venir?

Él negó con la cabeza, pero ella se acercó, olió su aliento y suspiró.

—¡Has bebido! Te vas a dar una ducha y cambiarte, todavía tengo camisas tuyas y una chaqueta. Me vas a hacer el favor de mantenerte erguido y de estar algo más alegre si quieres llevarlas al restaurante.

—¿Has guardado mis camisas?

—Tus camisas son muy bonitas. ¡Cómo iba a tirarlas! Venga, levántate y ve a darte una ducha. Estarán aquí en una hora, tienes tiempo…

Ahora la cosa iría mejor. Volvía el equilibrio familiar. Él se iba a duchar, a cambiarse, las niñas volverían del estudio y él podría hacer como si nunca se hubiese ido. Podrían ir a cenar los cuatro, como antes. Se colocó bajo el chorro de la ducha y dejó correr el agua sobre su nuca.

Joséphine miró la ropa que Antoine había dejado sobre una silla de su habitación antes de entrar en el cuarto de baño. Se sentía extrañada de la facilidad de su encuentro. Desde que abrió la puerta, lo entendió: él no era un extraño, nunca sería un extraño, sería siempre el padre de sus hijas, pero peor, se habían separado. La separación había tenido lugar sin lloros ni gritos. Suavemente. Mientras ella luchaba, sola, él había salido de su corazón. Lentamente.

—Siempre he estado convencido de que había gente perfectamente feliz y siempre he querido formar parte de ellos —le confesó él, una vez lavado, afeitado y vestido.

Ella le había hecho un café y le escuchaba con la cabeza apoyada en la mano, en un movimiento de abandono atento y amistoso.

—Tú pareces formar parte ahora de esa gente feliz. Y no sé cómo lo has conseguido. No temes a nada… Faugeron me ha dicho que pagabas el préstamo sola.

—He conseguido más trabajo. Hago traducciones para el despacho de Philippe y me paga muy bien, incluso demasiado…

—¿Philippe, el marido de Iris?

Había incredulidad en la voz de Antoine.

—Sí. Se ha hecho más humano. Ha debido de pasar algo en su vida, ahora se preocupa de la gente…

Tengo que retener este instante. Tiene que durar un poco más para que se imprima en mi memoria. El momento en el que él ha dejado de ser el hombre que amo y me tortura para convertirse simplemente en un hombre, un compañero, no un amigo todavía. Medir el tiempo que he tardado en llegar a este resultado. Saborear este momento en el que me desligo de él. Hacer de ello una etapa. Pensar en este momento preciso me dará fuerzas más tarde, cuando flaquee, dude, pierda valor. Deberían hablar todavía un poco más para que ese instante se llene, se convierta en algo real y marque un giro en su vida. Una señal en su camino. Gracias a este momento, seré más fuerte y podré continuar avanzando sabiendo que hay un sentido, que todo el dolor que he acumulado desde que se fue se ha transformado en un paso adelante, en una progresión invisible. Ya no soy la misma, he cambiado, he sufrido pero no ha sido en vano.

—Joséphine, ¿cómo hace la gente para tener éxito? ¿De verdad sólo tienen suerte o existe una receta?

—No creo que exista una receta. Lo importante al principio es elegir un traje que te vaya, en el que te sientas bien y, poco a poco, lo agrandas, lo haces a tu medida. Poco a poco, Antoine. Tú vas demasiado rápido. Tú ves lo grande enseguida y te saltas los pequeños detalles que son importantes. No se tiene éxito a la primera, se va colocando una piedra y después, la otra. Cuando vuelvas con tus cocodrilos, aprende a hacer las cosas una a una como se presenten y después, sólo después, podrás ver más grande y un poco más grande y un poco más grande… Si vas despacio, construyes, si vas demasiado deprisa, todo se hunde rápidamente…

Él seguía sus palabras, una por una, como se siguen los gestos de un socorrista que te salva la vida.

—Es como con el alcohol… Cada mañana, cuando despiertes, dite a ti mismo no beberé hasta esta noche. No te digas ya no beberé el resto de mi vida. Esa promesa es demasiado grande para ti. Un poco cada día, y lo conseguirás.

—Mi patrono chino… no me paga.

—Pero ¿cómo vives?

—Del dinero de Mylène. Por eso no he podido devolver el préstamo.

—¡Oh!, Antoine…

—Pensaba comentárselo a Faugeron para que me ayudase a encontrar una solución, y apenas me ha escuchado…

—Pero a los chinos ¿les pagan?

—Sí, una miseria, pero les pagan. De un presupuesto aparte. No voy a robarles su dinero.

Joséphine reflexionó, haciendo tintinear su cucharita contra la taza de café.

—¡Tienes que marcharte! Tienes que amenazarles con dejarlo…

Antoine la miró de arriba abajo, aturdido.

—¿Y qué haré si lo dejo?

—Vuelves a empezar aquí o en otro lado. Pequeño, poco a poco.

—¡No puedo! He invertido mucho allí. Y soy demasiado viejo.

—Escúchame bien, Antoine: esa gente sólo comprende las relaciones de fuerza. Si te quedas, si trabajas sin que te paguen, ¿cómo quieres que te respete? En cambio, si le dejas con los cocodrilos a su merced, ¡te enviará un cheque en el acto! Piénsalo… Es evidente. No va a correr el riesgo de dejar morir a miles de cocodrilos… Sería él el que estaría en un buen lío.

—Quizás tengas razón…

Suspiró como si el pulso que debía enfrentarle al señor Wei le agotara ya. Se repuso y repitió «tienes razón, lo haré». Joséphine se levantó para bajar el fuego de las cebollas, sacó los trozos de pollo y los puso a dorar en la cacerola. El olor del pollo sacó a Antoine de su ensoñación.

—Todo es tan sencillo cuando hablo contigo. Tan sencillo… Has cambiado.

Tendió el brazo y atrapó la mano de Joséphine. La estrechó y murmuró «gracias» varias veces. Sonó el timbre. Eran las niñas.

—¡Ahora recóbrate! Sonríe, sé alegre… No deben enterarse. No es problema suyo. ¿De acuerdo?

Él asintió en silencio.

—¿Podré llamarte si algo no va bien?

Ella dudó un momento pero, ante su aspecto suplicante, aceptó.

—Y no dejes que Hortense acapare la conversación esta noche. Haz hablar a Zoé. Siempre se eclipsa delante de su hermana.

Él sonrió débilmente y asintió.

Cuando iban a salir, Antoine preguntó «¿quieres cenar con nosotros?». Joséphine sacudió la cabeza y respondió «no, tengo trabajo, divertíos y no volváis muy tarde, mañana hay colegio».

Cerró la puerta de entrada y su primera reacción fue sonreír. Tengo que escribir, se dijo, tengo que escribir esta escena y meterla en mi libro. No sé dónde exactamente, pero sé que acabo de vivir un hermoso momento, un momento en el que la emoción de un personaje hace progresar la acción. Es magnífico cuando la acción viene del interior, cuando no está añadida desde el exterior…

Fue a sentarse frente a su ordenador y se puso a escribir.

En ese instante, Mylène Corbier volvía a la habitación del hotel Ibis en Courbevoie. Antoine la había reservado a nombre de señor y señora Cortès. Lo que hubiera emocionado a Mylène un año atrás ahora la dejaba fría. Le costó introducir la llave en la puerta de la habitación por lo cargada que estaba. Había recorrido todas las tiendas: Monoprix, Sephora, Marionnaud, Carrefour, Leclerc… en busca de productos de maquillaje baratos. Una idea germinaba en su cabeza desde hacía algunas semanas: enseñar a las chinas del Croco Park a maquillarse y montar con ello un negocio. Comprar en Francia base de maquillaje, rímel, laca para uñas, sombra de ojos, colorete y lápices de labios y revenderlos allí reservándose un margen de beneficio. Se había dado cuenta de que, cada vez que se maquillaba, las chinas la seguían cuchicheando a su espalda y, después, la abordaban y preguntaban en mal inglés cómo conseguir rojo, verde, azul, rosa, ocre crema, beige rosado, «cacao para las pestañas». Señalaban con el dedo los ojos, los labios y la piel de Mylène, la cogían del brazo para respirar el olor de su crema corporal, le tocaban el pelo, lo peinaban, soltaban grititos de excitación. Mylène las observaba, delgadas y lamentables en sus pantalones cortos demasiado grandes, la piel mal cuidada, la tez apagada, turbia. También se había dado cuenta de que los productos donde estaba escrito en la caja París o Made in France las volvían locas. Estaban dispuestas a comprarlos y pagarlos bien. Eso le había dado una idea: abrir un gabinete de estética en el interior del Croco Park. Se dedicaría a hacer limpiezas de cutis y cuidados de belleza. Vendería productos traídos de París. Debería calcular cuidadosamente los precios para amortizar los gastos del viaje y obtener beneficios.

Ya no podía contar con Antoine. Cada día estaba más deshecho. Había empezado a beber. Era un alcohólico dulce y resignado. Pronto, si ella no lo evitaba, no les quedaría ni un céntimo. Esa noche iba a visitar a su mujer y a sus hijas. Podría ser un incentivo para él. Su mujer parecía simpática. Era una buena mujer. Trabajadora. No se quejaba nunca.

Mylène tiró los paquetes sobre la gran cama de la habitación, abrió un bolso de viaje vacío y comenzó a llenarlo. De hecho, prosiguió mientras atiborraba el bolso de productos, no sirve de nada lloriquear, eso no hace prosperar el chiringuito, sólo se lloriquea por uno mismo, por el tiempo pasado, y el tiempo pasado no se puede arreglar, entonces ¿de qué sirve? Contó una última vez los paquetes, anotó en una hoja la cantidad comprada de cada artículo y el precio que había pagado. ¡No he pensado en los perfumes! ¡Ni en el champú! ¡Ni en la laca! ¡Maldita sea!, se dijo. No importa, ya veré eso mañana o en un próximo viaje. Es mejor empezar poco a poco.

Se desnudó, sacó su camisón de la maleta, deshizo el paquete del jabón del baño y se duchó. Estaba deseando volver a Kenia para abrir su salón de belleza.

Se durmió pensando en el nombre del salón: Belleza de París, París Chic, Viva París, Paris Beauty sintió un leve ataque de angustia, Dios mío, ojalá que todo esto no se vaya al garete. He gastado todo lo que me quedaba en la cuenta, ¡no tengo nada! Palpó a ciegas en la oscuridad en busca de un trozo de madera que tocar y se durmió.

* * *

Joséphine cogió el calendario de la cocina y subrayó con un trazo de rotulador negro las dos semanas siguientes. Estábamos a 15 de abril, las niñas volvían el 30, tenía dos semanas para dedicarse a su libro. Dos semanas, es decir, catorce días, es decir, un mínimo de diez horas de trabajo diarias. Quizás doce si bebo mucho café. Volvía del Carrefour, donde había realizado un gran avituallamiento. Sólo había comprado comida enlatada, en bolsas o para untar. Pan de molde, botellas de agua, café soluble, barras de cereales, yogures, chocolate. Había que escribir páginas y páginas si quería terminar para julio.

Cuando Antoine le propuso encargarse de las niñas durante las vacaciones de Semana Santa, ella había dudado. Dejarlas marcharse con él a Kenia sin otra protección que Mylène no la dejaba tranquila. ¿Y si las niñas se acercan demasiado a los cocodrilos? Se lo había contado a Shirley, que había soltado: «Podría ir con ellas, me llevaría a Gary… Puedo ausentarme dos semanas, no hay clase en el conservatorio y no tengo grandes pedidos que entregar, además, ¡me encantan los viajes y la aventura! Pregunta a Antoine si le parece bien». Antoine había dicho que sí. El día anterior había llevado a las niñas, a Shirley y a Gary al aeropuerto de Roissy.

Imponerse horarios. No dejar pasar las horas. Comer entre dos capítulos. Beber mucho café. Extender sus libros y sus notas sobre la mesa de la cocina sin miedo a molestar. Y escribir, escribir…

Primero plantar el decorado.

