PRIMERA PARTE

Joséphine dejó escapar un grito y soltó el pelador. La hoja había resbalado sobre la patata produciéndole un gran corte en la piel, en el nacimiento del puño. Sangre, había sangre por todos lados. Se miró las venas azules, la incisión roja, el fregadero blanco, el barreño de plástico amarillo en el que permanecían, blancas y relucientes, las patatas peladas. Las gotas de sangre caían de una en una, salpicando el revestimiento blanco. Apoyó las manos en el borde de la pila y se echó a llorar.

Necesitaba llorar. No sabía por qué. Tenía demasiadas buenas razones. Esta serviría. Buscó un trapo con la mirada, lo cogió y lo comprimió sobre la herida. Me voy a convertir en fuente, en fuente de lágrimas, fuente de sangre, de suspiros, voy a dejarme morir.

Sería una solución. Dejarse morir, sin decir nada. Se apagaría como una vela que se agota.

Dejarse morir erguida sobre la pila. No morimos erguidos, rectificó enseguida, morimos tumbados o arrodillados, la cabeza dentro del horno o en la bañera. Había leído en el periódico que el método de suicidio más corriente en las mujeres era el de tirarse por una ventana. Los hombres prefieren colgarse. ¿Por la ventana? Nunca podría hacerlo. Pero desangrarse llorando, ignorar si el líquido que sale de una es rojo o blanco. Dormirse lentamente. Entonces… ¡suelta el trapo y mete los puños en la pila! Y aún así, aún así… tendrías que quedarte de pie, y no morimos de pie.

Salvo en combate. En las guerras…

Y aún no estamos en guerra.

Suspiró, se colocó el trapo en la herida, enjugó sus lágrimas y miró su reflejo en la ventana. Todavía tenía el lápiz enganchado en el pelo. ¡Venga! —se dijo—. ¡Pela patatas! ¡Ya pensarás después en lo demás!

* * *

Esa mañana de finales de mayo, en la que el termómetro marcaba veintiocho grados a la sombra, en el quinto piso, resguardado bajo el toldo del balcón, un hombre jugaba al ajedrez. Solo. Reflexionaba ante el tablero. Para hacerlo lo más verídico posible incluso se cambiaba de sitio y, al hacerlo, se amparaba en una pipa que empezaba a aspirar. Se inclinaba, resoplaba, levantaba una pieza, la volvía a soltar, resoplaba de nuevo, volvía a coger la pieza, la desplazaba, movía la cabeza, soltaba la pipa y se sentaba en el otro lado.

Era un hombre de estatura mediana, de aspecto muy cuidado, pelo castaño y ojos marrones. El pliegue de su pantalón caía recto, sus zapatos brillaban como recién salidos de la caja, la camisa remangada dejaba ver unos antebrazos y unos puños finos, y las uñas lucían el pulido y el brillo que sólo se consigue a partir de una concienzuda manicura. Su piel estaba teñida de un ligero bronceado, que se adivinaba permanente, y completaba su imagen de persona rubia. Se parecía a esos recortables de cartón vestidos con calcetines y ropa interior de los juegos infantiles y que podían vestirse con todo tipo de trajes: piloto de aviación, cazador, explorador… Era un hombre de esos que podían meterse en el decorado de un catálogo para inspirar confianza y subrayar la calidad del mobiliario expuesto.

De pronto, una sonrisa iluminó su rostro. «Jaque mate —murmuró a su imaginario adversario—. ¡Ay, amigo! ¡Estás perdido! ¡Apuesto a que ni siquiera lo has visto venir!». Satisfecho, se dio un apretón de manos a sí mismo y moduló su voz para dirigirse algunas felicitaciones. «¡Bien jugado, Tonio! Has estado muy bien».

Se levantó, se estiró frotándose el pecho y decidió servirse una copita aunque no fuera la hora. Normalmente tomaba un aperitivo hacia las seis y diez, por la tarde, mientras veía «Cuestión para un campeón». El programa de Julián Lepers se había convertido en una cita que aguardaba con impaciencia. Le irritaba perdérselo. A las cinco y media ya estaba esperándolo, anhelando conocer a los cuatro concursantes con los que iba a medirse. También quería saber qué traje llevaría el presentador, y la camisa y la corbata con las que lo combinaría. Se decía que debería tentar a la suerte e inscribirse. Se lo decía cada tarde, pero no hacía nada. Habría tenido que pasar pruebas eliminatorias, y había algo en esas dos palabras que le desalentaba.

Levantó la tapa de una cubitera, cogió cuidadosamente dos cubitos, los dejó caer en un vaso y vertió Martini blanco. Se agachó para recoger un hilo sobre la moqueta, se incorporó y mojó sus labios en el vaso, bebiendo a ligeros sorbos como expresión de su satisfacción.

Cada mañana, jugaba al ajedrez. Cada mañana, seguía la misma rutina. Se levantaba a las siete al igual que los niños, desayunaba rebanadas de pan integral, tostadas a temperatura cuatro, con mermelada de albaricoque sin azúcar añadido, mantequilla salada y zumo de naranja recién exprimido a mano. Después, treinta minutos de gimnasia: ejercicios para la espalda, abdominales, pectorales, muslos… Lectura de la prensa que sus hijas, por turno, iban a buscarle antes de irse al colegio. Atento estudio de los anuncios por palabras, envío de curriculum cuando una oferta le parecía interesante, ducha, afeitado con maquinilla, jabón y brocha, elección de la ropa para la jornada y, por fin, la partida de ajedrez.

La elección de la vestimenta era el momento más delicado de la mañana. Ya no sabía cómo vestirse. ¿Con ropa de fin de semana, ligeramente informal, o con traje? Un día en el que se había vestido apresuradamente con un chándal, su hija mayor, Hortense, le había dicho: «¿Ya no trabajas, papá? ¿Estás siempre de vacaciones? Me gustas más cuando te pones guapo, con una chaqueta bonita, camisa y corbata. No vuelvas a buscarme al colegio vestido con chándal». Y después, más dulcemente porque, esa mañana, esa primera mañana en la que ella le había hablado en ese tono él había palidecido, añadió: «Te digo esto por ti, papaíto, para que sigas siendo el papá más guapo del mundo».

Hortense tenía razón, los demás le miraban de forma distinta cuando iba bien vestido.

Terminada la partida de ajedrez, regaba las plantas colgadas de la barandilla del balcón, arrancaba las hojas muertas, podaba las ramas viejas, vaporizaba con agua los nuevos brotes, aireaba la tierra sirviéndose de una cuchara y abonaba cuando era necesario. Un camello blanco le tenía muy preocupado. Le hablaba, le dedicaba una atención especial, limpiándolo hoja por hoja.

Todas las mañanas, desde hacía un año, la misma rutina.

Esa mañana, sin embargo, se había retrasado con respecto a su horario habitual. La partida de ajedrez había sido dura, debía tener cuidado y no dejarse llevar; resulta difícil cuando no se tiene ocupación alguna. No se debe perder el sentido del tiempo que pasa y que se va sin que nos demos cuenta. Ten cuidado Tonio, ten cuidado. No te dejes llevar, sobreponte.

Se había acostumbrado a hablar en voz alta y frunció el ceño al oír su propia recriminación. Para recuperar el tiempo perdido, decidió abandonar las plantas.

Pasó delante de la cocina donde su mujer pelaba patatas. Sólo veía su espalda, y notó, una vez más, que estaba ganando peso y que en sus caderas iban acumulándose nuevos michelines.

Cuando se mudaron a esa casa de las afueras, cerca de París, ella era alta y fina, sin michelines…

Cuando se mudaron, las niñas llegaban a la altura de la pila.

Cuando se mudaron…

Eran otros tiempos. Él levantaba su jersey, colocaba sus manos sobre sus senos y suspiraba «¡querida!», hasta que ella cedía y se inclinaba tirando con las dos manos de la colcha para no arrugarla. Los domingos, ella cocinaba. Las niñas pedían cuchillos «¡para ayudar a mamá!», o los restos de los cazos para «limpiarlos con la lengua». Las observaban con ternura. Cada dos o tres meses, las medían y marcaban su altura con lápiz en la pared; había numerosas rayitas con las fechas y los dos nombres: Hortense y Zoé. Cada vez que se apoyaba en el quicio de la puerta de la cocina se sentía invadido por una profunda tristeza. El sentimiento de un tiempo perdido para siempre, el recuerdo de una época en la que la vida le sonreía. No le pasaba nunca ni en el dormitorio ni en el salón, sólo en la cocina, siempre en esa estancia que, en otro tiempo, era un oasis de felicidad. Calurosa, tranquila, aromática. Las cacerolas humeaban, los trapos se secaban sobre la barra del horno, el chocolate se fundía al baño maría y las niñas troceaban nueces. Blandían un dedo coronado de chocolate, se dibujaban bigotes que se lamían a lengüetazos, y el vaho de los cristales dibujaba bordados nacarados que le transmitían la impresión de ser el papá de una familia esquimal en un iglú del Polo Norte.

En otro tiempo… la felicidad había estado allí, sólida, reconfortante.

Sobre la mesa permanecía abierto un libro de Georges Duby. Se inclinó para leer el título: El caballero, la mujer y el cura. Joséphine trabajaba sobre la mesa de la cocina. Lo que, en otro tiempo, había sido un ingreso suplementario, ahora servía para mantenerles. Investigadora en el CNRS, ¡especializada en la vida de las mujeres del siglo XII! Antes no podía evitar burlarse de sus estudios, hablaba de ellos con condescendencia, «mi mujer es una apasionada de la historia, ¡pero sólo del siglo XII! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!…». Le parecía que aquello tenía algo de aristocrático. «No es muy sexy el siglo XII, querida», decía pellizcándole el trasero. «Pero si fue entonces cuando Francia se embarcó en la modernidad, el comercio, la moneda, la independencia de las ciudades y…».

Y la besaba para hacerla callar.

Hoy, el siglo XII les daba de comer. Carraspeó para que ella se girara. No se había peinado y tenía el pelo recogido con un lápiz en lo alto del cogote.

—Voy a dar una vuelta…

—¿Vendrás a comer?

—No lo sé… Hazte la idea de que no.

—¡Y por qué no me lo has dicho antes!

No le gustaban las peleas. Hubiera sido mejor salir directamente mientras gritaba «me voy, ¡hasta luego!», y ¡hala!, alcanzaba la escalera, y ¡hala!, ella se quedaba con sus preguntas en la punta de la lengua, y ¡hala!, sólo tendría que inventarse algo cuando volviese. Porque siempre volvía.

—¿Has consultado los anuncios por palabras?

—Sí… hoy no había nada interesante.

—¡Siempre hay trabajo para el que quiere trabajar!

Trabajar sí, pero no en cualquier cosa, pensó sin decírselo, pues ya conocía lo que seguiría. Habría tenido que irse, pero seguía pegado al quicio de la puerta.

—Ya sé lo que me vas a decir, Joséphine, ya lo sé.

—Lo sabes, pero no haces nada para que cambie. Podrías hacer cualquier cosa, simplemente para aportar algo al puchero…

Él hubiera podido continuar la conversación, se la sabía de memoria, «socorrista, jardinero en un club de tenis, vigilante nocturno, empleado de una gasolinera…», pero sólo retuvo la palabra «puchero». Sonaba extraño relacionado con la búsqueda de empleo.

—¡Te parecerá gracioso! —gruñó ella apuñalándole con la mirada—. ¡Debo parecerte muy prosaica cuando te hablo del sucio dinero! ¡El señor quiere una montaña de oro! ¡El señor no quiere cansarse por cuatro perras! ¡El señor quiere estima y consideración! Y, por ahora, el señor sólo tiene una única forma de existir, ¡irse a casa de su manicura!

—¿De qué estás hablando, Joséphine?

—¡Sabes muy bien de QUIEN estoy hablando!

Ella le miraba ahora de frente, envarada, con un trapo anudado en el puño, desafiándole.

—Si te refieres a Mylène…

—Sí, me refiero a Mylène… ¿Todavía no sabes si va a hacer un descanso a la hora de comer? ¿Por eso no sabes responderme?

—Jo, detente… ¡esto va a acabar mal!

Demasiado tarde. Ella ya sólo pensaba en Mylène y en él. ¿Quién se lo habría contado? ¿Un vecino, una vecina? No conocían a mucha gente en el edificio pero, cuando se trataba de chismorrear, los amigos aparecían rápidamente. Alguien ha debido de verle entrar en el edificio de Mylène, a dos calles de allí.

—Vais a comer en su casa… Ella te habrá preparado una quiche y una ensalada, una comida ligera porque, después, ella tiene que trabajar, ella…

Rechinó los dientes para marcar la palabra «ella».

—Y después os echaréis una pequeña siesta, ella cerrará las cortinas, se desnudará dejando su ropa por el suelo e irá a tu encuentro bajo el grueso edredón de bordado blanco…

Él escuchaba, estupefacto. Mylène tenía un edredón grueso de bordado blanco. ¿Cómo lo sabía?

—¿Has estado en su casa?

Ella lanzó una risa sarcástica y se ajustó el nudo del trapo con su mano libre.

—Ajá, tenía razón. ¡El bordado blanco va con todo! Es bonito y práctico.

—Jo, déjalo.

—¿Dejar qué?

—Deja de imaginar cosas que no existen.

—¿Acaso no tiene un edredón de bordado blanco?

—Deberías dedicarte a escribir novelas. Tienes mucha imaginación.

—Júrame que no tiene un edredón de bordado blanco.

De pronto le invadió la cólera. Ya no podía soportarla. Ya no soportaba su tono de maestra de escuela, siempre con algo que reprocharle, diciéndole lo que tenía que hacer, cómo hacerlo; ya no soportaba su espalda encorvada, su ropa sin forma ni color, su piel enrojecida por la falta de cuidado, su pelo castaño, fino y lacio. Todo en ella olía a esfuerzo y parsimonia.

—¡Prefiero irme antes de que esta discusión vaya demasiado lejos!

—Prefieres irte con ella, ¿eh? Ten al menos el valor de decir la verdad, ya que no lo tienes para buscar trabajo ¡holgazán!

Esa fue la gota que colmó el vaso. Sintió cómo la cólera le bloqueaba la frente y golpeaba sus sienes. Escupió las palabras para no tener que arrepentirse:

—¡Pues sí! Nos vemos en su casa, todos los días a las doce y media. ¡Ella me calienta una pizza y nos la comemos en la cama, bajo el edredón de bordado blanco! Después recogemos las migas, le quito el sujetador, que también es de bordado blanco, y la beso por todos lados ¡por todos lados! ¿Estás contenta? ¡No deberías haberme obligado a decírtelo, te lo advertí!

—¡Tú tampoco deberías haberme obligado! Si te vas con ella, no te molestes en volver. Haces tus maletas y desapareces. No será una gran pérdida.

Él se separó del quicio de la puerta, giró los talones y, como un sonámbulo, entró en su habitación. Sacó una maleta de debajo de la cama, la colocó sobre la colcha y comenzó a llenarla. Vació sus tres cajones de camisas, sus tres cajones de camisetas, calcetines y calzoncillos en la gran maleta roja con ruedas, vestigio de su esplendor cuando trabajaba en Gunman and Co., el fabricante americano de fusiles de caza. Había ocupado el puesto de director comercial de la zona europea durante diez años, acompañando a sus ricos clientes cuando iban a cazar a África, a Asia, a América, por la selva, la sabana o la pampa. En aquel tiempo creía, todavía creía en la imagen de ese hombre blanco de bronceado eterno, siempre entusiasta, que bebía con sus clientes, los hombres más ricos del planeta. Se hacía llamar Tonio. Tonio Cortès. Sonaba más masculino, más responsable que Antoine. Nunca le había gustado su nombre, tan suave y afeminado. Era necesario estar a la altura de aquellos hombres: industriales, políticos, millonarios ociosos, hijos de… Él hacía tintinear los cubitos de su vaso dibujando una sonrisa infatigable, escuchaba sus historias, prestaba atención a sus quejas, opinaba, moderaba, observaba el baile de hombres y mujeres, la mirada aguda de los niños, viejos antes de haber tenido tiempo de crecer. Se felicitaba de frecuentar ese mundo sin formar parte de él. «¡Ah!, El dinero no hace la felicidad», repetía a menudo.

Tenía un excelente salario, una paga extraordinaria triplicaba su sueldo a finales de año, un buen seguro médico, periodos de descanso superiores casi a los de sus vacaciones. Se sentía feliz cuando volvía a su casa en Courbevoie, construida en los años noventa para una población de directivos jóvenes como él, que todavía no tenían suficientes ingresos para vivir en París pero que esperaban, al otro lado del Sena, a poder entrar en los barrios ricos de la ciudad cuyas luces adivinaban por las noches. Un brillante pastel de neón que les desafiaba de lejos. El edificio había envejecido mal, y rastros imperceptibles de óxido procedentes de los balcones manchaban la fachada, y el naranja brillante de los toldos se había marchitado con el sol.

Siempre regresaba de viaje sin avisar: abría la puerta, esperaba un segundo en la entrada antes de anunciarse con un corto silbido que quería decir: «¡Estoy aquí!». Joséphine estaba enfrascada en sus libros de historia, Hortense corría hacia él y metía su manita en los bolsillos buscando su regalo. Zoé aplaudía. Las dos niñas en camisón, la una rosa, la otra azul, Hortense, la guapa, la intrépida, su ojito derecho; y Zoé, redonda, lisa, glotona. Entonces se inclinaba hacia ellas y las cogía en sus brazos repitiendo: «¡Ay, mis niñas! ¡Ay, mis niñas!». Se había convertido en un rito. A veces sentía una punzada de remordimiento al recordar otro abrazo, el día anterior… las enlazaba más fuerte, y el recuerdo se desvanecía. Soltaba sus maletas y se consagraba a su papel de héroe. Inventaba cazas y persecuciones: un león herido al que había rematado con un machete, un antílope que había atrapado con un lazo, un cocodrilo al que había noqueado. Ellas le miraban con la boca abierta. Sólo Hortense se impacientaba y preguntaba: «¿Y mi regalo, papá?, ¿y mi regalo?».

Un día, Gunman and Co. fue absorbida por otra compañía y él despedido. De un día para otro. «Con los americanos es así —le había explicado a Joséphine—, el lunes eres director comercial con un despacho de tres ventanas y el martes ¡estás en la cola del paro!». Así que le habían echado. Había recibido una buena indemnización que le había permitido durante cierto tiempo pagar las letras del piso, el colegio de los niños, los cursos de inglés en el extranjero, el mantenimiento del coche, las vacaciones en la nieve. Él se lo había tomado con filosofía. No era el primero al que le pasaba algo así, no era un cualquiera, pronto encontraría trabajo. No de cualquier cosa, por supuesto, pero un trabajo… Y después, uno por uno, sus antiguos compañeros habían encontrado empleo, aceptando salarios inferiores, puestos de menor responsabilidad, traslados al extranjero, y él se había convertido en el único que seguía consultando las ofertas de empleo.

Ahora y ya sin ahorros, sentía cómo vacilaba su optimismo. Sobre todo por la noche. Se despertaba hacia las tres de la mañana, se levantaba sin hacer ruido, iba a servirse un whisky en el salón y encendía la tele. Se tumbaba en el sofá y zapeaba, con un vaso en la mano. Hasta entonces siempre se había sentido lleno de fuerza, de sabiduría, dotado de una gran perspicacia. Cuando veía a sus compañeros cometer errores no decía nada, pero se decía en voz baja: «¡A mí eso no me hubiese pasado! ¡Yo sé de qué va esto!». Cuando oyó hablar de fusión y de posibles despidos, se dijo que diez años de dedicación en Gunman and Co. era un contrato de los de verdad, ¡no le echarían tan fácilmente!

Fue uno de los primeros en ser despedidos.

Había sido incluso el primero en ser convocado.

Hundió un puño de rabia en el bolsillo de su pantalón y la costura cedió con un crujido agudo que le hizo rechinar los dientes. Hizo una mueca de disgusto, sacudió la cabeza, se volvió hacia la cocina, hacia su mujer, para pedirle si podría reparar el daño, y entonces recordó que se marchaba. Estaba haciendo las maletas. Dio la vuelta a los bolsillos: los dos forros estaban rotos.

Se dejó caer sobre la cama y miró fijamente la puntera de sus zapatos.

