QUINTA PARTE
—¿Ves cuando te decía que la vida es una compañera? Que hay que tomarla como a una amiga, bailar con ella, dar, dar sin contar, y que después ella te responde… Que había que hacerse cargo de uno mismo, trabajar para sí, aceptar los errores, corregirlos, ponerse en movimiento… Y entonces ella entra en tu baile. Baila contigo. Luca volvió a mí, Luca me habló, Luca me ama, Shirley…
Estaban las dos en el borde de la piscina de la casa de Shirley. En Mosquito. Una casa magnífica, moderna, inmensa. Cubos blancos con ventanales de cristal, de una modernidad y un estilo sorprendentes frente al mar. Dominando el mar, bordeando la terraza: una piscina. En cada habitación podría meterse mi piso, se decía Joséphine al levantarse por las mañanas, al abandonar su cama gigante de sábanas de satén, entrando en el comedor donde, ante un mar turquesa que cortaba la respiración, estaba preparado el desayuno.
—Vas a terminar por convencerme, Jo. Voy a ponerme yo también a hablar con las estrellas.
Shirley dejó caer su mano en el agua azulada de la piscina. Los niños dormían. Hortense, Zoé, Gary y Alexandre, que Joséphine se había traído con ellos. Iris había vuelto de Nueva York decepcionada, amarga, sombría. Se pasaba los días encerrada en su despacho. Joséphine ignoraba lo que había pasado en Nueva York. Philippe no le había dicho nada. La había llamado una vez para pedirle si podía llevarse a Alexandre durante las vacaciones de Navidad. Joséphine no había preguntado nada. Tenía la extraña sensación de que no era asunto suyo. Iris se había distanciado de ella. Ella se había alejado de Iris. Como si alguien hubiese cortado una foto de ellas dos y hubiese esparcido los trozos.
Miró la fachada de la casa de Shirley: un inmenso ventanal que se abría sobre la terraza en la que estaban sentadas. En el salón, sofás blancos, alfombras blancas, mesas bajas cubiertas de revistas, de catálogos, cuadros en las paredes. Un lujo sereno, refinado.
—¿Cómo hacías para vivir en Courbevoie?
—Yo era feliz en Courbevoie… Era algo distinto. Era una nueva vida, estoy acostumbrada a cambiar de vida, ¡lo he hecho tanto!
Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Joséphine calló. Shirley hablaría cuando ella quisiera. Aceptaba los secretos de su amiga.
—¿Quieres que vayamos a ver los pececitos bajo el agua con los niños esta tarde? —preguntó Shirley volviendo a abrir los ojos.
—¿Por qué no? Debe de ser bonito…
—Cogemos gafas de bucear, nos sumergimos y los admiramos… Me sé los nombres de todos los peces. Voy a pedirle a Miguel que prepare el barco.
Hizo una seña a un hombre, que avanzó. Le habló en inglés y le pidió que preparase el barco y que cuidase de que hubiese gafas y tubos suficientes para todo el mundo. El hombre se inclinó y se fue. Aquí era donde debía de venir de vacaciones cuando pretendía ir a Escocia, pensó Joséphine.
Los días pasaban tranquilos, alegres. Zoé y Alexandre se pasaban el tiempo en la piscina o en el mar. Se habían metamorfoseado en pececillos dorados. Hortense se tostaba al borde de la piscina hojeando revistas de lujo que cogía de las mesas del salón. Joséphine había encontrado una caja de píldoras anticonceptivas entre sus cosas cuando buscaba un tubo de aspirina. No había dicho nada. Ya me hablará de eso cuando quiera. Confío en ella. No quería más enfrentamientos. Hortense había dejado de agredirla. Pero no se había vuelto precisamente tierna y amable…
Festejaron la Navidad en la terraza. En la serenidad de una noche estrellada. Shirley había colocado un regalo en cada plato. Joséphine deshizo su paquete y descubrió un brazalete Cartier.
Hortense y Zoé recibieron también otro. Alexandre y Gary tuvieron un portátil último grito. «Así podrás enviarme fotos y correos cuando estemos separados», murmuró Shirley al oído de su hijo mientras la besaba para darle las gracias. Tenía que agacharse para poder besarla. Había tanto amor en sus ojos cuando sus miradas se cruzaban.
Daban una fiesta en una casa vecina. Gary y Hortense preguntaron si podían ir. Shirley, tras haber consultado a Joséphine con una rápida mirada, les dio autorización, y se fueron tras dar el último bocado a la tarta. Zoé fue a acostarse, llevándose un trozo de tarta. Alexandre la siguió.
Shirley cogió una botella de champán y propuso a Joséphine bajar a su playa privada al pie de la casa. Se tumbaron cada una en una hamaca y miraron las estrellas.
Fue entonces cuando, sosteniendo su copa de champán en una mano, cubriendo sus pies con la punta del pareo, Shirley comenzó su relato.
—¿Conoces la historia de la reina Victoria, Jo?
—¿La abuela de Europa? ¿La que había colocado a cada uno de sus hijos y nietos en una familia real y que reinó cincuenta años?
—Esa misma.
Shirley hizo una pausa y miró a las estrellas.
—Victoria tuvo dos amores en su vida: Alberto, al que todo el mundo conocía, y John…
—¿John?
—John… John Brown. Un escocés que era su lacayo. El rey Alberto, su gran amor, murió en diciembre de 1861, tras veintiún años de matrimonio. Victoria tenía entonces cuarenta y dos años. Era madre de nueve hijos, la última de ellos tenía cuatro años. También era abuela. Era una mujer pequeñita, medía tres palmos, bastante corpulenta y con un carácter endiablado. Detestaba su oficio de reina, que practicaba a la perfección. Le gustaban las cosas sencillas: los perros, los caballos, el campo, los picnic… Le gustaban los campesinos, sus castillos, su té de las cuatro, jugar a las cartas, sestear a la sombra de un gran roble. Tras la muerte de Alberto, Victoria se encontró muy sola. Alberto siempre había estado a su lado para aconsejarla, ayudarla y, a veces, para reprenderla. Era Alberto quien le decía cómo comportarse, qué actitud adoptar. No sabía vivir sola. John Brown estaba allí, fiel, solícito. Muy pronto, Victoria no pudo pasarse sin él. La seguía allá donde fuese. La protegía, velaba por ella, la cuidaba, ¡incluso le libró de un atentado! Encontré cartas donde ella habla de él… Escribía: «Es extraordinario, lo hace todo por mí. Es a la vez mi lacayo, mi escudero, mi paje e incluso diría que mi asistenta, de tanto que cuida de mis abrigos y mis chales. Siempre es él el que conduce mi poni, el que se ocupa de mí fuera. Creo que nunca he tenido un criado tan servicial, fiel, cuidadoso». Es tan conmovedora cuando habla de él. Se diría una niña. John Brown tenía entonces treinta y seis años, la barba hirsuta, la lágrima fácil. Hablaba un inglés rudimentario y tenía modos bastante groseros. Pronto su complicidad se convirtió en un escándalo. Se la llamaba tanto Victoria como Mrs. Brown. La acusaron de haber perdido la cabeza, de estar loca. Su relación con él se convirtió en «el escándalo Brown». Las gacetas escribían: «El escocés vela por ella con los ojos de Alberto». Y es que, poco a poco, John Brown fue abusando. Desfilaba a su lado durante las ceremonias oficiales. Se había vuelto indispensable, ella ya no daba un paso sin él. Le nombró escudero, el primer escalón nobiliario, le compró casas que adornó de escudos reales, y le llamaba delante de todo el mundo «el mejor tesoro de mi corazón». Se encontraron billetes que ella le enviaba y que firmaba «I can’t live without you. Your loving one». La gente estaba horrorizada…
—¡Se diría que hablas de Diana! —exclamó Joséphine, que había detenido el balanceo de su hamaca para no distraerse.
—John Brown empezó a beber. Se derrumbaba borracho perdido, y Victoria decía sonriendo «creo que he sentido un ligero temblor de tierra». Era el hombre de la casa. Se ocupaba de todo, dirigía todo. Bailaba con la reina en las fiestas reales y la pisaba sin que protestara. ¡Llegaron a llamarle Rasputín! Cuando murió, en 1883, se sintió tan desgraciada como cuando murió Alberto. La habitación de Brown permaneció intacta con su gran kilt extendido sobre un sillón, y ella colocaba, sobre su almohada, una flor fresca cada día. Decidió escribir un libro sobre él. Le parecía que había sido injustamente maltratado cuando vivía. Escribió doscientas páginas de alabanzas y costó mucho disuadirla de que las publicara. Más tarde, se encontrarían trescientas cartas escritas por Victoria a John muy comprometedoras. Fueron compradas y quemadas. Y su diario íntimo sería reescrito por completo.
—¡No sabía nada de todo eso!
—Normal, eso no se enseña en los libros de historia. Existe la historia oficial y la historia íntima. Los grandes de este mundo son como nosotras: débiles, vulnerables y, sobre todo, sobre todo, están solos.
—¡Hasta las reinas! —murmuró Joséphine.
—Sobre todo las reinas…
Se sirvieron una última copa de champán. Shirley dejó la botella en la cubitera y, percibiendo una estrella fugaz, dijo a Jo: «¡Pide un deseo, deprisa, deprisa, he visto una estrella fugaz!». Joséphine cerró los ojos y pidió que su vida continuara yendo hacia delante, que nunca volviese a caer en el embotamiento pasado, que los miedos se borrasen y dejaran su lugar a una nueva llama. Y después añadió por lo bajo, muy bajo: «Que tenga la fuerza de escribir un nuevo libro sólo para mí… Y Luca también, estrella fugaz, consérvame a Luca».
—¿Cuántos deseos has pedido, Jo? —preguntó Shirley sonriendo.
—¡Un montón! —exclamó Joséphine riéndose—. Estoy tan bien aquí, me siento tan bien. Gracias por habernos invitado… ¡Qué hermosas vacaciones!
—Supongo que sabes que no te he contado todo eso para darte una lección de historia.
—Te vas a reír, pero estaba pensando en Alberto de Mónaco y su hijo ilegítimo.
—No me río para nada, Jo… Yo soy una hija ilegítima.
—¿De Mónaco?
—No… De una reina. Una reina magnífica que vivió una historia de amor muy hermosa con su gran chambelán. No se llamaba John Brown, se llamaba Patrick, también era escocés y era mi padre… A diferencia de John Brown, era muy discreto. Nadie supo nunca nada. Y cuando murió, hace dos años, la reina no perdió la cabeza. Permaneció mucho tiempo con una mirada apagada, perdida, pero nadie supo nada…
—Lo recuerdo, habías vuelto de vacaciones muy triste…
—A finales de 1967, cuando la reina se dio cuenta de que estaba embarazada, decidió conservarme. Es una mujer muy testaruda, muy voluntariosa. Amaba a mi padre. Amaba la presencia dulce y atenta de ese hombre que la amaba como mujer y la respetaba como su reina. También es una excelente amazona y tú sabes que las mujeres que practican mucha equitación tienen músculos de bailarina, abdominales tan fuertes que pueden disimular un embarazo sin que nadie sospeche nada. Tres semanas antes de dar a luz, mi madre tomaba el té con el general de Gaulle en el Elíseo. Tengo fotos de ese encuentro. Ella lleva un vestido turquesa, en ligero trapecio, ¡y nadie pudo adivinar que estaba en vísperas de un feliz acontecimiento! Nací en Buckingham Palace, por la noche. Fue mi padre el que trajo a su madre para ayudar a mamá. Mi abuela me llevó entonces entre sus brazos esa noche y mi padre me reintrodujo en palacio, un año más tarde, explicando que yo era su hija y que estaba solo para educarme… Crecí en las cocinas y en el office. Aprendí a andar en los inmensos pasillos tapizados en tela roja. Yo era la mascota de palacio. Trescientos criados viven allí durante todo el año y hay ¡seiscientas habitaciones para hacer el loco y esconderse! No era infeliz. Puedo decírtelo sin mentir: yo sabía que ella era mi madre y, el día que cumplí siete años, cuando mi padre me reveló todo, no me sorprendí en absoluto. Como era el gran chambelán, yo no necesitaba pedir audiencia para verla y la veía cada mañana, en su habitación. La forma en cómo se comportaba conmigo probaba que me amaba por encima de todo. Yo tenía una gobernanta, miss Barton, a la que quería mucho y a quien hacía mil y una barrabasadas. Vivía en un apartamento de palacio junto a mi padre. Iba al colegio, era buena estudiante. Tenía, además del colegio, un preceptor que me enseñó francés y español. ¡Estaba muy ocupada! Cuando cumplí quince años, las cosas empezaron a complicarse. Empecé a salir, a besar a los chicos, a beber cerveza en los pubs. Incluso aprendí a escaparme de casa… Una mañana, mi padre me dijo que iba a enviarme a Escocia a terminar mis estudios en un internado muy elegante. No nos veríamos más que en verano. No entendí por qué me alejaba y me enfadé con él… Me convertí de la noche a la mañana en una auténtica rebelde. Empecé a acostarme con todos los chicos con los que me cruzaba, me drogaba, robaba en las tiendas, proseguía mis estudios a trancas y barrancas y no sé cómo pude dejar el instituto con mi diploma bajo el brazo. Con veintiún años, me quedé embarazada. Se lo oculté a mi padre y di a luz a Gary en el hospital. El padre de Gary era un estudiante muy guapo, encantador, que, al anunciarle su futura paternidad, me declaró fríamente: «Eso es problema tuyo, querida». Ese verano, cuando llegó papá, tenía a Gary entre mis brazos. El nacimiento de Gary fue un verdadero golpe para mí, era responsable de alguien. Le pedí a mi padre que me hiciese volver a Londres. Me buscó un pequeño apartamento. Y después, un día, lo recuerdo bien, fui a palacio a presentar a Gary. Mi madre se mostró a la vez grave y emocionada. Intuía que ella me reprochaba el haberme portado mal y que se sentía conmocionada de verme con Gary. Me preguntó por qué había hecho eso. Le dije que no soportaba haber sido alejada de ella. La ruptura había sido demasiado brutal. Fue entonces cuando tuvo la idea de contratarme como guardaespaldas y de hacerme pasar por una de sus empleadas…
—¡Y así fue como te vi en la tele!
—Aprendí a defenderme, a luchar, me desarrollé… Ya era alta y bien formada, me convertí en una campeona de artes marciales. Podía cumplir mi papel sin que nadie tuviera la menor sospecha de mí. Todo hubiera ido muy bien si no hubiese encontrado a ese hombre.
—¿El hombre de negro sobre el felpudo?
—Me enamoré completamente de él y, una noche, le confié mi secreto, le quería tanto, quería que nos escapáramos juntos, decía que no tenía dinero, confié en él, y ese fue el principio de todos mis problemas. Ese hombre, Jo, es un hombre lamentable pero tan seductor. Es mi lado oscuro. Y físicamente… Lejos de él, puedo resistirme, pero cuando está, puede hacer de mí cualquier cosa. Muy pronto me chantajeó y me amenazó con revelarlo todo a la prensa.
Eran los tiempos de Diana, los años escandalosos, horribles, Annus Horribilis… ¿Recuerdas? Tuve que prevenir a mi padre, que habló con mi madre, e hicieron lo que hacen todas las cortes reales que quieren evitar que se propague un secreto: compraron su silencio. Una renta mensual de treinta mil euros para que callase. A cambio, prometí expatriarme, cambiar de nombre, no volverle a ver nunca más. Fue en ese momento cuando llegué a Francia, a tu edificio. Cogí un plano de París y sus alrededores, abrí mi compás, lo planté al azar y caí sobre nuestro barrio. Durante las vacaciones, íbamos a Inglaterra, yo seguía siendo un agente secreto cercano a la reina o a la familia real. Así fue como tomaron fotos de Gary con Guillermo y Harry, ya conoces aproximadamente el resto…
—¿Gary también lo sabe?
—Sí. Hice como mi padre. Cuando cumplió siete años, le dije la verdad. Eso nos acercó mucho y le hizo madurar. Lo que existe entre nosotros es indestructible…
—Y el hombre de negro ¿no te va a perseguir?
—Tras su paso por París, advertí a Londres, y le presionaron. También tiene miedo, ¿sabes? Miedo de perder su renta vitalicia, miedo de los servicios secretos. Los accidentes existen. No creo que vuelva a importunarme, pero prefiero poner la mayor distancia entre nosotros, por mi seguridad y también para olvidarle. He decidido pasar página. Por eso esta noche te lo cuento todo. Su visita a París fue la gota que colmó el vaso. Comprendí que ya no dejaría que me aterrorizase y cuando se fue, a primera hora de la mañana, sólo sentí un inmenso asco, el asco de haberme dejado manipular durante años…
Miró las estrellas y suspiró:
—Ahora voy a tener todo el tiempo para hablarles.
—Me enviarás a Gary en vacaciones y a las niñas también, si quieren… Y después, en junio, cuando llegue la selectividad, ¿podré ir y quedarme en tu casa para estar con él?
Joséphine asintió.
—Reemplazarás a la señora Barthillet, ¡ganaré con el cambio!
