¡Ocho mil doce euros! Un cheque de ocho mil doce euros. Cuatro veces su salario mensual en el CNRS. ¡Ocho mil doce euros! He ganado ocho mil doce euros traduciendo la vida de la deliciosa Audrey Hepburn. ¡Ocho mil doce euros! Está escrito en el cheque. No he dicho nada cuando el contable me lo ha dado, no he querido saber el montante, me lo he metido en el bolsillo como si nada. Sudaba de miedo. Sólo después, en el ascensor, he abierto el sobre, lentamente, despegando un borde, después agrandando la apertura, tenía tiempo, bajaba del piso catorce, he despegado el cheque de la carta a la que estaba grapado y lo he mirado… ¡Y lo he visto! He abierto los ojos y percibido el montante: ¡ocho mil doce euros! He tenido que apoyarme contra la pared del ascensor. Todo daba vueltas a mi alrededor. Una tempestad de billetes que me aturdía, levantaba mi falda, se metía por mis ojos, mi nariz, mi boca. ¡Ocho mil doce mariposas revoloteando a mi alrededor! Cuando se detuvo el ascensor, fui a sentarme en el gran hall de cristal. Contemplé mi bolso. Dentro había ocho mil doce euros… ¡Imposible! ¡Lo he leído mal! ¡Me he equivocado! He abierto el bolso, buscado el sobre, lo he palpado, palpado, hacía un suave ruido sedoso y me tranquilicé, lo acerqué a mis ojos sin que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo y leí otra vez el montante: ocho mil doce euros a nombre de la señora Joséphine Cortès.
Joséphine Cortès, soy yo. Soy yo. Joséphine Cortès ha ganado ocho mil doce euros.
He agarrado el bolso bajo mi brazo y he decidido ir a depositar el cheque en mi banco. Enseguida. Buenos días, señor Faugeron, adivine lo que me trae por aquí. ¡Ocho mil doce euros! Así que, señor Faugeron, se acabaron las llamadas interrogantes, ¿cómo piensa arreglárselas, señora Cortès? ¡Así, señor Faugeron! Trabajando con la deliciosa, la exquisita, la resplandeciente, la turbadora Audrey Hepburn. Y mañana, con esta tarifa, me iría a dar una vueltecita por la vida de Liz Taylor, de Katharine Hepburn, Gene Tierney y ¿por qué no Gary Cooper o Cary Grant? Son mis amigos. Me murmuran confidencias al oído. ¿Quiere usted que le imite el acento paleto de Gary Cooper? No… Bueno… Y este cheque, señor Faugeron, ¡cae en el momento justo! Justo antes de Navidad.
Jo estaba exultante. Caminaba por la calle y proseguía su diálogo con el señor Faugeron. Avanzaba bailando cuando se convirtió de pronto en estatua de sal y se llevó la mano al corazón. ¡El sobre! ¿Y si lo he perdido? Se detuvo, entreabrió el bolso y contempló el sobre blanco que reposaba, lleno, brillante, próspero, entre el llavero, la polvera, los chicles Hollywood y los guantes de piel de pécari que no se ponía nunca. ¡Ocho mil doce euros! Anda, se dijo, voy a coger un taxi. Voy a ir hasta el banco en taxi. Me daría mucho miedo el que me atracasen en el metro…
¡Atracada en el metro!
Su corazón batía fuertemente, tenía un nudo enorme en la garganta, unas gotas de sudor corrieron por su frente. Sus dedos se movían en busca del sobre, lo encontraban, lo palpaban otra vez; ella soltaba un suspiro, calmaba los latidos de su corazón, acariciaba el sobre.
Detuvo un taxi, dio al taxista la dirección de su banco en Courbevoie. Pondré los ocho mil doce euros a buen recaudo y después, después… ¡a mimar a las niñas! ¡Navidad, Navidad! Jingle bells! Jingle bells! Jingle all the way… Gracias, Dios mío, gracias a Dios. Estés donde estés, tú que velas por mí, tú que me has dado el valor y la fuerza de trabajar, gracias, gracias.
En el banco, rellenó un formulario de depósito y, cuando escribió en hermosas cifras redondas ocho mil doce euros, no pudo evitar sonreír con orgullo. Se dirigió hasta la caja y preguntó si estaba el señor Faugeron. No, le respondieron, está visitando a unos clientes, pero volverá sobre las diecisiete treinta. Dígale que me llame, soy la señora Cortès, pidió Joséphine chasqueando el cierre de su bolso.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès convocaba al señor Faugeron.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès ya no tenía miedo del señor Faugeron.
¡Clac! La señora Joséphine Cortès se había convertido en alguien.
El editor a quien había entregado la traducción parecía encantado. Había abierto el manuscrito, se había frotado las manos y había dicho «veamos… veamos». Se había humedecido el índice, vuelto una página, luego dos, había leído y había asentido con la cabeza satisfecho. «Escribe usted muy bien, es fluido, elegante, simple, ¡como un vestido de Yves Saint Laurent!». «Ha sido Audrey la que me ha inspirado», se había sonrojado Joséphine, que no sabía cómo responder a tantos cumplidos.
—No sea usted modesta, señora Cortès. Tiene usted mucho talento. ¿Aceptaría usted trabajos similares?
—Sí. Por supuesto.
—Pues bien, pronto me pondré en contacto con usted. Puede usted pasar por contabilidad, en el piso de arriba, le darán su cheque.
Le había tendido una mano que ella había estrechado como un náufrago se agarra a una barca de salvamento en plena tempestad.
—Adiós, señora Cortès.
—Adiós, señor…
Había olvidado su nombre. Se había dirigido hasta el ascensor. Hasta el departamento de contabilidad. Y fue entonces cuando…
Seguía sin poder creérselo.
Y ahora, se dijo saliendo del banco, derecha al centro comercial de la Défense, y una lluvia de regalos para las niñas. A mis pequeñas no les faltará de nada por Navidad y, más aún, estarán en igualdad con su primo Alexandre.
¡Ocho mil doce euros! Ocho mil doce euros…
Ante los escaparates, sus ojos parpadearon, apretando fuertemente el monedero donde guardaba su tarjeta de crédito. Mimar a Zoé, mimar a Hortense, llenarlas de regalos, grabar una sonrisa definitiva en sus rostros de niñas sin papá en Navidad. Con un golpe de tarjeta mágica, yo, Joséphine, seré todo a la vez: papá, mamá y Papá Noel. Les devolveré la confianza en la vida. No quiero que sufran las mismas angustias que yo. Quiero que se duerman por la noche pensando que mamá está allí, mamá es fuerte, mamá vela por nosotras, no nos puede pasar nada… Dios mío, gracias por darme estas fuerzas. Joséphine hablaba cada vez más a Dios. Te amo, Dios, vela por mí, no me olvides, yo que te olvido tan a menudo. Y a veces le parecía que él posaba la mano sobre su cabeza y la acariciaba.
Paseando por las galerías llenas de tiendas adornadas con guirnaldas, árboles de Navidad, con gruesos hombrecillos de terciopelo rojo y barba blanca apostados a su entrada, ella daba gracias a Dios, a las estrellas, al cielo, y dudaba en franquear la puerta de una de ellas. ¡Tengo que ahorrar para pagar los impuestos!
Joséphine no era una mujer que perdiese la cabeza.
Y, sin embargo… En una hora había gastado una tercera parte de su cheque; sentía vértigo. Qué tentador es llevárselo todo: las opciones de compra, el servicio posventa, un accesorio en oferta. Los vendedores revolotean a tu alrededor y entonan dulces cantos, como sirenas encantando a Ulises. No estaba acostumbrada, no se atrevía a decir que no, se ruborizaba, osaba hacer una pregunta rápidamente barrida por el vendedor que había avistado una presa fácil y la enredaba en el mástil de la tentación.
Por unos euros más, le instalarían los programas necesarios en el ordenador, por unos euros más incluirían el DVD, por unos euros más le llevarían su pedido a casa, por unos euros más extenderían la garantía a cinco años, por unos euros más… Joséphine, turbada, decía sí claro, sí por supuesto, sí tiene usted razón, sí puede usted entregarlo por la mañana, estaré allí, trabajo en casa, comprende. Preferentemente durante las horas lectivas para que mis hijas no estén presentes, que sea una sorpresa para Navidad. Ningún problema, señora, en las horas lectivas si lo prefiere…
Había salido un poco aturdida, un poco inquieta, y después había percibido, entre la multitud, a una niña que se parecía a Zoé y contemplaba, con los ojos brillantes, el escaparate de una juguetería. Su corazón se había sobresaltado. Es esa la cara que pondrán mis hijas cuando abran sus regalos, esa cara que hará de mí la más feliz de las mujeres…
Había vuelto andando, afrontando el viento que silbaba por las grandes avenidas de la Défense. Era invierno, la noche caía pronto. A las cuatro y media había oscurecido y las pálidas farolas se iban iluminando una por una a lo largo de su camino. Se levantó el cuello de su abrigo, ¡anda! Podría haberme comprado un abrigo más caliente, y bajó la cabeza para protegerse del viento glacial. Me ha hablado de otra traducción, entonces me compraré otro abrigo. Este me lo regaló Antoine hace ya diez años. Acabábamos de instalarnos en Courbevoie…
No volverá para Navidad. Las primeras Navidades sin él…
El otro día, en la biblioteca, había consultado un libro sobre Kenia. Había visto dónde se encontraban Mombasa y Malindi, las playas blancas, las viejas casas de Malindi, las pequeñas tiendas artesanales y la gente tan amistosa, decía la guía. ¿Y Mylène? ¿Es amistosa Mylène? Había gruñido cerrando el libro con un golpe seco.
El hombre de la parka no había vuelto. Sin duda había terminado su trabajo. Atravesaba las calles de París dejando que una hermosa rubia metiese la mano en su bolsillo…
Cuando llegaba a la biblioteca, ella depositaba los libros sobre la mesa y le buscaba con la mirada. Luego se ponía a trabajar. Levantaba la cabeza, le acechaba diciéndose ya ha llegado, me mira de reojo…
No había vuelto.
Al pie del edificio, se cruzó con la señora Barthillet que la empujó sin querer. Joséphine hizo un movimiento para evitarla al percibirlo. Un aire de animal indefenso brillaba en sus ojos. Bajó la mirada cuando vio a Joséphine y avanzó de lado, mirándose los pies. Se cruzaron en silencio. Joséphine no se atrevió a preguntarle por su familia. Se había enterado de que el señor Barthillet se había marchado.
Su buen humor de la primera hora de la tarde había desaparecido. Con un gesto mecánico descolgó el teléfono que sonaba cuando abrió la puerta de su piso.
Era el señor Faugeron. La felicitaba por el cheque que había depositado en el banco y luego dijo algo que no comprendió inmediatamente. Le pidió que esperara un poco, el tiempo de quitarse el abrigo y dejar el bolso, y volvió a coger el teléfono.
—Este cheque cae en el momento justo, señora Cortès. Está usted al descubierto desde hace tres meses…
Joséphine, con la boca seca, los dedos crispados sobre el auricular, no podía hablar. ¡Al descubierto! ¡Desde hacía tres meses! Y, sin embargo, había echado las cuentas: su saldo era positivo.
—Su marido abrió una cuenta a su nombre antes de irse a Kenia. Pidió un enorme préstamo y no ha cumplido con ninguno de los pagos previstos a partir del 15 de octubre.
—¿Un préstamo, Antoine? Pero…
—A cuenta suya, señora Cortès, así que es usted responsable. Había prometido devolverlo y… Firmó usted unos papeles, señora Cortès. Acuérdese…
Joséphine hizo un esfuerzo y recordó, en efecto, que Antoine le había hecho firmar muchos formularios bancarios antes de marcharse. Había hablado de planes, de inversiones, de seguros para el futuro, de apuestas que realizar. Era a primeros de septiembre. Ella había confiado en él. Había firmado con los ojos cerrados.
Escuchó, como en un mal sueño, las explicaciones del banquero aterida bajo la luz pálida de la entrada. Voy a tener que encender la calefacción, hace mucho frío. Los dientes apretados, encogida sobre la silla cercana al mueblecito donde se encontraba el teléfono, los ojos fijos sobre el dibujo gastado de la moqueta.
—Es usted responsable en su nombre, señora Cortès. Siento decírselo… Ahora, si quiere usted pasar por el banco, podemos arreglar su deuda… Puede usted también pedir ayuda a su padrastro…
—Nunca, señor Faugeron, ¡nunca!
—Y, sin embargo, señora Cortès, va a tener que…
—Me las arreglaré, señor Faugeron, me las arreglaré…
—Mientras tanto, este cheque de ocho mil doce euros llenará el agujero dejado por su marido… Los pagos son de mil quinientos euros al mes, así que haga usted misma el cálculo…
—He hecho algunas compras esta tarde —consiguió articular Joséphine—. Para las niñas, las Navidades de las niñas… He comprado un ordenador y… Espere, tengo los recibos de la tarjeta…
Rebuscó en el bolso, tomó su monedero, lo abrió rápidamente y sacó los recibos de la tarjeta. Sumó las cifras gastadas y se las anunció al banquero.
—Vamos a andar muy justos, señora Cortès… Sobre todo si no cumple con el pago del 15 de enero… No quiero asustarla en esta época de Navidad, pero andamos muy justos.
Joséphine no sabía qué decir. Su mirada calló sobre la mesa de la cocina donde reinaba su máquina de escribir, una vieja IBM de bola que le había regalado Chef.
—Le haré frente, señor Faugeron. Déjeme el tiempo para adaptarme. Me han prometido, esta mañana, otro trabajo bien remunerado. Es cuestión de días…
Estaba soltando cualquier cosa. Estaba a punto de ahogarse.
—No es urgente, señora Cortès. Volveremos a hablar a primeros de enero, si quiere, quizás tenga usted noticias…
—Gracias, señor Faugeron, gracias.
—Vamos, señora Cortès… no se atormente usted, saldrá usted de esta. Mientras tanto, intente pasar unas buenas fiestas de Navidad. ¿Tiene usted proyectos?
—Voy a casa de mi hermana, en Megève —respondió Joséphine como un boxeador noqueado al que el árbitro está contándole hasta diez.
—Está muy bien no pasarlas sola, tener familia… Venga, señora Cortès, felices Navidades.
Joséphine colgó y titubeó hasta el balcón. Se había acostumbrado a refugiarse allí. Desde el balcón contemplaba las estrellas. Interpretaba un tintineo, el paso de una estrella fugaz como el signo de que era escuchada, que el cielo velaba por ella. Esa noche, se arrodilló sobre el cemento, juntó sus manos y, elevando sus ojos al cielo, recitó una oración:
«Estrellas, por favor, haced que ya no esté sola, haced que deje de ser pobre, haced que ya no me sienta acosada. Estoy hastiada, tan hastiada… Estrellas, no hago nada bien estando sola, y estoy tan sola. Dadme la paz y la fuerza interior, dadme también al que espero en secreto. Ya sea grande o pequeño, rico o pobre, guapo o feo, joven o viejo, me da igual. Dadme un hombre que me ame y al que ame. Si está triste, le haré reír, si duda, le consolaré, si se bate, estaré a su lado. No os pido lo imposible, os pido simplemente un hombre porque, ya veis, estrellas, el amor es la mayor de las riquezas… El amor que damos y el que recibimos. Y yo no puedo pasarme sin esa riqueza…».
Inclinó la cabeza hasta el suelo de cemento y se dejó caer en una infinita plegaria.
* * *
Marcel Grobz había instalado sus oficinas en el número 75 de la avenida Niel. No lejos de la place de l’Étoile, no muy lejos tampoco del bulevar periférico. Un lado pasta, otro palacio, se pavoneaba con René cuando enseñaba sus dominios en los que entra un céntimo y salen diez euros.