Buscar trabajo era descorazonador: no era más que un número en un sobre con un sello pegado. Pensaba en ello en brazos de Mylène. Él le contaba que llegaría un día en el que sería su propio jefe. «Con mi experiencia, explicaba, con mi experiencia…». Había recorrido el mundo, hablaba inglés y español, sabía llevar un libro de contabilidad, soportaba el frío y el calor, el polvo y el monzón, los mosquitos y los reptiles. Ella le escuchaba. Ella confiaba en él. Ella tenía algunos ahorros que le habían dejado sus padres. Él todavía no se había decidido. No perdía la esperanza de encontrar un compañero más seguro con quien compartir la aventura.

La había conocido cuando acompañó a Hortense a la peluquería, el día que cumplía doce años. Mylène se sintió impresionada por el aplomo de la jovencita que le había regalado una manicura. Hortense le había tendido la mano como si le concediera un privilegio. «Su hija es una princesa», le dijo cuando pasó a buscarla. Desde entonces, cuando tenía tiempo, pulía las uñas de la niña, y Hortense salía, con los dedos separados, mirando sus brillantes uñas.

Se sentía bien con Mylène. Era una rubita vivaracha, melosa hasta decir basta. Con un pudor y una timidez que le relajaban y le daban seguridad.

Descolgó sus trajes, todos del mejor talle, todos del mejor paño. Sí, había tenido dinero, bastante dinero. Y le gustaba gastárselo. «Y volveré a tenerlo, dijo en voz alta. A los cuarenta, la vida no se ha acabado, ¡no se ha acabado en absoluto!». Terminó de hacer la maleta. Sin embargo, simuló buscar un par de gemelos gruñendo en voz alta con la esperanza de que Joséphine viniese en su ayuda suplicándole que se quedara.

Avanzó por el pasillo y se detuvo delante de la puerta de la cocina. Esperó, confiando todavía en que ella diese un paso hacia él, que hiciera amago de querer una reconciliación… Como no reaccionaba y seguía dándole la espalda, anunció:

—Bueno, pues… ¡ya está! Me voy…

—Muy bien. Puedes quedarte con las llaves. Seguramente habrás olvidado cosas y tendrás que volver a buscarlas. Avísame para que no esté aquí. Será lo mejor.

—Tienes razón, me las guardo… ¿Qué vas a decir a las niñas?

—No lo sé. No lo tengo pensado.

—Preferiría estar presente cuando lo hicieses.

Ella cerró el grifo, se apoyó en la pila y, siempre de espaldas, dijo:

—Si no tienes inconveniente, les diré la verdad. No tengo ganas de mentir… Esto ya es lo bastante doloroso.

—Pero ¿qué vas a decirles? —preguntó angustiado.

—La verdad: papá no tiene trabajo, papá no está bien, papá necesita un cambio de aires, así que papá se ha ido…

—¿Cambio de aires? —repitió como un eco tranquilizador.

—¡Eso es! Se lo diré así. Un cambio de aires.

—Está bien «cambio de aires»… No suena definitivo. Está bien.

Había cometido el error de apoyarse en la puerta y se sentía invadido de nuevo por la nostalgia, que le mantenía allí clavado, privándole de todas sus fuerzas.

—Vete, Antoine. No tenemos nada más que decirnos. Te lo suplico… ¡vete!

Se había dado la vuelta señalándole el suelo con los ojos. Siguió su mirada y vio su maleta con ruedas, colocada a sus pies. Se había olvidado completamente de ella. Entonces era definitivo: ¡se iba!

—Pues… Adiós… Si quieres ponerte en contacto conmigo…

—Ya me llamarás… o dejaré un mensaje en la peluquería de Mylène. Supongo que ella sabrá dónde encontrarte, ¿no?

—En cuanto a las plantas, hay que regarlas una vez por semana y abonarlas una…

—¿Las plantas? ¡Que se mueran! Es la menor de mis preocupaciones.

—Joséphine, ¡por favor! No te pongas así… Puedo quedarme si quieres…

Ella le fulminó con la mirada. Él se encogió de hombros, agarró su maleta y se dirigió hacia la puerta.

Entonces ella se echó a llorar. Apoyada en el borde de la pila, lloró y lloró. Su espalda temblaba en sollozos. Primero lloró por el vacío que ese hombre iba a dejar en su vida, dieciséis años de vida en común, su primer hombre, su único hombre, el padre de sus dos hijas. Después lloró pensando en las niñas. Ya no tendrían el sentimiento de seguridad, la certidumbre de tener un papá y una mamá que velasen por ellas. Por fin lloró aterrorizada ante la idea de encontrarse sola. Antoine se ocupaba de las cuentas, Antoine hacía la declaración de la renta, Antoine se encargaba del pago de la hipoteca del piso, Antoine elegía el coche, Antoine desatascaba el lavabo. Siempre contaba con él. Ella se ocupaba de la casa y del colegio de sus hijas.

El timbre del teléfono la arrancó de su desesperación. Suspiró y descolgó, tragándose las lágrimas.

—¿Eres tú, cariño?

Era Iris, su hermana mayor. Hablaba siempre con voz alegre y placentera, como si fuera la encargada de anunciar las ofertas del supermercado. Iris Dupin, cuarenta y cuatro años, alta, morena, delgada, de largos cabellos negros que se peinaba como si fueran un velo de novia perpetuo. Iris debía su nombre al color de los dos grandes lagos de intenso azul que le servían de ojos. Cuando eran pequeñas, la paraban en la calle. «¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!», repetían los paseantes al cruzarse con la mirada sombría, profunda, aureolada de violeta con un minúsculo brillo dorado. «¡Es increíble! ¡Ven a ver, querido! ¡Nunca has visto unos ojos como estos!». Iris se dejaba contemplar hasta que, satisfecha y harta, cogía a su hermana de la mano murmurando entre dientes «¡Qué pandilla de pueblerinos! ¡Parece que nunca han salido de casa! ¡Hay que viajar, señores! ¡Hay que viajar!». Esta última frase hacía que Joséphine estallara de alegría y corriera como un helicóptero, con los brazos abiertos, girando sobre sí misma y riendo a gritos.

Iris, en su época, había lanzado todas las modas, cosechado todos los diplomas, seducido a todos los hombres. Iris no vivía, Iris no respiraba, Iris reinaba.

Con veinte años, se fue a estudiar a Estados Unidos, a Nueva York. A la Universidad de Columbia, Facultad de Cinematografía. Pasó allí seis años, terminó la primera de su promoción ex aequo y con la posibilidad de realizar un medio metraje de treinta minutos. Al final de cada curso, a los dos mejores estudiantes se les ofrecía un presupuesto para rodar una película. Iris había sido uno de ellos. El otro laureado, un joven húngaro, gigante tenebroso y rudo, había aprovechado la ceremonia de entrega de premios para besarla detrás del escenario. La anécdota había quedado grabada en los anales de la familia. El porvenir de Iris se inscribía en letras blancas en las colinas de Hollywood. Y un día, sin avisar, sin que nadie hubiese previsto esa posibilidad, Iris se había casado. Tenía apenas treinta años, volvía de Estados Unidos, donde había obtenido un premio en el Festival de Sundance, con un proyecto para realizar un largometraje del que se hablaba de maravilla. Ya contaba con el acuerdo de un productor cuando… Iris presentó su renuncia. Sin dar explicación alguna; nunca justificaba sus actos. Volvió a Francia y se casó.

Con velo blanco, ante el alcalde y el cura. El día de su boda, el salón del ayuntamiento estaba repleto. Hubo que añadir sillas y tolerar que algunos se encaramaran sobre el alféizar de las ventanas. Todos retenían el aliento, a la espera de que se arrancase el vestido y apareciese desnuda gritando: «¡Era una broma!». Como en una película.

Pero no ocurrió.

Parecía completamente prendida de él. De un tal Philippe Dupin, que ronroneaba dentro de su traje de chaqué. «¿Quién es? ¿Quién es?», preguntaban los invitados mirándole de reojo. Nadie le conocía. Iris contaba que se habían conocido en un avión y que fue «love at first sight». Un hombre guapo, ese Philippe Dupin. Manifiestamente guapo, a decir de las devoradoras miradas que las mujeres le lanzaban, ¡uno de los hombres más bellos en la faz de la Tierra! Dominaba entre la muchedumbre de amigos de su mujer con una suficiencia teñida de cierta actitud divertida. «Pero ¿a qué se dedica?». «Es un hombre de negocios». «¿Y por qué tanta prisa? ¿Crees que…?». Las lenguas se afilaban entre ellas como puñales, a falta de informaciones precisas. Los padres del novio se plantaron ante los asistentes con la misma actitud ligeramente altiva de su hijo, lo que parecía significar que creían que este cometía un error. Los invitados se marcharon derrotados. Iris ya no divertía a nadie. Ya no hacía soñar. Se había convertido en alguien terriblemente normal, y eso era, en su caso, de muy mal gusto. Algunos no volvieron a verla. Había caído y su corona no dejaba de rodar por tierra.

Iris declaró que todo aquello le importaba un rábano y decidió dedicarse en cuerpo y alma a su marido.

Philippe Dupin era un hombre colmado de certidumbres. Había fundado su propio gabinete de derecho internacional de negocios y después se había asociado a los nombres más grandes de los parqués de París, Milán, Nueva York y Londres. Era un abogado maquiavélico, al que sólo le gustaba defender los casos imposibles. Había triunfado y no podía entender que el resto del mundo no actuara como él. Su divisa era lapidaria: «Cuando se quiere, se puede». Articulaba esas palabras envarándose en su gran sillón de cuero negro, estirando los brazos y haciendo crujir sus falanges, mirando a su interlocutor como si entonara una verdad fundamental.

Ese espíritu había terminado por calar en Iris, que había tachado de su vocabulario las palabras duda, angustia e indecisión. Iris se había convertido, también, en una persona entusiasta y categórica. Los niños son obedientes y brillantes en el colegio, los maridos ganan dinero y mantienen a la familia, las mujeres se ocupan de la casa y de honrar a sus maridos. Iris seguía siendo guapa, despierta y seductora, alternaba las sesiones de masaje con las de jogging, peeling del rostro y tenis en el Racing. Era una mujer ociosa, cierto, pero «hay mujeres sobrepasadas por la ociosidad y otras que dominan la ociosidad. La ociosidad es un arte». Afirmaba. Resultaba evidente que ella se consideraba de esa última clase y sentía el más profundo desprecio por las ociosas desbordadas.

Debo pertenecer a otro mundo, pensaba Joséphine mientras escuchaba la cháchara imparable de su hermana, que abordaba ahora el tema de su madre.

Un martes de cada dos, Iris recibía a su madre para cenar, y esa noche tocaba mimar a la progenitora. La regla de esas cenas de familia eran la felicidad y la sonrisa. Inútil decir que Antoine se preocupaba, con cierto éxito, de evitarlas, y encontraba siempre una buena excusa para ausentarse. No soportaba a Philippe Dupin, que se creía obligado a poner subtítulos cuando se dirigía a él, «la COB, lo Comisión de Operaciones Bursátiles, Antoine», ni a Iris, que, cuando se dirigía a él, daba la impresión de hacerlo a un chicle pegado a la suela de sus sandalias. «Y cuando me saluda —se quejaba—, tengo la impresión de que me aspira con su sonrisa para catapultarme a otra dimensión». Iris, había que admitirlo, tenía a Antoine en muy baja estima. «Recuérdame en qué trabaja tu marido», era su frase favorita: «Todavía nada, todavía nada. Bueno… ¡Así que el tema no se ha solucionado! Habría que preguntarse cómo podría solucionarse, tantas pretensiones con tan pocos medios», todo es artificial con mi hermana, se dijo Joséphine apoyando el auricular en el hombro, cuando Iris siente un brote de simpatía o de atracción hacia alguien, consulta el diccionario médico Vidal por si está enferma.

—¿Te pasa algo? —preguntó Iris—. Tienes una voz extraña hoy.

—Estoy resfriada…

—Ah, bueno, ya me parecía… Para mañana por la noche… La cena con nuestra madre. ¿La habías olvidado?

—¿Es mañana?

Se había olvidado por completo.

—Pero bueno, querida, ¿dónde tienes la cabeza?

Si tú supieras, pensó Joséphine, buscando con la mirada un papel de cocina con el que sonarse.

—¡Vuelve a este siglo y deja a tus trovadores! Eres demasiado despistada. ¿Vienes con tu marido o ha encontrado el modo de eclipsarse?

Joséphine sonrió con tristeza. Llamémoslo así, se dijo, eclipsarse, cambiar de aires, evaporarse, desaparecer como el humo. Antoine se estaba transformando en gas volátil.

—No irá.

—Bueno, habrá que encontrar una nueva excusa para nuestra madre. Ya sabes lo poco que aprecia sus ausencias…

—Francamente Iris, ¡si supieses lo poco que me importa!

—¡Eres demasiado buena con él! Yo le hubiese dado con la puerta en las narices hace mucho tiempo. En fin… Tú eres como eres, no hay quien te cambie, pobrecita mía.

Y ahora, la compasión. Joséphine suspiró. Desde que era niña, ella era Jo, el patito feo, la intelectual, un poco ingrata, siempre metida en sus oscuras tesis, sus palabras complicadas, las largas búsquedas en la biblioteca juntándose con otros cerebritos con granos. La que sacaba buenas notas pero no sabía hacerse un trazo de contorno de ojos. La que se torcía el tobillo bajando las escaleras porque estaba leyendo La teoría de los climas de Montesquieu o enchufaba la tostadora al grifo mientras escuchaba una emisión de France Culture sobre los cerezos en flor en Tokio. La que se pasaba la noche con la luz encendida, inmersa en sus apuntes, mientras que su hermana mayor salía, triunfaba, creaba y embrujaba. Iris por aquí, Iris por allá, ¡podría componer un aria de ópera!

Cuando Joséphine se licenció en letras clásicas, su madre le había preguntado cuáles eran sus planes. «¿Qué vas a hacer con eso, pobrecita mía? ¿Servir de tiro al blanco a los alumnos de algún liceo del extrarradio de París? ¿Para que te violen sobre la tapa de un contenedor de basura?». Y cuando continuó con sus estudios, redactando su tesis y artículos que se publicaban en revistas especializadas, sólo había encontrado preguntas y escepticismo. «“Auge económico y desarrollo social en la Francia de los siglos XI y XII”. Hija mía, pero ¿cómo quieres que alguien se interese por eso? Harías mejor escribiendo una biografía picante de Ricardo Corazón de León o de Felipe Augusto, ¡eso interesaría a la gente! ¡Podrían hacer una película o una serie! ¡Rentabilizar todos esos años de estudios que he financiado con el sudor de mi frente!». Después lanzaba un silbido de víbora irritada por el lento reptar de su retoño, se encogía de hombros y suspiraba: «¿Cómo he podido traer al mundo a una hija así?». Su señora madre siempre se lo había preguntado. Desde que Joséphine había echado a andar. Su marido, Lucien Plissonnier, tenía por costumbre replicar: «Fue la cigüeña, que se equivocó de casa». Y ante el poco humor con el que se acogían sus intervenciones, había terminado por callar. Definitivamente. Un 13 de julio por la tarde se llevó la mano al pecho y tuvo tiempo de decir: «Es un poco pronto para hacer explotar los petardos» antes de expirar. Joséphine e Iris tenían diez y catorce años. El entierro había sido magnífico, y su señora madre había estado majestuosa. Había organizado hasta el último detalle: las flores blancas en grandes ramos depositadas sobre el féretro, una marcha fúnebre de Mozart, la elección de los textos leídos por cada uno de los miembros de la familia. Henriette Plissonnier se había puesto un velo idéntico al de Jackie Kennedy y pedido a sus hijas que besaran el féretro antes de que lo cubriesen de tierra.

También Joséphine se preguntaba cómo había podido pasar nueve meses en el vientre de esa mujer que decía ser su madre.

El día en el que había sido contratada por el CNRS —estaba entre los tres candidatos elegidos de los ciento veintitrés que optaban al puesto— y se había precipitado hasta el teléfono para anunciárselo a su madre y a Iris, se había visto obligada a repetirlo, a desgañitarse, pues ni la una ni la otra comprendían su entusiasmo. ¿CNRS? ¿Qué iba a hacer ella en aquel antro?

Tuvo que hacerse a la idea: ella no les interesaba en absoluto. Hacía tiempo que estaba convencida de ello, pero aquello fue la confirmación. Sólo su boda con Antoine las había estimulado. Al casarse, se hacía por fin inteligible. Dejaba de ser un genio desgarbado para convertirse en una mujer como las demás, con un corazón que conquistar, un vientre que fecundar, un piso a decorar.

Pronto, la señora madre e Iris se sintieron defraudadas: Antoine no daría nunca la talla. La raya de su pantalón estaba demasiado marcada —falta de encanto—, sus calcetines eran demasiado cortos —falta de clase—, su sueldo insuficiente y de procedencia dudosa —vender fusiles, ¡eso es una infamia!— y sobre todo, sobre todo, se sentía tan intimidado por su familia política que se ponía a sudar profusamente en su presencia. No una ligera sudoración que dibujara aureolas delicadas en sus axilas, sino un sudor abundante que empapaba su camisa y que le forzaba a ausentarse para enjuagarse. Un defecto manifiesto que no podía pasar desapercibido y que ponía a todo el mundo en una situación incómoda. Sólo le pasaba delante de su familia política. Nunca había sudado en Gunman and Co. Nunca. «Debe de ser porque te pasas la vida al aire libre —intentaba justificarle Joséphine mientras le tendía la camisa de recambio que llevaba a todas las reuniones familiares—. ¡Nunca podrías trabajar en un despacho!».

De pronto, Joséphine sintió un arrebato piadoso hacia Antoine y, olvidando su actitud de reserva que se había prometido adoptar, se dejó llevar y se lo contó a Iris.

—¡Acabo de echarle! ¡Oh, Iris! ¿Qué nos va a pasar ahora?

—¿Has puesto de patitas en la calle a Antoine? ¿Definitivamente?

—Ya no podía más. Es bueno, no resulta fácil para él, es cierto, pero… Ya no aguanto verle sin hacer nada. Quizás me faltó valor, pero…

—¿Estás segura de que eso es todo? No habrá otra razón que no me estás contando…

Iris había bajado el tono. Usaba ahora su voz de confesor, la que empleaba cuando quería arrancarle confidencias a su hermana. Joséphine no podía ocultarle nada a Iris. Siempre se rendía, incapaz de disimular el más diminuto de sus pensamientos. Peor aún: le ofrecía su secreto. Tenía la impresión de que era la única forma de atraer su atención, la única forma de ser amada.

—Tú no sabes lo que es vivir con un marido en paro… Cuando trabajo, llego a tener mala conciencia. Trabajo a escondidas, entre la piel de las patatas y las cacerolas.

Miró la mesa de la cocina y se dijo que tendría que recogerla antes de que las niñas volviesen del colegio para comer. Había hecho cálculos, le salía más barato que el comedor del colegio.

—Creía que al cabo de un año te habrías acostumbrado.

—¡Qué mala eres!

—Perdóname, querida. Pero parecías haberlo aceptado. Siempre le defendías… Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora?

—No tengo la menor idea. Voy a seguir trabajando, eso seguro, pero necesito encontrar algo más… Alguna clase de francés, de gramática, de ortografía, no lo sé, yo…

—No debería de ser muy difícil, ¡hay tantos malos estudiantes hoy en día! Empezando por tu sobrino. Alexandre volvió ayer del colegio con un cero con cinco en dictado. ¡Un cero con cinco! Si hubieses visto la cara de su padre… ¡Pensé que iba a morirse de un ataque!

Joséphine no pudo evitar sonreír. El excelente Philippe Dupin, ¡padre de un mal estudiante!

—En su colegio, la maestra quita tres puntos por falta, ¡la nota baja muy rápido!

Alexandre era el hijo único de Philippe e Iris Dupin. Tenía diez años, la misma edad que Zoé. Siempre estaban conversando debajo de la mesa, con aspecto serio y concentrado, o construyendo, en silencio, maquetas gigantes, alejados de las reuniones familiares. Se comunicaban intercambiando guiños y signos que utilizaban como un auténtico lenguaje, lo que irritaba a Iris, que predecía un desprendimiento de retina para su hijo o, cuando se enfadaba de verdad, una segura idiotez. «¡Mi hijo va a terminar idiota y lleno de tics por culpa de tu hija!», pronosticaba señalando a Zoé con el dedo.

—¿Las niñas están al corriente?

—Todavía no…

—Ah… ¿Y cómo se lo vas a decir?

Joséphine permaneció en silencio, rascando con la uña el borde de la mesa de fórmica, formando una bolita negra que tiró al fuego de la cocina.

Iris insistió. Había cambiado otra vez de tono. Ahora hablaba con voz dulce, envolvente, una voz que a la vez la tranquilizó y la relajó, dándole ganas de echarse a llorar.