* * *
Iris miró por la ventana de su habitación. Odiaba el mes de enero. También odiaba febrero y los chubascos de marzo y abril. En mayo, tenía alergia al polen, en junio hacía demasiado calor. Ya no le gustaba la decoración de su habitación. Tenía mala cara. Abrió su armario: ¡no tenía nada que ponerse! La Navidad había sido siniestra. Qué fiesta más horrible, pensó apoyando la frente contra el vidrio. Philippe y ella, cara a cara, ante la chimenea del salón, ¡abominable!
Nunca volvieron a hablar de Nueva York.
Se evitaban. Philippe salía mucho. Si volvía sobre las siete, era para ocuparse de Alexandre. Se volvía a marchar cuando su hijo se bañaba. Ella no le preguntaba adónde iba. El hace su vida, yo la mía. Para qué preocuparme, siempre ha sido así.
Había decidido olvidar a Gabor. Cada vez que pensaba en él, era como si un cuchillo le atravesara el corazón. Seguía jadeante, cortada en dos por el dolor. Lo que había pasado en Nueva York, cuando volvía a pensarlo, le daba vértigo. Era como si la hubiesen colocado al borde de un precipicio. Ya no podía avanzar más, a menos que saltase al vacío… El vacío le daba miedo. El vacío le atraía.
Vivía de casualidad.
Su momento de gloria había terminado. Tras el frenesí de los tres primeros meses, la prensa había encontrado otros temas de interés. La solicitaban menos. ¡Qué deprisa pasaba todo! Justo antes de Navidad, me llamaban para hacerme una foto o para dar color a una fiesta con mi presencia. Hoy… Consultó su agenda, ¡ah, sí! Una foto para Gala el martes que viene… No sé cómo vestirme, tendré que preguntar a Hortense. Eso es, voy a pedir a Hortense que se invente un nuevo look para mí. Eso me entretendrá. Iremos juntas de tiendas. Tengo que encontrar algo para volver a primera plana. Resulta embriagador estar frente a los proyectores, pero, cuando se apagan, tiemblas de frío.
«¡Quiero que me miren!», rugió en la calma aterciopelada de su habitación. Pero para eso, tengo que crear mi propio espectáculo. Hacerme cortar el pelo en directo, fue soberbio. Debo encontrar otra idea… Sí, ¿pero qué? Miraba la lluvia contra el cristal, cómo resbalaba y caía sobre el marco. Encendió la tele y dio con un programa de final de la tarde. Recordaba haber sido invitada. «Vende mucho, vende mucho, hay que ir sin falta», había dicho su adjunta de prensa. Un joven autor presentaba su novela. Iris sintió un pinchazo de celos. Una periodista, ignoraba su nombre, decía que le había encantado el libro, que estaba bien escrito: sujeto, verbo, complemento. Frases cortas, rápidas.
—Normal —respondió el joven autor, acostumbrado a escribir SMS…
Iris se dejó caer sobre la cama, deprimida. Su libro no estaba escrito como un SMS. Su libro, el suyo, era literatura. ¿Qué tengo yo en común con ese imberbe? ¡Si se le aprieta la nariz y sale leche! Apagó el televisor, irritada, febril. Volvió a caminar de un lado a otro de la habitación. Encontrar una idea, encontrar una idea. Philippe no volvería para cenar. Alexandre estaba en su habitación. No se ocupaba de él. No tenía fuerzas para interesarse por él. Cuando se veían los dos y le contaba lo que había hecho en el colegio, ella simulaba escucharle. Asentía con la cabeza, sin decir nada, para puntuar las frases de su hijo como si pusiese atención, pero tenía ganas de que se callase. Esa noche estarían solos en la cena. Se sentía cansada con antelación, pensó en pedirle a Carmen que le preparase una bandeja para su habitación, pero luego cambió de opinión. Debe de haber algo en la tele. Cenaremos delante de la tele.
Al día siguiente, comía con Bérengère.
—No tienes muy buen aspecto…
—Debería ponerme a escribir de nuevo, y estoy angustiada…
—Hay que reconocer que, para un primer intento, fue un golpe maestro. Conseguirlo una segunda vez no debe de ser fácil.
—Gracias por animarme —cortó Iris—. Debería comer más a menudo contigo, me subiría la moral.
—Escúchame, acabas de pasar tres meses en los que no se ha hablado más que de ti, en los que has estado por todos lados, es normal que te deprima un poco la idea de encerrarte de nuevo.
—Me gustaría que durase siempre…
—¡Pero si dura! Cuando hemos entrado en el restaurante, he oído a gente murmurar «es ella, Iris Dupin, ya sabes, la que acaba de escribir ese libro…».
—¿De verdad?
—Te lo prometo.
—Sí, pero se acabará…
—No. Porque vas a escribir otro.
—¡Es tan duro! Lleva su tiempo…
—¡O haz alguna locura! Te suicidas y…
Iris hizo una mueca.
—Te ocupas de los pequeños leprosos de Papúa Nueva Guinea…
—¡Muchas gracias!
—Das tu nombre a una rosa…
—¡Ni siquiera sé cómo se hace!
—Te dejas ver con un jovencito… Mira Demi Moore, ya no hace ninguna película, pero se habla de ella gracias a la juventud de su pareja.
—No conozco ninguno. Los amigos de Alexandre son demasiado jóvenes… Y, además, está Philippe, ¡no lo olvidemos!
—Le explicas que no es más que publicidad para el próximo libro. Lo entenderá. Tu marido lo entiende todo…
Les trajeron sus platos e Iris bajó los ojos ante la comida, asqueada.
—¡Come! Te vas a volver anoréxica.
—¡Es mejor para la tele! Con la imagen se ganan kilos, vale más que esté flaca.
—Iris, escúchame, te vas a volver loca… Olvida todo eso. Ponte a escribir, en mi opinión, es lo mejor que sabes hacer.
Tiene razón, tiene razón. Tengo que insistirle a Joséphine. Se resiste a escribir un segundo libro. Cuando le hablo, se pone tensa. El próximo sábado, me autoinvito a comer en su lejano extrarradio, le comento y me llevo a Hortense de compras conmigo…
* * *
—¡No, Iris, no insistas! ¡No lo volveré a hacer!
Estaban las dos en la cocina. Joséphine preparaba la cena. Había acogido a Gary y tenía la impresión de tener que alimentar a un ogro.
—Pero ¿por qué? ¿No te ha cambiado la vida ese primer libro?
—Sí… Y no tienes idea de hasta qué punto.
—¿Entonces?
—Entonces, no.
—Formamos un equipo formidable las dos. Ahora estoy lanzada, tengo un nombre, una reputación, sólo hay que seguir alimentando a la máquina. Tú escribes, yo vendo, tú escribes, yo vendo, tú escribes…
—¡Para! —gritó Joséphine tapándose los oídos—. No soy una máquina.
—No lo entiendo. Hemos hecho lo más difícil, nos hemos hecho con un nombre y tú te echas atrás…
—Tengo ganas de escribir para mí…
—¿Para ti? ¡Pero si no venderás ni uno!
—Muchas gracias.
—No es lo que quería decir. Perdóname… Venderás mucho, mucho menos. ¿Sabes en cuánto estamos con Una reina tan humilde? Cifras auténticas, no esas cifras imaginarias que se ponen en las fajas de publicidad…
—Ni idea.
—¡Ciento cincuenta mil en tres meses! Y sigue, Jo, sigue. ¿Y tú quieres parar eso?
—No puedo. Es como si hubiese traído al mundo a un hijo, con el que me cruzo en la calle y no lo reconozco.
—¡Ya estamos! No te ha gustado que me cortara el pelo en directo, que salga en todos los periódicos, que responda a entrevistas idiotas… Pero así es el juego, Jo, ¡es lo que hay que hacer!
—Quizás… Pero no me gusta. Me apetece actuar de otro modo.
—¿Tú sabes cuánto vas a ganar con esta historia?
—Cincuenta mil euros…
—¡No tienes ni idea! ¡Diez veces más!
Joséphine soltó un grito de horror y se cubrió la boca con su mano libre.
—Pero ¡es horrible! ¿Y yo qué voy a hacer?
—Lo que quieras, me da completamente igual…
—¿Y los impuestos? ¿Quién va a pagar los impuestos de esa suma?
—Existe una ley para los escritores. Pueden dividir sus ganancias en cinco años. Es menos sangrante. Engrosará los impuestos de Philippe, ni siquiera se dará cuenta.
—¡No puedo dejarle pagar impuestos de algo que gano yo!
—¿Por qué no? Ya te he dicho que ni siquiera se dará cuenta.
—¡Oh!, no… —gimió Joséphine—. Es horrible, no podría.
—Sí que podrás, porque hemos hecho un pacto y tú vas a cumplirlo. Lo último que debe pasar es que Philippe se entere de algo. Además, estamos en horas bajas, así que no es el momento de soltarle toda la historia. Joséphine, piensa en mí, te lo suplico… ¿Quieres que me ponga de rodillas?
Joséphine se encogió de hombros y no respondió.
—Pásame la nata, voy a poner un montón. Un chico de un metro noventa ¡ni te cuento lo que come! Lleno el frigo, lo vacía, lo vuelvo a llenar, ¡lo vuelve a vaciar!
Iris le tendió el bote de nata con una mueca de niña suplicante.
—Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que…
—No insistas, Iris. La respuesta es no.
—Sólo uno más, Jo, después me las arreglaré. Aprenderé a escribir, observaré cómo lo haces, trabajaré contigo… ¿Cuánto te va a llevar? ¡Seis meses de tu vida y eso me salvará a mí!
—No, Iris.
—¡Eres realmente ingrata! No me he quedado nada para mí, te he dado todo, tu vida ha cambiado completamente, tú has cambiado completamente…
—¡Ah! ¿Tú también te has dado cuenta?
Hortense asomó la cabeza por la puerta de la cocina.
—¿Nos vamos, Iris? Me queda trabajo por hacer esta noche… No querría volver demasiado tarde.
Iris miró una última vez a Joséphine juntando las manos en ferviente plegaria, pero Joséphine sacudió la cabeza con firmeza.
—¿Sabes qué? —dijo Iris levantándose—. Eres realmente mala…
Ahora la culpabilidad, se dijo Joséphine. Quiere que me sienta culpable. Lo habrá intentado todo. Se secó las manos en el delantal, decidió añadir un paquete de lonchas de beicon en la quiche y la metió en el horno. Me relaja cocinar. Las pequeñas cosas de la vida me relajan. Es lo que le falta a Iris. Sólo coge de la vida las cosas artificiales, sin raíces, y así, a la menor contrariedad, se viene abajo. Debería más bien de enseñarle a hacer una quiche. Eso detendría el remolino que tiene en su cabeza.
Miró por la ventana de la cocina a su hermana y a su hija montar en el coche de Iris.
—¿Pasa algo con mamá? —preguntó Hortense a su tía mientras se ajustaba el cinturón de seguridad en el Smart.
—Le he pedido que me eche una mano para mi próximo libro, pero no quiere ayudarme…
En la cabeza de Iris surgió una idea y preguntó:
—¿Tú no podrías convencerla? Te quiere tanto. Si se lo pides, quizás te diga que sí…
—De acuerdo, hablaré con ella esta noche.
Hortense verificó que su cinturón estaba bien puesto, que no arrugaba su blusa Equipement recién estrenada, y después volvió a dirigirse a su tía.
—Pues debería ayudarte. ¡Después de todo lo que has hecho por ella y por nosotros desde siempre!
Iris suspiró y puso cara de víctima afligida.
—Ya sabes, cuanto más se ayuda a la gente, menos te lo agradecen.
—¿Adónde vamos de compras?
—No sé: ¿a Prada? ¿A Miu Miu? ¿A Colette?
—¿Qué es lo que quieres, exactamente?
—Tengo que hacerme unas fotos para Gala el martes que viene y me gustaría estar a la vez rompedora, elegantísima y muy clásica.
Hortense reflexionó y declaró:
—Vamos a Galeries Lafayette. Tienen toda una planta dedicada a los nuevos creadores. Yo voy a menudo. Es interesante. ¿Puedo asistir a la sesión de fotos el martes? Nunca se sabe, podría conocer a periodistas de moda…
—No hay problema.
—¿Puedo llevarme a Gary? Así me lleva en moto…
—De acuerdo. Dejaré vuestros nombres en la entrada del estudio.
Por la noche, cuando Hortense volvió a casa, cargada de paquetes con vestidos que su tía le había comprado en agradecimiento por haberle consagrado toda la tarde, preguntó a su madre por qué no quería echar una mano a Iris.
—Nos ha ayudado tanto estos últimos años.
—Eso no te concierne, Hortense. Es un problema entre Iris y yo…
—Pero, bueno, mamá… Por una vez que puedes hacerle un favor.
—Hortense, te repito que no es cosa tuya. Venga, ¡a la mesa! Llama a Gary y a Zoé.
No volvieron a tocar el tema y fueron a acostarse después de cenar. Hortense se había sorprendido del tono firme de su madre. Le había cerrado la boca con su seguridad. Una autoridad nueva, tranquila. Eso es nuevo, se dijo mientras se desnudaba. Estaba colgando en perchas los vestidos que su tía le había comprado, cuando le sonó el móvil. Se tumbó en la cama y respondió, en inglés, con una gracia lánguida que alertó a Zoé, en plena batalla por ponerse el pijama sin quitar los botones de la chaqueta. Cuando Hortense colgó y posó su móvil sobre su mesita de noche, Zoé preguntó:
—¿Quién es? ¿Un inglés?
—Nunca lo adivinarías —respondió Hortense, estirándose sobre su cama presa de una voluptuosidad desconocida.
Zoé la miró con la boca abierta.
—Dímelo. No diré nada. ¡Te lo prometo!
—No. Eres demasiado pequeña, te vas a chivar.
—¡Si me lo dices, te diré a cambio un secreto terrible! Un auténtico secreto de personas mayores.
Hortense miró a su hermana. Tenía el semblante serio, sus ojos parecían hipnotizados por la importancia de la revelación.
—¿Un auténtico secreto? ¿No una chorrada?
—Un secreto auténtico…
—Era Mick Jagger…
—¿El cantante? ¿El de los Rolling Stones?
—Lo conocí en Mosquito y hemos… simpatizado.
—Pero si es viejo, bajito, arrugado, delgaducho, con una boca enorme…
—¡Me gusta! ¡Me gusta mucho, incluso!
—¿Vas a volverlo a ver?
—Todavía no lo sé. Hablamos por teléfono. A menudo…
—¿Y el otro? Ese que llama todo el tiempo cuando duermo.
—¿Chaval? Se acabó… ¡Qué tío más pegajoso! Lloraba sobre mis rodillas y me llenaba de babas. ¡Qué tío más pesado!
—¡Guauuu! —dijo Zoé admirativa—. Sí que cambias deprisa.
—Hay que cambiar en la vida, conservar sólo lo que te interesa y que puede servirte. Si no, pierdes el tiempo… Bueno, ¿y tu secreto?
Su boca formaba una curva desdeñosa, como si el secreto de su hermana no llegara al tobillo de Mick Jagger.
—Te lo voy a decir… Pero prométeme que no se lo dirás a nadie.
—¡Te lo juro!
Hortense extendió la mano y escupió en el suelo.
—Yo sé por qué mamá no quiere ayudar a Iris a escribir el libro…
Hortense levantó una ceja extrañada.
—¿Tú sabes eso?
—Sí, lo sé…
Zoé se sentía importante. Tenía ganas de prolongar el suspense.
—¿Y cómo lo sabes?
Ante la cara extrañada y amable de su hermana, no se contuvo más tiempo y contó cómo se había encontrado encerrada en un ropero con Alexandre y lo que habían escuchado.
—Philippe decía a un señor que había sido mamá la que había escrito el libro…
—¿Estás segura?
—Sí.
—Entonces —concluyó Hortense—, por eso Iris insiste tanto a mamá. No quiere que le ayude, ¡quiere que le escriba el libro entero!
—Porque no escribió el primero. Fue mamá la que lo escribió. Mamá vale mucho, ¡vale muchísimo!
—Entonces, ahora lo entiendo mejor… Gracias, Zoíta.
Zoé se dobló de placer y lanzó una mirada de devoción a su hermana. ¡La había llamado Zoíta! Eso no pasaba muy a menudo. Normalmente la trataba con brusquedad, la empujaba, la llamaba bebé. Esa noche, la había tomado en serio. Zoé se acostó y se durmió sonriendo.
—Me gusta cuando eres así, Hortense…
—Duerme, Zoíta, duerme…
Hortense, en su cama, reflexionaba. La vida era apasionante. Mick Jagger la perseguía por teléfono, su madre resultaba ser una autora de éxito, su tía no podía dar un paso sin ella, el dinero iba a correr a chorros… A finales de curso pasaría la selectividad. Tendría que sacar una mención de honor para entrar en una buena escuela de diseño. En París o en Londres. Se había informado. Ya vería. Aprender para conseguir. No depender de nadie. Embrujar a los hombres para trazarse un camino. Tener dinero. La vida era simple cuando se aplicaban las buenas recetas. Asistía, afligida, a las dudas de sus compañeras de clase que perdían el tiempo intentando saber si un gigante lleno de granos había reparado en su existencia. Ella, en cambio, marcaba el camino. Chaval había perdido toda su dignidad y Mick Jagger la perseguía. Su madre iba a ganar mucho dinero… con la condición de que ingresara los derechos del libro. ¡Tendría que hacer lo posible para que no la timaran! ¿Cómo puedo hacerlo? ¿A quién podría pedir consejo?