Había comprado, hacía años, un edificio de dos plantas en un patio empedrado, cubierto por una enredadera que dibujaba círculos y guirnaldas. Había sentido un flechazo. El joven Marcel Grobz buscaba un sitio fresco y burgués para alojar su empresa. ¡Dios!, había exclamado viendo el lote que le proponían por una bagatela, esto sí que va a dar buena impresión, más contento que un piojo en la cabeza de un tiñoso. Esto parece un convento de carmelitas. Aquí se me hablará con respeto, y se esperará si me retraso un poco en los pagos. Este sitio rezuma bienestar, sabor provinciano, negocio honesto y próspero.
Lo había comprado todo: el edificio y los talleres, el patio y la enredadera, y las antiguas caballerizas de ventanas rotas que había renovado para hacer de ellas locales complementarios.
Fue allí, en el número 75 de la avenida Niel, donde su empresa había comenzado el despegue.
Fue allí también donde, un buen día de octubre de 1970, había visto llegar a René Lemarié, un chico joven, diez años menor que él, cuyo talle estrecho de chica se extendía hasta sus hombros de cariátide, el cráneo afeitado, la nariz rota, el tinte rojo ladrillo, ¡un buen mozo!, se había dicho Marcel mientras escuchaba los argumentos de René, que buscaba trabajo. «No quiero presumir, pero sé hacer de todo. Y no pierdo el tiempo. No tengo un apellido ilustre, no salgo de la Politécnica, pero le seré muy útil. Póngame a prueba y me suplicará usted que me quede».
René acababa de casarse. Ginette, su mujer, una chica rubita, que reía todo el rato, fue contratada para el taller. Trabajaba a las órdenes de su marido. Manejaba los traspales, escribía a máquina, contaba y recontaba los contenedores, verificando el contenido. Le hubiese gustado ser cantante, pero la vida había decidido otra cosa. Cuando conoció a René, ella era corista en los espectáculos de Patricia Carli y había tenido que elegir: René o el micrófono. Había elegido a René, pero continuaba graznando cuando le entraban ganas, «¡detente, detente! ¡No me toques más! Te lo suplico, ten piedad de mí. No puedo más. No puedo consentirrrr tenerte que compartirrrr con otra… De hecho, mañana es tu boda, ella tiene dinego, ella es hermosa. Ella tiene to-o-das las cualidades, y mi único defecto ¡¡¡es amarrrrteeeee!!!», bajo las amplias cristaleras del taller. Vocalizaba e imaginaba una muchedumbre de espectadores gritando a sus pies. También había sido corista de Rocky Volcano, Dick Rivers y Sylvie Vartan. Todos los sábados por la noche, en casa de René y Ginette, había karaoke. Ginette no había pasado de los años sesenta, llevaba zapatillas de ballet y pantalones pirata, y se peinaba como Sylvie Vartan en la época de su vestidito azul Real y de la margarita colgada en la oreja. Tenía toda la colección de las revistas Salut Les Copains y de Mademoiselle Age Tendre, que hojeaba cuando se sentía nostálgica.
Marcel había cedido a René y Ginette un local encima de las caballerizas, que habían transformado en alojamiento. Allí habían criado a sus tres hijos, Eddy, Johnny y Sylvie.
Cuando Marcel había contratado a René, había dejado para más tarde la definición de su puesto. «Estoy empezando, así que empezarás conmigo». Desde entonces, los dos hombres estaban unidos como las nudosas ramas de la enredadera.
Cierto era que raramente se veían fuera del trabajo, pero no pasaba un día sin que Marcel no se acercara a darle un golpecito en la gorra a René, quien, vestido con un peto de trabajo, cigarrillo en los labios, murmuraba: «¿Qué tal te va, Viejo?».
René llevaba la cuenta exacta de todas las mercancías, anotaba las entradas y las salidas, las ofertas y los productos que no circulaban y de los que era urgente deshacerse: «Ese trasto de ahí me lo pones como oferta del mes. Se lo largas a los tontos, los bobos u otros de esos retrasados que se pasean por tus tiendas, ¡no quiero verlo por aquí! Y si has comenzado la producción en masa en Sing-Sing o en Pernambuco, le echas el freno. Eso o te vas a ver en calzoncillos bailando claque en el metro. No sé lo que te dio cuando encargaste treinta palés, pero debías de tener el cerebro más seco que una pasa».
Marcel guiñaba un ojo, escuchaba y seguía casi siempre los consejos de René.
Además de la gestión del almacén de la avenida Niel, René se encargaba de repartir las mercancías por las tiendas de París y provincia, gestionar los stocks y de realizar los pedidos de los artículos que faltaban o que iban a faltar. Cada tarde, antes de abandonar el despacho, Marcel bajaba al almacén para beber un vaso de tinto en compañía de René. René sacaba un salchichón, queso, pan, mantequilla salada, y los dos se ponían a charlar contemplando la enredadera a través de la vidriera del taller. La habían conocido menuda, tímida, frágil y, casi treinta años después, se retorcía a su gusto, haciendo bucles, resplandeciendo ante sus ojos maravillados.
Hacía un mes que Marcel ya no iba a ver a René.
O, cuando iba, era porque había un problema, que una de las tiendas había llamado para quejarse; llegaba, huraño, soltaba una pregunta, escupía una orden y se volvía a ir, evitando cruzarse con la mirada de René.
René al principio se picó. Ignoró a Marcel. Le enviaba las respuestas a través de Ginette. Cuando Marcel se dejaba caer gruñendo, René montaba en un toro y se iba al fondo del almacén a contar sus cajas. Esta comedia duró tres semanas. Tres semanas sin rodajas de salchichón ni tragos de tinto. Sin confidencias ante las espirales de la enredadera. Después René comprendió que le hacía el juego a su amigo y que Marcel no vendría a su encuentro.
Un día, se tragó su orgullo y subió a interrogar a Josiane. ¿Qué pasa con el Viejo? Sorprendentemente, Josiane le mandó a paseo.
—Pregúntale tú mismo, ¡ya no nos hablamos! Me trata como si fuera de escayola.
Tenía un aspecto demacrado. Había adelgazado, palidecido y pintado con algo de rosa sus mejillas para mejorar su cara. Un rosa de baratija, se dijo René. No el rosa de la felicidad, el rosa que viene del corazón.
—¿Está en su despacho?
Josiane asintió con un gesto seco del mentón.
—¿Solo?
—Solo… Aprovéchate, la Escoba está pegada a él últimamente. ¡Está aquí todo el tiempo!
René empujó la puerta del despacho de Marcel y le sorprendió, hundido en su sillón, con el rostro caído, olisqueando un trapo.
—¿Estás probando un nuevo producto? —preguntó recorriendo todo el despacho antes de arrancarle lo que su amigo tenía en las manos. Después, extrañado, preguntó—: ¿Qué es?
—Una media…
—¿Te vas a dedicar a las medias?
—No…
—Pero en nombre de Dios, ¿qué haces esnifando nailon?
Marcel le lanzó una mirada infeliz y furiosa. René se sentó sobre la mesa frente a él y, mirándole fijamente a los ojos, esperó.
Fuera de sus oficinas, de su éxito financiero, Marcel volvía a ser el chaval patán y grosero que había sido en las calles de París cuando se paseaba, por la tarde, antes de entrar en su casa donde nadie le esperaba. Sólo había sabido controlar sus pasiones para crecer: convertirse en un hombre rico y poderoso. Una vez conseguido su objetivo, había perdido el saber de la vida. Continuaba jugando con las cifras, las fábricas, los continentes, de la misma forma que una vieja cocinera monta las claras a punto de nieve sin prestar siquiera atención, pero para lo demás había perdido el tranquillo. Cuanto más prosperaba, más vulnerable se volvía. Perdía su buen sentido campesino. Se sentía desorientado. ¿Le cegaba el dinero, el poder que le daba su fortuna? ¿O por el contrario se sentía aturdido, sin comprender cómo había hecho para llegar hasta allí? ¿Había perdido la ciencia y la intuición que le daban su rabia de principiante para perderse en el lujo y la facilidad? René no comprendía cómo el hombre que manejaba con firmeza a los capitalistas chinos o rusos podía estar tan manipulado por Henriette Grobz.
René había visto con muy malos ojos la boda de Marcel con Henriette. El contrato que ella le había hecho firmar era, en su opinión, un chantaje. Marcel se había puesto la soga al cuello. Comunidad universal con separación de bienes para que ella no fuese responsable en caso de quiebra, pero una donación al superviviente con el fin de que ella heredase en el caso de que hubiese beneficios. Y, la guinda del pastel, el título de presidenta del consejo de administración de la empresa. Ya no podía decidir nada sin ella. ¡El Marcel atado de pies y manos! «No quiero parecer que me caso por tu dinero —había pretextado ella—, quiero trabajar contigo. Formar parte de la empresa. ¡Tengo tantas ideas!». Marcel se había tragado todo. «¡Estás para encerrarte!», había gritado René cuando conoció los términos del contrato. «¡Es una estafa! ¡Un atraco a mano armada! Esa no es una mujer, es un gánster. ¿Y tú pretendes que te ama, pobre imbécil? Te está cortando las pelotas con las tijeritas de las uñas. ¿Pero dónde tienes tú la inteligencia? ¿En la suela de los zapatos?». Marcel se había encogido de hombros: «Me dará un niño y todo será para él». «¿Que ella te va a dar un niño? ¿Tú alucinas o qué?».
Marcel, ofendido, había cerrado de golpe la puerta del almacén.
Esa vez se habían pasado un mes sin hablarse. Cuando se perdonaron, decidieron de común acuerdo no abordar nunca ese tema.
Y ahora era Josiane el que le volvía loco, hasta el punto de esnifar unas medias viejas.
—¿Vas a seguir mucho tiempo así? Qué quieres que te diga, pareces un viejo sapo encima de una caja de cerillas.
—No tengo ganas de nada… —respondió Marcel, y en su voz se escuchaba el desencanto del hombre a quien la vida le ha robado todo y que se instala, dócil, en su miseria.
—¿Quieres decir que vas a dejarte morir sin rechistar?
Marcel no respondió. Había adelgazado, y su rostro caía en dos blandas bolsas a lo largo de sus mandíbulas. Se había convertido en un viejo alelado, lívido, eternamente al borde de las lágrimas. Sus ojos, enrojecidos, supuraban.
—Recupérate, Marcel, das pena. Y pronto darás asco. ¡Un poco de dignidad!
Marcel Grobz se encogió de hombros al oír la palabra «dignidad». Lanzó una mirada humedecida a René y levantó la mano como diciendo: «¿Para qué?».
René le miraba, incrédulo. Este no podía ser el mismo hombre que le había enseñado el arte de la guerra en los negocios. Llamaba a eso sus clases nocturnas. René sospechaba que declamaba alto y claro para convencerse y darse coraje para trabajar. «Cuanto más fríos son tus cálculos, más lejos llegas. Nada de sentimientos, tío. ¡Hay que matar fríamente! ¡Y para asegurarse definitivamente tu autoridad, hay que dar un gran golpe antes de comenzar, poner en la calle a un proveedor, liquidar a un competidor, y serás temido el resto de tu vida!». O frases como: «Hay tres formas de triunfar: la fuerza, la inteligencia o la corrupción. La corrupción no es lo mío; inteligencia no tengo, así que… ¡no me queda más que la fuerza! ¿Sabes lo que decía Balzac? “Hay que atravesar esa masa de gentes como una bala de cañón o deslizarse entre ellos como la peste”. Qué bonita frase, ¿no?».
—¿Y cómo has aprendido eso, tú que no has ido al colegio?
—De Henriette, tío, ¡de Henriette! Me escribe fichas para parecer menos idiota en las fiestas. Me las aprendo de memoria y las recito.
Un caniche amaestrado, había pensado René. Se calló. En aquella época, Marcel estaba orgulloso de llevar colgada del brazo a Henriette y de aprender citas de memoria para destacar en las fiestas. Eran los buenos tiempos. Lo tenía todo: éxito, dinero y mujer. Búscame el error, decía a René dándole palmaditas en la espalda. Lo tengo todo, tío. ¡Lo tengo todo! Y, muy pronto, ¿con quién jugaré sobre mis rodillas? Con Marcel Júnior en persona. Y soñaba con una papilla de bebé, un babero y un sonajero, y en su rostro se dibujaba una sonrisa. ¡Marcel Júnior! Un heredero. Un hombrecito al que instalar en la sala de mando. Todavía está esperándolo.
A veces René sorprendía a Marcel mirando a sus hijos. Les decía hola con la mano y parecía que estaba levantando plomo, como si dijera adiós a un sueño.
René se sacudió las cenizas de cigarrillo que caían sobre su peto y pensó que todo vencedor escondía un vencido. Una vida se resume tanto por lo que uno se lleva de ella como por lo que se ha echado en falta en el camino. Marcel había conseguido dinero y éxito, pero había perdido el amor y el hijo. Él, René, tenía a Ginette y a sus tres retoños, pero con apenas ahorros para comprar mantequilla.
—Vamos, suéltalo… ¿Qué te pasa? Espero que sea lo suficientemente interesante como para justificar la jeta que llevas desde hace un mes.
Marcel dudó, elevó pesadamente los párpados hacia su amigo y se sentó a la mesa. Le contó todo: lo de Chaval y Josiane al lado de la máquina de café, la reacción de Henriette quien, desde entonces, exigía la salida de Josiane, y él, que perdía el gusto por la vida, por hacer negocios.
—Incluso para meter las piernas en el pantalón cada mañana me entran dudas. Tengo ganas de quedarme tumbado de espaldas contemplando las flores de las cortinas. Estoy desganado, tío. La cosa es simple: el verlos a los dos pegados el uno contra el otro hizo que se me atragantara mi partida de nacimiento. Mientras la tenía en mis brazos, me montaba historias, me decía que yo era fuerte, que iba a invadir el mundo entero, construir una nueva muralla en China, ganarle la partida a mil millones de chinitos. No era extraño que sintiese que el pelo me volvía a crecer. Me bastó una imagen, esa imagen, la de mi bomboncito en brazos de otro, más joven, más delgado, más vigoroso, para que yo volviese a ser calvo y para encerrarme en mi carné de la tercera edad. ¡De un solo golpe! Se me han caído los tirantes, lo he dejado todo…
Barrió la superficie de su mesa, tirando al suelo informes y teléfonos.
—¿Para qué sirve todo esto, me lo quieres decir, eh? ¡Es sólo aire, cuento, apariencia!
Y como René permanecía silencioso, añadió:
—Años de trabajo para nada. ¡Una nulidad! Tú, al menos, tienes a tus hijos, a Ginette, una casa donde te esperan por las noches. Yo tengo mis balances, mis clientes, mis contenedores de mierda. Duermo en un sofá, como en una esquina de la mesa, me tiro pedos y eructo a escondidas. Visto pantalones demasiado estrechos. ¿Sabes lo que te quiero decir? No me ponen de patitas en la calle porque todavía soy útil, que si no…
Hizo el gesto de tirar una bola de papel con los dedos y se hundió con todo su peso sobre su sillón.
René permaneció en silencio por un momento y después, despacio, como hablando con un niño enfadado, un niño que se empeña en permanecer así y que no te quiere escuchar, empezó a hablar:
—Lo que yo veo es que a tu bomboncito no le va mejor que a ti. Sois como dos focas varadas en una playa desierta debatiéndose. ¡Su Chaval no era nada de nada! Un calentón en la grupa, unas ganas de precipitar la primavera, un pastel que le ha gustado y que se ha comido detrás del mostrador. ¿No me dirás que no te ha pasado a ti?
—¡No es lo mismo! —protestó Marcel envarándose y dando un puñetazo en la mesa con todas sus fuerzas.
—¿Y eso por qué? ¿Porque eres un hombre? Ese argumento está un poco pasado. Huele a napoleoncito. Las mujeres han cambiado. Ahora son como nosotros y, cuando se cruzan con un Chaval engominado que les calienta los bajos, se toman una pequeña libertad, pero eso no significa nada de nada. Una canita al aire. ¡Y cómo tienes a la Josiane! No hay más que ver la jeta que pone detrás de su mesa. ¿Te has fijado en ella, por lo menos? No. Tú pasas delante de ella derecho como una salchicha con tu orgullo por bandera. ¿No has visto que ha perdido peso, que flota dentro del jersey y que se peina con un petardo? ¿Has visto el rosa con el que se pintarrajea? Completamente falso, se lo compra por paquetes de seis en el Monoprix porque si no parecería más blanca que el bidé.