—Estoy aquí, cariño, sabes que siempre estoy a tu lado y que nunca te abandonaré. Te quiero como a mí misma, y eso significa mucho.

Joséphine ahogó una carcajada. ¡Iris podía llegar a ser tan divertida! Hasta su boda habían compartido numerosos ataques de risa. Y después se había convertido en una señora, una señora responsable y muy ocupada. ¿Qué tipo de pareja formaba ella con Philippe? Nunca les había sorprendido abandonándose, intercambiando una mirada tierna o un beso. Parecían siempre representar un papel.

En ese momento, sonó el timbre de la puerta y Joséphine se interrumpió.

—Deben de ser las niñas… Te dejo. Y te lo suplico: ni una palabra mañana por la noche. ¡No tengo ganas de que sea el único tema de conversación!

—Vale, hasta mañana. Y no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc, que creía poder comérselos!

Joséphine colgó, se secó las manos, se quitó el delantal, el lápiz del pelo, se tocó el cabello para ponerlo en orden y corrió a abrir la puerta. Hortense fue la primera en entrar en casa sin decir hola a su madre ni siquiera mirarla.

—¿Está papá? ¡Me han puesto un notable alto en expresión escrita! ¡Con esa puta de Ruffon, además!

—Hortense, por favor, ¡sé más educada! Es tu profesora de lengua.

—Una tía asquerosa, eso es lo que es.

La adolescente no se precipitó para besar a su madre o darle un mordisco a un trozo de pan. No dejó caer su mochila ni su abrigo en el suelo, sino que depositó la primera y colgó el segundo con la gracia distinguida de una debutante que abandona su largo abrigo de baile en el vestuario.

—¿No le das un beso a mamá? —preguntó Joséphine comprobando con molestia un tono de súplica en su voz.

Hortense tendió una mejilla suave y aterciopelada en dirección a su madre, mientras levantaba la masa de su pelo color caoba para ventilarse.

—¡Hace un calor! Tropical, diría papá.

—Dame un beso de verdad, cariño —suplicó Joséphine perdiendo toda dignidad.

—Mamá, ya sabes que no me gusta que te me pegues así.

Rozó la mejilla que su madre le tendía para decir inmediatamente después:

—¿Qué hay de comer?

Se acercó a la cocina y levantó la tapa de una cacerola esperando oler un plato cocinado. Con catorce años, tenía ya la gracia y el aire de una mujer. Vestía ropa bastante simple, pero se había remangado la camisa, cerrado el cuello, añadido un broche y ajustado el talle con un cinturón ancho, transformando su ropa de estudiante en un figurín de moda. Su pelo cobrizo enmarcaba una piel clara, y sus grandes ojos verdes expresaban una ligera extrañeza, matizada por un imperceptible desdén que mantenía a los demás a distancia. Si había una palabra que parecía estar inventada para Hortense, esa era «distancia». ¿De quién ha sacado esa indiferencia?, se preguntaba Joséphine cada vez que observaba a su hija. No de mí, desde luego. ¡Parezco tan desastrosa al lado de mi hija!

Es fría como un témpano, pensó después de abrazarla. Y como se arrepintió inmediatamente de haber formulado esa idea, la volvió a abrazar, lo que molestó a la chica, que se zafó de ella.

—Huevos fritos con patatas…

Hortense hizo una mueca.

—Muy poco dietético, mamá. ¿No hay un filete a la plancha?

—No, yo… Cariño, no he podido ir a la…

—Entiendo. No tenemos suficiente dinero, ¡la carne es cara!

—Es que…

Joséphine no tuvo tiempo de terminar su frase porque otra niña apareció en la cocina y se lanzó contra sus piernas.

—¡Mamá! ¡Mamaíta querida! ¡Me he encontrado con Max Barthillet en la escalera y me ha invitado a ver Peter Pan en su casa! Tiene el DVD… ¡Se lo ha traído su padre! ¿Puedo ir esta tarde después del colegio? No tengo deberes para mañana. ¡Di que sí, mamá, di que sí!

Zoé alzó un rostro repleto de confianza y amor hacia su madre, que no pudo resistirse y la abrazó fuertemente diciendo: «Claro que sí, claro mi niña, mi muñequita, mi bebé…».

—¿Max Barthillet? —se lamentó Hortense—. ¿La dejas ir a su casa? ¡Tiene mi edad y está en la clase de Zoé! No para de repetir, terminará siendo aprendiz de carnicero o de fontanero.

—No hay de qué avergonzarse por ser carnicero o fontanero —protestó Joséphine—. Si no se le dan bien los estudios…

—No me gustaría que se metiera en la familia. ¡Tengo miedo de que se sepa! Tiene muy mala reputación, con esos pantalones enormes, sus cinturones con tachuelas y su pelo demasiado largo.

—¡Oh, la miedica! ¡Oh, la miedica! —gritó Zoé—. Primero, no es a ti a quien ha invitado, ¡sino a mí! ¡Sí que voy, ¿eh, mamá?! Porque a mí ¡me da igual que sea fontanero! ¡Incluso le encuentro muy guapo! ¿Qué comemos hoy? Me muero de hambre.

—Huevos fritos con patatas.

—¡Ummmm! ¿Me dejarás romper la yema del huevo, mamá? ¿Podré aplastarla con el tenedor y poner un montón de kétchup encima?

Hortense se encogió de hombros ante el entusiasmo de su hermana pequeña. Con diez años, Zoé tenía todavía los rasgos de un bebé: mejillas redondeadas, brazos regordetes, pecas en la nariz y hoyuelos que marcaban sus mejillas. Era toda redonda, le gustaba dar besos fuertes que marcaba ruidosamente tras haber cogido carrerilla y placado al feliz destinatario como un defensa de rugby. Tras lo cual se acurrucaba contra él ronroneando mientras jugaba con un mechón de su cabello castaño claro.

—Max Barthillet te invita porque quiere acercarse a mí —declaró Hortense masticando una patata frita con la punta de sus blancos dientes.

—¡Oh, la chulita! Se cree siempre que hay alguien detrás de ella. Me ha invitado ¡solamente a mí! ¡Na, na, na! Ni siquiera te ha mirado en la escalera. Ni queriendo.

—La ingenuidad roza a veces la estupidez —contestó Hortense, mirando a su hermana por encima del hombro.

—¿Y eso qué quiere decir, mamá? Dime.

—¡Quiere decir que os calléis y comáis en paz!

—¿Es que tú no comes? —preguntó Hortense.

—No tengo hambre —respondió Joséphine, sentándose a la mesa con sus hijas.

—Ese Max Barthillet puede seguir soñando —dijo Hortense—. No tiene ninguna posibilidad. Lo que yo quiero es un hombre guapo, fuerte, tan viril como Marión Brando.

—¿Quién es Marión Bardot, mamá?

—Es un actor americano muy famoso.

—¡Marión Brando! Es guapo, ¡pero qué guapo es! Salía en Un tranvía llamado deseo, fue papá el que me llevó a ver esa película… Papá dice que es una obra de arte.

—¡Ummmm! Tus patatas fritas están riquísimas, mamaíta.

—Por cierto, ¿papá no está? ¿Tiene una cita? —se preguntó Hortense secándose la boca.

Era el momento que tanto temía Joséphine. Posó sus ojos en la mirada interrogante de su hija mayor y después sobre la cabeza inclinada de Zoé, absorta mientras mojaba sus patatas fritas en la yema de huevo manchada de ketchup. Tenía que decírselo. De nada serviría dejarlo para más tarde o mentir. Tarde o temprano se enterarían. Habría sido mejor hablarles por separado. Hortense estaba tan unida a su padre, lo veía tan «chic» y con tanta «clase», y él hacía cualquier cosa por complacerla. No había querido que se hablara delante de sus hijas la falta de dinero o la angustia de un futuro incierto. Sólo se comportaba así con su hija mayor, no con Zoé. Ese amor sin fisuras era todo lo que le quedaba de su pasado esplendor. Hortense le ayudaba a deshacer las maletas cuando volvía de viaje, acariciando la tela de sus trajes, alabando la calidad de las camisas, alisando las corbatas con la mano, alineándolas una a una en las varillas del ropero. ¡Qué guapo eres, papá! ¡Qué guapo! Él se dejaba querer, se dejaba alabar, cogiéndola a su vez en sus brazos y dándole un pequeño regalo sólo para ella, un secreto compartido. Joséphine les había sorprendido varias veces en sus conciliábulos conspirativos. Ella se sentía excluida de su complicidad. En su familia existían dos estamentos: los señores, Antoine y Hortense; y los vasallos, Zoé y ella.

Ya no podía dar marcha atrás. La mirada de Hortense se volvía pesada y fría. Esperaba una respuesta a su pregunta.

—Se ha ido…

—¿Y a qué hora vuelve?

—No va a volver… En fin, al menos aquí.

Zoé había levantado la cabeza y Joséphine leyó en sus ojos que intentaba comprender lo que su madre había dicho pero no lo conseguía.

—Se ha ido… ¿para siempre? —preguntó Zoé, con la boca abierta de estupor.

—Me temo que sí.

—¿Y ya no será mi papá?

—Pero ¡claro que sí! Pero ya no vivirá aquí, con nosotras.

Joséphine tenía miedo, mucho miedo. Habría podido indicar con exactitud dónde sentía el miedo, medir su longitud, su grosor, el diámetro del nudo que le apretaba el plexo y le impedía respirar. Le hubiese gustado acurrucarse entre los brazos de sus hijas. Le hubiese gustado que se abrazaran las tres e inventasen una frase mágica como las de los cuentos infantiles. Le hubiese gustado tantas cosas, poder rebobinar el tiempo, volver a los tiempos felices, el primer bebé, la vuelta de la maternidad, el segundo bebé, las primeras vacaciones los cuatro, la primera discusión, la primera reconciliación, el primer silencio que lo dice todo y que desemboca en el silencio que ya no significa nada, que finge; darse cuenta de cuándo se ha roto la cuerda, cuándo el chico encantador con el que se había casado se había convertido en Tonio Cortès, marido cansado, irritable, en paro, detener el tiempo y volver atrás, atrás…

Zoé se echó a llorar. Su rostro se arrugó, se torció, enrojeció y se llenó de lágrimas. Joséphine se inclinó hacia ella y la abrazó. Escondió su cara entre los cabellos suaves y rizados de la niña. Sobre todo debía evitar ponerse a llorar también. Debía ser fuerte y decidida. Mostrarles a las dos que no tenía miedo, que las iba a proteger. Se puso a hablar sin temblar. Les repitió lo que todos los manuales de psicología aconsejan decir a los padres cuando se separan. Papá quiere a mamá, mamá quiere a papá, papá y mamá quieren a Hortense y a Zoé, pero papá y mamá no pueden vivir juntos más tiempo, así que papá y mamá se separan. Pero papá querrá siempre a Hortense y a Zoé y siempre estará allí a su lado, siempre. Tenía la impresión de estar hablando de gente que no conocía.

—En mi opinión, no se ha ido muy lejos —declaró Hortense con un tonillo afectado—. ¡Qué decadencia! ¡Hay que estar muy perdido y no saber qué hacer!

Suspiró, dejó en el plato la patata frita que estaba a punto de morder y, mirando a su madre, añadió:

—Pobre mamaíta, ¿qué vas a hacer?

Joséphine se sintió deplorable, pero le alivió recibir una prueba de conmiseración por parte de su hija mayor. Sobre todo le hubiese gustado que Hortense fuese más lejos y la consolase, pero se recuperó inmediatamente: era ella la que debía abrazar. Tendió un brazo hacia Hortense que le acarició la mano por encima de la mesa.

—Mi pobre mamá, mi pobre mamá… —suspiró Hortense.

—¿Os habéis peleado? —preguntó Zoé, los ojos llenos de pavor.

—No, mi niña, hemos tomado esa decisión como dos adultos responsables. Papá está muy triste porque os quiere mucho, mucho. No es culpa suya, sabes… Un día, cuando seas mayor, comprenderás que no siempre hacemos lo que queremos en la vida. A veces, en lugar de decidir, los acontecimientos deciden por nosotros. Desde hace algún tiempo a papá le han pasado muchas cosas desagradables y prefiere marcharse, alejarse para no imponer su estado de ánimo. Cuando encuentre trabajo, os explicará por lo que ha pasado…

—Y entonces volverá, di mamá, ¿volverá?

—No digas tonterías, Zoé —le interrumpió Hortense—. Papá se ha ido, punto y final. Y no para volver, si quieres mi opinión. En cuanto a mí, no lo entiendo… Ella es una zorra, nada más.

Había pronunciado esa palabra con tono asqueado, y Joséphine comprendió que lo sabía. Conocía la infidelidad de su padre. Debía de saberlo desde mucho antes que ella. Quería decírselo pero, en presencia de Zoé, dudó.

—El único problema es que vamos a ser realmente pobres ahora… Espero que papá nos dé algo de dinero. Estará obligado ¿no?

—Escucha, Hortense… No hemos hablado de eso.

Se detuvo, consciente de que Zoé no debía oír el resto.

—Deberías ir a sonarte la nariz, cariño, y a lavarte un poco la cara —aconsejó a Zoé levantándola de sus rodillas y empujándola fuera de la cocina.

Zoé salió gruñendo y arrastrando los pies.

—¿Cómo lo sabías? —preguntó Joséphine a Hortense.

—¿Saber qué?

—Saber lo de… esa mujer.

—Bueno… mamá. ¡Lo sabe todo el barrio! ¡Me sentía molesta por ti! Me preguntaba cómo hacías para no ver nada.

—Lo sabía pero hacía como que no lo veía.

No era cierto. Lo había sabido el día anterior, se lo había dicho su vecina de rellano, Shirley, que le había hecho los mismos reproches que su hija: «Pero bueno, Joséphine, ¡abre los ojos, joder! ¡Te ponen los cuernos y ni te enteras! ¡Despierta! ¡Hasta la panadera se aguanta la sonrisa cuando te da el pan!».

—¿Quién te lo dijo? —insistió Joséphine.

La mirada que le lanzó Hortense en ese momento la dejó helada. Era una mirada fría, llena del desprecio de la mujer sabia a la que no lo es, la mirada de una cortesana avisada hacia una tontita.

—Pobre mamá, ¡abre los ojos! ¿Has visto cómo te vistes? ¿Cómo te peinas? ¡Te has descuidado completamente! ¡No es extraño que busque en otro sitio! Ya va siendo hora de que dejes la Edad Media para vivir en nuestra época.

La misma voz, el mismo tono divertido, los mismos argumentos que su padre. Joséphine cerró los ojos, se puso las manos en los oídos y empezó a gritar.

—¡Hortense! Te prohíbo que me hables en ese tono… Si podemos comer últimamente ¡es precisamente gracias a mí, y al siglo XII! Te guste o no. Y te prohíbo que me mires así. Soy tu madre, no lo olvides nunca, ¡tu madre! Y debes… Y no debes… Debes respetarme.

Balbuceaba, se sentía ridícula. Una nueva preocupación se le subió a la garganta: jamás conseguiría educar a sus dos hijas, no tenía la autoridad suficiente, nunca podría estar a la altura.

Cuando volvió a abrir los ojos, vio cómo Hortense la examinaba con curiosidad, como si la viese por primera vez, y lo que percibió en la mirada extraña de su hija no la tranquilizó. Se sintió terriblemente avergonzada de haber perdido el control. No nos confundamos, se dijo, soy yo la que debo dar ejemplo ahora que sólo me tienen a mí como punto de referencia.

—Lo siento, hija.

—No te preocupes, mamá, no importa. Estás cansada, en tensión. Ve a acostarte un poco, después te sentirás mejor…

—Gracias, gracias hija… Voy a ver qué hace Zoé.

* * *

Después de la comida y de que sus hijas volviesen al colegio, Joséphine llamó a la puerta de Shirley, su vecina. Tan pronto, y ya no soportaba estar sola.

Fue Gary, el hijo de Shirley, el que abrió. Tenía un año más que Hortense y estaba en su misma clase, pero ella no quería volver con él del colegio con la excusa de que vestía desastrosamente. Para no deberle nada, prefería no pedirle los apuntes cuando estaba enferma y faltaba a las clases.

—¿No estás en el colegio? Hortense se ha ido ya.

—No tenemos las mismas optativas. Yo los lunes entro a las dos y media… ¿Quieres ver mi nuevo invento? Mira.

Y le mostró dos Tampax que movió sin que los hilos se enredaran. Era extraño: cada vez que un tampón se aproximaba al otro, a punto de tocarse los hilos de algodón blanco, se ponía a oscilar, y después a girar primero en pequeños círculos y luego en círculos cada vez más amplios sin que Gary moviese los dedos. Joséphine le miró, atónita.

—He inventado el movimiento perpetuo sin fuente de energía contaminante.

—Me recuerda al diábolo —dijo Joséphine por decir algo—. ¿Está tu mamá?

—Está en la cocina, recogiendo…

—¿No la ayudas?

—No quiere, prefiere que invente cosas.

—¡Buena suerte, Gary!

—¡Ni siquiera me has preguntado cómo lo hago!

Parecía decepcionado y sostenía los dos Tampax como dos puntos de interrogación.

—No eres guay…

En la cocina, Shirley estaba en plena actividad. Con un gran delantal anudado a la cintura, recogía los platos, amontonaba los restos, los tiraba a la basura, los aclaraba bajo el agua corriente mientras que, en el fuego, se cocinaba lo que, a juzgar por los delicados aromas que desprendían, debían de ser un conejo a la mostaza y un potaje de verduras. Shirley era una incondicional de los productos naturales y frescos. No comía ningún tipo de conserva, ningún congelado, leía atentamente las etiquetas de todos los productos lácteos y autorizaba a Gary a comer un alimento químico a la semana para, decía, inmunizarle contra los peligros de la alimentación moderna. Lavaba la ropa a mano y con jabón de Marsella, la dejaba secar extendida sobre grandes toallas, veía poquísimo la televisión, escuchaba la BBC todas las tardes, la única radio inteligente, en su opinión. Era una mujer alta, ancha de hombros, el pelo rubio, corto y tupido, de grandes ojos dorados, la piel de un bebé tostado al sol. De espaldas, la llamaban señor y la empujaban, de frente, se apartaban con deferencia para dejarla pasar. Mitad hombre, mitad vampiresa, decía divertida, puedo darle a alguien un puñetazo en el metro y reanimar a mi agresor parpadeando. Shirley era cinturón negro de jiu-jitsu.

Escocesa de origen, contaba que había venido a Francia para estudiar en una escuela de hostelería y que se había quedado para siempre. ¡El encanto francés! Se ganaba la vida dando clases de canto en el conservatorio de Courbevoie, clases particulares de inglés a directivos hambrientos de éxito, y confeccionaba deliciosos pasteles que vendía a quince euros la unidad a un restaurante de Neuilly que le encargaba una decena semanal. Y a veces, más. Su casa olía a verdura que se rehoga, pastelería que se hincha, chocolate que se funde, caramelo que cristaliza, cebollas que se confitan y picantones dorándose. Criaba, sola, a su hijo Gary; nunca hablaba del padre del niño, emitiendo, cuando se aludía a él, ciertos murmullos que indicaban la pobre opinión que tenía de los hombres, en general, y de este último, en particular.

—¿Sabes con qué está jugando tu hijo, Shirley?

—No…

—¡Con dos Tampax!

—Ah… no se los estará metiendo en la boca, espero.

—No.

—Perfecto. Al menos no se asustará la primera vez que una chica le ponga uno debajo de sus narices.

—¡Shirley!

—Joséphine, ¿de qué te extrañas? Tiene quince años, ¡ya no es un bebé!

—Tu hijo no tendrá nada de poesía si le dices todo, le muestras todo, le explicas todo.

—¡A la mierda la poesía! Eso es algo que han inventado para pegárnosla. ¿Sabes tú de alguna relación poética? Yo sólo sé de fraudes y escabechinas.

—¡Eres dura, Shirley!

—Y tú, Joséphine, eres peligrosa con tus ilusiones… Bueno, ¿en qué punto estás?

—Tengo la impresión de vivir a cien por hora desde esta mañana. Antoine se ha marchado. Bueno, le he echado… Se lo he dicho a mi hermana, ¡se lo he dicho a mis hijas! ¡Por Dios, Shirley! Creo que he hecho una enorme tontería.

Se frotó los brazos como para entrar en calor, a pesar de las altas temperaturas de ese día de mayo. Shirley le acercó una silla y la obligó a sentarse.