Ya lo encontraría.
No era tan difícil, después de todo, hacerse un sitio en la vida. Bastaba con organizarse. No perder el tiempo con historias de amor. No enternecerse. Largar a Chaval, que ya no servía para nada, y hacer creer a un viejo roquero que era su príncipe azul. ¡Los hombres son tan vanidosos! Sus ojos se entornaron en la oscuridad de la habitación. Tomó su posición favorita para dormir: el brazo a lo largo del cuerpo, la cabeza recta, las piernas juntas en una larga cola de sirena. O de cocodrilo. Siempre le habían gustado los cocodrilos. Nunca le habían dado miedo. Los respetaba. Pensó un instante en su padre. ¡Cómo había cambiado la vida desde que se fue! Pobre papá, suspiró, cerrando los ojos. Bueno, se dijo recuperándose, no debo preocuparme por su suerte. ¡También le irá bien!
Mientras tanto, la vida se presentaba bajo los mejores auspicios.
* * *
Philippe Dupin consultó su agenda de citas y vio que Joséphine estaba inscrita a las quince treinta horas. Llamó a su secretaria y le preguntó si sabía de qué se trataba.
—Llamó y pidió una cita oficial… Insistió para tener tiempo. ¿He hecho bien?
Murmuró: sí, sí y colgó intrigado.
Cuando Joséphine entró en el despacho, quedó impresionado. Bronceada, más rubia, más delgada, había rejuvenecido y sobre todo, sobre todo, parecía sentirse liberada de un peso interior. Ya no avanzaba con la mirada gacha, los hombros encogidos, pidiendo perdón por existir, entró en su despacho sonriendo, le besó y fue a sentarse frente a él.
—Philippe, tenemos que hablar.
Él la miró, la sonrió para detener un instante el tiempo y preguntó:
—¿Estás enamorada, Joséphine?
Desconcertada, balbuceó sí, su mirada se turbó, y añadió:
—¿Se nota?
—Está escrito con letras mayúsculas en tu cara, en tu forma de andar, de sentarte… ¿Le conozco?
—No…
Se miraron un largo momento en silencio y, en la mirada de Joséphine, Philippe pudo leer un cierto desasosiego que le sorprendió y vino a endulzar la pena que había sentido.
—Me siento muy feliz por ti…
—No he venido a hablarte de eso.
—¿Ah? Creía que éramos amigos…
—Precisamente. Porque somos amigos he venido a verte.
Inspiró profundamente y comenzó:
—Philippe. Lo que te voy a decir no te va a gustar y no querría en ningún caso que pensases que quiero perjudicar a Iris.
Dudó de nuevo y Philippe se preguntó si tendría el valor, frente a él, de revelarle la superchería del libro.
—Voy a ayudarte, Jo. Iris no ha escrito Una reina tan humilde, lo has escrito tú.
La boca de Jo se abrió y sus cejas se elevaron en una interrogación estupefacta.
—¿Lo sabías?
—Lo sospechaba y mis sospechas se fueron haciendo cada vez más evidentes.
—¡Dios mío! Y yo que pensaba…
—Joséphine, déjame contarte cómo conocí a tu hermana. ¿Quieres que pida que nos traigan algo de beber?
Joséphine tragó saliva y dijo que sí, que era una buena idea. Tenía un nudo en su seca garganta.
Philippe pidió dos cafés con dos grandes vasos de agua. Joséphine asintió. Y después comenzó su relato.
—Hará unos veinte años, yo llevaba muy poco de abogado, había trabajado dos o tres años en Francia y hacía unas prácticas en Dorman and Steller en Nueva York, en el departamento de derechos de autor. Estaba muy orgulloso, te lo puedo asegurar. Un día, recibí una llamada de un director de un estudio de cine americano, del que omitiré el nombre, que tenía un caso bastante incómodo en sus manos y que pensaba que podría interesarme: era referente a una joven francesa. Le pregunté de qué se trataba y esto es lo que me explicó: se había realizado un trabajo colectivo redactado por estudiantes del último año de creative writing en la Universidad de Columbia, Departamento de Cine. Un guión escrito entre varios, premiado a final de curso por el claustro de profesores de Columbia como el guión más original, más brillante y mejor acabado de todos los elaborados por estudiantes. Ese guión había sido dirigido después por un tal Gabor Minar. Había realizado un mediometraje de unos treinta minutos, financiado por la Universidad de Columbia, que le valió las felicitaciones de sus profesores y le permitió después ser contratado para proyectos más ambiciosos. Esa película fue, como se hace normalmente, exhibida en el circuito universitario y se llevó todos los premios de ese nivel. Pues daba la casualidad de que Iris era estudiante en el mismo grupo que Gabor y que había participado en la escritura del guión. Hasta ahí, nada que objetar. Es después cuando todo se estropea… Iris retomó el guión, cambió dos o tres detalles en la historia, hizo de ella una versión larga y la presentó a un estudio de Hollywood, el estudio donde trabajaba el hombre que me llamaba, como si fuera un proyecto suyo original. El estudio, encantado con la historia, firmó inmediatamente con ella un contrato de guionista durante siete años. Con muchos, muchos ceros. Era una primicia, un golpe de efecto, y se habló de ello en la prensa especializada.
—Lo recuerdo, no se hablaba más que de eso en casa. Mi madre estaba que no cabía en sí de gozo.
—¡Y con razón! Era la primera vez que una alumna recién salida de la universidad se veía delante de un contrato así. Todo hubiera ido sobre ruedas si una estudiante que había formado parte del grupo de trabajo de Iris no se hubiese enterado del asunto. Consiguió el guión de tu hermana, lo comparó con el guión colectivo original y convenció al estudio de que Iris era una ladrona, una defraudadora, resumiendo, según la ley americana, ¡una criminal! El caso me interesó, quise ocuparme de él, conocí a tu hermana y me enamoré locamente de ella… Hice todo lo posible para sacarla de ese lío. Tuvo que prometer a cambio no volver a trabajar en los Estados Unidos y, durante diez años, ni siquiera pudo poner los pies allí. Había cometido un auténtico crimen según la ley americana, que no bromea con los mentirosos. ¡Allí es el crimen supremo!
—Por eso Clinton estuvo hundido en el fango mediático…
—El asunto quedó silenciado, Gabor Minar y los otros estudiantes nunca supieron nada, y la estudiante que había descubierto el fraude fue generosamente indemnizada… a cuenta mía. Aceptó retirar la denuncia a cambio de un buen puñado de dólares. Yo tenía dinero, había defendido dos o tres casos importantes muy jugosos, así que pagué…
—Porque estabas enamorado de Iris…
—Sí. La palabra no es lo suficientemente fuerte —dijo sonriendo—. Estaba a sus pies. Embrujado. Ella aceptó el arreglo sin decir nada, pero pienso que se sintió profundamente herida de haber sido cogida en flagrante delito de estafa. Lo hice todo para que olvidara y para que su herida de amor propio cicatrizara. Trabajé como un loco para hacerla feliz, intenté convencerla de que se pusiera a escribir, ella hablaba a menudo de eso pero no lo conseguía… Así que intenté que se interesara por otra cosa, en otra forma de arte. Tu hermana es una artista, una artista frustrada, que es lo peor que hay. Nada podrá nunca satisfacerla. Sueña con tener otra vida, sueña con crear, pero, ya lo sabes, eso no se decide, se hace. Cuando le oí decir que estaba escribiendo, enseguida pensé que había gato encerrado. Cuando oí decir que estaba escribiendo una historia sobre el siglo XII, supe que tendríamos problemas…
—Se encontró con un editor durante una cena y presumió de estar escribiendo, él le prometió firmar un contrato si le llevaba un proyecto, y se encontró presa de su mentira. Yo, en aquella época, tenía problemas de dinero, Antoine se había ido dejándome una enorme deuda, estaba con el agua al cuello, también pienso que tenía ganas de escribir desde hacía mucho tiempo y que no me atrevía, así que dije que sí…
—Y te encontraste inmersa en algo que te sobrepasaba…
—Y ahora quiero dejarlo. Me ha suplicado que escriba otro, pero no quiero, no puedo…
Se miraron sin decir nada. Philippe jugaba con su bolígrafo de plata. Golpeaba la superficie de su mesa con la punta de la tapa, lo hacía rebotar y volvía a empezar. Eso producía un ruido sordo, regular, que daba ritmo a sus pensamientos.
—Hay otro problema, Philippe…
Él levantó la cabeza y la observó con la mirada pesada y triste. El bolígrafo cesó su martilleo. La secretaria llamó a la puerta y puso los cafés sobre la mesa. Philippe tendió una taza a Joséphine y después, el azucarero. Ella tomó un azucarillo que se colocó en el paladar y bebió su café. Philippe la miró enternecido.
—Papá hacía eso también —dijo ella tras haber dejado su taza—. Quiero hablarte de otra cosa —retomó Jo—. Es muy importante para mí.
—Te escucho, Jo.
—No quiero que tú pagues los impuestos del libro. Parece ser que voy a ganar mucho dinero, es Iris quien me lo ha dicho. También me ha dicho que tú podías pagarlo, que ni siquiera te darías cuenta, y de eso ni hablar, me sentiría demasiado mal…
Él sonrió y su mirada se dulcificó.
—Qué buena eres…
Se irguió y retomó su jueguecito con el bolígrafo.
—Sabes, Jo, en cierto sentido, tiene razón… ese dinero va a dividirse en cinco años, gracias a la Ley Lang para los escritores, y creo que no me daré cuenta. ¡Pago tantos impuestos que me da igual!
—Pero yo no quiero.
Él reflexionó y dijo:
—Está bien haberlo pensado y debes saber que te respeto por ello. Pero, Jo, ¿cuál es la alternativa? ¿Que declares derechos de autor? ¿A tu nombre? ¿Que te firmen un cheque, que te hagan una transferencia a tu cuenta? Entonces todo el mundo sabrá que tú eres la autora del libro, y créeme, Jo, Iris no sobreviviría a una humillación pública. Podría incluso hacer una tontería muy gorda, gordísima.
—¿Lo crees de verdad?
Él asintió.
—Tú no quieres eso, ¿verdad, Jo?
—No. No quiero eso, seguro…
Ella escuchaba el ruido del bolígrafo golpeando el barniz de la mesa, toe, toe, toe.
—Me gustaría ayudarla… Pero ya no puedo. Incluso siendo mi hermana…
Miró a Philippe a los ojos y repitió «es mi hermana».
—Le estoy agradecida: sin ella, no habría escrito nunca. Eso me ha cambiado, ya no soy la misma. Quiero volver a hacerlo. Sé que el siguiente no irá tan bien como Una reina tan humilde porque no haré todo lo que hizo Iris para lanzar el libro, pero me da igual… Escribiré para mí, por mi propio placer. Si funciona, mejor, y si no funciona, no pasa nada.
—Eres una trabajadora, Jo. ¿Quién dijo que el genio es un noventa por ciento de transpiración y un diez por ciento de inspiración?
El bolígrafo martilleó la mesa, cambiando de ritmo, descargando la cólera de Philippe.
—Iris no quiere trabajar, Iris no quiere transpirar… Iris no quiere ver la realidad de frente… Ya se trate del libro, de su hijo, o de su marido.
Relató su viaje a Nueva York, el encuentro con Gabor Minar y el silencio obstinado de Iris desde que volvieron.
—Esa es otra historia, no te concierne, pero pienso que no es el momento de decirle al mundo entero que eres tú quien lo ha escrito. No sé si estás al corriente, pero una treintena de países extranjeros han comprado los derechos del libro, se habla de una adaptación al cine por un director muy conocido, ignoro su nombre porque, mientras no se firme el contrato, el editor no quiere decir nada… ¿Te imaginas las proporciones del escándalo?
Jo asintió con la cabeza, confundida.
—Ni siquiera debe saber que lo sé —continuó Philippe—. Le ha cogido gusto al éxito, no soportaría la vergüenza de un rechazo público. Vive como una sonámbula en este momento, es importante no despertarla. El libro es su última ilusión. Siempre podrá pretender después que ella era mujer de un solo libro. No sería la única y, al menos, diciendo eso, se despediría con todos los honores. ¡Incluso la felicitarían por su lucidez!
El bolígrafo ya no golpeaba la superficie de la mesa. Philippe había llegado a una conclusión, Joséphine asintió.
—Entonces —añadió ella después de verle reflexionar—, déjame al menos hacerte un inmenso regalo. Llévame un día a una sala de subastas donde se encuentre un cuadro o un objeto que desees y te lo regalaré.
—Será un placer. ¿Te gustan las obras de arte?
—Soy más fuerte en literatura e historia. Pero aprenderé…
Él sonrió, ella dio la vuelta a la mesa y se inclinó sobre él para besarle y darle las gracias.
Él volvió la cabeza hacia ella, su boca encontró la suya. Intercambiaron un beso furtivo y se separaron enseguida. Joséphine le acarició el pelo con un gesto muy dulce, muy tierno. Él le atrapó la muñeca y posó sus labios sobre las venas murmurando «siempre estaré aquí, Jo, siempre estaré a tu lado, no lo olvides».
Ella murmuró «lo sé, lo sé muy bien…».
Dios mío, se dijo en la calle, la vida se va a complicar mucho si me pasan cosas así. ¡Y yo que creía haber llegado a un equilibrio! La vida se ha puesto a bailar de nuevo…
De pronto se sintió muy feliz y llamó a un taxi para regresar a casa.
* * *
La sesión de fotos terminaba. Iris estaba sentada sobre un cubo blanco en medio de un largo rollo de papel blanco que subía y tapizaba el muro de ladrillo del estudio. Llevaba una chaqueta sastre rosa pálido, muy escotada, con grandes solapas de satén, que envolvía su torso filiforme. Cerraban la chaqueta tres grandes botones en forma de rosa, con hombreras pero con la cintura rodeada de nido de abeja. Una boina de satén rosa ancha como una gran torta escondía su pelo corto y destacaba sus grandes ojos azules, sombreándolos con un malva delicado que hizo estremecerse de placer a la periodista.
—¡Está usted magnífica, Iris! Me pregunto si no podríamos hacer una portada.
Iris sonrió con aire modesto.
—¡No bromee!
—Hablo en serio. ¿No es cierto, Paolo? —preguntó al fotógrafo.
Él levantó el pulgar en señal de aprobación e Iris se sonrojó. Una maquilladora vino a retocarla, pues el calor de los focos la hacía transpirar y un ligero sudor perlaba su nariz y sus pómulos.
—Y esa idea de llevar esa chaqueta Armani sobre unos vaqueros rotos y botas de goma altas ¡es genial!
—Fue mi sobrina la que tuvo la idea. Preséntate, Hortense.
Hortense salió de la sombra y vino a hablar con la redactora de moda.
—¿Te interesa la moda?
—Mucho…
—¿Quieres venir a ver otras sesiones de fotos?
—¡Me encantaría!
—Pues bien, déjame tu móvil y te llamaré…
—¿Puede darme usted también el suyo por si acaso pierde el mío?
La mujer la miró, sorprendida por su arrojo, y dijo «¿por qué no? ¡Vas a llegar lejos!».
—Venga, hacemos un último rollo, y lo dejamos, estoy agotada. Tenemos todo lo que hace falta, de verdad que es sólo para asegurarnos.
El fotógrafo terminó el rollo pero, antes de que guardara su equipo, Iris le pidió si podía hacerle fotos con Hortense.
Hortense vino a ponerse a su lado y posó con ella.
—¿Y Gary también? —preguntó Hortense.
—Vamos, Gary, ven… —gritó la redactora—. ¡Pero qué guapo es este chico! ¿No querrías hacerte fotos?
—No, no me interesa, preferiría ser fotógrafo…
—Ponedles un poco de maquillaje en la nariz a los dos, pidió la redactora haciendo una señal a la maquilladora.
—Son para mí, no para hacer fotos de moda —indicó Iris.
—¡Pero son tan guapos! Nunca se sabe, si él cambia de opinión.
Iris se hizo una serie de fotos con Hortense y, después, otra junto a Gary. La redactora insistió en hacer algunas seductoras, los dos abrazados, para ver qué salía, y después declaró terminada la sesión y dio las gracias a todo el mundo.
—No se olvide de enviármelas —le recordó Iris antes de ir a cambiarse.
Se encontraron los tres en el gran camerino de Iris.
—¡Uf! Es agotador hacer de modelo —suspiró Hortense—. ¡Lo que hay que esperar! ¿Te das cuenta? Hace cinco horas que estás ahí. Cinco horas sonriendo, posando, inmaculada. ¡Nunca podría dedicarme a eso!
—Yo tampoco —afirmó Gary—. Y, además, ese maquillaje, ¡puaj!
—¡Pues a mí me encanta! Te miman, te ponen guapa, guapa, guapa… —gritó Iris estirándose—. En todo caso, bravo por tus compras, cariño, ha sido sublime.
Volvieron al plato donde los encargados de la iluminación guardaban los focos, los cables y los enchufes. Iris llevó a la redactora y al fotógrafo a un aparte y les invitó al Raphael.
—Me encanta el bar de ese hotel. ¿Venís con nosotros? —propuso a Hortense y a Gary.