Marcel sacudía la cabeza obstinado y triste. Y René volvía a la carga, mezclando el pitorreo con los sentimientos, el sentido común con la razón, para enderezar a su viejo amigo que amenazaba con estrangularse con la media de nailon.
De pronto tuvo una idea y su mirada se iluminó.
—¿Ni siquiera me preguntas por qué he venido a verte si había jurado no dirigirte la palabra? Estás tan acostumbrado a que te saquen brillo a los zapatos que te parece normal que venga a animarte a domicilio. ¡Tío, vas a terminar ofendiéndome!
Marcel le miró, se pasó la mano por la nuca y, jugando con un bolígrafo que había escapado a raíz del golpe sobre la mesa, preguntó:
—Te pido disculpas. ¿Querías decirme algo?
René se cruzó de brazos y, tomándose todo su tiempo, anunció a Marcel que su mayor temor acababa de hacerse realidad: los chinos habían interpretado mal sus órdenes. Habían mezclado centímetros y pies.
—Acabo de darme cuenta revisando los impresos de pedido de tu fábrica en las afueras de Pekín. Han entendido todo mal y, si quieres evitar lo peor, tienes que venir enseguida a comprobarlo y llamarles.
—¡La madre que les parió! —rugió Marcel—. ¡Estamos hablando de miles de millones! Y tú no me lo decías.
Se levantó de golpe, atrapó su chaqueta, sus gafas y salió corriendo a la escalera para bajar al despacho de René.
René le siguió y, al pasar delante de Josiane, le ordenó:
—Coge tu Bic y tu bloc… ¡Tenemos problemas, los chinitos huelen a podrido!
Josiane obedeció y se precipitaron los tres hacia el piso de abajo.
El despacho de René era una habitación pequeña, casi completamente de cristal, que daba al almacén. Al principio debía de ser un vestuario, pero René se instaló allí, pensando que era más práctico para vigilar la entrada y salida de mercancías. Y después se convirtió en su santuario.
Era la primera vez que Josiane y Marcel se encontraban frente a frente desde el incidente de la máquina de café. René abrió los libros de cuentas sobre su mesa y, después, golpeándose la frente, gritó:
—¡Coño! ¡He olvidado el otro… el principal! Se ha quedado en la entrada. No os mováis, voy a buscarlo.
Salió de su despacho, sacó la llave del bolsillo y ¡clic-clac! Los dejó encerrados. Después se alejó frotándose las manos y haciendo bailar los tirantes de su peto.
En el interior del despacho, Josiane y Marcel esperaban. Josiane puso la mano sobre el radiador y la retiró inmediatamente: estaba ardiendo. Soltó un grito de sorpresa y Marcel preguntó:
—¿Has dicho algo?
Ella negó con la cabeza. Al menos, la había mirado. Por fin giró la cabeza hacia ella sin volverse, la nariz levantada.
—No… Es el radiador, está ardiendo…
—Ah…
Volvió a caer el silencio entre los dos. Se escuchaba el ruido de los traspales, los gritos de los obreros que daban indicaciones para maniobrar, a la derecha, a la izquierda, más alto, insultos que estallaban cuando las maniobras demasiado bruscas amenazaban con acabar con todo por el suelo.
—¿Qué está haciendo? —gruñó Marcel mirando por la ventana.
—No hace nada. Lo que pasa es que quería ponernos a los dos frente a frente y lo ha conseguido. Su cuento del pedido equivocado es una trola.
—¿Eso piensas?
—No tienes más que intentar salir… Me la juego a que nos ha encerrado. ¡Nos ha engañado como a dos tontos!
Marcel posó su mano sobre la puerta del despacho, movió el pomo en todos los sentidos, la sacudió, la puerta permaneció cerrada. Gritó y le dio una patada.
Josiane sonrió.
—¡Como si no tuviese nada que hacer! —estalló Marcel.
—Lo mismo que yo. ¿Qué te crees, que esto es el Club Med?
El aire del despacho era cálido y fétido. Olía a humo de cigarrillo frío, a calefacción eléctrica a toda potencia y a un jersey de lana secándose sobre una silla. Josiane arrugó la nariz y emitió un pequeño resoplido. Se inclinó sobre la mesa y vio pegado contra los bajos del radiador un viejo jersey de rombos extendido sobre el respaldo de la silla. Ha olvidado llevárselo, va a coger frío. Se volvió hacia la enredadera y en ese momento vio a la Escoba llegando con paso militar.
—¡Mierda, Marcel! ¡La Escoba! —susurró.
—Escóndete —dijo Marcel—, si se le pasase por la cabeza venir por aquí.
—¿Y por qué tendría que esconderme? No hemos hecho nada malo.
—¡Escóndete te digo! Nos va a ver al pasar.
La atrajo hacia él y cayeron de cuclillas los dos contra la pared.
—¿Por qué tiemblas ante ella? —preguntó Josiane.
Marcel le puso la mano en la boca y la atrajo contra él entre sus brazos.
—Olvidas que es ella la que tiene la firma.
—Porque fuiste lo suficientemente gilipollas como para dársela.
—Deja de querer hacer siempre la revolución.
—Y tú no dejes que te agarre por los cojones.
—Oh, venga, la señorita me da lecciones… Te hacías menos la lista el otro día al lado de la máquina de café, ¿eh? Toda modosita entre los brazos de ese guaperas que vendería a su madre por un diente de oro.
—Me estaba tomando un café. Eso es todo.
Marcel estuvo a punto de ahogarse. Con voz ensordecida, casi mudo, protestó:
—¿Es que acaso no estabas en los brazos de Chaval?
—Nos achuchábamos un poco, es cierto. Pero sólo para picarte.
—Pues bien… lo conseguiste.
—Sí. Lo conseguí. ¡Y desde entonces no me hablas!
—Es que no me esperaba algo así…
—¿Qué te esperabas? ¿Que te tejiese gorros de lana para tu vejez?
Marcel se encogió de hombros y, tirando de la manga de su chaqueta, se puso a dar brillo a la punta de sus zapatos.
—Estaba harta, Marcel…
—¿Ah, sí? —dijo él, fingiendo estar absorto en la limpieza de su calzado.
—Harta de verte marchar cada tarde con la Escoba. ¡Harta! ¡Harta! ¿No piensas nunca que eso me vuelve loca? Tú, abuelete bien instalado en tu doble vida, yo recogiendo las migas que te dignas a lanzarme. Atrapándolas al vuelo, sin hacer ruido por si ella me oye. Y mi vida pasa a todo trapo sin que pueda ponerle la mano encima. ¡Hace lustros que dura lo nuestro! Y seguimos viéndonos a escondidas. Y nunca me llevas como pareja oficial, nunca me llevas a pasear por los sitios buenos, nunca me exhibes bajo el sol de islas paradisíacas. No, para el bomboncito la oscuridad completa. Los menús a veinte pavos y las flores de plástico. Oh, claro, cuando me pongo gallito, cuando amenazo con dejar plantado a papaíto, me sueltas una joya. Para que siga esperando, para calmar la tormenta en mi cabeza. En cuanto a lo demás, ¡promesas! Promesas a perpetuidad. Así que ese día, me harté… Ese día, además, ella me había agredido. Era el día en el que había perdido a mi madre y ella me prohibió llorar en el despacho. Estaba usurpando mi sueldo, me dijo. La habría descuartizado…
Marcel escuchaba pegado a la pared. Se dejaba invadir por la música de las palabras de Josiane y, poco a poco, fue pudiéndole la ternura. Su cólera caía como la tela de un paracaídas que se posa en tierra. Consciente de que le enternecía, Josiane desplegaba su relato, lo aumentaba, le añadía lágrimas, suspiros, figuras, pintándolo de malva, marrón, negro y rosa. Mientras susurraba su drama, guiaba el lento acercamiento del cuerpo de Marcel contra el suyo. Él todavía resistía, estrechaba sus rodillas entre sus manos para no dejarse caer sobre ella, pero se balanceaba suavemente acercándose.
—Ha sido muy duro perder a mi madre, sabes. No era una santa, qué más quisiera, ya lo sabes. Pero era mi madre. Creía que sería fuerte, que lo aguantaría sin decir nada y, después, ¡pam! Se me hizo un nudo en la garganta y perdí el aliento.
Ella le cogió la mano y la puso entre sus senos, ahí donde tanto le había dolido. La mano de Marcel se calentó en la suya y encontró su lugar de antaño en el suave y relajante canalillo.
—Me encontré como cuando tenía dos años y medio… Cuando levantas la cabeza, confiada, hacia el adulto que debería protegerte y recibes un bofetón, un viaje del que ya no vuelves… Nunca se repone una de esas heridas, nunca. Nos hacemos los orgullosos, levantamos el mentón, pero nuestro corazón late con fuerza…
Su voz se convertía en un hilillo, un susurro de suaves confidencias que envolvía a Marcel Grobz en guata vaporosa. Bombón cito, mi bomboncito, qué bien oírte de nuevo, mi niña, mi querida, mi amazona dorada… háblame, sigue hablándome, cuando balbuceas, cuando te enredas con las palabras como la aguja en la lana, yo resucito, la vida es árida sin ti, no brilla, no vale más que levantarse por las mañanas para apoyar la nariz en la ventana.
Henriette Grobz había subido al despacho de Marcel y, al no encontrar ni a Josiane ni a su marido, partió en busca de René. Le encontró en el almacén, en plena discusión con un obrero que se rascaba la cabeza: no había más sitio en altura para ordenar los palés. Henriette esperó, un poco alejada, a que le prestasen atención. Su cara estaba pintada como un fresco restaurado y su sombrero plantado sobre el cráneo dominaba como un trofeo arrancado al enemigo. René se volvió y la vio. Una mirada rápida a su despacho le tranquilizó: los dos amantes contrariados se habían escondido. Se despidió del obrero y preguntó a Henriette lo que podía hacer por ella.
—Estoy buscando a Marcel.
—Debe de estar en su despacho.
—No está allí.
Ella respondía con voz grave e hiriente. René puso cara de extrañado e hizo como que reflexionaba mientras la sopesaba con la mirada. El polvo rosa sobre su rostro dibujaba placas resecas e irritadas que subrayaban las finas arrugas de la boca y las carrilladas que se hundían. Su rostro avejentado, del que sobresalía una nariz de loro, se articulaba en torno a una boca tan estrecha que el carmín se salía de los labios pintados. Henriette Grobz intentaba dibujar la sonrisa de la que se planta esperando una propina a cambio, y que, decepcionada, quisiera escupir sobre el impostor que le ha hecho creer durante un segundo que obtendría su óbolo. Había hecho un esfuerzo con René, pensando que la informaría, pero, ante su ineficacia, retomó su aire de ayudante en jefe y giró los talones. Dios, pensó René, ¡qué mujer! ¡Tiesa como una verga empalmada! Seguro que no encuentra placer alguno ni en la comida ni en la bebida, ni en el menor abandono. ¡Habría que hacerla saltar con dinamita! Todo lo tiene bajo control, todo rezuma obligación, interés; el cálculo se alía con la frialdad de su ropa y de sus gestos. Un almidón perfecto embutido en un corsé de cálculos financieros.
—Voy a esperarle en su despacho —silbó mientras se alejaba.
—Eso es —respondió René—, si le veo le diré que está usted allí.
Mientras tanto, en el despacho de René, de cuclillas en la oscuridad y susurrándose, Marcel y Josiane proseguían su reencuentro.
—¿Me la has pegado con Chaval?
—No, no te la he pegado… Me dejé llevar una noche de depresión. Me fui con él porque estaba allí… Pero podría haber sido cualquier otro.
—¿Me quieres un poco a pesar de todo?
Él se había acercado y su muslo reposaba contra el de Josiane. Su aliento cercano era cálido y él respiraba entrecortadamente a fuerza de estar doblado en dos.
—Te quiero sin más, mi osito…
Ella suspiró y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Marcel.
—Te he echado de menos, ¿sabes?
—Yo, también. No te puedes hacer idea.
Estaban allí, los dos, atónitos, estrechados el uno contra el otro como dos colegiales que han hecho novillos y se esconden para fumar. Susurrando en la oscuridad y el calor que apestaba a lana mojada.
Permanecieron un largo rato sin moverse, sin hablarse. Sus dedos se estrecharon, se frotaron, se reconocieron, y fue toda una ternura, todo un calor lo que Josiane reencontró como un paisaje de la infancia. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, discernían en lo oscuro el contorno de los objetos. Me da igual que sea viejo, que sea gordo, que sea feo, es mi hombre, mi bola de arcilla a la que amar, con la que reír, a la que moldear, con la que sufrir; lo sé todo de él, puedo describirlo con los ojos cerrados, puedo adivinar sus palabras antes incluso de que las pronuncie, puedo leerle el pensamiento, leer sus ojitos vivaces, leer su gruesa barriga… describiría con los ojos cerrados a este hombre.
Permanecieron un buen rato sin hablar. Se habían dicho todo y, sobre todo, sobre todo, se habían reconciliado. Y, de pronto, Marcel se levantó de golpe. Josiane le murmuró: «¡Ten cuidado! ¡Puede estar detrás de la puerta!».
—¡Me da igual! Levántate bomboncito, levántate… Somos idiotas por escondernos de esta forma. No hacemos nada malo, ¿eh, bomboncito?
—¡Vamos, ven! Vuelve a sentarte.
—¡No, de pie! Tengo algo que pedirte. Algo demasiado serio para que te quedes de cuclillas.
Josiane se levantó, se colocó su falda y, riéndose, preguntó:
—No irás a pedir mi mano, ¿eh?
—Mejor que eso, bomboncito, mejor que eso.
—No lo adivino… Sabes, con treinta y ocho años, no me queda más que hacer eso, casarme. Nadie me ha pedido en matrimonio. ¿Puedes creértelo? Y, sin embargo, he soñado con ello. Me dormía diciéndome que un día me lo pedirían y diría que sí. Por el anillo al dedo y por no estar nunca más sola. Para cenar los dos sobre un mantel de hule mientras nos contamos la jornada, para ponerse gotas en los ojos, para echar a suertes quién se quedaría con el currusco de la media baguette…
—No me escuchas, bomboncito. He dicho «mejor que eso».
—Entonces… me rindo.
—Mírame bomboncito. Mírame aquí, a los ojos.
Josiane le miró. Estaba serio como un papa bendiciendo al pueblo el día de Pascua.
—Ya te miro. A los ojos.
—Lo que voy a decirte es importante. ¡Muy importante!
—Te escucho…
—¿Me quieres, bomboncito?
—Te quiero, Marcel.
—Si me quieres, si me quieres de verdad, pruébamelo: dame un hijo, un hijo mío, al que daré mi nombre. Un pequeño Grobz…
—¿Puedes repetirlo, Marcel?
Marcel repitió, repitió y volvió a repetir. Ella le seguía la mirada como si las palabras desfilaran por una pantalla. Y que le costaba leer. Él añadió que estaba esperando a ese niño desde hacía siglos y siglos, que lo sabía ya todo sobre él, la forma de sus orejas, el color de su pelo, el tamaño de sus manos, los pliegues de sus pies, la blancura de sus nalgas, la delicadeza de sus uñas y la naricita que se arruga cuando toma el pecho.
Josiane oía sus palabras pero no las entendía.
—¿Puedo sentarme en el suelo, Marcel? Tengo las rodillas que me bailan.
Se dejó caer de golpe sobre sus nalgas y él vino a arrodillarse contra ella, contrayendo el rostro porque le dolían las rodillas.
—¿Qué me dices, bomboncito? ¿Qué me dices?
—¿Un bebé? ¿Un bebé nuestro?
—Eso es.
—Y ese bebé, ¿lo reconocerás? ¿Le darás sus derechos? ¿No será un bastardillo vergonzoso?
—Le sentaré a la mesa familiar. Llevará mi nombre: Marcel Júnior Grobz.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro por mis cojones.
Y se llevó la mano a los testículos.
—¿Ves? Te estás riendo de mí.