—¡No eres la primera mujer abandonada del siglo XXI! ¡Somos un montón! Y te voy a contar un secreto: sobrevivimos, y, aún más, sobrevivimos muy bien. Al principio es difícil, cierto, pero después, ya no podemos dejar de vivir solas. Ponemos de patitas en la calle al macho una vez que nos ha satisfecho, como las hembras del reino animal. ¡Una auténtica delicia! A mí, a veces, me entran ganas de organizarme cenas a la luz de las velas, sola conmigo misma…

—No he llegado a ese punto…

—Ya veo. Venga, cuenta… ¡Hace tanto tiempo que tenía que pasar! ¡Gary! Va a ser la hora de ir al colegio, ¿te has lavado los dientes? Todo el mundo lo sabía menos tú. Resultaba indecente.

—Es lo que me ha dicho Hortense… ¿Te das cuenta? ¡Mi hija de catorce años sabía lo que yo ignoraba! Debían de pensar que era una imbécil, además de cornuda. Pero te voy a decir una cosa, ahora me da igual e incluso me pregunto si no hubiese preferido no saber nada de nada…

—¿Estás enfadada conmigo por habértelo contado?

Joséphine contempló el rostro tan puro, tan suave de su amiga, las minúsculas pecas sobre su nariz, corta y ligeramente torcida, los ojos color miel tachonados de verde, rasgados y grandes como los de una máscara y sacudió lentamente la cabeza.

—No podría enfadarme contigo. No tienes ninguna malicia. Debes de ser la persona más buena del mundo. Y además, esa chica, Mylène, ¡no tiene la culpa! Y él, si hubiese seguido trabajando, ni siquiera la habría mirado. Es… lo que ha pasado con su trabajo, el hecho de que lo hayan dejado en la cuneta con cuarenta años, ¡eso es inhumano!

—Déjalo, Jo. Estás ablandándote. ¡Dentro de poco va a ser culpa tuya!

—En todo caso soy yo la que le he echado. Me siento mal, Shirley. Hubiera debido mostrar más comprensión, más tolerancia.

—Lo estás mezclando todo. Lo que ha pasado hoy es lo que tenía que pasar… ¡Era mejor acabar antes de que no pudieseis soportaros más! Venga, anímate… Chin up!

Joséphine sacudió la cabeza, incapaz de articular palabra.

—Pero mira esta mujer excepcional: ¡está a punto de morirse de miedo porque un hombre la ha dejado! Venga, un cafetito, una buena onza de chocolate y ya verás, todo irá mejor.

—No lo creo, Shirley. ¡Tengo tanto miedo! ¿Qué pasará ahora? Nunca he vivido sola. ¡Nunca! No lo conseguiré. ¿Y las niñas? Voy a tener que criarlas sin la ayuda de su padre… Tengo tan poca autoridad.

Shirley se detuvo, se acercó a su amiga y, cogiéndola por los hombros, la obligó a mirarla.

—Jo, dime de qué tienes miedo exactamente. Cuando se tiene miedo, siempre hay que mirarlo a la cara y darle un nombre. Si no, te aplasta y te arrastra como una ola gigantesca.

—¡No, ahora no! Déjame… No tengo ganas de pensar.

—Sí. Dime exactamente qué te da miedo.

—¿No habías dicho algo de un café y una onza de chocolate?

Shirley sonrió y giró la cabeza hacia la cafetera.

Okay… pero, aun así, no te vas a librar.

—Shirley, ¿cuánto mides exactamente?

—Un metro setenta y nueve, pero no intentes cambiar de conversación… ¿Lo quieres con arábica o de Mozambique?

—Lo que quieras. Me da igual.

Shirley sacó un paquete de café, un molinillo de madera, lo llenó, se sentó en un taburete, se encajó el molinillo entre sus largos muslos y se puso a moler sin dejar de mirar a su amiga a los ojos. Decía que moler los granos a mano molía también los pensamientos.

—Me pareces tan guapa sentada así, con el delantal y…

—No te vayas por las ramas con cumplidos.

—Y yo me encuentro tan fea.

—¡No va a ser eso lo que te da miedo!

—¿Quién te ha enseñado a ser tan directa? ¿Tu madre?

—La vida. Se gana tiempo. Pero sigues haciendo trampas… Sigues evitando el tema.

Entonces Joséphine levantó la mirada hacia Shirley y, escondiendo sus puños entre los muslos, se puso a hablar, a hablar a toda velocidad, farfullando, volviendo a empezar, repitiendo las mismas cosas.

—Tengo miedo, tengo miedo de todo, soy una montaña de miedo… Me gustaría morir, aquí, ahora, y no tener que ocuparme de nada nunca más.

Shirley la contempló un buen rato, animándola con los ojos que decían: venga, venga, vamos, adelante.

—Tengo miedo de no conseguirlo, tengo miedo de terminar debajo de un puente, de ser desahuciada, tengo miedo de no volver a amar, tengo miedo de perder mi trabajo, tengo miedo de que se me acaben las ideas para siempre, tengo miedo de envejecer, tengo miedo de engordar, tengo miedo de morir sola, tengo miedo de no volver a reír, tengo miedo del cáncer de mama, tengo miedo del mañana…

Vamos, vamos, decía la mirada de Shirley mientras manejaba el molinillo de café, vacíalo todo, dime cuál es tu mayor miedo… lo que te paraliza y te impide crecer, convertirte en Jo la magnífica, Jo la imbatible sobre la Edad Media y las catedrales, los señores y los castillos, los siervos y los comerciantes, las damas y las damiselas, los clérigos y los prelados, las brujas y las horcas, la que cuenta tan bien la Edad Media que, a veces, tengo ganas de que vuelva… Siento algo que falta, una herida, una locura dentro de ti que te haga cojear, que te haga encogerte de hombros. Te observo desde hace siete años, los que llevamos compartiendo el mismo descansillo y los cafés y las charlas cuando él no está aquí…

—Venga —murmuró Shirley—, suéltalo todo.

—Me encuentro fea, muy fea. Me digo a mí misma que un hombre nunca volverá a enamorarse de mí. Estoy gorda, no sé vestirme, no sé peinarme, cada día voy a ser más vieja.

—Eso le pasa a todo el mundo.

—No, a mí me va a pasar el doble de rápido. Porque, ya lo ves, no hago ningún esfuerzo, me abandono. Lo sé…

—¿Quién te ha metido esas ideas negativas en la cabeza? ¿Él antes de irse?

Joséphine sacudió la cabeza sorbiéndose los mocos.

—No necesito que me ayuden. Sólo tengo que mirarme al espejo.

—¿Y qué más? ¿Qué es lo que te da más miedo del mundo? ¿Qué es lo que te parece imposible de afrontar?

Joséphine alzó hacia Shirley una mirada interrogante.

—¿No lo sabes?

Joséphine negó con la cabeza. Shirley la miró detenidamente a lo más profundo de los ojos y suspiró:

—Cuando hayas identificado ese miedo, ese miedo que es el origen de todos lo demás, entonces ya no tendrás ningún miedo y, por fin, te convertirás en ti misma.

—Shirley, hablas como una predicadora.

—O como una bruja. ¡En la Edad Media me habrían quemado!

Y es que, ciertamente, era un espectáculo extraño el de esas dos mujeres en la cocina entre cacerolas humeantes de tapas saltarinas; la una, con un largo delantal ceñido a la cintura, la espalda recta, apretando un molinillo de café entre sus largos muslos; y la otra, arrugada, roja, doblada sobre sí misma, acurrucándose a medida que hablaba… hasta que dejó de hablar del todo y terminó por echarse sobre la mesa y llorar, llorar mientras la otra la miraba, afligida, para tender después una mano y acariciarle la cabeza como se hace con los bebés para consolarles.

* * *

—¿Qué haces esta noche? —preguntó Bérengère Clavert a Iris Dupin alejando el trozo de pan de su plato—. Porque si estás libre, podríamos ir juntas a la inauguración de Marc.

—Tengo una cena familiar en casa. ¿La inauguración de Marc es esta noche? Creí que era la semana que viene…

Se habían citado en ese restaurante de moda como hacían todas las semanas. Para hablar y para seguir la actualidad que surgía y desaparecía bajo sus ojos. Políticos que se susurraban información, una actriz que agitaba sus densos cabellos para impresionar a un director de cine, una, dos, tres modelos extraplanas cuyas caderas acababan de golpear contra la mesa, un anciano habitual, solo, sentado a la mesa alerta, como un cocodrilo en la ciénaga, ante cualquier chisme que llevarse a la boca.

Bérengère había vuelto a coger el trozo de pan y lo vaciaba excavándolo con golpecitos impacientes de su dedo índice.

—Todo el mundo tiene puestos sus ojos en mí. Cada mirada ajena, atenta a mis cambios de humor. No van a decir nada, los conozco. ¡Demasiado educados! Pero podré leer perfectamente en sus ojos: ¿qué tal le va a la pequeña Clavert? ¿Un poco triste por haber sido abandonada? ¿Dispuesta a abrirse las venas? Marc desfilará en brazos de su nueva novia… Y yo me pondré enferma. De humillación, de rabia, de amor y de celos.

—No te creía capaz de tanto sentimiento.

Bérengère se encogió de hombros. La ruptura con Marc había sido, como decía ella, suficientemente dolorosa para no añadir los dardos de una humillación pública.

—Los conozco, ¿sabes? ¡Vendrán con la artillería preparada! Van a dejarme en ridículo…

—Sólo tienes que aparentar que estás relajada, y te dejarán tranquila. Se te da tan bien poner cara de mala, querida. ¡No tendrás que hacer ningún esfuerzo!

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque no conseguirás que confunda amor propio y amor. Estás molesta, no herida…

Bérengère comprimió la miga de pan con su índice derecho, la aplastó con un golpe seco y después la enrolló hasta que se convirtió en una larga serpiente que ennegrecía el mantel blanco; después, levantando bruscamente la cabeza, lanzó una mirada de hembra herida a su amiga, que se había inclinado para coger el teléfono que sonaba en su bolso.

Bérengère dudó entre derramar lágrimas por su destino o defenderse. Iris soltó el aparato que había dejado de sonar y le lanzó una mirada irónica. Bérengère eligió responder. Mientras se dirigía a esa comida, se había prometido no decir nada, preservar a su amiga del rumor persistente que corría por París. Pero Iris acababa de herirla con tal desenvoltura, tanto desprecio que no le dejaba otra opción: tenía que golpear. ¡Venganza! ¡Venganza!, gritaba todo su ser. Después de todo, se dijo para terminar de convencerse, es mejor que lo sepa por mí. Todo París habla de ello, y ella no se ha enterado.

No era la primera vez que Iris la hería. Incluso cada vez era más frecuente. Bérengère no soportaba la crueldad indolente de Iris, que soltaba las cuatro verdades como quien suelta la regla de tres a un mal estudiante. Ella había perdido a su amante, cierto, y su marido la aburría, desde luego, sus cuatro hijos eran una enojosa carga, le encantaban los chismes y las calumnias, algo evidente, pero rechazaba el dejarse acosar sin protestar. Decidió, sin embargo, tomarse su tiempo antes de lanzar la primera flecha, puso los codos sobre la mesa, el mentón sobre sus manos y con una sonrisa remarcó:

—No es muy amable eso que acabas de decir.

—No es muy amable pero es estrictamente cierto, ¿no? ¿Quieres que disimule, que te mienta? ¿Que llore por ti también?

Hablaba con voz monocorde y cansina. Bérengère atacó, melosa.

—No todo el mundo puede tener como tú, un marido guapo, amable y rico. Si Jacques se pareciese a Philippe, no tendría ningunas ganas de irme con otros. Sería fiel, hermosa, buena… ¡Y serena!

—La serenidad no engendra deseo, deberías saberlo. Son dos nociones completamente ajenas la una a la otra. Se puede ser serena con el marido y ardiente con el amante…

—¡Ah! ¿Es que tienes un amante?

La sorpresa provocada por la respuesta de Iris había precipitado la pregunta cruda y directa de Bérengère. Iris la miró a la cara, sorprendida. Bérengère solía ser más sutil. Estaba tan sorprendida que se echó hacia atrás en la silla y respondió:

—¿Y por qué no?

En una fracción de segundo, Bérengère se estiró y se inclinó hacia Iris con los ojos convertidos en dos rendijas ardientes de curiosidad; sus labios se contrajeron, dispuestos a degustar el divino cotilleo. Iris la miró y se dio cuenta de que un extremo de la boca se levantaba sobre el lado izquierdo. La mujer juzga sin piedad el físico de otra mujer, aunque sea su amiga. Nada se le escapa y busca en la otra los signos del declive que ella misma sufre. Iris había pensado siempre que esa mirada era el cimiento más sólido de la amistad femenina: ¿qué edad tiene? ¿Más joven, más vieja? ¿Por cuánto? Todos esos cálculos rápidos, furtivos, hechos y vueltos a hacer entre dos bocados, dos comentarios, para consolarse o por el contrario desesperarse, establecen connivencias silenciosas y solidaridades tácitas.

—¿Te has operado los labios?

—No… pero dime… dime.

Bérengère no podía esperar más, suplicaba, casi pataleaba, toda ella parecía decir: soy tu mejor amiga, me debes la exclusividad de la noticia. Esa impaciencia provocó cierta repugnancia en Iris, que intentó disiparla pensando en otra cosa. Su mirada cayó sobre el arco de la boca, hinchado en un lado.

—Y entonces ¿qué es ese pliegue?

Puso el dedo en la comisura izquierda de los labios de Bérengère y golpeó el pequeño montículo. Bérengère, molesta, sacudió la cabeza para liberarse.

—Te juro que te hace rara, ahí, a la izquierda, tienes el labio hinchado. ¿O es la curiosidad la que te deforma la boca? ¿Tanto te aburres como para agarrar el más pequeño chisme y devorarlo?

—¡Deja de ser malvada!

—No te preocupes, en eso nunca te llegaré a la suela de los zapatos.

Bérengère se dejó caer sobre el respaldo de la silla y miró hacia la puerta de entrada, con aire desenvuelto. El restaurante estaba a rebosar de gente, pero no había ni una cara conocida. Poder ponerle nombre a una cabellera o a un perfil la tranquilizaba, pero ese día no encontraba ningún nombre que echarse a la boca de su curiosidad. «¿Soy yo o es que este sitio ha pasado de moda?», se preguntó presionando los brazos de la silla cuyo respaldo le martirizaba la espalda.

—Comprendería perfectamente que necesitases… compañía. Llevas mucho tiempo casada… El deseo no resiste al lavado de dientes matinal codo con codo en el cuarto de baño.

—No te equivoques, nuestros codos fornican aún bastante a menudo.

Bérengère se encogió de hombros.

—Imposible… No después de tantos años de matrimonio.

Y pensó, ¡no después de lo que me acabo de enterar!

Dudó un instante y después, con una voz ronca y sorda que intrigó a Iris, añadió:

—¿Sabes lo que se murmura en París a propósito de tu marido?

—No me creo nada.

—Yo, de hecho, tampoco. ¡Es terrible!

Bérengère sacudió la cabeza como si no pudiera creérselo. Sacudió la cabeza para alargar un poco más el tiempo y la espera de su amiga. Sacudió la cabeza, por fin, para saborear una vez más la dulzura del veneno que destilaba. Frente a ella, Iris no rechistaba. Sus largos dedos de uñas rojas jugaban con el pliegue del mantel blanco, y esa era la única manifestación que podía parecerse a la impaciencia. A Bérengère le hubiese gustado que Iris la acosara, pero recordó que esa no era para nada la forma de ser de su amiga. La gran fuerza de Iris residía en aquella inercia que rayaba en la indiferencia absoluta, como si nada, nunca, pudiese alcanzarla.

—Se dice… ¿quieres saberlo?

—Si eso te divierte.

Había en los ojos de Bérengère un brillo de felicidad contenida a punto de estallar. Debía de ser serio, pensó Iris, no se pondría en ese estado por un rumor sin importancia. Y decir que pretende ser mi amiga. ¿En qué cama va a meter a Philippe? Philippe es un hombre al que las mujeres constantemente hacen guiños: hermoso, brillante, forrado. Los tres pilares, según Bérengère. Pelmazo, también, añadió Iris mientras jugaba con el cuchillo. Pero hay que vivir con él para saberlo. Y ella era la única que compartía la somnolienta vida cotidiana de ese marido tan codiciado. Resulta gracioso, esa amistad que consiste en no tratar bien a la persona que se quiere, sino en localizar el lugar más doloroso en donde hundir la estaca mortal.

Se conocían desde hacía mucho tiempo. Intimidad cruel entre dos mujeres que se juzgaban sin poder pasar la una sin la otra. Amistad a veces malhumorada y otras veces tierna, en la que cada una se medía con la otra, dispuesta a morder o a curar la herida. Según el estado de ánimo. Y la importancia del peligro. Ya que, se decía Iris, si me pasara algo grave, Bérengère estaría a mi lado. Rivales mientras tuviesen garras y dientes para morder, unidas si una de ellas empezara a tambalearse.

—¿Quieres saberlo?

—Me espero lo peor —articuló Iris con una sonrisa divertida.

—Bueno, sabes, seguramente es una tontería…

—Date prisa, o pronto me habré olvidado de quién hablamos y será mucho menos divertido.

Cuanto más tardaba en hablar Bérengère, más molesta se sentía Iris, pues esa precaución oratoria significaba, sin duda alguna, que la información valía su peso en oro. Si no Bérengère la habría soltado sin dudar, echándose a reír ante la enormidad de la falsa noticia. Pero se estaba tomando su tiempo.

—Se dice que Philippe tiene una relación seria y… especial. Me lo ha dicho Agnés.

—¡Esa arpía! ¿Todavía sigues viéndola?

—Me llama de vez en cuando…

Hablaban por teléfono todas las mañanas.

—Pero si no dice más que tonterías.

—Si hay alguien bien informado, esa es ella.

—¿Puedo saber con quién retoza Philippe?

—Eso es lo que más duele.

—¿Y dónde se convierte en algo serio?

La cara de Bérengère se arrugó como el morro de un pequinés disgustado.

—Serio hasta el punto de…

Bérengère asintió con la cabeza.

—Y por esa razón has tenido la deferencia de avisarme.

—De todas formas te hubieses enterado y, en mi opinión, es mejor que estés preparada para enfrentarte…

Iris estrechó sus brazos contra su pecho y esperó.

—Tráigame la cuenta, pidió al camarero que pasaba cerca de su mesa.

Iba a invitar, imperial y magnánima. Le gustaba la elegancia glacial de André Chénier subiendo al cadalso y marcando la página del libro que estaba leyendo.

Pagó y esperó.

Bérengère se retorcía de disgusto. Le hubiese gustado borrar sus palabras. Se arrepentía de haberse dejado llevar por el chismorreo. Su placer había durado poco, pero preveía que haría falta mucho tiempo para borrar los daños. Era más fuerte que ella: tenía que escupir el veneno. Le encantaba hacer daño. A veces prometía resistirse, no calumniar. Se esforzaba por retener su lengua. Podía cronometrar su tiempo de resistencia. Como los buceadores de apnea. No aguantaba mucho.

—Oh, Iris, lo siento… No tendría que… Me odio a mí misma.

—¿No crees que es un poco tarde? —respondió Iris, glacial, mirando su reloj—. Lo siento pero, si quieres seguir jugando a alargarlo, no voy a poder esperar mucho tiempo.

—Bueno, ahí va… Se dice que sale con… un… un…

Bérengère la miraba fijamente, desesperada.

—Un… un…

—¡Bérengère, deja de tartamudear! ¿Un qué?

—Un joven abogado que trabaja con él… —soltó Bérengère a toda velocidad.

Hubo un instante de silencio y después Iris miró de arriba abajo a Bérengère.

—Es original —dijo con una voz que se esforzó en mantener neutra—. No me lo esperaba… Te lo agradezco, gracias a ti voy a ser un poco menos estúpida.

Se levantó, agarró el bolso, se puso los guantes rosas de ganchillo muy fino, hundiendo cada dedo como si cada intervalo correspondiera a uno de sus pensamientos, y después, recordando quién se los había regalado, se los quitó y los dejó sobre la mesa delante de Bérengère.

Y salió.

No había olvidado ni la letra del pasillo ni el número de la plaza de aparcamiento y se metió en el coche. Permaneció allí un momento. Recta por educación, envarada por orgullo e inmóvil, atravesada por un dolor que aún no sentía pero que adivinaba inminente. No sufría, estaba perdida. Dispersa en mil trozos, como si una bomba hubiese explotado dentro de ella. Permaneció diez minutos sin moverse. Sin pensar. Insensible. Preguntándose qué era lo que realmente había que pensar, qué era lo que realmente sentía. Al cabo de diez minutos, sintió, extrañada, cómo su nariz se estremecía, su boca temblaba y dos gruesas lágrimas brillaban en el ángulo de sus grandes ojos azules. Las secó, resopló y arrancó el motor.