¿Dónde sitúo mi historia? ¿Entre las brumas del norte o al sol?

¡Al sol!

Un pueblo en el sur de Francia, cerca de Montpellier. En el siglo XII. Francia cuenta con doce millones de habitantes e Inglaterra sólo con un millón ochocientos mil. Francia está dividida en dos: el reino de los Plantagenet, con Enrique II y Leonor de Aquitania a la cabeza, y el de Luis VII, el rey de Francia, padre del futuro Felipe Augusto. El arado de reja y vertedera ha reemplazado al arado de reja romano y las cosechas son más abundantes. Los molinos sustituyen a la molienda manual. Los hombres están mejor nutridos, la alimentación se diversifica y la mortalidad infantil desciende. El comercio se desarrolla en los mercados y en las ferias. El dinero circula y se convierte en algo codiciado. Los judíos, en los burgos, son tolerados pero despreciados. Como los cristianos no pueden prestar dinero con interés, hacen oficio de banqueros. En su mayor parte, usureros. Tiene interés en la miseria del pueblo y no se le quiere. Debe llevar la estrella amarilla.

En la alta sociedad, el único valor de la mujer es su virginidad, que lleva hasta el día de su boda. El futuro marido la considera como un vientre a fecundar. Varones. El no debe demostrar su amor. Como enseña la ley de la Iglesia: aquel que ama a su mujer con demasiado ardor será considerado culpable de adulterio. Por esa razón muchas mujeres sueñan con retirarse a un convento. Los conventos se multiplican en los siglos XI y XII.

«El acto de la procreación está permitido en el matrimonio, pero las voluptuosidades a la manera de las rameras están condenadas», decía el clérigo en sus sermones. ¡Qué importante el cura! El hace la ley. Incluso el rey le obedece. Una chica que, saliendo de su casa sin escolta, es violada, se convierte en una «ganga». Se la señala con el dedo y ya no puede casarse. Bandas de hombres, de soldados sin jefe, de caballeros sin castillo, sin amo, sin ejército, recorren las campiñas en busca de una jovencita a la que taladrar o de algún viejo al que desvalijar. Es un periodo de gran violencia social.

Florine ha comprendido todo eso. No quiere formar parte de esas mujeres a las que se conduce al matrimonio como al matadero. A pesar de que el amor cortés empieza a extenderse en las baladas de los trovadores, no oye hablar de eso en su pueblo. Cuando se habla de matrimonio, se dice que el joven caballero quiere «gozar y establecerse, una mujer y una tierra». Ella rechaza ser un objeto, prefiere ofrecerse a Dios.

Florine empezaba a existir. Joséphine la veía físicamente. Alta, rubia, bien formada, blanca como la nieve, el cuello largo y delgado, los ojos verdes almendrados, rodeados de pestañas negras, una frente alta y abombada, un tinte admirable, la boca dibujada y rosada, las mejillas sonrosadas, los mechones rubios levantados por una diadema bordada, cayendo en cascada sobre su rostro. Entre otras perfecciones, tiene manos de marfil, manos largas, suaves, de dedos finos como cirios y ornados por brillantes uñas. Manos de aristócrata.

No como las mías, pensó Joséphine echando afligida un vistazo a sus uñas llenas de pielecillas.

Sus padres son nobles arruinados que viven en una casa burguesa que deja pasar el agua y el viento. Sueñan con recuperar su esplendor pasado casando a su única hija. Pertenecen al mundo de la campiña y del burgo. Viven del escaso beneficio de sus tierras. Sólo poseen un caballo, una carreta, un buey, cabras y ovejas. Pero las armas de su escudo, reproducidas sobre un gran tapiz, ornan el muro de la sala común donde se reúnen durante las veladas.

Esta historia empieza durante una velada…

Una velada, en un pequeño burgo de Aquitania, en el siglo XII.

Tendré que inventarme un nombre para el burgo. Por la noche se reúne la gente de la misma familia o los vecinos. Una noche pues, mientras los abuelos, los hijos, los nietos, los primos y primas están reunidos, se da la noticia de que el conde de Castelnau ha vuelto de una cruzada. Guillermo Larga Espada es un noble valiente, rico y hermoso.

Aquí pondré la descripción de Guillermo…

Su cabellera dorada brilla al sol y sus soldados le localizan durante las batallas por su coleta desplegada como un estandarte. El rey se ha fijado en él y le ha otorgado tierras que Guillermo ha añadido a su condado. Posee un hermoso castillo, que su madre, viuda, guarda durante su ausencia, y tierras extensas y fértiles. Quiere casarse y todos hacen conjeturas sobre la identidad de la futura condesa. Es esa noche en la que Florine desea anunciar a sus padres que ha elegido seguir la regla de san Benito y entrar en un convento.

Empiezo, pues, por la velada. Florine busca la ocasión para hablar con su madre. No, con su padre… Es el padre el que importa.

Les vemos pelar guisantes, limpiar verdura, zurcir ropa, lavar, reparar, cada uno se ocupa de las tareas de la casa mientras conversan. Se habla de lo cotidiano, los últimos escándalos del burgo (los hombres acusados de bigamia, una granjera que ha hecho desaparecer a su último retoño, el cura que revolotea entre las niñas…), hay mofa, suspiros, se habla de ovejas, de trigo, del buey que tiene fiebre, de la lana que hay que cardar, de la viña y de las semillas que hay que comprar; después la conversación se centra en temas recurrentes: las obras que terminar, los hijos que hay que casar, los numerosos impuestos, los nacimientos que se suceden demasiado rápido, esos niños que «no hacen más que comer»…

Pongo entonces el acento en la madre de Florine. Una mujer ávida, de corazón seco, interesada, y el padre más bien justo y bondadoso pero dominado por su mujer.

Florine intenta atraer la atención de su padre y meterse en la conversación. En vano. Los niños no tienen derecho a hablar si no se les anima a ello. Florine debe hacer una reverencia cuando se dirige a sus padres. Entonces calla y busca el momento en el que pueda hablar. Una vieja tía masculla y afirma que no hay que hablar de cosas fútiles, sino de hechos magníficos. Florine levanta los ojos hacia ella con la esperanza de que empiece a hablar de Dios y de que pueda entonces expresarse. ¡Pero, no! Nadie escucha a la anciana tía y Florine permanece en silencio. Por fin, el señor del lugar, aquel que todo el mundo está obligado a respetar, se dirige a su hija y le pide que le traiga su pipa.

¡Como yo cuando era pequeña! Era yo la que tendía la pipa a mi padre. Mamá le tenía prohibido fumar dentro de casa. Él iba a fumar al balcón y yo le seguía. Él me mostraba las estrellas y me enseñaba sus nombres…

El padre de Florine fuma en casa; es Florine la que le llena la cazoleta. Ella aprovecha para anunciarle sus intenciones. Su madre los oye y se escandaliza. Ni hablar de eso: ¡se casará con el conde de Castelnau!

Florine se resiste. Asegura que su prometido es Dios. Su padre le ordena ir a su habitación, encerrarse en ella y meditar el primer mandamiento de Dios: honrarás a tu padre y a tu madre.

Florine se retira a su habitación.

Ahí describo la habitación: sus cofres, sus telas tintadas, sus iconos, sus bancos y asientos, su cama. Los cofres y los baúles están provistos de múltiples cerrojos. Tener las llaves de los cofres es señal de importancia doméstica. En su habitación, cuando todo el mundo se ha marchado, Florine escucha a sus padres en la habitación de al lado. A veces su madre se queja: «No tengo nada que ponerme, no me cuidas… Fulana va mejor vestida que yo, mengana más adornada, todo el mundo me encuentra ridícula…». Ella se queja continuamente y su marido permanece en silencio. Esa noche hablan de ella, de su papel de hija. Una hija de buena familia hace el pan, las camas, lava, cocina, se ocupa de todos los trabajos de telar y aguja, borda cojines. Todo es dirigido por los padres: ella debe obedecerlos en todo.

«Se casará con Guillermo Larga Espada» —asegura la madre—, esa es mi última palabra.

Su padre se calla.

Al día siguiente, Florine entra en la cocina y su niñera se desmaya. Su madre acude y se desmaya a su vez. Florine se ha afeitado la cabeza y repite obstinada: «No me casaré con Guillermo Larga Espada, quiero entrar en el convento».

Su madre se recupera y la encierra en su habitación.

Indignación general: llueven los reproches y las quejas. Se la priva de llaves, de libertad, se la trata como a una sirvienta en la cocina. Florine es muy hermosa. Florine es perfecta. Ningún chisme corre con su nombre, el cura responde de ello. Se confiesa tres veces por semana. Será una esposa ideal. Todo hace pensar a los padres en una buena boda.

Está encerrada en su casa. Vigilada por su madre, su padre y la servidumbre. Un trabajo doméstico solitario y silencioso acabará con todos los sueños ridículos que pueda nutrir esa descerebrada. Se la mantiene alejada de las ventanas. Se vigilan mucho las ventanas, pues son peligrosas para la virtud de las hijas. Abiertas a la calle, cubiertas por contraventanas, autorizan los peores libertinajes. Se espía, se mira, se conversa de un ventanal a otro.

La reputación de Florine ha llegado a los oídos de Guillermo Larga Espada. Pide conocerla. La madre la cubre con un velo bordado y miles de colgantes para esconder su cráneo afeitado.

La entrevista tiene lugar. Guillermo Larga Espada queda fascinado por la belleza silenciosa de Florine y por sus largas manos de marfil. La solicita en matrimonio. Florine debe ceder. Decide que ese será su primer grado de humildad.

La boda. Guillermo desea una gran boda. Hace levantar un inmenso estrado cubierto de tablas, donde más de quinientas personas festejan durante ocho días. El estrado está decorado de tapices, de valiosos muebles, de armaduras, de telas venidas de Oriente. En las pilas arden los perfumes. Para proteger a los comensales, se ha tendido un inmenso velo de paño azul claro, bordado y adornado de guirnaldas vegetales mezcladas con rosas. Una credencia de plata cincelada preside el estrado. El suelo está cubierto de hojas. Cincuenta cocineros y pinches se afanan en las cocinas. Los platos se suceden unos a otros. La novia lleva un tocado de plumas de pavo real cuyo precio es lo que gana un buen obrero en cinco o seis años de trabajo. Durante toda la jornada de la boda ella mantiene los ojos bajos. Ha obedecido. Ha prometido ante Dios ser una buena esposa. Mantendrá su promesa.

Y ahí, piensa Joséphine, escribo sobre los primeros días de mujer casada de Florine. Su noche de bodas. ¡El terror de la noche de bodas! Esas niñas, apenas mujeres, que se entregaban a un bárbaro venido de la guerra y que no sabían nada del placer femenino. Tiembla, desnuda, bajo su camisa. Puede que Guillermo sea dulce… ¡Ya veré el grado de simpatía que me inspira! Durante su matrimonio con Florine, Guillermo Larga Espada prospera y se vuelve muy rico. ¿Cómo? Me lo tengo que pensar…

El segundo marido, ella le…

En ese momento, llaman a la puerta. Joséphine, al principio, no quiso abrir. ¿Quién venía a molestarla a su casa? Se desplazó de puntillas hasta la mirilla de la puerta. ¡Iris!

—Ábreme, Jo, ábreme. Soy yo, Iris.

Joséphine abrió a su pesar. Iris se echó a reír.

—Pero ¿cómo estás vestida? ¡Pareces una pordiosera!

—Bueno… Estoy trabajando…

—He venido para hacerte una pequeña visita y para ver hasta dónde habías llegado con mi libro y cómo está nuestra protagonista.

—Se ha afeitado la cabeza —murmuró Joséphine, que habría afeitado con gusto la de su hermana.

—¡Quiero leerlo! ¡Quiero leerlo!

—Escúchame Iris, no sé si… Estoy en pleno trabajo.

—No me quedaré, te lo prometo. Sólo estoy de paso.