—¡No, al contrario! Como antiguamente. Para comprometerse de verdad, se juraba por los cojones. Testículos, testamento… fue Jo la que me enseñó eso.
—¿La estirada?
—No, la redondita. La buena. ¡Cuando se jura por los cojones es que es serio de verdad! ¡Y tanto! Que se conviertan en polvo si me desdigo. Y eso, bomboncito, no me gustaría.
Josiane comenzó a reír y después estalló en sollozos.
Demasiadas emociones para un solo día.
* * *
Una mano con garras rojas y aceradas se plantó en la de Iris, que soltó un grito y envió, sin volverse, un furioso codazo en las costillas de su contrincante que se retorció de dolor. ¡Pero bueno! Soltó Iris apretando los dientes, ¡no te fastidia! Yo estaba antes. Y este conjuntito de seda color crema orneado de cordoncillo marrón, que parece que se le ha antojado, es para mí. En realidad, no lo necesito, pero como a usted parece interesarle tanto, lo cojo. Y también cojo el mismo en rosa y en verde almendra, ya que insiste.
No podía ver a su contrincante: le daba la espalda en el furioso tumulto del que emanaban y se mezclaban mil brazos y mil piernas, pero ella no iba a darse por vencida y prosiguió su búsqueda, inclinada hacia adelante, con un brazo extendido y otro agarrado a su bolso para que no se lo arrancaran.
Se apoderó de los codiciados artículos, cerró sus dedos firmemente sobre sus presas y emprendió la tarea de salir de la masa enloquecida que intentaba atrapar artículos rebajados en el primer piso de Givenchy. Se arqueó, empujó, forcejeó, dio puñetazos, golpes de cadera, golpes de rodilla, para salir de la horda que amenazaba con aplastarla. La mano roja andaba aún por allí, intentando agarrar lo que el azar de los empujones dejaba a su merced. Iris la vio volver como un cangrejo obstinado. Entonces, con negligencia, calculando cuidadosamente su efecto, Iris se apoyó con todas sus fuerzas con el cierre de su pulsera y le arañó la piel. La odiosa soltó un grito de animal herido y retiró su mano precipitadamente.
—No, pero ¿qué hace? ¡Está usted completamente loca! —gimió la propietaria de la mano roja intentando identificar a su atacante.
Iris sonrió sin volverse. ¡Muy bien! La marca le durará bastante y tendrá que ponerse guantes, la Scarface de salón.
Se estiró, se separó del tumulto de grupas anónimas y, blandiendo su presa, se precipitó hacia la sección de zapatos donde, afortunadamente, estaban ordenados por número, lo que hacía la búsqueda algo menos peligrosa.
Atrapó, al vuelo, tres pares de escarpines de noche, un par de zapatos planos para la jornada, para caminar cómoda, y un par de botas de piel de cocodrilo negras. Un poco rock and roll pero no estaban nada mal… piel de buena calidad, se dijo introduciendo la mano en el interior de la bota. ¿Debería quizás ver si queda algún esmoquin a juego con estos botines? Se volvió y, percibiendo la horda rugiente de furias en acción, decidió que no. No merecía la pena el esfuerzo. Y, además, ¡tenía un armario lleno de ellos! ¡De Saint Laurent, además! Así que no valía la pena que la destriparan. Qué temibles son estas mujeres sueltas en la jungla de las rebajas. Habían esperado una hora y media bajo la fuerte lluvia, cada una de ellas apretando entre sus manos la preciosa tarjeta que les permitía el acceso al santuario de los santuarios, una semana antes de Navidad, en rebajas extremadamente privadas. Happy feto, cantidad limitada, grandes ocasiones, precios por los suelos. Un pequeño aperitivo antes de las auténticas rebajas de enero. Algo para abrirles el apetito, para hacerles la boca agua, para pasar las fiestas de Navidad pensando en las compras a efectuar durante el próximo encierro.
Además, no eran unas cualquiera, había pensado Iris viéndolas alineadas en la calle. Mujeres de empresarios, de banqueros, de políticos, periodistas, agregadas de prensa, modelos, una actriz. Todas tensas por la espera, plantadas sobre su recuadro de fino pavimento para que no les cogiesen su turno en la entrada. Parecía una procesión de comulgantes fervorosas: en sus ojos brillaban la voracidad, la avidez, el miedo a la pérdida, la angustia de dejar pasar el artículo que les cambiaría la vida. Iris conocía a la directora de la tienda y había subido directamente a la primera planta sin tener que esperar, lanzando una mirada piadosa a esas pobres fieles amontonadas bajo la lluvia.
Sonó su móvil pero no respondió. Ir de rebajas exigía una concentración extrema. Su mirada examinó con rayo láser los estantes, los bastidores y las cestas colocadas en el suelo. Creo que ya lo he visto todo, se dijo mordisqueándose el interior de sus mejillas. No me queda más que cosechar algunas bagatelas para mis regalos de Navidad y la cosa estará hecha.
Cogió, al paso, unos pendientes, brazaletes, gafas de sol, fulares, un peine de concha para el pelo, un monedero de terciopelo negro, un puñado de cinturones, guantes —a Carmen le vuelven loca los guantes—, y se presentó en la caja desmelenada y sin aliento.
—Haría falta un domador aquí —dijo a la vendedora riéndose—. ¡Con un látigo enorme! Y que soltara los leones de vez en cuando para hacer sitio.
La vendedora le devolvió una sonrisa educada. Iris depositó su pesca milagrosa sobre el mostrador y sacó su tarjeta de crédito con la que se abanicó colocando algunos de sus mechones en su sitio.
—¡Dios mío, qué aventura! ¡Creí que me mataban!
—Ocho mil cuatrocientos cuarenta euros —dijo la vendedora mientras empezaba a doblar los artículos dentro de grandes bolsas de papel blanco con las siglas de Givenchy.
Iris tendió su tarjeta.
El teléfono sonó de nuevo; Iris dudó pero lo dejó sonar.
Contó el número de bolsas que debería llevar y se sintió agotada. Por suerte había reservado un taxi para todo el día. Estaba esperándola en doble fila. Metería las bolsas en el maletero e iría a tomar un café en el café-restaurante de l’Alma para reponerse de sus emociones.
Al girar la cabeza, percibió a Caroline Vibert terminando de pagar, la abogada Caroline Vibert, que trabajaba con Philippe. ¿Cómo ha podido conseguir esa una invitación?, se preguntó Iris dirigiéndola la más educada de sus sonrisas.
Intercambiaron suspiros de combatientes rendidas y blandieron cada una sus bolsas gigantes para consolarse. Después se hicieron una señal muda: ¿tomamos un café?
Pronto se encontraron en Francis, al abrigo de la masa furiosa.
—Se están volviendo peligrosas este tipo de expediciones. ¡La próxima vez me llevo un guardaespaldas que se abra paso con su Kalashnikov!
—A mí ha habido una que me ha arañado —exclamó Caroline—, me ha clavado la pulsera en la piel, mira…
Se quitó el guante e Iris, confusa, percibió, en el dorso de la mano, un largo y profundo arañazo del que aún brotaban algunas gotas de sangre.
—¡Esas mujeres están locas! ¡Se matarían por un trozo de trapo! —suspiró Iris.
—O, en mi caso, matarían a las otras. Y, además, ¿todo eso para qué? Tenemos los armarios llenos. No sabemos qué hacer con tanta ropa.
—Y cada vez que tenemos que salir, nos ponemos a llorar porque no tenemos nada que ponernos —prosiguió Iris echándose a reír.
—Afortunadamente, no todas las mujeres son como nosotras. Hablando de eso, he conocido a Joséphine este verano. ¡Menos mal que sé que sois hermanas! No salta a la vista.
—¿Ah sí, en la piscina de Courbevoie? —bromeó Iris haciendo una seña al camarero de que se tomaría otro café.
El camarero se acercó e Iris se volvió hacia él.
—¿Quieres algo? —preguntó a Caroline Vibert.
—Un zumo de naranja.
—Ah, buena idea. Dos zumos de naranja, por favor. Necesito vitaminas después de una expedición así. En fin, ¿qué hacías tú en la piscina de Courbevoie?
—Nada. Nunca he puesto los pies allí.
—¿No me habías dicho que habías visto a mi hermana este verano?
—Sí, en el despacho. Trabaja para nosotros. ¿No estás al corriente?
Iris fingió que se acordaba y se golpeó la frente.
—Ah, claro, por supuesto. Qué tonta soy.
—Philippe la ha contratado como traductora. Se las arregla muy bien. Ha trabajado para nosotros todo el verano. Y después la puse en contacto con un editor que le dio una biografía para traducir, la vida de Audrey Hepburn. Canta alabanzas por donde va. Un estilo elegante. Un trabajo impecable. Entregado puntualmente, sin una falta de ortografía, y bla bla bla. Además, no es cara. Ni siquiera pregunta antes cuánto la van a pagar. ¿Dónde se ha visto eso? No discute, toma su cheque y casi te besa los pies al salir. Una hormiguita humilde y silenciosa. ¿Os educaron juntas o creció en un convento? La imagino en las carmelitas.
Caroline Vibert empezó a reír. De pronto Iris sintió ganas de darle una lección.
—Es cierto que el trabajo bien hecho, la bondad, la modestia, hoy en día, son cada vez más difíciles de encontrar. Mi hermanita es así.
—¡Oh! No quería hablar mal de ella.
—No, pero hablas de ella como si fuese una retrasada mental.
—No quería molestarte, simplemente quería hacer una gracia.
Iris sonrió. No debía convertir a Caroline Vibert en su enemiga. Acababa de ser ascendida al puesto de asociada. Philippe hablaba de ella con consideración. Cuando tenía dudas sobre un asunto, era a Caroline a la que iba a preguntar. Me estimula las neuronas, decía con una sonrisa cansada, tiene una forma de escucharme, se diría que está tomando notas, asiente con la cabeza, encaja la información haciendo un par de preguntas y todo se vuelve claro. Y, además, ella me conoce tan bien… ¿Quizás Caroline Vibert sabía algo sobre Philippe? Iris retomó su voz dulce y decidió avanzar prudentemente sus peones.
—No, no importa. ¡No te preocupes! Quiero mucho a mi hermana, pero reconozco que, a veces, me parece completamente anticuada. Trabaja en el CNRS, sabes, y aquello es un mundo distinto.
—¿Os veis a menudo?
—En las reuniones familiares. Este año vamos a pasar juntas la Navidad en el chalet, por ejemplo.
—Eso le sentará bien a tu marido. Lo encuentro tenso últimamente. Hay momentos en los que está completamente ausente. El otro día entré en su despacho tras haber llamado varias veces, no me había oído, miraba los árboles por la ventana y…
—Trabaja demasiado.
—Una buena semana en Megève y estará en plena forma. Prohíbele que trabaje. Confíscale el ordenador y el móvil.
—Imposible —suspiró Iris—, duerme con ellos. ¡Incluso encima!
—Sólo es cansancio porque, con los casos, sigue estando muy activo. Es un animal de sangre fría. Es muy difícil saber lo que piensa en realidad, pero, al mismo tiempo, es fiel y recto. Y eso no puede decirse de todo el mundo en ese despacho.
—¿Han llegado nuevas rapaces? —preguntó Iris sujetando la rodaja de naranja para pelarla.
—Un chico nuevo con dientes afilados como espadas. El señor Bleuet. No hace honor a su nombre, te lo aseguro. Siempre pegado a Philippe para hacerse querer, meloso, amable. Pero sientes que, por detrás, está afilando el cuchillo. Sólo quiere ocuparse de los asuntos importantes…
Iris la cortó:
—Y a Philippe, ¿le gusta?
—Piensa que es eficaz, culto, experimentado. Le gusta su conversación. En resumen, le mira con ojos amorosos: normal, son los principios. Pero puedo decirte que yo, la barracuda, le he calado y le espero con mi arpón.
Iris sonrió y, con voz suave, añadió:
—¿Está casado?
—No. Tiene una amiguita que a veces viene a buscarle por las tardes. A menos que sea su hermana. No sabría decirte. Incluso a ella la trata de forma altiva. De todas formas, Philippe lo que quiere es que se trabaje. Exige resultados. Aunque… se ha humanizado desde hace algún tiempo. Es menos duro… La otra tarde le sorprendí en plena reunión soñando. Estábamos unos diez en el despacho, todos en tensión, discutiendo apasionadamente, esperando que él decidiese y… estaba en las nubes. Tenía un gran asunto entre sus manos, diez personas pendientes de sus labios y él estaba a la deriva, con el rostro preocupado, dolido. Había algo de decepción en su mirada… Es la primera vez en veinte años que trabajamos juntos que lo sorprendo así. Me llamó mucho la atención, yo que estoy acostumbrada al guerrero implacable.
—A mí nunca me ha parecido implacable.
—Normal. Es tu marido y está loco por ti. ¡Te adora! Cuando habla de ti, sus ojos centellean como la torre Eiffel. ¡Creo que le dejas con la boca abierta!
—Oh, no exageres.
¿Es sincera o intenta ahogar a la barracuda?, se preguntó Iris escrutando el rostro de Caroline, que sorbía su zumo de naranja. No percibió ni rastro de falsedad en la abogada, que se relajaba tras la agotadora prueba de los doscientos metros rebajas.
—Me ha dicho que te has puesto a escribir.
—¿El te ha dicho eso?
—Entonces ¿es verdad, ya has empezado?
—No en serio. Tengo una idea, estoy dándole vueltas.
—En todo caso él te apoyará, evidentemente. No es la clase de marido celoso del éxito de su mujer. No como el señor Isambert, su mujer escribió un libro y no se le pasa el enfado; a punto está de ponerle un pleito para prohibirle publicarlo con SU apellido.
Iris no respondió. Lo que temía estaba ocurriendo: todo el mundo hablaba de su libro, todo el mundo pensaba en su libro. Salvo ella. No tenía la menor idea. Y peor aún: se sentía incapaz de escribirlo. Se imaginaba perfectamente hablando de él, haciendo como si, hablando de literatura, de la soledad del escritor, de las palabras que se escapan, de los nervios de antes de empezar, de la hoja en blanco, del agujero negro, de los personajes que se presentan en el relato, que te tiran de la manga… Pero ponerse a trabajar, sola, en su despacho… Imposible. Había mentido una noche para pavonearse, para hacerse notar, y su mentira la estaba aprisionando.
—Me gustaría encontrar un marido como el tuyo —suspiró Caroline, que proseguía con sus reflexiones sin darse cuenta de la confusión de Iris—. Tenía que haberle echado el lazo antes de que te casaras con él.
—¿Sigues soltera? —preguntó Iris, obligándose a interesarse por la suerte de Caroline Vibert.
—¡Más que nunca! Mi vida es una fiesta perpetua. Salgo de casa a las ocho de la mañana, vuelvo a las diez de la noche, me trago un potaje y, ¡hala!, a la cama con la tele o una novela que no me haga pensar demasiado. Evito las novelas policiacas por no tener que esperar hasta las dos de la mañana para saber el nombre del asesino. Ya ves lo apasionante que es mi vida. Ni marido, ni hijos, ni amante, ni mascota, sólo una anciana madre que no se acuerda de mí cuando la llamo. La última vez me colgó en las narices pretendiendo que nunca había tenido hijos. Me reí hasta que se me saltaron las lágrimas.
Soltó una risa falsa. Una risa para maquillar su soledad, la vacuidad de su vida. Tenemos la misma edad, pensó Iris, pero yo tengo un marido y un hijo. Un marido que sigue siendo un misterio y un hijo que se está convirtiendo en otro. ¿Qué hay que añadir a la vida para convertirla en interesante? ¡Dios! ¿Un pez rojo? ¿Una pasión? La Edad Media, como Jo… ¿Por qué no me ha hablado de sus traducciones? ¿Por qué Philippe no me ha dicho nada? Mi vida se está disolviendo, roída por un ácido invisible, y estoy asistiendo, impotente, a esa lenta disolución. La única energía que me queda la uso para los periodos de rebajas, en el primer piso de la casa Givenchy. Soy una gallinita de lujo con cerebro de gallinita de fábrica, porque como yo las hay a patadas en el mundo de las privilegiadas.