* * *

Marcel Grobz extendió el brazo por la cama para atraer hacia él el cuerpo de su amante, que se había separado con un vigoroso movimiento de caderas dándole la espalda de forma ostensible.

—Déjalo, bomboncito, no te enfurruñes. Sabes bien que no lo soporto.

—Te hablo de algo superimportante y no me escuchas.

—Que sí… Que sí… Venga, vamos… Te prometo que te escucho.

Josiane Lambert se relajó e hizo rodar su salto de cama en bordado malva y rosa contra el majestuoso cuerpo de su amante. Su amplio vientre se desbordaba de sus caderas, el vello rojo ornaba su pecho y una mata de pelo rubio rojizo coronaba su calva cabeza. Marcel, no era un jovencito, pero sus ojos de un azul vivo, despiertos, penetrantes, lo rejuvenecían considerablemente. «Tus ojos tienen veinte años», le susurraba Josiane al oído después de hacer el amor.

—Muévete, coges todo el sitio. Has engordado, ¡estás lleno de grasa! —le dijo ella pellizcándole la cintura.

—Demasiadas comidas de negocios en este momento. Son tiempos duros. Hay que convencer, y para convencer hay que adormecer la desconfianza del otro, hacerle comer y beber… ¡comer y beber!

—¡Bueno! Te voy a servir una copa y así me escucharás.

—¡Quédate aquí, bomboncito! Venga… te escucho. ¡Vamos!

—Bueno, entonces…

Había plegado la sábana por debajo de sus grandes senos blancos marcados por sus venas de un delicado violeta, y a Marcel le costaba separar la vista de aquellas dos esferas que había chupado ávidamente segundos antes.

—Hay que contratar a Chaval, darle responsabilidades e importancia.

—¿Bruno Chaval?

—Sí.

—¿Y por qué? ¿Estás enamorada de él?

Josiane Lambert soltó esa risa profunda y ronca que le volvía loco, y su mentón desapareció en tres collarines de grasa alrededor del cuello que se pusieron a temblar como gelatina inglesa.

—¡Ummmm! Cómo me gusta tu cuello… —gruñó Marcel Grobz hundiendo su nariz en uno de los círculos flácidos del cuello de su amante—. ¿Sabes lo que le dice un vampiro a la mujer a la que acaba de morder?

—Ni idea —respondió Josiane, que tenía más interés en no perder el hilo de su razonamiento y soportaba mal las interrupciones.

—Te lo agradezcuello.

—¿Te lo agradezco qué?

—Te lo agradez… cuello.

—¡Ah, qué gracioso! ¡Pero que muy gracioso! ¿Has terminado ya con tus jueguecitos de palabras y tus chistes? ¿Puedo hablar?

Marcel Grobz puso cara de arrepentido.

—No lo haré más, bomboncito.

—Como te iba diciendo…

Y como su amante volvía a hundirse una vez más en uno de los numerosos pliegues de su voluptuoso cuerpo:

—Marcel, si continúas me voy a poner en huelga. ¡Te prohíbo tocarme en cuarenta días y cuarenta noches! Y esta vez te prometo que lo cumplo.

La última vez, él, para romper la cuarentena, tuvo que regalarle un collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur, un broche cubierto de diamantes y una montura de platino. «Con certificado —había exigido Josiane—, sólo así me rendiré y te dejaré poner tus zarpas sobre mí».

A Marcel Grobz le volvía loco el cuerpo de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el cerebro de Josiane Lambert.

A Marcel Grobz le volvía loco el sentido común campesino de Josiane Lambert.

Así que aceptó escucharla.

—Hay que contratar a Chaval, si no se irá a la competencia.

—Ya casi no hay competencia, ¡me los he comido a todos!

—Abre los ojos, Marcel. Los has liquidado, es cierto, pero un buen día pueden resucitar y liquidarte a ti también. Sobre todo si Chaval les echa una mano… Venga… En serio, ¡escúchame!

Se había incorporado completamente, el busto ceñido a una sábana rosa, el ceño fruncido y la expresión seria. Tenía la expresión seria tanto para los negocios como para el placer. Era una mujer que nunca hacía trampas.

—Es muy sencillo: Chaval es un excelente contable además de un excelente vendedor. Odiaría verte un día enfrentado a un hombre que maneje a la perfección esas dos cualidades: la habilidad del vendedor y el rigor financiero del contable. El primero gana dinero con los clientes y el segundo lo rentabiliza al máximo. Sin embargo, la mayoría de la gente sólo posee uno de esos talentos…

Marcel Grobz también se había incorporado sobre un codo y, atento, escuchaba a su amante.

—Los comerciales saben vender, pero pocas veces dominan los aspectos financieros más sutiles de la transacción: el modo de pago, los vencimientos, los gastos de transporte, los descuentos. A ti mismo, si yo no estuviera allí, te costaría…

—Sabes muy bien que no podría vivir sin ti, bomboncito.

—Eso es lo que pretendes. Me gustaría tener unas cuantas pruebas tangibles.

—Lo que pasa es que soy un contable muy malo.

Josiane esbozó una sonrisa que mostraba que no la engañaba con esa salida por la tangente, y volvió a su razonamiento.

—Y, sin embargo, son esos hechos precisos, ¡esos aspectos financieros son los que marcan la diferencia entre un margen de tres cifras, de dos cifras o de cero cifras!

Marcel Grobz estaba ahora sentado, el torso desnudo, la cabeza apoyada contra los barrotes de la cama de bronce, y continuaba por su cuenta el razonamiento de su amante.

—Eso quiere decir, bomboncito, que antes de que Chaval comprenda todo eso, antes de que se enfrente a mí y me amenace…

—¡Hay que atarle!

—¿Y dónde lo meto?

—En la dirección de la empresa, y mientras él la hace crecer, nosotros nos dedicamos a diversificar, a desarrollar otras líneas… En este momento ya no tienes tiempo de anticiparte. Ya no actúas, reaccionas. Ahora bien, tu verdadero talento es el de vivir el presente, sentirlo, prever los deseos de la gente… Si contratamos a Chaval, le dejamos deslomarse con las tareas del presente mientras nosotros navegamos sobre las olas del mañana. ¿No está mal, eh?

Marcel Grobz agudizó el oído. Era la primera vez que ella decía «nosotros» cuando hablaba de la empresa. Y lo había dicho varias veces seguidas. Se separó de ella para observarla: estaba en tensión, el rostro enrojecido, la expresión concentrada y sus cejas unidas en una uve profunda y erecta de vello rubio. Pensó que esa mujer, esa amante ideal que no rechazaba ningún condimento sexual y poseía todo tipo de talentos, tenía, además, muchas ambiciones. ¡Qué diferencia con mi mujer, que me la chupa con los ojos cerrados, y eso con motivo de la elección de un nuevo papa! Por mucho que le dirija la cabeza, no viene. En cambio, Josiane no se andaba con chiquitas. A grandes golpes de caderas, de lengua, de peras, le enviaba al séptimo cielo, le hacía gritar ¡ay, Dios!, le volvía a excitar entre polvo y polvo, le lamía, le acariciaba, le enganchaba entre sus poderosos muslos y, cuando el último espasmo moría entre sus labios, le acurrucaba dulcemente entre sus brazos, le calmaba, le ponía a tono con un fino análisis de la marcha de la empresa antes de enviarle de nuevo al séptimo cielo. ¡Qué mujer!, se dijo. ¡Qué amante! Generosa. Hambrienta. Cariñosa en momentos de placer, dura en el trabajo. Blanca, lechosa, voluptuosa hasta el punto de preguntarse dónde esconde los huesos de su esqueleto.

Josiane trabajaba para él desde hacía quince años. Había acabado en su cama poco después de ser contratada como secretaria. Mujercita flacucha y triste cuando entró en la empresa, había prosperado con su ayuda. Poseía, como único título, el de una academia de tercera donde había aprendido mecanografía y ortografía —bueno… ortografía básica—, además de un curriculum caótico en el que destacaba que nunca permanecía mucho tiempo en un trabajo.

Marcel había decidido confiar en ella. Había en aquella mujercita un punto de hipocresía, de terquedad, que le gustaba sin que supiera bien por qué. Estaba llena de dientes y de espinas. Podía convertirse tanto en una aliada como en un enemigo temible. Cara o cruz, se dijo Marcel. Le gustaba jugar y la contrató. Procedía del mismo ambiente que él. La vida la había educado a base de bofetadas, de brutos pegándose contra ella; la habían manoseado, la habían penetrado sin derecho a defenderse. A Marcel le había bastado observarla un momento para comprender que sólo quería que la librasen de ese lodazal. «Mi salario llora de pobre que es, habría que devolverle la sonrisa», había declarado nueve meses después de su ingreso. Le concedió el aumento y algo mejor: la convirtió en una odalisca astuta y lista, desbordante de carne e inteligencia. Poco a poco ella había eliminado a sus otras amantes, las que le consolaban de la triste compañía conyugal. No las echaba de menos. Nunca se aburría con Josiane. De lo que se arrepentía era de haberse casado con Henriette. Esa escoba estreñida. Nunca dispuesta a gozar pero pronta a gastar, que derrochaba alegremente su dinero sin dar nada a cambio, ni físico ni sentimental. Pero ¡qué idiota fui casándome con ella! ¡Creí que iba a ascender socialmente! ¡Menudo ascensor! Siempre se quedó en el primer piso.

—Marcel, ¿me estás escuchando?

—Claro, bomboncito.

—¡Se terminó el tiempo de los especialistas! Las empresas están llenas de ellos. Faltan de nuevo los generalistas, generalistas geniales. Y ese Chaval es un generalista genial.

Marcel Grobz sonrió.

—Te recuerdo que yo mismo soy un generalista genial.

—¡Por eso te quiero, Marcel!

—Háblame de él.

Y mientras Josiane relataba la vida y carrera de ese empleado en el que él apenas se había fijado, Marcel Grobz revivía la suya. Padres judíos, inmigrantes polacos, que se instalaron en París en el barrio de la Bastilla, el padre sastre, la madre planchadora. Ocho hijos. En un piso con dos habitaciones. Pocos mimos, muchas tortas. Poca ternura, mucho pan seco. Marcel había crecido solo. Se había inscrito en una oscura escuela de química para obtener un diploma, y había encontrado su primer trabajo en una empresa de velas.

Allí fue donde aprendió todo. El dueño sin hijos le tomó cariño. Le prestó dinero para comprar una primera empresa en dificultades. Después una segunda… Hablaban los dos, por las noches, después de cerrar la tienda. Él le aconsejaba, le animaba. Así fue como Marcel se convirtió en «liquidador de empresas». No le agradaba mucho esa palabra, pero le gustaba comprar negocios moribundos que volvía a poner en pie con su buen hacer y su capacidad para el trabajo. Contaba que se dormía a menudo encendiendo una vela y se despertaba antes de que se hubiese consumido. Contaba también que todas sus ideas las había tenido mientras caminaba. Recorría las calles de París, observaba a los pequeños comerciantes detrás del mostrador, los escaparates, las mercancías desbordantes sobre las aceras. Escuchaba a la gente hablar, gruñir, gemir y con ello deducía sus sueños, sus necesidades, sus deseos. Predijo, mucho antes que el resto, las ganas de replegarse en el nido, el miedo al exterior, a lo extraño, «el mundo se está volviendo demasiado duro, la gente tiene ganas de meterse en su casa, en su hogar, rodeado de accesorios como una vela, un juego de mesa, un plato o un camino de mesa». Había decidido concentrar todos sus esfuerzos en el concepto hogar. Casamia. Ese era el nombre de su cadena de establecimientos repartidos por París y provincia. Uno, luego dos, tres, cinco, seis, nueve negocios se habían reconvertido de esta forma en tiendas Casamia de velas perfumadas, de centros de mesa, de lámparas, canapés, marcos, perfumes de interior, de estores y cortinas, de accesorios para el cuarto de baño, la cocina. Y todo, a precios bajos. Fabricado en el extranjero. Había sido de los primeros que crearon fábricas en Polonia, en Hungría, en China, Vietnam, en la India.

Pero un día, un día maldito, un proveedor le había dicho: «Están muy bien sus artículos, Marcel, pero en las tiendas, al decorado le falta algo de clase. Debería contratar a una estilista que diera homogeneidad a sus productos, ese no sé qué que añadiese valor a su empresa». Él había meditado profundamente ese asunto y, sin pensárselo dos veces, había contratado a… Henriette Plissonnier, viuda seca pero con clase, que sabía, mejor que nadie, colocar el drapeado de una tela o crear un decorado con dos briznas de paja, un trozo de satén y una cerámica. «¡Qué clase!», se había dicho al verla cuando se presentó en respuesta al anuncio. Acababa de perder a su marido y educaba sola a sus dos niñas. No tenía ninguna experiencia, «sólo una excelente educación y el sentido innato de la elegancia, de las formas y los colores —le había dicho mirándolo de arriba abajo—. ¿Quiere que se lo demuestre, señor?». Y sin que tuviese él tiempo de responder, había desplazado dos jarrones, desenrollado una alfombra, colocado una cortina, cambiado tres naderías en su despacho, que, de repente, pareció surgido de una revista de decoración. Después se había sentado y había sonreído satisfecha. La contrató primero como encargada de accesorios, para después ascenderla a decoradora. Ella concebía los escaparates, se ocupaba de destacar la promoción del mes —copas de champán, guantes de cocina, delantales, lámparas, tulipas, candelabros—, participaba en la elección de pedidos, se ocupaba de la «tonalidad» de la temporada: temporada azul, temporada bronce, temporada blanca, temporada dorada… Él se enamoró de aquella mujer que representaba un mundo inaccesible para él.

Cuando la besó por primera vez, creyó rozar una estrella.

Durante la primera noche juntos, la fotografió con una Polaroid mientras dormía y guardó la foto en su cartera. Ella nunca lo supo. El primer fin de semana la llevó a Deauville, al hotel Normandy. Ella no quiso salir de la habitación. Él pensó que era pudor, todavía no estaban casados; más tarde comprendió que le había dado vergüenza que la viesen con él.

Él le propuso matrimonio. Ella respondió: «Tengo que pensármelo, no estoy sola, tengo dos hijas pequeñas, como sabe». Se empecinaba en tratarlo de usted. Le había hecho esperar seis meses sin hacer nunca alusión a su demanda, lo que le volvía loco. Un día, sin que él supiese por qué, le había dicho: «¿Se acuerda usted de la proposición que me había hecho? Pues bien, si sigue en pie, la respuesta es sí».

En treinta años de matrimonio, nunca la llevó a casa de sus padres. Ella les vio una sola vez, en un restaurante. Al salir, mientras se ponía los guantes y buscaba con la mirada el coche con chófer que él había puesto a su disposición, le había dicho simplemente: «De ahora en adelante, les verá por su lado si quiere, pero sin mí. No creo que sea necesario continuar con esta relación…».

Fue ella la que le bautizó Chef, jefe. Le parecía que Marcel era demasiado común. Ahora todo el mundo le llamaba Chef. Salvo Josiane.

Si no, él era Chef. Chef que firmaba los cheques. Chef que presidía la mesa en las cenas de compromiso. Chef al que se le interrumpía cuando hablaba. Chef que dormía aparte en una habitación minúscula, en una cama diminuta, en una esquina del inmenso apartamento.

Y, sin embargo, le habían prevenido. «Te equivocas con esa mujer —le había dicho René, su encargado y amigo con el que bebía al salir del trabajo—. ¡No debe de ser fácil de ordeñar!». Él había tenido que reconocer que René tenía razón. «A duras penas me deja montarla. Y ni te cuento lo que me cuesta que se incline hasta el canario, ¡muerto de hambre! Hay que sujetarla fuerte y con la nuca bien apoyada. Muchas veces me tengo que dormir con las ganas, con esa mujer, y el pobre canario, la mayor parte del tiempo a media asta. Ni hablar de manoseos o mamadas. Se hace la remilgada». «Pues entonces… déjala», le había dicho René. Y, sin embargo, Chef dudaba: Henriette le mantenía en sociedad. «Sólo tengo que llegar con ella a una cena para que los invitados me miren de otra manera… ¡Y te juro que hay contratos que nunca habría firmado sin ella!». «Pues yo, si fuera tú, ¡pagaría a una profesional! Una puta con estilo, que las hay. Sólo tienes que encontrar una que te valga para la cena y para la cama. ¡Al precio que pagas por la legítima…!».

Marcel Grobz se partía de la risa.

Pero había seguido con Henriette. La había nombrado finalmente presidenta del consejo de administración. Bien a su pesar: si no, ella se exacerbaba. Y cuando Henriette se exacerbaba, de insoportable pasaba a ser detestable. Así que había cedido. Se habían casado con un contrato de separación de bienes, y él había realizado una donación a su nombre. Cuando muriese, ella heredaría todos sus bienes. Había caído en la trampa. Cuanto peor le trataba, más se ataba a ella. Llegó a decirse que le habían dado demasiadas tortas de pequeño, y que le había cogido el gusto; el amor no estaba hecho para él. Era una explicación que le convenía.

Y entonces llegó Josiane. El amor había entrado en su vida. Pero hoy, con sesenta y cuatro cumplidos, era demasiado tarde para volver a empezar. Si se divorciaba, Henriette reclamaría la mitad de su fortuna.

—Y de eso nada —protestó en voz alta.

—Pero ¿por qué, Marcel? Le podemos hacer un buen contrato sin darle participación o simplemente una pequeña para que se sienta implicado y no tenga ganas de irse a otra parte.

—Pequeñita, entonces.

—Bien.

—¡Joder, qué calor! Se me están derritiendo las bolas. ¿Podrías ir a buscarme una naranjada helada…?

Ella salió de la cama entre siseos de bordados y muslos frotándose. Había engordado otra vez. Marcel no pudo evitar sonreír. Le gustaban las mujeres jamonas.

Sacó tabaco de su pitillera sobre la mesita de noche, se puso a cortarlo, a enrollarlo, a aspirarlo para después encenderlo. Pasó la mano sobre su calva. Hizo una mueca de disgusto. Habrá que vigilar a ese Chaval. No darle demasiado poder ni importancia en la empresa. También habrá que comprobar que la pequeña no esté colada por él… ¡Señor! Con treinta y ocho años, debe de tener ganas de carne fresca. Y de un buen sitio en primera fila. Siempre escondida, obligada a la ilegitimidad por culpa de la Escoba, eso no es vida ¡pobre Josiane!

—No puedo quedarme esta noche, bomboncito. Tengo cena en casa de la hija de la Escoba.

—¿La puntiaguda o la redonda?

—La puntiaguda… Pero la redonda también estará. Con sus dos hijas. De las que una, no te digo que no, está bien espabilada. Tiene una forma de mirarme… Qué quieres que te diga: me cae bien, esa chavalilla. Me gusta, tiene mucha clase, ella también…

—Me tienes frita con tu clase, Marcel. Si no estuvieses allí haciendo de banca, estarían pasándolas canutas, esas. Harían como todo el mundo, ¡poner la boca o el culo!

Marcel prefirió no armarla y le dio una palmadita en el trasero.

—No importa —siguió ella—, tengo que terminar las nóminas e invitaré a Paulette a venir a ver una película. Tienes razón, ¡hace un calor! No soporta una ni las bragas.

Le acercó un vaso de naranjada helada que él se bebió de un solo trago, y después, rascándose la barriga, emitió un sonoro eructo y se echó a reír.

—¡Ay, si Henriette me viese! Se le caerían las medias.

—No me hables de esa si quieres que siga siendo tu cariñito.

—Vamos, bomboncito, no te enfades… Sabes bien que ya no la toco.

—¡Faltaría más! ¡Que te encontrase en la cama con la señora marquesa!

Le faltaban palabras y estaba a punto de ahogarse de indignación.

—¡Esa golfa, esa puta!

Ella sabía que a él le gustaba oír insultar a la Escoba. Le excitaba que ella encadenara invectivas como quien desgrana un viejo rosario. Él comenzó a retorcerse en la cama mientras ella continuaba con su voz grave y ronca: «Esa estirada con el culo seco, esa señoritinga amarilla como un membrillo, ¿es que se tapa la nariz cuando va al váter? ¿Es que no tiene nada entre las piernas, esa inmaculada? ¿Es que nunca se deja empalar por una buena pértiga bien afilada que la penetre hasta los dientes y le haga saltar los plomos?».