Entraron en la cocina e Iris se inclinó sobre el ordenador. Empezó a leer. Sonó su móvil y respondió. «No, no, no me molestas, estoy en casa de mi hermana. ¡Sí! ¡En Courbevoie! ¡Imagínate! Llevo una brújula. ¡Y mi pasaporte! ¡Ja, ja, ja! ¡No! ¿De verdad? Cuéntame… ¡Eso ha dicho! ¿Y ella qué dice?».

Joséphine sintió cómo le hervía la sangre. No sólo me interrumpe sino, además, se detiene en plena lectura para cotillear por teléfono. Arrancó el ordenador de las manos de su hermana asesinándola con la mirada.

—Ay, ay. Voy a tener que dejarte, Joséphine me está acribillando con los ojos. Te volveré a llamar.

Iris cerró ruidosamente su móvil.

—¿Estás enfadada?

—Sí. Estoy enfadada. Primero, te plantas aquí sin avisar, me interrumpes en pleno trabajo, y después, ¡interrumpes la lectura de lo que he escrito para hablar con una cretina y burlarte de mí! Si no te interesa lo que hago, no vengas a molestarme ¿de acuerdo?

La cólera de Florine hervía en ella.

—Quería ayudarte y darte mi opinión.

—No necesito tu opinión, Iris. Déjame escribir en paz y cuando yo lo decida, lo leerás.

—De acuerdo, de acuerdo. ¡Cálmate! ¿Pero te importa que lea al menos un poco?

—Con la condición de que no respondas más al teléfono.

Iris asintió y Joséphine le devolvió el ordenador. Iris leyó en silencio. Sonó su teléfono. No respondió. Cuando levantó la cabeza, miró fijamente a su hermana y dijo «está bien. Está muy bien».

Joséphine sintió que recuperaba la calma.

Hasta que Iris sonrió y dijo:

—Es una idea muy buena esa de que se afeita la cabeza… ¡Buen truco!

Joséphine no respondió. Sólo deseaba una cosa; retomar la escritura de su novela.

—¿Ahora quieres que me vaya?

—¿No te enfadarás?

—No… Al contrario, me alegra mucho que te lo tomes tan en serio.

Cogió su bolso, su móvil, besó a su hermana y se marchó, dejando tras ella el intenso olor de su perfume.

Joséphine se apoyó contra la puerta de entrada, suspiró y volvió a la cocina. Retomó la escritura de su historia, pero tuvo que renunciar: todas las ideas habían huido de su cabeza.

Lanzó un grito de rabia y abrió la puerta del frigorífico.

* * *

—Papá, ¿los cocodrilos van a comerme?

Antoine estrechó la manita de Zoé en la suya y la tranquilizó. Los cocodrilos no iban a comérsela. No debía acercarse demasiado ni darles de comer. Esto no es un zoo, no hay guardias. Hay que tener cuidado, eso es todo.

Había llevado a Zoé a dar un paseo a lo largo de los estanques de cocodrilos. Quería enseñarle dónde trabajaba, lo que estaba haciendo. Que pensara que se había marchado por una buena razón. Recordaba la recomendación de Joséphine: «Dedícale tiempo a Zoé, no te dejes acaparar por Hortense». Shirley, Gary y las niñas habían llegado el día anterior, cansados del viaje, del calor, pero emocionados con la idea de descubrir el Croco Park, el mar, la laguna, los arrecifes de coral. Shirley había comprado una guía sobre Kenia y la había leído en el avión. Habían cenado en el porche. Mylène parecía feliz de tener compañía. Había estado cocinando todo el día para que la cena fuese un éxito. Y lo era. Antoine se había sentido, por primera vez desde que se instaló en Kenia, feliz. Feliz de ver a sus hijas. Feliz de reconstruir una vida de familia. Mylène y Hortense parecían llevarse muy bien. Hortense había prometido a Mylène ayudarla a vender sus productos de belleza. «Entonces te maquillaré y serás una especie de publicidad ambulante, pero ten cuidado, ¡no vayas a volver locos a los chinos!». Hortense había esbozado una mueca de disgusto, «son demasiado pequeños, demasiado delgados, demasiado amarillos, a mí me gustan los hombres de verdad, con buenos músculos». Antoine las había escuchado estupefacto por la seguridad de su hija. Gary se había palpado los bíceps. Hacía cincuenta flexiones por la mañana y por la noche. Un esfuerzo más, enano, ¡y te echaré un vistazo! Shirley había refunfuñado. No soportaba que trataran a su hijo de enano.

Esa mañana, Zoé había entrado en su habitación sin llamar a la puerta. Él le había hecho una señal para que no hiciese ruido y se habían marchado los dos de paseo.

Caminaban en silencio. Antoine enseñaba a Zoé las instalaciones del parque. Le enseñaba el nombre de un árbol, de un pájaro. Se había preocupado de poner crema solar a Zoé y le había dado un gran sombrero para protegerla del sol. Ella apartó una mosca con la mano y suspiró.

—Papá, ¿vas a quedarte aquí mucho tiempo?

—Todavía no lo sé.

—Cuando hayas matado a todos los cocodrilos, cuando los hayas metido en latas y los hayas convertido en bolsos, podrás marcharte, ¿no?

—Habrá otros. Tendrán bebés…

—¿Y a los bebés los vas a matar también?

—Tendré que hacerlo.

—¿Incluso a los bebés?

—Esperaré a que crezcan… O no esperaré si encuentro otro trabajo.

—Preferiría que no esperases. ¿A qué edad es mayor un cocodrilo?

—A los doce años…

—¡Entonces no esperes! ¿Eh, papá?

—A los doce años, elige un territorio y a una hembra.

—Un poco como nosotros, entonces.

—Un poco, es cierto. La mamá cocodrilo pone unos cincuenta huevos y después permanece tres meses incubándolos. Cuanto más alta es la temperatura del nido, más cocodrilos machos tendrá. Eso no es como nosotros.

—¡Entonces tendrá cincuenta bebés!

—No, porque algunos morirán en el huevo y a otros se los comerán los depredadores. Las mangostas, las serpientes, las garzotas. Vigilan las ausencias de la madre y rebuscan en el nido.

—¿Y cuando nacen?

—La mamá cocodrilo los mete en su boca con mucho cuidado y los pone en el agua. Se quedará con ellos durante meses, incluso uno o dos años, para protegerles, pero se las arreglan solos para comer.

—¡Eso significa muchos hijos de los que ocuparse!

—El noventa y nueve por ciento de los bebés cocodrilo mueren muy jóvenes. Es la ley de la naturaleza.

—¿Y la mamá siente pena?

—Sabe que es así… cuida a los supervivientes.

—Debe de sentir pena a pesar de eso. Parece una buena madre. Se ocupa mucho de ellos. Es como mamá, se ocupa mucho de nosotras. Trabaja muy duro…

—Tienes razón Zoé, tu mamá es formidable.

—Entonces ¿por qué te fuiste?

Se había detenido, había levantado un borde de su sombrero y miraba a su padre con ojos serios.

—Eso es un problema de personas mayores. Cuando se es pequeño, uno cree que la vida es simple, lógica, y cuando crecemos, nos damos cuenta de que es más complicada… yo quiero muchísimo a tu mamá, pero…

Ya no sabía qué decir. Se hacía la misma pregunta que Zoé: ¿por qué me fui? Después de haber dejado a las niñas la otra noche, hubiese querido quedarse con Joséphine. Se hubiese metido en la cama, se hubiera dormido y la vida habría vuelto a empezar, tranquila, suavemente.

—Debe de ser complicado si ni siquiera tú lo sabes… A mí me gustaría no convertirme en una persona mayor. No hay más que problemas. Quizás pueda crecer y no convertirme en una persona mayor.

—Ahí está todo el problema, cariño: aprender a convertirse en una persona grande y buena. Tardamos años en aprender y, a veces, no lo conseguimos… O comprendemos demasiado tarde que hemos cometido un error.

—Cuando duermes con Mylène, ¿duermes completamente vestido?

Antoine se sobresaltó. No se esperaba esa pregunta. Cogió la mano de su hija, pero ella se soltó y repitió la pregunta.

—¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué importancia tiene?

—¿Haces el amor con Mylène?

Él balbuceó:

—Pero, bueno, Zoé, ¡eso a ti no te importa!

—¡Sí! Si haces el amor con ella, vas a tener muchos bebés y yo, yo no quiero…

Él se puso de cuclillas, la tomó en sus brazos y le murmuró en voz muy baja:

—Yo no quiero más hijos que Hortense y tú.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo… Vosotras sois mis dos únicos amores y llenáis todo mi corazón.

—¡Entonces duermes completamente vestido!

No quiso mentir; decidió cambiar de tema de conversación.

—¿Tienes hambre? ¿No tienes ganas de un buen desayuno con huevos, jamón, tostadas y mermelada?

Ella no respondió.

—Vamos a volver… ¿De acuerdo?

Asintió con la cabeza. Adoptó un aire serio. Pareció reflexionar un momento. Antoine la observó, temiendo otra pregunta embarazosa.

—Es Mylène la que hace el pan aquí. Está riquísimo, a veces demasiado cocido pero…

—Alexandre también está preocupado por sus padres. Durante un tiempo dejaron de dormir juntos y Alexandre me dijo que ya no hacían nunca el amor.

—¿Y cómo lo sabía él?

Ella se rio y lanzó una mirada a su padre que significaba: ¿me tomas por un bebé o qué?

—¡Porque ya no oía ruido en su habitación! Así es como se sabe.

Antoine pensó entonces que debería tener cuidado mientras las niñas estuviesen allí.

—¿Y eso le preocupaba?

—Sí, porque después los padres se divorcian…

—No siempre, Zoé. No siempre… Mamá y yo no estamos divorciados todavía.

Se detuvo en seco. Más valía cambiar de tema para evitar otras cuestiones incómodas.

—Sí, pero estamos en las mismas. Ya no dormís juntos.

—¿Te gusta tu habitación aquí?

Ella hizo una mueca y dijo «sí, está bien, no está mal».

Regresaron a casa en silencio. Antoine cogió de la mano a Zoé y ella se dejó.

Pasaron la tarde en la playa. Sin Mylène, que abría su tienda a las seis. Antoine sintió un sobresalto cuando Hortense dejó caer su camiseta y su pareo: tenía cuerpo de mujer. Largas piernas, un talle curvo, hermosas nalgas redondeadas, un vientre suave, musculoso y dos senos bien turgentes que el bañador no conseguía contener completamente. Un cuerpo y un porte de mujer. La forma en la que levantó su larga cabellera y se la ató, en la que untó sus muslos, sus hombros, su cuello de crema le turbó. Desvió la mirada y miró si había hombres en la playa que la observaban. Le alivió comprobar qué estaban casi solos, aparte de algunos niños que jugaban entre las olas. Shirley percibió su turbación y constató:

—Asombroso, ¿no? ¡Va a volver locos a los hombres! En cuanto la ve, mi hijo empieza a tropezar.

—Cuando me fui, era todavía un bebé.

—¡Vas a tener que acostumbrarte! Y no ha hecho más que empezar.

Los niños se habían precipitado hasta el mar. La arena blanca se pegaba a sus pies y se tiraron al agua gritando sobre las olas. Antoine y Shirley, sentados el uno al lado del otro, les miraban.

—¿No tiene novio? —preguntó Antoine.

—No lo sé. Es muy discreta.

Antoine suspiró.

—¡Ay, ay, ay! Y no estaré allí para vigilarla.

Shirley dibujó una sonrisa irónica.

—Te lleva del lazo como a un perrito. Engatusa a todos los hombres. Vas a tener que prepararte para lo peor, será más sencillo.

Antoine dirigió su mirada hacia el mar en el que los tres niños saltaban entre las olas. Gary atrapó a Zoé y la tiró sobre una ola. ¡Cuidado!, estuvo a punto de gritar Antoine, y después recordó que no había mucho fondo y que Zoé hacía pie. Su mirada volvió a Hortense, que se había separado y flotaba cabeza arriba, los brazos a lo largo del cuerpo, las piernas unidas como una larga cola de sirena, dejando que sólo sus ojos entornados afloraran por encima del agua.