Caroline había terminado de jugar con la pajita de su zumo de naranja.
—Me pregunto por qué arriesgo mi vida en las rebajas si nunca salgo o si cuando lo hago, es en chándal, los domingos por la mañana, para comprar el pan.
—Te equivocas. Deberías vestirte de Givenchy para comprar el pan. Es muy posible que encuentres a alguien el domingo, cuando todo el mundo se pasea por las panaderías.
—Menudo lugar de encuentro. Familias que compran cruasanes, abuelitas que dudan entre un hojaldre o un polvorón para no romperse la dentadura, y niños obesos que se llenan los bolsillos de chucherías. No es allí donde voy a conocer a Bill Gates ni a Brad Pitt. No, sólo me queda Internet… Pero me cuesta ponerme a ello. Mis amigas entran a veces y funciona. Consiguen citas.
Caroline Vibert seguía hablando, pero Iris ya no la escuchaba. La miraba con una mezcla de ternura y de piedad. Sentada con las piernas cruzadas, con ojeras y la boca amargada, Caroline Vibert parecía un pobre objeto usado, roto, mientras que, una hora antes, era una arpía, dispuesta a pegarle un tiro a su prójimo por una blusa de seda color crema de Givenchy. Busca lo falso, pensó Iris. ¿Quién es la auténtica? Disimulada entre las ramas de un árbol, como en las adivinanzas que me gustaba resolver cuando era pequeña. El malvado lobo está escondido en este dibujo y Caperucita Roja no se ha dado cuenta, encuéntrale y salva a Caperucita. Siempre encontraba al malvado lobo.
—Oh, tengo que dejar de hablar contigo —suspiró Caroline—, me deprime. Nunca pienso en todo eso. Me pregunto si no volver a arriesgar mi vida en Givenchy. Eso, por lo menos, fortalece el carácter. A condición de que la loca del cúter haya desaparecido.
Las dos mujeres se besaron y se separaron.
Iris volvió a su taxi saltando por encima de los charcos. Pensó en sus botas de cocodrilo y se felicitó por haberlas comprado.
Bien resguardada en el coche, miró a Caroline Vibert colocarse en la fila para esperar un taxi, en la plaza de l’Alma. Llovía, y la fila de espera era larga. Había colocado sus compras bajo el abrigo para protegerlas. Parecía uno de esos capuchones que se colocan sobre las teteras para conservar el té caliente. Iris pensó proponerle que le acompañara, se acercó a la ventana para gritarle, pero su móvil sonó y descolgó.
—Sí, Alexandre querido, ¿qué pasa? ¿Por qué lloras, mi amor? Dime…
Tenía frío, estaba mojado. Estaba esperando delante del colegio desde hacía una hora a que viniese a buscarle para ir al dentista.
* * *
—¿Qué te pasa, Zoé? Díselo a mamá. Sabes que mamá lo comprende todo, lo perdona todo, quiere a sus hijos incluso cuando son asesinos sanguinarios. ¿Lo sabes?
Zoé, erguida en su pantalón escocés, había introducido el dedo índice en un agujero de la nariz y la exploraba con aplicación.
—Uno no se mete los dedos en la nariz, mi amor… Incluso cuando está muy apenado.
Zoé lo retiró con desgana, lo inspeccionó y lo secó en su pantalón.
Joséphine consultó el reloj de la cocina. Eran las cuatro y media. Tenía una cita dentro de media hora con Shirley para ir a la peluquería. «Te pago el peluquero —le había dicho Shirley— me he embolsado un buen fajo. Voy a transformarte en bomba sexual». Joséphine había abierto los ojos como platos, sorprendida como si la amenazasen con un bigudí. «¿Vas a volverme sexual? ¿Me vas a teñir de rubia platino?». «No, no, un cortecito y algunas mechas para añadir algo de luz». Jo sintió algo de aprensión. «No me cambies demasiado, ¿eh?». «Que no, te voy a poner guapa como una golondrina y después festejamos la Navidad todos juntos antes de que te vayas con los ricos». No le quedaba más que media hora para hacer hablar a Zoé. Había que aprovechar: Hortense no estaba.
—¿Puedo hacer como un bebé? —preguntó Zoé escalando hasta las rodillas de su madre.
Jo la izó hasta ella. Las mismas mejillas regordetas, los mismos rizos enredados, la misma barriguita redonda, el mismo aspecto torpe, la misma frescura inquieta. En las fotos familiares Jo se parecía a ella cuando era pequeña. Una niña regordeta en su chándal que saca barriga y mira el objetivo con aire desconfiado. «Mi amor, mi niña bonita que quiero con locura. ¿Sabes que mamá está aquí? ¿Siempre, siempre?». Zoé asintió con la cabeza y se estrechó contra ella. Debe de estar deprimida, pensó Jo, se acercan las Navidades y Antoine está lejos. No se atreve a decírmelo. Las niñas no hablaban nunca de su padre. No le enseñaban las cartas que les envía una vez por semana. A veces llamaba por la noche. Siempre era Hortense la que descolgaba y después tendía el teléfono a Zoé, que balbuceaba síes y noes. Habían hecho una separación bien precisa entre su padre y su madre. Jo empezó a acunar a Zoé canturreándole palabras dulces.
—¡Cómo ha crecido mi niña! ¡Ya no es un bebé! Es una chica muy guapa de hermosos cabellos, una hermosa nariz, una hermosa boca…
Con cada palabra le acariciaba el pelo, la nariz y la boca, y después retomaba su cantinela en el mismo tono cantarín:
—Una hermosa mujercita de la que pronto todos los chicos se enamorarán. Todos los chicos del mundo entero van a venir a colocar su escalera en la torre del castillo en el que vive Zoé Cortès para recibir un beso…
Al oír esas palabras, Zoé estalló en sollozos. Joséphine se inclinó hacia ella y le murmuró al oído:
—Dime, mi niña. Dile a mamá lo que te da tanta pena.
—No es verdad, mientes, no soy una chica guapa y ningún chico vendrá a colocar su escalera para verme.
¡Ah! Ya estamos, se dijo Jo. Su primera pena de amor. Yo también tenía diez años. Me untaba las pestañas de gelatina de grosella para que me crecieran. Fue a Iris a quien besó.
—Primero, cariño, no se dice nunca «mientes» a tu mamá…
Zoé asintió con la cabeza.
—Y después no estoy mintiendo como dices, eres una chica muy guapa.
—¡No! Porque Max Barthillet no me ha puesto en su lista.
—¿Qué lista es esa?
—La lista de Max Barthillet. Es mayor y lo sabe. Ha hecho una lista con Rémy Potiron y no me ha puesto en ella. Ha puesto a Hortense, pero no a mí.
—¿Una lista de qué, cariño?
—Una lista de chicas vaginalmente explotables, y yo no estoy en ella.
Jo casi dejó caer a Zoé de sus rodillas. Era la primera vez que una de sus hijas era asociada a una vagina. Sus labios se pusieron a vibrar y pasó su lengua entre los dientes para calmar el temblor.
—¿Y tú sabes, al menos, lo que quiere decir eso?
—¡Quiere decir que son las chicas con las que se puede follar! Me ha dicho…
—¿Porque, además, te lo ha explicado?
—Sí, me ha dicho que no tenía que ponerme así porque un día yo también tendría una vagina explotable, pero que no sería enseguida.
Zoé había agarrado el puño de su jersey y lo masticaba con aire abatido.
—En primer lugar, querida —comenzó Joséphine preguntándose cómo había que responder a esa afrenta—, un chico no clasifica a las chicas según la calidad de sus vaginas. Un chico sensible no utiliza a una chica como una mercancía.
—Sí, pero Max es mi amigo…
—Entonces tienes que decirle que estás orgullosa de no estar en su lista.
—¿Incluso si es mentira?
—¿Cómo que mentira?
—Pues, sí, a mí me gustaría estar en su lista.
—¿En serio? Pues bien… vas a decirle que no es delicado clasificar a las chicas así, que entre un hombre y una mujer no se habla de vagina sino de deseo.
—¿Qué es el deseo, mamá?
—Es cuando se está enamorado de alguien, cuando se tienen muchas ganas de besarle pero se espera, se espera, y toda esa espera es el deseo. Cuando no le has besado aún, cuando sueñas con él al dormirte, cuando te imaginas, cuando tiemblas imaginándote, y, es tan agradable todo ese tiempo en el que te dices que, quizás, quizás le vas a besar pero no estás segura…
—Entonces te pones triste.
—No. Esperas, el corazón se llena con esa espera… y el día en que te besa… Entonces es como los fuegos artificiales en tu corazón, en toda tu cabeza, te dan ganas de cantar, de bailar y te enamoras.
—¿Entonces ya estoy enamorada?
—Todavía eres pequeña, tienes que esperar…
Jo buscó una imagen para demostrar a Zoé que Max no era el chico del que debía enamorarse.
—Es como —declaró—, como si tú hablases a Max de su colita. Como si le dijeras, me gustaría abrazarte, pero antes tengo que ver tu colita.
—¡Él ya me ha propuesto enseñarme su colita! Entonces ¿está enamorado también?
Joséphine sintió cómo su corazón latía a toda velocidad. Permanece tranquila, no pierdas la calma, no te enfades ni te pongas a gritar contra Max.
—Y… ¿te la ha enseñado?
—No. Porque yo no he querido…
—Bueno, ves… ¡Ahí tenías razón! Tú, la más pequeña. Porque, sin saberlo, no querías ver su colita, querías ternura, atención, querías que se quedase a tu lado y que los dos esperaseis a hacer algo que…
—Sí, pero, mamá, se la ha enseñado a otras chicas y, desde entonces, me dice que estoy pegada a él, que soy un bebé.
—Zoé, tienes que entender una cosa. Max Barthillet tiene catorce años, casi quince, tiene la edad de Hortense, debería ser amigo de ella, no tuyo. Quizás tengas que buscarte otro amigo…
—Pero es a él a quien quiero, mamá.
—Sí, lo sé, pero no estáis en absoluto en la misma longitud de onda. Tienes que alejarte para convertirte en algo precioso para él. Tienes que hacer de Princesa Misteriosa. Eso funciona siempre con los chicos. Llevará algo de tiempo, pero, un día, volverá contigo y aprenderá a ser delicado. Esa es tu misión: enseñar a Max a convertirse en un auténtico enamorado.
Zoé reflexionó un instante, dejó caer el puño y añadió, decepcionada:
—Eso quiere decir que voy a quedarme sola.
—O que vas a encontrar otros amigos.
Suspiró, se incorporó y bajó de las rodillas de su madre tirando de las perneras de su pantalón escocés.
—¿Quieres venir con Shirley y conmigo al peluquero? Te hará bonitos rizos como a ti te gustan.
—No, no me gusta el peluquero, te tira del pelo.
—Bueno. Pues me esperas aquí y trabajas. ¿Puedo confiar en ti?
Zoé puso cara seria. Joséphine la miró a los ojos y sonrió.
—¿Estás mejor, amor mío?
Zoé había vuelto a coger la manga del jersey y la chupaba de nuevo.
—Sabes, mamá, desde que papá se fue la vida no es divertida.
—Lo sé, mi amor.
—¿Crees que volverá?
—No lo sé, Zoé. No lo sé. En la espera, vas a hacer un montón de amigos ahora que no estarás siempre pegada a Max. Seguramente hay montones de chicos y chicas que quieren ser amigos tuyos pero creen que Max ocupa su lugar.
—La vida no es sólo dura por eso —suspiró Zoé—. Es dura por todo.
—Venga —la sacudió Jo riéndose—. Piensa en la Navidad, piensa en los regalos que vas a recibir, piensa en la nieve, en el esquí… ¿Eso no es divertido?
—Preferiría ir en trineo.
—Pues bien, iremos en trineo las dos, ¿vale?
—¿No podemos llevarnos a Max Barthillet con nosotras? Le gustaría tanto esquiar y su mamá no tiene dinero para…
—¡No, Zoé! —gritó Joséphine al borde de un ataque de nervios. Después se calmó y prosiguió—. No nos llevamos a Max Barthillet a Megève. Estamos invitados a casa de Iris, no podemos llevarnos a alguien en la maleta.
—¡Pero si es Max Barthillet!
Joséphine se salvó de perder la paciencia gracias a dos rápidos timbrazos en la puerta. Reconoció la mano enérgica de Shirley e, inclinándose para besar a Zoé, le recomendó que repasara historia mientras esperaba a su hermana, que no tardaría en llegar.
—Hacéis los deberes y, esta noche, festejamos Navidad con Shirley y con Gary.
—¿Y tendré mis regalos con antelación?
—Y tendrás tus regalos con antelación…
Zoé se alejó brincando hacia su habitación. Joséphine la miró y se dijo que pronto podría verse desbordada por sus dos hijas.
Desbordada por la vida en general.
Volver a los tiempos de Erec y Enide. Al amor según Chrétien de Troyes.
El amor cortés y sus misterios, sus caricias, sus suspiros, sus dolores encantados, sus besos robados y la idealización del otro cuyo corazón se enarbola en la punta de la lanza. Yo estaba hecha para vivir en aquella época. No es por azar por lo que me apasiona ese siglo. ¡La Princesa Misteriosa! Yo puedo hablar a mi hija de eso, yo que soy incapaz.
Suspiró, cogió su bolso, sus llaves y cerró la puerta.
Sólo cuando ya estaba en la peluquería, con la cabeza cubierta de papelitos de aluminio, Joséphine retomó el hilo de sus pensamientos y se confió a Shirley, quien se hacía un tinte platino en su corte de chico.
—Tengo una cara rara, ¿no? —preguntó Jo mirándose en el espejo con la cabellera repleta de tiras plateadas.
—¿No te has hecho nunca mechas?
—Nunca.
—Pide un deseo si es la primera vez.
Joséphine miró al payaso que veía en el espejo y susurró.
—Deseo que mis hijas no sufran demasiado en la vida.
—¿Es Hortense? ¿Ha atacado de nuevo?
—No, es Zoé… pena de amor por culpa de Max Barthillet.
—Las penas de amor de nuestros hijos es lo peor que hay. Sufrimos tanto como ellos y somos impotentes. La primera vez que le pasó a Gary me creí morir. Hubiera destripado a esa chica.
Joséphine le contó lo de «la lista de vaginas explotables». Shirley se echó a reír.
—Yo no lo encuentro divertido, sino preocupante.
—No es tan inquietante puesto que te lo ha contado: lo ha soltado, y es formidable, confía en ti. She trusts you! Felicítate por ser una madre amada en lugar de quejarte de las costumbres actuales. Así es como es hoy en día y así es en todas partes. En todos los medios, en todos los barrios… Así que convierte tu dolor en paciencia y haz exactamente lo que haces: presencia a distancia. Tenemos suerte: trabajamos en casa. Estamos allí para escuchar la más pequeña de las heridas y rectificar el tiro.
—¿No te choca?
—Me chocan tantas cosas que me quedo sin aliento. Así que he decidido volverme positiva porque si no me vuelvo loca.
—Vamos de cabeza, Shirley, si unos niñatos de quince años clasifican a las chicas según el acceso a sus vaginas.
—Cálmate. Te apuesto que hasta Max Barthillet se convertirá en una florecita azul el día en el que se enamore de verdad. En la espera, juega a ser un machito y se hace el arrogante. Mantén a Zoé lejos de él un tiempo, y, ya verás, volverán a ser amigos sin problemas.
—¡No quiero que él la agreda!
—No le hará nada. Si hace algo, será con otra. Te apuesto lo que quieras a que ha hecho todo eso para impresionar a… ¡Hortense! Todos sueñan con tu pequeña alimaña. ¡Y mi hijo el primero! Se cree que no lo veo, pero se la come con los ojos.
—Cuando era pequeña, me pasaba lo mismo con Iris. Todos los chicos estaban locos por ella.
—Y ya has visto en qué se ha convertido.
—Bueno. Ha tenido éxito, ¿no?
—Sí. Ha conseguido casarse bien, si a eso le llamas tener éxito. Pero sin el dinero de su marido, ella no es nada.
