SEGUNDA PARTE

Joséphine echaba cuentas sobre la mesa de la cocina.

Octubre. La vuelta al colegio había pasado. Lo había pagado todo: el material escolar, las batas de laboratorio, las carpetas, la ropa de gimnasia, el comedor de las niñas, los seguros, los impuestos y las letras del piso.

—¡Yo solita! —suspiró soltando el bolígrafo.

Un auténtico desafío.

Por supuesto, había contado con las traducciones para el gabinete de Philippe. Había trabajado encarnizadamente en julio y agosto. No se había ido de vacaciones y se había quedado en el piso de Courbevoie. Su única distracción había sido regar las plantas del balcón. La camelia blanca le había dado muchos problemas. Antoine se había llevado a las niñas en julio, según lo convenido, e Iris las había invitado a su casa en Deauville en agosto. Jo se había tomado apenas una semana de descanso a mediados de agosto para estar con ellas. Las niñas parecían en plena forma. Bronceadas, descansadas, más altas. Zoé había ganado el concurso de castillos de arena y blandía su premio: una cámara de fotos digital. ¡Guau!, había dicho Jo, se ve que esto es un lugar de ricos. Hortense había adoptado cierto aire reprobador. «Ay, mi niña, ¡sienta tan bien relajarse y decir tonterías!». «Sí, pero, mamá, puedes molestar a Iris y a Philippe, que han sido tan buenos con nosotros…».

Joséphine se había prometido tener cuidado y nunca más dejarse llevar y decir lo que pensase. Estaba mucho más cómoda con Philippe. Se sentía como una colaboradora, aunque la palabra estuviese muy por encima de sus funciones. Un anochecer, se habían encontrado los dos, solos, sobre el pontón de madera que se introducía en el mar; él le había hablado de un asunto que acababa de concluir y del que ella sería la primera en traducir las primicias. Habían brindado a la salud de ese nuevo cliente. Ella se había emocionado.

Era una hermosa casa, suspendida entre el mar y las dunas; había fiestas todas las noches, iban a pescar, se asaba pescado en grandes barbacoas, improvisaban nuevos cócteles y las niñas se dejaban caer sobre la arena simulando estar borrachas.

Había vuelto a París con pena. Pero cuando vio el montante del cheque que le había enviado la secretaria de Philippe, no se arrepintió. Creyó que era un error. Sospechaba que Philippe le pagaba de más. Le veía pocas veces; siempre era su secretaria la que la recibía. A veces él escribía unas palabras o le decía que estaba muy satisfecho con su trabajo. Un día, había añadido: «P. D.: No me extraña de ti».

Su corazón estaba lleno de alegría. Recordaba la conversación en el despacho de Philippe la noche en la que… la noche en la que discutió con su madre.

Y después, recientemente, una colaboradora de Philippe, la que le entregaba el trabajo, le había preguntado si se sentía con fuerzas para traducir obras del inglés. «¿Libros de verdad?», había preguntado Jo con los ojos como platos. «Sí, claro», «¿Pero libros… libros?», «Sí», había respondido la empleada, un poco molesta por las preguntas de Jo. «Uno de nuestros clientes es editor y necesita una traducción rápida y de calidad de una biografía de Audrey Hepburn; he pensado en ti…». «¿En mí?», había contestado Joséphine con una voz ligeramente áspera que demostraba hasta qué punto estaba sorprendida. «¡Pues, sí! ¡En ti!», había respondido Caroline Vibert, que mostraba ahora signos reales de exasperación. «Oh, sí… ¡por supuesto!», había dicho Jo para intentar arreglarlo. «No hay problema. ¿Para cuándo la quiere?».

La abogada Vibert le había dado el teléfono de la persona a la que debía dirigirse y todo se había acordado muy deprisa. Tenía dos meses para acabar la traducción de Audrey Hepburn, una vida, ¡352 páginas en letra pequeña! Y dos meses, calculó, ¡significa que tengo que terminarla a finales de noviembre!

Se secó la frente. No era su única tarea. Se había inscrito para dar una conferencia en la universidad de Lyon; tenía que redactar más de cincuenta páginas sobre el trabajo femenino en los telares en el siglo XII. En la Edad Media, las mujeres trabajaban casi tanto como los hombres, pero no realizaban el mismo tipo de trabajo. Según los libros de cuentas de los pañeros, de cuarenta y un obreros, veinte eran mujeres y veintiuno hombres. A ellas les estaban prohibidos los trabajos considerados demasiado cansados. Así como la tapicería en lizo, porque obligaba a trabajar con los brazos extendidos. A menudo tenemos ideas preconcebidas sobre esta época, imaginándonos a las mujeres retiradas en sus castillos, escondidas entre su sombrero de capirote y su cinturón de castidad, y sin embargo eran activas, sobre todo entre los sectores populares y artesanos. Mucho menos en la aristocracia, por supuesto. ¿Cómo empezar? ¿Con una anécdota? ¿Con una estadística? ¿Con una visión general?

Joséphine pensaba con el bolígrafo en mano. Cuando, de pronto, le vino una idea a la cabeza que estalló como una bomba: ¡Había olvidado preguntar cuánto le pagarían por lo de Audrey Hepburn! He realizado mi trabajo como una buena obrera y lo he olvidado. La inundó una oleada de pánico y se imaginó caída en una trampa. ¿Qué hacer? ¿Volver a llamar y decir: «Perdón, me gustaría saber cuánto me van a pagar, porque, mire usted, he olvidado preguntárselo antes»? ¿Preguntar a la abogada Vibert? Imposible. Blandengue y lela, blandengue y lela, blandengue y lela. ¡Todo va demasiado deprisa! Se lamentó. Pero ¿qué hacer si no? La gente no tiene tiempo que perder, tiempo para pensar. Habría tenido que anotar en un papel todas mis dudas antes de presentarme a la cita. Tengo que aprender a actuar deprisa, a ser eficaz. Yo, que llevaba una vida de ratón de biblioteca…

Shirley le ayudaba con la traducción de la biografía de Audrey Hepburn. Joséphine subrayaba las palabras o expresiones que le daban problemas y se las planteaba a Shirley. Sus puertas no paraban de abrir y cerrarse.

Pero allí, sobre el papel, las cifras no mentían. Se las arreglaba bastante bien. Sintió una sensación de euforia y extendió sus brazos para representar su triunfo. ¡Feliz! ¡Feliz! Después se calmó e invocó al cielo para que durase el milagro. Ni por un segundo pensó: es porque trabajo, porque no paro de trabajar. ¡No! Joséphine no relacionaba nunca el esfuerzo con la recompensa. Nunca se concedía una felicitación. Daba gracias a Dios, al cielo, a Philippe o a la abogada Vibert. Nunca pensaba en ponerse algún laurel por las horas pasadas inclinada sobre el diccionario o la hoja de papel.

Tendría que comprarme un ordenador si sigo haciendo esta clase de trabajo. Otro gasto, pensó, y borró el pensamiento con la mano.

Había puesto los ingresos en una columna y en otra, los gastos. Marcaba a lápiz las eventuales entradas y salidas, con bolígrafo rojo lo que era seguro. Y redondeaba, redondeaba mucho. En su contra. Así, se decía, las sorpresas sólo podrán ser positivas y tendría un pequeño margen. Es lo que le aterrorizaba: no tener margen. Cualquier golpe duro significaría la catástrofe.

Ya no tenía a nadie en quien apoyarse.

Debe de ser ese el auténtico sentido de la palabra «sola». Antes eran dos. Antes, sobre todo, Antoine se encargaba de todo. Ella firmaba allí donde él le indicaba. Él reía y decía: «¡Podría hacerte firmar lo que quisiera!», y ella contestaba: «Sí, claro, confío en ti». Él la besaba en el cuello mientras ella firmaba.

Ya nadie la besaba en el cuello.

Todavía no habían hablado de separación ni de divorcio. Había continuado, dócilmente, firmando todos los papeles que él le presentaba. Sin hacer preguntas. Cerrando los ojos para que ese lazo durara todavía. Marido y mujer, marido y mujer. Para lo bueno y para lo malo.

Él continuaba «cambiando de aires». Con Mylène. Va a hacer seis meses que se airea, pensó, sintiendo cómo montaba en cólera. Hundirse en esos ataques de rabia era cada vez más frecuente.

Cuando él vino a buscar a las niñas a principios de julio, fue doloroso, muy doloroso. La puerta del ascensor que se cierra. «¡Adiós, mamá, trabaja bien!». Y después el silencio en el hueco de la escalera. Y después… había corrido hasta el balcón y visto a Antoine que cargaba el coche, abría el maletero, colocaba las dos maletas y… delante, en el lugar que antes ocupaba ella, un codo que sobresalía. Un codo de algodón rojo.

¡Mylène!

Se la llevaba de vacaciones con sus hijas.

¡Mylène!

Estaba sentada en su sitio.

¡Mylène!

Sin esconderse, el codo apoyado fuera del coche. Su codo rojo.

Jo sintió, por un instante, ganas de correr y coger a sus hijas por el cuello y arrancarlas de las garras de su padre, pero se lo pensó. Antoine tenía todo el derecho, el más estricto derecho. No había nada que decir.

Se había dejado caer sobre el suelo de cemento del balcón. Se había tapado la cara con los puños y llorado, llorado. Un buen rato. Sin moverse. Pasando y repasando sin parar la misma película. Antoine presentando a Mylène a sus hijas, Mylène sonriéndolas. Antoine conducía. Mylène llevaba el mapa. Antoine proponía detenerse en un restaurante, Mylène lo elegía. Antoine había alquilado un piso con las niñas y Mylène. La habitación de sus hijas, su habitación con Mylène. Él dormía con Mylène y sus hijas, en la habitación de al lado. Por la mañana, preparaban el desayuno juntos. ¡Todos juntos! Antoine iba al mercado con sus hijas y Mylène. Corría por la playa con sus hijas y Mylène. Llevaba a la feria a sus hijas y a Mylène. Compraba algodón de azúcar a sus hijas y a Mylène. Las palabras formaban una única cantinela que recitaba «sus hijas y Mylène, Antoine y Mylène». Entonces había respirado profundamente y gritado: «¡Familia recompuesta y una mierda!». Se había extrañado de oírse gritar así y había dejado de llorar.

Ese día, Joséphine había comprendido que su matrimonio había terminado. Un codo de tela roja había sido más eficaz que todas las palabras dichas entre Antoine y ella. Se acabó, se había dicho dibujando sobre una hoja de papel un triángulo que había coloreado de rojo chillón. Se acabó. Punto y final.

Había colgado el triángulo rojo en la cocina encima de la tostadora con el fin de contemplarlo todas las mañanas.

Al día siguiente, había retomado sus traducciones.

Más tarde, cuando viajó a Deauville, a casa de Iris, supo que Zoé había llorado mucho durante ese mes de julio. Se había enterado por Iris, que lo sabía por Alexandre, a quien Zoé se había confiado. «Antoine les ha dicho que tendrían que ir acostumbrándose a Mylène porque pensaba vivir con ella, y tenían un proyecto para después del verano… ¿Qué proyecto? Nadie lo sabe…». Las niñas no hablaban de ello. Joséphine se había mordido la lengua para no hacerles preguntas.

«¡Esas pobres niñas han empezado mal la vida!», había declarado su madre a Iris. «¡Dios mío, lo que se obliga a sufrir a los niños en nuestros días! Y luego nos extrañamos de que la sociedad vaya mal. Si los padres no saben comportarse, ¿qué se puede esperar de los hijos?».

Su madre. Ya no la veía. Desde el mes de mayo. Desde su enfrentamiento en el salón de Iris. Ni una palabra. Ni una llamada de teléfono. Ni una carta. Nada. No pensaba en ello continuamente, pero cuando oía, en la calle, a una mujer de su edad inclinada sobre una anciana a la que llamaba «mamá», sentía cómo sus rodillas flojeaban y buscaba un banco para sentarse.

Y, sin embargo, se negaba a dar el primer paso. Y, sin embargo, no quitaba ni una sola coma al discurso que había pronunciado esa noche.

Se preguntaba incluso si no había sido esa escena con su madre la que le había dado la energía para trabajar. Nos sentimos muy fuertes cuando dejamos de hacer trampas. Esa noche dejaste de fingir y, desde entonces, ¡mira cómo avanzas! Esa teoría era de Shirley. Y Shirley podía no estar equivocada.

Sola. Sin Antoine, sin su madre. Sin hombre.

En la biblioteca, en los estrechos pasillos, entre los estantes de libros, había chocado contra un hombre que caminada en sentido contrario. Ella llevaba los brazos cargados de libros y no lo había visto. Todos los volúmenes habían caído al suelo con gran estruendo, y el desconocido se había agachado para ayudarla a recogerlos. Él la había mirado con los ojos como platos, lo que había provocado a Joséphine un ataque de risa que le obligó a salir para calmarse. Cuando volvió, él le guiñó un ojo en señal de connivencia. Se había sentido turbada. Toda la tarde estuvo buscando su mirada, pero él había mantenido los ojos fijos en sus papeles. Una de las veces que levantó la mirada, él ya se había ido.

Lo había vuelto a ver y él le había hecho una señal con la mano con una sonrisa muy dulce. Era alto, flaco, el pelo castaño le caía en los ojos, y sus mejillas parecían aspiradas de lo hundidas que estaban. Colocaba delicadamente su parka azul marino sobre el respaldo de la silla antes de sentarse, le quitaba el polvo, la alisaba y se dejaba caer como un bailarín sobre la silla girando el respaldo. Tenía las piernas largas y delgadas. Jo le imaginaba bailando claqué. Con medias negras, chaqueta negra y chistera negra. Su rostro cambiaba a menudo de apariencia. A ella le parecía guapo y romántico, y un instante después pálido y melancólico. Nunca estaba segura de recordarlo. A veces perdía su imagen y debía mirar varias veces antes de reconocerlo, en carne y hueso.

No se había atrevido a contarle la historia del hombre joven a Shirley. Se habría reído de ella. Pero tendrías que haberle invitado a un café, preguntado su nombre, saber sus horarios. ¡Qué tonta eres!

Pues, sí… ¡Soy tonta y eso no es nada nuevo!, suspiró Joséphine, garabateando en su hoja de cuentas. Lo veo todo, lo siento todo, capto miles de detalles como astillas que me despellejan viva. Miles de detalles que a otros no les afectan porque tienen la piel de cocodrilo.

Lo más duro era el no dejarse invadir por el pánico. El pánico llegaba siempre por la noche. Sentía crecer dentro de ella el peligro del que no podría huir. Daba vueltas y vueltas en su cama sin conseguir dormirse. Pagar la letra del piso, la comunidad, los impuestos, la bonita ropa de Hortense, el mantenimiento del coche, los seguros, la factura del teléfono, el abono de la piscina, las vacaciones, las entradas de cine, los zapatos, los aparatos dentales… Enumeraba los gastos y, con los ojos abiertos, aterrorizada, se acurrucaba entre las mantas para dejar de pensar. A veces se despertaba, se sentaba en la cama, y hacía y rehacía las cuentas de arriba abajo y constataba que no, que no lo conseguiría a pesar de que, de día, las cifras habían dicho que sí. Encendía la luz, presa del pánico, iba a buscar el trozo de papel en el que había escrito sus cuentas y las repasaba de arriba abajo hasta conseguir cuadrar… su conciencia, y apagaba la luz, agotada.

Tenía miedo de la noche.

Echó un último vistazo a las cifras a lápiz y a las escritas a bolígrafo rojo y constató, tranquilizada, que por el momento no se desbordaban. Su mente voló hacia la conferencia que debía preparar. Recordó un pasaje que había leído. Se había dicho que sería útil copiarlo y servirse de él. Fue en su busca y lo encontró. Decidió colocarlo al principio de su conferencia.

«Los trabajos de historia económica destacan toda la etapa que va desde 1070 hasta 1130 en Francia: encontramos en aquel entonces tanto abundantes fundaciones de burgos en entornos rurales como los primeros signos de desarrollo urbano, tanto la penetración de la moneda en el campo como el establecimiento de corrientes comerciales interurbanas. Y ese tiempo de dinamismo e innovación es también aquel en el que la extorsión señorial se hace sistemática. ¿Cómo abordar la relación entre estos dos hechos: despegue económico a pesar de los señoríos o gracias a ellos?».

Con el codo resbalando sobre el mantel de hule, Jo se preguntó si esa cuestión no sería aplicable también a su propio caso. Desde que estaba sola, agobiada por las facturas que pagar, crecía en conocimiento y sabiduría. Como si el hecho de estar en peligro la empujara a redoblar el esfuerzo, a trabajar, trabajar…

Si todo ese dinero no se evaporara tan deprisa, podría alquilar una casa para las niñas el verano próximo, comprarles la ropa que desean, llevarlas al teatro, a los conciertos… Podríamos cenar en un restaurante una vez a la semana y ponernos guapas. Yo iría a la peluquería, me compraría un vestido, Hortense no se avergonzaría de mí…

Se dejó llevar por la ensoñación durante un momento y después despertó: había prometido a Shirley que le ayudaría a entregar los pasteles para una boda. Un gran pedido. Shirley la necesitaba para que los pasteles no se desparramaran en el coche y para quedarse al volante, durante la entrega, en el caso de que no pudiese aparcar.

Recogió sus cosas, su libro de cuentas, su lápiz y su Bic rojo. Permaneció todavía un instante pensativa, chupando el tapón del Bic, y se levantó, se puso el abrigo y se fue con Shirley.

* * *

Shirley la esperaba en el descansillo golpeando el suelo con el pie. Su hijo Gary permanecía de pie en el quicio de la puerta. Saludó con la mano a Jo y cerró la puerta. Joséphine ahogó una exclamación de sorpresa que no pasó desapercibida para Shirley.

—¿Qué te pasa? ¿Has visto un fantasma?

—No, es que Gary… acabo de ver en él un hombre, el hombre que será dentro de unos años. ¡Qué guapo es!

—Sí, lo sé, las mujeres comienzan a echarle el ojo.

—¿Lo sabe?

—¡No! Y no soy yo la que se lo va a decir… No tengo ganas de que se le ponga en la cabeza.

—Se le suba a la cabeza, Shirley, no ponga.

Shirley se encogió de hombros. Había apilado las cajas en las que había guardado, envueltos en tela blanca, los pasteles que debía entregar.

—Oye… Su padre no debía de estar mal, ¿no?

—Su padre era el hombre más guapo del mundo… Era su principal cualidad, de hecho.

Frunció el ceño y sacudió el aire con la mano como para borrar un mal recuerdo.

—Bueno… ¿cómo lo hacemos?

—Como quieras… Eres tú la que sabes, tú decides.

Joséphine la dejó bosquejar un plan.

—Bajamos al portal, tú vigilas los pasteles mientras voy a buscar el coche, cargamos y ¡hala! Nos vamos. Llama al ascensor y bloquea la puerta.

—¿Gary viene con nosotras?

—No. Su profesor de lengua está enfermo, siempre está enfermo. Y mejor que quedarse estudiando, ¡prefiere volver a casa y leer a Nietzsche! Hay quien soporta adolescentes llenos de granos, yo soporto a un intelectual. ¡Venga! Estamos perdiendo el tiempo charlando, move on!

Joséphine se puso en marcha. En unos minutos el coche estaba cargado, los pasteles apilados detrás y Jo con una mano puesta en las cajas para sostenerlas.

—Consulta el plano —dijo Shirley— y dime si hay otro camino para evitar la avenida Blanqui.

Joséphine cogió el plano que estaba sobre el salpicadero y lo estudió.

—Qué lenta eres, Jo.

—No soy yo la lenta, eres tú que tienes prisa. Dame tiempo para mirar.

—Tienes razón. Es un detallazo el querer acompañarme. Debería agradecértelo en vez de echarte la bronca.

Eso es exactamente por lo que me gusta esta mujer, se dijo Jo mientras consultaba el plano. Cuando se pasa, lo reconoce, cuando se equivoca, lo reconoce también. Siempre es exacta. Sus palabras, sus gestos, sus actos coinciden con lo que piensa. Nada en ella es falso o artificial.

—Puedes ir por la calle Artois, girar en Maréchal-Joffre y tomar la primera a la derecha, y sales a Clément-Marot.

—Gracias. Debía entregarlos a las cinco, y van y me llaman para decirme que llegue a las cuatro o que me puedo meter los pasteles donde yo me sé. Es un buen cliente, así que sabe que voy a hacer lo que él cuente.

Cuando se enfadaba, cometía faltas gramaticales. En caso contrario, hablaba muy bien.

—La sociedad se ríe de la gente. Les roba su tiempo, la única cosa a la que no se ha puesto precio y que cada uno posee para hacer lo que quiera con él. Todo pasa como si debiésemos sacrificar nuestros mejores años en el altar de la economía. ¿Qué nos queda después, eh? Los años de vejez, más o menos sórdidos, en los que llevamos dentadura postiza y pañales. No me dirás que no hay algo que falla.

—Quizás, pero no veo cómo podemos actuar de otro modo. A menos que cambiemos la sociedad. Otros lo han intentado antes que nosotros, y no se puede decir que los resultados sean satisfactorios. Si envías a paseo a tu sociedad, encontrarán a otro y perderás tu negocio de pasteles.