Le recorrió un escalofrío. Se levantó y propuso a Shirley:

—¿Nos unimos a ellos? Ya verás, el agua está deliciosa.

Sólo cuando entró en el agua, Antoine se dio cuenta de que no había bebido ni una gota de alcohol desde la llegada de sus hijas.

* * *

Henriette Grobz estaba preparándose para la guerra.

Ante el espejo, terminaba de colocar su sombrero y clavaba vigorosamente un largo alfiler de una parte a la otra de la estructura de fieltro, para que se mantuviese bien derecho en su cabeza y no se volara con la primera ráfaga de viento. Después subrayó sus labios con un trazo rojo bermellón, las mejillas con dos toques de colorete oscuro, enganchó dos pendientes a sus lóbulos secos y arrugados, y se irguió, dispuesta a empezar su investigación.

Esa mañana era Primero de mayo, y el Primero de mayo nadie trabaja.

Nadie, excepto Marcel Grobz.

Él le había anunciado durante el desayuno que se marchaba al despacho y que no volvería hasta última hora de la tarde, y que no le esperase para cenar.

¿Al despacho? Había repetido en silencio Henriette Grobz, inclinando su cabeza y sus cabellos pegados al cráneo por abundantes chorros de laca. Su moño estaba tan estirado que no necesitaba ningún lifting. Cuando lo deshacía se echaba encima diez años: su piel hundida y blanda caía a falta de alfileres que la sostuviesen. ¿Al despacho un Primero de mayo? Aquí había gato encerrado. Era la confirmación de lo que presentía desde la víspera.

Una segunda bomba que soltaba el bonachón Marcel mientras decapitaba la punta de su huevo pasado por agua y mojaba su trozo de pan con mantequilla. Ella contempló a ese hombre embutido y graso por cuyo mentón se derramaba la yema del huevo, y sintió que se mareaba.

La primera bomba había estallado la víspera. Estaban cenando frente a frente, uno a cada lado de la larga mesa del comedor, mientras Gladys, la sirvienta procedente de Isla Mauricio, servía la mesa, cuando Marcel le preguntó «¿has pasado un buen día?», como hacía cada noche cuando cenaban juntos. Pero esa noche había añadido dos palabras que habían sonado como los disparos de una ametralladora. Marcel no sólo había preguntado «has pasado un buen día» sino que había añadido «mi amor» al final de su pregunta.

«¿Has pasado un buen día, mi amor?».

Y había vuelto a hundir sus narices en su estofado de carne con zanahorias sin prestar atención a la tormenta que acababa de desencadenar.

Hacía veinte años o más que Marcel Grobz no llamaba a Henriette «mi amor». Primero porque ella le había prohibido tratarla así en público, después porque ella encontraba esas palabras «grotescas». «Grotescas» era la interpretación que ella tenía de esa marca de ternura entre esposos. A fuerza de oír reprimendas cada vez que se dejaba llevar, Marcel ya sólo se dirigía a ella empleando términos más neutros como «querida» o, simplemente, «Henriette».

Pero ayer noche, él le había llamado «mi amor».

Fue como si un nervio del estofado le salpicara en la cara.

Evidentemente, ese «mi amor» no estaba destinado a ella.

Había pasado la noche dando vueltas y vueltas en la gran cama antaño conyugal y, cuando se había levantado a las tres de la mañana para beber un vasito de vino tinto que, esperaba, le ayudaría a dormirse, había abierto suavemente la puerta de la habitación de Chef para constatar que la cama no estaba deshecha.

¡Otra pista!

A veces no dormía en casa, cuando estaba de viaje. Pero no se trataba de un viaje, puesto que había cenado con ella y seguidamente se había retirado a su habitación como cada noche. Ella había entrado en la habitación de Chef y había encendido la luz: no había duda, el pájaro se había escapado, las sábanas ni siquiera estaban deshechas. Ella había observado con asombro aquella pequeña habitación en la que no entraba jamás, la cama estrecha, una mesita de noche coja, la alfombra barata, una lamparita de noche rasgada, calcetines por el suelo. Había inspeccionado el cuarto de baño: máquina de afeitar, aftershave, peine, cepillo, champú, dentífrico y… y toda una línea de productos de belleza para hombre, Bonne Gueule de la marca Nickel. Crema de día, crema para el rostro cansado, crema exfoliante, crema suavizante, crema hidratante, crema contorno de ojos, reafirmante, crema puñados de amor. La panoplia de belleza de Chef extendida sobre el borde del lavabo se burlaba de ella.

Lanzó un grito: ¡Chef tenía una amante! ¡Chef se la estaba pegando! ¡Chef no reparaba en gastos! ¡Chef se le escapaba!

Se fue a la cocina a terminar la botella de burdeos gran reserva que había empezado durante la cena.

Esa noche no pegó ojo.

La historia del Primero de mayo durante el desayuno confirmó sus dudas.

Ahora debía empezar a investigar. En primer lugar, correr hasta el despacho de Chef para saber si se encontraba allí de verdad.

Registrar su correo, su agenda de trabajo, consultar sus citas, estudiar los talones de su chequera, los recibos de su tarjeta de crédito. Para todo eso tendría que pasar por delante de esa peste de Josiane. Pero ¿acaso no era Primero de mayo? ¡El despacho estaría vacío y ella podría registrar con toda libertad! Sólo tendré que evitar a ese fardo de René y a la tosca de su mujer, dos atontados bien mantenidos por ese memo de Marcel Grobz. ¡Qué apellido infame! Y pensar que es el mío, maldijo, verificando que el alfiler del sombrero estaba bien colocado.

¡Lo que hay que hacer para educar a los hijos! Nos sacrificamos en el altar de la maternidad. Iris sabía ser agradecida, agradable, placentera, ¡pero Joséphine! ¡Qué vergüenza! ¡Y además rebelde! Sufre su crisis de adolescencia con cuarenta años, ¿no es ridículo? En fin, ya no nos vemos y es mejor así. ¡No la soportaba! No soporto la vida mediocre que ha elegido: un fardo de marido, un piso en un barrio de las afueras y un insignificante sueldo de profesora. ¡Menudo éxito! De risa. Sólo la pequeña Hortense venía a endulzar su amargura. Una auténtica señorita, Hortense, buena compostura, buen aspecto, ¡y otras ambiciones que las de su pobre madre!

Estiró el cuello para borrar las arrugas y, esforzándose en mantener la boca fina, salió de su casa y llamó al ascensor.

Al pasar delante del chiscón de la portera, inclinó la cabeza y esbozó una gran sonrisa. La portera le prestaba numerosos servicios: Henriette quería conservar su amistad.

Henriette Grobz era como mucha gente: detestable con su familia, amigable con el recién llegado. Como pensaba que ya no tenía nada que ganar con las personas con las que vivía y ella ignoraba todo lo que significaba don, amor y generosidad, no hacía ningún esfuerzo y ejercía con su familia una tiranía brutal, sin piedad, con el fin de mantenerlos bajo su yugo. Pero, llena de orgullo, le faltaban esos dulces halagos que tanto le gustaban, halagos que sólo podía obtener de perfectos desconocidos, quienes, ignorando lo profundo de su alma, encontraban a esa mujer encantadora, admirable, creyéndola propietaria de todas las cualidades. Cualidades en las que se sumergía y que repetía a discreción, mencionando a toda esa gente que la amaba tanto y que se dejaría matar por ella, que la juzgaban tan distinguida, tan meritoria, tan deslumbrante… De esta forma hacía loables esfuerzos por ganarse la estima de esa gente, mientras que sospechaba que su familia, su hija Joséphine en particular, había adivinado lo vacío que estaba su corazón. Esperaba así ganarse la estima de aquellos que le eran extraños y aumentar el círculo en cuyo centro se situaría ella. Prestando servicios a perfectos desconocidos, recogía una cosecha de amor propio que la mantenía en la alta opinión que tenía de sí misma.

La portera formaba parte de su corte. Henriette le regalaba sus trapos viejos asegurando que procedían de los más grandes modistos, un billete a su hijo que le ayudaba a subir los paquetes cuando estaba demasiado cargada y permitía al portero aparcar gratuitamente su coche en la plaza libre que poseían en el garaje del inmueble. Mediante esta falsa generosidad, se asegurada una gratitud que la realzaba en la idea que tenía de ella misma y que le permitía continuar aterrorizando a su entorno. Esa red de amistades lejanas la reconfortaba. Podía desahogarse con ellas, contar los mil y un tormentos que le hacía sufrir su hija pequeña, y, antaño, Joséphine se sentía a menudo extrañada de la cara arisca que le dedicaba la portera cuando iba a visitar a su madre.

Esa mañana, Henriette Grobz no tuvo ningún problema en imaginar lo peor de su esposo. Veía el mal por todas partes porque lo llevaba con ella.

Se sorprendió primero de no encontrar el coche y el chofer firmes delante de su puerta, después recordó que no trabajaba el Primero de mayo, maldijo fiestas y estos días festivos que fomentan la pereza de los franceses y ralentizan la actividad del país, y consintió levantar el brazo para parar un taxi.

—Avenida Niel —ladró al taxista de un Opel gris que se detuvo rozándola de cerca.

Como esperaba, las oficinas estaban vacías.

Ni rastro de Chef ni de su secretaria. Ni de los dos cretinos del almacén. Soltó una risa malvada y subió las escaleras del despacho del que poseía las llaves.

Se instaló confortablemente, empezó a inspeccionar los papeles pendientes, abrió una carpeta tras otra, comprobó las citas en la agenda. Ningún nombre de mujer, ninguna inicial sospechosa. No se desanimó, empezó a vaciar los cajones en busca de chequeras y recibos de tarjeta de crédito. Los talonarios de cheques no le dijeron nada. Ni los extractos de tarjeta. Empezaba a desesperar cuando puso la mano sobre un grueso sobre escondido en el fondo de uno de los cajones sobre el que estaba inscrito «Gastos diversos». Abrió el sobre y se sumergió en una cálida ola de alegría revanchista. ¡Lo tenía! Una factura de hotel, cuatro noches en el Plaza para dos personas, con desayunos, mira, mira, rio, caviar y champán en el desayuno, ¡no se aburre cuando está con su zorra! Una importante factura con el nombre de un joyero de la plaza Vendôme, y más, champán, perfumes, ¡vestidos procedentes de boutiques de lujo! ¡Demonios! Sí que le cuestan sus conquistas, ¡nada es demasiado bonito para ellas! ¡Cuando se es viejo, hay que pagar! ¡Y se paga caro!

Se levantó y pasó al despacho de Josiane para fotocopiar su botín. Mientras la máquina hacía su trabajo, se preguntó por qué Chef había conservado esas facturas. ¿Las había pagado con cheques de la empresa? Si era el caso, ¡habría cometido abuso de bien social y le tendría atrapado por partida doble!

Volvió a sentarse a la mesa y continuó registrando. Habría quizás otros sobres sospechosos. Su pie tropezó con una caja, bajo la mesa. Se inclinó, la sacó, la abrió y vio, atónita, su contenido: decenas de monos para bebé rosas, azules, blancos, de terciopelo, de punto, de seda, baberos, manoplas para bebé para que no se arañe la cara, patucos de lana de todos los colores, lujosos chales comprados en La Châtelaine, catálogos suizos, ingleses, franceses de cunas, cochecitos, móviles para colgar encima de la cama del bebé. Inspeccionó la caja y pensó. ¡Iba a lanzar una línea para bebés! Copiar a las grandes marcas, hacerlas fabricar a bajo precio en China o en otro lado. Hizo una mueca de disgusto. El viejo Grobz abría un nuevo mercado. El de los bebés. ¡Penoso! Volvió a cerrar la caja y la colocó bajo la mesa con la punta de su escarpín. ¡Así es como se consuela de no haber tenido hijos! La vejez es una edad patética cuando se pierde el sentido de lo conveniente, hay que saber renunciar. Dios sabe la lata que le había dado con sus ganas de descendencia… ¡Pero ella se había mantenido firme! Su puño de acero no se había relajado. Ya era bastante duro soportar sus asaltos, sentir cómo sus deditos regordetes le estrujaban los senos e… Hizo una mueca de disgusto y se recuperó. ¡Vamos! Ese tiempo ya pasó, ella lo había zanjado pronto.