Hortense miró su reloj, declaró que no se quedarían mucho tiempo: tenían que volver a Courbevoie.
Se encaminaron todos hacia el Raphael. La redactora previno al fotógrafo:
—No guardes tu equipo, hazme fotos de ese chico, es de una belleza que corta el aliento.
En el Raphael, Iris extendió el brazo y pidió una botella de champán. Gary pidió una coca-cola: conducía la moto de su amigo; Hortense también: todavía tenía deberes para esta noche. El fotógrafo y la periodista bebieron un dedo de champán. Fue Iris la que terminó la botella. Hablaba mucho, reía en alto, movía sus piernas, sacudía sus brazaletes. Atrapó a Gary por el cuello y lo atrajo hacia ella. Todo el mundo reía. El fotógrafo sacó algunas tomas. Después Iris se puso a hacer muecas, muecas de payaso, de carmelita, de estrella de cine mudo, y el fotógrafo la ametralló. Ella reía cada vez más fuerte y le aplaudían cada cara que ponía.
—¡Qué bien lo estamos pasando! —gritó vaciando su vaso.
Hortense la miraba sorprendida. Nunca había visto a su tía en ese estado. Se inclinó hacia ella y le susurró:
—Ten cuidado, has bebido demasiado.
—¡Oh! ¡Si una no se puede divertir de vez en cuando! —dijo ella dirigiéndose a la periodista, que la miraba extrañada—. Tú no sabes lo que es escribir. Pasar horas frente a una pantalla, con un café frío, buscando una palabra, una frase, con dolor de cabeza, con dolor de espalda, así que cuando podemos divertirnos, hay que aprovecharlo.
Hortense se volvió, molesta por los comentarios de su tía. Miró a Gary y le hizo una seña «¿nos largamos?». Gary asintió y se levantó.
—Tenemos que irnos. Joséphine nos espera. No querría que se preocupase…
Se despidieron y salieron. En la calle, Gary se pasó la mano por el pelo y dijo:
—¡Joder con tu tía! Qué rara estaba esta noche. No dejaba de manosearme.
—Había bebido demasiado, olvídalo.
Hortense se agarró a Gary y este arrancó. Por primera vez en su vida, Hortense sentía piedad. No reconocía muy bien ese sentimiento que la inundaba como una tibia ola, ligeramente repugnante. Había sentido vergüenza de Iris. Había sentido pena por Iris. Ya no la miraría nunca más de la misma forma. La vería siempre sobre el sofá rojo del bar del Raphael, intentando atraer a Gary hacia ella, incordiándole, besándole o vaciando su copa como si estuviese muerta de sed. Se sentía triste: acababa de perder una hada madrina, una cómplice. Se sentía sola y era un sentimiento desagradable. No pudo dejar de pensar: ¡afortunadamente mamá no ha visto esto! No le hubiese gustado nada. Ella nunca hubiera hecho eso. Y, sin embargo, ha escrito el libro. Sola. Sin decir nada. No habla de ello, no se exhibe, no monta el espectáculo…
Nunca hubiera podido pensar eso de Iris, pensó Hortense agarrándose a Gary. Y, de pronto, un temor vino a sacudirla en su pensamiento: ¡espero que no haya dejado los derechos de autor para Iris! La veo muy capaz. ¿Cómo podría asegurarme? ¿A quién podría dirigirme? ¿Cómo recuperar ese dinero? Esa pregunta le atormentó hasta que tuvo una idea que calificó de genial…
* * *
Tres semanas más tarde, mientras Henriette Grobz esperaba en el gabinete de su esteticista para su limpieza de cutis semanal y su sesión de masaje, cogió, sobre la pila de revistas de la sala de espera, una revista. Le llamó la atención porque creyó ver el nombre de su hija, Iris, en primera página. En la misma medida que Henriette Grobz se regocijaba del éxito literario de su hija y se regodeaba en él, reprobaba su exposición mediática. Se habla demasiado de ti, querida, no está bien aparecer así por todos lados.
Abrió la revista, la hojeó, encontró el artículo relacionado con Iris, sacó sus gafas y empezó a leerlo. Se extendía a doble página.
El título del artículo decía «La autora de Una reina tan humilde en brazos de su paje», y, como subtítulo: «Con cuarenta y seis años, Iris Dupin bate el récord de Demi Moore y se pasea del brazo de su nuevo amor, un chico de diecisiete». Ilustrándolo, aparecían fotos de Iris con un hermoso adolescente de rizos castaños, sonrisa resplandeciente, ojos verde oscuro, piel ambarina. ¡Qué guapo, ese chico!, se dijo Henriette Grobz. Una serie de fotos mostraban a Iris cogiéndolo por la cintura, estrechándole en sus brazos, apoyando la cabeza contra su torso o girando el cuello mientras cerraba los ojos.
Henriette cerró la revista con un gesto seco, sintió que la sangre le subía a las mejillas y la ruborizaba. Miró a su alrededor por si alguien se había dado cuenta de su turbación y se precipitó a la calle. Su chofer no estaba allí. Le llamó al móvil y le ordenó que viniese a buscarla. Acababa de colgar y estaba guardando el aparato en su bolso, cuando su mirada se fijó en el escaparate de un quiosco de prensa: ¡la foto de su hija tumbada en los brazos del joven Adonis cubría toda la superficie!
Creyó que iba a desmayarse y se derrumbó en el asiento trasero del coche sin esperar a que Gilíes le abriese la puerta.
—¿Ha visto usted a su hija, señora? —preguntó Gilíes con una gran sonrisa—. Hay carteles de ella por todos lados. ¡Debe de estar usted orgullosa!
—Gilíes, no mencione ni una sola palabra sobre ese asunto o me voy a poner enferma. Cuando lleguemos, irá usted a comprar todos los ejemplares de ese panfleto en los quioscos que hay alrededor de casa, no quiero que esto se sepa en el barrio.
—No servirá de mucho, señora, sabe usted… ¡Las noticias vuelan!
—Cállese y haga lo que le he dicho.
Sintió cómo la migraña le invadía la cabeza y entró precipitadamente en su casa, evitando la mirada de la portera.
* * *
Joséphine había salido a comprar una baguette. Aprovechó para llamar a Luca. Los niños le ocupaban todo el tiempo. Sólo conseguían verse por la tarde, cuando las niñas estaban en el colegio. Él vivía en un gran estudio en Asniéres. En el último piso de un edificio moderno, con una terraza con vistas a París. Ella ya no iba a la biblioteca, se encontraban en su casa. Él cerraba las cortinas del estudio y se hacía de noche.
—Pienso en usted —le dijo ella hablando en voz baja.
La panadera la miraba fijamente. ¿Es posible que adivine que hablo con un hombre al que amo, con el que me paso las tardes en la cama? —se preguntó Jo sorprendiendo la mirada curiosa que le lanzó la panadera mientras gritaba setenta céntimos.
—¿Dónde está?
—Estoy comprando el pan. Gary ha devorado dos baguettes al volver del colegio.
—Mañana le ofreceré un té con pastas, ¿le gustan las pastas?
Joséphine cerró los ojos de placer y la panadera la sacó de su ensoñación apremiándola para que cogiese su baguette y dejase sitio a los clientes que esperaban.
—Estoy deseando estar allí —retomó Joséphine saliendo a la calle—. ¿Sabe usted que mis días se han convertido en noches desde hace algún tiempo?
—Soy el sol y la luna a la vez, me honra usted…
Sonrió, levantó la cabeza y se fijó, ella también, en la foto de su hermana en el escaparate del quiosco.
—¡Dios mío!, Luca. ¡Si supiera lo que estoy viendo!
—Déjeme adivinar —dijo él riendo.
—¡Oh, no! No tiene ninguna gracia. Le volveré a llamar…
Se precipitó a comprar la revista y la leyó en la escalera.
* * *
Josiane y Marcel cenaban en casa de Ginette y René, cuando Sylvie, la hija de estos últimos, entró en la habitación y tiró sobre la mesa una revista diciéndoles «leedla, ¡os vais a divertir!».
Se abalanzaron y no tardaron en retorcerse de risa. Josiane reía tan fuerte que Marcel le ordenó parar:
—¡Te va a producir contracciones y vas a dar a luz prematuramente!
—Ay, ¡me gustaría haber visto la jeta de la Escoba! —hipó Josiane antes de callar, fulminada por la mirada furiosa de Marcel, que se había lanzado sobre su vientre para mantener al bebé en su sitio.
* * *
Esa noche, la señora Barthillet recibía a Alberto Modesto para cenar. Con este, se sabe siempre cuándo va a aparecer, se le oye cojear desde el bajo de la escalera. No le gustaba salir con él. Tenía la impresión de pasear a un inválido. Prefería recibirlo en su casa. Vivía en un tercero sin ascensor. A Alberto le costaba subir y llegaba siempre el último. Ella le había apodado Poulidor. Había comprado comida precocinada, vino, pan, prensa. Estaba deseando leer su horóscopo. Saber si iba a ganar, por fin, el premio gordo, porque ya no aguantaba al cojo. Se estaba volviendo sentimental y hablaba de divorciarse para casarse con ella. Hasta aquí hemos llegado, pensó sacando las compras de las bolsas de plástico. Cuanto más pienso en largarme, más se me pega.
Metió los platos ya elaborados en el microondas, abrió una botella de vino, tiró dos platos sobre la mesa, barrió con la mano una corteza de queso que se había quedado pegada a la mesa desde la cena del día anterior y esperó leyendo la revista. Fue entonces cuando vio a la hermosa señora Dupin en brazos de Gary. ¡Pero, bueno! Se palmeó los muslos y se rio a carcajadas. No disparaba bajo, el retoño real, ¡tirarse a la autora de moda! Gritó «¡Maxou, Maxou! Ven a ver»… Max no había vuelto. De hecho, ya no volvía; eso le venía bien, ya no le tendría que aguantar… Bostezó, miró el reloj, ¿qué estará haciendo Poulidor? Y retomó la lectura de la revista rascándose las costillas.
* * *
Philippe había ido a buscar a su hijo al colegio. Todos los lunes, Alexandre salía a las seis y media. Seguía clases de inglés complementarias. Se llamaban Inglés +. Alexandre estaba muy orgulloso.
«Lo entiendo todo, papá, lo entiendo absolutamente todo». Hacían el trayecto de vuelta a pie hablando en inglés. Se había convertido en un nuevo rito. Los niños son más conservadores que los adultos, pensó Philippe cerrando su mano sobre la de Alexandre. Sentía una alegría serena, profunda y hacía durar esos trayectos. Qué feliz estoy de haber comprendido a tiempo que estaba perdiéndome algo bueno.
Alexandre le contaba cómo había marcado dos goles seguidos al fútbol, cuando Philippe vio la primera página de la revista con una gran foto de Iris en su quiosco. Dio un rodeo para que Alexandre no viese nada. Subieron al piso y, en el descansillo, Philippe se golpeó la frente diciendo:
—Oh my God! I forgot to buy Le Monde! Go ahead, son. I’ll be back in a minute[20]…
Volvió a bajar, compró la revista, la leyó subiendo las escaleras, la metió en el bolsillo de su abrigo y se quedó pensativo.
* * *
Hortense y Zoé volvían juntas del instituto. Lo hacían una vez a la semana, y Zoé aprovechaba para imitar el porte indolente y altanero que su hermana decía que era la forma de subyugar a los hombres. A Zoé le costaba, pero Hortense se aplicaba para enseñárselo. «Es la clave del éxito, Zoíta, ¡vamos! ¡Haz un esfuerzo!». Le parecía a Zoé que ella había ganado muchos puntos a ojos de su hermana desde que le había revelado EL secreto. Hortense era más suave con ella, menos insoportable en casa. Casi había dejado de ser del todo insoportable, incluso, pensó Zoé estirando los hombros como le pedía su hermana.
Fue entonces cuando vieron a su tía en la primera página de una revista, con una foto de Gary y ella en primer plano. Frenaron en seco al unísono.
—Hacemos como si no fuera con nosotras, Zoé, mantén la distancia —declaró Hortense.
—Pero volveremos a comprarla cuando nadie nos vea, ¿verdad?
—Ni eso. No merece la pena. ¡Ya sabemos lo que hay dentro!
—¡Oh, sí, Hortense!
—Mantén la distancia, Zoé, mantén la distancia, y eso se aplica a todo.
Zoé pasó al lado del quiosco sin volverse.
* * *
Iris, vagamente avergonzada, permanecía encerrada en su casa. Quizás había ido un poco lejos enviando las fotos en forma de anónimo a la redacción de la revista. Pensaba que sería divertido, que sería una pequeña noticia que la volvería a poner en primera plana… pero la reacción de su madre no dejaba lugar a dudas: se enfrentaba a un escándalo.
Cenaron los tres. Sólo Alexandre hablaba. Contaba cómo había marcado tres goles seguidos al fútbol.
—Hace un rato eran dos, Alexandre. No hay que mentir, hijo. No está bien.
—Dos o tres, ya no me acuerdo muy bien, papá.
Al final de la comida, Philippe dobló su servilleta y dijo: «Creo que voy a llevarme a Alexandre unos días a Londres, a casa de mis padres. Hace algún tiempo que no los ha visto y pronto serán las vacaciones de febrero. Llamaré al colegio para avisarles…».
—¿Vienes con nosotros, mamá? —preguntó Alexandre.
—No —respondió Philippe—. Mamá está muy ocupada en este momento.
—¿Otra vez ese libro? —suspiró Alexandre—. Estoy harto de ese libro.
Iris asintió con un gesto y volvió la cara para esconder las lágrimas que le llenaban los ojos.
* * *
Gary preguntó si podía coger el último trozo de baguette y Jo se lo tendió con la mirada taciturna. Las dos niñas callaban y le miraban en silencio mojar con el pan los restos de la salsa del pisto.
—¿Por qué me miráis todas con esa jeta? —preguntó después de tragarse su trozo de pan—. ¿Es por lo de las fotos en la revista?
Se miraron aliviadas. Lo sabía.
—¿Os molesta?
—Aún peor —suspiró Joséphine.
—Pero si no es nada, se hablará de eso durante una semana y después se acabará… ¿Puedo coger otro trozo de queso?
Joséphine le tendió el camembert.
—Pero tu madre… —dijo Jo.
—¿Mamá? Seguro que iría a partirle la cara a Iris. Pero no está aquí y no lo sabrá…
—¿Estás seguro?
—Pues claro, Jo. ¿Te crees que ese panfleto se lee en Mosquito? Además, es genial, ¡mi nivel de popularidad va a explotar entre las chicas! ¡Van a querer salir todas conmigo! Voy a ser la estrella del instituto. Durante unos días, en todo caso…
—¿Eso es todo el efecto que te provoca? —preguntó Jo estupefacta.
—¡Tendrías que haber visto la prensa inglesa en tiempos de Diana, entonces sí que estábamos acojonados! ¿Puedo acabarme el camembert? ¿Ya no queda pan?
Jo negó abatida. Ella era la responsable de Gary.
—Venga, Jo, no hagas un drama de lo que no lo es.
—¡Habla por ti! Pero imagínate Philippe y Alexandre…
—No tienen más que tomárselo como un juego. Una broma. La única cosa que me gustaría saber es cómo esas fotos han llegado a ese periodicucho.
—¡A mí también! —gruñó Jo.
* * *
Iris volvió a salir en la televisión. En programas de radio. «No entiendo todo este estrépito, se extrañó en la emisora RTL, cuando un hombre de cuarenta años sale con una jovencita de veinte, no sale en la primera página de los periódicos. Estoy a favor de la igualdad entre hombres y mujeres en todos los sentidos».
Las ventas del libro volvieron a subir. Las mujeres seguían sus consejos de belleza, y los hombres metían la tripa cuando la veían. Propusieron a Iris dirigir un programa nocturno en una emisora de radio. Lo rechazó: quería consagrarse por completo a la literatura.
* * *
Lejos de esa agitación parisina, sentado en los escalones del porche, Antoine reflexionaba: no había podido traer a sus hijas en las vacaciones de febrero. En Navidad tampoco las había visto. Joséphine le había pedido permiso para llevárselas a Mosquito a casa de una amiga. Las niñas estaban encantadas de ir allí. Él había dicho que sí. La Navidad había sido triste y aburrida. No habían encontrado pavo en el mercado de Malindi. Habían comido uapití, que habían masticado en silencio. Mylène le había regalado un reloj de buceo. Él no tenía regalo para ella. Ella no había dicho nada. Se habían acostado pronto.
Se encontraba mal desde hacía algún tiempo. Bambi había sido devorado por un viejo cocodrilo belicoso un día que se paseaba, despreocupado, al borde del estanque. Eso había desestabilizado completamente a Pong y a Ming. Les servían arrastrando los pies, tenían la mirada vacía y triste, ya no comían y se tumbaban sobre una estera para descansar a la menor dificultad. Debía reconocer que él mismo se había sentido afectado por la muerte de Bambi. Había terminado por cogerle cariño a ese animal patoso y asqueroso que le miraba con ojos vidriosos, atado al pie de la mesa de la cocina. Era un lazo entre él y los otros cocodrilos. Un lazo de unión amistosa, lo observaba y veía una lucecita de humanidad en el fondo del ojo. A veces, incluso, sonreía. Retorcía sus mandíbulas y esbozaba una sonrisa. «¿Crees que le gusto?», había preguntado a Pong. Se había sentido enternecido por la respuesta afirmativa de Pong.