—Eres dura con ella.
—No. Soy lúcida. Y tú deberías entrenarte para serlo un poco más.
La entonación agresiva de Iris, el otro día, en la piscina, volvió a la memoria de Jo. Y la otra tarde, por teléfono, cuando Jo había intentado darle ideas para su libro… «Te ayudaré, Iris, te encontraré historias, documentos, sólo tendrás que ponerte a escribir. Anda, ¿sabes cómo se llamaban los “impuestos” en aquella época?». Y como no respondía, Jo había contestado: «“banalidades”, los llamaban “banalidades”. ¿No te parece gracioso?». Y entonces… Entonces… Iris, su hermana, su querida hermana, había respondido… ¡No me jodas, Jo, no me jodas! ¡Eres demasiado…! Y había colgado.
¿Demasiado qué?, se había preguntado Jo estupefacta. Había descubierto un punto de auténtica maldad en ese «no me jodas, Jo». No se lo contó a Shirley, sería darle la razón. Iris debía de estar pasándolo mal para reaccionar así. Eso es, está pasándolo mal…, se había repetido Jo escuchando el teléfono que sonaba ocupado, en el vacío.
—Se porta bien con las niñas.
—¡Para lo que le cuesta!
—Nunca te ha gustado, no sé por qué.
—Y tu Hortense… si no pones atención, terminará como su tía. Eso de ser «la mujer de» no es una profesión. El día en el que Philippe deje a Iris en la estacada, no le quedarán más que las bragas para llorar.
—Nunca la dejará en la estacada, está locamente enamorado de ella.
—¿Y tú qué sabes?
Jo no respondió. Desde que trabajaba para Philippe, había aprendido a conocerle. Cuando visitaba su gabinete de abogados, en la avenida Víctor Hugo, echaba un vistazo a su despacho si la puerta estaba entreabierta. El otro día, le había hecho reír… ¿Hay que darle al botón de algún mando a distancia para que levantes la vista de tus casos?, había preguntado ella en el quicio de la puerta. Le hizo una señal para que entrara.
—Un cuarto de hora más y lavamos —declaró Denise, la encargada de los tintes, separando las papeletas plateadas con la punta de su peine—. Está cogiendo bien, ¡va a quedar magnífico! Y usted —se dirigió a Shirley—, en diez minutos la llevo a la pila.
Se alejó contoneando sus caderas en su bata rosa.
—Oye… —preguntó Jo, siguiendo con los ojos el trasero de Denise—. ¿Mylène no trabajaba aquí?
—Sí. Me hizo las uñas una vez. Muy bien, por cierto. ¿Tienes noticias de Antoine?
—Ninguna. Pero las niñas tienen…
—Es lo principal. Un buen chico, Antoine. Algo débil, algo blandengue. Uno más que no ha terminado de crecer.
Al oír el nombre de Antoine, Jo sintió cómo su estómago se contraía. Una masa negra se lanzó sobre ella y la agarró por la garganta: ¡la deuda! ¡Mil quinientos euros al mes! El señor Faugeron… El crédito comercial. Si tenía en cuenta el pago de enero, no le quedaría nada de los ocho mil doce euros. Se había gastado lo poco que le quedaba comprando un regalo para Gary y otro para Shirley. Se había dicho que, ya puestos, unos pocos euros más, unos pocos euros menos… y, además, la cara que pondría Gary cuando abriese el paquete.
Se dejó caer en el sillón, desordenando sus papeles de aluminio.
—¿Estás bien?
—Sí, sí…
—Estás blanca como un lienzo… ¿Quieres una revista?
—Sí… ¡gracias!
Shirley le pasó el Elle. Jo lo abrió sin llegar a leerlo. Mil quinientos euros. Mil quinientos euros. Vinieron a buscar a Shirley para llevarla hasta la pila de aclarado.
—En cinco minutos, su turno —dijo la chica.
Joséphine asintió y se forzó a leer la revista. Nunca leía las revistas. Miraba las portadas expuestas en los quioscos o en el metro, por encima del hombro de sus vecinas, descifraba la mitad de un régimen, el principio de un horóscopo, contemplaba la foto de una actriz que le gustaba. A veces recogía una, olvidada en un asiento, y se la llevaba a casa.
Abrió la revista, la hojeó y soltó un grito.
—¡Shirley, Shirley, mira!
Se levantó y fue hasta la pila blandiendo la revista.
Con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, Shirley declaró:
—Ya ves que no puedo leer.
—¡Sólo mira la foto! Este anuncio de una marca de perfume.
Joséphine se sentó en el sillón al lado de Shirley y le puso la revista en las narices.
—¿Y qué? —dijo Shirley haciendo una mueca—. Me ha puesto espuma en el ojo.
Joséphine agitó la revista y Shirley torció el cuello en la pila.
—Mira el hombre de la foto…
—No está mal. No está nada mal.
—¿Eso es todo?
—He dicho que no estaba nada mal… You want me to fall on my knees?[3].
—Es el tío de la biblioteca, Shirley. El tío de la parka. Es modelo. Y la rubia de la foto es la del paso de cebra. Se hacían la foto cuando les vimos. ¡Qué guapo es! Pero ¡qué guapo es!
—Qué raro: en el paso de cebra no me había llamado la atención.
—A ti no te gustan los hombres.
—Sorry: los he amado demasiado, por eso los mantengo a distancia.
—Eso no quita: es guapo, está vivo, es modelo.
—¡Te vas a desmayar!
—No, voy a cortar la foto y meterla en mi cartera… ¡Oh, Shirley, es una señal!
—¿Una señal de qué?
—Una señal de que va a volver a mi vida.
—¿Tú crees en esas gilipolleces?
Jo asintió con la cabeza. Sí, y hablo con las estrellas, pensó sin atreverse a decirlo.
—Vamos, señora, sígame, vamos a aclarar —la interrumpió Denise—. Va usted a sentirse completamente nueva…
Y los cabellos de Isolda la rubia, tan dorados y relucientes, no serán nada en comparación con los míos… pensó Joséphine sentándose tras la pila de lavado.
* * *
Las grandes agujas del reloj se situaron en las cinco y media. Iris se sorprendió observando la puerta del café con ansiedad. ¿Y si no venía? ¿Y si, en el último minuto, él decidía que no valía la pena? Por teléfono, el director de la agencia le había parecido cortés, preciso. «Sí, señora, la escucho…».
Le había explicado lo que deseaba. Él había planteado algunas preguntas y había añadido: «¿Conoce usted nuestras tarifas? Doscientos cuarenta euros diarios en día de diario, el doble los fines de semana». «No, el fin de semana no le necesitaré». «Muy bien, señora, podríamos fijar una primera cita, digamos, dentro de una semana». «¿Una semana, está usted seguro?». «Absolutamente, señora. Una cita en algún lugar, preferentemente donde no vaya usted nunca, en el que no corramos el riesgo de cruzarnos con algún conocido suyo». «Les Gobelins», había propuesto Iris. Sonaba misterioso, clandestino, incluso un poco turbio. «¿Les Gobelins, señora? Muy bien. Digamos a las diecisiete treinta en el café del mismo nombre, avenida Gobelins a la altura de la calle Pirandello. Reconocerá fácilmente a nuestro hombre: llevará un sombrero de lluvia Burberry, todos lo llevan, no llamará la atención. Él le dirá “hace un frío estremecedor” y usted responderá “ya lo creo”». «Perfecto —había respondido Iris sin pestañear—, allí estaré, adiós señor». ¡Qué fácil! Había dudado tanto tiempo antes de decidirse a llamar, y ya estaba hecho. La cita estaba fijada.
Miró a la gente sentada a su alrededor. Estudiantes que leían, una o dos mujeres solas que parecían esperar, como ella. Unos hombres bebiendo en la barra, la mirada perdida en el vacío. Se escuchó un ruido de cafetera, órdenes, la voz de Philippe Bouvard contando un chiste en la radio, era la hora del programa de humor: «Sabes la historia del marido que le dice a su mujer: “Querida, cuando tienes un orgasmo, nunca me lo dices”. Y la mujer responde: “¡Claro que no! Nunca estás allí”». El camarero rio detrás de la barra.
A las diecisiete treinta en punto, un hombre entró en el café, llevando el famoso sombrero con motivos escoceses. Un hombre guapo, joven, ágil, sonriente.
Dio una rápida mirada al horizonte y sus ojos se posaron enseguida en Iris, que inclinó la cabeza para señalar que sí, que era ella. Puso cara de sorpresa y se acercó, pronunciando la frase prevista a media voz:
—Hace un frío estremecedor.
—Ya lo creo.
Le tendió la mano y le señaló que le gustaría sentarse a su lado si tenía la gentileza de quitar de la silla su bolso y su abrigo.
—No es prudente dejar su bolso a la vista de cualquiera sobre una silla…
Se preguntó si era también una frase clave, pues la pronunció con el mismo tono que su comentario de presentación anterior.
—¡Oh! No tengo nada de valor en el interior.
—Sí, pero, el bolso, en sí mismo, es valioso —remarcó él posando sus ojos sobre las siglas Vuitton.
Iris hizo un gesto con la mano para indicar que no era un problema, que no le importaba especialmente, y el hombre hizo un pequeño gesto retirando el mentón y mostrando su desaprobación.
—Permítame insistir en que sea prudente. Hacerse desvalijar es siempre una experiencia dolorosa, no tiente usted al diablo.
Iris le escuchaba sin atender. Tosió para mostrarle que había llegado la hora de pasar a cosas serias y, como él no parecía entenderlo, miró de forma evidente varias veces su reloj.
—Es usted impaciente, señora, voy pues a empezar…
Hizo una seña al camarero y pidió un refresco de naranja bien fresco, sin hielo.
—No me gusta el hielo. Para el hígado son muy malas las bebidas heladas…
Iris se frotó las manos bajo la mesa, su corazón latía fuertemente. Todavía podría irme, irme enseguida…
Él carraspeó y después se decidió a hablar:
—Así pues, como usted nos pidió, me he encargado de seguir a su marido, el señor Philippe Dupin. Le localicé el jueves 11 de diciembre a las ocho y diez de la mañana ante su domicilio y le seguí, apoyado en esto por dos colegas, sin interrupción hasta ayer por la noche, 20 de diciembre, a las veintidós treinta, hora a la que volvió a su domicilio.
—Es exacto —respondió Iris con voz apagada.
El camarero vino a dejar el refresco y pidió que se saldase la cuenta, pues su servicio terminaba. Iris pagó e hizo una señal de que se quedase con el cambio.
—Su marido tiene una vida muy organizada. No parece esconderse. El seguimiento fue, pues, muy sencillo. Pude identificar a la mayoría de sus citas salvo a un interlocutor que me cuesta…
—¡Ah! —dijo Iris, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.
—Un hombre al que ha visto dos veces, con tres días de intervalo, en un café del aeropuerto de Roissy. Una vez a las once y media de la mañana, la otra a las tres de la tarde. Cada encuentro duró una hora corta… Un hombre de unos treinta años, con un maletín negro, un hombre con el que parece tener conversaciones serias. El hombre le ha enseñado fotos, documentos escritos, recortes de periódico. Su marido asentía con la cabeza, y después le hizo numerosas preguntas mientras el hombre escuchaba y tomaba notas…
—¿Tomaba notas? —repitió Iris.
—Sí. Entonces pensé que debía de ser una cita de negocios… Me las he arreglado, no le diré cómo, para tener una fotocopia de su agenda, en la que no hay ni rastro de esas citas. No las anotó en su cuaderno, ni habló de ello con su secretaria ni con la más cercana de sus colaboradoras, la señora Vibert.
—¿Cómo puede usted saber todo eso? —preguntó Iris, extrañada de una intrusión tal en la vida de su marido.
—Eso es asunto mío, señora. En fin, sin revelarle nuestros procedimientos, sabemos que no son citas de negocios.
—¿Tiene usted fotos del hombre en cuestión?
—Sí —dijo sacando un fajo de un porta documentos.
Lo extendió bajo la mirada de Iris, que se inclinó con el corazón en un puño. El hombre tenía en efecto unos treinta años, el pelo castaño, corto, los labios finos y gafas de concha. Ni guapo ni feo. Un hombre corriente. Hizo un esfuerzo de memoria, pero tuvo que reconocer que nunca lo había visto.
—Su marido le dio dinero líquido y se separaron estrechándose la mano. Aparte de esos dos encuentros, su marido parece tener una vida organizada únicamente en torno a sus negocios. Ningún encuentro personal, ninguna cita furtiva, ninguna estancia en un hotel… ¿Desea usted que continúe el seguimiento?
—Me gustaría saber quién es ese hombre —dijo Iris.
—He seguido al desconocido tras esas dos citas. Una vez tomó un avión a Basilea, la otra a Londres. Es todo lo que he podido saber. Podría saber más, pero sería necesario un seguimiento más profundo, más largo… Poder viajar al extranjero. Eso significa forzosamente gastos suplementarios…
—Ha venido expresamente a París… para ver a mi marido —pensó Iris en voz alta.
—Sí, y ahí radica el misterio.
—Al mismo tiempo, entramos en el periodo de Navidad. Mi marido va a pasar las vacaciones con nosotros fuera unos días y…
—No quiero presionarla, señora. Un seguimiento es caro. Quizás quiera usted pensárselo y volver a llamarnos si quiere que continuemos.
—Sí —respondió Iris, preocupada—. En efecto, quizás sea lo mejor.
Quedaba, sin embargo, una pregunta que no se atrevía a hacer y que le quemaba en los labios. Dudó. Bebió un trago de agua.
—Me gustará preguntarle —comenzó balbuceando—. Me gustaría saber si… si tuvieron gestos…
—¿Gestos físicos, dejando adivinar intimidad entre ellos?
—Sí —tragó Iris, avergonzada por plantear sus dudas ante un perfecto desconocido.
—Ninguno, pero sí existía auténtica complicidad. Hablaron de una forma que parecía directa, precisa. Cada uno parecía saber exactamente lo que esperaba del otro.
—Pero ¿por qué mi marido le dio dinero?
—No tengo ni idea, señora. Necesitaría más tiempo para saberlo.
Iris levantó la mirada hacia el reloj del café. Las seis y cuarto. Ya no sabría más. La invadió un enorme desaliento. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada de no haberse enterado de nada. Sentía la amenaza de un peligro a su alrededor.
—Creo que necesito reflexionar —murmuró.
—Perfecto, señora. Quedo a su disposición. Si quiere usted seguir, llame a la agencia, volverán a asignarme el asunto.
Apuró su vaso, chascó varias veces la lengua como si probara un buen vino y, con aspecto satisfecho, añadió:
—En espera de sus noticias, le deseo a usted felices fiestas y…
—Muchas gracias —le interrumpió Iris sin mirarle—. Muchas gracias…
Le tendió la mano, distraída, y le vio alejarse.
Ayer por la noche, Philippe había vuelto a dormir con ella. Había dicho simplemente: «Creo que Alexandre está preocupado, no es bueno para él que nos vea dormir separados».
El silencio puede ser signo de una gran alegría para la que no se encuentran palabras. A veces es también una forma de demostrar desprecio. Es lo que había sentido Iris la víspera. El desprecio de Philippe, por primera vez en su vida.
Vio el sombrero escocés doblar la esquina de la calle y se dijo que necesitaba reconquistar la estima de su marido a cualquier precio.
* * *
Eran las seis y media cuando Joséphine y Shirley salieron de la peluquería. Shirley agarró a Jo del brazo y la forzó a mirarse en el escaparate de una tienda Conforama, iluminado por un gran neón rojo que desplegaba las letras de la marca de muebles.
—¿Quieres que compre una cama o un armario? —preguntó Joséphine.
—Quiero que veas lo guapa que estás.
Joséphine miró el reflejo que le devolvía el escaparate y tuvo que reconocer que no estaba nada mal. La peluquera le había dado más luminosidad a su pelo, que tenía un aspecto más joven. Inmediatamente pensó en el hombre de la parka y se dijo que quizás, si volvía a la biblioteca, la invitaría a tomar un café.