Bajó por la escalera. Tenía miedo de coger el ascensor sola. Una vez había quedado atrapada y creyó que se moría. Se ahogaba, aspiraba el aire golpeándose la cabeza, se sofocaba, rugía. Tuvo que quitarse el sombrero, desabrocharse la camisa, quitarse una por una las horquillas de su moño para recuperar el aliento y fue una señora anciana, enloquecida y agonizante, la que habían recuperado los bomberos llamados al rescate. El episodio había durado poco más de una hora, pero no olvidaría nunca las elocuentes miradas del personal cuando salió, titubeante. Durante mucho tiempo no se atrevió a poner el pie en la empresa.

En el patio, escuchó una música de salvajes procedente de la casa de Ginette y René, y un hombre, probablemente ebrio, sacó la cabeza para gritarle:

—¡Eh, tú! ¡La vieja! ¡Ven a bailar el twist con nosotros! ¡Eh, colegas! Venid a ver, ¡hay una vieja con un bonete en la cabeza que intenta huir!

—¡Cierra la boca, Régis! —gritó un hombre que parecía ser René—. Es la vieja Grobz.

Ella se encogió de hombros y aceleró el paso, estrechando el sobre difamante entre sus brazos. Podéis burlaros, os he pillado y no os vais a librar así como así, escupió rogando al cielo para encontrar un taxi enseguida con el fin de poner su botín al abrigo de la caja de su habitación.

* * *

—¿Por eso ya no te vemos en ninguna parte? ¿Te encierras y escribes?

Iris adoptó un aire misterioso y asintió. Se transportó mentalmente hasta la cocina de Joséphine y describió las angustias de la creación a una Bérengère atónita por la metamorfosis de su amiga.

—Es agotador, sabes. ¡Si me vieras! Apenas salgo de mi despacho. Carmen me trae un plato para el almuerzo. ¡Me obliga porque me olvido completamente de comer!

—Es cierto: has adelgazado…

—¡Todos esos personajes en mi cabeza! Viven dentro de mí. Son más reales que yo, Alexandre o Philippe. Es sencillo: me ves aquí, ¡pero no estoy aquí! Estoy con Florine, el nombre de mi protagonista.

Bérengère escuchaba con la boca abierta.

—Ya no duermo. Me levanto durante la noche para tomar notas. Pienso en ello todo el tiempo. Y después, hay que encontrar el lenguaje de cada uno, su evolución interna que hace avanzar la acción sin que parezca artificial. Todo debe fluir, todo debe parecer haber sido escrito sin esfuerzo para que el lector pueda identificarse y disfrutar. Dejar puntos negros, hacer elipses…

Bérengère no estaba segura de comprender el sentido de la palabra «elipse», pero no se atrevió a pedirle a Iris que se lo explicase.

—¿Y cómo haces con las historias de la Edad Media?

—¡Del siglo XII, querida! Una etapa clave en la historia de Francia… He comprado un montón de libros y leo, leo. Georges Duby, Georges Dumézil, Philippe Aries, Dominique Barthélemy, Jacques Le Goff… También leo a Chrétien de Troyes, las novelas de Jean Renart y el gran poeta del siglo XII, Bernard de Ventadour.

Iris adoptó un aire serio, inclinó la nuca como si todo ese saber pesara sobre sus hombros.

—Mira, ¿sabes cómo llamaban a la lujuria en aquella época?

—¡Ni idea!

—La golosina. ¿Y cómo abortaban? Con tizón de cereales.

Otra palabra que no entiendo, se dijo Bérengère, estupefacta por el saber de su amiga. Quién hubiera dicho que la desdeñosa, la fútil Iris Dupin iba a emprender una tarea tan ardua: escribir una novela. ¡Y una novela situada en el siglo XII, además!

Funciona, funciona, se felicitaba Iris. Si todos los lectores son tan fáciles de engañar como esta, voy a deslizarme por la ola de la sencillez. Sólo tendré que buscarme un atuendo adecuado, un peinado, un aspecto, dos o tres tics de lenguaje, una violación cuando tenía once años, dos o tres rayas de cocaína y ¡bingo! Me toca el gordo. Estas comidas con Bérengère eran un ensayo excelente de lo que le esperaba, así que las promovía regularmente como haría más tarde con los periodistas.

—¿Y el Decretum? ¿Has oído hablar del Decretum?

—No aprobé la selectividad, Iris —respondió Bérengère desesperada—. Ni siquiera fui admitida para el examen oral.

—Era un cuestionario muy crudo, establecido por la Iglesia, destinado a reglamentar el comportamiento sexual de las mujeres. Con preguntas aterradoras: «¿Has fabricado un instrumento de la talla que te conviene, lo has atado donde está tu sexo o el de una compañera y has fornicado con otras malas mujeres con ese u otro instrumento?».

—¿Ya existían los consoladores en aquella época?

Bérengère no salía de su asombro.

—«¿Has fornicado con tu hijo pequeño? ¿Le has colocado sobre tu sexo e imitado la fornicación?».

—Guau… —exclamó Bérengère atónita.

—«¿Te has ofrecido a un animal? ¿Has provocado el coito con él mediante algún artificio? ¿Has saboreado la semilla de tu hombre para que arda de amor por ti? ¿Le has hecho beber la sangre de tus menstruaciones o comer pan amasado sobre tus nalgas?».

—Nunca en mi vida —dijo Bérengère pasmada.

—«¿Has vendido tu cuerpo a amantes para que lo gocen o el cuerpo de tu hija o de tu nieta?».

—Se diría que es como ahora…

—Eso me ayuda, precisamente. El decorado, la vestimenta, la alimentación y el ritmo de vida cambian, pero los sentimientos y las conductas privadas son siempre las mismas, desgraciadamente…

Otro argumento que había escuchado de la boca de Joséphine. Se sentía bastante satisfecha de sí misma. Se había aprendido de memoria pasajes del Decretum y los había recitado sin errores. Este pichón es perfecto, va a contar nuestra comida a todas las personalidades de París, y nadie podrá sospechar que no he escrito el libro. Más tarde, cuando sea publicado, ella dirá «pero si estaba allí, estaba allí, la he visto trabajar en su novela». ¿Me paro o lanzo una última estocada?

Decidió lanzar una última estocada, se inclinó hacia Bérengère, que había abortado varias veces, y murmuró con tono amenazante:

—«¿Has matado al fruto de tu vientre? ¿Expulsado el feto de la matriz ya sea mediante maleficios o mediante hierbas?».

Bérengère se tapó la cara con la mano.

—¡Detente, Iris! Me das miedo.

Iris soltó una carcajada.

—A los recién nacidos no deseados los ahogaban o los tiraban al agua hirviendo. A los que lloraban demasiado, les metían en ranuras de mortero rogando a Dios o al diablo que se los cambiasen por otros más tranquilos.

—Para ya o no vuelvo a comer nunca más contigo.

—¡Ay! Alma descarriada, ¡yo pisoteo el sexo y las vanidades de este mundo y hago de mi cuerpo una hostia viviente!

—Amén —replicó Bérengère, que tenía ganas de acabar con eso—. Y Philippe, ¿cómo ha reaccionado?

—Debo decir que está bastante asombrado y respeta mi enclaustramiento. Es un amor, se ocupa todo el tiempo de Alexandre.

No era completamente falso. Philippe veía la nueva ocupación de su mujer con perplejidad. Nunca hablaba de ello, pero, en cambio, era verdad que se ocupaba mucho de Alexandre. Volvía todas las tardes de su despacho a las siete, pasaba algún tiempo en su habitación tomándole sus lecciones, explicándole los problemas de matemáticas, le llevaba a ver partidos de fútbol o de rugby. Alexandre estaba radiante. Imitaba a su padre en todo, metía las manos en los bolsillos de su pantalón con aire importante, tomaba prestadas palabras de Philippe y podía repetir «es escandaloso» con la misma seriedad que su padre. Iris había llamado a la agencia de detectives para abandonar la investigación. «Una decisión oportuna, había remarcado el director de la agencia, parece ser que habíamos sido descubiertos». «Oh, me puse nerviosa por nada, se trataba simplemente de un asunto profesional de mi marido», había dicho Iris para acabar cuanto antes.

No era tan simple, había pensado el director de la agencia. Había recibido una visita de Philippe Dupin. Este último le había hecho comprender que, si no ponía fin a su seguimiento, haría que perdiese su licencia profesional. Tenía los medios. No parecía estar bromeando. Se había sentado con autoridad en el gran sillón de cuero frente a la mesa. Había apoyado sus antebrazos en los reposabrazos, cruzado las piernas y tirado de los puños de su camisa. Había permanecido un momento sin decir nada. Después, con los párpados a medio cerrar, había hablado en voz baja, dejando filtrar una mirada despiadada que significaba que no hablaba en vano. «Eso es todo, espero haber sido claro…». Se había levantado, su mirada había recorrido el despacho como si hiciese inventario. El director había avanzado para acompañarle, pero Philippe Dupin le había dado las gracias como se agradece a un miembro del servicio y se había marchado sin añadir una palabra. El director de la agencia había decidido cerrar el dossier antes, incluso, de que la señora Dupin le llamase.

* * *

Terminada la comida, Iris cogió el coche y salió disparada hasta Courbevoie a ver a Joséphine. Tenía que contarle cómo había embaucado a Bérengère. Se encontró la puerta cerrada. Maldita sea su hermana por no tener móvil, por ser ilocalizable. Renunció y volvió a su casa a retocar su personaje de novelista de éxito. No debía dejar ningún detalle al azar. Entrenarse para responder a todas las preguntas, preparar respuestas agudas. Y leer, leer. Había pedido a Jo que le hiciese una lista de obras indispensables y las estudiaba, tomando notas. Carmen fue autorizada a traerle su té. En silencio.

A veces pensaba en Gabor. ¿Leería quizás el libro? Podría ocurrírsele la idea de adaptarlo para realizar una película. Trabajarían juntos en el guión… ¡como antes! Como antes… Suspiró y se hundió en el blando sofá frente a su cuadro preferido, el que le recordaba a Gabor. No había conseguido olvidarle.

Joséphine se había refugiado en la biblioteca. Las ventanas completamente abiertas sobre un jardín francés dejaban entrar una luz serena, una luz de monasterio, que inundaba la atmósfera con un dulce halo de quietud. Se escuchaba el canto de los pájaros, el ruido rítmico de un aspersor de riego; era un entorno a la vez bucólico y sin edad.

Podría encontrarme igual en el castillo de Florine…

Había desplegado sus notas sobre la mesa y proseguía el desarrollo de su plan. Florine ha enviudado por primera vez. Guillermo Larga Espada, siguiendo sus consejos, había partido a la cruzada. No es de buena ley, amigo mío, que permanezcáis en el castillo cuando el nombre de Dios reclama vuestra bravura en tierras lejanas e impías. Vuestras gentes se burlan de vuestro ardor amoroso y escucho murmurar villanías sobre vuestra virilidad, que me hieren y me atormentan. ¡Armaos, pues, de nuevo! Guillermo se había inclinado ante su joven esposa y, tras seis meses de felicidad amorosa, se había vuelto a vestir con su armadura, montado a caballo y marchado a guerrear a Oriente. Allí, tras haber descubierto un tesoro que se había apresurado a enviar a Florine, moría degollado por un infiel celoso de su audacia y su belleza. Florine lloraba sobre su montaña de oro, se rodeaba de pena y devoción. Pero su estatus de joven viuda afligida desencadenaba la codicia.