Sólo Mylène resistía. Su pequeño negocio prosperaba. Su asociación con míster Wei se precisaba. «Abandona esas bestias asquerosas y ven conmigo», susurraba ella a Antoine por la noche, cuando se deslizaban bajo la mosquitera. Otro traslado después de otro fracaso, pensaba Antoine, despechado, no hago más que eso: coleccionar fracasos. Y, además, sería como declararse derrotado ante los cocodrilos y, no sabía por qué, rechazaba esa solución y quería, frente a esas sucias bestias, salir con la cabeza bien alta. Quería tener la última palabra.
Pasaba cada vez más tiempo cerca de ellos. Sobre todo por la noche. Porque, durante el día, se deslomaba a trabajar. Pero por la noche, después de la cena, abandonaba a Mylène y a sus listas de pedidos, sus libros de cuentas y partía a pasear a la orilla de los cocodrilos.
Trasladarse a China no le tentaba. Luchar de nuevo, ¿y para qué? Ya no tenía fuerzas para luchar.
«Pero yo trabajaría, tú no tendrías gran cosa que hacer… Te ocuparías de las cuentas».
No quiere irse sola, pensaba. Me he convertido en un hombre de compañía, por no decir un gigoló.
Dudaba de todo. Ya no tenía energía. Se juntaba con los criadores en el Cocodrile Café, en Mombasa, y empinaba el codo en la barra despotricando contra los negros, los blancos, los amarillos, el clima, el estado de las carreteras, la comida. Había vuelto a beber. Soy como una pila gastada, se decía mirando en la oscuridad de la noche los ojos amarillos de los cocodrilos. Podía ver una chispa de ironía en sus ojos. Te la hemos pegado, viejo. Mira en lo que te has convertido: en un despojo humano. Bebes a escondidas, ya no tienes ganas de follar con tu mujer, comes uapití en Navidad. ¡Te podríamos masacrar levantando sólo una pata! Él les tiraba piedras: rebotaban sobre su duro caparazón reluciente y graso. Sus párpados no se movían, y el pequeño centelleo amarillo seguía presente en el orificio de sus ojos, rasgados como una sonrisa melosa.
—Sucias bestias, sucias bestias, ¡os voy a destrozar a todas! —refunfuñaba buscando una manera de aniquilarlos.
Qué hermosa era la vida antes. En Courbevoie.
Echaba de menos a Joséphine. Echaba de menos a sus hijas. El quicio de la puerta de la cocina venía a su memoria cuando se apoyaba en la puerta de su despacho. Se frotaba dulcemente contra la madera y volvía a Courbevoie. Courbevoie, Courbevoie. Las sílabas resonaban mágicas. Le hacían viajar como antaño: Uagadugu, Zanzíbar, Cabo Verde o Esperanza. Volver a Courbevoie. Después de todo, sólo hacía dos años que se había ido.
Un día, llamó a Joséphine.
Le respondió un contestador que le pidió que dejara un mensaje. Miró su reloj sorprendido. Era la uña de la mañana, hora francesa. Lo intentó a la mañana siguiente y escuchó de nuevo la voz de Joséphine que pedía que dejara un mensaje. Colgó sin dejar mensaje. Llamó, pues, a última hora de la mañana, hora de París, y contestó Joséphine. Después de las banalidades al uso, le preguntó si podía hablar con las niñas. Jo le respondió que se habían ido de vacaciones.
—Acuérdate, hablamos de ello. Las vacaciones caen tarde este año, empezaron a finales de febrero. Han ido a casa de mi amiga, a Mosquito…
—¿Las has dejado marchar solas?
—Están con Shirley y Gary…
—¿Quién es esa amiga?
—No la conoces.
De pronto, le vino a la cabeza una pregunta.
—Pero esta noche no estabas, Jo. ¡Ni la noche anterior! He llamado y nadie respondió…
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
—¿Estás con alguien?
—Sí.
—¿Estás enamorada?
—Sí.
—Está bien.
Hubo otro silencio. Un largo silencio. Después Antoine se repuso.
—Esto tenía que pasar.
—Yo no lo he buscado. No me creía capaz de interesar a alguien.
—Y, sin embargo… Eres formidable, Jo.
—Tú no me lo decías a menudo…
—«Se reconoce la felicidad por el ruido que hace al marcharse». ¿Quién dijo eso, Jo?
—No lo sé. Y tú, ¿qué tal?
—Estoy desbordado de trabajo, pero bien… Voy a terminar de pagar el préstamo del banco y te pagaré una pensión para las niñas. Las cosas van mucho mejor, sabes. ¡He cogido el toro por los cuernos!
—Me alegro por ti.
—Cuídate mucho, Jo.
—Tú también, Antoine. Diré a las niñas que te llamen cuando vuelvan.
Antoine colgó. Se secó la frente. Abrió una botella de whisky que encontró en un estante y la terminó durante la noche.
* * *
El 6 de mayo, sobre las seis de la mañana, Josiane sintió una primera contracción. Recordó entonces el curso de preparación al parto y se puso a cronometrar el tiempo entre contracciones. A las siete de la mañana, despertó a Marcel.
—Marcel… ¡Creo que ya está! Ya llega Júnior.
Marcel se incorporó como un boxeador sonado, balbuceó «ya llega, ya llega, estás segura, bomboncito, ¡dios mío! Ya llega…». Se tropezó al bajar de la cama, se volvió a levantar, extendió los brazos para buscar sus gafas, volcó el vaso de agua sobre la mesita de noche, soltó un taco, se volvió a sentar, soltó otro taco y se volvió hacia ella desamparado.
—Marcel, no te pongas nervioso. Todo está listo. Voy a vestirme, a prepararme, tú coges la maleta, allí, cerca del armario, sacas el coche y yo bajo…
—¡No! ¡No! No bajas sola, yo bajo contigo. Se precipitó bajo la ducha, se cubrió de agua de colonia, se cepilló los dientes, peinó la corona de pelo rojo que bordeaba su cráneo calvo y se quedó de piedra ante una camisa lisa o una camisa azul de rayas finas.
—Tengo que estar guapo, bomboncito, tengo que estar guapo…
Ella le contemplaba, enternecida, y señaló una camisa al azar.
—Tienes razón, esta es más fresca, más juvenil. Y la corbata, bomboncito, ¡quiero recibirle en corbata!
—Quizás no valga la pena la corbata…
—Sí, sí…
Corrió hacia su ropero y le propuso tres. Ella eligió otra vez al azar y él aprobó.
—No sé cómo haces para conservar tu sangre fría. Creo que me voy a desmayar. ¿Estás bien? ¿Estás contando el tiempo entre contracciones?
—¿Has terminado en el cuarto de baño?
—Sí. Voy a bajar a buscar el coche y subo a buscarte. Tú no te muevas, ¿me lo prometes? No vayamos a tener un accidente.
Se fue una primera vez, volvió a subir porque había olvidado las llaves del coche. Se fue y volvió otra vez: no recordaba dónde lo había aparcado la víspera. Ella le tranquilizó, le calmó, le indicó el sitio donde estaba el coche, y él intentó salir por la cocina.
Ella se echó a reír, él se volvió emocionado.
—Hace treinta años que espero este momento, bomboncito, ¡treinta años! No te burles de mí. Creo que no lo conseguiré…
Llamaron a un taxi. Marcel hizo mil recomendaciones al taxista, que tenía ocho hijos, y miraba al futuro padre, burlón, por el retrovisor.
En el asiento de atrás, Marcel sostenía a Josiane en sus brazos y la enlazaba como un segundo cinturón de seguridad. Repetía «¿estás bien, bomboncito, estás bien?», secándose la frente y jadeando como un perrito.
—Soy yo la que va a dar a luz, Marcel, no tú.
—Me encuentro mal, me encuentro mal. Creo que voy a vomitar.
—¡En mi coche, no! —exclamó el taxista—. Que acabo de empezar mi jornada.
Se detuvieron. Marcel se fue hacia un castaño para recuperarse, y volvieron a partir en dirección a la clínica de la Muette. «Mi hijo nacerá en el Barrio XVI, había decidido Marcel, en la mejor clínica, la más encopetada, la más cara». Había reservado la suite de lujo, en el último piso, con terraza y cuarto de baño grande como un salón de embajada. Llegados delante de la clínica, Marcel dio un billete de cien euros al taxista, que protestó: no tenía cambio.
—¡Pero si no quiero el cambio! Es para usted. ¡El primer viaje en taxi de mi hijo!
El taxista se volvió y le dijo:
—Oiga… Pues le dejo mi teléfono y me llama cada vez que salga el chaval.
A las doce y media en punto, el pequeño Marcel Júnior soltaba su primer grito. Hubo que sostener al padre, que se desmayaba, y sacarle de la sala de partos. Josiane aguantó su respiración cuando colocaron a su hijo sobre su vientre, mojado, sucio, pegajoso. «¡Qué guapo es! ¡Qué largo! ¡Qué fuerte! ¿Había visto ya un bebé tan guapo, doctor?». El doctor respondió «nunca».
Marcel se recuperó para ir a cortar el cordón umbilical y dio el primer baño a su hijo. Lloraba tanto que ya no sabía cómo sostener al niño y secarse los ojos a la vez, pero no quiso soltarle.
—Soy yo, soy papá, mi bebé. ¿Me reconoces? Has visto, bomboncito, reconoce mi voz, se ha vuelto hacia mí, ha parado de patalear. Mi hijo, mi tesoro, mi gigante, mi amor… Vas a ver qué vida te vamos a dar tu madre y yo. ¡Una vida de jeque árabe! También habrá que trabajar, porque, en este mundo, si no te rompes los riñones, no tienes nada, pero no te preocupes, te enseñaré. Te pagaré los mejores colegios, las carteras más bonitas, los mejores libros encuadernados con oro. Lo tendrás todo, mi hijo, todo… Serás como el Rey Sol. Reinarás sobre el mundo entero, porque la Francia de hoy es pequeñita, acartonada. ¡Nadie como los franceses para creerse los reyes del mundo! Ya verás, hijo mío, tú y yo nos vamos a llevar un buen trozo.
Josiane escuchaba y el ginecólogo sonreía.
—Su hijo trae un buen pan debajo del brazo. ¿Cómo le va a llamar?
—Marcel —rugió Marcel Grobz—. Como yo. Va a hacer oír hablar de ese nombre, ¡ya verá usted!
—No lo dudo.
Subieron a la madre y al niño a la suite de lujo. Marcel no quería marcharse.
—¿Estás segura de que no nos lo van a cambiar?
—Que no… Tiene su brazalete. Y, además, no hay peligro; ¿has visto? ¡Es tu vivo retrato!
Marcel se estiró y fue a contemplar de nuevo al pequeño Marcel en su cunita.
—Tienes que ir a inscribirlo en el Ayuntamiento y tengo que descansar, estoy un poco fatigada…
—¡Oh! Perdón, bomboncito… Me cuesta marcharme, sabes, tengo miedo de no volverlo a encontrar.
—¿Has llamado al trabajo para decírselo?
—He llamado a Ginette y René, te mandan un beso muy fuerte. Han descorchado champán. ¡Me esperan para brindar! Volveré después. Si hay algo, prométeme que me llamarás enseguida, ¿eh, bomboncito?
Hizo algunas fotos de su hijo, guapo, bañado, limpio, que dormía en pijamita blanco, y se fue dándose un golpe en la puerta.
Josiane aprovechó para lloriquear de felicidad. Lloró, lloró mucho tiempo y después se levantó, cogió a su bebé entre sus brazos y se durmió apretada contra él.
Estaban todos reunidos bajo las ramas de la enredadera, decorada de lacitos azules para la ocasión. Ginette había improvisado un bufé, cuando el móvil de Marcel sonó. Lo descolgó y gritó:
—¿Bomboncito?
No era bomboncito. Era Henriette. Estaba en el banco, acababa de consultar sus cuentas y de ponerse al día con su consejera de inversiones.
—No lo entiendo, ¿ahora tenemos dos cuentas separadas? Debe de ser un error…
—No, querida. Dos cuentas separadas y nuestras vidas también separadas. He tenido un hijo esta noche. Un hijo llamado Marcel… Casi cuatro kilos, cincuenta y cinco centímetros, ¡un gigante!
Hubo un largo silencio, después Henriette, con la misma voz cortante, dijo que volvería a llamar, no podía hablar delante de la señora Lelong.
Marcel se frotó las manos, entusiasmado. Vuelve a llamar, vuelve a llamar, querida, ¡vas a ver cómo te voy a adornar la noticia! René y Ginette le miraron suspirando, por fin, por fin él derrocaba al tirano.
Como todas las mentes estrechas e insanas, Henriette Grobz tenía por costumbre no renunciar a sus ideas preconcebidas y nunca buscaba en ella la causa de sus desgracias. Prefería echarle la culpa a los demás. Ese día, no hizo una excepción a la regla. Solventó los asuntos corrientes con la señora Lelong y salió del banco despidiendo a Gilíes, que le abría la puerta de la berlina. Le pidió que la esperase, que tenía unas compras que hacer y que no necesitaba coger el coche. Dio la vuelta a la manzana para poner las ideas en su sitio. Era urgente pensar, organizarse. Habituada a la docilidad de su víctima, había firmado papeles, durante la compra del negocio de los hermanos Zang, sin prestar realmente atención. Error, error, martilleó mientras le temblaban las piernas, craso error. Me he adormilado en mi comodidad y he dejado que me tomaran el pelo. Creí que el animal estaba domado y todavía coleaba. Ahora se trata de corregir el tiro. Hablarle amablemente para sacar las castañas del fuego. La palabra amablemente, aunque no fue articulada en voz alta, desencadenó en ella una especie de repulsión, un torrente de odio que le hizo torcer el gesto. ¿Por quién le tomaba ese cerdo baboso, a quien ella había enseñado todo: desde sostener un tenedor hasta decorar los escaparates? Sin ella no sería nada. ¡Nada más que un oscuro tendero! Ella le había dado lustre, educación y distinción. Ella había impreso su marca hasta en el cubilete para lápices más pequeño que él vendía. Su fortuna me la debe a mí, concluyó en su primera vuelta a la manzana. Me la debe a mí. Cuanto más avanzaba, más aumentaba su odio. Aumentaba en proporción a sus esperanzas rotas. Había creído llegar a puerto, estar bien, estar bien protegida, ¡y va el patán y corta la amarra! Ya no encontraba palabras para calificarle y se dejaba caer poco a poco por la pendiente de odio. Un centenar de metros después, se detuvo, golpeada por una evidencia de lo más detestable: ¡ella dependía de él, desgraciadamente! Se sintió, pues, obligada a reprimir las explosiones de amor propio herido y a templar sus deseos de venganza. Cuentas separadas, ahorros perdidos, ¿qué iba a dejarle él? Escupió algunos insultos, dio un golpe a su sombrero, que amenazaba con volarse, y comenzó la segunda vuelta a la manzana esforzándose en razonar. Tenía que pensar a lo grande, no dejarse llevar por pequeñas venganzas, contratar un abogado, dos si era necesario, sacar sus viejos contratos, exigir, vociferar… Se detuvo en la puerta de un garaje y pensó: ¿tendré medios suficientes? Debe de tenerlo todo bien atado, no es un niñato caído de un guindo, está acostumbrado a enfrentarse a rusos corruptos y a chinos hipócritas. Antaño me conformaba con pequeñas humillaciones, le perseguía con suavidad y obstinación, era mi pasatiempo favorito, lo tenía casi aniquilado. Lanzó un suspiro de nostalgia. Tengo que conservar la sangre fría y tomarle el pulso a la bestia antes de decidir cualquier cosa. Consagró una última vuelta a la manzana al remordimiento. Sabía que ya no dormía en casa, su cama nunca estaba deshecha, ¡pensaba que vivía una última aventurilla con una bailarina desnuda y mientras planeaba abandonar el nido! Hay que desconfiar de las aguas tranquilas, sometidas incluso desde hace años. Marcel coleaba aún. ¿De qué me servirá inventar nuevas persecuciones si mis golpes no le afectan? Se apoyó de nuevo contra la puerta de un garaje y marcó el número de Chef.
—¿Es esa Natacha? —atacó ella con determinación—. ¿Es esa perdida la que te ha dado un hijo?
—¡Respuesta incorrecta! —contestó entusiasmado Marcel—. Es Josiane Lambert. Mi futura esposa. La madre de mi hijo. Mi amor, mi calma…
—Con sesenta y seis años, es ridículo.
—Nada es ridículo, mi querida Henriette, cuando es el amor el que habla…
—¡El amor! ¡Llamas amor al interés de una mujer por tu pasta!
—Te vuelves vulgar, Henriette. Lo natural aparece a la vista cuando salta el barniz. En cuanto a la pasta, como tú dices, no te preocupes, no te dejaré en pelotas sobre la acera, donde ciertamente no ganarías nada. Conservarás el piso, y te pasaré una pensión todos los meses, algo con lo que vivir confortablemente hasta el final de tus días…
—¡Una pensión! Puedes quedarte con tu pensión, tengo derecho a la mitad de tu fortuna, mi querido Marcel.