Esa él nunca la había oído. Fue como si un sablazo le atravesara los riñones y le proyectara hacia delante, las piernas estiradas, el cuello y la nuca proyectado contra la cabecera de la cama. Atrapó los barrotes de bronce con sus peludas manos, extendió las piernas, tensó el vientre, sintió cómo su sexo se endurecía hasta el dolor y, mientras ella continuaba soltando invectivas cada vez más groseras, cada vez más soeces, soltando insultos como quien tira de la cadena del váter, sintió que no podía más y la atrapó y la pegó contra él jurando que iba a comérsela una y otra vez.

Josiane se dejó caer en la cama suspirando de placer. Ella amaba a su osito. Nunca había visto otro hombre más generoso y vigoroso. ¡A su edad! Y dispuesto varias veces al día. No era del tipo de los que se aliviaban solos mientras que la otra contaba las moscas del techo. A veces había que ponerle a tono. Ella tenía miedo de que un día se le quedase tieso entre sus piernas, con su apetito de ogro hambriento.

—Qué haría yo si no estuvieses aquí, Marcel.

—Encontrarías a otro tan gordo, tan feo y tan tonto para que te mimara. Eres una llamada al amor, tortolita. Serían miles los que querrían relamerse contigo.

—No me hables así. ¡Me da miedo! Me sentiría tan indefensa si te fueses.

—Que no… que no… Venga, ven con papaíto… Se está poniendo triste…

—¿Seguro que me has dejado algo si alguna vez tú…?

—¿Si estiro la pata? ¿Es eso, tortolita? Por supuesto, y puedo incluso afirmar que estarás en la primera fila de los mejor servidos. Quiero que ese día te pongas guapa. Que te cuelgues tus perlas blancas y tus diamantes. Que estés a mi altura en el despacho del notario. Que se mueran todos de rabia. Que no se diga «¡y es esa golfa a la que ha dejado toda esa pasta!». Al contrario: ¡que se inclinen! Ay, me gustaría tanto estar allí para verle la jeta a la Escoba. No os haríais amigas…

Y Josiane, más contenta, descendió ronroneando hasta el sexo adornado de pelos blancos de su amante y se lo metió con apetito en su boca de tragona impenitente. No tenía ningún mérito: había aprendido desde muy pequeña lo que aplacaba a los hombres y les hacía felices.

* * *

Iris Dupin volvió a casa, dejó caer las llaves del coche y de la casa en la copa prevista para ese uso sobre el pequeño velador de la entrada. Después se libró de su chaqueta, tiró sus zapatos, su bolso y sus guantes sobre el gran kilim comprado en Drouot una tarde de invierno lúgubre y fría en compañía de Bérengère, pidió a Carmen, su fiel asistenta, que le trajera un whisky bien cargado con dos o tres hielos y un chorro de Perrier, y fue a refugiarse en la pequeña habitación que le servía de despacho. Nadie tenía permiso para entrar, salvo Carmen, una vez a la semana, para limpiar.

—¿Un whisky? —preguntó Carmen, los ojos como platos. ¿Un whisky en plena tarde? ¿Está usted enferma? ¿Se le ha caído el mundo encima?

—Algo parecido, Carmen, y sobre todo, sobre todo ninguna pregunta. Necesito estar sola, pensar y tomar una decisión…

Carmen se encogió de hombros y murmuró «y ahora se pone a beber sola. Una mujer tan bien educada».

En el pequeño despacho, Iris se acurrucó en el sofá.

Su mirada recorrió su guarida como si buscara argumentos para una respuesta inmediata o un perdón distraído. Pues, se dijo extendiendo sus piernas sobre el sofá de terciopelo rojo cubierto con un chal de cachemira, la cosa es simple: o me enfrento a Philippe, declaro que la situación es insoportable y emprendo la fuga llevándome a mi hijo, o espero, sufro, me aguanto, rezando para que este mal asunto no crezca demasiado. Si me voy, daré la razón a las malas lenguas, expondré a Alexandre al escándalo y perjudicaré los negocios de Philippe, y por ende los míos… Además, me convertiré en objeto de una piedad insana y malintencionada.

Si me quedo…

Si me quedo, prolongo un malentendido que dura mucho tiempo. Prolongo un confort en el que llevo adormilada desde hace mucho tiempo también.

Su mirada recorrió la pequeña habitación, elegante, refinada, de boiserie clara en la que le gustaba refugiarse. La mesa baja Leleu de tres patas con tabla redonda de vidrio transparente, el jarrón pico de loro Colotte de cuerpo ovalado en cristal blanco con detalles tallados a mano, la lámpara de techo Lalique de vidrio soplado y cordones dorados, el par de lámparas de cristal opalescente retorcido. Cada objeto le transmitía belleza y nada le gustaba más que permanecer encerrada en su despacho y desplazarse con la vista por la habitación para contemplarlos. Esa belleza me la enseñó Philippe, y ahora no puedo estar sin ella. Su mirada se detuvo en una foto que los representaba, a Philippe y a ella, el día de su boda, ella toda de blanco, él en traje gris. Sonreían a la cámara. Él había colocado su brazo sobre su hombro, en un gesto de protección amorosa, ella se abandonaba como si nunca pudiese pasarle nada. Se distinguía el sombrero de su suegra en una esquina de la foto, arriba a la izquierda: una gran pamela rosa con lazos de gasa fucsia y malva.

—¿Y ahora se ríe sola? —preguntó Carmen que entraba en el despacho, trayendo la bandeja con un vaso de whisky, una botellita de Perrier y una cubitera.

—Mi querida Carmen… Créeme, es mejor que me ría.

—¿Tan grave es, que podría usted llorar?

—Si yo fuese normal, sí, Carmencita.

—Pero usted no es normal…

Iris suspiró.

—Déjame, Carmencita…

—¿Pongo la mesa para esta noche? He preparado un gazpacho, una ensalada y un pollo a la vasca. Hace tanto calor. No tendrán hambre… No he pensado nada para el postre, ¿fruta, quizás?

Iris lo aprobó y le hizo una señal con la mano para que la dejase sola.

Sus ojos se posaron sobre el cuadro que le había regalado Philippe cuando nació Alexandre: Los enamorados de Jules Bretón. Ella había sentido un flechazo ante ese óleo durante una subasta en beneficio de la Fundación para la Infancia, y Philippe, forzando la puja, se lo había regalado. Representaba a dos enamorados en el campo. La mujer pasaba el brazo alrededor del cuello del hombre, y él, arrodillado, la atraía hacia sí. Gabor… La fuerza de Gabor, el cabello negro y espeso de Gabor, los brillantes dientes de Gabor, las caderas de Gabor… Ella no habría renunciado a ese cuadro por nada del mundo. Se agitaba sobre su silla, y la mano de Philippe vino a posarse sobre su nuca. Él había hecho una ligera presión para decirle: cálmate, querida, tendrás ese cuadro.

Iban a menudo a las salas de subasta. Compraban cuadros, joyas, libros, manuscritos y muebles. Compartían la pasión por descubrir, por catalogar y por pujar. La Naturaleza muerta con flores de Bramvan Velde, la habían comprado en Drouot, hacía diez años. El ramo de flores de Slewinski, el Barceló adquirido después de la exposición en la fundación Maeght, los dos jarrones del mismo artista, de cerámica, completamente abollados que ella misma había ido a buscar a su taller en Mallorca. Y la larga carta manuscrita de Cocteau en la que habla de su relación con Nathalie Paley… Sus palabras resonaron en la memoria de Iris. «Él quería un hijo, pero se comportaba conmigo de forma tan eficaz como lo puede ser un perfecto homosexual atiborrado de opio…». Si abandonaba a Philippe, quedaría privada de toda esa belleza. Si abandonaba a Philippe, debería empezar de nuevo.

Sola.

Esa única palabra le provocó un escalofrío. Las mujeres solas le horrorizaban. ¡Había tantas! Siempre corriendo, desviviéndose, el rostro pálido, el gesto ávido. La vida de la gente es terrible hoy en día, se dijo mojando los labios en su whisky. Flota en el aire una angustia espantosa. ¿Cómo podría ser de otro modo? Les agarran por el cuello, les obligan a trabajar de sol a sol, les embrutecen, les producen necesidades que no tienen nada que ver con ellos, que les pierden, que les pervierten. Se les prohíbe soñar, rezagarse, perder el tiempo. Se les usa y se les tira. La gente ya no vive, se gasta. A fuego lento. Gracias a Philippe, al dinero de Philippe, ella disfrutaba de ese privilegio incomparable: no se gastaba. Se tomaba su tiempo. Leía, iba al cine, al teatro, no tanto como hubiese podido, pero se divertía. Desde hacía algún tiempo, en el mayor de los secretos, escribía. Una página cada día. Nadie lo sabía. Se encerraba en su despacho y garabateaba palabras, en torno a las cuales, si la inspiración no llegaba, dibujaba alas, patas de mosca, estrellas. Avanzaba a duras penas. Copiaba fábulas de La Fontaine, releía Los caracteres de La Bruyére o Madame Bovary para ejercitarse en encontrar la palabra exacta. Se había convertido en un juego, a veces una delicia, a veces una tortura, el encontrar el sentimiento y vestirle con la palabra justa que debía envolverle, como un abrigo. Se encerraba entre las cuatro paredes de su despacho. E incluso si tiraba muchas de las hojas que escribía, debía reconocer que ese trabajo minucioso añadía cierta intensidad a su vida. Ya no tenía ganas de dejarla pasar entre comidas insípidas o tardes de compras.

Ya había escrito antes. Guiones que quería rodar. Lo había dejado todo cuando se casó con Philippe.

Si quisiera, podría volver a escribir… Si tuviese valor, claro. Porque hace falta valor para permanecer encerrada durante horas triturando palabras, dibujando patitas velludas o alas para que se echen a andar o a volar.

Philippe… Philippe, repitió estirando ampliamente una larga pierna bronceada mientras tintineaban los hielos de su whisky con Perrier, ¿para qué abandonarle?

¿Para meterme en esa estúpida carrera? ¿Para parecerme a esa pobre Bérengère que bosteza después de hacer el amor? ¡Ni hablar! Ahí no hay más que llanto y rechinar de dientes. ¿Dónde están los hombres? Gritan las mujeres amotinadas. Ya no hay hombres. Ya no puede una enamorarse.

Iris se sabía de memoria su lamento.

O bien son guapos, viriles e infieles ¡y lloramos!

O bien son vanidosos, fatuos e impotentes ¡y lloramos!

O bien son cretinos, pegajosos, idiotas ¡y les hacemos llorar!

Y lloramos por quedarnos solas llorando.

Pero continúan buscándoles, siempre esperándoles. Hoy son las mujeres las que buscan a los hombres, son las mujeres las que los reclaman a voz en grito, son las mujeres las que están en celo. ¡Y no los hombres! Contratan agencias y rebuscan en Internet. Es la última moda. Yo no creo en Internet, creo en la vida, en la carne de la vida, creo en el deseo que arrastra la vida, y si el deseo se agota, es que ya no eres digna de él.

En otro tiempo amaba la vida. Antes de casarse con Philippe Dupin, había amado la vida con locura.

Y en esa vida anterior, había deseo, esa «fuerza Misteriosa que hay detrás de cada cosa». ¡Cómo le gustaban esas palabras de Alfred de Musset! El deseo que hace que toda la superficie de la piel se alumbre y desee la superficie de otra piel de la que no se sabe nada. Antes de conocerse ya son íntimos. Ya no se puede vivir sin la mirada del otro, sin su sonrisa, sin su mano, sin sus labios. Se pierde el rumbo. Se vuelve uno loco. Se le seguiría al fin del mundo, mientras la razón dice: Pero ¿qué sabes tú de él? Nada, nada, ayer mismo no sabíamos ni su nombre. ¡Qué hermoso ardid inventado por la biología para el ser humano, que se creía tan fuerte! ¡Qué triunfo el de la piel sobre el cerebro! El deseo se infiltra en las neuronas y las embota. Nos encadenamos, nos privamos de libertad. En la cama, en todo caso…

El último eslabón de vida primitiva.

No existe la igualdad sexual. No estamos en igualdad porque nos volvemos salvajes. La hembra vestida con pieles bajo el macho vestido con pieles. ¿Qué era lo que decía Joséphine el otro día? Hablaba de la divisa del matrimonio en el siglo XII y eso me hizo estremecer. Yo la oía sin escucharla realmente, como de costumbre y, de pronto, fue como si me diera un hachazo entre las piernas.

Gabor, Gabor…

Su altura de gigante, sus largas piernas, su inglés duro y violento. «Iris, please, listen to me… Iris, I love you, and it’s not for fun, it’s for real, for real, Iris…»[1].

Su forma de decir Iris. Ella oía Irish…

Su forma de arrastrar las erres le daban ganas de arrastrarse bajo él.

«Con él y bajo él». ¡Esa era la divisa del matrimonio y el siglo XII!

Con Gabor y bajo Gabor.

Gabor se extrañaba cuando me resistía, cuando quería conservar mis privilegios de mujer liberada, hacía estallar su risa de hombre agreste: «¿Quieres excluir la fuerza?, ¿la dominación?, ¿la capitulación? Pero si es lo que produce la llama entre nosotros. Estás loca, mira en lo que se han convertido esas feministas americanas: en mujeres solas. ¡Solas! Y eso, Iris, es la desgracia de la mujer…».

Se preguntaba qué habría sido de ese hombre. A veces se dormía soñando que venía a llamar a su puerta y ella se echaba a sus brazos. Enviaba todo al garete: los chales de cachemira, los grabados, los dibujos, los cuadros. Se iba con él, a recorrer el mundo.

Pero entonces… dos pequeñas cifras gemelas venían a romper la superficie de su sueño. Dos cangrejos en rojo vivo cuyas pinzas cerraban con grandes cerrojos la puerta entreabierta de su fantasía: 44. Ella tenía cuarenta y cuatro años.

Su sueño se estrellaba. Demasiado tarde, se reían sarcásticamente los cangrejos blandiendo sus pinzas-candado. Demasiado tarde, se decía ella misma. Estaba casada ¡y seguiría casada! Eso era lo que tenía intención de hacer.

Pero para ello tendría que defender la retaguardia. No fuera a suceder que su marido se encendiera y se fugara con ese joven vestido de negro. Tendría que pensar en ello.

Ante todo, lo urgente era esperar.

Hundió sus labios en el vaso que le había traído Carmen y suspiró. Habrá que empezar a disimular desde esta misma noche…

* * *

Joséphine constató, aliviada, que no tendría que coger el autobús (dos transbordos) para ir a cenar a casa de su hermana: Antoine le había dejado el coche. Se sintió rara al sentarse frente al volante. Para salir del garaje había que teclear un código. Como nunca lo había hecho, metió la mano en su bolso en busca de su agenda, donde lo había anotado.

—2513 —resopló Hortense, sentada a su lado.

—Gracias, cariño…

El día antes Antoine había llamado; había hablado con sus hijas. Primero Zoé, luego Hortense. Después de dejar el teléfono, Zoé había entrado en la habitación de su madre, que leía tumbada en la cama, y se había echado a su lado, el pulgar en la boca y Néstor, su peluche, pegado a su mentón. Habían permanecido las dos en silencio durante un buen rato y después Zoé había suspirado «hay tantas cosas que no entiendo de la vida, mamá, es aún más difícil que el colegio…». Joséphine había sentido ganas de decirle que ella tampoco entendía ya nada de la vida. Pero se había retenido. «Mamá, cuéntame la historia de Mi Reina», había pedido Zoé estrechándose con fuerza contra ella. «Ya sabes, la que nunca tenía frío, que nunca tenía hambre, la que nunca tenía miedo, la que defendía su reino contra las hordas de soldados y había sido la madre de príncipes y de princesas. Cuéntame otra vez cómo ella se había casado con dos reyes y había reinado en dos países a la vez…». A Zoé le gustaba por encima de todas la historia de Leonor de Aquitania. «¿Empiezo por el principio?», había preguntado Joséphine. «Cuéntame la primera boda —dijo Zoé, el pulgar en la boca—, cuéntame el día en que, con quince años, se casó con Luis VII, el buen rey de Francia… Cuéntamelo empezando por el baño de tomillo y romero, ya sabes, que le había preparado su sirvienta trayendo grandes jarros de agua hirviendo a la bañera de madera. Cuéntame el emplaste de trigo que se puso en la cara para tener buen aspecto y esconder los granitos… Y las hierbas frescas que se extendieron en torno a la bañera para que no mojara el parqué. ¡Cuenta, mamá, cuenta!».

Joséphine había empezado y la magia de las palabras había inundado la habitación como un cuento de Navidad: «Ese día, todo Burdeos era una fiesta. En los muelles de la ciudad, instalado en el campamento de tiendas arlequinadas tocadas con penachos, Luis VII, el heredero de la corona de Francia, acompañado por sus caballeros, sus pajes y sus escuderos, esperaba a que su novia, Leonor, hubiese terminado de prepararse en el castillo de l’Ombriére». Relató después con detalle el baño de Leonor, las hierbas, los ungüentos, los perfumes que le presentaban sus camareras y sus damas de compañía para que fuese la mujer más hermosa de Aquitania. Cuando dio suficientes detalles para encender la imaginación de Zoé, Joséphine sintió su peso sobre su brazo y continuó durante unos minutos. «Estamos en julio de 1137 y el sol ilumina las murallas del castillo. La fiesta de los esponsales durará varios días y varias noches como es costumbre en esa época, y Luis, sentado junto a la deslumbrante joven de vestido escarlata con largas mangas abiertas y bordadas con armiño blanco, parecía un rey bastante frágil, joven y enamorado entre escupefuegos, tambores y tamboriles, domadores de osos y equilibristas, pajes que servían el vino y llenaban los platos de carnes asadas que llegaban casi frías de la cocina pues, en aquella época, las cocinas estaban muy lejos de la sala de fiestas. Hermosa y llena de frescura, Leonor canturreaba el estribillo que le había enseñado su nodriza en su boda:

Mi corazón es vuestro,

mi cuerpo es vuestro,

cuando mi corazón se metió en vos,

el cuerpo os dio y prometió.

Repitió varias veces esos versos como quien reza una oración en la noche y se promete convertirse en una reina perfecta, una reina justa, buena y dulce para todos sus súbditos».

Joséphine había bajado la voz hasta convertirla en un murmullo, y el peso de su hija, apoyada en su seno, le indicó que la niña dormía y que podía callarse sin despertarla.

Hortense había hablado un largo rato con su padre, después había colgado, se había acostado y apagado la luz sin ir a darle un beso. Joséphine había respetado su necesidad de soledad.

—¿Sabes cómo ir a casa de Iris? —preguntó Hortense mientras bajaba el parasol para verificar el brillo de sus dientes y la corrección de su peinado.

—¿Te has maquillado? —observó Joséphine, percibiendo los labios brillantes de su hija.

—Un poco de gloss que me ha dado una amiga… No es lo que yo llamo maquillarme. Sólo un mínimo de respeto hacia los demás.

Joséphine no respondió a la insolencia de su frase y prefirió concentrarse en el camino que debía tomar. A esta hora, la avenida del General de Gaulle estaría llena, pero no había otra forma de llegar al puente de Courbevoie. Una vez pasado el puente, la circulación sería más fluida. Bueno, eso esperaba.

—Os propongo que no hablemos de la partida de papá esta noche durante la cena —dijo a sus hijas.

—Demasiado tarde —respondió Hortense— se lo he dicho a Henriette.

Las niñas llamaban a su abuela por su nombre. Henriette Grobz rechazaba los «abuelita» o «abuela». Lo encontraba vulgar.

—Ay Dios, ¿por qué?

—Escucha mamá, seamos prácticas: si hay alguien que puede ayudarnos, es ella.

Hortense está pensando en Chef. En el dinero de Chef, se dijo Joséphine. Dos años después de la muerte de su padre, su madre se había vuelto a casar con un hombre muy rico y muy bueno. Fue Chef el que las había educado, Chef el que les había pagado los estudios en buenos colegios privados, Chef quien les había permitido esquiar, hacer vela, equitación, tenis, viajar al extranjero. Chef quien había financiado los estudios de Iris, Chef quien alquilaba el chalet en Megève, el barco en las Bahamas, el piso en París. Chef, el segundo marido de su madre. El día de su boda, Chef lucía una chaqueta brillante verde manzana y una corbata escocesa de piel. ¡Nuestra señora madre estuvo a punto de desmayarse! Al recordarlo, Joséphine dejó escapar una risita y fue llamada al orden por un imperioso claxon porque no arrancaba con el semáforo en verde.