—Lo sé, lo sé… Pero gruño porque me sienta bien. Evacuó la tensión. Y soñar no es pecado.

Una motocicleta cortó el paso de Shirley, que lanzó una salva de palabrotas en inglés.

—¡Menos mal que Audrey Hepburn no hablaba como tú! Me costaría mucho traducirla.

—¿Y tú qué sabes? Quizás se aliviase a veces soltando palabrotas. No están en su biografía, eso es todo.

—Parecía tan perfecta, tan bien educada. ¿Te has dado cuenta de que no tuvo una sola historia de amor que no terminase en boda?

—¡Eso es lo que dice tu libro! Cuando rodó Sabrina, estuvo tonteando con William Holden y él estaba casado.

—Sí, pero le dejó. Porque él le confesó que se había hecho esterilizar y ella quería muchos niños. Adoraba a los niños. El matrimonio y los niños…

Como yo, añadió Jo en voz baja…

—Hay que reconocer que después de la adolescencia que pasó, debía de soñar con un home, sweet home.

—¡Ah! ¿También te ha extrañado? Nunca lo hubiese creído de ella, tan menuda, tan frágil.

A los quince años, durante la Segunda Guerra Mundial, en Holanda, Audrey Hepburn había trabajado para la Resistencia. Llevaba mensajes escondidos en las suelas de sus zapatos. Un día, cuando volvía de una misión, fue detenida por los nazis y embarcada junto a una docena de mujeres hasta la Kommandantur. Logró huir y se refugió en el sótano de una casa, con su cartera de la escuela y tan sólo con un zumo de manzana y un trozo de pan. Pasó un mes en compañía de una familia de ratas famélicas. Fue en agosto del 45, dos meses antes de la liberación de Holanda. Muerta de hambre y de angustia, terminó saliendo en plena noche, erró por las calles hasta que encontró su casa.

—¡Me encanta la prueba de la chica más sexy del mundo! —añadió Jo.

—¿Y eso qué es?

—Una prueba que hacía en las fiestas, cuando empezó su carrera en Inglaterra. Estaba muy acomplejada porque tenía los pies grandes y nada de pecho. Se ponía en una esquina y se repetía: «Soy la chica más deseable del mundo. Los hombres se arrastran a mis pies, sólo tengo que agacharme a recogerlos…». Se lo repetía tantas veces que acababa funcionando. Antes del fin de la fiesta, estaba en el centro de una marea de hombres.

—Deberías intentarlo.

—¡Oh! Yo…

—Sí, ya sabes… Tú tienes un poco de Audrey Hepburn.

—Deja de burlarte de mí.

—Que sí… ¡Si perdieses unos kilos! Tienes los pies grandes, los pechos pequeños, los grandes ojos de avellana y el cabello castaño liso.

—¡Qué mala eres!

—Nada de eso. Ya me conoces: digo siempre lo que pienso.

Joséphine dudó un momento, y se tiró a la piscina:

—He visto a un tipo en la biblioteca…

Le contó a Shirley el encontronazo, los libros desparramados, el ataque de risa y la complicidad inmediata que estableció con el desconocido.

—¿Qué aspecto tiene?

—Parece un estudiante tardío… Viste una parka. Un hombre no lleva parka a menos que sea un estudiante tardío.

—O un cineasta que investiga o un explorador friolero o un licenciado en historia que prepara una tesis sobre la hermana de Juana de Arco… Hay muchas hipótesis, ¿sabes?

—Es la primera vez que me fijo en un hombre desde que…

Jo se detuvo. Todavía le costaba hablar de la partida de Antoine. Tragó y se repuso.

—Desde que Antoine se fue.

—¿Os habéis vuelto a ver?

—Una vez o dos… cada vez, él me sonríe. No se puede hablar en la biblioteca, todo el mundo está en silencio… Así que nos hablamos con la mirada… Es guapo, ¡qué guapo es! ¡Y romántico!

El semáforo se puso en rojo y Jo aprovechó para sacar papel y lápiz de su bolso y preguntó:

—¿Sabes cuándo Audrey rueda con Gary Cooper… y él habla un inglés raro?

—Era un auténtico cowboy. Venía de Montana. No decía yes o no, decía yup y nope. Ese hombre que ha hecho soñar a millones de mujeres hablaba como un granjero. Y, sin intención de decepcionarte, era más bien soso.

—Él dice también: «Am only in film because all have a family and we all like to eat!». ¿Cómo traducirías eso en lenguaje cowboy, precisamente…?

Shirley se rascó la cabeza y metió una marcha. Dio un volantazo a la derecha, otro a la izquierda y consiguió, tras insultar a dos o tres automovilistas, salir del atasco.

—Podrías poner: «Yo hago pelis pa dar de come a mi familia, que todos tienen buen saque…». Algo así. Mira en el plano si puedo girar a la izquierda, porque todo está atascado.

—Puedes, pero luego tendrás que volver a girar a la izquierda.

—Giraré a la izquierda. Es el lado del corazón, mi lado.

Joséphine sonrió. La vida se transformaba en centrifugadora con Shirley. Nunca se detenía en las apariencias, las convenciones, los prejuicios. Sabía exactamente lo que quería; iba derecha al grano. La vida según Shirley era sencilla. A veces se sorprendía de la forma en la que educaba a Gary. Hablaba a su hijo como si fuese un adulto. No le ocultaba nada. Le había dicho a Gary que su padre se había volatilizado cuando nació, le había dicho también que, el día que se lo pidiese, le daría su nombre para que lo buscase si quería. Había añadido que estuvo locamente enamorada de su padre, que había sido un niño deseado, amado. Que la vida era muy dura para los hombres de hoy en día, que las mujeres les exigían mucho y que no siempre tenían las espaldas lo suficientemente anchas para cargar con todo. Entonces, a veces, preferían darse a la fuga. Eso parecía haberle bastado a Gary.

Durante las vacaciones, Shirley se iba a Escocia. Quería que Gary conociese el país de sus antepasados, que hablara inglés, que conociese otra cultura. Ese año, cuando volvieron, Shirley estaba sombría y huraña. Se le había escapado esta reflexión: «El año que viene iremos a otra parte…». Después no volvió a mencionarlo.

—¿En qué piensas? —preguntó Shirley.

—Pienso en tu lado misterioso, en todo lo que no sé de ti.

—¡Mejor! Saberlo todo del otro es aburrido.

—Tienes razón… Sin embargo, a veces me gustaría ser vieja porque pienso que entonces sabría exactamente quién soy yo.

—En mi opinión, y sólo es una opinión, tu misterio reside en la infancia. Hay algo que pasó que te ha bloqueado. Me pregunto por qué te haces tan poco caso a ti misma, por qué tienes tan poca seguridad…

—Figúrate, yo también me lo pregunto.

—¡Haces muy bien! Eso es un principio. La pregunta es la primera pieza del puzle a colocar. Hay gente que nunca se hace ninguna pregunta, que vive con los ojos cerrados y que nunca encuentra nada.

—No es tu caso.

—No… Y va a ser cada vez menos el tuyo. Hasta ahora te habías atrincherado en tu matrimonio, en tus estudios, pero estás empezando a sacar la nariz fuera y van a pasar cosas ¡ya verás! Cuando empezamos a movernos, empezamos también a remover la vida a nuestro alrededor. Y no te vas a librar. ¿Nos queda mucho?

A las cuatro en punto, avistaron la puerta de la empresa Parnell Traiteur. Shirley aparcó en el vado, impidiendo la entrada y salida de vehículos.

—Quédate en el coche y muévelo si molesta, ¿vale? Yo voy a hacer la entrega.

Joséphine asintió. Se colocó en el asiento del conductor y contempló a Shirley hacer juegos malabares con las cajas de pasteles. Las colocaba con el hombro, las apilaba bajo el mentón, las sostenía con los brazos y avanzaba a grandes zancadas. De espaldas parecía un auténtico hombre. Llevaba un peto de trabajo y una chaqueta gruesa. Pero sólo tenía que darse la vuelta para convertirse en Urna Thurman o Ingrid Bergman, una de esas rubias altas, cuadradas, la sonrisa franca, la piel clara y los ojos rasgados como los de un gato.

Volvió dando brincos y besó las dos mejillas de Jo.

—¡Pasta! ¡Pasta! ¡Voy a poder salir a flote! Me toca bastante las narices este cliente, pero me paga bien. ¿Vamos a la cafetería y nos premiamos con una cervecita?

A la vuelta, mientras se dejaban arrullar por el traqueteo de la furgoneta, y Joséphine pensaba en el esquema de su conferencia, una silueta que cruzaba frente a ella la sacó de sus pensamientos.

—¡Mira! —gritó Jo agarrando a Shirley por la manga—. Allí delante.

Un hombre en parka, con media melena castaña, las manos en los bolsillos, cruzaba sin prisas.

—No puede decirse que sea nervioso. ¿Le conoces?

—¡Es él, el hombre de la biblioteca! Ese… ya sabes… mira qué guapo e indolente.

—Como indolente, sí, es indolente.

—¡Qué presencia! Está aún más guapo que en la biblioteca.

Joséphine se echó hacia atrás en su asiento por miedo a que él la viese. Después, sin poder aguantar, se acercó y pegó la nariz al parabrisas. El chico de la parka se había vuelto y hacía grandes gestos mostrando el semáforo que iba a pasar a verde.

—¡Ay! —dijo Shirley—. ¿Ves lo que yo veo?

Una chica rubia, delgada, encantadora, se lanzó hacia él y le agarró. Le metió una mano en el bolsillo de la parka y le acarició la mejilla con la otra.

Joséphine bajó la cabeza y suspiró.

—¡Ya está!

¿Ya está qué? —rugió Shirley—. Ya está que no sabe que estás aquí. Ya está que puede cambiar de opinión. Ya está que te vas a convertir en Audrey Hepburn y seducirle. Ya está que dejas de comer chocolate mientras trabajas. Ya está que adelgazas. Ya está que él no ve más que tus grandes ojos, tu talle de avispa y ya está que cae a tus pies. Ya está que eres tú la que metes la mano en el bolsillo de su parka. Y ya está que echáis una canita al aire. Es así como debes pensar, Jo, y no de otro modo.

Joséphine la escuchaba todavía con la cabeza gacha.

—No debo de estar hecha para vivir grandes historias de amor.

—No me digas que ya te habías imaginado toda una novela.

Jo, lastimosa, afirmó con la cabeza.

—Me temo que sí…

Shirley metió una marcha, empuñó el volante, y arrancó de un golpe seco y violento, descargando toda su rabia contra la calzada y dejando en ella la huella de sus neumáticos.

* * *

Esa mañana, al llegar al despacho, Josiane había recibido una llamada de su hermano para informarle de que su madre había muerto. A pesar de que sólo recibió golpes de su madre, lloró. Lloró por su padre muerto diez años antes, por su infancia salpicada de sufrimiento, por la ternura que nunca tuvo, la risa que nunca compartió, los cumplidos que nunca escuchó, sobre todo por ese vacío que tanto le dolía. Se sintió huérfana. Después se dio cuenta de que era realmente huérfana y redobló su llanto. Era como si recuperase el tiempo perdido: de pequeña no tenía derecho a llorar. Un gesto de llanto y venía la bofetada, que silbaba en el aire y llegaba para quemarle la mejilla. Comprendió, mientras derramaba las lágrimas, que estaba tendiendo la mano a esa niña que nunca había podido llorar, que era una manera de consolarla, de tomarla en sus brazos, de hacerle un pequeño sitio a su lado. Es extraño, se dijo, tengo la impresión de desdoblarme: la Josiane de treinta y ocho años, astuta, determinada, que sabe llevar las riendas de la vida sin ser vapuleada, y la otra, la niña de cara sucia y torpe a la que le duele la tripa de miedo, de hambre, de frío. Llorando, las reunía a las dos y se sentía bien con ese encuentro.

—Pero ¿qué pasa aquí? ¡Esto se ha convertido en el despacho de los llantos! ¡Y no respondes al teléfono!

Henriette Grobz, tiesa como un paraguas, con una gran tortilla a modo de sombrero puesto en la cabeza, miraba a Josiane que, en efecto, oyó que el teléfono estaba sonando. Esperó un instante y, cuando se paró, sacó un pañuelo de papel usado del bolsillo y se sonó.

—Es por mi madre —suspiró Josiane—. Ha muerto.

—Eso es muy triste, claro, pero… Todos perdemos a nuestros padres un día u otro, hay que estar preparado.

—¡Pues bien! Digamos que yo no estaba preparada…

—Ya no eres una niña. Recupérate. Si todos los empleados trajeran sus problemas personales a la empresa, ¿hacia dónde iría Francia?

Los estados de ánimo en el trabajo son un lujo del patrón, no del empleado, pensó Henriette Grobz. ¡No tiene más que aguantar las lágrimas y en casa podrá llorar todo lo que quiera! Nunca le había gustado Josiane. No le gustaba su insolencia, su forma de moverse cuando caminaba, ligera, moviendo sus carnes, felina, su hermosa cabellera rubia, sus ojos. ¡Ay, esos ojos! Excitantes, audaces, vivos y a veces acuosos, lánguidos. Había pedido muchas veces a Chef que la echara, pero él se negaba.

—¿Está mi marido? —preguntó a Josiane, quien, con la mirada perdida, se había incorporado y fingía seguir el vuelo de una mosca para no tener en frente a esa mujer que aborrecía.

—Está en el piso de arriba, pero va a volver. No tiene más que esperarle en su despacho, no debería de tardar… ¡ya conoce usted el camino!

—Un poco de educación, hija, no te permito que me hables así… —replicó Henriette Grobz con un tono dominante que hería.

Josiane respondió como una serpiente de cascabel.

—No me llame usted hija. Soy Josiane Lambert y no su hija. ¡Por suerte! Me moriría.

No me gustan esos ojos, pensó Josiane. Esos ojitos fríos, duros, avaros, llenos de sospechas y cálculos. No me gustan esos labios finos, secos, sus comisuras blanquecinas. Esa mujer tiene la boca de escayola. No soporto que se dirija a mí como si fuese su criada. ¿En qué consiste su éxito, en haberse casado con un hombre estupendo que la ha sacado de la miseria? Ha puesto el culo bien al abrigo, pero yo podría hacer que volviese a la calle. Quien ríe el último ríe mejor.

—Tenga cuidado, mi pequeña Josiane, tengo influencia sobre mi marido y podría decidir que ya no tiene usted nada que hacer en esta empresa. Secretarias las hay a miles. Yo que usted, cuidaría mis palabras.

—Y yo si fuera usted, no estaría tan segura de mí misma. Mientras tanto, déjeme trabajar y vaya a instalarse en su despacho —la espetó Josiane con un tono tan autoritario que Henriette Grobz, con su paso rígido y mecánico, la obedeció.

Ya en la puerta, se dio la vuelta y, apuntando con el dedo amenazante a Josiane, añadió:

—Esto no acabará así, mi querida Josiane. Vas a oír hablar de mí y si quieres un consejo, empieza a guardar tus cosas.

—Eso ya lo veremos, mi querida señora. Las he conocido más miserables que usted y hasta ahora nadie ha podido conmigo. ¡Métase eso en la cabeza, bajo su gran sombrero!

Oyó la puerta del despacho de Chef cerrarse violentamente y esbozó una sonrisa satisfecha. ¡Está rabiosa, la vieja bruja! Un punto a mi favor. Desde la primera vez que se vieron, no soportaba a la Escoba. Ella había cogido la costumbre de no bajar nunca la mirada ante ella. La desafiaba directamente a los ojos. Un duelo de hembras feroces. La una seca, arrugada y gruñona; y la otra llena de chispa, rosada y tierna. ¡Y tan tenaces la una como la otra!

Marcó el número de su hermano para saber cuándo serían las exequias, esperó un instante, comunicando, volvió a marcar y esperó otra vez. ¿Podría ponerla de verdad de patitas en la calle?, se preguntó de pronto escuchando el teléfono que hacía tu-tu-tu. Podría… Quizás sí, en verdad. ¡Los hombres son tan cobardes! Él me diría simplemente que me coloca en otro lado. En una sucursal. Y me encontraría lejos de la dirección. Lejos de todo lo que he trabajado con tanta paciencia y que está a punto de dar sus frutos. Tu-tu-tu… ¡Tendré que abrir bien los ojos! Tu-tu-tu… ¡Va a tener que emplearse bien para hacerme tragar la píldora! El bueno de Marcel.

—Hola, Stéphane. Soy Josiane…

El entierro tendría lugar el sábado siguiente en el cementerio del pueblo en el que vivía su madre. Josiane, presa de un ataque de sentimentalismo, decidió asistir, quería estar presente cuando la pusieran bajo tierra. Necesitaba ver a su madre meterse en un gran agujero negro para siempre. Entonces quizás podría decirle adiós, quizás podría murmurar que hubiese querido poder quererla.

—Pidió que la incineraran…

—Ah, bueno… ¿y por qué? —preguntó Josiane.

—Tenía terror a despertarse en la oscuridad…

—La entiendo.

Mi madre querida que tiene miedo a la oscuridad. Sintió una oleada de amor hacia su madre. Y se echó a llorar. Colgó, se sonó y sintió una mano posarse sobre su hombro.

—¿Algo va mal, bomboncito?

—Es por mamá. Ha muerto.

—¿Y estás triste?

—Pues, sí…

—Venga, ven aquí.

Chef la había cogido por la cintura y sentado sobre sus rodillas.

—Rodéame el cuello con tus brazos y relájate, como si fueras un bebé. Ya sabes cuánto me hubiese gustado tener un niño, un niño mío.

—Sí —suspiró Josiane acurrucándose contra sus brazos regordetes.

—Ya sabes que ella nunca quiso darme uno.

—Al final, tanto mejor —dijo Josiane mientras se sonaba.

—Por eso lo eres todo para mí. Mi mujer y mi niña.

—¡Tu amante y tu niña! Porque tu mujer está esperándote en tu despacho.

—¿Mi mujer?

Chef saltó como si le hubiesen pinchado el trasero con un clavo oxidado.

—¿Estás segura?

—Hemos cruzado unas palabras…

Él se frotó el cráneo con aire molesto.

—¿Os habéis peleado?

—¡Venía buscándome, y me ha encontrado!

—¡Ay, ay, ay! ¡Y yo que necesito su firma! He conseguido endosarle a los ingleses ese asco de sucursal, ya sabes, la de Murepain, de la que me quería desembarazar. ¡Voy a tener que engatusarla! Bomboncito, ¡podrías haber elegido otro día para buscarle las cosquillas! ¿Cómo voy a hacerlo ahora?

—Te va a pedir mi cabeza…

—¿Hasta ese punto?

Parecía preocupado, se puso a recorrer la habitación, dando vueltas, con grandes aspavientos, golpeando la mesa con la palma de la mano, girando sobre sí mismo, hablando solo y, por fin, agitando los brazos y dejándose caer sobre una silla.

—¿Tanto miedo te da?

Él le dedicó una triste sonrisa de soldado vencido, con las manos arriba, los pantalones por las rodillas.

—Haría mejor yéndola a ver…

—Sí, a saber qué está maquinando sola en tu despacho.

Chef adoptó un aire contrito y se alejó, separando los brazos, batiendo los flancos como si se disculpase por esa retirada vergonzante. Después, agachado, deshecho, se volvió y, con una vocecita sin rastro de temeridad, preguntó:

—¿Estás enfadada, bomboncito?

—Venga, ve…

Conocía el valor de los hombres. No esperaba que la defendiese. Le había visto demasiadas veces salir temblando de una entrevista con la Escoba. No esperaba nada de él. Quizás dulzura, ternura cuando estaban en la cama. Ella daba el placer que tanta falta le hacía a ese buen gordito y eso la llenaba de alegría, pues, en el amor, dar es tan bueno como recibir. Qué deliciosa sensación tumbarse sobre él y sentir cómo se volvía loco de alegría entre sus muslos. Verle poner los ojos en blanco, su boca torcerse. Su vientre se llenaba de emoción, de un sentimiento de poder… casi maternal. Y además, ¡habían pasado tantos entre sus muslos! ¡Qué más da uno más que uno menos! Este era bueno. Le había tomado el gusto a ese poder, a ese intercambio de amor entre ella y su bebé gordito. Quizás hubiera hecho mejor callándose, después de todo… Josiane no tenía confianza alguna en los hombres. De hecho, tampoco en las mujeres. ¡Apenas tenía confianza en sí misma! A veces, se veía sobrepasada por sus propias acciones.