—TENÍAS derecho… Ya no. Has firmado papeles. No has desconfiado, llevaba tanto tiempo dejándome dominar por ti. Estás fuera de mis negocios, Henriette. Tu firma no vale un céntimo. Puedes caligrafiar con ella todos los rollos de papel higiénico que quieras, es todo lo que te queda como lote de consolación. Así que vas a ser buenecita, te vas a contentar con tu cómoda pensión, que te pasaré con gusto, porque si no, nada, no te quedarán más que tus ojos para llorar. Vas a tener que desatascarte el lagrimal, porque debe de estar bastante obstruido.
—¡No te permito que me hables así!
—Tú me has tratado así mucho tiempo. Guardabas las formas, es cierto, elegías las palabras, barnizabas tu desprecio, habías recibido una buena educación, pero tu fondo no era bueno. Apestaba a moho, a desprecio, a humedad de cloaca podrida. Hoy, querida, estoy que exploto de felicidad y tengo un humor fantástico. Aprovéchate porque mañana podría mostrarme menos generoso. Así que vas a cerrar la boca. Si no, será la guerra. Y la guerra es algo que sé hacer muy bien, querida Henriette…
Entonces, como en todas las mentes estrechas y mezquinas, Henriette tuvo un último sobresalto pequeño y mezquino. Gritó:
—¿Y Gilíes? ¿Y el coche? ¿Podré conservarlos?
—Me temo que no… Primero porque no eres santa de su devoción, después porque voy a tener una gran necesidad de él para transportar a mi reina y a mi principito. Me temo que tendrás que volver a aprender el uso de tus zapatos y a poner el culo en el transporte público o en taxis, si prefieres acabar con tus ahorros. He dejado todo eso muy claro con mis abogados. No tienes más que dirigirte a ellos. Te leerán el nuevo modo de empleo. Después vendrá el divorcio. Ni siquiera tendré que ir a buscar mis cosas, ya me he llevado todo a lo que tenía cariño, con el resto te puedes acostar encima o tirarlo a la basura. ¡Tengo un hijo, Henriette! Tengo un hijo y una mujer que me ama. He rehecho mi vida, me ha llevado tiempo librarme del yugo, ¡pero ya está! Camina, da otra vuelta a pie. Ya sé, por Gilíes, que giras en trompo desde hace un buen rato, así que camina hasta que te agotes, hasta que hayas vaciado tu saco de odio y vuelve a casa… ¡Medita sobre tu suerte! Aprende sabiduría y modestia. ¡Es un buen programa para una buena vejez! Considérate afortunada, te dejo un techo, una dirección y dinero para comer todos los días que Dios, en su inmensa bondad, tenga a bien concederte.
—Has bebido, Marcel. ¡Has bebido!
—No te equivocas. ¡Lo estoy celebrando desde esta mañana! Pero tengo la cabeza clara, y ya puedes contratar a todos los abogados del mundo, estás jodida, querida, ¡jodida!
Henriette colgó furiosa. Y divisó el coche conducido por Gilíes girar al final de la calle, abandonándola a su nueva soledad.
* * *
El día en el que el pequeño Marcel Grobz entró en su hogar, el día en que, en los brazos de su madre, todo cubierto de azul como el azul de sus ojos y el azul de los ojos de su padre, penetró en el suntuoso edificio que sería a partir de entonces su residencia, le esperaba una sorpresa. Un inmenso dosel de percal blanco había sido instalado en la entrada del inmueble y formaba una arcada impecable, majestuosa, bajo la que pasó mientras que, disimulados detrás de los pliegues a modo de olas blancas y tirando puñados de arroz, Ginette, René y todos los empleados de la casa Grobz se pusieron a cantar al unísono: «Si yo fuera carpintero y tú te llamaras María, ¿querrías ser mi mujer y alumbrar a nuestro hijo?».
Johnny, el gran Johnny Hallyday, no había podido desplazarse, pero Ginette, con su bella voz de corista, cantó todas las estrofas mientras que Josiane derramaba lágrimas sobre el bonete de encaje de su hijo y Marcel agradecía al cielo tanta felicidad e informaba a los curiosos que se preguntaban si aquello era una boda, un nacimiento o un entierro.
—¡Es todo a la vez! —decía alegremente Marcel—. Tengo una mujer, un hijo y entierro los años de infelicidad; ¡a partir de ahora voy a lanzar peladillas hasta el mismo cielo!
* * *
—¿En qué piensa usted, Joséphine?
—Pienso que va a hacer seis meses que duermo en sus brazos casi todas las tardes…
—¿El tiempo le parece largo?
—El tiempo me parece ligero como una pluma…
Se volvió contra Luca, quien, apoyado sobre un codo, la miraba y recorría su hombro desnudo con un dedo. Ella retiró su mechón de pelo y le besó.
—Voy a tener que irme —suspiró—, y querría no marcharme nunca…
El tiempo vuela como una pluma, pensó más tarde al volante de su coche. No he dicho eso por nada. Todo pasa tan rápido. Gary tenía razón: cuando terminaron las vacaciones, los niños volvieron de Mosquito bronceados como granos de café y la vida siguió su curso. No se volvió a hablar del artículo.
Un día, había ido a comer con Iris. Philippe y Alexandre estaban en Londres. Iban allí cada vez más a menudo. ¿Había decidido Philippe instalarse allí? Lo ignoraba. Ya no se hablaban, ya no se veían. Es mejor así, se decía para consolarse cada vez que pensaba en él. Habían comido las dos en el despacho de Iris, servidas por Carmen.
—¿Por qué hiciste eso, Iris, por qué?
—Pensaba que era un juego. Quería que se hablase de mí y… ¡Me lo cargué todo! Philippe me evita, tuve que explicarle a Alexandre que se trataba de una broma pesada, me miró con tanto asco en los ojos que evité su mirada.
—¿Fuiste tú la que envió las fotos?
—Sí.
¿Para qué hablar de eso?, pensó Iris, cansada. ¿Para qué reflexionar sobre ello? Otra vez me he comportado como una torpe y me han pillado. Nunca he sido capaz de comprender lo que pasa dentro de mí, no tengo la fuerza y, si la tuviera, ¿me interesaría realmente? No lo creo. No soy capaz de comprenderme, no soy capaz de comprender a los demás. Me abandono y los demás me abandonan a mí. No sé confiarme ni confiar. Nunca encuentro a nadie con quien hablar, no tengo auténticos amigos. Hasta ahora me ha ido bien así. Avanzaba sin pensar, la vida era fácil y dulce, un poco empalagosa a veces, pero tan fácil. Jugaba con ella a los dados y los dados me sonreían. De golpe, los dados dejaron de sonreír. Sintió un escalofrío y se tumbó en su gran sofá. La vida huye de mí y yo huyo de la vida. Mucha gente es como yo, no soy la única en tender la mano hacia algo que se escapa. Ni siquiera sé ponerle nombre a eso. No sé…
Miró a su hermana. El rostro grave de su hermana. Ella sí que sabe. No sé cómo lo hace. Mi hermana pequeña, que se ha hecho tan grande…
Acabar con todos esos pensamientos. El verano va a llegar, iremos a nuestra casa en Deauville. Alexandre crecerá. Philippe se ocupa de él ahora. No tengo de qué preocuparme. Sonrió en su interior. Nunca me he preocupado, sólo me preocupo de mí. Eres ridícula, querida, cuando intentas pensar, tus pensamientos no se sostienen, no van muy lejos, vacilan, se derrumban… Acabaré como mi señora madre. Sólo intentaré escupir algo menos de veneno. Guardar un poco de dignidad en esa infelicidad que he tejido punto por punto. Creí, al principio de mi vida, que sería ligera y dulce; todo me llevaba a creerlo. Me dejé llevar por los lazos de la vida y han terminado por tejer un nudo mortal alrededor de mí.
—¿No te planteaste que ibas a hacer daño a tu alrededor?
Las palabras empleadas por Joséphine sonaron desagradables a sus oídos. ¿Por qué emplear palabras tan terribles? ¿El aburrimiento no bastaba para explicarlo todo? ¡Había que ponerle palabras, además! ¿Acabar de una vez por todas? Lo había pensado mirando la ventana de su despacho. Acabar con lo de levantarse por las mañanas, acabar con lo de decirse: ¿qué voy a hacer hoy? Acabar con lo de vestirse, peinarse, simular que habla a su hijo, a Carmen, a Babette, a Philippe… Acabar con la rutina, la sombría cantinela de la rutina. Sólo le quedaba un adorno: ese libro que no había escrito, pero cuya gloria y éxito brillaban aún. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Después… Después, ya vería. Después, será otro día, otra noche. Los afrontaría uno por uno y los endulzaría tanto como pudiese. No tenía fuerzas para pensar en ello. Se decía también que, quizás, un día, la antigua Iris, la mujer triunfante y segura, volvería y la tomaría de la mano, diciéndole al oído: «Todo eso no importa, ponte guapa y vente… Disimula, aprende a disimular». El problema, suspiró, es que todavía pienso… Estoy débil pero todavía pienso, debería dejar de pensar del todo. Como Bérengère. Todavía quiero, todavía deseo, me lanzo aún llena de esperanza, de deseo, hacia otra vida que no tengo la fuerza de construir ni siquiera de imaginar. Tener la sabiduría de replegarme y contar mis pobres fuerzas, de decirme: bueno, tengo tres céntimos de fuerza y no más, a ver qué hacemos… Pero seguramente es demasiado pronto, no estoy dispuesta a renunciar. Sintió una sacudida. Detestaba esa palabra, renunciar. ¡Qué horror!
Su mirada se fijó en su hermana. Tenía menos talento que yo al nacer, y le va muy bien. La vida no es generosa. Es como si reclamara la cuenta, hiciese el cálculo de lo que había dado, de lo que había recibido y presentase factura.
—Ni siquiera Hortense quiere verme más —soltó en un último sobresalto que todavía mostraba su interés por la vida—. Sin embargo, nos llevábamos bien… ¡También le debo de dar asco!
—Está preparando la selectividad, Iris. Trabaja como una loca. Quiere sacar matrícula, ha encontrado una escuela de moda en Londres para el año próximo…
—¡Ah! Así que quiere trabajar de verdad… Creía que decía eso por decir.
—Ha cambiado mucho, sabes. Ya no me manda al cuerno como antes. Se ha dulcificado…
—¿Y tú, qué tal? Ya no te veo mucho a ti tampoco.
—Estoy trabajando. Trabajamos todos en casa. Se respira una atmósfera de mucho estudio en mi casa.
Se le escapó una risita traviesa que terminó en una sonrisa confiada, tierna. Iris adivinó una ligereza de mujer alegre, feliz, y deseó más que nada estar en su lugar. Sintió ganas por un instante de preguntarle «cómo lo haces, Joséphine», pero no tenía ganas de conocer la respuesta.
No se dijeron nada más.
Joséphine se había ido con la promesa de volver a verla. Es como una flor cortada, se dijo al marcharse. Habría que volverla a plantar… Que Iris echara raíces. No pensamos en las raíces cuando somos jóvenes. Es hacia la cuarentena cuando ellas se acuerdan de nosotros. Cuando no se puede contar ya con el impulso y la fogosidad de la juventud, cuando la energía empieza a faltar y la belleza se borra imperceptiblemente, cuando echamos cuentas de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado pasar, entonces nos volvemos hacia las raíces y tomamos de ellas, inconscientemente, nuevas fuerzas. No lo sabemos, pero nos sostenemos en pie gracias a ellas. Siempre he contado conmigo, con mi trabajo de hormiguita laboriosa; en los peores momentos, tenía mi tesis, mi informe de habilitación que realizar, mi investigación, mis conferencias, mi querido siglo XII, que estaba allí y que me decía: «Mantente firme»… Leonor me inspiraba y me tendía la mano.
Aparcó delante de su edificio y descargó las compras que había hecho antes de pasar por casa de Luca. Tenía mucho tiempo para preparar la cena, Gary, Hortense y Zoé no volverían hasta una hora más tarde. Cogió el ascensor, los brazos cargados de paquetes, se reprochó el no haber previsto sacar las llaves, voy a tener que dejar todas las bolsas por el suelo. Avanzó a oscuras buscando el interruptor de la luz.
Una mujer estaba allí, esperándola. Hizo un esfuerzo por saber a quién le recordaba, y entonces apareció un triángulo, rojo: ¡Mylène! La manicura del salón de belleza, la mujer que se había marchado con su marido, la mujer del codo rojo. Le pareció que había pasado un siglo desde que había coloreado con rabia el triángulo rojo que sobresalía de la ventanilla del coche.
—¿Mylène? —preguntó con voz insegura.
La mujer asintió, la siguió, le ayudó a recoger los paquetes que se deshacían mientras Joséphine buscaba sus llaves. Se instalaron en la cocina.
—Tengo que preparar la cena para los niños. Van a volver pronto…
Mylène hizo el gesto de marcharse, pero Joséphine la retuvo.
—Tenemos tiempo, sabe, no volverán hasta dentro de una hora. ¿Quiere beber algo?
Mylène negó y Joséphine le hizo una señal de que no se moviera mientras guardaba las compras.
—¿Es Antoine, verdad? ¿Le ha pasado algo?
Mylène asintió, sus hombros se pusieron a temblar.
Joséphine le cogió las manos y Mylène estalló en lágrimas contra su hombro. Joséphine la arrulló un largo instante. «Ha muerto, ¿verdad?». Mylène dejó escapar un sí sacudido por las lágrimas y Joséphine la estrechó contra ella. Antoine, muerto, no podía ser… lloró también, y las dos siguieron sollozando la una en brazos de la otra.
—¿Qué pasó? —preguntó Joséphine reponiéndose y secándose los ojos.
Mylène se lo contó. La granja, los cocodrilos, míster Wei, Pong, Ming, Bambi. El trabajo cada vez más difícil, los cocodrilos que no querían reproducirse, que devoraban a aquel que se les acercara, los obreros que ya no querían trabajar, las reservas de pollos que desvalijaban.
—Durante ese tiempo, Antoine se alejaba con sus pensamientos. Estaba allí sin estar. Por la noche, se iba a hablar con los cocodrilos. Decía eso todas las noches: voy a ir a hablar con los cocodrilos, tienen que escucharme, ¡cómo si los cocodrilos pudiesen escuchar! Una noche, había salido a pasear como tantas otras, y se metió en el agua de un estanque. Pong le había mostrado cómo hacerlo, cómo situarse a su lado sin que le atacasen. ¡Se lo comieron vivo!
Estalló en sollozos y sacó un pañuelo de su bolso.
—No encontramos casi nada de él. Sólo el reloj de submarinismo, que le había regalado en Navidad, y sus zapatos…
Joséphine se incorporó y su primer pensamiento fue para sus hijas.
—Las niñas no deben saberlo —dijo a Mylène—. Hortense se examina de selectividad dentro de una semana, y Zoé es tan sensible… Se lo diré poco a poco. Primero diré que ha desaparecido, que no se sabe dónde está y, después, un día, les diré la verdad. De todas formas —prosiguió como si hablara consigo misma—, ya no las llamaba. Estaba desapareciendo de sus vidas. No van a pedir noticias suyas inmediatamente… se lo diré después… después… no sé cuándo… primero diré que se ha marchado para hacer un reconocimiento por otras tierras para fundar otros parques… y después… en fin, ya veré.
De pronto… todo volvió.
El día en que se conocieron. La primera vez que le había visto, él estaba perdido en una calle de París, tenía un plano de la ciudad en la mano y buscaba su camino. Ella le había tomado por un extranjero. Se había acercado y le había preguntado articulando «¿puedo ayudarle?». Él la había mirado con alivio y le había explicado: «Tengo una cita importante, una cita de negocios, y tengo miedo de llegar tarde». «No está lejos, le acompañaré», había dicho ella. Hacía buen tiempo, era el primer día de verano en París, ella llevaba un vestido ligero, acababa de conseguir su plaza de profesora de letras. Jo paseaba alegremente. Le había guiado y le había dejado ante una gran puerta de madera barnizada en la avenida de Friedland. Él sudaba, se había secado el rostro y había preguntado inquieto: «¿Estoy presentable?». Se había echado a reír y había dicho: «Está usted impecable». Él le había dado las gracias con expresión de perro apaleado. Recordaba muy bien aquella mirada. Ella se había dicho: «Está bien, le he hecho un favor, he servido para algo hoy, tiene un aspecto tan desgraciado ese pobre chico». Sí, esos eran exactamente los términos en los que había pensado de él. Le había invitado a tomar una copa después de su cita, «si me va bien, festejaremos mi nuevo trabajo, si no, me consolará». A ella le había parecido un poco torpe como invitación, pero había aceptado. Recuerdo muy bien haber aceptado porque él no me daba miedo, porque hacía bueno, porque no tenía nada que hacer y tenía ganas de protegerle. No me parecía que estuviese en su sitio en aquella ciudad demasiado grande para él, en ese traje demasiado amplio, con ese plano que no sabía leer y las gotas de sudor que le caían por la cara. Mientras esperaba para volver a verle, había ido a pasearse por los Campos Elíseos y había comprado un helado de vainilla y chocolate, y carmín. Había vuelto a buscarle ante la puerta de madera barnizada. Había encontrado allí a un hombre brillante, seguro de sí, casi autoritario. Se preguntó si lo había idealizado durante su paseo o si lo había valorado mal la primera vez. Lo veía desde un ángulo nuevo: viril, reconfortante, espiritual. «Todo ha ido sobre ruedas —le había dicho—, ¡me han contratado!». La había invitado a cenar. Él había hablado durante toda la cena de su próximo trabajo, haría esto, haría aquello, ella le escuchaba con ganas de dejarse llevar. Más tarde se había preguntado desde cuántos ángulos podía percibirse una misma persona y qué ángulo era el bueno. Y si los sentimientos que se albergaban hacia esa persona variaban según el ángulo… Si él le hubiese invitado a cenar mientras estaba perdido, ansioso, sudoroso, ¿habría ella aceptado? No lo creo, había reconocido honesta. Le habría deseado buena suerte y me habría ido sin mirar atrás… Entonces, ¿en qué se basa el nacimiento de un sentimiento? ¿En una impresión fugaz, fluctuante, cambiante? ¿En un ángulo que se desplaza, dando lugar a una ilusión que proyectamos sobre los demás? El día en que le había pedido casarse con él había sido un día autoritario y viril. Ella había dicho sí. Eso le había atormentado mucho tiempo al principio de su matrimonio, tanto más porque el ángulo en el que aparecía Antoine cambiaba a menudo…
Hoy, ya no hay ángulo. Está muerto. Me queda la imagen de hombre confuso, pero de hombre amable y dulce. Habría necesitado otra mujer, quizás.