—¿Y qué ha dicho?

—Que no le extrañaba. Que ya había sido un milagro que hubieses encontrado marido y que si lo hubieses conservado, habría sido un supermilagro.

—¡Eso ha dicho!

—Palabra por palabra… y no se equivoca. Te has comportado como una idiota con papá. Porque, mamá, francamente, para que papá se largue con…

—¡Hortense, ya basta! No quiero oírte hablar así. Espero que no hayas dado detalles.

Joséphine se preguntó, en el mismo momento en el que planteaba la cuestión, por qué se rebajaba a hacerla. ¡Por supuesto que ha debido de decírselo! Y sin omitir nada: la edad de Mylène, la altura de Mylène, el cabello de Mylène, el trabajo de Mylène, la blusa rosa de Mylène, su sonrisa falsa para ganarse propinas… Debió incluso de exagerarlo para dar lástima, pobrecita niña abandonada.

—De todas formas se sabrá, así que mejor decirlo enseguida. Pareceremos menos tontas.

—¿Por qué estás segura de que papá se ha ido? —preguntó Zoé.

—Oye, eso es lo que me dijo ayer por teléfono.

—¿De verdad te dijo eso? —preguntó Joséphine.

Se maldijo una vez más. Había caído en la trampa tendida por Hortense.

—Creo que ha pasado la página definitivamente… En fin, eso es lo que me pareció entender. Me dijo que iba a meterse en un proyecto que «la otra» financiaría.

—¿Tiene dinero?

—Ahorros de familia que pondría a disposición de papá. ¡Parece loca de amor! Papá ha añadido incluso que ella le seguiría al fin del mundo. Está buscando un trabajo en el extranjero, dice que no hay futuro para él en Francia, que este país está acabado, que necesita cambiar de aires. De hecho, tiene ya una ligera idea que me ha contado y que me parece muy interesante. Tenemos que volver a hablar de ello los dos…

Joséphine estaba atónita: Antoine se confiaba con más libertad a su hija que a ella. ¿La consideraba pues como una enemiga? Prefirió concentrarse en el trayecto. ¿Paso por el Parque o cojo el periférico en Puerta Maillot? ¿Qué camino tomaba Antoine? Cuando conducía, nunca miraba por donde pasaba, confiaba totalmente en él, me dejaba llevar mientras soñaba con mis caballeros, mis damas, mis castillos, en las jóvenes novias que viajan en su litera cerrada echadas al camino para encontrarse con un hombre que no conocían y que iba a acostarse desnudo contra ellas. Sintió un escalofrío, sacudió la cabeza y volvió a su itinerario. Decidió cortar por el Bois esperando que no hubiese demasiada circulación.

—Eso no quita que hubieras podido preguntarme antes de hablarlo —retomó Joséphine tras haber cogido la ruta del Bois.

—Escucha mamá, no vamos a andarnos con chiquitas, no tenemos medios para eso. Vamos a necesitar el dinero de Henriette, así que mejor metérsela en el bolsillo haciéndonos los cachorrillos perdidos al borde del camino. Ella adora que la necesiten…

—Pues no. No nos haremos los cachorrillos perdidos. Nos las arreglaremos solas.

—¡Ah! ¿Y cómo esperas arreglártelas con tu sueldo miserable?

Joséphine dio un volantazo y aparcó al borde del camino del Bois.

—Hortense, te prohíbo que me hables así, si te empeñas en ser desagradable, me voy a ver obligada a castigarte.

—¡Ay, ay, ay! ¡Qué miedo! —rio Hortense—. No sabes hasta qué punto tengo miedo.

—Sé que no me crees capaz, pero puedo apretarte las tuercas. Siempre he sido amable y buena contigo, pero ahora te estás pasando de la raya.

Hortense miró a Joséphine a los ojos y vio una firmeza nueva que le hizo pensar que su madre podría poner en práctica sus amenazas y enviarla a un internado, por ejemplo, cosa que ella temía. Se echó atrás en su asiento, puso cara de ofendida y soltó, desdeñosa:

—Vamos, encadena frases. Eres muy buena en ese jueguecito. Pero lo de desenvolverte en la vida, eso es harina de otro costal.

En ese momento Joséphine perdió la calma y el dominio de sí misma. Golpeó el volante gritando tan fuerte que la pequeña Zoé, asustada, se echó a llorar y a gemir «¡quiero volver a casa, quiero mi osito! ¡Sois malas las dos, muy malas, me dais miedo!». Sus llantos ahogaban la voz de su madre y, en un momento, se produjo un concierto de gritos en el pequeño coche que, antaño, sólo había conocido trayectos silenciosos o acompañados por la voz de Antoine al que le gustaba explicar el origen de los nombres de las calles, la fecha de construcción de un puente o de una iglesia, o la evolución de una vía y de su trazado.

—Pero ¿qué te pasa desde ayer? ¡Estás insoportable! ¡Tengo la impresión de que me detestas! ¿Qué te he hecho yo?

—Lo que me has hecho es que mi padre se ha largado porque eres fea y asquerosa, y para nada quiero empezar a parecerme a ti. Y por eso estoy dispuesta a todo, incluso a hacerme la niña guapa y sumisa delante de Henriette para que nos dé dinero.

—¡Ah! ¿Y qué piensas hacer? ¿Arrastrarte a sus pies?

—¡Me niego a ser pobre, me horrorizan los pobres, la pobreza apesta! Sólo tienes que mirarte. Eres fea a más no poder.

Joséphine la contempló con la boca abierta por el estupor. No podía pensar, no podía decir palabra. Apenas podía respirar.

—¿Es que no lo comprendes? ¡No entiendes que la única cosa que ahora importa a la gente es el dinero! ¡Pues yo soy como todos, salvo que no me avergüenza decirlo! ¡Así que deja de jugar a las desinteresadas porque eres tonta, mamaíta, tonta!

Era necesario que hablase, pronunciar alguna réplica a lo que su hija estaba diciendo.

—Te olvidas de algo, hija mía, ¡y es que el dinero de tu abuela pertenece a Chef! Que no está a su disposición. Vas demasiado deprisa…

No es eso lo que debería haber dicho. En absoluto. Tengo que darle una lección, forjarle una moral y no decirle que ese dinero no le pertenece. ¿Pero qué me sucede? ¿Qué me pasa? Todo va mal desde que se fue Antoine… Ni siquiera soy capaz de pensar correctamente.

—El dinero de Chef es el dinero de Henriette. Como Chef no tiene hijos, ella lo heredará todo. No soy idiota, lo sé. Punto y final. ¡Y deja de hablar del dinero como si fuera mierda, sólo es un medio de ser feliz, y yo no tengo ninguna intención de ser desgraciada!

—Hortense, ¡en la vida hay más cosas que el dinero!

—Qué anticuada puedes llegar a ser, mamaíta. Hay que volver a educarte. Venga, ¡arranca de una vez! Sólo faltaría que llegásemos tarde. Ella lo odia…

Y después, volviéndose hacia Zoé, sentada en el asiento trasero, llorando en silencio con el puño en la boca:

—¡Y tú deja de lloriquear! Me pones de los nervios. ¡Joder, la que me ha tocado con vosotras dos! Entiendo que papá se haya largado.

Bajó el parasol y verificó su imagen una vez más, gruñendo en voz alta:

—¡Ya está! Con todo esto se me ha borrado el gloss. Y no tengo más. Si encuentro uno por ahí en casa de Iris, se lo robo. Ni siquiera se dará cuenta, los compra por docenas. He nacido en el sitio equivocado. ¡Qué mala suerte!

Joséphine contempló a su hija mayor como si fuera una criminal evadida de la cárcel, sentada en el asiento a su lado: la aterrorizaba. Quiso protestar pero no encontró palabras. Todo iba demasiado deprisa. Se encontraba en la pendiente de un tobogán por el que caía sin ver el final. Así que, a falta de aliento y de argumentos, volvió su vista a la carretera. A los árboles en flor a lo largo de la avenida del Parque, a los poderosos troncos, a las largas ramas cargadas de hojas nuevas de un verde vivo, de capullos a punto de germinar que se inclinaban ante ella dibujando una bóveda florida que la luz de esa tarde de verano atravesaba manchando de blanco cada rama, cada hoja, cada capullo tierno. El lento balanceo de las ramas tranquilizó a Joséphine y, mientras Zoé, las manos tapándose las orejas, los ojos cerrados y la nariz arrugada, lloraba en voz baja, arrancó el motor y puso en marcha el coche rezando para que no se hubiese equivocado y que la avenida que había tomado desembocase en la puerta de la Muette. Después sólo tendría que aparcar… Y eso sería otro problema, se dijo suspirando.

* * *

La cena de familia, esa noche, se desarrollaba sin contratiempos.

Carmen velaba por la sucesión perfecta de los platos y la chica que había contratado como ayudante para la velada parecía muy espabilada. Iris, vestida con una larga blusa blanca y pantalones de lino azul lavanda, permanecía en silencio la mayor parte del tiempo y sólo intervenía en la conversación para animarla, cosa que debía hacer a menudo, porque nadie parecía muy hablador. Había algo de obligado y ausente en su actitud, de ordinario tan llena de gracia con sus invitados. Había peinado y atado su larga cabellera negra que caía en espesas y brillantes ondas sobre sus hombros.

¡Qué magnífica cabellera!, pensaba Carmen cuando hundía sus dedos entre sus espesos cabellos. A veces Iris le permitía cepillarlos y a ella le gustaba oírlos crepitar bajo el cepillo. Iris había pasado la tarde encerrada en su despacho, sin atender ninguna llamada. Carmen lo había visto en la pantalla del teléfono cuya centralita se encontraba en la cocina. Ningún botón se había encendido. ¿Qué haría en su despacho, sola? Aquello era cada día más frecuente. Antes, cuando volvía a casa, con los brazos llenos de paquetes, gritaba: «¡Carmencita! ¡Un buen baño caliente! Salimos esta noche». Dejaba caer los paquetes, corría a besar a su hijo en su habitación, preguntando: «¿Te ha ido bien el día, Alexandre? Cuéntame, cariño, cuéntame. ¿Te han puesto buenas notas?», mientras Carmen, en el cuarto de baño, llenaba la gran bañera de mosaico azul y verde, mientras mezclaba aceites de tomillo, salvia y romero. Comprobaba la temperatura introduciendo el codo en el agua, añadía sales perfumadas de Guerlain y, cuando todo estaba perfecto, encendía pequeñas velas y llamaba a Iris para que se introdujese en el agua cálida y perfumada. A veces Iris la dejaba asistir a su baño, frotarle los pies con la piedra pómez, masajearle los dedos de los pies con aceite de rosa mosqueta. Los firmes dedos de Carmen envolvían los tobillos, las pantorrillas y los pies, presionando, pellizcando, apretando para después relajar con savoir faire y voluptuosidad. Iris se relajaba y le hablaba de su jornada, de sus amigas, de un cuadro visto en una galería, de una blusa cuyo cuello le había gustado, «sabes, Carmen, no realmente roto, sino recto y con una caída por los hombros como si lo sostuviesen unas varillas invisibles…», de un pastelito de chocolate degustado con la boca pequeña, «así no me lo como realmente y no engordo», de una frase escuchada en la calle o de una vieja que mendigaba en la acera y que le había dado tanto miedo que había dejado caer las monedas sobre la palma de su mano apergaminada. «Ay, Carmen, me dio tanto miedo el poder terminar como ella, un día. No tengo nada. Todo pertenece a Philippe. ¿Qué tengo yo a mi nombre?». Y Carmen, acariciando los dedos de sus pies, alisando la suave palma de sus largos pies finos y curvados, suspiraba: «Nunca, señora, nunca terminará como esa vieja arrugada. ¡No mientras yo viva! ¡Limpiaré casas, moveré montañas, pero nunca se sentirá abandonada!». «Vuelve a decírmelo, Carmencita, ¡dímelo otra vez!». Y se abandonaba, cerraba los ojos y se adormecía, apoyada sobre la toalla enrollada que Carmen había dispuesto bajo su cuello.

Esa noche no había habido ceremonia del baño.

Esa noche Iris se había duchado rápidamente.

Carmen se tomaba como algo personal el que cada comida fuera perfecta. Sobre todo cuando Henriette Grobz venía a cenar.

—¡Ah!, esa mujer… —suspiró Carmen mirándola por la puerta entreabierta del office desde el que dirigía las operaciones— ¡qué vieja arpía!

Henriette Grobz se sentaba al final de la mesa, tiesa y erguida como una estatua de piedra, los cabellos atrapados en un moño lacado del que no escapaba ningún mechón. ¡Hasta los santos de las iglesias demuestran más abandono que ella!, pensó Carmen. Vestía un traje sastre ligero, en el que cada pliegue estaba almidonado. Habían colocado a Hortense a su derecha y a la pequeña Zoé, a su izquierda, y hablaba a la una y la otra inclinándose como una vieja institutriz. Zoé tenía las mejillas enrojecidas, los párpados hinchados y las pestañas pegadas. Debía de haber llorado en el coche antes de llegar. Joséphine apenas comía su plato. Sólo parloteaba Hortense, haciendo sonreír a su tía y a su abuela, lanzando alabanzas a Chef, que ronroneaba de placer.

—Te aseguro que has adelgazado, Chef. Cuando has entrado en la habitación, me he dicho ¡qué guapo está! ¡Cómo ha rejuvenecido! A menos que te hayas hecho algo… ¿quizás un lifting?

Chef se echó a reír y se frotó el cráneo de placer.

—¿Y para quién haría yo eso, preciosa?

—Eh, no lo sé… Para gustarme a mí, por ejemplo. Me daría pena que te volvieses viejo y arrugado… Yo quiero un abuelo fuerte y bronceado como Tarzán.

Sabe cómo hablar a los hombres esa niña, pensó Carmen. Está hinchado de orgullo, el señor Grobz. Hasta tiene la piel de su cráneo calvo erizada de placer. Como de costumbre, le soltará un buen billete cuando se vaya. Cada vez, sin faltar una, le desliza un billete en la mano sin que nadie se dé cuenta.

Serenado por su conversación con Hortense, Marcel se había vuelto hacia Philippe Dupin e intercambiaba algunas informaciones sobre el estado de la Bolsa. ¿En alza, en baja los próximos meses? ¿Vender o, por el contrario, invertir? ¿En qué? ¿En acciones o en divisas? ¿Qué dice la prensa económica? Philippe Dupin escuchaba sin atender, su suegro parecía en plena forma. Diría incluso que más vivo, que rejuvenece a ojos vista; tiene razón la niña, se dijo Carmen, ¡debería andarse con cuidado, la señora Grobz!

Su ayudante arrancó a Carmen de su disección de los invitados preguntándole si convenía servir el café en el salón o en la mesa.

—En el salón, querida… Yo me ocuparé de eso, quita la mesa y pon todo en el lavavajillas, salvo las copas de champán, que hay que lavar a mano.

En cuanto terminó el postre, Alexandre se llevó a su prima Zoé a su cuarto, dejando a Hortense en la mesa. Hortense permanecía siempre junto a los mayores, conseguía pasar desapercibida, tan chisposa ella, tan audaz un minuto antes, se fundía con el decorado y escuchaba. Observaba, descifraba cada frase en suspenso, un lapsus, una exclamación indignada, un silencio pesado. Esa niña es una auténtica arpía, pensaba Carmen. ¡Y nadie se da cuenta! Sé lo que trama. Y ella ha comprendido que la he descubierto. No la gusto, pero me teme. Esta noche voy a tener que ocuparme de ella, llevarla al saloncito para que vea una película.

Como la conversación languidecía, la misma Hortense se aburrió y siguió a Carmen sin resistencia.

En el gran salón, Joséphine tomó su café rezando para que las preguntas no le cayesen encima como ráfagas. Intentó conversar con Philippe Dupin, pero este se excusó: su móvil sonaba, era algo importante y si ella no tenía inconveniente… Se refugió en su despacho para responder.

Chef leía un periódico económico que había en la mesita. La señora madre e Iris hablaban de cambiar las cortinas de un dormitorio. Hicieron una seña a Joséphine para que fuese a sentarse con ellas, pero Jo prefirió ir a hacer compañía a Marcel Grobz.

—¿Qué tal, mi pequeña Jo? ¿Tienes buenas vibraciones?

Tenía una extraña forma de hablar: empleaba expresiones en desuso. Con él se viajaba a los años sesenta o setenta. Debe de ser la única persona que conozco que todavía dice «estar en la onda» o «tienes buenas vibraciones».

—Más o menos, Chef.

Chef le guiñó el ojo, volvió un instante a su lectura y, viendo que ella no se iba, comprendió que estaba obligado a darle conversación.

—Y tu marido, ¿todavía en dique seco?

Ella inclinó la cabeza sin responder.

—Resulta difícil en este momento. Hay que apretarse el cinturón, esperar a que pase…

—Pero sigue buscando. Mira los anuncios por palabras todas las mañanas.

—Si no encuentra nada, siempre puede venir a verme… Lo pondría en algún sitio.

—Eres muy amable, Chef, pero…

—Pero tendrá que inclinarse un poco. Porque tu marido es orgulloso ¿eh, Jo? Y a día de hoy, hay que inclinarse. Hay que inclinarse y decir ¡gracias, jefe! Incluso el gran Marcel, que se deja la piel para encontrar nuevos mercados, ideas nuevas y da gracias al cielo cuando firma un nuevo contrato.

Se golpeaba la barriga mientras hablaba.

—Hay que decirle eso a Antoine. La dignidad es un lujo. Y él no puede darse ese lujo. Mírame, Jo, lo que me salva es que yo procedo de la pobreza. Así que no me molesta volver a ella. Hay un proverbio senegalés que dice: «Cuando no sepas adónde vas, párate y mira de dónde vienes». Yo vengo de la miseria, así que…

Joséphine hizo un esfuerzo para no confesar a Marcel que ella misma no estaba lejos de la miseria.

—Pero ya ves, Jo, pensándolo bien… Si tuviera que contratar a alguien de la familia, preferiría que fueses tú. Porque tú tienes pinta de trabajar duro… Mientras que tu marido, no estoy seguro de que quiera mancharse las manos. En fin, yo me entiendo…

Emitió una risa franca.

—No le pido que se convierta en mecánico.

—No, Chef, ya lo sé. Lo sé…

Joséphine le acarició el brazo y lo miró con bondad. Él se sintió incómodo, interrumpió su risa bruscamente, carraspeó y volvió a la lectura de su periódico.

Ella permaneció un momento sentada a su lado, esperando que él retomara la conversación escapando así de la curiosidad de su madre y su hermana, pero Marcel no parecía querer retomar el diálogo. Chef siempre se comporta así, se dijo Joséphine, cuando me habla diez minutos, considera que ya ha hecho su parte y pasa a otra cosa. No le intereso. Estas reuniones familiares deben de ser una verdadera tortura para él. Como para Antoine. Los hombres están excluidos de ellas. O más bien están autorizados a fingir, nada más. Se sabe que el auténtico poder pertenece a las mujeres. Bueno, ¡no a todas! Yo estoy de adorno. Joséphine se sentía aislada. Echó un rápido vistazo a Iris, que hablaba con su madre mientras jugueteaba con sus largos pendientes que se había quitado y balanceaba sus pies de uñas pintadas a juego con las uñas de las manos. ¡Qué gracia! Parece mentira, se dijo, considerar que ese ser resplandeciente, exquisito y refinado pertenezca al mismo sexo que yo. Habría que inventar subcategorías en la clasificación de los seres humanos en dos sexos. Sexo femenino, categorías A, B, C, D… Iris pertenecería a la categoría A y yo, a la D. Joséphine se sentía excluida de esa feminidad voluptuosa y tranquila que rodeaba a cada gesto de su hermana. Cada vez que había intentado imitarla, la experiencia había terminado en terrible humillación. Un día, se había comprado unas sandalias de piel de cocodrilo verde almendra —que había visto llevar a Iris— y caminaba por el pasillo de su casa, esperando que Antoine se diese cuenta. Él había exclamado: «¡Qué manera de andar! Con esas cosas en los pies pareces un travestido». Las preciosas sandalias se habían convertido en cosas, y ella, en un travestí…

Se levantó y fue a apoyarse cerca de la ventana, lo más lejos posible de su madre y de su hermana. Contempló los árboles de la plaza de la Muette que se balanceaban con la brisa todavía húmeda del final de la tarde. Los abrumadores edificios de piedra tallada enrojecían bajo el ocaso, los portales de hierro forjado dibujaban jambas de prosperidad, de los jardines en verde apagado, amarillo cálido y blanco grisáceo subía un vapor irisado. Todo sugería riqueza y belleza, riqueza liberada de todo lo material para hacerse evanescente, delicia, sugestión. Chef es rico, pero grueso. Iris es rica y ligera. Ha adquirido el increíble sosiego que da el dinero. Su madre puede intentar ponerse a la altura de su hija, pero será siempre una nueva rica. Su moño demasiado apretado, su lápiz de labios demasiado espeso, su bolso demasiado brillante, ¿y por qué no lo suelta? Es como las viejas pobres: tiene miedo de que se lo roben. Cena con el bolso en las rodillas. Ha podido engañar a Chef, pero no habría podido engañar a otro, aquel al que le hubiese gustado engañar. Ha tenido que contentarse con Chef, Chef el mal vestido, Chef el que se mete el dedo en la nariz y abre las piernas para despegarse el pantalón. Ella es consciente de ello y se lo reprocha. Él le recuerda que ella, como él, es imperfecta y limitada. Mientras que Iris posee una desenvoltura hecha de misterio, de secreto, una naturalidad inexplicable que la coloca por encima de los demás seres humanos, convirtiéndola en un ejemplar único y raro. Iris ha sabido cambiar de mundo y nacer por segunda vez.