Se levantó, se estiró y decidió ir a tomar un café para ordenar las ideas. Echó una última mirada de sospecha hacia el despacho de Chef. ¿Qué estaría pasando entre él y su mujer? ¿Cedería al chantaje y la sacrificaría sobre el altar del parné? El rey Parné. Así llamaba su madre al dinero. La adoración al rey Parné. Sólo nosotros, los pobres y los humildes conocemos esa postergación ante el dinero. No lo guardamos como algo merecido o como un botín, lo ensalzamos, lo idolatramos. Nos precipitamos sobre el más mínimo céntimo que cae y rueda por el suelo. Lo recogemos, lo frotamos hasta que brilla y lo olfateamos. Lanzamos una mirada de perro apaleado sobre el rico que lo ha dejado caer y que no se ha tomado la molestia de agacharse a recogerlo. Y yo con esos aires de mujer liberada, yo he sido explotada toda mi vida por el rey Parné, le debo la pérdida de mi virginidad, los primeros puñetazos en la nuca, las primeras patadas en el vientre, he sido humillada y golpeada, en cuanto veo un rico no puedo impedir mirarle como a un ser superior, levanto los ojos hacia él como si fuera el Mesías, me postro ante él para llenarle de incienso y mirra.

Furiosa contra sí misma, se colocó la falda y fue a echar una moneda en la máquina de café. El chorro hirviendo cayó sobre el vaso y esperó a que la máquina hubiese terminado de escupir su bilis negra. Agarró el vaso con las dos manos y disfrutó del calor que desprendía.

—¿Qué haces esta noche? ¿Vas a ver al Viejo?

Era Bruno Chaval, que acababa de hacer una pausa frente a la máquina de café. Había sacado un cigarrillo que golpeaba sobre el paquete antes de encenderlo. Fumaba cigarrillos sin filtro, lo había visto hacer en las películas.

—Ay, no lo llames así.

—¿Tienes un ataque de amor, chata?

—No aguanto que le llames el Viejo, así de simple.

—¿Así que al final estás enamorada del gordito?

—Pues, sí.

—¡Ah! Nunca me lo habías dicho.

—La conversación nunca ha sido una prioridad entre nosotros.

—Entiendo: estás de mala leche. Me callo.

Ella se encogió de hombros y frotó su mejilla contra el vaso caliente.

Permanecieron en silencio durante un rato, sin mirarse, bebiendo café a pequeños sorbos. Chaval se aproximó, pegó su cadera contra la de ella y dio un golpe de riñón, como si nada, para verificar que estaba realmente enfadada. Después, como no se movía, como no le rechazaba, hundió la nariz en su cuello y suspiró:

—Hummm, hueles a jabón del bueno. Tengo ganas de tumbarte y tomarme mi tiempo para olerte.

Ella se apartó dando un suspiro. Como si se tomase su tiempo. ¡Como si la acariciase! ¡Se dejaba querer, eso sí! Era él el que se tumbaba y ella debía hacer todo el trabajo hasta que gemía y se relajaba. Con suerte, después se lo agradecía o la abrazaba.

Cínico y encantador, arqueando su fino talle, encendiendo su cigarrillo, quitándose un mechón de pelo molesto, no dejaba de mirarla contemplándola con la satisfacción de un propietario contento con su adquisición. Sabía doblegarla, seducirla. Desde que se la había metido en el bolsillo —o más bien en la cama—, se había vuelto vanidoso. ¡Como si fuera una proeza! Se apropiaba del triunfo de su conquista y se le estiraba el cuello. Tenía acceso al jefe gracias a ella y el poder estaba al alcance de su mano. No era más que un vulgar empleado ¡e iba a convertirse en socio! Los hombres son así, no saben aceptar el éxito o la gloria sin extender las plumas y pavonearse. Y desde que Josiane le había prometido que hablaría con el Viejo y que conseguiría su ascenso, echaba humo de impaciencia. La buscaba por todos lados, en los pasillos, en los recodos, en los ascensores, para que ella le tranquilizase. ¿Ha firmado ya? ¿Ha firmado? Ella le rechazaba, pero siempre volvía. ¿Qué te has creído? La incertidumbre me pone de los nervios. ¡Ya me gustaría verte a ti!, gemía.

Esta vez también le hubiese querido preguntar: «¿Y bien? ¿Te ha dicho algo?». Pero se veía perfectamente que no era el momento. Esperó.

A Josiane no le duraban mucho los enfados. Era más bien simpática con los hombres. ¿Cómo es que no los odio más?, se preguntaba. ¿Cómo es que todavía me gusta hacer el amor? Incluso a los gordos, los feos, los violentos que me forzaron no los odio. No se puede decir que me hayan dado mucho placer, pero siempre vuelvo a caer. Y si disfrazan sus sucios vicios de suavidad y ternura, me pongo a cien. Basta con que me hablen suavemente, que me consideren un ser humano con alma, cerebro, corazón, que me concedan un sitio en la sociedad, para que me vuelva a convertir en una niña. Todas mis cóleras, mis rencores, mis venganzas desaparecen, estoy dispuesta a sacrificarme para que continúen hablándome con respeto y consideración. Que me digan palabras bonitas. Que me pidan mi opinión. ¡Qué tonta soy!

—Venga, guapita, ¿hacemos las paces? —susurró Chaval apoyando su mano sobre la cadera de Josiane y haciéndola girar contra él.

—Para, nos va a ver.

—¡Que no! Diremos que somos buenos compañeros y que estábamos bromeando.

—Que no, te digo. Está en el despacho con la Escoba. Si sale y nos ve, la cago.

A lo mejor ya la he cagado. A lo mejor ya me ha sacrificado en el altar de la empresa. Con el tiempo que hace que quiere deshacerse de la fábrica de Murepain, estará dispuesto a todo para que ella firme. Va a prometerle mi cabeza en una bandeja. Yo no valgo mucho en comparación con ese contrato. Y entonces todo se irá al garete, Chef, Chaval y el dios Parné. Todos se pondrán al abrigo y yo me encontraré en la calle con el culo al aire, como siempre. Al pensar eso, Josiane perdió todo su valor y sintió cómo se reblandecía. Se apoyó contra Chaval y perdió valentía.

—¿Al menos me quieres un poco? —preguntó con una voz que mendigaba ternura.

—¿Que si te quiero, preciosa? ¿Acaso lo dudas? Estás loca. Espera un poco y verás cómo te lo demuestro.

Deslizó una mano bajo su trasero y se lo cogió.

—No, pero… si al final no sale bien, por suerte o por desgracia, ¿seguirás conmigo?

—¿Qué? ¿Ha dicho algo contra mí? Dime, dime…

—No, pero de pronto tengo miedo…

Ella sintió cómo el dios Parné blandía un enorme cuchillo para rebanarle el cuello. Le temblaba todo el cuerpo y sintió un enorme vacío en su interior. Cerró los ojos y se acurrucó contra él. Él reculó un instante, pero, viendo que se había puesto lívida, la sostuvo y la cogió por el talle. Ella se dejó llevar mientras murmuraba «sólo unas palabras, dime unas palabras bonitas, es que tengo tanto miedo, lo entiendes, tengo tanto miedo…». Él comenzó a enfadarse. Dios, ¡qué complicadas son las mujeres!, pensó. Hace apenas un minuto, me manda al cuerno, y un minuto después me pide que la consuele. Molesto, la tenía contra él, casi la sostenía porque la sentía sin fuerzas y abandonándose. Tan débil, a punto de desmayarse. Le acariciaba el pelo distraídamente. No se atrevía a preguntar si el Viejo había firmado su ascenso, pero eso le carcomía por dentro, así que la sostenía como quien tiene un paquete del que no puede desembarazarse. Sin saber muy bien qué hacer: ¿apoyarla en la máquina de café?, ¿sentarla? No había sillas… ¡Ay!, refunfuñó, eso es lo que pasa cuando pone uno su futuro en manos de una tía. Lo único que deseaba era librarse de los brazos de esa mujer. Follar vale, pero nada de chorradas después. Nada de juramentos de amor, de besos lacrimógenos. En cuanto nos acercamos demasiado, pillamos todos los miasmas de la afección.

—Venga, Josy, ¡domínate! A ver si al final sí que nos van a ver. Venga, ¡vas a estropearlo todo!

Ella se enderezó, se separó titubeando, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y pidió perdón… Pero era demasiado tarde.

Henriette y Marcel Grobz esperaban delante del ascensor y, mudos, les miraban fijamente. Henriette, con un rictus en la boca y el rostro crispado bajo su gran sombrero. Marcel, mudo, deshecho, con las mejillas temblando por una pena que no desmentía el resto de su fisonomía.

Herniette Grobz volvió la cabeza la primera. Después agarró a Marcel por la chaqueta y lo metió en el ascensor. Una vez se cerraron las puertas, ella dejó escapar su rebosante alegría.

—Ya lo has visto, ¡sabía que esa chica era una cualquiera! Cuando pienso en la manera en la que me ha hablado, y tú la defendías, además. Qué ingenuo puedes llegar a ser, mi pobre Marcel.

Marcel Grobz, con los ojos fijos en la moqueta del ascensor, contaba los agujeros hechos por las quemaduras de cigarrillo y luchaba por contener las lágrimas que se acumulaban en su garganta.

* * *

La carta llevaba un sello de colorines, con un matasellos de más de una semana. Estaba dirigida a Hortense y Zoé Cortès. Jo reconoció la letra de Antoine, pero se abstuvo de abrirla. La colocó en la mesa de la cocina en medio de los papeles y los libros, la dio vueltas y vueltas, se la llevó a los ojos intentando percibir fotos, un cheque… En vano. Tuvo que esperar a que sus hijas volvieran del colegio.

Fue Hortense la primera que la vio y la cogió. Zoé se puso a dar saltos gritando: «¡Yo también! ¡Yo también quiero la carta!». Joséphine les hizo sentarse y pidió a Hortense que la leyera en voz alta. Después sentó a Zoé sobre sus rodillas y, abrazándola fuertemente, se dispuso a escuchar. Hortense abrió el sobre con la ayuda de un cuchillo y sacó seis hojas de papel fino, las desplegó y las colocó en la mesa de la cocina alisándolas con ternura con el dorso de la mano. Después empezó a leer:

Mis queridas niñas:

Como habréis comprendido seguramente al ver el sello en el sobre, estoy en Kenia. Desde hace un mes. Quería daros una sorpresa y por eso no os he dicho nada antes de irme. Pero cuento con vuestra visita en cuanto esté completamente instalado. Podríamos prever eso para las vacaciones escolares. Ya veré eso con mamá.

Kenia es (si miráis en un diccionario) un estado que linda con Etiopía, Somalia, Uganda, Ruanda y Tanzania, en la costa este de África, frente a las islas Seychelles, en el océano Indico… ¿Eso os dice algo? ¿No? Vais a tener que repasar la geografía. La banda costera en la que vivo, entre Malindi y Mombasa, es la región más conocida de Kenia. Dependió del sultán de Zanzíbar hasta 1890. Los árabes, los portugueses y, después, los ingleses se disputaron Kenia, y no fue independiente hasta 1963. Pero ¡basta de historia por hoy! Estoy seguro de que sólo os preguntáis una cosa: ¿qué hace papá en Kenia? Antes de responder, una recomendación: ¿estáis sentadas, mis niñas? ¿Estáis bien sentadas?

Hortense esbozó una sonrisa indulgente y suspiró: «Ese es papá en estado puro». Jo no se lo podía creer: ¡se había ido a Kenia! ¿Solo o con Mylène? El triángulo rojo, encima del tostador, se burlaba de ella. Parecía que le estaba guiñando un ojo.

¡Me dedico a la cría de cocodrilos…!

Las niñas abrieron la boca sorprendidas. ¡Cocodrilos! Hortense retomó su lectura resoplando entre líneas de lo desconcertada que estaba.

¡… para los industriales chinos! Ya debéis de saber que China se está convirtiendo en una potencia industrial, que posee una variedad extraordinaria de recursos naturales y comerciales que van desde la fabricación de ordenadores hasta motores de coche, pasando por todo lo que se produce en el mundo, y he aquí que los chinos han decidido explotar a los cocodrilos como materia prima. Un tal señor Wei, mi jefe, ha instalado en Kilifi una granja piloto y espera que, pronto, esa granja produzca carne de cocodrilo, huevos de cocodrilos, bolsos de cocodrilo, carteras de cocodrilo en cantidades industriales. Os sorprenderíais si os contara todos los planes de mis inversores y la genialidad de sus instalaciones. Así que han decidido «cultivarlos» masivamente dentro de un parque natural. El señor Lee, mi ayudante chino, me ha contado que llenaron enormes Boeing 747 con decenas de miles de cocodrilos procedentes de Tailandia. Los granjeros tailandeses, afectados por la crisis asiática, se vieron obligados a desembarazarse de ellos: ¡el precio del cocodrilo había caído un setenta y cinco por ciento! Los compraron por casi nada. Estaban de rebajas.

—¡Qué gracioso es papá! —interrumpió Zoé mientras se chupaba el dedo—. Pero a mí no me gusta que trabaje con cocodrilos. Los cocodrilos son un asco.

Los han instalado en cauces de ríos aislados por redes de acero y han buscado a un «deputy general manager»… Ese es mi puesto, mis niñas. ¡Soy el deputy general manager del Croco Park!

—Es algo así como un Presidente Director General —declaró Hortense tras reflexionar—. Es lo que había escrito en mis fichas al principio del curso cuando me preguntaron la profesión del padre.

¡Y reino sobre setenta mil cocodrilos! ¿Os dais cuenta?

—¡Setenta mil! —dijo Zoé—. Mejor que no se caiga al agua cuando se pasee por la granja. No me gusta nada de nada.

Ha sido un antiguo cliente de los tiempos en los que trabajaba en Gunman and Co. el que me encontró este trabajo. Me crucé con él, en París, una tarde de junio, mientras tomaba algo en el bar panorámico de Concorde Lafayette, puerta Maillot. Lo recordaréis, os he llevado varias veces. Le dije que buscaba trabajo, que tenía ganas de salir de Francia y pensó en mí cuando oyó hablar de la granja de cocodrilos. Lo que me llevó a embarcarme en esta aventura es la increíble revolución económica que está sucediendo en China. Es como el Japón de los años ochenta. Todo lo que tocan los chinos se transforma en oro. Incluidos los cocodrilos. En fin, lo de hacer prosperar los cocodrilos es tarea mía. E incluso, por qué no, hacer que coticen en Bolsa. Sería extraño, ¿no? Los obreros chinos enviados aquí trabajan largas jornadas y se hacinan en bungalós de adobe. Pasan el tiempo riéndose. Incluso llego a preguntarme cómo es que no se ríen mientras duermen. Resultan tan graciosos con sus piernecitas delgadas que salen de sus pantalones cortos anchos. El único problema es que hay muchos ataques de cocodrilos y reciben muchas dentelladas en los brazos, en las piernas e incluso en la cara. Y ¿sabéis qué? Se cosen ellos mismos. Con aguja e hilo. ¡Son impagables! Tenemos una enfermera que se encarga de coserlos, pero se ocupa principalmente de los visitantes.

Porque he olvidado deciros que el Croco Park está abierto a los turistas. A los europeos, americanos y australianos que vienen a hacer safaris a Kenia. Nuestra granja figura como lugar destacado en el catálogo de excursiones que les proponen. Pagan una entrada mínima y reciben una caña de pescar de bambú y dos esqueletos de pollo para atarlos al final del sedal. Así pueden divertirse metiendo los trozos de pollo en el agua de los pantanos y dar de comer a los cocodrilos, que, hay que reconocerlo, son bastante glotones. ¡Y también muy peligrosos! Por mucho que recomiendes a los visitantes que sean prudentes, a veces se confían, se aproximan y son mordidos, porque el cocodrilo es muy rápido y tiene filas de dientes tan afilados como una sierra. Han llegado a golpear a alguien con la cola y romperle el cuello. Intentamos que no se dé demasiada publicidad a esos incidentes. Pero no les quedan muchas ganas de volver cuando les han mordido gravemente, y no puedo reprochárselo.

—Normal —reconoció Hortense—. Yo cuando vaya los miraré con unos prismáticos.

Jo escuchaba atónita. ¡Una granja de cocodrilos! ¿Y por qué no un criadero de escarabajos?

Pero estaos tranquilas: yo no corro ningún riesgo porque, de los cocodrilos, me ocupo desde lejos. No me acerco a ellos. Eso se lo dejo a los chinos. El negocio promete ser muy próspero. Primero porque China produce así la materia prima que necesita para fabricar todos los diseños franceses e italianos —bolsos, zapatos y accesorios— que copia. Además, porque los chinos adoran la carne y los huevos de cocodrilo, que son cuidadosamente embalados y enviados a China por barco. Veis, tengo medios para organizar este asunto y no estoy parado. Vivo en lo que llaman aquí «la casa del jefe», una gran vivienda de madera situada en medio de la granja con piso superior, varios dormitorios y una piscina rodeada de alambre de espino por si a un cocodrilo se le ocurriese entrar a darse un baño. ¡Ya ha ocurrido! El director del parque, que vivía allí antes que yo, se encontró un día cara a cara con un cocodrilo, y, desde entonces, la seguridad ha sido reforzada. En cada esquina de la granja se han colocado garitas con guardias armados que barren la zona con grandes proyectores; a veces, durante la noche, los indígenas vienen a robar los cocodrilos cuya carne, como sabéis, es deliciosa.

Bueno, mis niñas, ya conocéis todo o casi todo de mi nueva vida. Se hace de día y voy a reunirme con mi ayudante para preparar las tareas de hoy. Os escribiré dentro de poco y muy a menudo, porque os echo de menos y pienso mucho en vosotras. He colocado vuestras fotos sobre la mesa de mi despacho y os presento a todo el que me pregunta: «Pero ¿quiénes son estas señoritas tan guapas?». Y contesto con orgullo: «Son mis hijas, las chicas más guapas del mundo». Escribidme. Decidle a mamá que os compre un ordenador, así podré mandaros fotos de la casa, de los cocodrilos y de los chinitos en pantalón corto. Ahora hay equipos muy baratos y no debería de suponer un gran gasto. Os envío un beso tan fuerte como mi amor por vosotras, papá.

P. D.: Adjunto una carta para mamá…

Hortense tendió una última hoja a Joséphine, quien la dobló y la metió en un bolsillo de su delantal de cocina.

—¿No la vas a leer ahora? —preguntó Hortense.

—No… ¿Queréis que hablemos de la carta de papá?

Las niñas la miraron sin decir nada. Zoé se chupaba el pulgar. Hortense pensaba.

—¡Qué estupidez eso de los cocodrilos! —dijo Zoé—. ¿Y por qué no se ha quedado en Francia?

—Porque en Francia no se crían cocodrilos, como bien dice —suspiró Hortense—. Y, además, no paraba de decir que quería irse al extranjero. Cada vez que le veíamos, sólo hablaba de eso… Sólo me pregunto si ella se ha ido con él…

—Espero que le paguen bien y que le guste su trabajo —añadió Joséphine rápidamente para que las niñas no se pusiesen a hablar de Mylène—. Es muy importante para él salir a flote, tener de nuevo responsabilidades. Un hombre que no trabaja no puede sentirse bien consigo mismo… Y, además, está en su elemento. Siempre le gustaron los grandes espacios, los viajes, África…

Joséphine intentaba conjurar con palabras la aprensión que sentía. ¡Qué locura!, se decía. Espero que no haya invertido en ese negocio… ¿Qué dinero podría invertir? ¿El de Mylène? A mí me hubiese costado ayudarle. No iba a ser yo la que le echase una mano. Recordó entonces que tenían una cuenta común en el banco. Se propuso hablar con el señor Faugeron, su interlocutor en la entidad.

—Yo me voy a ver en mi libro sobre reptiles lo que fabrican los cocodrilos —declaró Zoé saltando de las rodillas de su madre.

—Si tuviésemos Internet, no necesitarías consultar un libro.

—Pero no tenemos Internet —dijo Zoé—, así que yo miro en los libros…

—Estaría bien que nos comprases un ordenador —dejó caer Hortense—. Todas mis amigas tienen uno.

Y si ha pedido prestado dinero a Mylène, es que su historia es seria. Quizás vayan a casarse… ¡Pero no, idiota, no puede casarse con ella!, ¡no está divorciado!, suspiró Joséphine en alto.

—¡Mamá, no estás escuchándome!

—Sí, sí…

—¿Qué te he dicho?

—Que necesitabas un ordenador.

—¿Y qué piensas hacer?

—No lo sé, cariño, tengo que pensármelo.

—Pensándotelo no vas a poder pagarlo.

¡Estará tan guapa como ama de casa! Rosada, fresca y delgada, esperando a Antoine, saltando al jeep para dar la vuelta al parque, preparando la comida, hojeando un periódico en una gran mecedora… Y por la noche, cuando él vuelve, un boy les sirve una buena cena que degustan a la luz de las velas. El debe de tener la impresión de reconducir su vida. Una nueva mujer, una nueva casa, un nuevo trabajo. Nosotras tres debemos de parecerle grises en nuestro pequeño piso de Courbevoie.

Esa misma mañana, la señora Barthillet, la madre de Max, le había preguntado: «Y bien, señora Cortès, ¿sabe algo de su marido?». Ella había respondido una tontería. La señora Barthillet había adelgazado mucho y Joséphine le había preguntado si estaba a régimen. «Se va usted a reír, señora Cortès, ¡hago la dieta de la patata!». Joséphine se había echado a reír y la señora Barthillet había continuado: «En serio, una patata cada noche tres horas después de la cena, y todas las ganas de dulce desaparecen. Parece ser que la patata, tomada antes de dormir, libera dos hormonas que neutralizan las ganas de azúcar y de glúcidos en el cerebro. Ya no se tienen ganas de picar entre horas. Así que se adelgaza, científicamente. Fue Max el que me encontró eso en Internet… No tiene usted Internet, ¿no? Porque si no le hubiese dado el nombre de la página. Curioso ese régimen, pero funciona, se lo aseguro».