—¿Qué va a hacer usted ahora? —preguntó Joséphine a Mylène.
—Dudo. Quizás me vaya a China. No sé si las niñas se lo han dicho, pero he montado un negocio allí…
—Me lo han contado…
—Creo que voy a ir, podría ganar bastante dinero…
Su mirada había recuperado brillo. Se veía que pensaba en sus proyectos, sus pedidos, sus futuros beneficios.
—Debería intentarlo, en todo caso; cambiaría de aires…
—De todas formas, no tengo elección. Ya no tengo nada, le di todos mis ahorros a Antoine… ¡Oh! ¡Pero no le pido nada! No querría que pensara usted que he venido por eso…
Joséphine había hecho un imperceptible movimiento de repliegue cuando Mylène había hablado de dinero. Se había dicho durante una centésima de segundo: ha venido a pedirme que le devuelva las deudas de Antoine. Ante la mirada dulce y triste de Mylène, se arrepintió de haber pensado eso y buscó compensarlo.
—Mi padrastro tiene negocios con los chinos. Podría usted ir a verle, él le daría consejos…
—Ya utilicé su nombre una vez para conseguir un abogado —se sonrojó Mylène.
Calló un instante y jugó con el asa de su bolso.
—Es cierto que me vendría bien poder concertar una cita con él.
Joséphine le escribió la dirección y el teléfono de Chef sobre un trozo de papel y se lo entregó.
—Puede usted decirle que soy yo quien la envía. Marcel y yo nos queremos mucho…
Se le hacía raro llamarle Marcel. Cambiaba de ángulo, él también, al cambiar de nombre.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por un tropel en la escalera, el ruido de una puerta que se abría de par en par, y Zoé apareció, roja, sin aliento, parándose de pronto ante Mylène. Su mirada pasó de su madre a Mylène preguntándose: pero ¿qué hace esta aquí?
—¿Y papá? —preguntó inmediatamente a Mylène sin decir hola ni besarla—. ¿No está contigo?
Se había colocado al lado de su madre y la agarraba por la cintura.
—Mylène estaba precisamente contándome que tu padre ha partido a buscar nuevos emplazamientos en el interior del país. Quiere ampliar sus parques. Por eso no habéis tenido noticias desde hace algún tiempo…
—¿No se ha llevado el ordenador? —preguntó Zoé, que sospechaba.
—¡Un ordenador en la sabana! —exclamó Mylène—. ¿Dónde has visto eso, Zoé? ¿Me das un beso?
Zoé dudó, miró a su madre y, después, se acercó a Mylène y besó prudentemente su mejilla. Mylène la cogió en sus brazos y la estrechó contra ella. La intimidad manifiesta entre Zoé y Mylène chocó primero a Joséphine, pero se repuso inmediatamente. Hortense se mostró tan sorprendida y distante como su hermana. Se han puesto de mi parte, se dijo Joséphine, que no estaba descontenta, es un pensamiento bastante bajo pero me reconforta. Deben de preguntarse qué hace aquí. Repitió lo que había dicho a Zoé. Mylène aprobaba con el mentón mientras hablaba.
Hortense escuchó.
—¿Tampoco tiene teléfono? —preguntó.
—Debe de haberse quedado sin batería…
Hortense no parecía muy convencida.
—¿Y tú, qué has venido a hacer a París?
—A buscar productos y a ver a mi abogado.
—Quería saber si podía llamar a Chef por lo de su negocio en China. Tu padre le dijo que se dirigiese a mí —intervino Joséphine.
—Chef —repitió Hortense con aire de sospecha—. ¿Qué tiene que ver él?
—Trabaja mucho con los chinos… —repitió Joséphine.
—Mmmm… bueno… —dijo Hortense.
Se retiró a su habitación, abrió sus libros y cuadernos, empezó a estudiar, pero la extrañeza de la situación, su madre en la cocina con Mylène, sus rostros arrugados y sus ojos enrojecidos no presagiaban nada bueno. Le ha pasado algo a papá y mamá no me lo dice. Le ha pasado algo a papá, estoy segura. Sacó la cabeza al pasillo y llamó a su madre.
Joséphine entró en su habitación.
—Le ha pasado algo a papá y no me lo dices…
—Escucha, cariño…
—Mamá, ya no soy un bebé. No soy Zoé, prefiero saberlo.
Había pronunciado esas palabras con un tono tan frío, tan determinado que Joséphine quiso cogerla en sus brazos para prepararla. Hortense se soltó con un gesto seco y violento.
—¡Déjate de melindres! Ha muerto, ¿verdad?
—Hortense, ¿cómo puedes decir eso?
—Porque es verdad, ¿eh? Dime que es verdad.
Mostraba una expresión cerrada, hostil hacia su madre, provocando su cólera. Tenía los brazos pegados al cuerpo y toda su actitud la rechazaba.
—Está muerto y tienes miedo de decírmelo. Está muerto y estás cagada de miedo. Pero ¿de qué sirve mentirnos? ¡Tendremos que enterarnos algún día! Y yo prefiero saberlo ahora… ¡Odio las mentiras, los secretos, la gente que disimula!
—Ha muerto, Hortense. Devorado por un cocodrilo.
—Ha muerto —repitió Hortense—. Ha muerto.
Repitió esas palabras varias veces, sus ojos permanecieron secos. Joséphine intentó acercarse de nuevo, pasar su brazo alrededor de sus hombros, pero Hortense la rechazó violentamente y Joséphine cayó sobre la cama.
—¡No me toques! —gritó—. ¡No me toques!
—Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? ¿Qué te he hecho para que seas tan dura conmigo?
—No te soporto, mamá. ¡Me vuelves loca! Me pareces, me pareces…
Le faltaban palabras y suspiró, exasperada, como si todo el horror que le inspiraba su madre fuese demasiado grande para expresarse con palabras. Joséphine se encogió de hombros y esperó. Comprendía el dolor de su hija, comprendía su violencia, no comprendía por qué ese dolor y esa violencia se volvían contra ella. Hortense se dejó caer sobre la cama, a su lado, manteniendo una distancia con el fin de que Joséphine no la tocara.
—Cuando papá se quedó en el paro… Cuando iba de un lado a otro por la casa… tú ponías tu cara de monjita, tu cara dulce, para hacernos creer que todo iba muy bien, que papá estaba «buscando empleo», que no importaba, que la vida iba a volver a ser como antes. Nunca volvió a ser como antes… Tú intentaste hacérnoslo creer, intentaste hacérselo creer.
—¿Qué querías que hiciese? ¿Qué le echase a la calle?
—Había que sacudirle, ponerle la realidad delante de las narices, ¡no alimentar sus ilusiones! Pero tú estabas allí, siempre con tu lalalá… ¡diciendo tonterías sin parar! Siempre intentando que todo se arreglase a base de mentiras.
—¿Es a mí a quien odias, Hortense?
—Sí. Te odio por tus aires bondadosos, dulces, ¡no te enteras de nada! Tu estúpida generosidad, tu gentileza idiota. Te odio, mamá, ¡no tienes ni idea de cómo te odio! La vida es tan dura, tan dura, y tú estás aquí pretendiendo lo contrario, intentando que todo el mundo se quiera, que todo el mundo comparta, que todo el mundo se escuche. ¡Y todo eso no son más que gilipolleces! ¡La gente se devora, no se quiere! ¡O te quieren cuando les das algo que comer! Tú no has entendido nada. Te quedas ahí como una idiota, llorando sobre el balcón, hablando con las estrellas. ¿Crees que no te he oído hablar con las estrellas? Tenía ganas de tirarte por el balcón. Debían de reírse bastante las estrellas escuchándote desvariar, de rodillas, las manos cruzadas. Con tu chándal asqueroso, tu delantal, tu pelo liso y caído. Y tú, lloriqueabas, pedías ayuda, creías que un ángel de la guarda iba a bajar del cielo a resolver tus problemas. Sentía piedad de ti y al mismo tiempo te detestaba. Entonces me iba a acostar y me inventaba una madre orgullosa, recta, sin piedad, una madre valiente, guapa, guapa, me decía: esa que está arrodillada en el balcón no es mi madre, esa madre que se sonroja, que lloriquea, que tiembla por tonterías…
Joséphine sonrió y la miró con ternura.
—Venga, vacíate toda, Hortense…
—Te detesté cuando papá se quedó en el paro. ¡Te de-tes-té! Siempre amortiguando, apagando fuegos; anda, ¡empezaste a engordar para amortiguar mejor! Te hacías cada vez más fea, más blanda, más… nada de nada, y él intentaba salir adelante, intentaba continuar, se ponía sus trajes, se lavaba, se vestía, lo intentaba, pero tú, tú le contaminabas con tu dulzura repugnante, tu dulzura pastosa, pegajosa…
—Sabes, no es fácil vivir con un hombre que no trabaja, que está todo el día en casa…
—¡No tenías que haberle tratado como a un niño! ¡Tenías que haberle hecho sentir que todavía valía! Tú le reblandecías con tu dulzura. No me extraña que fuese a buscar a Mylène. Con ella, de golpe, volvía a sentirse un hombre. Te detesté, mamá, ¡si supieras cuánto te detesté!
—Lo sé… Sólo me preguntaba por qué.
—Y tus grandes sermones sobre el dinero, sobre los valores de la vida, ¡tenía ganas de vomitar! Hoy no existe más que un valor, mamá, abre bien los ojos y trágate eso de una vez, no hay más que el dinero, si lo tienes eres alguien, si no lo tienes entonces… ¡Buena suerte! Y tú no has entendido nada, ¡nada de nada! Cuando papá se fue, ni siquiera sabías conducir el coche, te pasabas las noches haciendo cuentas, contando los céntimos, no tenías nada… Fue Philippe el que te ayudó con las traducciones, Philippe, que tiene dinero, relaciones. Si no hubiese estado ahí, ¿dónde habríamos acabado, eh? ¿Puedes decírmelo?
—Hay más cosas que el dinero en la vida, Hortense, pero eres demasiado joven.
—¡Dime ahora que soy joven! Porque yo he comprendido muchas cosas que tú, no. Y también te odiaba por eso, me decía: pero ¿adónde vamos con ella? No me sentía segura contigo y me decía: es demasiado pronto, pero un día yo tendré mi vida y me largaré de este sitio. Sólo pensaba en eso. Y todavía lo pienso, de hecho, comprendí perfectamente que sólo podía contar conmigo misma… Papá, si yo hubiese sido su mujer…
—¡Ya hemos llegado!
—¡Exactamente! Yo le hubiese puesto los puntos sobre las íes, le hubiera dicho: deja de soñar y toma lo que te ofrecen. Cualquier cosa, pero empieza por algo. ¡Le quise tanto a papá! Me parecía tan guapo, tan elegante, tan orgulloso… y tan débil a la vez. Lo veía pasearse por esta casa con sus ridículas ocupaciones, las plantas en el balcón, su partida de ajedrez, su flirteo con Mylène. Y tú no veías nada. ¡NADA! Me parecías tonta, tan tonta… Y, al mismo tiempo, no podía hacer gran cosa. ¡Me volvía loca de verle así! Cuando encontró ese trabajo en el Croco Park, me dije que iba a salir adelante. Que había encontrado un sitio donde poder realizar sus sueños de grandeza. Los cocodrilos acabaron con él. Le quería tanto… Fue él el que me enseñó a mantenerme recta, a ser guapa, diferente, fue él el que me llevaba a las tiendas y me vestía tan bien, después íbamos a un bar de un hotel de lujo en París y bebíamos una copa de champán escuchando una orquesta de jazz. Con él yo era única, era magnífica… Me dio ese pequeño algo de más, esa fuerza que él no tenía. Me la dio a mí, pero no supo dársela a sí mismo. Papá no tenía fuerzas. Era débil, frágil, un niño pequeño, pero para mí ¡era mágico!
—Te quería con locura, Hortense. Soy testigo de ello. A veces incluso me sentí celosa de ese lazo entre vosotros. Me sentía dejada de lado, con Zoé. Nunca miró a Zoé como te miró a ti.
—Al final ya no se soportaba. Bebía, se dejaba llevar, creía que no lo veía, ¡pero yo lo veía todo! Ya no soportaba en qué se había convertido: en un fracaso ambulante. Ya este verano, hubo momentos en los que era lamentable. ¡Por eso es mejor así!
Se mantenía derecha, en el borde de la cama. Joséphine se quedó a distancia, dejándola evacuar su pena como podía, con las palabras con las que quería expresar su tristeza.
De pronto se volvió y se enfrentó a su madre.
—Pero no quiero oír ni hablar, NI HABLAR, escúchame bien, de vivir como cuando él estaba en el paro. No quiero volver a sufrir eso ¡nunca más! ¿Te pasaba dinero?
—Bueno, sabes…
—¿Te daba dinero o no?
—No.
—Entonces, ¿podemos vivir sin él?
—Sí.
Con la condición de que se quede con el dinero del libro, pensó Hortense mirando a su madre. No es seguro que lo haga, que reivindique, que reclame.
—¿No vamos a volver a ser pobres?
—No, cariño, no vamos a volver a ser pobres, te lo prometo. Me siento con fuerzas para luchar por vosotras dos. Siempre he tenido esa fuerza. Nunca para mí, pero sí para vosotras.
Hortense la miró dubitativa.
—Zoé no debe enterarse, eso seguro. No debe enterarse… Zoé no es como yo. Habrá que decirle las cosas con cuidado. Pero eso te lo dejo a ti, que eres la experta…
Joséphine esperó y dijo:
—Se lo diremos poco a poco, llevará el tiempo que haga falta, aprenderá a vivir sin él.
—Ya vivíamos sin él —concluyó Hortense levantándose—. Bueno, no tiene nada que ver, pero yo tengo que preparar mi selectividad.
Joséphine abandonó la habitación sin decir nada y volvió a la cocina donde Mylène, Gary y Zoé estaban esperándola.
—Mylène… ¿puede quedarse a cenar con nosotros? Di que sí, mamá, di que sí…
—Creo que voy a volver al hotel, cariño —dijo Mylène besando en el pelo a Zoé—. Estamos todos muy cansados. Mañana me espera un día muy duro…
Dio las gracias a Joséphine, besó a Zoé. Parecía emocionada. Las miró por última vez, diciéndose: puede que no vuelva a verlas nunca más, nunca más.
* * *
A finales de junio, Hortense y Gary pasaron los exámenes de selectividad.
Joséphine se había levantado pronto para prepararles el desayuno. Preguntó a Hortense si quería que la acompañase, y le respondió que no, eso le minaría la moral.
Hortense volvió, el primer día, satisfecha, el segundo también, y la semana pasó sin temblores ni angustias. Gary era más flemático pero no parecía preocuparse. Había que esperar hasta el 4 de julio para conocer los resultados.
Shirley no vino a acompañar a su hijo. Había decidido instalarse en Londres y buscaba piso. Llamaba todas las noches. Gary se fue con ella en cuanto terminaron los exámenes.
Zoé pasó al curso superior en el cuadro de honor. Alexandre, también. Philippe los llevó a los dos a montar a caballo a Evian. Se cruzó con Joséphine el día de la partida en el andén de la estación, y la emoción que leyó en su rostro la conmovió. Él le tomó la mano y le preguntó «¿qué tal?». Ella comprendió: ¿sigues enamorada? Y respondió sí. Él le besó la mano y murmuró: «Forget me not![21]».
Sintió unas ganas terribles de besarle.
Zoé no había vuelto a preguntar por su padre.