Quieren forzarla a casarse de nuevo. Se la acosa con nuevos pretendientes que ella ignora. Se la amenaza con retirarle sus bienes. Su suegra gime. ¡Florine debe reaccionar! Es su deber como mujer y como condesa. La suplica y no le deja reposo alguno. Florine sólo desea una cosa: vivir en paz en su castillo y entregarse al ayuno, a la oración, a la adoración de Dios. No ha tenido tiempo de concebir un heredero que la protegiera de esos asaltos haciendo respetar el nombre de su padre…

La vida de una joven viuda, en aquella época, es un duro combate, y Florine es obligada a volver a casarse si no quiere verse despojada del tesoro de Guillermo y ver el nombre de su familia cubierto de lodo. No tiene elección. Además, Isabeau, su fiel sirvienta, le informa de que están urdiendo un complot contra ella. En el castillo vecino, Etienne el Negro ha comprado los servicios de una banda de mercenarios para que la secuestren, la deshonren y pueda así adueñarse de sus tierras sin combatir. El rapto era, en aquel entonces, un medio corriente para apropiarse de un dominio. Florine resuelve casarse de nuevo. Elige al pretendiente más dulce, el más modesto, el que no se interpondrá en sus planes de devota: Thibaut de Boutavant, llamado el Trovador. Es de buena familia, honesto y recto, se pasa los días escribiendo poemas sobre el amor cortés y toca la mandolina soñando con Florine. Falta aún que el matrimonio sea aceptado por los otros señores. Florine dará el hecho consumado y se casará en secreto, una noche, en la pequeña capilla del castillo. Entrega una gran suma de dinero al sacerdote encargado de unirles. Al día siguiente, ofrece un banquete en el que presenta a su nuevo marido a los pretendientes engañados. Corren ríos de vino, de vino gascón, ya que el vino inglés «hay que beberlo con los ojos cerrados y los dientes apretados» de lo malo que es, y los pretendientes caen borrachos. Thibaut va a plantar su estandarte en la muralla del castillo para demostrar a todos que es su único señor.

Joséphine, para escribir, inspiraba a menudo en la personalidad de alguien que conocía. Uno o varios detalles. Una impresión incluso fugaz. No era útil que fuera exacto. De esta forma había tomado la imagen de su propio padre para encarnar al padre de Florine. Y era como si al fin pudiese conocerle. Recordaba que de niña, admiraba a su padre y le perdonaba su ironía porque había comprendido que lo hacía para desahogarse. Regresaba a su casa, preocupado y cansado, y se dejaba llevar por juegos de palabras fáciles. Volvían a ella retazos de recuerdos. Comprendía los silencios, los momentos que entonces no había entendido. Pensaba que ella amaba el trabajo, la ley y la autoridad porque su padre encarnaba esos valores. No soy una rebelde ni una luchadora, he heredado su humildad; respeto esa actitud frente a la vida. Me gusta admirar. Me gusta la gente que me parece superior, sin duda porque soy la hija de mi padre. Él era, para mí, un personaje misterioso, humilde pero exigente. Yo había comprendido que su silencio era su forma de luchar, de buscar. Al conocer a gente que no espera nada, que no busca nada, me he dado cuenta, por contraste, de la riqueza de mi padre. Es alguien que siempre se dirigió hacia lo que no servía para nada. Por eso yo necesito caballeros, reyes mendigos, esos tiempos pasados en los que la regla de san Benito pregonaba la humildad.

A veces, le venían recuerdos que no comprendía bien, como pecios flotantes componiendo un dibujo que no conseguía descifrar. Esa cólera terrible y silenciosa de su padre un día de tormenta, en verano, en Las Landas… La única vez que había levantado la voz contra su madre, que la había tratado de «criminal». La única vez que su madre no había respondido. Recordaba haberse marchado en los brazos de su padre. Él olía a sal: ¿era el mar o las lágrimas? Ese recuerdo iba y venía, depositando cada vez una nueva cosecha de emociones, haciéndole brotar lágrimas en sus ojos sin que supiese bien por qué. Adivinaba que esa resistencia escondía un enigma, pero la escena se disolvía siempre. Un día, descifraré el enigma de los pecios que flotan, pensó Joséphine.

Se preguntaba, chupando la tapa de su Bic, a quién podría tomar como modelo para encarnar a Thibaut, el dulce trovador, cuando su mirada recayó sobre el hombre de la parka, instalado al otro lado de la larga mesa. Estaba allí, a unos metros de ella. Llevaba un cuello vuelto negro que desentonaba con la atmósfera primaveral de aquella tarde de mayo. Su parka azul marino reposaba sobre el respaldo de su silla. ¡Será el mi trovador! Pero, se dijo inmediatamente, tendrá que morir, porque sólo es el segundo marido. Dudó. Le observó. Escribía con la mano izquierda, apoyado en el codo, mantenía la cabeza baja, ignorando la mirada que se posaba sobre él. Tiene largas manos blancas, las mejillas azuladas por el nacimiento de una recia barba, cejas espesas que esconden ojos pardos tachonados de verde, es tan pálido, tan delgado. ¡Qué guapo es! Cómo inspira el amor. ¡Qué lejos parece de las vanidades de esta tierra!

Será Thibaut y no morirá: desaparecerá y volverá al final de la historia. Será una nueva peripecia. Le creerán muerto, Florine derramará lágrimas de sangre, se volverá a casar, pero su corazón pertenecerá siempre a Thibaut el Trovador.

No… Debe morir. Si no mi historia no se mantendría en pie. No debo dejarme distraer. Thibaut es a la vez señor y trovador. Compone canciones de amor pero también escribe panfletos contra el poder del rey de Francia o de Enrique II. Canta la alegría que procuran las batallas, los mandobles, pero también los beneficios de las guerras, las maniobras de la corte, la rapiña de los conquistadores. Condena la política de los dos soberanos, los impuestos demasiado altos, las campiñas devastadas. Sus canciones se repiten en las ciudades y los burgos; se vuelve influyente, demasiado influyente. «El dinero —escribe— debe ser gastado para bien de los súbditos y no para la gloria de los príncipes. Recoge las quejas murmuradas por los campesinos, los siervos y los vasallos. Seduce, irrita. Crea polémicas. Le cubren de oro para escucharle cantar sus baladas comprometidas. Enrique II pone precio a su cabeza. Muere envenenado tras haber conocido la gloria».

Joséphine se resignó a la muerte de Thibaut el Trovador con un suspiro.

Trabajó toda la tarde nutriéndose de la presencia del hombre de la parka, notando la mano que mesaba y mesaba la barba incipiente, los ojos que se cerraban en busca de una idea, el puño delgado y descarnado que reposaba sobre la hoja en blanco, las venas de la frente que se hinchan, las mejillas que se hunden… y volcó todos esos detalles en el personaje de Thibaut. Florine, emocionada por la dulzura de ese hombre, descubre el amor, olvida a su Dios y después se castiga con largos rezos para hacerse perdonar… Florine descubre los placeres del lecho conyugal. Joséphine enrojeció al comenzar el relato dé la noche de bodas, cuando Thibaut, en camisa, viene a acostarse al lado de Florine, en la gran cama con dosel. Lo dejó para más tarde: cuando no estuviese en la biblioteca, frente a él.

Pasaba el tiempo. Apenas si se dio cuenta de que el hombre recogía sus cosas y se preparaba para marcharse. Ella dudó un momento entre Thibaut y el hombre de la parka y… le siguió hacia el camino de la salida, empujando a su vez la puerta de doble hoja que protegía la sala de trabajo de los ruidos externos. Le alcanzó en la avenida llena de coches, en la parada del autobús donde él esperaba con la cabeza perdida en sus pensamientos.

Ella se puso a su lado y dejó caer un libro. Él se agachó para recogerlo y, al levantarse, la reconoció y sonrió.

—Es una costumbre suya el tirar todo al suelo.

—¡Es que soy tan distraída!

Él rio dulcemente y añadió.

—Pero yo no voy a estar siempre ahí.

Había pronunciado esas palabras con tono monocorde y plano. Sin el menor rastro de picardía. Constataba algo, y ella se avergonzó de su maniobra. No sabía qué responder. Se arrepintió de permanecer muda, buscó, buscó cómo replicar ingeniosamente, pero se quedó callada y enrojeció.

—Estamos en primavera y sigue usted llevando su parka —se arriesgó a decir para que no se instalase el silencio.

—Yo siempre tengo frío…

Otra vez permaneció en silencio y se maldijo. El autobús se detuvo a su altura. Él la dejó pasar y subió tras ella, como si fuesen los dos en la misma dirección. ¡Dios mío! Este no es mi camino en absoluto, comprobó Jo cuando vio que el autobús giraba en dirección a la plaza de la Boule. Fue a sentarse y le dejó sitio para que se instalase a su lado. Le vio dudar un instante. Pero se rehízo, le dio las gracias y se sentó a su lado.

—¿Es usted profesora? —preguntó educadamente.

Tenía una nariz larga con ventanas nasales bien dibujadas. ¿Thibaut de la Gran Nariz? Sería más original que Thibaut el Trovador.

—Trabajo en el CNRS, sobre el siglo XII.

Él hizo una mueca de aprecio.

—Hermosa época, el siglo XII. Un poco ignorada, sin duda…

—¿Y usted? —preguntó ella.

—Yo escribo una historia de las lágrimas… Para un editor extranjero. Un editor universitario. No es muy divertido, sabe usted.

—¡Oh! Pero debe de ser apasionante.

Se insultó: qué comentario más idiota. Idiota e insulso, que no daba lugar a la réplica, a la conversación.

—Era de algún modo el cine de la época —dijo él—. Un modo de expresar las emociones tanto en privado como en público. Hombres y mujeres lloraban mucho…

Se hundió en su parka retomando su ensoñación. Este hombre es realmente friolero, se dijo Joséphine, que pensó inmediatamente en utilizar ese detalle para Thibaut, frágil de bronquios.

Miró por la ventana: ¡se estaba alejando cada vez más! Tenía que ir pensando en volver. Las niñas saldrían del colegio y se extrañarían de no verla en casa. Y pensar que antes siempre estaba allí cuando volvían, atenta, disponible. Me gusta llamar y me gusta que seas tú la que abras la puerta, decía Zoé colgándose de su cuello.

—¿Viene usted a menudo a la biblioteca? —preguntó ella alentándose.

—Siempre que quiero trabajar en paz. Me concentro tanto cuando trabajo que no soporto el menor ruido.

Está casado, tiene hijos, se dijo Joséphine. Tenía que enterarse de más cosas. Se estaba preguntando cómo plantear la pregunta sin parecer demasiado curiosa, cuando se levantó y dijo:

—Me bajo aquí… Nos volveremos a ver seguramente.

La miró con aire confuso. Ella asintió, respondió sí, hasta pronto, y le vio salir. Él se fue, sin mirar atrás, con el paso de alguien que piensa en sí mismo y no en el camino que sigue.

A ella no le quedaba otra que coger el autobús en sentido inverso. Había olvidado preguntarle su nombre. No incitaba a la conversación. Para un tipo que posaba en fotos, parecía más bien ceñudo.

En los bajos del edificio había gente reunida. El corazón de Joséphine dio un sobresalto: les ha pasado algo a las niñas. Se precipitó, apartó a los curiosos que contemplaban a la señora Barthillet y a Max, sentados en los escalones del portal.

—¿Qué pasa? —preguntó Joséphine a la vecina del tercero que les contemplaba con los brazos cruzados.

—Han venido del Juzgado. Les han embargado. Deben marcharse. ¡Demasiadas mensualidades sin pagar!

—Pero ¿dónde van a ir?

Se encogió de hombros. No era problema suyo. Lo constataba, eso era todo. Joséphine se acercó a la señora Barthillet que lloraba suavemente, con la cabeza gacha. Cruzó una mirada con Max, sombrío, silencioso.

—¿Sabe usted a dónde ir esta noche?

La señora Barthillet respondió que no.