—Mamá, no es un lujo, es una herramienta de trabajo… Podrías utilizarlo para tu trabajo y nosotras para los estudios.

—Lo sé, cariño, lo sé.

—Eso dices, pero no te interesa. Y, sin embargo, se trata de nuestro futuro…

—Escucha, Hortense, yo haré lo que sea por vosotras. ¡Lo que sea! Cuando digo que me lo voy a pensar, es para no hacerte promesas que no pueda cumplir, pero quizá lo consiga.

—¡Oh, gracias mamá, gracias! Sabía que podría contar contigo.

Hortense se echó al cuello de su madre e insistió en sentarse sobre sus rodillas como Zoé.

—¿Todavía puedo, mamá, no soy demasiado vieja?

Joséphine se echó a reír y la estrechó contra ella. Se sintió más emocionada de lo que hubiese debido. Tenerla contra ella, sentir su calor, el dulce olor de su piel, el ligero perfume que subía de su ropa llenaba sus ojos de lágrimas.

—Ay, mi niña, te quiero tanto, si supieras. Me siento tan desgraciada cuando nos enfadamos.

—No nos enfadamos, mamá, discutimos. No vemos las cosas de la misma forma, eso es todo. Y sabes, si a veces me enfado es porque, desde que papá se fue, estoy triste, muy triste, así que lo pago contigo gritándote, porque tú sí que estás…

A Joséphine le costó mucho contener sus lágrimas.

—Eres la única persona con la que puedo contar, ¿lo entiendes? Así que si te pido mucho es porque para mí, mamaíta, tú lo puedes todo… Eres tan fuerte, tan valiente, tan tranquilizadora.

Jo se llenaba de valor escuchando a su hija. Ya no tenía miedo, se sentía capaz de todos los sacrificios para que Hortense siguiese acurrucada contra ella y le diese toda su ternura.

—Te prometo que tendrás tu ordenador, cariño. Para Navidad… ¿podrás esperar hasta Navidad?

—Oh, gracias mamaíta. No podrías darme una alegría más grande.

Rodeó con sus brazos el cuello de Joséphine y apretó tan fuerte que esta gritó: «¡Piedad! ¡Piedad! ¡Me vas a romper el cuello!». Después corrió a reunirse con Zoé en su habitación para anunciarle la buena noticia.

Joséphine se sentía aliviada. La alegría de su hija se reflejaba en ella y la liberaba de sus preocupaciones. Desde que había aceptado las traducciones, había apuntado a Hortense y Zoé al comedor del colegio y por las noches casi siempre cenaban lo mismo: jamón y puré. Zoé comía haciendo muecas, Hortense mordisqueaba. Joséphine rebañaba sus platos para no tirar nada. Por eso engordo, pensó, como por tres. Terminada la comida, lavaba los platos —el lavavajillas se había estropeado y no tenía dinero para arreglarlo o reemplazarlo—, limpiaba el mantel de hule de la mesa de la cocina, sacaba sus libros del estante y se ponía a trabajar. Dejaba que sus hijas encendiesen la tele y retomaba la traducción.

De vez en cuando oía sus comentarios. Cuando sea mayor seré diseñadora, decía Hortense, montaré mi propia casa de modas… Pues yo coseré vestidos para mis muñecas…, respondía Zoé. Ella levantaba la cabeza, sonreía, y volvía a zambullirse en la vida de Audrey Hepburn. Sólo se detenía para asegurarse de que se habían lavado los dientes e iba a darles un beso cuando se iban a la cama.

—Max Barthillet ya no me invita a su casa, mamá… ¿Por qué crees que es, mamá?

—No lo sé, cariño —respondía Joséphine, ausente—. Todos tenemos nuestras preocupaciones…

—Mamá, si quiero ser diseñadora —aseguraba Hortense—, tengo que empezar a vestirme muy bien… No puedo llevar cualquier cosa.

—¡Venga, a dormir, niñas! —clamaba Joséphine, impaciente por retomar su trabajo. Mañana a las siete en pie.

—¿Crees que los padres de Max Barthillet se van a divorciar? —preguntaba Zoé.

—No lo sé, cariño, duérmete.

—¿Podrías darme algo de dinero para comprarme una camiseta Diesel? Vamos mamá —suplicaba Hortense.

—¡A dormir! No quiero oír una sola palabra más.

—Buenas noches, mamá.

Retomaba su traducción. ¿Qué hubiese hecho Audrey Hepburn en su situación? Habría trabajado, habría permanecido digna, habría pensado en el bienestar de sus hijos. PERMANECER DIGNA Y PENSAR EN EL BIENESTAR DE LOS HIJOS. Así hubiese llevado su vida, digna, amante y delgada como un clavo. Esa noche, Joséphine decidió comenzar la dieta de la patata.

* * *

Era una noche fría y lluviosa de noviembre. Philippe e Iris Dupin volvían a casa. Habían sido invitados a casa de uno de los socios de Philippe. Una gran cena, una veintena de invitados, un maître de hotel sirviendo los platos, suntuosos centros de flores, un fuego crepitando en la chimenea del salón, conversaciones tan triviales que Iris podría haberlas recitado con antelación. Lujo, esplendor y… aburrimiento, resumía abandonada en el asiento delantero de la confortable berlina que atravesaba París. Philippe conducía, silencioso. Ella no había conseguido que la mirase ni una sola vez en toda la velada.

Iris observaba París y no podía evitar admirar los edificios, los monumentos, los puentes sobre el Sena, la arquitectura de las grandes avenidas. Cuando vivía en Nueva York, echaba de menos París. Las calles de París, la piedra amarillenta de los edificios, los paseos llenos de árboles, las terrazas de los cafés, el curso tranquilo del Sena. Llegaba a cerrar los ojos e imaginar instantáneas de la ciudad.

La vuelta de las veladas era lo que más le gustaba: el trayecto en coche. Quitarse los zapatos, estirar sus largas piernas, apoyar la nuca en el respaldo, cerrar los ojos a medias y dejarse invadir por el espectáculo de la ciudad que las farolas hacían temblar.

Se había aburrido mortalmente en esa cena, sentada entre un joven abogado entusiasta que empezaba en la profesión y uno de los más grandes notarios parisinos que hablaba del alza del mercado inmobiliario. El aburrimiento le provocaba accesos de cólera. Sentía ganas de levantarse y volcar la mesa. En lugar de eso, se desdoblaba y dejaba a «la otra», la hermosa señora Dupin, realizar su trabajo de «señora de». Dejaba oír su risa, la risa de una mujer feliz, para borrar su rabia interior.

Al principio de su matrimonio, se esforzaba en participar en las conversaciones, se interesaba por el mundo de los negocios, en la Bolsa, en los beneficios, los dividendos, las alianzas de los grandes grupos, en las estrategias proyectadas para vencer a un rival o ganar un aliado. Ella procedía de un mundo diferente, el de la Universidad de Columbia, las discusiones acaloradas sobre una película, un guión, un libro, y se sentía tan torpe y dubitativa como una debutante. Después, poco a poco, había comprendido que estaba fuera de juego. La invitaban porque era guapa, encantadora, la mujer de Philippe. Salían en pareja. Pero bastaba que su vecino de mesa le preguntara «y usted, señora, ¿a qué se dedica?», y que ella respondiese «a poca cosa. Me consagro a la educación de mi hijo…», para que insensiblemente le volviese la espalda y se dirigiese a otra invitada. Eso le había entristecido, herido y, después, se había acostumbrado. Algunos hombres flirteaban discretamente con ella, pero cuando las conversaciones se animaban, ella pasaba a un segundo plano.

Esa noche había sido distinta…

Cuando el invitado sentado frente a ella, un atractivo editor, conocido tanto por su trabajo como por su éxito con las mujeres, le había lanzado lleno de ironía: «Y bien, mi querida Iris, ¿sigues en el papel de Penélope encerrada en casa? ¡Pronto te van a tapar con un velo!», ella se había picado y había respondido sin pensar: «Te vas a sorprender: ¡he empezado a escribir!». Apenas había pronunciado esa frase, los ojos del editor se iluminaron. «¿Una novela? ¿Y qué tipo de novela?». «Una novela histórica». Sin pensarlo, se acordó de Joséphine, en sus estudios sobre el siglo XII. Su hermana había aparecido interponiéndose entre ella y ese hombre. «¡Ah! Eso me interesa. A los franceses les vuelve locos la historia y la historia novelada… ¿Has empezado ya?». «Sí», había replicado con aplomo, llamando en su ayuda a la ciencia de su hermana. Una novela ambientada en el siglo XII… En los tiempos de Leonor de Aquitania. Existen un montón de ideas falsas sobre la época. Es un periodo crucial de la historia de Francia. Una época que se parece extrañamente a la actual: el dinero reemplaza al trueque y se coloca en un lugar preponderante en la vida de la gente, los pueblos se vacían, crecen las ciudades, Francia se abre a influencias extranjeras, el comercio se expande por toda Europa, la juventud, que no encuentra su lugar en la sociedad, se rebela y se vuelve violenta. La religión tiene un lugar predominante, a la vez fuerza política, económica y legislativa. En el clero existen actitudes extremistas y cuenta con numerosos fanáticos que se meten en todo. Es también la época de las grandes obras, de la construcción de catedrales, universidades, hospitales, de las primeras novelas románticas, de los primeros debates de ideas… Improvisaba. Todos los argumentos de Jo salían de su boca como ríos de diamantes, y el editor, entusiasmado, olía el gran filón sin bajar la mirada.

—Apasionante. Dime, ¿cuándo comemos juntos?

Resulta tan reconfortante existir y dejar de ser sólo la «señora de» y madre de familia… Sentía que le crecían alas.

—Iré a verte. En cuanto tenga algo consistente que enseñarte.

—No se lo enseñes a nadie antes que a mí, ¿me lo prometes?

—Te lo prometo.

—Cuento contigo. Te haré un buen contrato, no quiero tener que enfrentarme a Philippe.

Le había dado el número de su línea directa y, antes de irse, le había recordado su promesa.

Philippe la dejó frente al portal de su casa y fue a aparcar.

Ella corrió a refugiarse en su dormitorio y se desvistió recordando su fabulación. ¡Qué audacia! ¿Qué voy a hacer ahora? Después se calmó: se olvidará o le diré que sólo estoy empezando, que hay que darme tiempo…

El reloj de bronce colocado sobre la chimenea del dormitorio dio las doce campanadas de medianoche. Iris tembló de placer. ¡Había sido maravilloso inventarse un papel! Convertirse en otra persona. Inventarse una vida. Se había sentido transportada al pasado, a sus tiempos de estudiante en Columbia, cuando estudiaban en grupo una puesta en escena, un papel, el emplazamiento de la cámara, la forma de los diálogos, la eficacia de un montaje. Ella mostraba a los aprendices de actor cómo interpretar su personaje. Ella interpretaba al hombre, después a la mujer, la víctima inocente y la manipuladora perversa. La vida no le parecía nunca lo suficientemente grande como para contener todas las facetas de su personalidad. Gabor la animaba. Juntos escribirían guiones. Formaban un buen equipo.

Gabor… siempre volvía a él.

Sacudió la cabeza y se contuvo.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se había sentido viva. Por supuesto, había mentido, pero no era una mentira muy gorda.

Sentada a los pies de la cama, vestida con un camisón de encaje color crema, empuñó su cepillo y lo pasó por su largo cabello negro. Era un ritual que nunca se saltaba. En las novelas que leía de niña, las protagonistas se cepillaban el pelo, por la mañana y por la noche.

El cepillo crepitaba y, con la cabeza inclinada, Iris pensaba en su larga y monótona jornada. Otro día más en el que no había hecho nada. Desde hacía algún tiempo, se quedaba encerrada en casa. Había perdido el gusto por distraerse bailando en el vacío. Había comido sola, en la cocina, escuchando el parloteo de Babette, la mujer de la limpieza que ayudaba a Carmen por las mañanas. Iris observaba a Babette como quien disecciona una ameba, en el laboratorio. La vida de Babette era una novela: abandonada de niña, violada, viviendo en familias de acogida, rebelde, delincuente, casada a los diecisiete, madre a los dieciocho, su vida era un rosario de fugas y delitos sin abandonar a su hija, Marilyn, a la que siempre llevaba bajo el brazo, llenándola del amor que ella no había recibido. Con treinta y cinco años, había decidido «dejar de hacer tonterías». Rehabilitarse, trabajar honradamente para pagar los estudios de su hija que acababa de terminar el bachillerato. Sería empleada de hogar. No sabía hacer otra cosa. Una excelente empleada de hogar, la mejor empleada de hogar. Su «tarifa para los ricos» era de veinte euros la hora. Iris, intrigada por esa rubita de ojos azules de fresca insolencia, la había contratado. Y desde entonces adoraba escucharla. El diálogo era a menudo extraño entre esas dos mujeres sin nada en común y quienes, en la cocina, se volvían cómplices.

Esa mañana, Babette había dado un mordisco demasiado fuerte a una manzana, y uno de sus dientes delanteros se había quedado clavado en la fruta. Estupefacta, Iris vio cómo recuperaba el diente, lo limpiaba bajo el grifo, sacaba un tubo de cola de su bolso y lo volvía a poner en su sitio.

—¿Te pasa a menudo?

—¿El qué? Ah, ¿mi diente? De vez en cuando…

—¿Y por qué no vas a un dentista? Vas a terminar perdiéndolo.

—¿Sabe usted cuánto cuestan los dentistas? Se nota que no le falta a usted el dinero.

Babette vivía en concubinato con Gérard, empleado en una tienda de electrodomésticos. Era ella la que proveía a la casa de bombillas, ladrones, tostador, hervidor, freidora, congelador, lavavajillas y demás. A precios sin competencia: cuarenta por ciento de descuento. Carmen lo apreciaba. Los amores de Gérard y Babette eran un culebrón que Iris seguía con avidez. No paraban de pelearse, de separarse, de reconciliarse, de engañarse y… de amarse. ¡Lo que debería escribir es la vida de Babette! Pensó Iris cepillándose más lentamente.

Esa mañana, Iris había comido en la cocina mientras Babette limpiaba el horno. Entraba y salía del horno como un pistón bien engrasado.

—¿Cómo haces para estar siempre contenta? —había preguntado Iris.

—Nada excepcional, sabe usted. Gente como yo hay a patadas.

—¿Con todo lo que has vivido?

—No he vivido más que cualquiera.

—Oh, sí.

—No, es usted a la que no le ha pasado nada.

—¿No tienes miedos o angustias?

—Para nada.

—¿Eres feliz?

Babette había cerrado el horno y había mirado a Iris como si acabara de preguntarle sobre la existencia de Dios.

—¡Qué pregunta más tonta! Esta noche vamos a tomar algo en casa de unos amigos y estoy contenta, pero mañana será otro día.

—¿Cómo lo haces? —había suspirado Iris con envidia.

—No me diga que usted es infeliz.

Iris no había respondido.

—Estamos buenos… Si yo estuviera en su lugar, ¡lo que iba a divertirme! Sin preocupaciones a final de mes, un piso hermoso, un marido guapo, un hijo guapo… Ni siquiera me lo plantearía.

Iris sonrió con desgana.

—La vida es más complicada que eso, Babette.

—Quizás… Si usted lo dice.

Y se había sumergido de nuevo, de cabeza, dentro del horno. Iris la había oído refunfuñar contra estos hornos pirolíticos que no se limpiaban nada de nada. Había creído escuchar «aceite», seguido de otros gruñidos, y por fin Babette había vuelto a aparecer para concluir:

—Quizás no se puede tener todo en la vida. Yo me río sin parar y soy pobre, y usted se aburre soberanamente y es rica.

Esa mañana, tras haber dejado a Babette en el horno, Iris se había sentido muy sola.

Si solamente hubiese podido llamar a Bérengère… Ya no la veía y se sentía amputada de una parte de ella misma. No de la mejor parte, por supuesto, pero debía reconocer que echaba de menos a Bérengère. Sus chismes, el olor a cloaca de sus chismes.

Yo la miraba por encima del hombro, me decía que no tenía nada en común con esa mujer, pero me encantaba cotillear con ella. Es como algo salvaje dentro de mí, una perversión que me empuja a desear lo que más detesto. No me puedo resistir. Hace seis meses que no nos vemos, calculó, seis meses que ya no sé lo que pasa en París, quién se acuesta con quién, quién está arruinado, quién está en declive.

Había permanecido buena parte de la tarde encerrada en su despacho. Había releído un cuento de Henry James. Le había llamado la atención una frase que había copiado en su libreta: «¿Qué es lo que caracteriza generalmente a los hombres? Simplemente la capacidad que tienen de malgastar indefinidamente su tiempo con mujeres aburridas, de pasarlo, diría, sin aburrirse pero, lo que viene a ser lo mismo, sin darse cuenta de que se aburren, sin incomodarse tanto como para tomar la tangente».

—¿Soy una mujer aburrida? —murmuró Iris al gran espejo que cubría las puertas de su armario.

El espejo permaneció mudo. Iris volvió a la carga aún más bajo:

—¿Philippe va a tomar la tangente?

El espejo no tuvo tiempo de responderle. Sonó el teléfono, era Joséphine. Parecía muy excitada.

—Iris… ¿Podemos hablar? ¿Estás sola? Sé que es muy tarde, pero tenía que hablar contigo.

Iris la tranquilizó: no la molestaba.

—Antoine ha escrito a las niñas. Está en Kenia, criando cocodrilos.

—¿Cocodrilos? ¿Se ha vuelto loco?

—Ah, piensas lo mismo que yo.

—No sabía que los cocodrilos se criaran.

—Trabaja para unos chinos y…

Joséphine le propuso leerle la carta de Antoine. Iris la escuchó sin interrumpirla.

—¿Y bien?, ¿qué piensas?

—Francamente Jo: ha perdido la cabeza.

—Y eso no es todo.

—Se ha enamorado de una china en pantalón corto que ha perdido una pierna.

—No, nada de eso.

Joséphine se echó a reír. Iris sonrió. Prefería oír a Joséphine reírse de este nuevo episodio de su vida conyugal.

—Me ha escrito una hoja sólo para mí, al final de la carta a las niñas y… no te lo vas a creer…

—¿Qué? Venga Jo…

—Pues bien, la había puesto en el bolsillo de mi delantal, ya sabes, el gran delantal blanco que me pongo cuando cocino… Cuando me acosté, me di cuenta de que la había dejado en el bolsillo del delantal… Lo había olvidado… ¿No es formidable?

—Al grano, Jo, al grano. A veces es muy difícil seguirte.

—Escucha Iris: me he olvidado de leer la carta de Antoine. No me he precipitado ávidamente para leerla. Eso quiere decir que me estoy curando, ¿no?

—Cierto, tienes razón. ¿Y qué decía esa carta?

—Espera, que te la leo…

Iris escuchó un ruido de papel desplegándose y después se elevó la voz clara de su hermana:

—«Joséphine… Lo sé, soy un cobarde, he huido sin decirte nada, pero no he tenido el valor de enfrentarme a ti. Me sentía demasiado mal. Aquí voy a empezar mi vida desde cero. Confío en que todo salga bien, que ganaré dinero y que podré devolverte multiplicado por cien lo que haces por las niñas. Tengo una oportunidad de conseguirlo, de ganar mucho dinero. En Francia me sentía aplastado. No me preguntes por qué… Joséphine, eres una mujer buena, inteligente, dulce y generosa. Has sido muy buena esposa. No lo olvidaré nunca. He sido injusto contigo y me gustaría compensártelo. Facilitarte la vida. Tendréis noticias mías con regularidad. Te adjunto al final de la carta mi número de teléfono, al que podrás llamarme para lo que sea. Un beso, con todos los buenos recuerdos de nuestra vida en común, Antoine». Hay dos posdatas. La primera dice: «Aquí me llaman Tonio, en caso de que me llames y lo coja un boy», y la segunda: «Es curioso, aquí nunca sudo y, sin embargo, hace calor». Eso es todo, ¿qué piensas?

La primera reacción de Iris fue pensar: ¡Pobre chico! ¡Resulta patético! Pero no sabía si Joséphine había llegado a ese grado de indiferencia sentimental, así que prefirió utilizar la diplomacia:

—Lo importante es lo que pienses tú.

—Antes eras más dura.

—Antes él formaba parte de la familia. Se le podía maltratar…

—¡Ah! ¿Así es como concibes tú la familia?

—Hace seis meses tú te sobrepasaste con nuestra madre. Fuiste tan violenta que ya no quiere oír hablar de ti.

—¡Y no te imaginas hasta qué punto me siento mejor desde entonces!

Iris reflexionó un instante y después preguntó:

—Tras la lectura de la carta dirigida a las niñas, ¿cómo te sentiste?