Hortense había llamado a la periodista de Gala y había obtenido unas prácticas de tres semanas como attrezzista en las sesiones de fotos. Salía a trabajar todas las mañanas, echando pestes contra el transporte público que le robaba todo el tiempo y repitiendo «pero ¿cuándo nos vamos a mudar, ahora que Shirley no está?, ¿qué esperamos para instalarnos en París?». Joséphine pensaba cada vez más en ello. Empezó a visitar pisos al lado de Neuilly para que Zoé no perdiese a todos sus amigos. Hortense había declarado que Neuilly le iba muy bien. «Hay árboles, un metro y autobuses, gente bien vestida y bien educada, ya no tendré la impresión de vivir en una reserva, de todas formas me voy a ir en cuanto tenga la selectividad, me iré a vivir lejos de aquí».
Había dejado de hablar de su padre. Cada vez que Joséphine preguntaba «¿estás bien, cariño, estás segura de que estás bien? ¿No quieres hablar de ello?», se encogía de hombros, exasperada, y añadía «ya nos hemos dicho todo, ¿no?». Había pedido que sacaran la tele del trastero, ahora que los exámenes habían pasado. Quería ver los programas de moda en las cadenas de pago. Joséphine se abonó como le pidió Hortense, contenta de ver a su hija pensando en otras cosas.
Fue ahí, un domingo de mediados de junio, estando sola en casa, mientras Hortense había salido y, esperando a que volviese, cuando Joséphine encendió la televisión. Hortense le había dicho: «Mira la Tres esta noche, puede ser que me veas… No te lo pierdas, no durará mucho».
Debían de ser las once y media de la noche y estaba pendiente de cada ruido en la escalera. Le había dado dinero para que volviera en taxi, pero era superior a sus fuerzas, no le gustaba que fuera por ahí sola de noche. Sola en el taxi, sola en las afueras, sola en la escalera. Cuando Gary la acompañaba, era distinto. Sólo por eso estará bien que nos mudemos. Neuilly es tranquilo, muy tranquilo. Me preocuparé menos cuando salga por la noche…
Miraba distraída a la pantalla, pulsando los botones del mando para cambiar de cadena, volviendo a la Tres por si veía a Hortense. Luca le había propuesto: «Puedo ir a hacerle compañía si quiere, ¡me portaré bien!». Pero no quería que su hija la viese en compañía de su amante. Todavía no conseguía mezclar sus dos vidas. La vida con Luca y la vida con sus hijas.
Cambió de cadena y creyó ver a Hortense. Se incorporó. Era Hortense. La entrevista apenas acababa de empezar. Su hija se comía la cámara. Estaba guapa, natural. Parecía muy cómoda. La habían maquillado, peinado, y parecía mayor, más madura. Joséphine soltó un grito de admiración. Se parecía a Ava Gardner. El animador la presentó, dijo su edad, explicó que acababa de examinarse de selectividad…
—¿Ha ido bien?
—Eso creo. Sí —dijo Hortense con los ojos brillantes.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
Ya está, pensó Joséphine. Ahora contará sus ganas de dedicarse a la moda, evocará sus estudios el próximo año en Inglaterra, preguntará si algún diseñador no estaría interesado por su talento. Cuánto me supera en audacia. Es tan eficaz, tan precisa. Sabe exactamente lo que quiere y no se anda con falsos pretextos. Escuchó a su hija hablar, en efecto, de su deseo de entrar en el mundo tan cerrado de la moda. Procuró subrayar que se iba, en octubre, a estudiar a Londres, pero que si un diseñador parisino quisiese contratarla para unas prácticas en julio, agosto y septiembre, estaría encantada.
—Pero no ha venido sólo por eso —le interrumpió el presentador con un tono seco.
Era el mismo que había rapado a Iris. Joséphine fue asaltada de repente por una terrible sospecha.
—No. He venido para hacer una revelación en relación con un libro —vocalizó Hortense con sumo cuidado—. Un libro que ha tenido un gran éxito recientemente, Una reina tan humilde…
—Y ese libro, según usted, no habría sido escrito por su presunta autora, Iris Dupin, sino por su madre…
—Exactamente. Ya se lo he demostrado enseñándole el ordenador de mi madre, en el que se encuentran todas las versiones sucesivas del libro…
¡Por eso no lo encontraba esta mañana! Lo he buscado por todos lados. Había terminado pensando que lo había olvidado en casa de Luca…
—Y debo añadir —prosiguió el presentador— que hemos hecho venir a un notario, antes de la emisión, que ha podido constatar que el ordenador contenía efectivamente las diferentes versiones del manuscrito y que pertenecía a su madre, la señora Joséphine Cortès, investigadora en el CNRS…
—Especialista del siglo XII, que es precisamente el periodo tratado en el libro…
—Así pues, ese libro no habría sido escrito por su tía, pues hay que recordar que Iris Dupin es su tía, sino por su madre.
—Sí —afirmó Hortense con tono firme, los ojos clavados en la cámara.
—¿Sabe usted que esto va a producir un terrible escándalo?
—Sí.
—Quiere usted mucho a su tía…
—Sí.
—Y, sin embargo, se arriesga usted a destrozarla y a destrozar su vida…
—Sí.
Su calma no era una fachada. Hortense respondía sin dudar, sin sonrojarse, sin balbucear.
—¿Y por qué hace esto?
—Porque mi madre nos educa sola a mi hermana y a mí, porque no tenemos mucho dinero, porque se mata a trabajar, y me gustaría que los muchos derechos de autor que genera el libro fuesen para ella.
—¿Hace usted esto únicamente por el dinero?
—Primero lo hago para hacer justicia a mi madre. Y después, por el dinero. Mi tía, Iris Dupin, lo ha hecho para divertirse, seguramente no se esperaba que el libro consiguiera un éxito como el que ha tenido, encuentro justo devolverle al César lo que es del César…
—¿Cuando habla usted del éxito del libro, puede darnos cifras?
—Por supuesto. Quinientos mil ejemplares vendidos hasta hoy, cuarenta y seis traducciones y los derechos de la película adquiridos por Martin Scorsese…
—¿Se siente usted perjudicada?
—Es como si mi madre hubiese comprado un billete de lotería y mi tía hubiese cobrado el premio… Sólo que un billete de lotería se compra en treinta segundos, mientras que el libro a mi madre le ha costado casi un año escribirlo, y representa años y años de estudios. Creo que es justo recompensarla…
—En efecto —declaró el presentador—, de hecho ha venido usted acompañada por un abogado, el señor Gaspard, que representa también a numerosas estrellas del espectáculo, como Mick Jagger. Abogado Gaspard, díganos, ¿qué podemos hacer en un caso como este?
El abogado comenzó entonces un largo discurso sobre el plagio, el trabajo de negro, los diferentes casos de juicios que conocía, que había llevado. Hortense le escuchaba, derecha, la mirada siempre dirigida hacia la cámara. Llevaba una camisa Lacoste verde que destacaba el brillo de sus ojos, los reflejos cobrizos de su larga cabellera, y la mirada de Joséphine cayó sobre el pequeño cocodrilo que adornaba su pecho.
Después de que el abogado hablase, el presentador se dirigió una última vez a Hortense, que concluyó evocando la brillante carrera de su madre en el CNRS, sus trabajos sobre el siglo XII, su extrema modestia que volvía a su hija loca de rabia.
—Sabe —concluyó Hortense—, cuando se es un niño, y yo era aún una niña no hace mucho tiempo, necesitamos admirar a nuestros padres, pensar que son fuertes, los más fuertes. Los padres representan una barrera contra el mundo. No queremos saber si son débiles, si están desamparados, si dudan. No queremos saber siquiera si tienen problemas. Necesitamos sentirnos seguros cerca de ellos. Yo siempre he sentido que mi madre no era lo bastante sólida para hacerse respetar, que toda su vida le pasaba por encima. Es lo que he querido hacer esta noche: protegerla a su pesar, ponerla en lugar seguro, que nunca le falte de nada, que deje de romperse la cabeza preguntándose cómo va a pagar el piso, los impuestos, nuestros estudios, la comida diaria… Hoy, si he roto el secreto, ha sido únicamente para proteger a mi madre.
La sala entera aplaudió.
Joséphine miraba fijamente a la pantalla con la mandíbula desencajada de sorpresa.
El presentador sonrió y, volviéndose de nuevo a la cámara, se dirigió a Joséphine felicitándola por tener una hija tan fuerte, tan lúcida.
Después, a modo de broma, añadió:
—¿Y por qué no le dice «te quiero» cuando está frente a ella? Sería más fácil que venir a decirlo a la televisión. Porque es una auténtica declaración de amor lo que acaba de hacer.
Durante un instante, Hortense pareció dudar, después se repuso.
—No puedo. Cuando estoy frente a mi madre, no puedo. Es más fuerte que yo.
—¿Y, sin embargo, la ama?
Hubo un momento de silencio. Hortense apretó los puños colocados sobre la mesa, bajó los ojos y dejó escapar en voz baja:
—No sé, es complicado. Somos tan diferentes…
Después se irguió y, apartando un gran mechón de pelo, añadió:
—Sobre todo estoy enfadada con ella por toda esa infancia que no he tenido, ¡esa infancia que me ha robado!
El presentador la felicitó por su valor, le agradeció haber venido, dio las gracias al abogado y presentó al invitado siguiente. Hortense se levantó y dejó el plató de televisión entre aplausos.
Joséphine permaneció un momento sin moverse en el sofá. Ahora todo el mundo lo sabe. Se sintió aliviada. Acababa de recuperar la propiedad de su vida. Ya no tendría que mentir, que esconderse. Iba a poder escribir. Con su nombre. Eso le daba algo de miedo pero se dijo también que no tendría ningún pretexto para no intentarlo. «No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas». Era el viejo Séneca el que había dicho eso. Era la primera cita que había copiado cuando empezó sus estudios. Lo había hecho para darse valor… Y he aquí, se dijo, que voy a atreverme. Gracias a Hortense. Mi hija es la que me mete el pie en el estribo. Mi hija, esa extraña a la que no entiendo, me fuerza a ponerme en marcha.
Mi hija, que no respeta ni el amor ni la ternura ni la generosidad, mi hija, que aborda la vida con un cuchillo entre los dientes, me hace un regalo que nunca nadie me hizo: me mira, me sopesa y me dice, vamos, recupera tu nombre, escribe, ¡puedes hacerlo! ¡Mantente firme y adelante! A lo mejor, murmuró Joséphine, resulta que me quiere, me quiere. A su manera pero me quiere…
Su hija iba a volver, se encontrarían frente a frente. No debo llorar ni besarla. Todavía era demasiado pronto, lo sentía. La había defendido, en la tele, delante de todo el mundo. Le había devuelto lo que le pertenecía. ¿Significa eso que me quiere un poco a pesar de todo?
Permaneció sentada, un largo instante, reflexionando sobre la conducta que convendría adoptar. Los minutos pasaban. Podía oír girar la llave en la puerta, podía escuchar las primeras palabras de Hortense, ¿todavía estás levantada, no te has acostado, estabas preocupada por mí? ¡Mi pobre madre! ¿Qué te he parecido? ¿Estaba guapa? ¿Interesante? Tenía que decirlo, otra vez te iban a tomar el pelo… ¡Estoy harta de que te tomen el pelo! Se iría a su habitación y se encerraría.
Luchaba contra el desaliento que la invadía.
Abrió la puerta acristalada del balcón y se apoyó sobre la balaustrada. Las plantas estaban muertas desde hacía mucho tiempo, había olvidado quitar las macetas. Los tallos amarillos y negros se erguían como pobres trozos de madera calcinados, un viejo montón de hojas formaban una masa infame al pie de los tallos. Es todo lo que queda de Antoine, suspiró acariciándolas con la mano. Le gustaba tanto ocuparse de sus plantas. El camello blanco… Pasaba horas con él. Dosificaba el abono, instalaba tutores, vaporizaba agua mineral. Me decía sus nombres en latín, me indicaba su época de floración, me explicaba cómo hacer esquejes. Cuando se fue, me recomendó ocuparme bien de ellas. Están muertas.
Se incorporó y percibió las estrellas en el cielo. Pensó en su padre y se puso a hablar en voz alta.
—No sabe, entended, es tan joven, todavía no ha vivido nada… Es la edad, es normal. ¡Hubiera preferido tener a Iris como madre! Pero ¿qué tiene Iris más que yo? Es guapa, es muy guapa, ha tenido una vida fácil… Es esa pequeña diferencia la que ve mi hija. ¡Y no ve más que eso! Esa pequeña cosa es tan injusta, que se recibe cuando se nace, no se sabe por qué, ¡y que facilita toda la vida! Pero la ternura, el amor que le he dado desde que nació… No lo ve. ¡Y, sin embargo, lo tuvo a mares! Ese amor que le he dado desde que era un bebé, ese amor que hacía que me levantase por la noche cuando tenía una pesadilla, que me producía un nudo en el estómago cuando venía triste del colegio porque le habían hablado mal, porque le habían mirado mal. Quería coger todos sus sufrimientos para que no tuviese penas, para que caminase hacia delante, despreocupada y ligera… Hubiera dado mi vida por ella. Lo hacía con torpeza, pero porque la amaba. Se es siempre torpe con la gente que amamos. Los aplastamos, los sobrecargamos con nuestro amor. No sabemos hacerlo bien. Se cree que el dinero lo puede todo, pero no es el dinero el que hacía que yo estuviese allí cuando volvía del colegio, todos los días, preparaba su merienda, preparaba su cena, que preparase sus cosas para el día siguiente para que fuese la más guapa, que me privaba de todo para que tuviese su bonita ropa, buenos libros, bonitos zapatos, un buen filete en su plato… que me borrase para dejarle todo el sitio. No es el dinero el que ofrece todas esas atenciones. Es el amor. El amor que damos a un hijo y que le da su fuerza. El amor que no se cuenta, que no se mide, que no se convierte en cifras… Pero ella no lo sabe. Es demasiado pequeña aún. Lo comprenderá un día… Haced que lo entienda y que la vuelva a encontrar, ¡que vuelva a encontrar a mi niña! La quiero tanto, daría todos los libros del mundo, todos los hombres del mundo, todo el dinero del mundo para que me dijese un día «mamá, te quiero, eres mi mamaíta querida»… Os lo suplico, estrellas, haced que comprenda mi amor por ella, que no me desprecie. No es difícil para vosotras hacerlo. ¿Veis todo el amor que tengo en el corazón? Entonces, ¿por qué no lo ve ella? ¿Por qué?
Dejó caer su cabeza entre sus manos y permaneció allí, apoyada en el balcón, rezando con todas sus fuerzas para que las estrellas la escuchasen, para que la pequeña estrella al final de la Osa Mayor se pusiese a brillar.
—Y tú, papá… ¿Cuánto tiempo me hizo falta para comprender que me habías amado, que no estaba sola, que obtenía mi fuerza de ti, de tu amor por mí? No lo supe cuando todavía estabas aquí, no pude decírtelo. Lo comprendí después… mucho después… No demasiado tarde, porque, ves, siento demasiada pena cuando ella me rechaza. Me duele una y otra vez, no me acostumbro.
Entonces sintió algo posarse sobre su hombro.
Creyó que era un efecto del viento, una hoja caída del balcón de arriba, que venía a posarse sobre ella para reconfortarla. Creía con tanto ardor que las estrellas la escuchaban.
Era Hortense. No la había oído entrar. Hortense, de pie, detrás de ella. Se irguió, la percibió, le dirigió una sonrisa penitente, sorprendida mientras se quejaba.
—Estaba mirando las plantas de papá… Están muertas desde hace mucho. He olvidado ocuparme de ellas. Debía haberles dedicado más tiempo, significaban tanto para él.
—Déjalo, mamá, déjalo… —dijo Hortense con voz dulce y suave—. No te excuses. Ya plantarás otras…
Añadió, cogiendo a su madre.
—Venga, vamos. Ve a acostarte, estás cansada… Y yo, también. No pensaba que pudiera ser tan cansado hablar como lo he hecho esta noche. ¿Me has escuchado?
Joséphine dijo sí con la cabeza.
—¿Y bien? —preguntó Hortense, esperando el juicio de su madre.
Durante el trayecto de vuelta en taxi, había pensado en su madre, en la idea que tenía de su madre, en la forma en la que había hablado de ella delante de toda esa gente que no conocía. De pronto Joséphine se convirtió en un personaje, en una desconocida que ella veía desde el exterior. Joséphine Cortès. Una mujer luchadora. Es ella la que lo ha escrito, sola, escondiéndose porque necesitaba dinero para nosotras, no para ella… No lo hubiese hecho por ella… En el taxi que avanzaba bajo las pálidas luces de las farolas, la había visto como si no la conociese. Había visto todo lo que su madre hacía por ella. Se había convertido en una evidencia que crecía a medida que se acercaba a su edificio.
Y después había entrado, la había escuchado hablar sola, había comprendido su abandono, su angustia.
—Me has defendido, Hortense, me has defendido… Soy tan feliz, tan feliz… ¡Si supieras!
Volvieron al salón. Hortense sostenía a su madre. Joséphine sentía cómo las piernas iban a derrumbarse, tenía frío, temblaba. Se detuvo y exclamó:
—Creo que no voy a poder dormir. Estoy demasiado excitada… ¿Nos hacemos un café?
—¡Eso seguro que nos va a despertar!
—Tú me has despertado… Tú me has despertado, ¡soy tan feliz! Si tú supieras… Me repito pero…
Hortense la interrumpió, le cogió la mano y le preguntó:
—¿Tienes ya una idea para tu próximo libro?