Es lo que convertía a Antoine en torpe y sudoroso: esa frontera invisible entre Philippe y él, entre Iris y él. Una diferencia sutil que nada tiene que ver con el sexo, el nacimiento o la educación, que separa la verdadera elegancia de la del nuevo rico y que ponía a Antoine al nivel de un papanatas.

La primera vez que Antoine se había transformado en fuente, había sido allí, en este balcón, una tarde de mayo… Contemplaban juntos los árboles de la avenida Raphael; debió de sentirse tan petrificado, tan impotente frente a la perfección de los árboles, de los edificios, de las cortinas del salón, que había perdido el control de su termostato interior y había empezado a derretirse. Habían corrido hasta el cuarto de baño e inventado una explosión de grifos para explicar el lamentable estado de su chaqueta y de su camisa. Esa noche quizás nos creyeron, pero después no fue posible. Y yo, ¡con lo que le quería! Lo entendía muy bien, porque sudaba por dentro.

Sólo se escuchaba el ruido de las páginas que pasaba Chef en el mayor de los silencios. ¿Qué hará mi pastelito de miel en este momento?, se preguntaba excitado. ¿Estará tendida en el sofá del salón viendo una de esas malas comedias que le gustan tanto? ¿O tumbada en la cama como una enorme torta rubia, en la misma cama donde hemos retozado esta tarde y donde…? Voy a tener que dejar esto inmediatamente. ¡Me estoy poniendo a cien y se va a ver! Se había puesto, por orden de la Escoba, un pantalón en tela de gabán, gris, ligero, que le apretaba y que no dejaría de subrayar una erección intempestiva. Esa eventualidad le produjo un ataque de risa que ahogó tan bien que se asustó cuando Carmen se inclinó sobre él y preguntó:

—¿Un pastelito con su café, señor?

Le presentaba un plato de dulces de chocolate, de mazapán y caramelo.

—No, gracias, Carmen, ¡tengo los dientes traseros en remojo!

Al escuchar esas palabras, Henriette Grobz sintió un escalofrío de asco y su nuca se erizó. Chef se alegró. Había que recordarle con quién estaba casada. Y él disfrutaba de lo lindo recordándoselo. Como para marcar esa reprobación muda y poner distancias entre Chef y ella, Henriette Grobz se levantó y fue al encuentro de Joséphine cerca de la ventana. La vulgaridad de ese hombre era su castigo, la cruz que debía llevar. Había conseguido dejar de compartir su despacho, dejar de compartir habitación, dejar de compartir su cama, y seguía temiendo que ese hombre la contaminara, como si fuese portador de un virus peligroso. ¡Tenía que estar desesperada para casarse con un hombre tan vulgar! Y fuerte como un roble, además. Ese vigor la hacía cada vez más irritable. A veces estaba tan irritada de verle alegre y saludable que respiraba penosamente y sentía palpitaciones. Tomaba pastillas para relajarse. ¿Cuánto tiempo debería soportarle todavía? Lanzó un largo suspiro y prefirió concentrar su atención en su hija que, apoyada en la ventana, contemplaba el balanceo de los árboles por la brisa que acababa de levantarse, repartiendo por fin un poco de aire fresco en esa velada.

—Ven aquí, querida, para que hablemos las dos —le dijo llevándosela a un sofá, al fondo del salón.

Iris se unió inmediatamente a ellas.

—Bueno querida —atacó Henriette Grobz—, ¿qué piensas hacer ahora?

—Continuar… —respondió Joséphine con obstinación.

—¿Continuar? —preguntó Henriette Grobz sorprendida—. ¿Continuar qué?

—Pues… eh… Continuar con mi vida…

—En serio, querida…

Cuando su madre la llamaba «querida», la cosa se ponía fea. La piedad, el sermón, la condescendencia iban a sucederse como los cuplés de una cantinela gastada.

—En fin… ¡Eso no es asunto tuyo! —balbuceó—. Es problema mío.

Joséphine había dado a su respuesta, demasiado rápida para controlarla, un tono agresivo al que no estaba acostumbrada la autora de sus días, que se ensombreció inmediatamente.

—¡Así es como me contestas! —replicó Henriette Grobz alterada.

—¿Qué has decidido? —retomó Iris con su voz dulce y envolvente.

—He decidido arreglármelas completamente sola —respondió Joséphine de una forma más brusca de lo que hubiese querido.

—¡Ah! Resulta realmente ingrato rechazar la ayuda que se te propone —dijo Henriette Grobz afectada.

—Quizás, pero así son las cosas. No quiero que se hable más de ello, ¿de acuerdo?

Su voz había ido aumentando de volumen y el final de su frase se convirtió en un grito agudo que desentonó en la atmósfera acolchada de aquella velada tranquila.

Vaya, vaya, ¿qué es ese jaleo?, pensó Chef aguzando el oído. ¡Se me esconde todo! En verdad soy el último mono en esta familia. Abandonó como si nada el periódico sobre la mesa baja para acercarse al sitio en el que se sentaban las tres mujeres.

—¿Arreglártelas cómo?

—Trabajando, dando clases particulares… ¡yo qué sé! Por el momento estoy saliendo, creedme, ya es bastante duro así. Todavía no me he repuesto, creo.

Iris miró a su hermana y admiró su coraje.

—Iris —preguntó su madre—, ¿tú qué piensas?

—Jo, tiene razón, todo está aún muy reciente. Dejémosla reponerse antes de preguntarle lo que piensa hacer.

—Gracias, Iris… —suspiró Joséphine, que se atrevió a pensar que la tormenta había pasado.

Pero no había contado con la obstinación de su señora madre.

—Yo, cuando me encontré sola para educaros, me remangué y me puse a trabajar, trabajar…

—¡Pero si yo trabajo, mamá, trabajo! Pareces olvidarlo siempre.

—A eso no lo llamo yo trabajar.

—¿Porque no tengo despacho, jefe ni cheques restaurante? ¿Porque no se parece a nada de lo que tú conoces? Yo me gano la vida, lo quieras o no.

—¡Un sueldo de miseria!

—Me gustaría saber cuánto ganabas con Chef cuando empezaste. No debía de ser más.

—No me hables en ese tono, Joséphine.

Chef, excitado, se incorporó. Cojones, amenaza tormenta, se dijo. La velada empezaba a ser, por fin, divertida. La marquesita iba a enganchar sus mejores caballos, apilar mentira tras mentira, rebuscar en su memoria y exhibir la vieja imagen de viuda piadosa y madre protectora que se había sacrificado por sus hijas. Se sabía el numerito de víctima de memoria.

—Cierto que fue duro. Que nos apretamos el cinturón, pero mis cualidades hicieron que Chef me promocionase enseguida… y pude hacer frente…

Se pavoneaba aún emocionada por aquella victoria increíble ante la adversidad, y una imagen se impuso sobre su discurso: la de una mujer hermosa, alta, heroica, haciendo frente al fuerte oleaje como un mascarón de proa, arrastrando a las dos huérfanas de nariz enrojecida por el llanto. Había sido mérito suyo el haber sabido educar, sola, a sus dos hijas, su Marsellesa, su Legión de Honor.

Pudiste hacer frente porque yo te pasaba sobres llenos de billetes con pretextos absurdos, y que tú hacías como si no te dieses cuenta para no tener que agradecérmelo, pensó Chef mojando su índice para pasar la página de su periódico. Pudiste hacer frente porque eras pérfida de nacimiento, más fría y sin piedad que la más materialista de las putas. Pero ya me tenías enganchado, y yo hubiese hecho cualquier cosa para gustarte, para ayudarte.

—… Y que inmediatamente fue reconocido mi trabajo por todos, incluida la competencia de Chef, que quiso conservarme a cualquier precio…

Tenía tantas ganas de seducirte que te habría propuesto un salario de director general sin que tuvieses que pedírmelo. Te hice creer que todos te querían para que aceptases el dinero que te daba sin ofenderte. ¡Qué tonto fui, pero qué tonto! ¡Tonto hasta decir basta! Y hoy te haces la virtuosa. ¿Por qué no le dices a tu hija cómo me sedujiste? ¿Cómo me dabas de comer en la palma de tu mano? Creía ser un marido y me he convertido en un sirviente. Te supliqué que me dieses un hijo y te echaste a reír en mis narices. ¡Un hijo! ¡Un pequeño Grobz! Tu boca vomitaba mi nombre como si ya estuvieses abortando. ¡Te reías! ¡Y eres tan fea cuando te ríes, tan fea! ¡Cuéntales eso también! ¡Diles la verdad! ¡Que lo sepan! ¡Que los hombres son niños grandes! ¡Que los llevan de acá para allá agitando una zanahoria! ¡Que marchan como un pelotón de soldados! De hecho, debería desconfiar de Bomboncito… Esa historia de Chaval no me gusta mucho.

—Haré como tú. Trabajaré. Y me las arreglaré sola.

—¡No estás sola, Joséphine! Tienes dos hijas, te lo recuerdo.

—No hace falta que me lo recuerdes. Lo sé. Lo sé muy bien.

Iris escuchaba esa conversación y pensaba que, quizás muy pronto, se encontraría en la misma situación. Si Philippe se llenara de valor insensato, reclamaría su libertad… Le imaginó de repente disfrazado de mosquetero intrépido y la idea le hizo sonreír. ¡No! Ambos estaban atrapados en la misma red, en la de la respetabilidad. No tenía nada que temer. ¿Por qué temía siempre que el cielo se desplomara sobre su cabeza?

—Me parece que estás en las nubes, Joséphine. Siempre he pensado que eras demasiado ingenua para la vida de hoy en día. Demasiado débil, mi pobre hija.

Entonces Joséphine enrojeció. Años y años de ese tono lacrimógeno empleado con ella se dispararon de pronto como balas que le alcanzan el corazón, y estalló.

—¡No me jodas, mamá! ¡No me jodas con tu discurso benefactor! ¡Ya no lo aguanto más! ¿Te crees que me trago tus historias edificantes de viuda meritoria? ¿Te crees que no sé lo que hiciste con Chef? ¿Que no he adivinado tus maniobras rastreras? ¡Te casaste con Chef por su dinero! ¡Así fue cómo te las arreglaste, y no de otra forma! No porque fueses valerosa, trabajadora y meritoria. Así que no me des lecciones. Si Chef hubiese sido pobre, ni le habrías mirado. Habrías encontrado a otro. Nunca me he chupado el dedo, ya ves. Yo lo habría aceptado, habría entendido que lo hacías por nosotras, lo habría encontrado incluso hermoso y generoso si no te hubieses hecho siempre la víctima, si no hubieses empleado ese tono condescendiente cuando te diriges a mí como si fuese una fracasada, una despreciable… Ya no aguanto más tu hipocresía, ya no aguanto más tus mentiras, ya no aguanto tus brazos en cruz, tu sacrificio… Esa forma de darme lecciones en cada momento, ¡mientras que tú te has limitado a ejercer el oficio más viejo del mundo!

Y después, volviéndose hacia Chef, que escuchaba ya sin disimular:

—Lo siento, Chef…

Y ante la franca figura con la boca abierta de la que ella percibía el ridículo pero también, de pronto, toda la bondad y la generosidad, se sintió llena de remordimientos y sólo supo repetir.

—Lo siento, lo siento… No quería hacerte daño.

—No te preocupes, mi pequeña Jo, no me he caído de un guindo.

Joséphine enrojeció. Hubiese querido ahorrarle la escena, pero no había podido controlarse.

—¡Me salió de golpe!

Enunció esa evidencia mientras su madre, muda y lívida, se había dejado caer en el sofá y se abanicaba con una mano, amenazando con desmayarse con la finalidad de atraer la atención sobre ella.

Joséphine le lanzó una mirada exasperada. Pronto pediría un vaso de agua, se incorporaría, pediría que le pusiesen un cojín en la espalda, empezaría a gemir, a temblar, a lanzarle una mirada oscura, asesina y desfilarían los subtítulos que se sabía de memoria: «Después de todo lo que he hecho por ti, tratarme así, no sé cómo podré perdonarte, si es mi muerte lo que quieres, no tendrás que esperar mucho, prefiero morir a soportar una hija como tú…». Sabía de maravilla cómo crear un sentimiento de culpabilidad atroz en el otro con el fin de tenerlo a sus pies pidiendo perdón por haber osado contradecirla, enfrentarse a ella. Joséphine se lo había visto hacer, primero, con su padre y, después, con su padrastro.

Por un instante pensó en abandonar el gran salón para ir a reponerse a la cocina con Carmen. Echarse un poco de agua en lacara y pedirle una aspirina. Estaba agotada. Agotada pero… feliz, había osado ser ella misma, Joséphine, esa mujer que no conocía muy bien, con la que convivía desde hacía cuarenta años sin prestarla realmente atención, pero ante la que se moría de ganas, ahora, de conocerla. Era la primera vez que esa mujer se enfrentaba a su madre, la primera vez que le levantaba la voz, que se atrevía a decir lo que pensaba. La forma no había sido muy elegante, un poco grosera, un poco embrollada, lo reconocía, pero en el fondo le había encantado. Así que, por esa mujer, antes de dejar la habitación, decidió dar el golpe de gracia y, enfrentándose a su madre que gemía en el sofá, añadió con una voz suave pero segura:

—¡Ah! Lo olvidaba, mamá… no te pediré nada, ni un sólo céntimo ni el menor consejo. Voy a arreglármelas sola, completamente sola, ¡aunque nos muramos mis hijas y yo! Escúchame bien, hoy te voy a hacer una promesa: ¡nunca, nunca más seré el pajarito perdido al borde del camino al que tú des lecciones y pongas en el buen camino! Porque ¿sabes qué? Soy una mujer, madura y responsable, y te lo voy a demostrar.

Debería tener cuidado: no podía dejar de hablar.

Henriette Grobz apartó violentamente la cabeza como si la vista de su hija le fuese insoportable y emitió algunos gruñidos que decían ¡que se vaya! ¡Que se vaya! ¡No puedo más! Me quiero morir…

Joséphine, divertida por lo previsible de las reacciones de su madre, se encogió de hombros y salió del salón. Cuando empujó la puerta, oyó un pequeño grito, era Hortense que escuchaba, con la oreja pegada a la puerta que había abierto.

—¿Qué haces aquí, hija?

—¡Estamos buenos! —le contestó—. ¿Ya has montado tu numerito? Ahora te sentirás mejor, espero.

Joséphine prefirió no responder y se refugió en la primera habitación al lado del salón. Era el despacho de Philippe Dupin. No lo vio enseguida pero escuchó su voz. Estaba de pie, en parte ocultado por las pesadas cortinas de terciopelo rojo bordadas de pasamanería, y hablaba en voz baja con el teléfono pegado al oído.

—¡Oh, perdón! —dijo ella cerrando la puerta tras de sí.

Él se interrumpió inmediatamente. Ella le oyó decir «te llamaré luego», y colgó.

—No quería molestarte…

—Ha sido un poco más largo de lo que pensaba…

—Quería solo descansar un poco… lejos de…

Se secó la frente cubierta por un ligero sudor y colocó un pie tras otro esperando a que la invitase a sentarse. No quería fastidiarle, pero tampoco quería volver al gran salón. Él la contempló un momento preguntándose lo que convenía decir y cómo debía enlazar la conversación que acababa de dejar con esa mujer, incompetente, farfullante, que le contemplaba esperando algo de él. Siempre se sentía torpe ante la gente que esperaba algo de él. Le repugnaba. Era incapaz de sentir la menor empatía cuando le obligaban o se la mendigaban. La menor irrupción en su intimidad le volvía frío y colérico. Joséphine le inspiraba piedad. Y sentir piedad le daba asco. Claro que se decía que había que ser amable, ayudarla, pero sólo quería una cosa: quitársela de encima lo antes posible. De pronto, tuvo una idea.

—Dime Joséphine, ¿hablas inglés?

—¿Que si hablo inglés? ¡Claro que sí! Inglés, ruso y español.

Aliviada de que por fin se dirigiese a ella, que le hiciese una pregunta personal, había usado una vocecita aflautada para recitar sus habilidades. Tosió y se recuperó. Había presumido de manera evidente. No estaba acostumbrada a ensalzarse, pero la cólera, esa noche, había acabado con sus inhibiciones.

—He oído decir a Iris que…

—¡Ah! ¿Te lo ha contado?

—Podría encontrarte un trabajo para que ganases algo de dinero. Se trataría de traducir contratos importantes, contratos de negocios. ¡Oh, muy aburrido! Pero no está mal pagado. Teníamos en el gabinete una colaboradora que se encargaba de ello, pero acaba de marcharse. ¿Has dicho ruso? ¿Lo hablas suficientemente bien como para conocer las sutilezas del lenguaje de los negocios?

—Lo hablo bastante bien, sí…

—Podríamos ver eso juntos. Te pediría que hicieses una prueba…

Philippe Dupin permaneció un largo rato en silencio. Joséphine no osaba interrumpirlo. Ese hombre tan perfecto la intimidaba y, sin embargo, de forma extraña, nunca le había parecido tan humano. El móvil de Philippe volvió a sonar y no respondió. Joséphine se lo agradeció.

—La única cosa que te pido, Joséphine, es no decírselo a nadie. Absolutamente a nadie… Ni a tu madre ni a tu hermana ni a tu marido. Preferiría que todo esto quedase entre nosotros. Entre nosotros dos, quiero decir.

—A mí también me gustaría —suspiró Joséphine—. Estoy harta, sabes, de tener que justificarme todo el tiempo ante toda esa gente que piensa que soy blandengue y lela…

Las palabras «blandengue» y «lela» le hicieron sonreír, y la tensión desapareció de golpe. Ella no se equivoca, pensó él. Hay algo de insípida en ella. Son exactamente las palabras que yo emplearía para describirla. Sintió de pronto una oleada de simpatía hacia esa cuñadita torpe pero enternecedora.

—Te aprecio mucho, Jo. Y también te estimo mucho. ¡No te sonrojes! Me pareces muy valiente, muy buena…

—A falta de ser bella y enigmática como Iris…

—Es cierto que Iris es guapa, pero tú tienes otra clase de belleza…

—¡Oh, Philippe, para! Me voy a echar a llorar… Me siento frágil en este momento. Si supieses lo que acabo de hacer…

—Antoine se ha ido, ¿es eso?

No es eso en lo que ella estaba pensando, pero sí, ahora lo recordaba: Antoine se había ido. Contestó:

—Sí…

—Son cosas que pasan…

—Sí —profirió Joséphine con una sonrisa—, ya ves, en mi desgracia, ni siquiera tengo el consuelo de la originalidad.

Se sonrieron y permanecieron un momento silenciosos. Después Philippe Dupin se levantó y fue a consultar su agenda.

—Digamos mañana a las tres de la tarde. ¿Te viene bien? Te presentaré a la persona encargada de supervisar las traducciones…

—Gracias, Philippe. Muchas gracias.

Se llevó el dedo a la boca para recordarle el secreto que se había comprometido a guardar. Ella afirmó con la cabeza.

En el salón, sentada sobre las rodillas de Marcel Grobz, pasando una y otra vez la mano sobre su calva cabeza, Hortense Cortès se preguntaba lo que su madre y su tío podrían estar contándose para permanecer encerrados tanto tiempo en el despacho, y cómo podría reparar la enorme metedura de pata cometida esa noche por su madre.