—Pero no van a dormir en la calle.

—¿Y por qué no? —dijo la señora Barthillet.

—No tienen derecho a echarla ¡con un niño!

—Eso no se lo ha impedido.

—Vengan a mi casa. Por esta noche, en todo caso…

La señora Barthillet levantó la cabeza y murmuró:

—¿Habla usted en serio?

Joséphine asintió y tomó a Max del brazo.

—Levántate, Max. Cojan sus cosas y síganme.

La vecina del tercero sacudió la cabeza con aire sombrío y comentó:

—No sabe lo que hace la pobre. Se ha caído de un guindo.

* * *

—Mamá, ¿cuándo voy a follar?

Shirley dijo algunas palabras en inglés y colgó el teléfono. Tenía que irse. La pregunta de Gary la cogía con prisas.

—Pero, bueno, Gary… ¡Tienes dieciséis años! ¡No es muy urgente!

—Para mí, sí.

Miró a su hijo. Tenía razón, ahora es un hombre. Un metro ochenta y cinco, manos, brazos, piernas como espaguetis. Una voz de hombre, una barba incipiente, media melena de puntas de pelo negro. Se afeita, pasa horas en el cuarto de baño, rehúsa salir cuando descubre un grano, se arruina en cremas y lociones. Su voz ha mudado. Debe de ser turbador sentir cómo crece un hombre en un cuerpo de niño. Recuerdo cuando mis senos comenzaron a crecer, me los vendé, y mis primeras reglas, creía que apretando las piernas…

—¿Estás enamorado? ¿Piensas en alguna chica?

—Tengo tantas ganas, mamá… ¡Tengo un nudo aquí!

Se llevó la mano a la garganta y sacó la lengua de deseo.

—Sólo pienso en eso.

Hacer las maletas, tomar el primer avión a Londres. Pedirle a Joséphine que echase un ojo a Gary. Ciertamente, no era el mejor momento para empezar una discusión sobre la sexualidad de los adolescentes.

—Escucha, cariño, volveremos a hablar cuando estés enamorado.

—¿Es obligatorio estar enamorado?

—Es preferible. No es un acto banal. Y, además, la primera vez, es algo importante. No se debe hacer con cualquiera ni de cualquier forma. Te acordarás toda la vida de tu primera vez.

—Está Hortense, pero no me mira.

Durante las vacaciones de Semana Santa, en Kenia, Gary se había pasado el tiempo detrás de Hortense como una mariposa atraída por la luz. Ella le rechazaba diciéndole: «¡No te pegues a mí, Gary! ¡Hay que ver lo pegajoso que puedes llegar a ser! ¡Lárgate, lárgate!». Shirley se sentía conmocionada. Apretaba los dientes. El comportamiento de Gary había estropeado las vacaciones de Shirley, que observaba la torpeza de su hijo sin poder remediarla. Una noche, ella le había explicado que lo estaba haciendo muy mal: «Una mujer necesita misterio, distancia. Necesita desear al hombre que le gusta, sentirse intrigada, dudar de su poder de seducción, ¿cómo quieres que te desee si la sigues a todos lados como un moscardón? Te adelantas a todos sus deseos, a todos sus caprichos, ¡ya no te respeta!». «Mamá, es más fuerte que yo, ¡me vuelve loco!».

—Escúchame Gary, no es el mejor momento para hablar de eso, tengo que marcharme a Londres, ¡es urgente! Estaré fuera una semana, vas a tener que arreglártelas solo…

Él calló, hundió las manos en su pantalón demasiado ancho. Sus calzoncillos sobresalían. Shirley tendió la mano para subirle su pantalón, pero Gary la rechazó.

—¡Nunca es un buen momento para hablarte!

—Eres injusto, cariño. Siempre estoy dispuesta a escucharte, pero ahora no puedo.

Gary resopló ruidosamente y fue a encerrarse en su habitación. Shirley temblaba de rabia. Normalmente se hubiese sentado, habría hecho preguntas, escuchado, propuesto una solución, pero ¿qué puede decirse a un chico de dieciséis años atormentado por la pubertad? Para eso necesitaba tiempo y, precisamente, no lo tenía. Tenía que hacer su maleta, reservar un billete de avión y avisar a Joséphine de su partida.

Llamó a casa de Jo. Fue la señora Barthillet la que abrió.

—¿Está Joséphine?

—Sí… En su habitación.

Shirley se fijó en dos grandes maletas en la entrada y fue a reunirse con Joséphine.

—¿Qué hace aquí la señora Barthillet?

—La acaban de echar de su casa. Le he dicho que venga a mi casa hasta que se organice.

—Me viene fatal. Iba a pedirte un favor.

Joséphine dejó las sábanas que acababa de sacar del armario.

—Venga. Te escucho.

—Tengo que irme a Londres. Una urgencia… ¡de trabajo! Quería pedirte si podías vigilar a Gary durante mi ausencia.

—¿Te vas mucho tiempo?

—Una semana corta.

—No hay problema. ¡Al paso que vamos! Me voy a dibujar una cruz roja en la frente.

—Lo siento, Jo, pero no puedo rechazarlo. Te echaré una mano con la señora Barthillet cuando vuelva.

—Espero que se haya marchado cuando vuelvas. ¡Y mi libro! ¡Sólo me quedan dos meses antes de entregar el manuscrito! Y sólo estoy en el segundo marido. ¡Todavía me quedan otros tres esperando!

Se sentaron las dos sobre la cama de Joséphine.

—¿Va a dormir en tu habitación? —preguntó Shirley.

—Con Max. Voy a instalarme en el salón e iré a trabajar a la biblioteca…

—¿No tiene trabajo?

—Acaban de despedirla.

Shirley tomó la mano de Joséphine, la estrechó y le dio las gracias.

—Te devolveré el favor. Te lo prometo.

Cuando las niñas volvieron del colegio, Zoé aplaudió al saber que Max venía a vivir con ellas. Hortense cogió a su madre aparte en el cuarto de baño y preguntó:

—¿Es una broma?

—No. Escúchame, Hortense… No vamos a dejarlos dormir debajo de un puente.

—¡Joder, mamá!

—Si no te estoy pidiendo nada.

—Sí. Vamos a tener que hacerle sitio a esa familia de retrasados. Ya sabes cómo es la señora Barthillet: un caso social. Ya verás, ¡te vas a arrepentir! En todo caso, ¡no voy a permitir que invadan mi habitación! ¡O que toquen mi ordenador!

—Hortense, son sólo unos días… cariño —murmuró intentando tomarla entre sus brazos—, ¡no seas egoísta! Además, no es TU habitación, también es de Zoé…

—No sabes lo que me joden tus maneras de monjita. ¡Qué pasada estás, pobrecita!

El guantazo partió sin que Joséphine se diese cuenta. Hortense se llevó la mano a la mejilla y fulminó a su madre con la mirada.

—¡Ya no quiero vivir aquí! —gritó Hortense—. ¡Estoy harta de vivir contigo! Mi único deseo es largarme de aquí, y te lo advierto…

Recibió otro guantazo y, esta vez, Joséphine puso toda su rabia en él. En la cocina, Zoé, Max y la señora Barthillet preparaban la cena. Max y Zoé ponían la mesa mientras que la señora Barthillet calentaba el agua para la pasta.

—Ahora te calmas y pones buena cara, si no vamos a terminar mal —murmuró Joséphine entre dientes.

Hortense la miró y se dejó caer sobre el borde de la bañera. Después lanzó una risa suave, miró a su madre y soltó con un desprecio lleno de rabia:

—¡Gilipollas!

Joséphine la agarró por la manga de su chándal y la echó fuera del cuarto de baño. Después se dejó caer al suelo y luchó contra la náusea que le subía desde el estómago. Tenía ganas de vomitar. Tenía ganas de llorar. Estaba arrepentida por haberse dejado llevar por su cólera. No se resuelve nada pegando a una niña. Nos declaramos vencidos, eso es todo. Hortense salía siempre victoriosa de esos enfrentamientos. Joséphine se pasó agua por los ojos enrojecidos y fue a llamar a la habitación de Hortense.

—Me odias, ¿verdad?

—Oh, mamá, déjalo. No tenemos nada que decirnos. Me hubiera ido mejor quedándome en Kenia, con papá. Incluso con Mylène me llevaba mejor que contigo. ¡Figúrate!

—Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? Dímelo.

—No soporto lo que representas, tu aire de ñoña, tus discursos estúpidos. Y, además, ya no quiero vivir aquí… Me habías prometido que nos mudaríamos y todavía estamos vegetando en este lugar despreciable, en este barrio despreciable, con gente despreciable.

—No tengo dinero para mudarme, Hortense. Te prometí que lo haría si podía, si eso te hacía feliz.

Hortense la miró con aire desconfiado, y se pasó la mano por la mejilla para borrar el recuerdo doloroso de los golpes. Joséphine se arrepintió de haberla pegado y se excusó.

—No debía haberte pegado, cariño… pero me llevas al límite.

Hortense se encogió de hombros.

—No importa… Voy a tratar de olvidarlo.

Llamaron a la puerta de la habitación. Zoé anunciaba que la cena estaba lista. Sólo faltaban ellas. Joséphine habría querido escuchar a su hija que la perdonaba, habría querido estrecharla en sus brazos, besarla, pero Hortense respondió «ya, ya, ya vamos» y salió de la habitación sin volverse.

Joséphine se rehízo, se secó los ojos y se dirigió a la cocina. En el pasillo, se detuvo y pensó: ya no podré trabajar en la cocina, con los Barthillet, ni en el salón. ¿Dónde voy a poner mis libros, mis papeles y el ordenador? Cuando nos mudemos, elegiré un piso con despacho, para mí… Si el libro funciona, si gano mucho dinero, podremos mudarnos. Suspiró, sintió ganas de anunciar la buena noticia a Hortense, pero se contuvo. Primero debía terminar el libro. Iría a trabajar a la biblioteca. Al lado del hombre de la parka. Ya no tenía edad para enamorarse. Era ridículo. ¿Qué había dicho Hortense? Ñoña. Tenía razón. Hortense siempre tenía razón.

—¿No tenéis tele? —preguntó Max cuando entró en la cocina.

—No —respondió Joséphine—, y vivimos muy bien sin ella.

—Otra idea de mamá —suspiró Hortense encogiéndose de hombros—. Ha guardado la tele en el trastero. Prefiere que leamos en la cama, por las noches. ¡Qué bien nos lo pasamos!

—Sí, pero van a echar el gran baile de Carlos y Camila en el castillo de Windsor —dijo la señora Barthillet—, no podremos verlo. Y estará la reina, el príncipe Felipe, Guillermo, Harry y todas las casas reales.

—Iremos a casa de Gary —replicó Zoé—. Ellos tienen tele. Pero nosotros tenemos Internet. Fue mi tía Iris la que lo mandó instalar para que mamá pudiese trabajar. Fue su regalo de Navidad. Ni siquiera necesitamos enchufarnos, ¡es wifi!

—Que nadie toque mi ordenador —gruñó Hortense— o ¡muerdo! Estáis avisados.

—No te preocupes. Conseguí guardar el mío —dijo la señora Barthillet—. Uno que compré en el mercado negro en Colombes, por casi nada…

Era el sótano de una tienda de electrónica en la que se podía comprar, por una tercera parte de su precio, mercancía robada. Joséphine sintió que un escalofrío le recorría la nuca. Sólo faltaba que la policía apareciese en su casa.

—Entonces, ¿os han mangado todo? —preguntó Zoé poniendo cara triste.

—Todo… ¡no nos queda nada! —suspiró la señora Barthillet.

—Bueno, ¡no hay que lamentarse! —intervino Hortense—. Va usted a buscar trabajo y a trabajar. Para los que realmente quieren, siempre hay trabajo. El chico de Babette lo encontró en veinticuatro horas en una agencia de trabajo temporal. Sólo tuvo que entrar por la puerta y elegir. Hay que levantarse temprano, ¡eso es todo! Yo ya tengo respuesta para mis prácticas: Chef me contrata diez días en junio. Me ha dicho que si trabajo bien, además ¡me pagará!