—No muy bien… Pero, sin embargo, no me precipité para leer mi carta, eso es un signo de que estoy mejor, ¿no? Que ha dejado de obsesionarme.

Joséphine hizo una pausa y después añadió:

—Es cierto que con la de trabajo que tengo, no dispongo de mucho tiempo para pensar.

—¿Te va bien? ¿Necesitas dinero?

—No, no… estoy bien. Acepto todos los trabajos que me proponen. ¡Todos!

Después, cambiando bruscamente de tema, preguntó:

—¿Cómo va Alexandre? ¿Hace progresos con el dictado?

A Alexandre le habían puesto largos dictados, durante todo el verano, mientras sus primas se iban a la playa o a pescar.

—He olvidado preguntárselo. Es tan reservado, tan silencioso. Resulta extraño: me intimida. No sé cómo hablar a un chico. Quiero decir: ¡sin seducirlo! A veces te envidio por tener dos hijas. Debe de resultar bastante más fácil…

Iris se sintió de repente increíblemente impotente. El amor maternal le parecía una montaña que no culminaría nunca. ¡Es increíble, pensó, no trabajo, no tengo nada que hacer en la casa salvo elegir las flores y las velas perfumadas, tengo un único hijo y apenas me ocupo de él! Alexandre sólo conoce de mí el ruido de los paquetes que dejo en la entrada o el del frufrú de mi falda cuando me inclino para darle las buenas noches antes de salir. Es un niño educado a distancia.

—Voy a tener que dejarte, querida, estoy oyendo los pasos de mi marido. Un beso y, no lo olvides: ¡Cric y Croe se comieron al gran Cruc que creía poder comérselos!

Iris colgó y levantó la mirada hacia Philippe que la observaba desde el quicio de la puerta de la habitación. A este tampoco le entiendo, suspiró retomando la danza de su cepillo. Tengo la impresión de que me espía, que me sigue de cerca, que tengo sus ojos pegados a mi espalda. ¿Me hará seguir, quizás? ¿Está buscando cogerme en falta para negociar un divorcio? El silencio se había instalado entre ellos como una evidencia, un muro de Jericó que ninguna trompeta haría caer nunca pues nunca gritaban, ni cerraban las puertas de golpe, ni nunca alzaban la voz. Felices las parejas que discuten, pensó Iris, todo es más fácil tras una buena pelea. Se desgañitan, se agotan y se echan en los brazos el uno del otro. Un tiempo de reposo en el que bajan las armas, en el que los besos dulcifican los rencores, borran los reproches, firmando un breve armisticio. Philippe y ella sólo conocían el silencio, la frialdad, la ironía hiriente que escarbaba día tras día la fosa de una separación cierta. Iris no quería pensar en ello. Se consolaba diciéndose que no eran la única pareja que derivaba como la suya en una indiferencia educada. No todos se divorciaban. Se trataba de un mal momento que pasaba, un momento que podía ser largo, ciertamente, pero que a veces progresaba lentamente hacia una vejez pacífica.

Philippe se dejó caer sobre la cama y se quitó los zapatos. Primero el derecho, después el izquierdo. Después el calcetín derecho y el calcetín izquierdo. A cada gesto le correspondía un ruido. Ploc, ploc, pff, pff.

—¿Tienes un día duro, mañana?

—Citas, una comida, lo de siempre.

—Deberías trabajar menos. Los cementerios están llenos de gente indispensable.

—Es posible… Pero no veo cómo podría cambiar de vida.

Habían tenido ya esa conversación numerosas veces. Como un rito obligado antes de acostarse. Siempre terminaba de la misma forma: un punto de interrogación en el aire.

Y ahora entrará en el cuarto de baño, se lavará los dientes, se pondrá su camiseta larga para dormir y vendrá a acostarse suspirando «creo que me voy a dormir enseguida…». Y ella dirá… Ella no dirá nada. Él depositará un beso sobre su hombro y añadirá: «Buenas noches, querida». Cogerá su antifaz para dormir, se lo ajustará y, en su lado de la cama, le dará la espalda. Ella guardará los cepillos, encenderá la lámpara de su mesita de noche, cogerá un libro y leerá hasta que se le cierren los ojos.

Y después inventará una historia.

Una historia de amor o cualquier otra. Algunas noches, se envuelve en las sábanas, abraza su almohada contra su pecho, hace un hueco en la pluma ligera y vuelve con Gabor. Están en el Festival de Cannes. Caminan por la arena, al borde del mar. Él está solo, lleva un guión bajo el brazo. Ella está sola, expone su rostro al sol. Se cruzan. Ella deja caer las gafas. Él se agacha a recogerlas, se levanta e… «¡Iris!». «¡Gabor!». Se abrazan, se besan, él dice, ¡cuánto te he echado de menos! ¡No he dejado de pensar en ti! Ella murmura: yo tampoco. Recorren las calles y hoteles de Cannes. Él ha venido a presentar su película, ella le acompaña a todos los lados, suben juntos la escalinata, juntos de la mano, ella pide el divorcio…

Otras noches, elige una historia diferente. Ella acaba de escribir un libro, es un gran éxito, ofrece entrevistas a la prensa internacional reunida en el hall del Palace donde la esperan. La novela ha sido traducida a veintisiete lenguas, los derechos comprados por la MGM, Tom Cruise y Sean Penn se disputan el papel protagonista. Los dólares se amontonan en paquetitos verdes hasta perderlos de vista. Las críticas son buenas, hacen fotos de su despacho, de su cocina, se le pide opinión para todo.

—Mamá, ¿puedo venir a dormir con vosotros?

Philippe se volvió de golpe y la respuesta fue fulminante.

—¡No, Alexandre! ¡Ya hemos tenido mil veces esta discusión! Con diez años, un niño no duerme con sus padres.

—Mamá, di que sí, por favor.

Iris descubrió un brillo de angustia en los ojos de su hijo e, inclinándose hacia él, le tomó en sus brazos.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Tengo miedo, mamá… Mucho miedo. He tenido una pesadilla.

Alexandre se había acercado e intentaba meterse entre las sábanas.

—¡Vete a tu habitación! —rugió Philippe quitándose el antifaz azul.

Iris leyó el pánico en los ojos de su hijo. Se levantó, le cogió de la mano y declaró:

—Voy a ir a acostarle.

—Esas no son formas de educar a este niño. ¿En qué vas a convertirle? ¿En un niño de mamá? ¿Un hombre que tendrá miedo de su sombra?

—Simplemente voy a meterlo en la cama… No hay que hacer un drama.

—¡Es escandaloso! ¡Escandaloso! —repitió Philippe dándose la vuelta en la cama—. Este niño no va a crecer nunca.

Iris cogió a Alexandre de la mano y le llevó hasta su habitación. Encendió la lamparita fijada en la cabecera de la cama, abrió las sábanas e indicó a Alexandre que se acostara. Él se metió bajo la manta. Ella posó la mano sobre su frente y preguntó:

—¿De qué tienes miedo, Alexandre?

—Tengo miedo…

—Alexandre, todavía eres un niño, pero pronto serás un hombre. Vivirás en un mundo de brutos, tienes que endurecerte. No va a ser viniendo a llorar a la cama de tus padres…

—¡No estaba llorando!

—Te has rendido a tu miedo. Ha sido más fuerte que tú. Eso no está bien. Debes enfrentarte a él, si no seguirás siendo siempre un bebé.

—No soy un bebé.

—Sí… Quieres dormir con nosotros como cuando eras un bebé.

—No, no soy un bebé.

Hipaba de cólera y de pena. Estaba a la vez furioso contra su madre y seguro de tener miedo.

—¡Y tú eres mala!

Iris no supo qué responder. Ella le contempló, con la boca abierta, dispuesta a replicar, pero no pronunció ninguna palabra. No sabía cómo hablar a su hijo. Ella estaba en una orilla, Alexandre en la opuesta. Se observaban en silencio. Eso había empezado desde su nacimiento. En la clínica. Cuando habían colocado a Alexandre en la cuna transparente al lado de su cama, Iris se había dicho:

¡Anda! ¡Una nueva persona en mi vida! Nunca pronunció la palabra «bebé».

El silencio y el apuro de Iris volvieron a Alexandre aún más intranquilo. Debe de pasar algo grave para que mamá no pueda hablarme. Para que me mire sin decirme nada.

Iris depositó un beso sobre la frente de su hijo y se incorporó.

—Mamá, ¿puedes quedarte hasta que me duerma?

—Tu padre se va a poner furioso…

—Mamá, mamá, mamá…

—Lo sé, cariño, lo sé. Voy a quedarme, pero la próxima vez, prométeme que serás fuerte y que te quedarás en la cama.

Él no respondió. Ella le tomó de la mano.

Él suspiró, cerró los ojos y ella posó la mano sobre su hombro, acariciándolo suavemente. Su largo cuerpo endeble, sus negras pestañas, su cabello negro y ondulado… Tenía la gracia frágil de un niño inquieto, un niño al acecho. Incluso mientras dormía, se formaba una arruga entre sus cejas y su pecho se hundía como aplastado por un peso demasiado grande. Dejaba escapar suspiros de miedo y de alivio, suspiros que le cortaban la respiración.

Ha venido a nuestra habitación porque ha intuido que lo necesito. El presentimiento infantil. Ella se vio, pequeña, riéndose muy fuerte de las bromas de su padre, haciendo el payaso para luchar contra la gran nube negra que había entre sus padres. No pasaba nada terrible entre ellos y, sin embargo, tenía miedo… Papá gordito, bueno, suave. Mamá seca, dura, delgada. Dos extraños que dormían en la misma cama. Ella había continuado haciendo el payaso. Le parecía que era más fácil hacer reír que expresar lo que sentía. La primera vez que habían murmurado delante de ella: «¡Qué guapa es esta niña! ¡Qué ojos más bonitos! ¡Nunca he visto unos ojos así!», ella había cambiado su disfraz de payaso por la panoplia de niña guapa. ¡Un papel de teatro!

Estoy mal en este momento. Esta apariencia sosegada y acomodada que he mantenido tanto tiempo se rompe, y emerge un batiburrillo de contradicciones. Al final voy a tener que elegir. Ir en una dirección, pero ¿cuál? Sólo el hombre que se ha encontrado, el hombre que coincide consigo mismo, con su verdad interior, es un hombre libre. Él sabe quién es, se divierte explotando lo que es, no se aburre nunca. La felicidad que siente al vivir en buena vecindad consigo mismo le vuelve casi eufórico. Vive entonces realmente mientras los demás dejan pasar sus vidas entre los dedos… sin cerrarlos jamás.

La vida pasa entre mis dedos. Nunca he conseguido encontrarle el sentido. No vivo, ando ciega. Me siento mal con los demás, mal conmigo misma. Odio a la gente que me muestra esa imagen de mí que no me gusta y me odio por no ser capaz de tener el valor de cambiar. Basta con obedecer una sola vez las leyes de los demás, con vivir en conformidad con lo que piensan, para que nuestra alma se resquebraje y se rompa. Nos resumimos en una apariencia. Pero, y de pronto este pensamiento la aterrorizó, ¿no es demasiado tarde? ¿No me he convertido ya en esa mujer cuyo reflejo veo en los ojos de Bérengère? Al pensar eso sintió un escalofrío. Cogió la mano de Alexandre, la apretó con fuerza y, en su sueño, le devolvió la presión murmurando «mamá, mamá». Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se acostó junto a su hijo, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

* * *

—Josiane, ¿se ha ocupado de mis billetes a China?

Marcel Grobz, plantado ante su secretaria, le hablaba como lo haría a una señal de tráfico. A un metro por encima de su cabeza. Josiane sintió una violenta punzada en el pecho y se estiró en su silla.

—Sí… Todo está sobre la mesa.

Ya no sabía cómo dirigirse a él. Él la llamaba de usted. Ella balbuceaba, buscaba sus palabras, la construcción de sus frases. Había suprimido todos los pronombres personales de su conversación y hablaba en infinitivo o en indefinido.

Él se había refugiado en el trabajo, multiplicando los desplazamientos, las citas, las comidas de negocios. Cada tarde, Henriette Grobz venía a buscarle. Pasaba ante el despacho de Josiane, sin mirarla. Un trozo de madera que se desplaza, tocada con un sombrero redondo. Josiane les veía partir, él, encorvado, ella, estirada como el asta de una bandera.

Desde que les había sorprendido, a ella y a Chaval, ante la máquina de café, él la evitaba. Pasaba delante de ella, se encerraba en su despacho para salir solamente por la tarde, rápidamente, gritando «¡hasta mañana!», y volviendo la cabeza. Ella apenas tenía tiempo de verlo pasar…

Y yo, me voy a quedar en la acera. De vuelta en la casilla de «salida». Me va a echar muy pronto, me pagará las vacaciones, mi antigüedad, mi indemnización, me planta un certificado de conformidad, me desea buena suerte tendiéndome la mano y ¡hala! ¡Adiós, pequeña! ¡Si te he visto no me acuerdo! Suspiró y contuvo las lágrimas. ¡Qué imbécil ese Chaval! ¡Y qué imbécil yo misma! ¡No podía estarme quietecita! ¡No podía haber tenido cuidado! Nunca en la empresa, le había dicho, ni un gesto equívoco ni el suspiro de un beso. Anonimato total. Trabajo, trabajo. Y tuvo que venir a ponerse gallito delante de las narices de Marcel. Fue más fuerte que él. ¡Un golpe de testosterona! ¡Se sintió obligado a hacer el Tarzán! Para soltarme enseguida en pleno vuelo de liana.

¡Porque el hermoso Chaval la había enviado a paseo! Después de haberle soltado un buen montón de insultos. Una letanía tal que ella se había quedado de piedra. Algunos, incluso, que no había oído en su vida.

Y, sin embargo, en ese tema, tengo la ciencia infusa.

Desde entonces, ella lloraba a mares.

Desde entonces, se pasaba las tardes destrozada. Debo de parecerme a una catástrofe aérea. ¡Expulsada en pleno vuelo! Y eso que lo tenía todo en mis manos: mi gordito enamorado, un amante joven y apuesto, y el rey Parné a mis pies. ¡Sólo tenía que tirar del cordón, y el lazo estaba hecho! ¡La buena vida a un salivazo de distancia! Ni siguiera consigo pensar correctamente: tengo la cabeza llena de plastilina. En el entierro de mi madre me puse gafas negras y todo el mundo creyó que escondía mi pena. ¡Bien que me vino aquello!

El entierro de su madre…

Josiane había llegado en tren, transbordo en Culmont-Chalindrey, había tomado un taxi (treinta y cinco euros más la propina), franqueado a pie y bajo la lluvia la puerta del cementerio para encontrarse, pegados como lapas bajo sus paraguas, a todos los que había abandonado haciéndoles un corte de mangas veinte años antes. ¡Adiós, chicos! ¡Me largo a vivir la buena vida a París! Volveré forrada o con los pies por delante. Puede que no haya sido una buena idea volver en plan tacaña, sin pompa ni circunstancia, ni nada con lo que cerrarles el pico. «¿Has venido en tren? ¿No tienes coche?». El coche, en su familia, era lo más, el signo de que se había «llegado». De que se dormía en el Elíseo. Que se tenía éxito. «No, no tengo coche porque en París está de moda ir andando». «Ah, bueno…», habían dicho y habían hundido sus narices en sus solapas negras para reírse en voz baja «no tiene coche, ¡no tiene coche! ¡Menuda gorda inútil!».

Ella les había dejado a un lado de un golpe seco y se había acercado al nicho donde habían colocado la pequeña caja con las cenizas. Saltaron las alarmas. ¡En fin! Todo se había mezclado y la bañera se había desbordado: Marcel, mamá, Chaval, nadie, estoy sola, abandonada, sin dinero, sin perspectivas, fracasada. Tengo ocho años y espero el tortazo que me va a caer. Tengo ocho años y las nalgas que dicen bravo de tanto temblar de miedo. Tengo ocho años y el abuelo que entra sin hacer ruido en mi habitación cuando todo el mundo duerme. O hace que duerme porque les conviene más.

No era por su madre por la que lloraba sino por ella. Debió de ser concebida una noche de borrachera, siempre había tenido que arreglárselas sola y nunca había tenido infancia. Por culpa de esa que se estaban comiendo los gusanos y a la que le importaba un rábano que ella fuese violada, explotada o simplemente infeliz. ¡Menudo negocio! ¡Cuando tenga al rey Parné en el bolsillo, me acostaré en el diván de un charlatán y le hablaré de mis viejos! Ya veremos lo que dice.

De vuelta del cementerio, habían montado un festín. Corrían mares de vino tinto, salchichas y morcillas, pizzas y patés, Caprice des Dieux y figuritas de patata. Todos se acercaban a observarla, a escrutarla, a tomarle el pulso. «¿Qué tal? ¿Cómo es la vida en París?». «De lujo», decía, poniéndoles en las narices el diamante rodeado de rubíes que le había regalado Marcel. Estirando el cuello para que se percatasen del collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur con broche de diamantes y montura de platino. Se estiraba, se estiraba, se convertía en jirafa para hacerles cerrar la boca. «¿Y a qué te dedicas? ¿Te pagan bien? ¿Te trata bien el jefe?». «Mejor imposible», respondía apretando los dientes para impedir que la bañera se desbordase. Cada uno venía, por turno, haciendo las mismas preguntas, con las mismas respuestas, las mismas bocas abiertas que subrayaban la amplitud de su éxito. Babeaban de estupefacción y se servían una copa. ¡Joder! Los que decían que, aquí, incluso para ser cajera en el supermercado había que tener un enchufe. ¡Aquí no hay donde trabajar! Aquí se pregunta uno por dónde se ha ido la vida… Los viejos decían: «En mis tiempos empezábamos a los trece años, en cualquier sitio, en cualquiera, pero había trabajo; hoy no hay nada». Y se volvían a servir una copa. Pronto estarán borrachos como cubas y empezarán las canciones obscenas. Ella decidió marcharse antes de que comenzaran las estrofas alcoholizadas. No se sabía lo que iba a ocurrir cuando empezaban a empinar. Se peleaban, se desaliñaban, se empujaban, arreglaban cuentas familiares de hacía años, rompían los cuellos de las botellas para utilizarlas como armas.

Al cabo de un rato, su cabeza comenzó a darle vueltas y pidió que abriesen la ventana. «¿Por qué? ¿Estás mareada? ¿Te han preñado? ¿Sabes quién es el padre?». Estallaron las risas vulgares, un coro de risas en batería, disparadas en todas direcciones, subiendo y bajando de tono y dándose codazos como si fuesen a bailar el baile de los pajaritos. «¡Joder, se diría que soy vuestro único tema de conversación —se encaró antes de retomar aliento—, no tenéis nada más de que hablar… Es una suerte que haya venido porque os habríais aburrido como ostras!».

Se callaron molestos. «¡Ay! ¡No has cambiado nada! —le dijo el primo Paul—, siempre tan agresiva. ¡No me extraña que nadie te haya preñado! ¡No ha nacido aún el que se arriesgue a ello! ¡Veinte años de trabajos forzados encadenado a la estirada! ¡Habría que estar delirando o totalmente tarado!».

¡Un hijo! ¡Un hijo de Marcel! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Y encima soñaba con ello. No paraba nunca de hablar de que la Escoba había rechazado ese placer legítimo. A él se le humedecían los ojos cuando veía uno de esos angelotes que gateaban en los anuncios, llenos de papilla o de pañales malolientes.

El tiempo se detuvo y se volvió mayúsculo.

Los asistentes al banquete de morcillas se detuvieron como si hubiese pulsado la tecla pausa en el mando a distancia y las palabras tomaron forma. Un be-bé. Un be-bé. Un niño Jesús. Un pequeño y mofletudo Grobz. Con una cuchara de oro en la boca. ¿Qué digo una cuchara? ¡Una cubertería entera, sí! ¡Cubierto de oro de arriba abajo, el bebé! ¡Dios, qué pocas luces tenía! Eso es lo que necesitaba: recuperar a Chef, que le hiciese un bombo y ¡después sería inseparable! Una sonrisa angélica se esbozó en su rostro, su mentón cayó en beatitud y su pecho se expandió en olas temblorosas dentro de su sujetador, talla 105 C.

Dedicó una tierna mirada a sus primos y primas, sus hermanos y tíos, sus tías y sobrinas. ¡Cómo les quería por haberla dado esa idea luminosa! ¡Cómo amaba su mezquindad, su mediocridad, su jeta alcoholizada! Había vivido demasiado tiempo en París. Había adoptado costumbres de señoritinga. Había perdido el tranquillo. Olvidado la lucha de clases, de sexos y de monederos. Debería venir aquí más a menudo para recibir una formación continua. De vuelta a la vieja realidad: ¿cómo conservar a un hombre? Con un polichinela en el cajón. ¿Cómo había podido olvidar esa vieja receta milenaria que engendraba dinastías y llenaba cajas fuertes?

Estuvo a punto de abrazarles pero se contuvo, tomó un aire de damisela ofendida, «no, no, no se me ha ocurrido», pidió perdón por haberse dejado llevar, «es el recuerdo de mamá que me ha turbado. Tengo los nervios a flor de piel». Y como el primo Georges partía hacia Culmont-Chalindrey en coche, le pidió que la dejara allí, eso le ahorraría un transbordo.