—Es verdad… has tenido una buena idea. No voy nunca a la peluquería. Es tirar el dinero…
E inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, pues el espectro del dinero que le iba a faltar la cogió por la garganta y la hizo estremecerse.
—¿Y yo? ¿Qué te parezco? —dijo Shirley girando sobre sí misma y retocándose sus rizos platino.
Había levantado el cuello de su largo abrigo y giraba con los brazos en corola y la cabeza vuelta como una bailarina graciosa y frágil.
—Oh, yo siempre te encuentro guapa. Bella hasta seducir a todos los santos del calendario —respondió Jo para alejar de su mente el espectro de la bancarrota.
Shirley se echó a reír y entonó un viejo éxito de Queen, dando saltos por la calle: «We are the champions, my friend, we are the champions of the world… We are the champions, we are the champions!». Se puso a bailar por las calles desiertas, rodeadas de edificios grises y fríos. Saltaba con sus largas piernas, rebotando, dislocando sus caderas, simulaba tocar una guitarra eléctrica y expresaba cantando su alegría por haber embellecido a Joséphine.
—De ahora en adelante, te pago la peluquería una vez al mes.
Una ráfaga de viento helado vino a interrumpir su número musical. Cogió el brazo de Jo para entrar en calor. Caminaron un rato sin decir nada. Había anochecido y los pocos peatones con los que se cruzaban avanzaban a ciegas, la cabeza gacha, con prisas por llegar a sus casas.
—No es esta noche cuando podrás comprobar si gustas —murmuró Shirley—, todos van mirándose los zapatos.
—¿Crees que el hombre de la parka me va a mirar? —preguntó Jo.
—Si no te ve, es que tiene los ojos llenos de mierda.
Había contestado con un tono tan categórico que Joséphine se sintió henchida de felicidad. ¿Es posible que me haya vuelto guapa? Se preguntó buscando un escaparate para contemplarse.
Estrechó el brazo de su amiga contra ella. Y, ya que por primera vez en su vida se sentía guapa, encontró valor.
—Dime Shirley… ¿puedo hacerte una pregunta? Una pregunta un poco personal. Si no quieres responderme, no lo hagas…
—Venga, suéltalo.
—Es algo indiscreto, te aviso. No quiero que te enfades.
—Oh, Joséphine, come on.
—Bueno, entonces, me lanzo. ¿Por qué no hay un hombre en tu vida?
Apenas hizo la pregunta, se arrepintió. Shirley retiró su brazo de un golpe seco y se ensombreció. Dio un salto a un lado y continuó avanzando a grandes zancadas, distanciándose rápidamente de Jo.
Joséphine se vio obligada a correr para alcanzarla.
—Lo siento, Shirley, lo siento… no debía, pero, entiéndelo, eres tan hermosa, y al verte siempre sola, yo…
—Hace tiempo que temo que me hagas esa pregunta.
—No estás obligada a responderme, te lo aseguro.
—¡Y no te responderé! ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Una nueva ráfaga de viento las golpeó en pleno rostro y se estremecieron a la vez, juntándose la una contra la otra.
—Es siniestro —protestó Shirley—. Se diría que hoy es el día del juicio final.
Joséphine se forzó a reír para disipar el malestar entre ellas.
—Tienes razón. Podrían poner algo más de iluminación por aquí, ¿no? Habría que quejarse al ayuntamiento…
Decía cualquier cosa para cambiar el humor de su amiga.
—Otra pregunta pues… Más anodina.
Shirley gruñó algo que Joséphine no entendió.
—¿Por qué llevas el pelo tan corto?
—Tampoco voy a responderte.
—Ah… Esa no era una pregunta indiscreta.
—No, pero tiene una relación directa con tu primera pregunta.
—Oh. Lo siento… Me callo.
—Si es para hacer otras preguntas así, será lo mejor.
Continuaron caminando en silencio. Joséphine se mordía la lengua. Siempre es así, cuando mejor se siente uno, se envalentona y suelta una tontería. Hubiera hecho mejor callándome.
Perdida en sus pensamientos, no vio que Shirley se había parado y chocó contra ella.
—¿Quieres que te diga una cosa, Jo? Sólo una… I give you a hint…
Jo asintió con la cabeza, agradecida de que Shirley no estuviese enfadada.
—El pelo largo y rubio trae mala suerte. Arréglatelas con eso.
Y retomó su marcha en solitario.
Joséphine la siguió, dejándola caminar unos metros por delante. El pelo largo y rubio trae mala suerte. ¿Había traído mala suerte a Shirley? La imaginó adolescente con una larga cabellera rubia y todos los chicos de su pueblo espiándola, siguiéndola, acosándola. Su larga cabellera rubia flotaba al viento como un estandarte que provocaba avidez, deseo. Se lo había cortado.
Fue entonces cuando, sin que los hubiesen visto llegar, surgieron tres chicos que se lanzaron sobre ellas y les arrancaron los bolsos. Jo recibió un violento puñetazo y gimió, llevándose la mano a la nariz que le parecía que sangraba. Shirley vociferó una retahíla de insultos en inglés y fue en su persecución. Jo asistió, atónita, a la paliza que les dio Shirley. Sola contra tres. En una tormenta de empujones, patadas y puñetazos, los tiró al suelo lanzando sobre ellos una violencia inusitada. Uno de los tres blandió un cuchillo y Shirley, golpeándole con todas sus fuerzas con la punta del pie, lo envió lejos.
—¿Tenéis suficiente o queréis más? —les amenazó agachándose para recuperar sus bolsos.
Los tres chicos se sujetaban las costillas y se retorcían por el suelo.
—Me has roto un diente, hija de puta —le lanzó el más fanfarrón.
—¿Sólo uno? —respondió Shirley soltándole una nueva patada en la boca.
El chico lanzó un grito y se hizo una bola para protegerse. Los otros dos se levantaron y huyeron, corriendo como si les persiguiese el diablo. El que quedó en el suelo gemía. Se puso a arrastrarse sobre los codos. «¡Puta, jodida puta!», balbuceó al constatar que escupía sangre. Shirley se agachó, le agarró por el cuello de su cazadora y, forzándole a permanecer a cuatro patas, le desnudó por completo. Le arrancó la ropa como si desnudara a un niño. Hasta que quedó en slip y calcetines, de cuclillas, en medio de la explanada. Le arrancó una placa de metal que tenía colgada al cuello y le ordenó que la mirara directamente a los ojos.
—Ahora, gilipollas, me vas a escuchar. ¿Por qué nos has atacado? Porque somos dos mujeres solas, ¿verdad?
—Pero, señora. No ha sido idea mía, ha sido mi colega, que…
—¡Cagón, cobarde, debería darte vergüenza!
—Devuélvame mi placa, señora, devuélvamela…
—¿Nos habrías devuelto tú los bolsos, eh? ¡Responde!
Le golpeó la cabeza contra el suelo. Gritó, prometió que no lo haría nunca más, que nunca tocaría a una mujer sola. Se retorcía, desnudo y blanco, sobre el suelo negro.
Shirley, manteniendo la presión sobre el chico en el suelo, se acercó a una alcantarilla y dejó caer la placa de metal. Se escuchó el ruido sordo de la placa rebotando en el fondo del respiradero. El chico soltó un insulto, y Shirley le dio un nuevo golpe en la nuca, esta vez con el codo. Doblado en dos por el dolor, eligió no resistirse más y se tumbó en el suelo.
—Ya ves, acabo de hacer contigo aproximadamente lo que tú nos has hecho antes. Tu placa se ha perdido. Así que lárgate y piénsatelo. ¿Has entendido, gilipollas?
El chico, con el brazo todavía levantado para protegerse, se puso en pie titubeando, hizo un gesto para recoger su ropa, pero Shirley sacudió la cabeza.
—Te vas a largar así, en slip y calcetines. Vamos, gilipollas.
Se fue sin protestar. Shirley esperó a que hubiese desaparecido. Hizo una bola con su ropa y la tiró en un contenedor de obra. Después se arregló, estiró su pantalón, se colocó el abrigo y lanzó una última palabrota en inglés.
Joséphine la miraba fijamente, estupefacta por la demostración de violencia a la que acababa de asistir. Estaba sin aliento. Dirigió una mirada muda a Shirley, que se encogió de hombros y soltó:
—Esto también forma parte del hecho de que no tenga novio. ¡Segunda pista!
Se acercó a Jo, observó su nariz que sangraba, sacó un pañuelo del bolsillo y se la taponó. Joséphine hizo una mueca de dolor.
—Está bien —dijo Shirley—. No está rota. ¡Sólo un golpetazo! Mañana va a ponerse de todos los colores. Dirás que te has golpeado contra la puerta de cristal de la peluquería al salir. Ni una palabra a los niños esta noche, ¿de acuerdo?
Joséphine asintió. Le hubiese gustado preguntarle a Shirley dónde había aprendido a pelear, pero ya no se atrevía a hacer ninguna pregunta.
Shirley abrió su bolso y verificó que no faltaba nada.
—¿Lo tienes todo?
—Sí…
—¡Vamos!
La cogió del brazo y la forzó a avanzar. A Joséphine le temblaban las rodillas y pidió pararse para recobrar el aliento.
—Es normal —dijo Shirley—. Es tu primera pelea. Después te acostumbras. ¿Te sientes capaz de hacer frente a los niños sin decir nada?
—Me bebería una copita. La cabeza me da vueltas.
En la entrada del edificio, vieron a Max Barthillet sentado en los escalones al lado del ascensor.
—No tengo llave y mi madre no ha vuelto…
—Déjale una nota, dile que la estás esperando en mi casa —decidió Shirley con un tono tan autoritario que el chico asintió—. ¿Tienes algo con lo que escribir?
Le contestó que sí enseñándole la cartera. Y subió a pie los dos pisos para dejar una nota en su puerta.
Jo y Shirley tomaron el ascensor.
—¡No tengo regalo para él! —dijo Jo mirándose la nariz en el espejo del ascensor—. Jolines, estoy desfigurada.
—Joséphine, ¡cuándo dirás joder como todo el mundo! Le daré un billete en un sobre, es lo que más necesitan los Barthillet en este momento.
Giró el rostro de Jo hacia ella, inspeccionando cuidadosamente su nariz.
—Voy a ponerte un poco de hielo… Y recuerda: te has golpeado con la puerta de cristal de la peluquería. ¡No metas la pata! Es Navidad, no se la vamos a estropear y a aterrorizarlos.
Joséphine fue a buscar a las niñas y los regalos que había escondido en el estante más alto del armario de su habitación. Ellas se burlaron de la torpeza de su madre y de su nariz hinchada. Cuando llamaron a la puerta de Shirley, oyeron villancicos en inglés y Shirley abrió la puerta con una gran sonrisa. A Jo le costó reconocer a la furia que había derrotado a tres delincuentes.
Hortense y Zoé lanzaron gritos de alegría al abrir sus regalos. Gary descubrió el iPod que Jo le había comprado y dio un salto de alegría. «¡Yes, Jo! —rugió—, ¡mamá no quería que tuviese uno! Eres realmente demasiado. ¡Demasiado demasiado!». Y se le echó al cuello, aplastándole la nariz. Zoé miraba sin creérselo sus películas de Disney y acariciaba el lector de DVD. Hortense estaba estupefacta: su madre le había comprado el último modelo de Apple, ¡y no un aparato en oferta! Y Max Barthillet contemplaba el billete de cien euros que Shirley había metido en un sobre con unas palabras.
—¡Joder! —agradeció con una sonrisa maravillada—. Eres una tía guay, Shirley, ¡has pensado en mí! Por eso mamá no está aquí. Sabía que hacías una fiesta y no me dijo nada para darme una sorpresa.
Joséphine giró la cabeza hacia Shirley para hacerle una seña de complicidad. Tendió su regalo a Shirley: una edición original de Alicia en el país de las maravillas, en inglés, que había encontrado en un puesto en Puces. Y Shirley le regaló un magnífico cuello redondo en cachemira negra.
—Para pavonearse en Megève.
Jo la estrechó entre sus brazos. Shirley hizo un movimiento de abandono que la volvió ligera y suave. «Las dos juntas hacemos un buen equipo», murmuró Shirley. Jo no supo qué responder y la estrechó más fuerte.
Gary había cogido el ordenador de Hortense y le enseñaba cómo utilizarlo. Max y Zoé estaban absortos con las películas de Walt Disney.
—¿Todavía ves dibujos animados? —preguntó Jo a Max.
Él la miró con la mirada brillante de un niño pequeño y Jo estuvo otra vez a punto de echarse a llorar. Tengo que tener cuidado para no convertirme en una fuente, se dijo. Esta fiesta que a ella no le apetecía por culpa de la ausencia de Antoine se desarrollaba como no había osado imaginar. Shirley había montado y adornado un abeto. La mesa estaba decorada con ramas de acebo, copos de nieve de algodón hidrófilo y estrellas de papel dorado. Largas velas rojas ardían en candelabros de madera, dando a toda la escena la apariencia de un sueño.
Descorcharon champán, devoraron el pavo con castañas, un tronco de chocolate y café, receta secreta de Shirley y, después, terminada la cena, echaron la mesa a un lado y bailaron.
Gary bailó con Hortense una canción lenta y melódica y las dos madres les vieron bailar mientras sorbían el champán.
—Qué guapos están —dijo Jo un poco achispada—. Has visto: Hortense no se ha hecho de rogar. Me parece incluso que baila demasiado cerca.
—Porque sabe que él le va a ayudar a poner en marcha su ordenador.
Joséphine le dio un codazo en las costillas y Shirley lanzó un grito de sorpresa.
—¡No toques a la mujer kárate o lo vas a pasar mal!
—Y tú, deja de ver maldad en todo.
A Joséphine le hubiese gustado detener el tiempo, quedarse con ese momento de felicidad y guardarlo en una botella. La felicidad, pensó, está hecha de pequeñas cosas. Siempre se la espera con mayúsculas, pero llega a nosotros de puntillas y puede pasar bajo nuestras narices sin darnos cuenta. Esta noche, la había agarrado y no la soltaba. Por la ventana, percibió las estrellas en el cielo y tendió su vaso hacia ellas.
Hubo que volver a casa y acostarse.
Estaban en el descansillo cuando la señora Barthillet vino a buscar a Max. Tenía los ojos enrojecidos y se excusó con que se le había metido polvo a la salida del metro. Max exhibió su billete de cien euros. La señora Barthillet dio las gracias a Shirley y Jo por haber cuidado de su hijo.
A Jo le costó mucho acostar a sus hijas. Daban saltos en sus camas y gritaban de alegría por la partida al día siguiente hacia Megève. Zoé quiso verificar diez veces que su maleta estaba bien hecha, que no había olvidado nada. Jo consiguió por fin atraparla, hacer que se pusiese el pijama y acostarla. «¡Estoy plof, mamá, completamente plof!». Había bebido demasiado champán.
En el cuarto de baño, Hortense se limpiaba la cara con leche desmaquillante que le había comprado Iris. Pasaba y repasaba el algodón sobre su piel e inspeccionaba las impurezas recogidas. Hortense se volvió y preguntó:
—Mamá. Todos esos regalos, ¿eres tú la que los ha pagado? ¿Con tu dinero?
Joséphine asintió.
—Pero entonces, mamá, ¿ahora somos ricas?
Joséphine estalló de risa y se sentó en el borde de la bañera.
—He encontrado un nuevo trabajo: hago traducciones. Pero chissst, es un secreto, no hay que decírselo a nadie. Si no se acabó. ¿Prometido?
Hortense le tendió la mano y repitió prometido.
—Me han dado ocho mil euros por la traducción de una biografía de Audrey Hepburn y quizás obtenga muchas más…
—¿Y tendremos mucho dinero?
—Tendremos mucho dinero.
—¿Y podré tener un portátil? —preguntó Hortense.
—Quizás —dijo Joséphine, feliz de ver un brillo de alegría en los ojos de su hija.
—¿Y nos cambiaremos de casa?
—¿Tanto te fastidia vivir aquí?
—Ay, mamá, ¡es tan vulgar! ¿Cómo quieres que haga relaciones aquí?