—Está muy bien, cariño —dijo Joséphine—. Te las has arreglado sola.

—¡Había que hacerlo! Venga, ¿la pasta está hecha o no? Tengo mucho trabajo.

Joséphine fue a escurrir la pasta y servirla cuidándose de repartirla equitativamente. Había que poner atención para no herir susceptibilidades.

Comieron en silencio. Hortense cogió queso rallado sin ofrecer a los demás. Joséphine frunció el ceño y ella le lanzó una mirada oscura.

—Hay mucho en el cajón del frigorífico. No es un drama, ¿no? Pueden levantarse y servirse.

Joséphine se preguntó si no había cometido un gran error acogiendo a los Barthillet.

* * *

Tenían cita con el doctor Troussard a las tres de la tarde. Llegaron a las dos y media, vestidos de domingo, se sentaron en la sala de espera de ese gabinete médico señorial de la avenida Kléber. El doctor Troussard era especialista en problemas de fertilidad. Marcel había obtenido su nombre hablando con uno de los directores de tienda. «Pero ten cuidado, Marcel, nosotros tuvimos tres de golpe. ¡Estábamos agotados! ¡A punto estuvimos de dejar tres huérfanos!». «Tres, cuatro, cinco, me encargaré de todos», había replicado Marcel. El director de tienda puso cara de sorpresa. «¿Es para usted?», había preguntado, curioso. Marcel corrigió: «No, es para mi sobrinita, está desesperada por tener un niño, y verla marchitarse me pone malo. La he criado yo, es como si fuera mi hija, comprende…». «¡Ah! —había dicho el otro riendo—, mejor así, ¡creí que era para usted! Hay una edad en la que es mejor ver la tele que cuidar bebés, ¿no es verdad?».

Marcel se había ido pensativo. No se equivoca este buen hombre, me despierto un poco tarde para ir a cantar nanas a una cuna. Y Josiane no es tampoco una jovencita. Espero que no me haga un retoño con los restos. Un vegetal al que haya que criar con zumo de pepino. ¡Ay! ¡Qué bien me imagino a ese niño! Ya lo estoy viendo. Un duro de barrio al que criaré como al príncipe de Gales. No le faltarán vitaminas y aire fresco, ni lecciones de equitación ni grandes colegios, ¡me gastaré lo que sea!

El doctor Troussard les había pedido que se hiciesen análisis, una página entera, ¡con letra pequeña! Y les esperaba a las cuatro para «comentar los resultados». Allí estaban, temblorosos, en la sala de espera. Intimidados por los sofás, las sillas, la alfombra que se extendía a sus pies, las pesadas cortinas.

—Mira las cortinas, ¡parecen huevos de rinoceronte!

—Este médico no debe de cobrar una miseria —susurró Josiane—. ¡Tiene demasiado dinero! Me huele a charlatán.

—No te preocupes. El hombre me dijo que era un poco estirado, no de los que te doran la píldora, pero muy eficiente.

—¡Ay, qué nervios, Marcel! Toca mis manos, están heladas.

—Lee una revista, te distraerá…

Marcel cogió dos revistas y tendió una a Josiane, que la rechazó.

—No tengo ganas de leer nada.

—Lee, bomboncito, lee.

Para dar ejemplo, abrió la revista y hundió la cara en ella. Escogió una página al azar y leyó: «Se sabía que en las mujeres de cuarenta años es tres veces mayor el riesgo de un aborto espontáneo que en las de veinticinco, pero ahora un estudio franco-americano demuestra que la edad del padre aumenta también ese riesgo. Ya que los espermatozoides sufren también los efectos del envejecimiento: pierden su movilidad y contienen más anomalías cromosómicas o genéticas que pueden desembocar en un aborto espontáneo. El riesgo de aborto aumenta un treinta por ciento cuando el futuro padre tiene más de treinta y cinco años. Este riesgo aumenta regularmente con la edad, sea cual sea la de la futura madre…».

Marcel cerró la revista trastornado. Josiane vio cómo palidecía y se humedecía los labios como si le faltase saliva.

—¿Estás bien? ¿Te has puesto malo?

Él le tendió la revista abrumado.

Ella la leyó por encima, la dejó y dijo:

—No sirve de nada comerse el coco. El tiene los resultados de los análisis y nos dirá lo que sea…

—Sueño con un pequeño Hércules y tendremos que dar gracias si conseguimos tener un espárrago.

—¡Déjalo, Marcel! Te prohíbo hablar mal de tu hijo.

Se separó y cruzó los brazos sobre su pecho. Apretó los labios para no llorar. ¡Dios, cómo deseaba ese hijo ella también! Había abortado tres veces, sin la menor duda, y ahora, que lo que más deseaba en el mundo era quedarse embarazada, no lo conseguía. Rezaba todas las noches, encendía una vela blanca ante la imagen de la Virgen, se ponía de rodillas y recitaba el padrenuestro y el avemaría. Había tenido que volver a aprendérselos porque los había olvidado. Se dirigía, sobre todo, a la Virgen: «Tú eres madre, también, sabes lo que es, no te pido uno como el tuyo, uno del que aún se hable hoy en día, sólo uno normal, con buena salud, con todo en su sitio y una gran boca para reír. Uno que ponga sus brazos alrededor de mi cuello y que diga “te quiero, mamaíta”, ¡uno por el que me dejaría despellejar! Los hay que te piden cosas complicadas, yo sólo quiero una pequeña señal en mi vientre, no es gran cosa, al fin y al cabo…». Había visitado a una vidente que le había asegurado que tendría un niño. «Un niño precioso, se lo aseguro, lo veo… ¡que pierda mi don si me equivoco!». Le había cobrado cien euros, pero Josiane habría vuelto todos los días para sentirse aliviada. Niño o niña, le daba igual. Con tal de que tuviese un bebé, un bebé al que amar, al que mimar, al que acunar en sus brazos. Cuanto más tardaba en llegar ese niño, más lo deseaba. Le daba completamente igual, ahora, que Marcel dejara o no a la Escoba. Con tal de que ella tuviese su bebé…

Permanecieron un instante en silencio hasta que la ayudante vino a anunciarles que el doctor les recibiría. Marcel se levantó, ajustó el nudo de su corbata y se pasó la lengua por los labios.

—Creo que me va a dar un ataque.

—No es el momento —le reprendió Josiane.

—Cógeme del brazo: ¡no camino erguido!

El doctor Troussard les tranquilizó enseguida. Todo estaba en orden. En Josiane y en Marcel. ¡Los resultados eran los de unos jovencitos! No tenían más que remangarse y ponerse a la tarea.

—¡Pero si no hacemos más que eso! —soltó Marcel.

—¡Y no lo conseguimos! ¿Por qué? —gimió Josiane.

El doctor Troussard separó los brazos en señal de impotencia.

—Yo soy como un mecánico, levanto el capó y hago un diagnóstico: todo está en orden, todo funciona. Ahora es su turno de ponerse al volante y conducir.

Se levantó, les tendió su informe y les acompañó a la puerta.

—Pero… —insistió Josiane.

Él la interrumpió y dijo:

—Deje usted de pensar. Si no, va a ser su cabeza la que habrá que analizar. Y eso, créame, es mucho más complicado.

Marcel pagó el precio de la visita, ciento cincuenta euros, mientras Josiane suspiraba: mil pavos para decirnos que todo va bien, ¡me parece un poco caro!

En la calle, Marcel cogió del brazo a Josiane y avanzaron en silencio. Después Marcel se detuvo y, mirando a Josiane directamente a los ojos, le preguntó:

—¿Estás segura de querer ese niño?

—Archisegura. ¿Por qué?

—Porque…

—¿Porque te preguntabas si estaba fingiendo, que yo no quería?

—No, me preguntaba si no tenías miedo… respecto a tu madre.

—Ya me he planteado eso, ya…

Siguieron caminando. Después Josiane estrechó el brazo de Marcel.

—¿Sería bueno, quizás, que fuese a ver a un loquero?

—Nunca hubieran imaginado que fuese tan complicado tener un bebé.

—¡Quizás nos complicamos demasiado la vida! Si estuviésemos más relajados, quizás llegaría como germina una flor.

Marcel declaró que había que dejar de pensar en ello, suprimir el nombre de Júnior de sus conversaciones y hacer como si no pasara nada.

—No hablemos de nada, montamos la fiesta, nos revolcamos y si, en seis meses, sigues plana como un lenguado de Normandía… ¡te haré encerrar en una probeta!

Josiane se echó a su cuello y le besó. Se detuvieron delante de un gran escaparate del salón de belleza Nicolás. Marcel se acercó al espejo, se estiró la piel del cuello, hizo una mueca, «¿y si me hiciese un pequeño lifting, para Júnior? Para que no me tomen por su abuelo a la salida del colegio».

Ella le dio un buen codazo en las costillas y gritó:

—¡Habíamos dicho que no volveríamos a hablar de eso!

Él se llevó la mano a la boca para asegurar que no diría una palabra más sobre el tema. Le palmeó suavemente el trasero y la cogió del brazo.

—Mil pavos por un informe, ese no se limpia los mocos con los pies —declaró Josiane—. ¿Te lo devuelve la Seguridad Social?

Marcel no respondió. Se había detenido frente a un quiosco de prensa y miraba fijamente el expositor con los ojos como platos.

—Pero, bueno, Marcel, ¿estás aquí? ¿En qué piensas?

Hizo una señal de que no podía hablar.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Negó con la cabeza.

—¿Entonces?

Ella se plantó delante del quiosco de prensa, se puso a mirar los carteles hasta que vio uno consagrado a Yves Montand. «Yves Montand, su vida, sus amores, su carrera. Yves Montand y Simone. Yves Montand y Marylin. Yves Montand, papá con setenta y tres años… Su último amor se llamaba Valentín».

Ella suspiró, abrió su monedero, tomó la revista y se la tendió a Marcel, que se lo agradeció con un saludo mudo.

Volvieron al despacho a pie. Hacía un buen día. El Arco de Triunfo se dibujaba victorioso sobre el cielo azul, banderitas en azul, blanco y rojo flotaban sobre los retrovisores del autobús, las mujeres llevaban los brazos desnudos y los chicos las agarraban del talle. Marcel y Josiane se tomaron del brazo como una pareja de paseantes que se habían puesto sus mejores ropas para recorrer los buenos barrios.

—Nunca paseamos así. Como enamorados —remarcó Josiane—. Siempre tenemos miedo de encontrarnos con alguien.

—La pequeña Hortense va a hacer unas prácticas en la empresa en junio…

—Lo sé. Chaval me lo contó… ¿Cuándo se larga ese tío?

—A finales de junio. Saltaba de alegría cuando me dio su dimisión. Le hubiera puesto en la calle antes, pero todavía le necesito. Tengo que encontrar a alguien que le sustituya…

—¡Adiós muy buenas! Ya no lo aguantaba…

Marcel le lanzó una mirada inquieta. ¿Lo decía de verdad o acaso no había un poco de amor y de despecho en su voz? Habría preferido conservar a Chaval en la empresa para vigilarle, controlar a qué dedicaba su tiempo, sus desplazamientos.

—¿Ya no piensas nada en él?

Josiane negó con la cabeza y dio una patada a una lata que fue a rodar hasta el desagüe.

—¡Mira! —exclamó Marcel—. Hablando del rey de Roma…

En el semáforo del cruce, en la esquina de la avenida Ternes y la avenida Niel, un deportivo descapotable rojo rugía a la espera de arrancar. Bruno Chaval estaba al volante. Gafas de sol, chaqueta de ante clara, cuello de la camisa abierto, canturreaba subiendo el volumen de la radio. Echó un vistazo a su imagen en el retrovisor, pasó y repasó la mano por su pelo negro, dibujó con un dejo su fino bigote, hizo bramar a su motor y dejó la señal de sus ruedas al arrancar.

* * *