«¿Ya te vas? ¿Apenas te hemos visto? Quédate a dormir aquí». Ella les dio las gracias con una gran sonrisa, besó a unos y otros, soltó un billete para sus sobrinos y sobrinas, y se largó en el viejo Simca del primo Georges verificando que nadie hubiese tenido la tentación de echar mano a las joyas de su amante mientras que ella interpretaba la escena de la Anunciación.

Sin embargo, lo más duro quedaba por hacer: reconquistar a Chef, convencerle de que su aventura con Chaval había sido furtiva, tan furtiva que ya no la recordaba, un momento de abandono, de aturdimiento, de debilidad femenina, inventar una patraña que pareciese verosímil —¿él la había forzado, amenazado, agredido, drogado, hipnotizado, hechizado?—, retomar su puesto de favorita y conseguir un pequeño espermatozoide grobziano para guardarlo bien calentito en el cajón.

Al subir, en Culmont-Chalindrey, al compartimento de primera clase del tren a París, Josiane reflexionó y se dijo que tendría que hilar fino, caminar suavemente y de puntillas. Habría que reconstruirlo todo: recolocar pacientemente cada ladrillo sin refunfuñar, sin enfadarse, sin traicionarse. Hasta que la pirámide estuviera edificada, irrefutable.

Sería duro, eso seguro, pero la adversidad no le daba miedo. Había salido victoriosa de otros naufragios.

Se hundió cómodamente en su asiento, sintió las primeras sacudidas del tren y le invadió un pensamiento emotivo hacia su madre, gracias a la cual ella volvía a estar fogosa y combativa de nuevo.

* * *

—¿Estarán dentro? ¿Estás segura? —No me perdería eso por nada del mundo. Una tarde en la piscina del Ritz ¡el colmo del lujo! Suspiró Hortense estirándose en el coche. No sé por qué, desde que dejo Courbevoie, desde que atravieso el puente, me siento revivir. Odio las afueras—. Di, mamá, ¿por qué nos fuimos a vivir a las afueras? Joséphine, al volante del coche, no respondió. Buscaba un sitio para aparcar. Ese sábado por la tarde, Iris la había citado en su club, al borde de la piscina. Eso te hará bien, pareces muy presionada, mi pobre Jo… y hacía treinta minutos que daba vueltas y vueltas. Encontrar un sitio en este barrio no era cosa fácil. La mayoría de los coches esperaban en doble fila, a falta de plazas para aparcar. Era la época de las compras de Navidad; las aceras estaban repletas de gente que llevaba pesados paquetes. Se abrían paso usándolos como escudo y, de pronto, sin avisar, se echaban a la calzada. Había que tocar el claxon para no atropellarlos. Joséphine daba vueltas, abría completamente los ojos, buscando un sitio mientras que las niñas se impacientaban. «¡Allí, mamá, allí!». «¡No! Está prohibido y no tengo ganas de que me pongan una multa». «¡Oh, mamá! ¡Qué aguafiestas eres!». Era su nueva expresión: aguafiestas. La utilizaban en todo tipo de ocasiones.

—Todavía me quedan restos de mi bronceado de verano. No voy a parecer una endivia. —Seguía Hortense examinándose los brazos.

En cambio yo, pensó Jo, voy a ser la reina de las endivias.

Un coche salió justo delante de ella, así que frenó y puso el intermitente. Las niñas se pusieron a dar saltitos.

—Venga, mamá, venga… Aparca como una profesional.

Jo se aplicó y consiguió meterse sin problemas en la plaza vacante. Las niñas aplaudieron. Jo, sudando, se secó la frente.

Entrar en el hotel, enfrentarse a la mirada del personal que la juzgaría y seguramente se preguntaría qué hacía ella allí le provocó nuevamente sudores fríos. Pero se encontró siguiendo a Hortense, quien, perfectamente adaptada, le mostraba el camino cruzando miradas altivas a las libreas bordadas del personal del hotel.

—¿Ya has estado aquí? —susurró Jo a Hortense.

—No, pero me imagino que la piscina debe de estar por ahí… en el sótano. Y si nos equivocamos, no importa. Daremos media vuelta. Después de todo, no son más que criados. Les pagan para informarnos.

Joséphine, confusa, se pegó a ella, arrastrando a Zoé que se detenía en las vitrinas donde brillaban las joyas, los bolsos, los relojes y los accesorios de lujo.

—Guau, mamá, ¡qué bonito! ¡Debe de ser carísimo! Si Max Barthillet viese eso, vendría a robarlo todo. Dice que cuando se es pobre, se puede robar a los ricos, ni siquiera se dan cuenta. ¡Y eso equilibra!

—Pero bueno —protestó Joséphine—, voy a terminar pensando que Hortense tiene razón y que Max es muy mala compañía.

—Mamá, mamá, mira, un huevo de diamantes. ¿Crees que lo ha puesto una gallina de diamantes?

En la entrada del club, una joven exquisita les preguntó sus nombres, consultó un gran cuaderno y les confirmó que la señora Dupin estaba esperándolas al borde de la piscina. Sobre la mesa ardía una vela perfumada. De los altavoces salía música clásica. Joséphine se miró los pies y se avergonzó de sus zapatos baratos. La joven les mostró el camino hacia los vestuarios deseándoles una buena tarde y se metieron cada una en su cabina.

Joséphine se desvistió. Frotando las marcas de su sujetador, doblándolo cuidadosamente, quitándose las medias, enrollándolas, guardando su camiseta, su jersey y su pantalón en su armario. Después sacó su bañador del estuche de plástico donde lo había guardado el mes de agosto y sintió una terrible angustia. Había engordado desde el verano, no estaba segura de que le sirviera. Tengo que adelgazar sin excusas, se sermoneó, ¡ya no me soporto! No se atrevió a mirar su barriga ni sus muslos ni sus pechos. Se puso el bañador a ciegas, mirando una lámpara camuflada en el techo de madera de la cabina. Tiró de los tirantes para alzar sus pechos, deshizo la arruga del bañador en sus caderas, frotó y frotó para borrar el exceso de grasa que la apesadumbraba. Finalmente bajó la mirada y percibió un albornoz blanco colgado en una percha. ¡Salvada!

Se puso las sandalias de tela blanca que encontró colocadas cerca del albornoz, cerró la puerta de la cabina y buscó a sus hijas con la mirada. Ya habían ido al encuentro de Alexandre e Iris.

Sobre una tumbona de madera, resplandeciente en su albornoz blanco, sus largos cabellos negros peinados hacia atrás, Iris descansaba con un libro sobre sus rodillas. Conversaba animadamente con una chica que daba la espalda a Jo. Una jovencita delgada, con un bikini minúsculo. Un bañador rojo con pedrería incrustada que brillaba como estrellas de la Vía Láctea. Nalgas redondeadas, dentro de un slip tan estrecho que Joséphine pensó que resultaba casi superfluo. ¡Dios, qué hermosa mujer! El talle estrecho, las piernas larguísimas, el porte perfecto y derecho, los cabellos recogidos en un moño improvisado… Todo en ella respiraba gracia y belleza, todo en ella estaba en perfecta armonía con el refinado decorado de la piscina cuya agua azulada dibujaba reflejos cambiantes en las paredes. Todos sus complejos emergieron y Joséphine apretó el nudo del cinturón de su albornoz. ¡Lo prometo! A partir de este momento, dejo de comer y hago abdominales todas las mañanas. Hubo un tiempo en el que fui una chica alta y delgada.

Divisó a Alexandre y Zoé en el agua y les hizo una seña con la mano. Alexandre quiso salir para saludarla, pero Jo le disuadió y volvió a meterse en el agua atrapando las piernas de Zoé que dio un grito de pánico.

La joven en bikini rojo se volvió y Jo reconoció a Hortense.

—Hortense, ¿pero qué llevas puesto?

—Pero bueno, mamá… Es un bañador. ¡Y no hables tan alto! Esto no es la piscina de Courbevoie.

—Hola, Joséphine —articuló Iris, incorporándose para interponerse entre madre e hija.

—Hola —eructó Joséphine que se volvió de nuevo hacia su hija—. Hortense, explícame de dónde viene ese bañador.

—Se lo compré yo este verano y no hay razón para ponerse en ese estado. Hortense está deslumbrante…

—¡Hortense está indecente! ¡Y hasta nuevo aviso, Hortense es hija mía y no tuya!

—¡Vamos, mamá! ¡Ya estamos con las palabras grandilocuentes!

—Hortense, ve a cambiarte inmediatamente.

—¡Ni pensarlo! Porque tú te escondas dentro de un saco yo no me voy a disfrazar de mamarracho.

Hortense sostenía sin pestañear la mirada encolerizada de su madre. Unas mechas cobrizas se escapaban del pasador que sostenía su pelo y sus mejillas estaban enrojecidas, dándole un aire infantil que se contradecía con su vestimenta de mujer fatal. Joséphine no pudo impedir el sentirse herida por la pulla de su hija y perdió toda su seguridad. Balbuceó una respuesta inaudible.

—Vamos, chicas, calma —dijo Iris, sonriendo para distender la atmósfera—. Tu hija ha crecido, Joséphine, ya no es un bebé. Comprendo que eso te choque, pero no puedes hacer nada. A menos que la escondas entre dos diccionarios.

—Puedo impedirla exhibirse como lo hace.

—Está como la mayoría de las chicas de su edad… deslumbrante.

Joséphine se tambaleó y tuvo que sentarse en la tumbona cercana a Iris. Enfrentarse a su hermana y a su hija al mismo tiempo la superaba. Volvió la cabeza para contener las lágrimas de rabia e impotencia que le emergían. Siempre terminaba de la misma forma cuando se oponía a Hortense: perdiendo la compostura. Tenía miedo de ella, de su orgullo, del desprecio que demostraba hacia ella, pero, además, debía reconocerlo, Hortense a menudo tenía razón. Si ella hubiese salido de la cabina orgullosa de su cuerpo, a gusto dentro de su bañador, seguramente no habría reaccionado tan violentamente.

Permaneció un instante deshecha, temblorosa. Mirando fijamente los reflejos del agua de la piscina, fijándose sin verlas en las plantas de interior, las columnas de mármol blanco, los mosaicos azules. Después se incorporó, inspiró profundamente para aguantar las lágrimas, sólo faltaba hacer el ridículo y dar el espectáculo, y se volvió, dispuesta a enfrentarse a su hija.

Hortense se había alejado. En los escalones de la piscina, tanteaba el agua con la punta de los pies y se disponía a sumergirse.

—No deberías ponerte en ese estado ante ella. Pierdes toda autoridad —susurró Iris volviéndose de espaldas.

—¡Ya me gustaría verte a ti! Se comporta conmigo de forma detestable.

—Es la adolescencia. Está en plena edad del pavo.

—Tiene buen plumaje la edad del pavo. Me trata como si fuese su sirvienta.

—Porque nunca te has defendido.

—¿Cómo que nunca me he defendido?

—¡Siempre has dejado que la gente te tratara como quería! No tienes ningún respeto por ti misma, entonces ¿cómo quieres que los demás te respeten?

Joséphine, estupefacta, escuchaba hablar a su hermana.

—Que sí, acuérdate… Cuando éramos pequeñas… yo te obligaba a arrodillarte ante mí, y tú debías ponerte en la cabeza lo más valioso que tuvieses y ofrecérmelo inclinándote sin hacerlo caer… ¡Y si no, te castigaba! ¿Te acuerdas?

—¡Era un juego!

—¡Un juego no tan inocente! Yo te probaba. Quería saber hasta dónde podía llegar y hubiese podido pedirte cualquier cosa. Nunca me dijiste que no.

—¡Porque te quería!

Joséphine protestaba con todas sus fuerzas.

—Era amor, Iris. Puro amor. ¡Yo te veneraba!

—Pues bien… no debiste. Tenías que haberte defendido, tenías que haberme insultado. Nunca lo hiciste. Ahora no te extrañes de que tu hija te trate así.

—¡Para! Ahora me dirás que es culpa mía.

—Pues claro que es culpa tuya.

Eso era demasiado para Joséphine. Dejó que las grandes lágrimas que aguantaba corriesen por sus mejillas y lloró, lloró en silencio mientras Iris, tendida boca abajo, la cabeza hundida entre sus brazos, continuaba evocando su infancia, los juegos que inventaba para mantener a su hermana en la esclavitud. Heme aquí de vuelta a la Edad Media, pensaba Joséphine entre lágrimas. Cuando el pobre siervo se veía obligado a pagar un impuesto al señor del castillo. A eso se le llamaba vasallaje, cuatro monedas que el siervo se colocaba sobre la cabeza inclinada y que ofrecía al señor en señal de sumisión. Cuatro monedas que no podía dar pero que, sin embargo, encontraba, sin las que era azotado, encerrado, privado de tierras para cultivar, de sopa… Pueden haberse inventado el motor de explosión, la electricidad, el teléfono, la televisión, pero la relación entre los hombres no ha cambiado. He sido, soy y siempre seré la humilde sierva de mi hermana. ¡Y de otros! Hoy es Hortense, mañana será cualquier otro.

Estimando que el tema estaba zanjado, Iris retomó su posición boca arriba y continuó la conversación como si nada hubiese pasado.

—¿Qué vas a hacer en Navidad?

—No lo sé… —alcanzó a decir Jo conteniendo las lágrimas—. No he tenido tiempo de pensar en ello. Shirley me ha propuesto irme con ella a Escocia.

—¿A casa de sus padres?

—No. No quiere volver allí. No sé por qué. A casa de unos amigos, pero Hortense pone mala cara. Escocia le parece «una caca de vaca».

—Podríamos pasar las Navidades juntos en el chalet…

—Seguro que lo preferiría. ¡Es tan feliz con vosotros!

—Y yo me sentiría feliz de veros.

—¿No tienes ganas de quedarte en familia? Siempre estoy pegada a vosotros… Philippe se va a hartar.

—Oh, ya no somos una pareja joven, ¿sabes?

—Tengo que pensármelo. Son las primeras Navidades sin su padre —suspiró. Después una idea, cortante y desagradable, atravesó su espíritu y preguntó—: ¿Estará allí nuestra señora madre?

—No… En caso contrario no te lo hubiese propuesto. He comprendido que no puedo poneros la una frente a la otra sin llamar a los bomberos.

—Qué graciosa. Me lo pensaré.

Después, echándose hacia atrás, preguntó:

—¿Has hablado de esto con Hortense?

—Todavía no. Simplemente le he preguntado, como lo he hecho con Zoé, qué quería como regalo de Navidad.

—¿Y te ha dicho lo que quería?

—Un ordenador… pero ha añadido que tú le habías dicho que se lo comprarías y que no quería decepcionarte. Ya ves que puede ser delicada y atenta con los demás.

—Podemos llamarlo así. De hecho, ella me arrancó prácticamente la promesa de comprarle uno. Y, como de costumbre, cedí.

—Si quieres se lo regalamos a medias. Un ordenador es caro.

—¡No me hables! Y si le hago un regalo tan caro a Hortense, ¿qué le regalo a Zoé? Detesto las injusticias.

—Ahí también te puedo ayudar… —y, corrigiéndose—: Puedo participar. Sabes, no es gran cosa para mí.

—Y después será un portátil, un iPod, un lector DVD, una cámara… ¿Qué quieres que te diga? Me siento desbordada. Estoy cansada, Iris, muy cansada…

—Precisamente, déjame ayudarte. Si quieres, no diré nada a las niñas. Les haré un regalito y te dejaré asumir toda la gloria.

—Es muy generoso por tu parte, pero no. Me molestaría bastante.

—Vamos, Joséphine, déjate llevar. Eres demasiado rígida.

—Te digo que no. Y esta vez no cederé.

Iris sonrió y se rindió.

—No insisto. Pero te recuerdo que Navidad es dentro de tres semanas y que no tienes mucho tiempo para ganar millones. A menos que juegues a la lotería.

Lo sé, rumió Joséphine en silencio. Sólo pienso en eso. Debería haber entregado mi traducción hace una semana, pero la conferencia de Lyon me ha robado todo el tiempo. No tengo tiempo de trabajar sobre mi informe de habilitación para dirigir trabajos de investigación, me salto la mitad de las reuniones. Miento a mi hermana escondiéndole que trabajo para su marido, miento a mi director de tesis diciéndole que tengo la cabeza en otro sitio desde que Antoine se fue. Mi vida, en otro tiempo armoniosa como una partitura musical, se parece a un inmenso galimatías.

Mientras que, sentada en la esquina de una tumbona, Joséphine proseguía su monólogo interior, Alexandre Dupin esperaba impaciente a que su prima pequeña hubiese terminado de debatirse en el agua y se dedicase a actividades más tranquilas para hacerle las preguntas que se acumulaban en su cabeza. Zoé era la única que podía responderle. No se podía confiar ni a Carmen, ni a su madre, ni a Hortense, que le trataba siempre como si fuese un bebé. De esta forma, cuando Zoé consintió acodarse en el borde de la piscina y descansar, Alexandre se puso a su lado y empezó a hablarle.

—¡Zoé! Escúchame. Es importante.

—Venga. Te escucho.

—¿Tú crees que las personas mayores cuando duermen juntas es que están enamoradas?

—Mamá ha dormido alguna vez con Shirley y no están enamoradas.

—Sí, pero, un hombre y una mujer… ¿Crees que cuando duermen juntos están enamorados?

—No. No siempre.

—Pero ¿y cuando hacen el amor? Estarán enamorados, ¿no?

—Eso depende de lo que tú llames estar enamorado.

—¿Tú crees que las personas mayores cuando dejan de hacer el amor es que ya no se quieren?

—… No lo sé. ¿Por qué?

—Porque papá y mamá han dejado de dormir juntos, desde hace quince días.

—Entonces es que se van a divorciar.

—¿Estás segura?

—Prácticamente… Max Barthillet, por ejemplo, su papá se fue.

—¿Se divorció también?

—Sí. Bueno, me contó que justo antes de que su papá se fuese ya no dormía con su madre. Ni siquiera dormía en casa, dormía fuera, no sabe muy bien dónde, pero…

—Pues yo sí. El duerme en su despacho. En una cama pequeñita.

—¡Ay, ay, ay! Entonces es seguro. Tus padres van a divorciarse. Y a lo mejor te enviarán a un psicólogo. Es un señor que te abre la cabeza para entender lo que pasa dentro.

—Pues yo sé lo que pasa en mi cabeza. Tengo miedo todo el rato. Justo antes de que se fuese a dormir a su despacho, me levantaba por las noches para ir a escuchar tras la puerta de su habitación, y sólo había silencio y eso me daba miedo ¡sólo silencio! Antes, a veces, hacían el amor, hacían ruido pero eso me tranquilizaba.

—¿Ya no hacen nada de nada el amor?

Alexandre sacudió la cabeza.

—¿Y ya no duermen para nada juntos?

—Para nada, desde hace quince días.

—Entonces te vas a encontrar como yo, ¡divorciado!

—¿Estás segura?

—Casi… No es divertido. Tu mamá estará todo el tiempo enfadada. Mamá está triste y cansada desde que se divorció. Grita, se enfada, no es agradable, ¿sabes…? Pues bien, con tus padres va a pasar lo mismo.

Hortense, que se entrenaba para nadar un largo sin sacar la cabeza del agua, apareció a su lado en el momento en el que Alexandre repetía: «¡Papá y mamá divorciados!». Decidió hacer como que no escuchaba para enterarse mejor. Alexandre y Zoé desconfiaron y se callaron en cuanto la vieron hacer la plancha delante de ellos. Si se callan, es que es serio, pensó Hortense. ¿Iris y Philippe divorciados? Si Philippe deja a Iris, Iris tendrá mucho menos dinero y no podrá mimarme como lo hace. Este bikini rojo, bastó con que le echase la vista encima este verano para que Iris me lo regalase inmediatamente. Pensó en el ordenador. Había sido una estúpida rechazando el que Iris quería comprarle; habría sido diez veces más bonito que el que su madre elegiría. Siempre estaba hablando de ahorrar. ¡Menuda aguafiestas con eso de ahorrar! ¡Como si papá se hubiese ido sin dejarle dinero! Impensable. Nunca hubiese hecho eso. Papá es un hombre responsable. Un hombre responsable paga. Paga haciendo creer que no paga. No habla de dinero. ¡Eso es tener clase! La vida es verdaderamente una caca, pensó mientras continuaba buceando. Sólo Henriette sabe apañárselas. Chef no se irá nunca. Volvió a la superficie y observó a la gente a su alrededor. Las mujeres eran elegantes, y sus maridos, ausentes: ocupados en trabajar, en ganar dinero para que sus mujeres resplandecientes puedan relajarse al borde de la piscina dentro del último bañador diseñado por Eres, tumbadas sobre una toalla de Hermès. Su sueño era tener a una de esas mujeres por madre. Escogería a cualquiera de las que hay aquí, pensó. Cualquiera salvo a mi madre. Me debieron de cambiar en la maternidad. Había salido corriendo de su cabina para ir a besar a su tía y pegarse a ella. Y hacer creer a todas esas magníficas mujeres que Iris era su madre. Se avergonzaba de su madre. Siempre torpe, mal vestida. Siempre haciendo cuentas. Frotándose las aletas de la nariz con el pulgar y el índice cuando estaba cansada. Odiaba ese gesto. Su padre sí que era chic, elegante, se relacionaba con gente importante. Conocía todas las marcas de whisky, hablaba inglés, jugaba al tenis y al bridge, sabía vestirse… Su mirada se posó en Iris. No tenía aspecto triste. Quizás Alexandre se equivocaba. ¡Menudo papanatas está hecho! Su madre permanecía sentada sin moverse, embutida en su albornoz. No se bañará, pensó Hortense, ¡la he avergonzado!