—Tenemos amigos. Mira la velada tan formidable que acabamos de pasar. ¡Vale todo el oro del mundo!
Hortense arrugó el semblante.
—A mí me gustaría vivir en París, en un buen barrio… Ya sabes, tener relaciones es tan importante como los estudios que se hacen.
Estaba fresca, alta y hermosa en su pequeña camiseta de tirantes y su pantalón de pijama rosa. Todo en su rostro indicaba seriedad y determinación. Jo se oyó decir:
—Te prometo, cariño, que, cuando haya ganado suficiente dinero, iremos a vivir a París.
Hortense soltó el algodón y se lanzó a abrazar a su madre.
—¡Ay, mamá, mi mamaíta querida! ¡Cómo me gusta cuando eres así! ¡Cuando eres fuerte! ¡Decidida! De hecho, no te lo había dicho: te sienta muy bien tu nuevo peinado y tus mechas. ¡Estás muy guapa! Como una flor…
—¿Me quieres un poco entonces? —preguntó Joséphine, intentando parecer despreocupada y no estar implorando.
—Ay, mamá, te quiero con locura cuando eres una ganadora. No soporto cuando eres una cosita triste, inexistente. Me pone de los nervios… peor aún, me da miedo. Me digo que nos vamos a hundir.
—¿Cómo?
—Me digo que al primer gran problema vas a flaquear, y eso me aterroriza.
—Te voy a prometer algo, mi niña querida, no nos vamos a hundir. Voy a trabajar como una loca, ganar mucho dinero y nunca más tendrás miedo.
Joséphine abrazó el cuerpo cálido y suave de su hija y se dijo que, ese momento, ese momento de intimidad y amor con Hortense, era el mejor regalo de Navidad.
* * *
Al día siguiente, sobre el andén F de la estación de Lyon, el andén donde estaba estacionado el tren 6745 en dirección Lyon, Annecy, Sallanches, a Zoé le dolía la cabeza, Hortense bostezaba y Joséphine enarbolaba una nariz violeta, verde y amarilla. Estaban esperando sobre el andén, con los billetes confirmados en la mano, a que Iris y Alexandre se unieran a ellas.
Esperaban con las manos agarrando el asa de sus maletas, por miedo a que se las robaran, y recibiendo los empujones de los pasajeros apresurados. Esperaban atentas a la gran aguja del reloj que avanzaba inexorablemente hacia la hora de salida.
Dentro de diez minutos el tren partiría. Joséphine giraba la cabeza en todos los sentidos, esperando atrapar al vuelo la imagen de su hermana acompañada del pequeño Alexandre corriendo hacia ellas. No fue esa imagen tranquilizadora la que vio, sino otra que fijó con actitud de perro de presa.
Volvió la cabeza rogando al cielo para que sus hijas no vieran lo que ella acababa de ver: a Chef sobre el mismo andén que ellas besando en la boca a Josiane, su secretaria, y ayudándola después a montar en el tren con mil recomendaciones, ruidos de besos y delicadezas. Es ridículo, pensó Joséphine, ¡se diría que lleva el santo sacramento! Giró una vez más la cabeza para comprobar que no era una alucinación y sorprendió de nuevo a su padrastro subiendo los escalones del tren detrás de la generosa Josiane.
Ordenó pues una movilización general, diciendo a las niñas que montasen rápidamente en el vagón 33 que estaba en la cabecera del andén.
—¿No esperamos a Iris y Alexandre? —preguntó Zoé gruñendo. Me duele la cabeza mamá, ayer bebí demasiado champán.
—Los esperaremos en el interior. Tienen sus asientos, nos encontrarán. Venga, vamos, ordenó Jo con voz firme.
—¿Y Philippe no viene? —se inquietó Hortense.
—Se reunirá con nosotros mañana, tiene trabajo.
Arrastrando las maletas, descifrando el número de los vagones que pasaban, se alejaron del sitio fatal donde Chef abrazaba a Josiane.
Jo se volvió una última vez para percibir de lejos a Iris y Alexandre, que llegaban corriendo como locos.
Se instalaron en sus asientos en el momento que el tren se ponía en marcha. Hortense se quitó su plumífero, lo dobló cuidadosamente y lo colocó perfectamente en el lugar reservado para los abrigos. Zoé y Alexandre comenzaron a contarse inmediatamente la velada de ayer con grandes gestos, lo que exasperó a Iris que les reprimió severamente.
—Van a terminar idiotas, te lo juro. Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás desfigurada! ¿Has hecho judo? Ya no tienes edad, ¿sabes?
Cuando el tren arrancó, tomó a Jo aparte y le dijo:
—Ven, vamos a tomar un café.
—¿Ahora mismo? —preguntó Jo temiendo encontrar a Josiane y a Chef en el vagón restaurante.
—Tengo que decirte algo importante. ¡Cuanto antes!
—Pero podemos hablar y quedarnos en nuestro sitio.
—No —ordenó Iris entre dientes—. No quiero que lo oigan los niños.
Jo recordó entonces que Chef y su madre pasaban las Navidades en París. Así que no había montado en el tren. Se resignó a seguir a Iris. Se iba a perder su tramo preferido: cuando el tren atravesaba las afueras de París, se hundía como una flecha de acero en un camino de marquesinas y pequeñas estaciones aumentando su velocidad. Ella intentaba descifrar el nombre de las estaciones. Al principio lo conseguía, después se saltaba la mitad de las letras, la cabeza le daba vueltas y no leía nada. Entonces cerraba los ojos y se dejaba llevar: el viaje podía comenzar.
Apoyadas en la barra del vagón restaurante, Iris daba vueltas y vueltas a la cucharita de plástico dentro de su café.
—¿Te pasa algo? —preguntó Jo, sorprendida de verla tan sombría y nerviosa.
—Estoy con la mierda al cuello, Jo, con la mierda realmente al cuello.
Jo no dijo nada y pensó que no era la única. Yo también estaré metida en un buen marrón dentro de quince días. A partir del 15 de enero, exactamente.
—¡Y sólo tú puedes sacarme!
—¿Yo? —articuló Joséphine, atónita.
—Sí, tú. Ahora escúchame y no me interrumpas. Ya es bastante difícil de explicar, así que si me interrumpes…
Joséphine asintió. Iris bebió un sorbo de café y, clavando sus grandes ojos azul violeta en su hermana, comenzó:
—¿Te acuerdas de aquella trola que solté una noche en la que simulé que escribía un libro?
Joséphine, muda, asintió. Los ojos de Iris le producían siempre el mismo efecto: la dejaban hipnotizada. Le hubiese gustado pedirle que apartara ligeramente la cabeza, que no la mirase de esa forma, pero Iris hundía su mirada profunda y de una intensidad casi negra en la de su hermana. Sus largas pestañas añadían un toque grisáceo o dorado según la luz que captaran al cerrarse o al abrirse.
—Pues bien, ¡voy a escribir!
Joséphine, extrañada, dijo:
—Bueno, esa es más bien una buena noticia.
—No me cortes, Jo, no me cortes. Créeme, necesito todas mis fuerzas para decirte lo que tengo que decirte porque no es fácil.
Inspiró profundamente, escupió el aire con irritación como si le hubiese quemado los pulmones y continuó:
—Voy a escribir una novela histórica sobre el siglo XII tal y como presumí aquella noche… Llamé ayer al editor. Está encantado. Le he soltado, para que se le haga la boca agua, algunas anécdotas que afortunadamente tú me habías soplado: la historia de Rollon, de Guillermo el Conquistador, de su madre la lavandera, las «banalidades», y patatín y patatán, hice una especie de ensaladilla con todo eso y ¡parecía completamente subyugado! ¿Para cuándo puedes tenerlo?, me preguntó. Le dije que no lo sabía, que no tenía ni idea. Entonces me prometió un buen anticipo si le ofrecía una veintena de páginas lo antes posible. Para ver cómo escribo y si doy la talla. Porque, me dijo, para ese tipo de temas, hace falta ciencia y esfuerzo.
Joséphine escuchaba y opinaba en silencio.
—El único problema es que yo no tengo ni ciencia ni esfuerzo. Y ahí es donde intervienes tú.
—¿Yo? —dijo Jo tocándose el pecho con el dedo.
—Sí, tú.
—No veo muy bien cómo, sin querer ofenderte…
—Tú intervienes para que las dos firmemos un contrato secreto. ¿Te acuerdas cuando, siendo pequeñas, hacíamos el juramento de sangre?
Joséphine dijo sí con la cabeza. Y después, hacías lo que querías conmigo. Me aterrorizaba la idea de romper el juramento y morir de golpe.
—Un contrato del que no hablaremos con nadie, ¿comprendes? Con nadie. Un contrato que sirva a los intereses de ambas. Tú necesitas dinero. No digas que no. Necesitas dinero. Yo necesito respetabilidad y una nueva imagen, no te explico el porqué, sería demasiado complicado y, además, no estoy segura de que lo entendieses. No comprenderías la urgencia que tengo.
—Puedo intentarlo si me lo explicas —propuso tímidamente Joséphine.
—¡No! Y, además, no tengo ganas de explicártelo. Así que lo que vamos a hacer es muy simple: tú escribes el libro y recibes el dinero, yo lo firmo y me voy a venderlo en la tele, en la radio, en los periódicos… Tú produces la materia prima, yo me encargo del servicio posventa. Porque hoy en día, un libro, no basta con escribirlo, ¡hay que venderlo! Mostrarse, hablar de una, tener el pelo limpio y brillante, estar bien maquillada, tener una imagen, cuál todavía no lo sé, dejarse fotografiar en el mercado, en el cuarto de baño, de la mano con el marido o con el amante, bajo la torre Eiffel, ¡yo qué sé! Muchas cosas que no tienen nada que ver con el libro, pero que le aseguran el éxito. Yo soy muy buena en eso, ¡y tú no sirves! Yo no sirvo para escribir, ¡y a ti se te da de maravilla! Nosotras dos, poniendo lo mejor de cada una, ¡seremos perfectas! Te lo repito, para mí, no es una cuestión de dinero, todo el dinero será para ti.
—¡Pero eso es un fraude! —protestó Joséphine.
Iris la miró resoplando de desesperación. Sus grandes ojos barrieron a Jo de un golpe de pestañas exasperado, levantó las cejas y se hundió de nuevo en la mirada de su hermana como un ave rapaz.
—Estaba segura. ¿Y qué parte es un fraude si todo el dinero es para ti? Yo no me quedo ni un céntimo. Te lo doy todo. ¿Lo entiendes, Jo? ¡Todo! No te estoy estafando, no te robo, te doy exactamente lo que más necesitas en este momento: dinero. Y, a cambio, sólo te pido una pequeña mentira… ni siquiera una mentira, un secreto.
Joséphine hizo una mueca de desconfianza.
—No te pido que hagas eso el resto de tu vida. Te pido sólo que lo hagas una vez y después nos olvidamos. Después cada una volverá a su sitio y continuará su vida tranquilamente. Salvo que…
Joséphine la interrogó con la mirada.
—Salvo que en ese tiempo tú habrás ganado dinero y yo habré resuelto mi problema.
—¿Y cuál es tu problema?
—No tengo ganas de hablarte de ello. Debes confiar en mí.
—Como cuando éramos pequeñas…
—Exactamente.
Joséphine miró el paisaje que desfilaba y no respondió.
—Jo, te lo suplico, ¡hazlo por mí! ¿Qué tienes que perder?
—No estoy pensando en esos términos…
—¡Oh, venga! ¡No me digas que tú eres clara como el agua de la fuente y que no me escondes nada! He sabido que trabajas para el despacho de Philippe a escondidas, sin decírmelo. ¿Crees que eso está bien? ¡Haciendo cosas a escondidas con mi marido!
Joséphine se ruborizó y balbuceó:
—Philippe me pidió que no dijera nada y como necesitaba ese dinero…
—Pues bien, en mi caso, es lo mismo: te pido que no digas nada y te doy el dinero que necesitas.
—No estaba orgullosa de ocultarte algo.
—¡Sí, pero lo has hecho! Lo has hecho, Joséphine. ¿Así que quieres hacerlo por Philippe y no por mí? ¡Tu propia hermana!
Joséphine empezaba a ceder. Iris lo intuyó. Adoptó una voz más suave, casi suplicante, y llenó sus ojos, que seguían fijos en su hermana, de una muda ternura.
—Escúchame, Jo. Además, me haces un favor. Un inmenso favor. A mí, tu hermana. Siempre he estado a tu lado, siempre me he ocupado de ti, nunca te he dejado en la necesidad o la miseria. Cric y Croe… ¿recuerdas? Desde que éramos muy pequeñas. Soy tu única familia. Ya no tienes a nadie. Ni madre, pues ya no la ves y ella está REALMENTE enfadada contigo, ni padre, ni marido… Sólo me tienes a mí.
Joséphine se estremeció y se rodeó con los brazos. Sola y abandonada. Había creído, en la euforia del primer cheque, que le iban a llover proposiciones, y se veía obligada a constatar que no había nada de eso. El hombre que le había felicitado por su excelente trabajo no le había vuelto a llamar. El 15 de enero tendría que pagar. El 15 de febrero también y el 15 de marzo, el 15 de abril y el 15 de mayo, el 15 de junio y el 15 de julio… Las cifras le mareaban. La masa negra de la desgracia inminente se fundió sobre ella y sintió una opresión en el pecho. Se le cortó el aliento.
—Además —continuó Iris que constataba que la mirada de Jo se inundaba de inquietud—, no te hablo de una pequeña suma de dinero. Te hablo por lo menos, tirando por lo bajo, de cincuenta mil euros.
Joséphine soltó una exclamación de sorpresa.
—¡Cincuenta mil euros!
—Veinticinco mil euros en cuanto haya entregado los veinte folios y un plan de la historia…
—¡Cincuenta mil euros! —repitió Joséphine, que no creía lo que estaba oyendo—. ¡Pero ese editor tuyo está loco!
—No, no está loco. El reflexiona. Hace cuentas, calcula. Un libro cuesta ocho mil euros imprimirlo; a partir de quince mil ejemplares habrá cubierto su inversión. Gastos de publicación y anticipo incluidos. Dice, y esto tienes que escucharlo, Jo, dice que con mis relaciones, mi aspecto, mis grandes ojos azules, mi sentido de la réplica, voy a seducir a los medios de comunicación, y el libro navegará sobre la ola del éxito. Dijo eso, palabra por palabra.
—Sí, pero… —protestó Joséphine cada vez con más debilidad.
—Tú, escríbelo… Conoces el tema de memoria, jugarás con los hechos históricos, los detalles de la época, el vocabulario, los personajes… ¡Te va a encantar! Para ti será un juego de niños. Y en seis meses, escúchame bien, Jo, ¡en seis meses te metes cincuenta mil euros en el bolsillo! ¡Y se acabaron tus preocupaciones! Vuelves a tus viejos pergaminos, a tus poemas de François Villon, a tu lengua de oíl y a tu lengua de oc.
—¡Lo estás mezclando todo! —la reprendió Joséphine.
—Me da igual mezclarlo todo. Yo sólo tendré que defender lo que tú habrás escrito. Lo hacemos una vez y lo olvidamos…
Joséphine sintió un cosquilleo de placer en la base del plexo. ¡Cincuenta mil euros! Con lo que poder pagar… Hizo un cálculo rápido… ¡por lo menos treinta meses! ¡Treinta meses de respiro! Treinta meses en los que podría dormir por las noches y contar historias durante el día, a ella le gustaba contar historias a las niñas cuando eran pequeñas, sabía cómo hacer aparecer a Rollon y a Arturo y a Enrique y Leonor y Enide. Hacerlos girar en los bailes, los torneos, las batallas, los castillos, los complots…
—¿Una sola vez? ¿Seguro?
—Una sola vez. Que me coma el gran Cruc.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Lyon, Lyon-Perrache, tres minutos de parada, Joséphine suspiró: «Sí, pero sólo una vez, ¿eh? Iris, ¿me lo prometes?».
Iris lo prometió. «Sólo una vez. Cruz de madera, cruz de hierro, si miento voy al infierno…».