—¿No te bañas? —preguntó Iris a Joséphine.

—No… me he dado cuenta en la cabina de que tenía… de que no estoy en la buena parte del mes.

—¡Que mojigata eres! ¿Tienes la regla?

Joséphine asintió con la cabeza.

—Pues bien, vamos a tomar un té.

—Pero ¿y los niños?

—Ya se unirán a nosotras cuando se harten de chapotear en el agua. Alexandre conoce el camino.

Iris se ciñó su albornoz, recogió su bolso, introdujo sus finos pies en las delicadas zapatillas y se dirigió hacia el salón de té oculto detrás de una hilera de plantas de interior. Joséphine la siguió indicando a Zoé con el dedo adónde iban.

—¿Quieres un té con un pastel o una tarta? —preguntó Iris mientras se sentaba. Aquí hacen una tarta de manzana deliciosa.

—Sólo té. Acabo de empezar un régimen justo cuando he entrado aquí y ya me siento más delgada.

Iris pidió dos tés y una tarta de manzana. La camarera se alejó, y dos mujeres avanzaron sonriendo hacia su mesa. Iris se quedó paralizada. Joséphine se sorprendió del evidente apuro de su hermana.

—¡Hola! —exclamaron las dos mujeres al unísono—. ¡Qué sorpresa!

—Hola —respondió Iris—. Mi hermana Joséphine… Bérengère y Nadia, unas amigas.

Las dos mujeres dedicaron una rápida sonrisa a Joséphine y después, ignorándola, se giraron hacia Iris.

—¿Y bien? ¿Qué es lo que acaba de contarme Nadia? Parece ser que te vas a dedicar a la literatura —preguntó Bérengère, con el rostro crispado por la curiosidad y cierta codicia.

—Mi marido me lo contó después de la cena de la otra noche a la que no pude asistir. ¡Mi hija tenía cuarenta de fiebre! Volvió totalmente emocionado —dijo Nadia Serruier—. Mi marido es editor —precisó girándose hacia Joséphine, que hizo como si estuviese al corriente.

—¡Estás escribiendo a escondidas! Por eso ya no te veo —retomó Bérengère—. También me preguntaba… ya no tenía noticias tuyas. Te he llamado varias veces. ¿No te lo ha dicho Carmen? Ahora lo entiendo. ¡Bravo, querida! ¡Es formidable! Llevas hablando de ello tanto tiempo. Al menos tú te has puesto en marcha… ¿cuándo podremos leer algo?

—Por el momento estoy dándole vueltas a la idea… No estoy escribiendo nada todavía —dijo Iris estrujando el cinturón de su albornoz blanco.

—¡No me diga eso! —exclamó la que se llamaba Nadia—. Mi marido espera su manuscrito. Le ha seducido usted con sus historias de la Edad Media. Sólo habla de eso. Es una idea brillante la de relacionar esos tiempos lejanos con lo que pasa hoy en día. ¡Una idea brillante! Cuando vemos el éxito de las novelas históricas, una hermosa historia con la Edad Media como telón de fondo seguro que será un bombazo.

Joséphine dio un saltito de sorpresa e Iris le dio una patada bajo la mesa.

—Y, además, Iris, ¡eres tan fotogénica! Sólo con la foto de tus grandes ojos azules sobre la portada sería un bestseller. ¿No es cierto, Nadia?

—Hasta nueva orden, no se escribe con los ojos —respondió Iris.

—Era una broma, aunque…

—Bérengère no se equivoca. Mi marido dice siempre que un libro, hoy en día, no basta con escribirlo, hay que venderlo. ¡Y ahí es donde sus ojos provocarán una auténtica conmoción! Sus ojos, sus amistades, está usted destinada al éxito, mi querida Iris…

—Sólo te queda escribirlo, querida —lanzó Bérengère dando palmaditas para demostrar hasta qué punto estaba excitada con esta historia.

Iris no respondió. Bérengère miró su reloj y dijo:

—¡Oh! Tengo que darme prisa, voy con retraso. Nos llamamos…

Se despidieron y se retiraron haciendo pequeñas señales amistosas. Iris se encogió de hombros y suspiró. Joséphine callaba.

La camarera trajo los dos tés y la porción de tarta de manzana, rebosante de nata y caramelo. Iris pidió que pusiesen el pedido en su cuenta y firmó el tique de caja. Joséphine esperó a que la camarera se fuese y que Iris le diese explicaciones.

—¡Ya está! Ahora todo París va a saber que estoy escribiendo un libro.

—¡Un libro sobre la Edad Media! ¿Estás de broma? —preguntó Joséphine alzando el tono.

—No merece la pena montar un escándalo, Jo, cálmate.

—¡Confiesa que es sorprendente!

Iris suspiró otra vez y, echando su espesa cabellera hacia atrás, se puso a explicar a Joséphine lo que había pasado.

—La otra noche, en una cena, me aburría tanto que dije lo primero que se me ocurrió. Solté que estaba escribiendo y cuando me preguntaron qué, hablé del siglo XII… no me preguntes por qué. Me salió de repente.

—Pero si siempre me has dicho que estaba pasado de moda…

—Lo sé. Pero me cogieron en un renuncio. Y aquello dio en la diana. Tenías que haberle visto la cara a Serruier, el editor. ¡Estaba completamente emocionado! Así que continué, me fui calentando como cuando tú hablas de ello. Curioso, ¿no? Debí de repetir tus argumentos palabra por palabra.

—Os reísteis tanto de mí, tú y mamá, durante años.

—Utilicé todos tus argumentos, de un solo golpe… Como si estuvieses en mi cabeza y fueses tú quien hablase… y él se tomó eso en serio. Estaba dispuesto a firmarme un contrato. Y, al parecer, el rumor se ha extendido rápidamente. No sé qué voy a hacer ahora, voy a tener que mantener el suspense…

—No tienes más que leer mis trabajos. Puedo prestarte mis notas si quieres. ¡Yo tengo muchas ideas para novelas! El siglo XII rebosa de historias novelescas…

—No te rías. Soy incapaz de escribir una novela. Me muero de ganas pero no consigo juntar más de cinco líneas.

—¿Lo has intentado realmente?

—Sí. Desde hace tres o cuatro meses, y el resultado: tres o cuatro líneas. ¡Estoy lejos de alcanzarlo! —soltó una risa sarcástica—. ¡No! Lo que tengo que hacer es aparentar el tiempo suficiente para que esa historia se olvide. Hacer como si, simular que trabajo duro, y después un día llego y digo que lo he tirado todo, que era demasiado malo.

Joséphine miraba a su hermana y no comprendía. Iris la hermosa, la inteligente, la magnífica, había mentido para construirse una legitimidad. La observó un buen rato, estupefacta, como si descubriese otra mujer detrás del personaje orgulloso y determinado que conocía. Iris había bajado la cabeza y cortaba su tarta de manzana en pequeños trozos regulares que seguidamente empujaba hasta el borde del plato. No es extraño que no engorde si come así, pensó Jo.

—¿Piensas que soy ridícula? —dijo Iris—. Venga, dilo. Tendrás razón.

—No, no… Sólo me extraña. Confiesa que es sorprendente por tu parte.

—Pues, sí. Es sorprendente, pero no vamos a hacer un drama. Me las arreglaré. Les contaré cualquier cosa. ¡No será la primera vez!

Joséphine se echó hacia atrás.

—¿Qué quieres decir? No es la primera vez que… ¿mientes?

Iris lanzó una risa sarcástica.

—¿Que miento? ¡Qué palabra más grandilocuente! Tiene razón, Hortense. Qué tontita puedes llegar a ser. No sabes nada de la vida, mi pobre Jo. O tu vida es tan simple que resulta alarmante. Para ti existen el bien y el mal, el blanco y el negro, los buenos y los malos, el vicio y la virtud. ¡Ay! ¡Es más simple así! Enseguida se sabe a quién se enfrenta uno.

Joséphine bajó la mirada, herida. No encontró palabras para defenderse. No las necesitó, pues Iris prosiguió con voz virulenta:

—No es la primera vez que estoy con la mierda al cuello, ¡pobre ingenua!

Había un tono malvado en su voz. Desprecio y también enfado. Joséphine no había escuchado nunca esa entonación rencorosa en la voz de su hermana. Pero lo que más la impresionó fue la nota celosa que creyó percibir. Imperceptible, casi indetectable, una nota que aparece y desaparece pero, sin embargo, presente. ¿Iris celosa de ella? Imposible, se dijo Joséphine. ¡Imposible! Se sintió mal por haber pensado eso… e intentó compensarlo.

—¡Te ayudaré! Te encontraré una historia que contar. La próxima vez que veas a tu editor, vas a abrumarle con tu cultura medieval.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haré según tú? —se rio Iris aplastando su trozo de tarta bajo el tenedor de postre.

No se ha comido ni una miga, pensó Jo. La ha cortado en trocitos y los ha esparcido alrededor del plato. No come, asesina la comida.

—¿Cómo podría abrumar a un hombre culto con toda mi ignorancia?

—¡Escúchame! ¿Conoces la historia de Rollon, el jefe de los normandos, que era tan alto que, cuando montaba a caballo, sus pies llegaban hasta el suelo?

—Nunca oí hablar de él.

—Era un caminante infatigable y un gran navegante. Procedía de Noruega y sembraba el terror. Proclamaba que sólo había paraíso para los guerreros muertos en combate. ¿No te dice nada? Puedes construir algo alrededor de un personaje como él. ¡Es él el que fundó la Normandía!

Iris se encogió de hombros y suspiró.

—No llegaré muy lejos. No sé nada de esa época.

—O podrías decirle que el título de la novela Lo que el viento se llevó, ya sabes, el libro de Margaret Mitchell, procede de un poema de François Villon…

—¿Ah, sí?

—Lo que el viento se llevó… es un verso sacado de un soneto de François Villon.

Joséphine habría hecho cualquier cosa para devolver una sonrisa al rostro hostil y tenso de su hermana. Habría dado volteretas, se habría echado el plato de tarta de manzana sobre la cabeza para que su hermana volviese a sonreír y sus ojos se llenaran de azul sin el negro con el que se ensuciaban. Se puso a recitar, extendiendo la manga de su albornoz blanco a la manera de un tribuno romano arengando a las masas:

Príncipes a la muerte están destinados

y cualquier otro que esté vivo

ya estén tristes o irritados serán

lo que el viento se llevó.

Iris sonrió débilmente y la miró con curiosidad.

Joséphine se había transfigurado. Emanaba de ella una suave luz que la aureolaba con un encanto indefinible. De pronto se había convertido en otra persona, sabia y segura, dulce y confiada, ¡tan distinta de la Joséphine que conocía! Iris la miró con envidia. Un destello rápido que se desvaneció tan pronto como vino, pero que Jo tuvo tiempo de percibir.

—Vuelve a la Tierra, Jo. François Villon les importa un bledo.

Joséphine calló y suspiró:

—Sólo quería ayudarte.

—Lo sé, es muy amable de tu parte. Eres buena, Jo. Estás completamente fuera de juego, pero eres buena.

De vuelta al punto de partida, pensó Joséphine. Soy de nuevo la torpe… Sólo quería ayudarte. Una lástima.

Una lástima para ella.

Y, sin embargo, existía ese despecho, ese tono de celos en la voz de Iris que estaba segura de haber oído. ¡Dos veces en pocos segundos! No soy tan desastre como parece si me tiene envidia, pensó incorporándose, no tan desastre… Y, además, no he pedido tarta de manzana. Ya he perdido cien gramos por lo menos.

Lanzó una mirada triunfante a su alrededor. ¡Me tiene envidia, me tiene envidia! Poseo algo que ella no tiene y que le gustaría tener. Lo he sentido durante una milésima de segundo en un brillo de su mirada, un tono de su voz. Y todo este lujo, estas palmeras en macetas, todas estas paredes de mármol blanco, todos estos reflejos azulados que recorren los ventanales de cristal, esas mujeres en albornoz blanco que se estiran haciendo tintinear sus brazaletes no me importan nada. No cambiaría mi vida por ninguna otra en el mundo. ¡Enviadme a los siglos X, XI y XII! Revivo, me vuelven los colores, me estiro, salto sin silla de montar tras Rollon el gigante y huyo con él agarrada a su cintura… Guerreo a su lado a lo largo de las costas normandas, amplío sus dominios hasta la bahía del Mont-Saint-Michel, adopto a su bastardo, le educo y se convierte en Guillermo el Conquistador.

Oyó sonar las trompetas de la coronación de Guillermo y enrojeció.

O quizás…

Me llamo Arlette, la madre de Guillermo. Lavo la ropa en la fuente de Falaise cuando Rollon, Rollon el gigante, me ve, me secuestra, me desposa y me preña. De simple lavandera me convierto en casi reina.

O quizás…

Levantó el borde de su albornoz como se levanta una falda. Me llamo Matilde, hija de Balduino, conde de Flandes, que se casó con Guillermo. Me gusta la historia de Matilde, es más novelesca. ¡Matilde amó a Guillermo hasta el día de su muerte! Era raro en aquella época. Y él la amó también. Hicieron construir dos abadías, la abadía de los Hombres y la de las Mujeres, a las puertas de Caen, para dar gracias a Dios por su amor.

Yo tendría historias que contar si un editor viniese a pedírmelas. ¡Cientos y miles! Sabría describir el cobre de las trompetas, el galope de los caballos, el sudor de las batallas, el labio que tiembla antes del primer beso… «La dulzura de los besos que son el cebo del amor».

Joséphine se estremeció. Sintió ganas de abrir sus cuadernos, de rebuscar entre sus notas, de encontrar la hermosa historia de aquellos siglos que la fascinaban.

Miró su reloj y decidió que era hora de volver a casa. «Tengo trabajo que hacer…», se dijo incorporándose. Iris levantó la cabeza y soltó un débil «¡ah!».

—Ya me encargo de recoger a las niñas, no te molestes. ¡Y gracias por todo!

Estaba deseando marcharse. Abandonar ese lugar donde todo, de pronto, le parecía falso y vano.

—¡Vamos, niñas! ¡Nos marchamos! ¡Y nada de protestas!

Hortense y Zoé obedecieron sin rechistar, salieron del agua y fueron con ella hasta los vestuarios. Joséphine sintió que había crecido diez centímetros. Avanzaba bailando con la punta de los pies, hoyando como una soberana la espesa moqueta blanca inmaculada, barriendo con la mirada los espejos que le reenviaban su imagen. ¡Ja! Unos kilos menos y estaré fantástica. ¡Ja! Iris ha usado mis conocimientos para brillar en una cena parisina. ¡Ja! Si me lo pidiesen a mí, escribiría volúmenes de mil páginas. Pasó delante de la joven exquisita de la entrada y le dirigió una gran sonrisa victoriosa. ¡Feliz! Soy tan feliz. Si supiese lo que acababa de pasar. Ella tampoco podría evitar mirarme de otro modo.

Fue entonces cuando su albornoz se abrió y la joven la miró con dulzura y cariño.

—¡Oh! No lo había visto…

—¿No había visto qué?

—Que iba usted a tener un bebé. ¡La envidio tanto! Mi marido y yo intentamos tener uno desde hace tres años y…

Joséphine la miró estupefacta. Después sus ojos cayeron sobre su amplio talle y enrojeció. No se atrevió a sacar de su error a la exquisita joven que la miraba con ojos tan dulces y volvió a su cabina arrastrando los pies como si fueran de plomo.

Rollon y Guillermo el Conquistador pasaron sin mirarla. Arlette la lavandera se rio de ella en sus narices salpicándola con el agua del lavadero…

En la cabina de al lado, Zoé pensaba en lo hablado con Alexandre.

¡Iris y Philippe no podían separarse! Era todo lo que le quedaba como familia: un tío y una tía. Ella nunca había conocido a la familia de su padre. No tengo familia, susurraba su padre mientras le besaba en el cuello, mi única familia sois vosotras. Desde hacía seis meses no veía a Henriette. Tu mamá y ella se han enfadado un poco, explicaba Iris cuando le preguntaba el porqué. Estaba triste de no ver a Chef; le gustaba sentarse sobre sus rodillas y escuchar sus historias de cuando era un niño pobre en las calles de París, que limpiaba las chimeneas por unas monedas o pegaba con masilla cristales rotos.

Tenía que encontrar una idea genial para que Iris y Philippe siguieran juntos; hablaría de ello con Max Barthillet. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Max Barthillet! Formaban un estupendo equipo, Max y ella. Él le enseñaba un montón de cosas. Gracias a él había dejado de ser una niñita tonta. Oyó la voz de su madre, impaciente y precipitada, que la llamaba, y gritó «sí, mamá, ya voy, ya voy…».

* * *

Un chillido despertó a Antoine Cortès. Mylène se agarraba fuertemente a él, presa de temblores, mostrando con el dedo algo sobre el suelo.

—¡Antoine! ¡Mira allí! ¡Allí!

Se pegaba contra él, la boca crispada, los ojos completamente abiertos por el terror.

—Antoine, ¡aaahh!, Antoine, ¡haz algo!

A Antoine le costó despertarse. Aunque llevaba más de tres meses viviendo en Croco Park, cada mañana, en la somnolencia que seguía al ruido del despertador, buscaba la persiana de su habitación en Courbevoie y miraba a Mylène, extrañado al no ver a Joséphine con su camisón de florecillas azules, extrañado al no escuchar a sus hijas saltar sobre la cama gritando ¡levántate papá, levántate! Cada mañana debía hacer un esfuerzo de memoria. Estoy en Croco Park, en la costa oriental de Kenia, entre Malindi y Mombasa, y crío cocodrilos para una gran empresa china. He dejado a mi mujer y a mis dos niñas. Necesitaba repetirse esas palabras. Dejado a mi mujer, a mis dos niñas. Antes… Antes, cuando se iba, siempre volvía. Sus ausencias se parecían a unas vacaciones cortas. Hoy, se esforzaba en repetir Antoine, hoy crío cocodrilos y voy a ser rico, rico, rico. Cuando doble el volumen de negocio, habré doblado mi inversión. Vendrán a proponerme nuevas aventuras y yo elegiré, fumándome un gran cigarro, la que me permita ser aún más rico. Después volveré a Francia. Devolveré a Joséphine cien veces lo que le debo, vestiré a las niñas como princesitas rusas, les compraré a cada una de ellas un hermoso piso, y a vivir. Seremos una familia feliz y próspera.

Cuando sea rico…

Esa mañana no tuvo tiempo de terminar su sueño. Mylène batía las piernas, enviando al suelo toda la ropa de cama. Sus ojos buscaron el reloj para mirar la hora: ¡las cinco y media!

El despertador sonaba cada mañana a las seis, y a las siete en punto, sonaba el silbato de míster Lee para formar el equipo de obreros que trabajaría hasta las tres de la tarde. Sin interrupción. La plantación Croco Park funcionaba sin descanso; los ciento doce obreros estaban divididos en tres equipos, según los viejos principios de Taylor. Cada vez que Antoine pedía a míster Lee que organizase pausas en los horarios de los obreros, este le respondía: «But, sir, mister Taylor said…» y él sabía que era inútil discutir. A pesar del calor, de la humedad, del duro trabajo que hacían, los obreros no bajaban el ritmo. La mitad de ellos estaban casados. Vivían en cabañas de adobe. Quince días de vacaciones al año, ni uno más, ningún sindicato que los defendiese, setenta horas de trabajo por semana y cien euros de salario mensual, alojamiento y comida incluidos. «Good salary, mister Cortès, good salary. People are happy here! Very happy! They come from all China to work here! You don’t change the organization, very bad idea![2]».

Antoine se había callado.

Cada mañana pues, se levantaba, tomaba una ducha, se afeitaba, se vestía y bajaba a tomar el desayuno preparado por Pong, su boy, quien, para agradarle, había aprendido algunas palabras de francés y le saludaba con un «Bien domido, míster Tonio, ¿bien domido? Breakfast is ready!». Mylène se volvía a dormir bajo la mosquitera. A las siete, Antoine se encontraba al lado de míster Lee, frente a los obreros que, firmes, recibían su hoja de trabajo para la jornada. Derechos como varas de incienso, sus pantalones cortos flotando sobre sus muslos de cerilla, una eterna sonrisa en los labios y una sola respuesta: «Yes, sir», con el mentón elevado hacia el cielo.

Esa mañana estaba escrito que las cosas no pasarían como de costumbre. Antoine hizo un esfuerzo y se despertó completamente.

—¿Qué pasa, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?

—Antoine… Allí, mira… ¡No estoy soñando! Me ha lamido la mano.

No había ni perros ni gatos en la plantación: a los chinos no les gustaban, terminaban siendo pasto de los cocodrilos. Mylène había recogido un gatito en la playa de Malindi, un precioso gatito blanco con dos orejitas puntiagudas y negras. Le había llamado Milú y le había comprado un collar de conchas blancas. Encontraron el collar flotando en el agua de un río de cocodrilos. Mylène había gemido de terror. «Antoine, ¡el gatito ha muerto! Lo han devorado».

—Vuelve a dormirte, querida, tenemos todavía un poco de tiempo…

Mylène clavó sus uñas en el cuello de Antoine y le obligó a despertarse. Él hizo un esfuerzo, se frotó los ojos e, inclinándose por encima del hombro de Mylène divisó, sobre el parqué, un largo cocodrilo grueso y reluciente que los miraba fijamente con sus ojos amarillos.

—Ah —apuntó—, en efecto… Tenemos un problema. No te muevas, Mylène, ¡sobre todo no te muevas! Los cocodrilos atacan si te mueves. Si te quedas inmóvil, no te hará nada.

—Pero ¿no lo ves? ¡Nos está mirando fijamente!

—De momento, si no nos movemos, somos sus amigos.

Antoine observó al animal, que le clavaba sus delgados ojos amarillentos. Se estremeció. Mylène lo sintió y le sacudió.

—Antoine, ¡nos va a devorar!

—Que no… —dijo Antoine para calmarla—. Que no…

—¿Has visto sus colmillos? —gritó Mylène.

El cocodrilo les miraba abriendo la boca, descubriendo unos dientes poderosos y acerados, y se aproximó a la cama tambaleándose.

—¡Pong! —gritó Antoine—. Pong, ¿dónde estás?

El animal agarró la punta de la sábana blanca caída al suelo y, cogiéndola entre sus dientes, se puso a tirar y tirar de la sábana, arrastrando a Antoine y Mylène que se agarraban a los barrotes de la cama.

—¡Pong! —gritó Antoine que perdía su sangre fría—. ¡Pong!

Mylène gritaba, gritaba tanto que el cocodrilo se puso a rugir y a hacer vibrar sus flancos.

—Mylène, ¡cállate! ¡Está soltando su grito de macho! Estás excitándole sexualmente, nos va a saltar encima.

Mylène se puso lívida y se mordió los labios.

—Ay, Antoine, vamos a morir.

—¡Pong! —gritó Antoine, teniendo mucho cuidado de no moverse y de no dejarse invadir por el miedo—. ¡Pong!

El cocodrilo miraba a Mylène y emitía un extraño chillido que parecía proceder de su tórax. Antoine no pudo impedir ser presa de un ataque de risa.

—Mylène, creo que te está cortejando.

Mylène, furiosa, le dio una patada en la pantorrilla.

—Antoine, creía que siempre tenías un fusil debajo de la almohada…

—Lo tenía al principio, pero…

Fue interrumpido por unos pasos precipitados que subían las escaleras. Llamaron a la puerta. Era Pong. Antoine le pidió que se deshiciera del animal y tapó con la sábana el pecho de Mylène que Pong miraba fijamente simulando que bajaba los ojos.

—¡Bambi! ¡Bambi! —chilló Pong, hablando de repente como una vieja china desdentada. Come here, my beautiful Bambi… Those people are friends!

El cocodrilo giró lentamente su cabeza cilíndrica de ojos amarillos hacia Pong, dudó un instante y, después, soltando un suspiro, hizo pivotar su cuerpo y reptó hasta míster Lee que le dio una palmadita y le acarició entre los ojos.

Good boy, Bambi, good boy

Después sacó un muslo de pollo del bolsillo de su pantalón y se lo tendió al animal, que lo atrapó con un golpe seco y brutal.

Eso fue demasiado para Mylène.

Pong, take Bambi away! Out! Out! —chapurreó en su inglés.

Yes, mame, yes… Come on, Bambi.

Y el cocodrilo, bailoteando, desapareció seguido de Pong.

Mylène, lívida y temblorosa, escrutó a Antoine con una larga mirada que significaba «no quiero ver NUNCA MÁS ese animal en la casa, lo has entendido, espero». Antoine asintió y, atrapando sus pantalones cortos y una camiseta, fue en busca de Pong y de Bambi.

Los encontró en la cocina con Ming, la mujer de Pong. Pong y Ming mantenían la mirada baja mientras que Bambi mordisqueaba el pie de la mesa a la que Pong había atado un esqueleto de pollo frito. Antoine había aprendido que no había que enfrentarse a un chino a la cara. Los chinos son muy sensibles, incluso susceptibles, y cada advertencia puede ser interpretada como una humillación que no olvidará durante mucho tiempo. Preguntó pues con suavidad a Pong de dónde venía ese animal, encantador ciertamente, pero amenazante y que, en todo caso, no tenía nada que hacer en la casa. Pong le contó la historia de Bambi, cuya madre había sido hallada muerta en el Boeing que los traía de Tailandia. No era más grande que un gran renacuajo, aseguró Pong, y tan hermoso, míster Tonio, tan hermoso… Pong y Ming se habían encariñado con el pequeño Bambi y le habían criado. Le habían alimentado con biberones de sopa de pescado y caldo de arroz. Bambi había crecido y nunca les había agredido. Mordisqueado a veces, pero era normal. Habitualmente vivía en un estanque, rodeado de un cercado, y no salía nunca. Esa mañana se había escapado. «Seguramente quería conocerle. No volverá a pasar. No le hará daño —prometió Pong— no lo tire a la laguna con los otros, se lo comerían, ¡se ha convertido en una cría de hombre!».

Como si no tuviese bastantes problemas, suspiró Antoine secándose. Eran las seis de la mañana y el sudor ya humedecía su frente. Hizo prometer a Pong que encerraría a Bambi con doble llave y que lo vigilaría. «No quiero que esto vuelva a pasar nunca más, Pong, ¡nunca más!». Pong sonrió y se inclinó agradeciéndole a Antoine su comprensión. «Nevermore, mister Tonio, nevermore!», graznó multiplicando sus inclinaciones de sumisión.

La plantación incluía varios departamentos. Estaba la crianza de pollos que servían para alimentar a los cocodrilos y a los empleados, la crianza de cocodrilos que partía de las barreras de coral y se extendía varias centenas de hectáreas en el interior dentro de las riberas acondicionadas, la conservera que recogía la carne de los cocodrilos y la enlataba, y la fábrica de transformación en la que las pieles de cocodrilo eran cortadas, curtidas, preparadas y reunidas con el fin de ser enviadas a China para transformarlas en bolsos de viaje, maletas, bolsos, tarjeteros y monederos grabados con los nombres de grandes peleteros franceses, italianos o americanos. Esta parte del negocio preocupaba a Antoine, que temía represalias internacionales si se descubría que el tráfico comenzaba en su plantación. Cuando había sido contratado por el propietario chino que había llegado de Pekín para conocerle en París, esta parte de su actividad le había sido ocultada. Yang Wei había insistido sobre todo en la cría, la producción de carne y de huevos que habría que organizar en las mejores condiciones financieras y sanitarias. Le había hablado de actividades «anexas» sin detallarlas, prometiéndole que ganaría un porcentaje de todo lo que saliese «vivo o muerto» de la plantación. «Dead or alive, míster Cortès! Dead or alive», sonrió con una gran sonrisa caníbal que dejaba entrever pingües beneficios para Antoine. Fue una vez allí cuando se había dado cuenta de que también era responsable de la fábrica de transformación de pieles.

Era demasiado tarde para protestar: ya estaba embarcado en esa aventura. Moral y financieramente.

Porque Antoine Cortès había visto las cosas a lo grande. Escaldado por su anterior fracaso en Gunman and Co., había invertido en el Croco Park. Se había prometido no volver a ser un simple asalariado, sino convertirse en un hombre con el que había que contar. Había comprado el diez por ciento del negocio. Para ello pidió un préstamo a su banco. Había ido a visitar al señor Faugeron, del departamento de crédito comercial, le había enseñado los planes de explotación de Croco Park, el perfil de beneficios en un año, dos años y cinco años, y había pedido prestados doscientos mil euros. El señor Faugeron había dudado, pero conocía a Antoine y Joséphine y presumía que, tras ese préstamo, se escondía la fortuna de Marcel Grobz y el prestigio de Philippe Dupin. Había aceptado prestar esa suma a Antoine. El primer reembolso debía haber tenido lugar el 15 de octubre último. Antoine no había podido realizarlo, pues su primera paga no había llegado aún. Problemas de intendencia, había explicado Yang Wei, con quien había podido hablar finalmente por teléfono tras varios intentos infructuosos, aquello no iba a tardar y, además, no olvide que si los resultados del primer trimestre son buenos disfrutará usted, en Navidad, de una gran prima en recompensa por sus primeros tres meses de duro trabajo. «You will be Superman! Ya que ustedes, los franceses, tener muchas ideas y nosotros, los chinos, muchos medios para realizarlas». Míster Wei había soltado una risa sonora. «Le reembolsaré las tres mensualidades en un solo pago —había prometido Antoine al señor Faugeron—, el 15 de diciembre lo más tardar». Había sentido en la voz del banquero su impaciencia y había empleado su tono más entusiasta para tranquilizarle. «No se preocupe, señor Faugeron, estamos haciendo un gran negocio. China se mueve y prospera. Es el país con el que hay que hacer negocios. Estoy firmando contratos que harían enrojecer a sus empleados. Cada día pasan por mis manos millones de dólares».

—Espero, por usted, que sea dinero limpio, señor Cortès —había respondido Faugeron.

Antoine había estado a punto de colgarle en las narices.

Eso no impedía que, cada mañana, se despertase con la misma angustia y la frase de Faugeron resonara en sus oídos: «Espero, por usted, que sea dinero limpio, señor Cortès». Cada mañana también miraba el correo por si había llegado la paga…

No había mentido a las niñas: tenía a su cargo setenta mil cocodrilos. Los depredadores más grandes de la Tierra. Reptiles que reinan sobre la cadena alimenticia desde hace veinte millones de años. Que descienden de la prehistoria y están emparentados con los dinosaurios. Cada mañana, una vez distribuidas las tareas y fijado el orden del día, partía con míster Lee a verificar que todo marchaba según sus planes y previsiones. Por el momento, devoraba publicaciones sobre el comportamiento de los cocodrilos con el fin de mejorar el rendimiento y la reproducción.

—Sabes —explicaba a Mylène que veía a los reptiles con desconfianza—, no son agresivos por placer. Es un comportamiento instintivo: eliminan a los más débiles y después, como buenos basureros, limpian escrupulosamente la naturaleza. Son auténticas depuradoras de los ríos.

—Sí, pero cuando te atrapan, te pueden devorar en un abrir y cerrar de ojos. ¡Es el animal más peligroso del mundo!

—Es muy previsible. Se sabe por qué y cómo ataca: cuando se forman remolinos, el cocodrilo cree que se enfrenta a un animal que huye y le persigue. Pero si te deslizas lentamente en el agua, no se mueve. ¿No quieres intentarlo?

Ella había dado un salto y él se había echado a reír.

—Pong me lo ha enseñado: el otro día se metió en el agua al lado de un cocodrilo, sin moverse, sin hacer remolinos, y el cocodrilo no le hizo nada.

—No te creo.

—¡Sí, te lo aseguro! Lo he visto con mis propios ojos.

—Por las noches, sabes, Antoine… Me levanto a veces para mirarlos y percibo sus ojos en la oscuridad. Parecen linternas sobre el agua. Pequeñas luciérnagas amarillas que flotan. ¿Es que nunca duermen?

Él se reía de su inocencia, de su curiosidad de niña pequeña y la estrechaba contra él. Mylène era una buena compañía. Todavía no se había acostumbrado por completo a la vida en la plantación, pero estaba cargada de buena voluntad. «Quizás podría enseñarles francés o a leer y escribir», decía a Antoine cuando le llevaba a hacer la ronda a las cabañas de los empleados. Ella hablaba un poco con las mujeres, las felicitaba por la limpieza de sus casas, tomaba en sus brazos a los primeros bebés nacidos en Croco Park y los arrullaba. «Me gustaría ser útil, sabes. Como Meryl Streep en Memorias de África, ¿te acuerdas de esa película? Ella estaba tan guapa. Podría hacer como ella: abrir una enfermería. Aprobé el diploma de socorrista cuando estaba en el colegio… les enseñaría a desinfectar heridas, a coserlas. Al menos estaría ocupada. O podría servir de guía a los turistas que vienen de visita».

—Ya no vienen, se han producido demasiados accidentes. Las agencias ya no quieren correr ese riesgo.

—Es una pena… Hubiera podido abrir una pequeña tienda de recuerdos. Habría dado dinero…

Había intentado trabajar en la enfermería. No había tenido mucho éxito. Se había presentado, vestida con vaqueros blancos y una blusa de ganchillo blanco, transparente, y los obreros se habían precipitado para enseñarle una heridita que tenían con el fin de que les palpase, les curase, les auscultase.

Tuvo que dejarlo.

Antoine la llevaba algunas veces con él en el jeep. Un día, mientras recorrían los dos la plantación, habían visto a un cocodrilo despedazando a un ñu de doscientos kilos por lo menos. El cocodrilo rodaba y giraba sobre sí mismo, arrastrando a su presa dentro de lo que los empleados llamaban «la noria de la muerte». Mylène había gritado de terror y, después, prefirió quedarse en casa esperándole. Antoine le había explicado que no había nada que temer de ese cocodrilo: después de un banquete así, podría pasarse sin comer varios meses.

Ese era el mayor problema al que debía enfrentarse Antoine: alimentar a los cocodrilos en cautividad. Los ríos dispuestos para contener a los cocodrilos estaban encuadrados ciertamente en un territorio rico en caza, pero los animales salvajes, desconfiados, ya no se acercaban al agua y remontaban el curso del río, más arriba, para apagar su sed. Los cocodrilos dependían cada vez más de la alimentación proporcionada por los empleados de la plantación. Míster Lee se había visto obligado a organizar una «ronda alimentaria» que consistía en hacer caminar a los obreros a lo largo de los ríos llevando tras ellos ristras de esqueletos de pollo sumergidas. A veces, cuando creían que no les veían, los empleados daban un golpe seco al hilo, atrapaban un esqueleto y lo devoraban. Lo limpiaban a fondo, aprovechando toda la carne, escupiendo los huesos, y después continuaban su ronda.

Había pues que criar cada vez más pollos.

Debo encontrar una solución para hacer volver a las proximidades de los ríos a los animales salvajes, si no voy a tener un grave problema a mis espaldas. Estos cocodrilos no pueden alimentarse exclusivamente de lo que procede de la mano del hombre, van a terminar abandonando la caza, van a dejar de moverse y perder su vitalidad. Van a hacerse tan vagos que ni siquiera querrán reproducirse.

Además, estaba inquieto por la proporción de cocodrilos machos y hembras. Se había dado cuenta de que se arriesgaba a que un día hubiera muchos machos pero pocas hembras. Era difícil percatarse a simple vista del sexo del animal. Tendrían que haberlos dormido y marcarles nada más llegar, pero no lo hicieron. ¿Quizás tendrían que hacer un día una gran selección sexual? Había otros parques de cocodrilos en el interior. Los propietarios no se enfrentaban a esos problemas. Sus reservas habían permanecido en estado salvaje y los cocodrilos se nutrían ellos mismos, devorando la caza que se aventuraba demasiado cerca del agua. Los criadores se reunían en Mombasa, la ciudad más cercana al Croco Park, en un café, el Crocodile Café. Intercambiaban las últimas noticias, la cotización de la carne, la última cota de las pieles. Antoine escuchaba las conversaciones de esos viejos criadores, curtidos por África, la experiencia y el sol. «Son animales muy inteligentes, sabes, Tonio, de una inteligencia aterradora a pesar de su pequeño cerebro. Como un submarino sofisticado. No se deben subestimar. Nos sobrevivirán, eso seguro. Se comunican entre ellos: con un discreto pero amplio repertorio de mímica y sonidos. Cuando enderezan la cabeza en el agua, es que dejan el papel del más fuerte a otro ejemplar. Cuando arquean la cola, quiere decir estoy de mal humor, sal corriendo. Envían señales sin cesar para mostrar quién es el jefe. Eso es muy importante para ellos: quién es el más fuerte. Lo mismo pasa con los hombres, ¿no? ¿Cómo te las arreglas con tu propietario? ¿Respeta sus compromisos? O te cubren de oro y joyas o te dan largas contándote bobadas. Siempre están intentando jodernos. ¡Da un puñetazo en la mesa, Tonio, golpea la mesa! No te dejes intimidar ni te creas sus promesas. Aprende a hacerte respetar». Miraban a Antoine riéndose. Antoine percibía entonces sus mandíbulas abrirse y cerrarse, y un sudor frío le corría por la nuca.

Pagaba una ronda general con voz autoritaria y llevaba a sus labios agrietados por el sol una cerveza helada. «¡A vuestra salud, chicos, y por los cocodrilos!». Todo el mundo empinaba el codo y enrollaba cigarrillos. «Hay buen costo aquí, Tonio, deberías probarlo, eso endulza las pastosas noches en las que no has cumplido tus objetivos y te entra el miedo». Antoine lo rechazaba. No se atrevía a preguntarles lo que sabían de míster Wei, cómo era el anterior responsable de la plantación, por qué se había ido.

—En todo caso, no te morirás de hambre —decían riendo los criadores—, ¡siempre podrás comer huevos de cocodrilo fritos, tortilla de huevos de cocodrilo y huevos de cocodrilo mimosa! ¡Lo que llegan a poner! ¡Esas sucias bestias!

Y le miraban fijamente con sus ojos amarillos y rasgados de… cocodrilos.

Lo más difícil era esconder su angustia a Mylène por las noches, cuando volvía de sus expediciones a Mombasa. Ella le preguntaba sobre lo que había visto, de qué se había enterado. Él comprendía que necesitaba que la tranquilizasen. Le había dado todos sus ahorros para pagar el viaje y la mudanza. Habían ido juntos a comprar lo que ella había llamado «las comodidades básicas». La casa estaba vacía, el propietario anterior se había llevado todo, llegando hasta a descolgar las cortinas de los cuartos y del salón. Cocina, frigorífico, mesa y sillas, cadena de música, cama y alfombras, cacerolas y platos. Habían tenido que comprarlo todo. «Estoy muy feliz de participar en esta aventura», suspiraba ella dándole su tarjeta de crédito. No escatimaba gastos para su «nidito de amor»; gracias a ella, la casa había recobrado un bonito aspecto. Había comprado una máquina de coser, una vieja Singer que había encontrado en el mercado, y cosía cortinas, sábanas, manteles y servilletas durante todo el día. Los empleados chinos se habían acostumbrado a llevarle trabajo y Mylène lo hacía con gusto. Cuando él volvía por sorpresa y quería besarla, ella tenía la boca llena de alfileres. Los fines de semana, cuando iban a las blancas playas de Malindi, practicaban el submarinismo.

Habían pasado tres meses, Mylène ya no suspiraba de felicidad. Cada día esperaba, inquieta, la llegada del correo. Antoine leía en sus ojos su propia angustia.

El 15 de diciembre no había nada en el correo.

Fue una jornada taciturna, una jornada silenciosa. Pong les sirvió sin decir nada. Antoine no tocó su desayuno. Ya no soportaba comer huevos. Dentro de diez días es Navidad, y no he podido enviar nada a Joséphine y a las niñas. Dentro de diez días es Navidad, y me voy a encontrar, con Mylène, sorbiendo una copa de champán tan helado como la esperanza en nuestras venas.

Esta noche voy a llamar a míster Wei y alzaré el tono…

Esta noche, esta noche, esta noche…

Por las noches, la realidad era menos cruda, la amarilla mirada de los cocodrilos en los estanques brillaba con mil promesas. Por la noche, con el desfase horario, estaría seguro de poder encontrar a míster Wei en su casa.

Por la noche, el viento se levantaba y el calor sofocante caía sobre la hierba seca y sobre los pantanos. Se levantaba un ligero vapor. Se respiraba mejor. Todo se volvía borroso y tranquilizador.

Por la noche, se decía que los principios eran siempre difíciles, que trabajar con los chinos era como recibir bofetadas en la cara, pero que la piel terminaría por curtirse. No se hace uno rico sin arriesgarse, míster Wei no ha invertido todo ese dinero en setenta mil cabezas de cocodrilo sin esperar un céntimo de beneficio. Te desalientas demasiado pronto, Tonio. ¡Venga, anímate! Estás en África, no en Francia. Aquí hay que luchar. El correo, las transacciones, llevan más tiempo. Tu cheque estará entre las manos de un aduanero que le da vueltas y vueltas, verificando el origen antes de enviártelo. Llegará mañana, pasado mañana como muy tarde… Espera un día o dos. ¡La prima añadida es tan grande que las verificaciones son más largas! Mi prima de Navidad…

Sonrió a Mylène, quien, tranquilizada al verle relajarse, le devolvió la sonrisa.

* * *